ORIGENES

(ca. 185-254)
DicEc
 
Orí­genes nació probablemente en Alejandrí­a en torno al año 185. Al morir mártir su padre, Leónidas, el 202, sustentó a su familia abriendo una escuela de estudios elementales. Su obispo, Demetrio, pronto lo hizo responsable de la catequesis. Su estilo de vida era austero, hasta el extremo del heroí­smo. Viajó mucho: Roma, Palestina, Antioquí­a. Siendo todaví­a laico, predicó delante de unos obispos en Cesarea de Palestina, ante lo cual Demetrio, su obispo, protestó. Al ser ordenado en Palestina, su obispo convocó un sí­nodo de obispos y lo expulsó de Egipto por haberse ordenado en otra diócesis sin el permiso de su obispo. Volvió a Cesarea, donde escribió y enseñó. Bajo la persecución de Decio fue torturado con el fin de hacer que apostatara de la fe. Quedando con la salud muy quebrantada, murió poco después, probablemente el año 254.

Hombre de prodigiosa erudición, Orí­genes fue un crí­tico textual agudo y comentador de la mayor parte de los libros de la Escritura. Predicó mucho, escribió obras apologéticas, dogmáticas, espirituales y especulativas, así­ como un buen número de cartas. Sólo una pequeña parte de su inmensa producción ha llegado hasta nosotros; a causa de las controversias posteriores acerca de su ortodoxia, muchas de sus obras fueron destruidas. H. U. von >Balthasar, escribiendo sobre los comienzos de su labor teológica, dice: «Descubrí­ a Orí­genes y comprobé con asombro que era el espí­ritu más egregio de los primeros siglos, que habí­a dejado su huella, para bien y para mal, en toda la teologí­a cristiana».

La importancia de Orí­genes en la eclesiologí­a puede decirse que es tanto indirecta como directa. En primer lugar, todaví­a podemos aprender de él la importancia de unir la teologí­a dogmática y la espiritualidad, de ver un significado espiritual tanto como literal en la Escritura. En segundo lugar, hay en él ideas eclesiológicas de gran profundidad, especialmente su visión de la triple encarnación: el Logos se ha encarnado en su cuerpo histórico, resucitado y eucarí­stico, en su cuerpo eclesial y en el cuerpo de la Sagrada Escritura. Enseña claramente la doctrina paulina del >cuerpo, cuya vida es el Logos. Es un testigo de las instituciones de la Iglesia en su época. Hablando de las debita («deudas», menos exactamente «ofensas») del padrenuestro, dice: «Una viuda a cargo de la Iglesia tiene una deuda, un diácono otra, un presbí­tero otra, y un obispo, una deuda extremadamente fuerte, cuyo pago le será exigido por el Salvador de toda la Iglesia, recibiendo justo castigo en caso de no pagarla». Las grandes imágenes patrí­sticas de la Iglesia se encuentran, al menos germinalmente, en Orí­genes: por ejemplo, la novia, la esposa, la ciudad de Dios, el pueblo, los creyentes, Jerusalén.

Orí­genes cayó en desgracia en el perí­odo patrí­stico por un conjunto de errores a los que se ha dado el nombre de «origenismo», pero que no todos se encuentran en sus enseñanzas. Los problemas de las generaciones futuras en relación con sus escritos serí­an múltiples: su novedosa aproximación a la Escritura, a un tiempo literal y espiritual; su inclinación a la alegorí­a; el carácter vacilante de sus tempranas reflexiones sobre temas a propósito de los cuales los teólogos y los concilios posteriores se expresarí­an de manera diferente; su genio especulativo, dedicado a examinar posibilidades que más tarde habrí­an de considerarse insostenibles; la confusión de sus posiciones filosóficas con su teologí­a, y sobre todo la errónea interpretación de sus escritos y sus intenciones por aquellos que, como Jerónimo, lo leyeron tardí­amente y no tuvieron en cuenta su lenguaje más primitivo y lo acusaron, por ejemplo, de arrianismo. Se ha demostrado que el anatema lanzado contra Orí­genes en el segundo concilio de >Constantinopla no puede ser atribuido al concilio. Habí­a defectos ciertamente en su teologí­a trinitaria, que se harí­a clara en el concilio de >Nicea I. Su teorí­a de la apokatastasis, que postula la salvación última de todo y de todos, tiene escaso fundamento, aun cuando él aduzca algunos fundamentos tomados de la Escritura.

La variada obra de Orí­genes forma parte de la herencia más rica de la Iglesia. En la actualidad es quizá, después de Agustí­n, el más leí­do de todos los escritores eclesiásticos de la Antigüedad. Citando a von Balthasar una vez más, se puede decir que «Orí­genes fue una figura tan señera como Agustí­n o Tomás de Aquino»».

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

Vida: Nacido hacia el 185 en una familia cristiana de Alejandrí­a, su padre murió mártir durante la persecución de Severo (202). Al haber confiscado su patrimonio la administración imperial, tuvo que dedicarse a la enseñanza para subsistir y sostener a su familia. Se le confió la escuela de catecúmenos de Alejandrí­a, que dirigió llevando una vida ejemplar. Durante este perí­odo de tiempo es cuando se sitúa su famosa auto-castración. Durante el perí­odo que va del 203 al 231, en que dirigió la escuela de Alejandrí­a, viajó a Roma, Arabia y Palestina con ocasión del saqueo de Alejandrí­a por Caracalla. Ordenado sacerdote de paso por Cesárea, Demetrio de Alejandrí­a, según Eusebio, movido por la envidia, convocó un sí­nodo en el que, argumentando que un castrado no podí­a ser ordenado sacerdote, se excomulgó a Orí­genes. En el 231 otro sí­nodo lo depuso del sacerdocio. A la muerte de Demetrio (232), Orí­genes regresó a Alejandrí­a, pero Heracles, el nuevo obispo, renovó la excomunión. Ante aquella situación Orí­genes partió a Cesárea de Palestina, comenzando una etapa distinta de su vida, pues el obispo de esta ciudad lo invitó a fundar una nueva escuela de teologí­a. Hacia el 244 volvió a Arabia, logrando convencer al obispo de Bostra, Berilo, del error de su monarquianismo. Tras pasar por numerosas penalidades durante la persecución de Decio, murió en Tiro el 253. Tras su muerte se discutió — con razón — el carácter heterodoxo de algunas de sus ideas. Hacia el 400, Epifanio de Salamis lo condenó en un sí­nodo que tuvo lugar cerca de Constantinopla, y el papa Anastasio hizo lo mismo en una carta pastoral. El concilio de Constantinopla (543) pronunció quince anatemas contra él, decisión que fue suscrita por Virgilio, el obispo de Roma, y los demás patriarcas.

Obras: Epifanio señala que Orí­genes escribió unas seis mil obras, pero, perdidas en su mayor parte a causa de las controversias relativas a su carácter herético, sólo conocemos el tí­tulo de unas ochocientas. La mayor parte de las mismas están relacionadas con la Biblia siendo sus Hexaplas el primer intento de llegar a un texto crí­tico del Antiguo Testamento. En ellas aparecí­a el texto del Antiguo Testamento en seis bandas — hebreo con alfabeto hebreo, hebreo con alfabeto griego, traducción griega de Aquila, traducción griega de Sí­mmaco, los LXX y traducción de Teodoción. En los Salmos añadió tres versiones más formando las Ennéaplas Asimismo redactó otra edición con sólo cuatro columnas, las Tetraplas. Escribió asimismo homilí­as, comentarios y escolios relacionados con todos los libros del Antiguo y el Nuevo Testamento. Redactó también diversas obras dogmáticas (El PeriArjón, La disputa con Herádides, el tratado Acerca de la resurrección, etc.) y apologéticas, siendo la más importante el Contra Celso.

Teologí­a: En relación con la doctrina de la Divinidad, Orí­genes utilizó frecuentemente el término †œtrinidad,† rechazando el modalismo que no distinguí­a entre las tres personas divinas. Insiste en que el Hijo no tuvo principio ni hubo un tiempo en que no fuera. Asimismo dio vida al término †œconsustancial† (homoousios) que tanta trascendencia tendrí­a en el enfrentamiento con Arrio. Con todo, Orí­genes supone un orden jerárquico dentro de la Trinidad, lo que explica que se le acusara de subordinacionismo.

Mariológicamente: Aunque Sozomeno (HE VII, 32) señala que Orí­genes denominó madre de Dios (Zeotokos) a Marí­a, lo cierto es que no nos ha llegado ningún pasaje suyo que avale tal afirmación. Sí­ es cierto, no obstante, que insiste en la necesidad de recibir a Marí­a como madre para poder comprender el Evangelio (Comm. In Joh, I:6). Eclesiológicamente, Orí­genes considera a la Iglesia como pueblo de los creyentes y cuerpo de Cristo. Fuera de esa casa, nadie puede salvarse ni puede haber fe, ya que los herejes no tienen fe sino credulidad vana. Sacramentalmente, Orí­genes abogó por el bautismo de infantes (Hom in. Lev, VIII, 3) como medio de remitir el pecado con el que éstos nacen. Orí­genes creí­a en sólo una remisión de los pecados, la bautismal, si bien para obtener el perdón por los pecados cometidos tras el bautismo enumera otros siete medios: el martirio, la limosna, el perdón de los que nos ofenden, la conversión del pecador, la práctica del amor y la confesión del pecado — en ocasiones parece referirse a un sacerdote, en otras a un creyente maduro el que debe aconsejar al pecador si es conveniente que confí­ese el mismo en público o no. La idolatrí­a, el adulterio y la fornicación sí­ parece que quedaban limitados al perdón sacerdotal, que debí­a venir precedido por una excomunión pública y prolongada. En cuanto a la Eucaristí­a, coexiste en Orí­genes una interpretación alegórica (que identifica el cuerpo y la sangre escritúrales con la enseñanza de Cristo) con otra realista, mediante la que afirma que, por la oración, el pan se convierte en cuerpo santo. Orí­genes parecí­a sostener que la interpretación literal era la común en la Iglesia pero destinada a las almas simples (In Mat XI: 14), mientras que la simbólica es más digna de Dios y es la sostenida por los sabios (In **Ioh XXXII:24; In Mat, **LXXXVI). Dudosas fueron empero las ideas escatológicas de Orí­genes que negaba el castigo eterno de los condenados sustituyéndolo por un fuego purificador para todos, que concluirí­a con una salvación universal — sin excluir ni a Satanás ni a los demonios — en un proceso de restauración cósmica o apokatastasis. Esta tesis junto a la de la preexistencia de las almas — un resabio platonista — y algunas conclusiones derivadas de una alegorización excesiva del texto bí­blico, como la de atribuir un estado espiritual y sin cuerpo fí­sico a los seres humanos antes de la caí­da, fueron condenadas correctamente por la Iglesia en repetidas ocasiones, como hemos señalado con anterioridad. Ver Epifanio de Salamis.

VIDAL MANZANARES, César, Diccionario de Patrí­stica, Verbo Divino, Madrid, 1992

Fuente: Diccionario de Patrística

SUMARIO: I. Aproximación a Dios en Orí­genes.-II. Presupuestos: 1. Influencia filosófica; 2. Desafí­os del sincretismo y de las herejí­as; 3. Corrientes intraeclesiales.-III. Economí­a e inmanencia de Dios: 1. El acceso al misterio de Dios; 2. El misterio de Dios: a. El Padre, amor fontal, b. La generación del Hijo, c. La procedencia del Espí­ritu Santo; 3. La apropiación subjetiva; 4. La adecuación del concepto.-IV. Pervivencia de los planteamientos: 1. El proceso de la recepción; 2. El origenismo; 3. Actualidad.

I. Aproximación a Dios en Orí­genes
Para Orí­genes (ca.185 -ca.253) Dios se constituye en el núcleo aglutinador de toda su teologí­a, en ningún momento separable de su exégesis y de su doctrina espiritual’, que elaboró el Alejandrino en respuesta a los grandes desafí­os del complejo contexto histórico social en el cual le tocó vivir. El concepto de Dios, de hecho, se refracta en sus momentos iniciales a través del Peri Archón; pasa luego por una etapa de desarrollo en la «obra puente», el Com Jo, para alcanzar en el Contra Celsum su mayor densidad, sin que pueda constatarse, sin embargo, una evolución en el pensamiento teológico origeniano.

En este momento, con Orí­genes, la evolución del dogma rompe los estrechos marcos de la «apologí­a» y se constituye en «teologí­a», aunque el autor no es un «sistemático» propiamente tal. En la teologí­a origeniana emergen, sin duda, las bases sólidas de la Tradicion ecclesial, sobre todo, de la «regla de fe». Orí­genes expresa, de este modo, su profunda pertenencia a la Iglesia, pese a los arriesgados «ejercicios», con que intenta penetrar la profundidad de Dios hasta bordear la herejí­a. Estos «ejercicios» atestiguan, por su parte, la genialidad de un pensador original, quien se considera a sí­ mismo un «hombre eclesiástico».

Es significativa la estructuración misma de la argumentación origeniana en torno al misterio de Dios, pues rompe la sí­ntesis propuesta por el pensar contextual griego para dar cauce a la»preeminencia» del conocimiento de Dios’. Esta «preeminencia » en cuanto hyperoché, no sólo refleja la necesidad de transcender los lí­mites de la razón humana, sino que requiere, además, participar en el mismo misterio de Dios, en la medida que éste se trasciende. De ahí­ que el eje articulador de la argumentación origeniana se proyecta a partir del misterio cada vez mayor.

II. Presupuestos
Orí­genes se aproxima a Dios y lo piensa en los moldes de su tiempo, a la vez que rompe dichos moldes al criticarlos desde dentro a la luz de la imagen bí­blica de Dios.

1. INFLUENCIA FILOSí“FICA. El Alejandrino comparte, sin duda, con el platonismo la fórmula del «por encima del ser», -epékeina tés ousí­as-, pero se sirve de ella, tan sólo, a partir de unos vestigios, tales como éstos se encuentran en la carta II de Platón, aprovechando, sobre todo, los transcendentales del ser, en especial, el bonum, para pensar la transcendencia de Dios desde Ex 3,14. De Plotino, por su parte, Orí­genes se distancia, en lo que se refiere a la «falta de rostro», con que se articula el fundamento plotiniano del ser, el Uno, en una sistemática rí­gida y, según Orí­genes, ajena al dinamismo del misterio de Dios. Mientras que la influencia estoica sobre el pensar teológico de Orí­genes es notoria», el aristotelismo adquiere poco peso en la comprensión origeniana de Dios. Lo mismo vale de la filosofia popular, pese a que ésta se proyecta con fuerza en el Contra Celsum.

2. DESAFíO DEL SINCRETISMO Y DE LAS HEREJíAS. Impactan, fuertemente repercutiendo en su teologí­a, las tendencias sincretistas y heréticas. Resalta, sin duda, la gnosis, por su marcado dualismo, en sus diversas articulaciones, valentinianos y marcionitas, que se hace presente por los problemas de la creación y del origen del mal, la transcendencia de Dios, la libertad del hombre y de Dios. Contra Marción Orí­genes rescata la bondad de Dios Creador, su identidad con el Padre de Jesus, la interrelación de los dos testamentos y el valor del AY’. En su crí­tica a los valentinianos, Orí­genes se enfrenta con Heracleon, en lo que se refiere a la predestinación de las naturalezas y la falta de responsabilidad personal del ser humano. Contra los modalistas el alejandrino resalta la personalidad del Verbo y contra los adopcionistas su generación eterna, mientras que en contra de los docetas destaca la auténtica humanidad de Cristo, como condición de la redención.

3. CORRIENTES INTRAECLESIALES.

Un tercer tipo de influencias le viene a la teologí­a origeniana por su enfrentamiento con las corrientes intraeclesiales, que se caracterizan por un marcado antropomorfismo, un apego al sentido literal del texto bí­blico. Con los antropomorfitas, Orí­genes discute las imágenes corpóreas de Dios, mientras que en contra de los literalistas rescata el misterio de Dios trino a través del sentido espiritual, en su alcance pneumatológico a través de la tensión de «la letra y el espiritu»

III. Economí­a e inmanencia de Dios
El espacio interno de la comprension origeniana de Dios se constituye en forma dinámica como «misterio», que, volcándose hacia fuera, se revela en su dimensión eclesial.

1. EL ACCESO AL MISTERIO DE DIOS. Para Orí­genes, el único acceso al misterio de Dios es Cristo. Pero no es tanto la constitución ontológica de la persona del Salvador lo que le interesa, sino, más bien, el ser mediador en la unión mí­stica del alma y de la Iglesia con el Dios oculto, y esto, sobre todo, bajo el ángulo del conocimiento y amor. Por eso, el Logos, el alma de Cristo, y la humanidad del Señor son comprendidos por Orí­genes como puestos al servicio de aquel movimiento, según el cual Dios sale de sí­ mismo y retorna a sí­ mismo’.

2. EL MISTERIO DE DIOS. El misterio de Dios se revela desde dentro como unidad a partir de la trinidad de personas, siendo el Padre el origen, la arché, el «amor fontal», desde el cual proceden y hacia el cual se trascienden el Hijo y , a través de éste, el Espí­ritu Santo. Pues «el Salvador y el Espí­ritu Santo sobrepasan a toda criatura sin comparación y de un modo totalmente transcendente, mas ellos son superados por el Padre otro tanto o más que ellos superan a los otros seres.

a. El Padre, amor fontal. Orí­genes comprende todo el misterio de Dios a partir del amor fontal, el Padre, en cuanto «Dios por excelencia». Lo piensa como «libertad increada», no de modo esencialista, sino a partir de lavoluntad y del amor, -aunque no a modo del amor humano entre mujer y varón-. Resalta, por eso, la forma tripolar asimétrica, con que Dios se autodona en el amor recí­proco del Padre al Hijo en el Espí­ritu Santo. Esta visión jerarquizada se presta fácilmente para una interpretación subordinacionista, si no se comprenden bien los textos sospechosos dentro de su propio contexto y tampoco se los desentraña más allá de la economí­a en vistas a Dios en sí­ mismo. Es lógico, por ende, que el Hijo dejarí­a de existir, si no quedara «volcado hacia» el Padre, por el cumplimiento de su voluntad, puesto que en esto consiste su ser Hijo.

b. La generación del Hijo. Sobre el transfondo del misterio del amor libre, recí­proco y jerarquizado en su forma tripolar resulta del todo coherente la intelección de la generación del Hijo a partir de la voluntad del Padre. El Hijo procede del Padre como su Palabra y su Sabidurí­a, -epí­noia es analizada por Orí­genes con mayor frecuencia entre las numerosas que presenta. Sólo el Hijo, por ser Hijo del Padre, es capaz de hacerse hombre.
c. La procedencia del Espí­ritu Santo. A la luz del misterio de amor, destacado por Orí­genes, la procedencia del Espí­ritu Santo no resulta enigmática en la obra del autor, por ser el Espí­ritu la «subsistencia» en la reciprocidad entre el Padre y el Hijo. El Espí­ritu Santo se realiza como tal, igual al Hijo, de modo jerarquizado, en cuanto procede de la voluntad del Hijo como «materia inteligible». Esta procedencia, contrariamente a lo que sucede con la generación del Verbo, carece de anticipaciones en la filosofí­a contextual.

3. LA APROPIACIí“N SUBJETIVA. La comprensión peculiar origeniana de Dios se proyecta, luego, en su profundidad más propia a través de la apropiación subjetiva por el Espí­ritu Santo en cuanto conocimiento del Dios vivo a modo del Hijo. Orí­genes aporta en este sentido un conocimiento peculiar de la transcendencia de Dios, que no se comprende a modo griego como «más allá», sino a partir de un más acá, sin que éste se encuentre separado de aquél. Con esto se hace notar un cambio significativo en la comprensión de Dios desde una perspectiva cosmológica a un enfoque antropológico, ya que el orí­gen de la creación se encuentra en el designio amoroso del Padre, que se proyecta a partir de ahí­ hacia la escatologí­a .De esta manera, la comprensión de la relación entre finitud e infinitud se cambia desde dentro, teniendo repercusiones de peso sobre la imagen de Dios.

La interrelación origeniana entre la economí­a y la inmanencia permite, luego, descubrir un fundamento óntico en la gestación de la historia, que se traduce en una relación asimétrica entre gracia y libertad, una compleja articulación del problema del mal a partir de la temporalidad, y, finalmente, un fuerte énfasis sobre la kénosis y la oración.

4. LA ADECUACIí“N DEL CONCEPTO. La articulación del amor fontal libre hace posible comprender también unos aspectos inusitados en el pensamiento teológico de Orí­genes. Es, sobre todo, el desbordamiento de un amor cada vez mayor, que se escapa, con frecuencia, de la adecuación del concepto.

Así­ Orí­genes describe, de modo audaz, el amor de Dios en cuanto pasión. En tal descripción se hace presente el impresionante conocimiento bí­blico, que posee el Alejandrino al respecto. Su interpretación refleja el comportamiento de Dios, destacado con frecuencia, por los profetas veterotestamentarios. Sin embargo, formulaciones concretas, empleadas por Orí­genes, no dejan de ser vulnerables, en cuanto se exponen, con facilidad, a malentendidos. Lo mismo vale cuando Orí­genes se refiere al dolor del Padre, quien sufre a causa de la suerte de su Hijo en la cruz. En estas referencias trasluce, por cierto, una profundidad inaudita y el realismo propio de la doctrina trinitaria origeniana, en cuanto ésta remonta las implicaciones soteriológicas al interior de la Trinidad.

Cabe señalar, finalmente, la comprensión profunda de la predestinación, tal como Orí­genes la desarrolla con relativa frecuencia en relación con el misterio de Dios. Esta verdad casi impenetrable, aunque muy reflexionada por el Alejandrino, desborda, sin duda, todo concepto de Dios, cuando adquiere su intelección propia sobre el trasfondo trinitario del Hijo, servidor del Padre.

IV. Pervivencia de los planteamientos
1. EL PROCESO DE RECEPCIí“N. El proceso de la recepción de la teologí­a origeniana ha sido turbulento, debido a la genialidad del autor, difí­cilmente penetrable por espí­ritus de menos vuelo espiritual e intelectual. Si es verdad que se mide la importancia de un autor por sus efectos, Orí­genes, por cierto, es uno de los más importantes. De hecho, la aportación de Orí­genes a la comprensión de Dios pervive a través de los Capadocios, en especial de Gregorio de Nisa. Pero también se nutren de él hasta sus adversarios más feroces, como Jerónimo, sobre todo, en lo que se refiere al método.

2. EL ORIGENISMO. Junto a esta recepción auténtica surge lo que se llama el origenismo. Este fenómeno no designa todo el sistema doctrinal de Orí­genes, sino una corriente de ideas nacidas de ciertas especulaciones, contenidas en el Peri Archón, que, separadas de su conjunto y despojadas de su carácter hipotético, fueron sistematizadas en los siglos IV-VI. Sus caracterí­sticas son el subordinacionismo trinitario, platonismo helénico, la apocatástasis, y otras interpretaciones falsas como la afirmación de que el Hijo y el Espí­ritu Santo son criaturas y que el Hijo no ve al Padre. Esta interpretación de Orí­genes, que se debe a la sistematizacion unilateral de Evagrio Póntico en el siglo IV, fue condenada en el Concilio de Constantinopla (553).
3. ACTUALIDAD. Pese a todo, la influencia de Orí­genes continúa a través de los siglos, en especial, a partir de Erasmo. De ahí­ que en la actualidad numerosos estudiosos se dedican a investigar el misterio de Dios en la obra origeniana, reducida ésta a una mí­nima parte. El Alejandrino, por cierto, ha dejado abiertas muchas cuestiones, de las cuales la teologí­a posterior se hizo cargo. Sin embargo, urge también hoy, tanto al quehacer teológico cientí­fico actual, cuanto a la fe sencilla eclesial, el que nos atrevamos a pensar y vivir la preeminencia del Dios Amor cada vez mayor.

[ —> Amor; Creación; Credos trinitarios; Escatologí­a; Espí­ritu Santo; Gnosis y gnosticismo; Hijo; Historia; Jesucristo; Misterio; Padre; Predestinación; Procesiones; Teologí­a y economí­a; Salvación; Trinidad.]
Anneliese Meis

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Hablar de teologí­a fundamental a propósito de Orí­genes puede parecer anacrónico, ya que su teologí­a ignora estas distinciones de ramas diversas y es siempre a la vez exegética, espiritual y especulativa. Sin embargo, ha sido él el que ha escrito la obra apologética más considerable de la época antenicena, el Contra Celso, refutación del Discurso verí­dico de Celso, filósofo del platonismo medio, del que su crí­tico cita largos extractos. Y hay varios temas que tienen que ver con la teologí­a fundamental que son objeto de discusiones en el Tratado de los principios o Perí­ Arjón, y hasta en sus comentarios y homilí­as.

1. Dios: Puede resultar extraño no encontrar en la obra de Orí­genes ningún intento de prueba de la existencia de Dios. Los ateos son raros en aquella época, y Celso está lejos de serlo. Por el contrario, Orí­genes habla con frecuencia de la incorporeidad de Dios, así­ como de la incorporeidad del alma, que son puntos desconocidos por muchos cristianos: los antropomorfitas, que toman al pie de la letra los antropomorfismos de las Escrituras, atribuyendo así­ a Dios miembros corporales y pasiones humanas; los milenaristas o quiliastas, que hacen una lectura demasiado literal de Ap 20,1-6 y creen en un reinado de mil años de Cristo y de los mártires en la Jerusalén terrena, precediendo la primera resurrección a la resurrección definitiva. Estos cristianos no son herejes; el mismo Orí­genes no menciona la incorporeidad de Dios al exponer la regla de fe en el prólogo del Tratado de los principios, aunque el capí­tulo que sigue (1, 1) está dedicado a este tema. Pero es imposible al hombre conocer aquí­ abajo a Dios y hablar de él sin representárselo como hombre; ésta es para Orí­genes una de las razones, entre otras, de la encarnación del Hijo, que se hizo hombre para manifestarnos la divinidad a través de su humanidad. Que Dios haya creado al mundo a partir de la nada se afirma a la vez en el Tratado de los principios en varias ocasiones (cf 1, 3,3) y en el Comentario sobre san Juan (I, 17 [18],103), apoyándose en 2Mac 7,28 y en el Pastor, de Hermas (Prec. 1 [26],1), que Orí­genes trata a menudo como Escritura. Si la noción de providencia se encuentra en los platónicos y en los estoicos, es concebida por el alejandrino y por su discí­pulo Gregorio el Taumaturgo en el Agradecimiento a Orí­genes de una forma mucho más personalista. El uno de Plotino, condiscí­pulo de Orí­genes, sólo,se vuelve hacia sí­ mismo; y la providencia -una providencia que no` conoce a la persona- le corresponde a la segunda y a la tercera hipóstasis, mientras que el Padre origeniano está asociado continuamente a la obra de su Hijo en la providencia y en la creación.

2. JESÚS. La discusión sobre Jesús ocupa una gran parte de los primeros libros del Contra Celso. Celso escudriña su vida, encontrando en todo momento ocasiones para acusarle o para mostrarse incrédulo; y la muerte en la cruz ocupa en él un lugar elegido. Orí­genes no se queda sin respuesta. Su defensa presenta varias clases de argumentación que se harán clásicas. Jesús fue profetizado por el AT y realizó plenamente esas profecí­as: este mismo razonamiento aparece en el Tratado de los principios (IV, 1), donde se habla de la inspiración de las Escrituras por el hecho de que las profecí­as fueron cumplidas por Cristo. Los mita= gros de Jesús no son obra de magia, como pretende Celso, que les opone los hechos maravillosos del paganismo (cf F. MOSETTo, I miracoli evangelice nel dibattito tra Celso e Origene, Roma 1987): Pero el argumento fundamental que valoriza los milagros de Jesús y toda su misión en este mundo procede de la extensión, del número y de la profundidad de las conversiones morales que suscitó. Sus milagros tuvieron como objetivo el bien moral de la humanidad, mientras que los hechos maravillosos invocados por el pagano Celso son puros prodigios, espiritual y moralmente indiferentes. Orí­genes habla de experiencias: él ha constatado el número y la calidad de esas conversiones provocadas por la predicación cristiana, que arrancó a los hombres de una vida desenfrenada y egoí­sta y los condujo a la virtud. Mientras que los legisladores antiguos no pudieron nunca hacer adoptar sus leyes por los extranjeros, todas las regiones del mundo conocido por Orí­genes están llenas de cristianos, muchos de los cuales aceptan sufrir el tormento y la muerte por seguir fieles a la ley que predicó Jesús. La insuficiencia de los medios humanos de esta predicación -el escaso número de apóstoles, que además eran iletrados subraya con mayor claridad que este éxito no se debió más que a la gracia divina, así­ como el escaso valor literario de las Escrituras, vasos de barro que. contienen la palabra de Dios. Los surimientos y los martirios padecidos por los cristianos se invocan como otras tantas pruebas de la veracidad de su testimonio (C. Celso I1I, 27).

3. REVELACIí“N Y ESCRITURA. La revelación es, para Orí­genes, a la vez el Verbo y la Escritura, que no constituyen dos realidades diferentes. En efecto, el uno y la otra son palabra de Dios; pero Dios no tiene dos palabras, sino una sola. Por tanto, la Escritura es ya una encarnación del Verbo en la letra, análoga a la de la carne; no una encarnación que haya que añadir a la única encarnación, sino relativa a ella, encargada de prepararla (AT) y de narrarla (NT), aguardando la realización definitiva, cuando la humanidad divinizada en Cristo y como interiorizada en él vea al Padre con los mismos ojos que el Hijo. Así­ pues, la Escritura se identifica en cierta manera con el Verbo encarnado y es, como la encarnación, una obra del Espí­ritu: no se la puede comprender si no tiene uno en sí­ mismo el Espí­ritu que la inspiró. El carisma del hagiógrafo es parecido al carisma del que la lee y la comprende; por tanto, comprender la Escritura es también una revelación.

Más allá del sentido literal, histórico o corporal, que Orí­genes considera como la materia bruta de lo que se dice; antes de cualquier interpretación, si fuera posible -a diferencia de nuestros contemporáneos, para quienes el. sentido literal es el que quiso expresar el autor humano-, la verdadera comprensión intenta alcanzar el sentido que buscaba el Espí­ritu; el sentido espiritual. El sentido espiritual, o alegórico, del AT concierne a Cristo y a todas las realidades de la nueva alianza, ya que él es la clave de las antiguas Escrituras. Orí­genes se apoya para afirmarlo en varios textos del NT, sobre todo paulinos y joánicos, siendo los más importantes 1 Cor 10,1-11; Gál 4,21-31, y 2Cor 3,7-18:’ estos textos demuestran que ciertos episodios veterotestamentarios son figura de realidades neotestamentarias y que el AT permanece velado para los que no se han vuelto hacia Cristo. Por otra parte, si la revelación es ante todo Cristo, ¿cómo iba el AT a ser revelación sino hablara todo él de Cristo? Pero también el NT tiene un sentido espiritual, con un doble significado: primeramente aplica al cristiano lo que se dice de Cristo; luego profetiza los bienes de la bienaventuranza, pero por una profecí­a que es ya realización de lo que profetiza. En efecto, el evangelio, tal como lo vivimos aquí­ abajo, el evan. gelio temporal o sensible, difiere del evangelio eterno, inteligible o espiritual, solamente por la epinoia, .un concepto humano; esto significa que no se distinguen por la hypóstasis o por el pragma, por la realidad. Por eso no son más que uno (Com. in Joh. 1, 8 [ 10], 44: cf 1:1. CROUZE.L, Origéne el la «connaissance mysti= que»; Brujas-Parí­s 1961, 352-361): La única diferencia entre ellos es la de la visión «a través de un espejo, en enigma»; la única posible aquí­ abajo, y la visión «cara a cara», la de la eternidad (1Cor 13,12). En esta distinción se contiene implí­citamente todo el sacramentalismocristiano, empezando por el «sacramento» supremo, Cristo, un hombre en el que «habita corporalmente la plenitud de la divinidad» (Col 2, l9).

Contra lo que se dice muchas veces a partir de impresiones demasiado rápidas, Orí­genes no desprecia el sentido literal, y muchas de sus homilí­as se basan principalmente en él. Gramático y filólogo de formación (cf B. NEuSCHt1FER, Origenes als philologe, 2 vols., Basilea 1987), lo explica, muchas veces a costa de toda una serie de recursos gramaticales, cientí­ficos, históricos, geográficos y de incursiones por las costumbres hebreas y las consultas de diversos manuscritos. No hemos de olvidar el trabajo colosal de exégesis crí­tica de sus Hexapla para llegar a un texto seguro. Se puede, sin duda, ver en él al principal exegeta crí­tico y literal de la época antenicena y uno de los más importantes de la antigüedad. ¿Cuál es entonces el origen de la reputación que se le atribuye de despreciar el sentido literal? Se debe al hecho de que Orí­genes declara a veces que en ciertos textos es inexistente. Pero si se tiene en cuenta su definición del sentido literal anteriormente indicada, lo cierto es que esta significación falta cuando la Escritura habla un lenguaje figurado. Por otra parte, los preceptos del AT que son de orden jurí­dico o ceremonial han sido abolidos. por Cristo: por tanto, no tienen para nosotros un sentido literal válido. Los libros que los recogen, por ejemplo el Leví­tico, se nos han dado «como aviso para nosotros, que vivimos en los tiempos definitivos» (i.Cor 10,11). Por tanto, tienen un sentido para nosotros que no puede ser más que espiritual. Añadamos a ello algunas contradicciones o extravagancias en el texto bí­blico, debidas muchas veces a la versión de los Setenta; que considera Orí­genes (a pesar de cierto conocimiento que tení­a del hebreo, lo mismo que todos los padres anteriores a Jerónimo) como texto inspirado y canónico, el que los apóstoles dieron a la Iglesia (cf P. Are. IV, 3,1-3). Por otra parte, ¿de qué sirven los relatos contenidos en la Escritura si no se saca de ellos al menos una lección moral? La finalidad de Orí­genes no tiene nada que ver con la del historiador o el arqueólogo; es la del pastor, que desea hacer progresar moral y espiritualmente a sus lectores u oyentes.

En general, el sentido espiritual se deriva del sentido literal y no es simplemente un sentido acomodaticio más o menos arbitrario; no han de preocuparnos mucho las pocas excepciones que se pueden encontrar. En muchos casos Orí­genes-parte de una explicación alegórica ya indicada para el NT: la explica, la extiende; la desarrolla. Cuando no ha encontrado nada en el NT, sugiere lo que se le ocurre, con modestia, no como una exégesis obligatoria, sino como un ensayo contingente, declarándose a veces dispuesto a abandonar su explicación si se le indica otra mejor. El contexto del descubrimiento de una exégesis es espiritual en el sentido más preciso del término. Es la oración en la que el Espí­ritu Santo presente en el alma representa, como hemos dicho, el mismo papel de inspirador, que tuvo en la inspiración del profeta: hay allí­ una especie de iluminación interior: Para-comprender auténticamente la Escritura hay que tener el nous, la mentalidad de Cristo; es 1o que se afirmaen numerosos textos. Al comienzo del Com. in Joh. (1, 4 [6],23-24), en un pasaje célebre, Orí­genes ve en la Iglesia de Juan las primicias del evangelio y dice que sólo puede comprenderlo el que se ha convertido en otro Juan, es decir, en otro Jesús, ya que Juan fue dado como hijo a Marí­a, sustituyendo al mismo Jesús (Jn 19,26). Es aquel en quien vive Cristo y tiene por ello la mentalidad de Cristo (lCor 2,16).

Así­ pues, Cristo es el autor real de los dos Testamentos -ya hemos visto que el Verbo y la Escritura son una sola palabra de Dios- y, siguiendo un principio que se remonta al gramático Aristarco de Samotracia (217-145), no se interpreta correctamente un texto más que encontrando en uno mismo la mentalidad del autor (cf Rolf GOGLER, Zur Theologie des biblischen Wortes, Düsseldorf 1963, 45-46). Este principio filológico ayuda a comprender la aplicación que de él hace el Alejandrino, y que es de orden teológico.

De la oración, el sentido espiritual pasma la homilí­a predicada y al comentario escrito. Conserva, pues, un sentido subjetivo, según la acepción filosófica del término: esta palabra divina va dirigida a una inteligencia individual. Pero esto no quiere decir que no sea comunicable. Por tanto, no se trata necesariamente de una significación que sea válida para todos, y el predicador tiene que señalarlo con prudencia. En efecto, si el oyente o el lector no está a la altura espiritual debida, esto puede hacerle daño, y hasta es posible que lo entienda mal y dañe a sus hermanos. Porque se necesita cierta disposición espiritual; don de la gracia, para expresar o acoger una interpretación de este estilo.

Así­ pues, hay entre los dos Testamentos una correspondencia y una vinculación muy estrecha;- por eso Orí­genes defiende victoriosamente el valor del AT contra los marcionitas y otros gnósticos que lo infravaloran y hasta lo condenan, así­ como a su Dios creador, separado por ellos del Padre de Jesucristo. El AT contiene la promesa que se realizará a través de un espejo, en enigma, en el NT, y «cara a cara» en la bienaventuranza (1Cor 13,12). En algunos textos, corregidos por otros, Orí­genes exagera incluso la importancia del AT, sosteniendo que algunos patriarcas y profetas tuvieron de las realidades divinas un conocimiento no menor que el de los apóstoles, aunque sin ver la realización del misterio oculto (Com. in Joh., VI, 3-5 [2],15-30). Pero más adelante, en la misma obra (XIII, 48,314-39), considera a los profetas como sembradores y a los apóstoles como segadores, según Jn 4,36. Según otros pasajes, fue en la transfiguración cuando Moisés y Elí­as recibieron la revelación plena de Cristo; los demás santos del AT esperaron para ello la bajada de Cristo al hades después de su muerte. Hay que señalar además que la expresión paulina «a través de un espejo, en enigma» sólo se aplica al tiempo del NT, distinto del evangelio eterno; nunca se le atribuye al AT, que ofrece sólo un presentimiento, un deseo una esperanza, pero no -como el NT- una posesión real, aunque imperfecta, de las «verdaderas» realidades, los misterios divinos.

Sin embargo, la Escritura no es la única revelación de Dios. El hombre encuentra primero .a Dios en su propia naturaleza, ya que, como el ángel -y .como el demonio, aunque este último se negó a participar de Dios-,fue creado a imagen de Dios, imagen de Dios que es siempre el Verbo; esta doctrina ocupa un lugar central en el conocimiento que el hombre tiene de Dios; en efecto, sólo el semejante conoce lo semejante, ya que lo encuentra en sí­ mismo. La meditación de la Escritura -la thefa anágnósis, la lectio divina- supone como telón de fondo este conocimiento que da la imagen de Dios encontrada en sí­ mismo y que progresa con la gracia y el ejercicio de la vida cristiana. Y no es. eso todo. Si los seres racionales son los únicos que han sido creados, propiamente hablando, a imagen de Dios mismo, a los seres sensibles la Biblia les habla continuamente. Y esos misterios, que corresponden a las ideas platónicas que engloban; están todos ellos contenidos en el Hijo de Dios, mundo inteligible en cuanto que es la Sabidurí­a. En último análisis, el revelador es siempre el Verbo, bien a través de la naturaleza humana, bien del mundo sensible y de la Escritura.

4. LIBRE ALBEDRíO DEL HOMBRE. Hay una noción esencial que domina la concepción que tiene Orí­genes del hombre: el libre albedrí­o. Le dedica uno de los capí­tulos más conocidos de su Tratado de los principios, uno de los que tuvieron más influencia en la posteridad. Resuelve allí­ las objeciones de origen bí­blico que se plantean contra esta prerrogativa primordial del hombre. Su insistencia se explica por los peligros que corrí­a en su época la existencia misma del libre albedrí­o en el pensamiento pagano, con ciertas sectas filosóficas, la astrologí­a, la creencia en la magia y en la heimarméné, el destino., y en el mundo cristiano con algunos gnósticos como los valentinianos, que no concedí­an ningún lugar al libre albedrí­o en la salvación de los «pneumáticos» o en la condenación de los «hylicos», consecuencia de las naturalezas con que habí­an sido creados.

Antes de hablar del libre albedrí­o, digamos unas palabras del contexto antropológico en que se inserta. El hombre está formado de tres elementos -quizá fuera mejor hablar de tendencias, ya que esta antropologí­a es más dinámica que ontológica-; se enumeran en 1Tes 5,23 y guardan poca relación, a pesar de un prejuicio bastante extendido, con la tricotomí­a platónica. Primero está el espí­ritu (pneuma, spiritus), participación del Espí­ritu Santo, impulsor y mentor del alma, don divino que no forma parte propiamente hablando de la esencia del hombre; corresponde, con ciertos matices, a la gracia santificante de la teologí­a posterior.

Lo esencial del hombre es el alma (psyjé, anima); en varias ocasiones Orí­genes define al hombre como un alma que usa de un cuerpo (p.ej., P. Arch. IV, 2,7): el alma es la sede de la personalidad, del libre albedrí­o, y también de la participación del hombre en la imagen de Dios. Pero el alma está dividida en lo más profundo de ella misma, no por causa de la creación, sino como consecuencia del pecado de origen, tal como lo representa Orí­genes en la perspectiva de su hipótesis favorita, la preexistencia de las almas. Su parte superior -o mejor dicho, su tendencia superiorla atrae hacia el pneuma, del que es discí­pula. Esta parte se designa con el término platónico de nous, mens, inteligencia -no la llamamos «espí­ritu» por no confundirla con el pneuma-, o bien con el término de hegemonikón, parte dominante, en latí­n principale cordis, principale mentis, principale animae, o bien con el término bí­blico de kardí­a, cor, corazón. Pero, después de la caí­da, va unida a una parte o tendencia inferior, que la atrae hacia el cuerpo carnal y se designa con varios nombres, sobre todo el que procede de Rom 5,6-7: phrónema tés sarkós, pensamiento de la carne (en latí­n, sensus carnis o sensus carnalis); también se encuentra a veces simplemente sarx o caro, carne, término siempre peyorativo, que no designa el cuerpo, sino la parte inferior del alma. En cuanto al cuerpo (sóma, corpus), tercer elemento, es una noción no uní­voca: muchas veces designa el cuerpo carnal del hombre, pero puede expresar también las diversas clases de cuerpos que distingue Orí­genes en su historia de los orí­genes humanos: cuerpos etéreos o «brillantes» -el éter corresponde al grado más sutil de la materia- de los ángeles, de las inteligencias preexistentes, de los justos resucitados, los cuerpos sombrí­os y oscuros de los demonios y de los impí­os resucitados. Porque el cuerpo es el signo de la condición de criatura, ya que sólo la Trinidad es absolutamente incorporal, como se afirma en varios lugares del P. Arch. (I, 6,4; II, 2,2; IV, 3,15 [27]). Un fragmento conservado por Metodio de Olimpo (De resurrectione III, 17-18) supone incluso que el alma, entre.la muerte y la resurrección, queda revestida de un envoltorio corporal, análogo al «vehí­culo» (ojéma) del platonismo medio. Pero según una constante de la fí­sica griega, que distingue de la materia la cualidad que la reviste, el paso del estado preexistente al estado terreno y luego al estado resucitado no supone un cambio de cuerpo, sino solamente de cualidad.

En este contexto de tres perí­odos -preexistencia, vida terrena actual, vida resucitada- es donde se sitúa la aventura del libre albedrí­o: ha sido dado por Dios al alma racional para que se adhiera a él con un movimiento voluntario, pero haciendo posible entonces el rechazo. Según la hipótesis favorita de Orí­genes, todas las criaturas racionales que, después del pecado, se convertirán en ángeles, hombres o demonios, fueron creadas juntas en unta igualdad completa. Entre ellas se -distinguí­a solamente la «inteligencia» unida al Verbo, a quien esta unión poní­a «bajo la forma de Dios» (Flp 2,6) y la.hací­a absolutamente impecable -,aunque gozando del libre albedrí­o: veremos un poco más adelante esta paradoja-. Cristo en su humanidad preexistente era de este modo el esposo de la Iglesia de la preexistencia, formada de todas las demás «inteligencias». Estas últimas viví­an en la contemplación de Dios. Pero la mayor parte de ellas, en diversos grados, se negaron a Dios, bien sea por un enfriamiento de su fervor que las convertí­a en «almas» psyjé, alma, se relaciona con psyjós, frí­o: el alma es por tanto un enfriamiento de la inteligencia primitiva-,, o bien por el hastí­o de la contemplación, koros ó satietas, análogo a la «acidia», que será, según el monaquismo oriental, una de las grandes tentaciones del monje. Esta caí­da es el efecto negativo del libre albedrí­o, del que estaban dotadas desde el principio las criaturas racionales. Según su importancia, estas últimas se dividirán en ángeles, hombres y demonios; las condiciones en que nazcan los hombres dependerán también de la profundidad de la caí­da. El castigo misericordioso de los ángeles consistirá en tener que ayudar a los hombres a conseguir su salvación y gobernar así­ los reinos diferentes de la naturaleza. Por su parte, los demonios tendrán que dedicarse, según la opción mala de su libre albedrí­o, a impedir la salvación de los hombres. Los hombres pecaron, pero pueden curarse. Dios crea para ello, a manera de prueba, el mundo sensible; para poder vivir en él, sus cuerpos, hasta entonces etéreos, se revisten de una cualidad terrena. ¿En qué consiste esta prueba,-tuna prueba del libre albedrí­o, que motivará la redención de Cristo? Lo podemos deducir de la concepción que ofrece constantemente Orí­genes del pecado bajo su aspecto antropocéntrico. Las realidades de este mundo terreno son, como hemos dicho, imágenes de los misterios divinos. Su finalidad consiste:en inspirar deseos de alcanzarlas con su belleza, pero el alma no debe fijarse en ellas: eso serí­a como si; en el camino -hacia una ciudad; uno se detuviera en el cartel indicador, creyendo que ya ha llegado: En otras palabras; el pecado consiste en tómar equivocadamente, pero de forma voluntaria, por absoluto lo que no es más que una imagen deficiente de lo absoluto sin seguir caminando hacia ese absoluto cuya dirección se indica en esa imagen. Cuando, para seguir su itinerario hacia Dios, el hombre se aleja de lo que no es más que imagen suya -=una imagen inocente por sí­ misma desde luego, que sólo es tentadora debido al egoí­smo del hombre-, ofrece a Dios el amor que lo salva.

Dios respeta este libre albedrí­o, así­ como el Verbo, cuya encarnación no tiene la finalidad de obligar al hombre, sino motivarlo en su camino hacia Dios y darle la fuerza para llegar a él. Así­ se muestra en una controversia con los montanistas, la secta a la que se habí­a convertido Tertuliano. Según ciertas opiniones existentes entre los griegos, a propósito de la inspiración poética y;nántica, sostení­an que cuando el Espí­ritu Santo inspira a los profetas expulsa su inteligencia, su conciencia y su libertad para ocupar su sitio, con lo que el profeta es para él un mero instrumento, el plectro que hace resonar la lira (EPIFANIO DE SALAMINA, Panarion 48,4;1). Orí­genes se opone decididamente a ello. El Espí­ritu Santo, para él, pone al profeta en un estado de superconciencia y de superlibertad, si es posible hablar así­; el profetacolabora consciente y libremente con Dios. Tan sólo del diablo se dice que «posee», que obnubila la inteligencia, que bloquea la libertad. De aquí­ saca Orí­genes su regla más fundamental del «discernimiento de espí­ritus» (F. MARTY, Le discernement des esprits dans le «Peri Archán»d’Origéne; en «Rey. d’Ascétique et Mystique.’ 34 [1958114’7-164. 253-274). Sólo considera la posibilidad de que para los demonios -«la malicia duradera e inveterada se cambie por hábito de cierto modo en naturaleza», suprimiendo así­ el libre albedrí­o (P. Arch. I, 6;3).

Pero el libre albedrí­o no es para Orí­genes más que un aspecto de la libertad, de la que su doctrina espiritual presenta sucintamente una concepción totalmente paulina: el que se adhiere a Dios se libera, el que se aleja de Dios se hace esclavo, cayendo bajo el peso de los determinismos animales. Esta libertad se manifiesta de forma soberana en el alma humana de Cristo, alma, como todas las demás, dotada de libre albedrí­o, pero que es infinita por la caridad con que la colma su unión con el Verbo, que la hace absolutamente impecable, quitándole la «accidentalidad»de la criatura para hacerle participar de la «sustancialidad» de la Trinidad. En varias ocasiones Orí­genes aplica esto en cierta manera al justo, llegando a hablar, como de un concepto-lí­mite, de su inmutabilidad en el bien, aunque en otros lugares afirma que todo hombre sigue siendo pecador. Lo mismo que en el alma de Cristo la caridad transformó «en naturaleza, debido a un largo hábito…, lo que se encontraba en la voluntad» (P. Arch. II, 6,5), así­ ocurre con el justo, guardada la debida proporción. Vemos aquí­ la paradoja de la libertad: la malicia de los demonios, convertida en naturaleza debido al hábito, bloqueó el libre albedrí­o; para Cristo, y también en cierta medida para el justo, la caridad, convertida en naturaleza debido al hábito, exalta la libertad, una libertad que se desarrolla con la adhesión a Dios.

El problema de la conciliación entre el libre albedrí­o y la presencia divina fue planteado varias veces por Orí­genes, por ejemplo,. en el Contra Celso (II, 18-20), a propósito de la traición de Judas. Su respuesta es la siguiente: «El que predice no es causa del suceso futuro, porque sólo predice lo que habrí­a de suceder, mientras que el suceso futuro, que ocurre aun sin estar predicho, ofrece al vidente la razón de predecirlo» (SC 132, p. 337). En cuanto a la famosa cuestión teológica de la conciliación entre el libre albedrí­o con la gracia divina, a pesar de los textos insuficientes que vienen de lo que Orí­genes vivió antes de que la cuestión se propusiera claramente a.propósito de Pelagio, él le da en el Comentario a Juan (IV, 36 [20],181) una respuesta que no habrí­a desaprobado, ciertamente, el concilio de Orange; a pesar de lo que afirma San Jerónimo, Orí­genes no es el padre del pelagianismo ni siquiera del semí­pelagianismo. El capí­tulo del Tratado de los principios sobre el libre albedrí­o (III, 1), con la condición de que se tome, por entero, lleva a las mismas conclusiones.

5. RAZí“N Y FE. El problema de las relaciones entre la razón y la fe no se plantea en Orí­genes de la misma forma que en muchos modernos. Porque si el Verbo en cuanto Palabra o revelación es el origen de la fe, es también la razón, en virtud del doble sentido de la palabra griega que lo designa, Logos, que significa a la vez palabra y razón. La razón no es extraña a Dios y a su Hijo, que es la razón eterna del Padre. Por eso Orí­genes destaca vivamente las acusaciones de Celso, que reprocha:a los cristianos que se abandonen a una fe no razonada, y demuestra que en el cristianismo se advierte un examen atento de las fuentes y del contenido de la fe con la ayuda. de la razón. [?el cristianismo se deriva una verdadera sabidurí­a, aunque esta sabidurí­a sea opuesta a la pagana o atea, concretamente cuando predica la cruz (C. Celso .I, 9-13). Un capí­tulo del Tratado de.los principios (IIl, 3,1-3) lleva por tí­tulo «De la triple sabidurí­a»; en él se explica. 1Cor 2,b-7. La «sabidurí­a del mundo» corresponde. alas diferentes artes’ o ciencias: no da por sí­ misma ninguna idea de Dios. Sin embargo, el Agradecimiento a Orí­genes de Gregorio el Taumaturgo (VIII; 109-114) muestra a su maestro enseñando esas ciencias con un espí­ritu completamente religioso, y según el Comentario a los Romanos en un fragmento griego (Scherer, p. 230, 1.9ss), donde se explica Ex 31,35, los artistas que construyeron y adornaron el tabernáculo actuaban bajo la inspiración del Espí­ritu de Dios, porque «la sabidurí­a de Dios ayuda al que tiene la sabidurí­a humana y se prepara a recibir la sabidurí­a divina». De aquí­ hay que concluir que si «la sabidurí­a de este mundo», por la que «se concibe y comprende lo que es de este mundo» (P. Arch. III, 3,2), no habla por sí­ misma de Dios, tampoco es incompatible con una visión religiosa. La «sabidurí­a de los prí­ncipes de este mundo», es decir, la de los ángeles o la de los demonios, que gobiernan las naciones, corresponde a las ciencias propias de cada nación, «eso que se llama la filosofí­a misteriosa y oculta de los egipcios, la astrologí­a de los caldeos, la sabidurí­a de los indios, que prometen el conocimiento de las realidades superiores y también las opiniones múltiples y variadas de los griegos sobre la divinidad» (ib). Sobre la sabidurí­a griega o filosofí­a, que es la última que menciona, Orí­genes expresó varias veces una opinión muy matizada, que varí­a según las escuelas, menos optimista que la de su maestro Clemente. Su carta a Gregorio el Taumaturgo acepta que sea utilizada por los cristianos para construir la «divina filosofí­a» del .cristianismo, tal como lo hizo ampliamente él mismo en su investigación teológica (cf H. CRouzEL, Origéne et la philosophie, Parí­s 1962); pero no oculta el hecho de que esta operación es delicada y de que una utilización sin precauciones. de la filosofí­a griega conducirí­a a la herejí­a (Carta a Gregorio: SC 148).

Como regla general se puede decir que para él no existe ninguna distancia entre la revelación y la razón, ya que la una y la otra son el Logos, Hijo de Dios. Esto da corrientemente a la razón según Orí­genes -para utilizar una distinción que no le es familiar- un sentido más sobrenatural que natural; lo mismo puede decirse de la palabra logikós, razonable: El Hijo de Dios fue el agente de la creación bajo el doble tí­tulo de Sabidurí­a y de Logos. En cuanto Sabidurí­a, llevaba en él las ideas en el sentido platónico (es decir, los planes) y las razones en sentido estoico (esto es, los gérmenes de la creación futura), mientras que en cuanto Logos los expresó en seres reales. Pero el libre albedrí­o de los hombres, como hemos visto, tuvo un papel en este asunto, y por eso mismo existe en la filosofí­a lo verdadero y lo falso. Su utilización exige un discernimiento constante a la luz de la fe. Pero el ejercicio de la razón es indispensable al cristiano, como lo demuestra el prólogo del Tratado de los principios, ya que si los apóstolesentregaron a los cristianos «todo-lo que creyeron necesario», les dejaron a los creyentes inspirados por el Espí­ritu Santo la tarea de buscar la «manera de ser» y el «origen» de las realidades que les habí­an revelado y la misión de unir todo eso en un «cuerpo doctrinal… con la ayuda de afirmaciones claras y necesarias», estableciendo «la verdad de cada punto… por medio de comparaciones y afirmaciones, que se encontrarí­an en las santas Escrituras o que descubrirí­an buscando la consecuencia lógica y siguiendo un razonamiento recto» (P. Arch., Pról., 3 y 10).

Celso acusa a los cristianos de huir del espí­ritu crí­tico y de querer una fe ciega. Orí­genes responde, como hemos visto, que todos los cristianos que puedan están invitados a utilizar su razón para estudiar e interpretar las Escrituras, aunque haya pocos capaces dé ello. Para la mayor parte, la mejor actitud es la de la simple fe; la eficacia moral de la doctrina cristiana es la prueba del carácter racional del acto de fe (C. Celso I, 9). Orí­genes pasa entonces al ataque: también los filósofos exigen fe a sus discí­pulos; realmente, por un acto de fe un joven asiste a tal escuela con preferencia sobre los demás, ya que no ha pasado previamente por todas ellas para probarlas antes de escoger la que va a seguir (C. Celso 1,10). Por otra parte, la fe es esencial a toda vida humana. Sin ella no es posible hacer nada: ni navegar, ni casarse, ni tener hijos, ni sembrar. Se cree que las cosas irán lo mejor posible, aunque el resultado sea dudoso y el fracaso frecuente. Pero sin esta confianza nadie tiene el coraje suficiente para emprender una acción (C. Celso I, 11).

La fe del cristiano puede ser fruto del azar propicio, que el cristiano llama providencia, o producto de un examen riguroso de la verdad. En el primer caso se encuentra la masa de los fieles; en el segundo, un pequeño número de ellos (C. Celso lIl, 38). Pero la actitud de fe es necesaria a todos los cristianos, y no solamente a los más simples; el conocimiento y la sabidurí­a de lo espiritual tienen siempre la fe por fundamento.

6. LEY NATURAL. La noción de ley natural; que viene de Dios y está contenida en el orden mismo de la creación, se deriva de las koinai ennóiai, de las «concepciones comunes» o nociones morales que se encuentran en todos los hombres. Se trata de una herencia estoica que habí­a usado ya Pablo in Rom 2,14-16. Orí­genes, que menciona con- bastante frecuencia estas «concepciones comunes», remite a la ley natural en el Contra Celso y en el Comentario a los Romanos. En el primero de estos escritos no discute la afirmación de Celso según la cual los preceptos de la moral cristiana no tienen nada de originales, sino que son los de todas las otras filosofí­as; explica esto por la existencia de una moral natural escrita en el corazón de cada ser humano (C. Celso I, 4). Por otra parte, se opone al relativismo de Celso, según el cual hay que guardar escrupulosamente y con toda exactitud las leyes y costumbres -del propio paí­s, aun cuando las que observan otros paí­ses diferentes sean contradictorias entre sí­ (ib, V, 25). Según la respuesta de Orí­genes, hay que distinguir la ley de la naturaleza, que tiene a Dios por autor, de la ley escrita de la ciudad, juzgando a la segunda a la luz de la primera (ib, V, 37). Un estudio reciente sobre los diversos sentidos de la palabra «ley» en el Comentario a los Romanos (Riemer ROUKEMA, The diversity of laws in Origen’s Commentary on Romans, Amsterdam 1988) profundiza cuidadosamente cada uno de los textos de este escrito, en donde se habla de la ley, recapitulando al final los diferentes empleos.

7. HOMBRES Y ANIMALES. Concluiremos este artí­culo con un último punto. ¿Qué relación existe entre el alma del hombre y la del animal? El problema se planteaba en aquella época por causa de los partidarios de la metempsí­cosis, que seguí­a siendo un tema de discusión entre los filósofos. A pesar de lo que Jerónimo y Justiniano pretenden haber leí­do en el Tratado de los principios, en oposición con otros varios textos de Orí­genes conservados en griego e indiscutibles, se encuentra ya en el Tratado de los principios (II, 9,3, al final) que el alma racional del hombre, análoga por su origen al ángel, es un ser principal, mientras que los animales mudos (álogoi, sin palabra ni razón) son seres secundarios que Dios ha puesto a disposición del hombre. También se desarrolla esta idea ampliamente en Contra Celso (IV, 74-99). Celso ataca a los cristianos, que pretenden que Dios creó el mundo sensible para el hombre; él sostiene que la providencia no se ocupa más de los hombres que del resto del universo y muestra que los animales tienen ciertas ventajas sobre el hombre. Orí­genes responde que la razón del hombre le permite dominar al animal y lo sitúa en un nivel muy diferente (cf Gilles DORIVAL, Origine a-t-i1 enseigné la transmigration des ames dans les corps d ánimaux? (á propos de P. Arch. 1, 8,4), en Origeniana secunda, Roma 1980).

II. Crouzel

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental