ORIENTE CRISTIANO

SUMARIO: I. Introducción – II. Espiritualidad antropológica: 1. La vida natural (kata physin); 2. La imagen y la semejanza con Dios – III. Diálogo con Dios: 1. La oración y sus definiciones; 2. Grados de la oración; 3. La oración continua – IV La contemplación: 1. El Oriente contemplativo; 2. La esencia de la contemplación: 3. Grados de la contemplación: 4. La mí­stica de la «luz» y de las «tinieblas» – V. El órgano de la contemplación: el corazón puro: 1. La importancia del «corazón» en la espiritualidad oriental; 2. La «sobriedad» del corazón; 3. Apatheia – VI. La cosmologí­a espiritual: 1. Vida en el mundo. Huir del mundo: 2. El mundo al servicio del hombre y la tarea del hombre en el mundo; 3. El culto a los iconos – VII. La sociedad humana: 1. La soledad y la vida común; 2. La caridad: 3. La Iglesia.

I. Introducción
La expresión Oriente cristiano designa aquí­ a las iglesias de la parte oriental del imperio romano y a las comunidades que surgieron en dependencia de ellas, tanto ortodoxas como unidas a Roma. Lo que actualmente maravilla más en la situación del Oriente cristiano es la variedad y diversidad de ritos, de jurisdicciones y a menudo también de dogmas. En cambio, la doctrina espiritual manifiesta una sorprendente unidad, a pesar de que no puede encerrarse en fórmulas rí­gidas.

Nacida de la inspiración evangélica, la espiritualidad oriental se presenta como tí­picamente tradicional. Los orientales no se han olvidado nunca de que los escritos de los padres de la Iglesia son primordialmente fuentes de vida espiritual. Por eso no sintieron jamás verdadera necesidad de escribir un manual de espiritualidad: ésta debe ser una vida «de acuerdo con las divinas escrituras», entendiendo también con este término los escritos de los padres y de los escritores espirituales.

Solamente cuando las incursiones de los sarracenos obligaron a los monjes a abandonar sus monasterios y sus bibliotecas, se sintió la necesidad de tener un resumen de la doctrina espiritual de los padres. Surgieron así­ las Pandektai del monje Antí­oco (s. vii) (PG 89. 1419-78). la Synagogé de Pablo Evergetino (s. xi), las Pandektai de Nicón de la Montaña Negra (s. xi). En tiempos más recientes se hizo famosa la Phí­localia de Nicodemo Hagiorita.

El que aspire a un estudio profundo de la espiritualidad oriental tiene que recurrir a sus fuentes, principalmente a los padres de la Iglesia. Algunas obras son indispensables para este objetivo: la ¡ida de san Antonio de Atanasio (una instrucción esencial para los monjes). las Reglas de san Basilio (fundamento de todas las reglas cenobí­ticas de Oriente), los Apotegmas de los padres (fuente de las más completas informaciones sobre los diversos aspectos de la vida espiritual en forma de aforismos), las diversas Centurias (colección de centenares de sentencias, entre las que destacan las Centurias sobre la caridad de san Máximo el Confesor). la Escala del Paraí­so de san Juan Clí­maco. las Catequesis de Teodoro Estudita.

Entre los autores bizantinos ejercieron notable influencia el gran mí­stico Simeón el Nuevo Teólogo (+1020). Gregorio Sinaí­ta (s. xiv), el monje Nicéforo (+ después del 1363) y, más recientemente, Nicodemo Hagiorita (+ 1809).

Entre los numerosos autores de lengua sirí­aca, podemos citar a Afraates, Efrén, Santiago de Sarug (+ 521), Isaac Sirio de Ní­nive (s. vi). La literatura armenia y georgiana es casi exclusivamente religiosa. En traducciones parciales es accesible el clásico «Pí­ndaro armeno», Gregorio de Narek6. De Etiopí­a tenemos numerosos apócrifos, himnos bí­blicos, poesí­as marianas, documentos biográficos. Para tener una idea de la espiritualidad rusa, a falta de fuentes de primera mano hay que recurrir a estudios varios’.

II. Espiritualidad antropológica
1. LA VIDA NATURAL («KATA PHYSIN») – ‘El hombre creado a imagen (de Dios)-escribe V. L.osskij- es la persona capaz de manifestar a Dios en la medida en que su naturaleza se deja penetrar por la gracia deificante».

En la antigüedad los estoicos propagaron el principio de que la vida moral es la vida «según la naturaleza». Los autores espirituales de Occidente recurren pocas veces a este programa, porque toman de ordinario el término «naturaleza» en un sentido peyorativo: la natura lapsa, con sus inclinaciones perversas. En consecuencia, enseñan que hay que «hacer violencia a la naturaleza», «mortificar la naturaleza». Para los orientales, por el contrario, la naturaleza (en griego physis, de phyein= crecer) significa todo lo que Dios ha plantado, creado y que nosotros estamos obligados a cultivar. Por tanto, son «naturales» las virtudes, como la fe y la caridad; «contra la naturaleza» son los pecados y las pasiones malas (pathe), «natural» es la apatheia, la ausencia de movimientos sensibles desordenados. Pero en la terminologí­a de los orientales pertenece también a la naturaleza todo lo que en el vocabulario occidental se designa como gracia, la vida espiritual en su plenitud.

El concepto de «espiritual» (en griego pneumatikós) tiene una larga historia y contiene los más diversos matices. desde las exageraciones heréticas hasta un concepto totalmente laicizado. Es mérito de san Ireneo de Lyon haber contribuido a fijar el significado de esta palabra en la tradición oriental. El cristiano es «espiritual» porque el Espí­ritu Santo forma parte de su vida: «El hombre perfecto está compuesto de tres elementos: la carne, el alma y el Espí­ritu» (Adv. haer., V, 9,1-2; PG 7,1144s).

Las páginas más hermosas de la tradición oriental exponen este gran misterio de la vida cristiana, que consiste en las múltiples y variadas relaciones entre el espí­ritu humano y el Espí­ritu Santo, en la penetración de la vida divina en la actividad humana, en la divinización del hombre. Teófanes Recluso, autor ruso del siglo pasado (+ 1894), resume de este modo la enseñanza tradicional†¢ «La esencia de la vida en Jesucristo, de la vida espiritual, consiste en la transformación del alma y del cuerpo y en introducirlos en la esfera del Espí­ritu, es decir, en la espiritualización del alma y del cuerpo. El pensamiento cristiano prolonga el ideal de Platón de la syngeneia o connaturalidad con Dios (cf Protágoras, 322a), pero al mismo tiempo evita ver en las nociones puramente psicológicas las propiedades humanas que son consecuencia de la filiación divina y que se derivan de la presencia del Espí­ritu. Por eso mismo la espiritualidad, la inmortalidad y la libertad no se consideran como prerrogativas del alma humana en sí­ misma, sino del Espí­ritu, es decir, del alma humana divinizada.

2. LA IMAGEN Y LA SEMEJANZA CON Dios – El origen de este tema se remonta a la filosofí­a platónica, que obliga a buscar la semejanza con Dios según las propias posibilidades (Platón, Leyes, IV, 716bc). Pero los padres recurren a los textos bí­blicos, especialmente a Gén 1,26-27 y Sab 7,24-28, y desarrollan este tema de un modo caracterí­stico de la mentalidad de Oriente, buscando la causa ejemplar más que la eficiente.

Los mí­sticos occidentales de la Edad Media suelen seguir a san Agustí­n, que ve las huellas de la santí­sima Trinidad en la estructura del alma humana. Los orientales prefieren otro aspecto: el arquetipo es el Padre, Cristo es su única y verdadera imagen: el hombre fue creado «según la imagen», es decir, según Cristo.

Además, los padres griegos establecen una distinción entre la «imagen» y la «semejanza»; la imagen es inicial, la perfección está en la semejanza. Por consiguiente, la vida espiritual consiste en pasar de la imagen a la semejanza.

A la pregunta de en dónde reside la imagen responden de diversas maneras. Los padres de la tendencia alejandrina dicen: sólo en la mente, en la parte suprema del alma. Por eso la semejanza con Dios se hace perfecta en la contemplación. Bajo este aspecto sucede lo mismo para el hombre que para la mujer. Para los antioqueños, el hombre es imagen de Dios debido a su dominio del mundo, de la naturaleza irracional y de las pasiones.

El pecado no destruye la imagen, pero la «cubre» con la «imagen del diablo», «de la bestia», «del César» (expresiones de Orí­genes). El baño del bautismo o de las lágrimas de la penitencia lavan y restituyen la imagen de Dios a su esplendor primitivo».

«Todo hombre -escribe Diadoco de Foticea (Cap. gnostica, 4: Sources chrétiennes 5 11966] 86)- ha sido creado según la imagen de Dios; alcanzar la semejanza divina se le concede a quien somete su libertad a Dios por medio de un gran amor. Ya no pertenecemos a nosotros mismos una vez que nos hemos hecho semejantes a aquel que, mediante el amor, nos ha reconciliado con Dios».

III. Diálogo con Dios
1. LA ORACIí“N Y SUS DEFINICIONES – La filosofí­a especulativa griega no llegó a concebir ni a justificar la relación personal con Dios, ya que lo consideró como Ser absolutamente trascendente y, por tanto, indiferente al curso del mundo, o bien como Ser inmanente en el cosmos a manera de una ley inmutable. Las religiones antiguas limitan a menudo las relaciones con Dios a ciertos actos oficiales. En cambio, el cristianismo anda en busca de un diálogo vivo y permanente entre la persona humana y libre y el Padre celestial. Según una fórmula antigua, el hombre se dirige en la oración al Padre por medio del Hijo en el Espí­ritu Santo (cf Orí­genes, Sobre la oración, 15; PG 11.464Ds). Una gran parte de los escritos espirituales de Oriente son tratados sobre la oración, que, según Teófanes Recluso, es «la respiración del Espí­ritu», «el barómetro de la vida espiritual»
En los escritos de los padres se pueden recoger numerosí­simas definiciones de la oración, que expresan cada una alguno de sus aspectos. Las tres principales son las siguientes: a) elevación de la mente a Dios (Evagrio, De orat., 35; 1173D; Damasceno, De fide orthodoxa, 24; PG 94,1089C); b) coloquio con Dios (Evagrio, De oral., 3; PG 1168D): c) petición a Dios de las cosas convenientes (Basilio. Hom. in mart. Julittam, 3; PG 31,244A).

Si la tercera definición puede decirse bí­blica, la primera proviene de la filosofí­a griega, y para ser cristianizada tuvo necesidad de dos adiciones importantes: es una elevación para entrar en diálogo con Dios (segunda definición); y esta elevación de la «mente» (en griego, nous), o mejor dicho, del «corazón», no es un acto puramente intelectual ni un razonamiento sobre las cosas divinas. En este aspecto insisten mucho los autores que hablan de la contemplación.

2. GRADOS DE LA ORACIí“N – Al ser un acto vital y personal, la oración afecta a todas las facultades humanas, pero no siempre del mismo modo. Según prevalezca una facultad u otra, los orientales distinguen los grados de la oración en correspondencia con la estructura antropológica de la vida espiritual: 1) la oración corporal o vocal consiste sobre todo en recitar textos sagrados; 2) la oración mental se presenta como un esfuerzo de la inteligencia para comprender y ponderar las verdades divinas; 3) la oración del corazón es afectiva cuando la relación con Dios se ha convertido en una actitud vital sentida, en una disposición constante; 4) la oración espiritual es un grado excepcional de la oración cuando la actividad del Espí­ritu que reza en nuestro corazón se hace tan manifiesta, que las facultades humanas callan y parecen casi superadas (éxtasis) «.

3. LA ORACIí“N CONTINUA – Los ascetas orientales estuvieron buscando una solución satisfactoria a la pregunta ¿Cómo obedecer al precepto del Apóstol: «Orad sin cesar»? (1 Tes 5,17). Se propusieron diversas soluciones. Los mesalianos (en griego euchitai = orantes) rechazaban todo trabajo que no fuera la oración. Los acemetas de Constantinopla dividieron a la comunidad monástica de manera que mientras unos trabajaban los otros rezaban, y viceversa. Pero la clásica fue la solución de Orí­genes, aceptada por todos los ortodoxos (Sobre la oración, 11; PG 11. 452): reza siempre el que une la oración con las obras buenas (cf el Ora et labora de san Benito). Sobre el problema de la frecuencia de las oraciones explí­citas, los monjes estaban de acuerdo en que habí­a que hacerlas lo más a menudo posible, santificando cada hora del dí­a; de esta orientación surgió la idea de celebrar las «horas canónicas».

El objetivo de las oraciones frecuentes es llegar a un estado de oración (katástasis proseuchés), es decir, a una disposición estable que en sí­ misma puede llamarse ya oración y de la que espontáneamente nacen los actos de oración explí­cita siempre que se presenta la ocasión. Evagrio Póntico piensa que la cumbre de este estado es la «oración pura», que supone la ausencia de formas o de imágenes sensibles en la mente, el olvido del mundo y la visión de la pura luz divina 1e. Basilio, por el contrario, no cree que el hombre tenga que olvidarse de todas las cosas creadas; basta con conservar el recuerdo de Dios (Mneme Theou) incluso al mirar las cosas del mundo, que son una «voz de Dios». Este recuerdo suscita en el alma un afecto de gratitud perenne».

Los padres del desierto supieron apreciar el efecto psicológico de las oraciones breves o jaculatorias para hacer nacer en el alma un amor constante. Una de éstas se hizo famosa en el Oriente, la oración de Jesús: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí­, pecador». A la difusión de esta oración contribuyó ampliamente la publicación de la Philocalia (cf supra) y, en tiempos más recientes, la del popular libro «Strannik», el peregrino ruso. Al valorar el sentido de esta invocación, algunos ponen el acento en el nombre de Jesús, «la virtud de la presencia de Dios»; pero más tradicionalmente se pone de relieve su significado catanyctico, es decir, el esfuerzo por llegar a la disposición humilde delante de Dios, el sentimiento del propio pecado y la petición de misericordia. Los hesicastas unieron la invocación de Jesús con el «método psicofí­sico», que facilita la concentración por medio de la respiración y de una actitud especial del cuerpo.

He aquí­ un pasaje caracterí­stico de «Strannik», el peregrino ruso: «Desde entonces camino sin cesar y rezo ininterrumpidamente la oración de Jesús, que es para mí­ más preciosa y más dulce que todas las cosas del mundo. A veces ando hasta setenta kilómetros en un dí­a y no me siento cansado: sólo sé que he rezado. Cuando un frí­o intenso me agarrota, repito con más intensidad mi oración, y me siento aliviado. Cuando el hambre comienza a torturar, invoco con más frecuencia el nombre de Jesucristo, y me olvido de que querí­a comer. Cuando estoy enfermo y me duelen la espalda, las piernas y los brazos, escucho las palabras de la oración, y desaparecen mis dolores. Si alguno me hiere, me basta pensar: `¡Qué dulce es la oración a Jesús!’, para que la ofensa y el resentimiento se alejen y sean olvidados… Lo único que deseo es orar, orar incesantemente; cuando rezo, mi alma se inunda de alegrí­a. ¡Sólo Dios sabe lo que me pasal…; pero ahora comprendo -¡Dios sea bendito!- lo que quieren decir las palabras del Apóstol: Orad incesantemente».

IV. La contemplación
1. EL ORIENTE CONTEMPLATIVO – La Iglesia oriental se dice «Marí­a», e identifica con «Marta» a la Iglesia de Occidente. Según la legislación de Justiniano (Nov., 133), la contemplación es el único fin de la vida monástica.

El problema de la contemplación es el problema del conocimiento en general. El primer conocimiento es el sensible. Los griegos, desde un punto de vista psicológico, fueron de naturaleza «visual». Para ellos, según el dicho de Plotino. «es hermoso lo que agrada a la vista». Pero pronto la filosofí­a denunció la insuficiencia de los sentidos, que nos ofrecen solamente la opinión (doxa). La verdad (idea, logos) se descubre con el ojo del entendimiento (nous); por eso, cuando el entendimiento contempla el objeto más noble, es decir, a Dios, la contemplación alcanza su perfección.

La revelación del Antiguo Testamento es, por el contrario, religión de la palabra de Dios, escuchada y practicada, y su documento principal es la Ley. La objeción que surge de estas consideraciones históricas es la siguiente: la idea de la contemplación, ¿no es quizá una herencia de la filosofí­a griega, que disminuye el significado de las buenas obras? La respuesta a esta objeción se encuentra en la constatación de las profundas adaptaciones que ha sufrido la contemplación filosófica para poder ser asumida como el ideal de la vida espiritual de los cristianos.

2. LA ESENCIA DE LA CONTEMPLACIí“N – La «verdadera gnosis» de los cristianos no es una contemplación estética; los ascetas no intentaron desarrollar el sentido de la belleza de las formas sensibles.

Tampoco es la «ciencia simple» (psile gnosis), que, junto con la dogmática, fue despreciada frecuentemente por los ascetas, los cuales se complací­an en proclamarse «ignorantes y analfabetos» (cf He 4,13) y llegaron a fingirse «locos por Cristo»
La contemplación es el conocimiento religioso que descubre el logos theoteles, el sentido «final» de las cosas, aquello para lo cual fueron hechas, la Providencia que se expresa en los acontecimientos del mundo, el «sentido espiritual» escondido bajo la «letra» de la Escritura. Ese sentido no se encuentra «razonando», sino como «palpando» por medio de una intuición (Máximo el Confesor, Ad Thalassium, q. 32: PG 90,372) de los logoi de las criaturas (expresión de Orí­genes), de la sabidurí­a divina escondida en cada una de las cosas (Basilio).

Condiciones indispensables de esta contemplación son la iluminación divina y la pureza moral. Los ascetas espirituales expresan este pensamiento por medio de una máxima: Praxis theorias anábasis = la práctica de la virtud es la ascensión hacia la contemplación (Orí­genes, In Lucam hom., 1, ed. Rauer, 9-10): o también: el amor conduce al conocimiento (Gregorio Nacianceno, Carm., 1, 11. 10, v. 984: PG 37,751).

3. GRADOS DE LA CONTEMPLACIí“N – La theoria es la «ciencia de los seres», ya que todo lo que Dios ha creado es objeto de la contemplación.

El grado inferior consiste en la «contemplación natural» (theoria physike), o sea en la visión de Dios por medio de las criaturas visibles, ya que el universo fue creado para ser escuela de las almas (Basilio, Hom. in Hexahemeron, 6,1: PG 29.117).

Viene luego la «contemplación de las cosas invisibles», cuando el alma, superando las apariencias visibles, empieza a vislumbrar la lucha invisible que se desarrolla en el mundo (expresiones de Orí­genes). La «contemplación de la Providencia» descubre los designios de Dios, su voluntad, que actúa en el mundo, y se convierte en la «contemplación del juicio» cuando la Providencia se muestra como castigo por algún pecado.

El grado supremo de la contemplación es la theologia, la «contemplación de la santí­sima Trinidad». En esta vida no puede nunca ser perfecta. No se puede conocer la esencia de Dios. Según Gregorio Palamas (t 1359) y sus seguidores, se trata de la visión de las energeiai, de los esplendores de la divinidad, que penetran el mundo. Los autores siriacos prefieren hablar de la visión del «lugar de Dios», especificando que el lugar natural de Dios es el alma humana, creada a su imagen y semejanza.

4. LA MíSTICA DE I.A «LUZ» Y DE LAS «TINIEBLAS» – Estas dos formas mí­sticas dependen de la influencia que la caridad ejerce en la esencia de la theoria. La mí­stica de la luz (tendencia de Evagrio) supone que el entendimiento, después de haberse purificado por medio de las virtudes, especialmente de la caridad, se simplifica, se libera de la multiplicidad de los conceptos, se queda «desnudo», no «razona» ya, sino que «ve» a Dios. La caridad es, por tanto, indispensable; pero la visión se alcanza por medio del entendimiento.

En cambio. la mí­stica de las tinieblas (tendencia de Gregorio Niseno y del Pseudo-Dionisio) supone que Dios se encuentra fuera de las leyes de la inteligencia. Para alcanzarlo hay que salir fuera de la actividad del entendimiento (ex-stasis). Por tanto, sólo el amor transporta el alma a los brazos de Dios, en la tinieblas.

Gregorio Niseno conoce, además, un tercer estado: la epektasis, la visión del Dios infinito en el deseo infinito del alma.

«A veces es suficiente -escribe el Pseudo-Macario (Hom., 8,3: PG 34,258 A)- que uno doble las rodillas para rezar, y en seguida su cuerpo se ve inundado por la divina energí­a y el alma goza de la presencia del Señor como de la del Esposo. Otras veces, por el contrario, después de un dí­a entero de empeños laboriosos o dispersivos, uno, en una breve hora de oración, encuentra a su yo interior arrebatado en la oración y sumergido en el ilimitado mar de lo eterno: con gran dulzura su mente, absorta y suspendida, permanece en aquella región inefable. En ese momento callan todas las preocupaciones exteriores, y las fuerzas de la mente, atraí­das por las inconmensurables e inefables realidades celestiales, llenas de un asombro indecible, sólo consiguen formular esta oración: «Â¡Ojalá mi alma pueda, junto con mi oración, emigrar a la otra orilla!».

V. El órgano de la contemplación: el corazón puro
1. IMPORTANCIA DEL «CORAZí“N» EN LA ESPIRITUALIDAD ORIENTAL – «La noción de corazón -escribe B. Vyseslavicev-ocupa un puesto central en la mí­stica de la religión y en la poesí­a de todos los pueblos». Numerosos autores rusos afirman que la fe cristiana es simplemente una «disposición del corazón».

Dejando de lado los problemas que plantea esta terminologí­a, nos limitamos a señalar algunos aspectos de esta noción: a) el corazón indica la «totalidad» de la persona humana, a diferencia de las otras facultades o de sus momentos concretos: b) esta totalidad de mi «yo» escondido se manifiesta por medio de «sentimientos» del corazón, o sea a través de un conocimiento intuitivo y contemplativo; esos sentimientos pueden considerarse verdaderos a condición de que el corazón sea puro; c) con frecuencia «corazón» equivale a «conciencia», a voz del Espí­ritu dentro del alma; d) desde los tiempos de Orí­genes se habla de cinco «sentidos espirituales», que expresan los diversos aspectos de la intuición propia de la mente o del corazón humano frente a la realidad espiritual.

«La función del corazón -escribe Teófanes Recluso»- consiste en sentir todo lo que afecta a nuestra persona. Por consiguiente, siempre y sin descanso el corazón siente el estado del alma y del cuerpo y al mismo tiempo las multiformes impresiones que producen las acciones particulares, espirituales y corporales, los objetos que nos rodean y con los que nos encontramos, nuestra situación exterior y, de manera general, el curso de la vida…

Por tanto, el corazón no puede estar ni un momento tranquilo: al contrario, está siempre en un estado de agitación y de alarma, lo mismo que un barómetro antes de una tempestad…

Pero el significado del corazón en la economí­a de la vida no consiste solamente en el hecho de que reciba impresiones y dé un testimonio sobre el estado pací­fico o inquieto de la persona humana. El corazón conserva la energí­a de todas las fuerzas del alma y del cuerpo. Fijaos qué pronto se hace lo que a uno le gusta, mientras que los brazos se caen y los pies quedan como clavados en tierra cuando hay que hacer algo que no le dice nada al corazón.

En el corazón se concentra la actividad espiritual del hombre: las verdades reciben allí­ su cuño, las buenas disposiciones hunden allí­ sus raí­ces, mientras que es obra del corazón dar sabor a las cosas, hacer amable lo que hay que hacer… Cuando se despierta el sentimiento de dulzura en presencia de la realidad espiritual, esto es la señal de que el alma resurge después de la muerte del pecado. Por eso tiene tanta importancia la formación del corazón, ya desde el principio, en la vida espiritual» so
2. LA «SOBRIEDAD» DEL CORAZí“N – Mientras que los mesalianos (secta del s. IV de origen sirio) afirman que la malicia reside «dentro del corazón», los ortodoxos creen que los malos pensamientos vienen «de fuera», de los demonios. Los autores describen con una fina observación psicológica las etapas de la penetración progresiva del pensamiento malo (logismos) en el corazón y en la actividad humana. Generalmente se distinguen cinco grados: 1) prosbolé, la primera sugestión del mal; 2) syndyasmós, un «discurso» con esa sugestión; 3) palé, lucha contra la tentación; 4) synkatathesis, consentimiento en el pecado; 5) aichmalosí­a, pathé, la esclavitud, la pasión.

El verdadero pecado consiste solamente en el consentimiento, pero las etapas anteriores perturban la tranquilidad de la vida espiritual. Es imposible evitar las sugestiones del mal. El arte consiste en eliminar los «discursos» internos con su malicia por medio de la «sobriedad mental» (nepsis), de la guardia del corazón (phylaké kardí­as) y de la atención (prosoche); hay que «matar a la serpiente apenas asome la cabeza» y no permitir que entre en el paraí­so del corazón. Todas estas expresiones aparecen con frecuencia en los escritos de los autores de tendencia «hesicasta».

Se matan los malos pensamientos introduciendo en la mente pensamientos saludables, contrarios a las tentaciones, sacados de la Escritura. Este método se llama antirrhesis, contradicción; el tratado de Evagrio Póntico Antirrhetikós contiene una lista de semejantes pensamientos. Es suficiente también la invocación a Jesús, ya que este nombre es «poderoso contra todos los demonios».

Para rechazar los malos pensamientos, hay que distinguirlos de las sugestiones saludables. El «discernimiento de espí­ritus» es un don del Espí­ritu Santo, pero también fruto de la experiencia. El principiante, incapaz de este discernimiento (diakrisis), tiene que manifestar sus pensamientos al padre espiritual. Esta práctica de dirección se llama exagoreusis y es distinta de la confesión sacramental. Para facilitar la diakrisis, Evagrio propone un catálogo de ocho «pensamientos genéricos», fuentes de toda malicia: 1) gastrimargí­a, gula; 2) porneia, fornicación; 3) philargyrí­a, avaricia: 4) lype, tristeza; 5) orgé, cólera; 6) akedia, envidia; 7) kenodoxí­a, vanagloria; 8) hyperephaní­a, soberbia. En Oriente se hizo tradicional este catálogo evagriano, mientras que en Occidente se transformó en los «siete pecados capitales».

3. «APATHEIA» – Esta palabra tiene su origen en el vocabulario de los estoicos y expresa el ideal de una vida tranquila «según la razón» (logos) y no «según las pasiones» (pathé). Para los monjes orientales la apatheia fue siempre como la cumbre de la purificación del corazón, fundamento necesario para orar bien. Los occidentales no aceptaron este término, porque lo confundí­an con la insensibilidad (Jerónimo) o con la impecabilidad (Agustí­n).

La verdadera apatheia cristiana no significa la ausencia de sensibilidad o de tribulaciones; no es la inmunidad contra los logismoi, ya que los malos pensamientos amenazan a cualquiera. Es, por el contrario, una fuerza del espí­ritu para resistir a las pasiones. No es posible gozar de esta fuerza sin observar los mandamientos, sin la caridad. Los estados de paz psicológica no son infalibles y nadie puede jamás sentirse seguro. La apatheia de los monjes orientales no debe confundirse con un «quietismo», sino que está más bien cerca de la «indiferencia» ignaciana, plena disponibilidad del alma para oí­r la voz de Dios.

«Está libre de las pasiones -dice san Juan Clí­maco (Scala Paradisi, 30; PG 88,1148)- el que, purificada su carne de toda mancha, aparta su mente de todo ví­nculo con las criaturas y, sometiendo a ella su sensibilidad, mantiene siempre su alma delante de Dios, venciendo todo lí­mite natural… Está libre de las pasiones aquel que siente hacia la bondad aquella fascinación que los que no están libres sienten por el vicio».

VI. La cosmologí­a espiritual
1. VIDA EN EL MUNDO. HUIR DEL MUNDO – Ni la filosofí­a ni las antiguas religiones orientales resolvieron el problema de la relación entre Dios y el mundo; o caen en el dualismo (el mundo espiritual es radicalmente opuesto al mundo material) o en el monismo (Dios y el mundo son una sola cosa: estoicismo, «religiones cósmicas» panteí­stas).

En la Biblia, Dios se distingue claramente del mundo, pero el universo creado depende de él. El mundo es, además, el lugar donde Dios lleva a cabo la salvación. Incluso en el Nuevo Testamento, el mundo visible es objeto de la solicitud paternal de Dios; pero en san Juan y en las cartas de Pablo prevalece el sentido peyorativo del «mundo»: las fuerzas que resisten a Cristo. Este segundo sentido es el que prevalece ampliamente en la literatura ascética del oriente; las exhortaciones a la «huida del mundo» son numerosí­simas. Lapidariamente expresa este espí­ritu la máxima: «Rechaza los bienes terrenos para tener los bienes eternos» (cf, por ej.. Efrén, De perfectione monachi, ed. Assermani II, 412D).

Pero los ascetas orientales se guardan muy bien de predicar la huida del mundo en sentido dualista. Cuando oponen el mundo material al espiritual, lo temporal a lo eterno, el silencio monástico al ruido de las plazas públicas, son conscientes de que ninguna de estas categorí­as traduce el significado exacto del antagonismo ascético entre el «mundo» y Dios. La actitud práctica del hombre frente a las cosas creadas es tan variada como diversos son los grados de perfección. Si el comienzo de la conversión está caracterizado por la renuncia perfecta a todo lo que no es Dios, el progreso espiritual se encamina hacia la «alegrí­a pascual», hacia la visión de Dios en todo lo que existe. Bajo este aspecto, no es justo hablar de dos tendencias en la espiritualidad oriental (la huida del mundo y la espiritualidad cósmica), sino más bien de dos etapas en la evolución dinámica hacia la perfección.

2. EL MUNDO AL SERVICIO DEL HOMBRE Y LA TAREA DEL HOMBRE EN EL MUNDO – El pensamiento cosmológico de los Padres debe buscarse especialmente en sus homilí­as sobre el Hexahemeron, en las que exaltan la belleza y la bondad del universo creado. La unidad entre el hombre y el mundo se expresa bajo dos aspectos: 1) el mundo está al servicio del hombre; 2) el hombre ejerce una misión en el mundo.

El «servicio» que el mundo presta al hombre, para los orientales, no es tanto la utilidad práctica, sino más bien en orden a la contemplación. El mundo refleja la sabidurí­a divina; es, por tanto, un gran espectáculo para las almas (Basilio, In Hexahemeron, 6,1; PG 29,117A); guí­a nuestra mente hacia lo invisible por medio de las cosas visibles. Los ortodoxos rusos expresan esta verdad fundamental por medio de sus doctrinas «sofiológicas» o «sofiánicas» (V. Soloviev, S. Bulgakov, P. Florenskij…). En los iconos, la Sofí­a de Dios se representa bajo la forma de un ángel sobre el trono de este mundo, que conduce a quienes lo encuentran hacia Cristo, sabidurí­a eterna, imagen del Padre invisible.

Se subraya también el otro aspecto: la responsabilidad del hombre respecto del mundo. El tiene que cultivarlo, librarlo del mal, purificarlo por medio de la ascesis, divinizarlo. Dios ha hecho al hombre como una maravillosa «mezcla» de espí­ritu y de materia -dice Gregorio Nacianceno- con la finalidad precisa de espiritualizar la materia (cf Or., 45,7; PG 36,632A). Divinizar el mundo es la tarea del hombre, que con frecuencia subraya V. Soloviev.

Elementos esenciales de la llamada «alegrí­a pascual de la Iglesia oriental» son estos dos aspectos, unidos en orden a la visión espiritual del mundo divinizado, que constituyen igualmente un programa del arte de los iconos.

«En todos los rincones de la tierra crecen plantas… -escribe Juan Crisóstomo (Sobre la providencia, 7,31; SC 79,127)-. Y todo eso es para ti, hombre. Lo mismo que las artes son para ti, las ciudades y las aldeas son para ti, el sueño es para ti, la muerte es para ti, la vida es para ti. Y será también para ti mañana, cuando todo eso se haga mejor. Porque, sin duda, se hará mejor, y se hará precisamente para ti… La providencia de Dios resplandece con mayor fuerza que la luz de este mundo».

«Â¡Qué hermosas son las obras de Dios! -escribe un peregrino ruso-Hubo dí­as y noches en los que literalmente yo morí­a por amor de Dios… ¡Qué cerca estaba Cristo de mí­ en aquellos momentos! Lo sentí­a dentro de mí­, lo sentí­a en todas las formas de la naturaleza. Todo parecí­a decir: ¡Cristo está en mí­! Así­ lo decí­an los campos, los árboles, las hierbas, las flores, las piedras, los rí­os, las montañas, los valles, todas las criaturas. Todo se hací­a templo suyo, morada suya. No habí­a un solo objeto, grande o pequeño, puro o impuro, donde yo no sintiera a mi Dios»».

3. EL CULTO A LOS ICONOS – Los orientales afirman de buen grado que hay una diferencia esencial entre «pintura» religiosa y un «icono». La pintura representa a un santo en su «estado terreno y corporal»; el icono tiene que dar testimonio de la presencia de Dios en las formas visibles. No es una casualidad el que la primera obra de un iconógrafo sagrado debiera ser el icono de la transfiguración en el monte Tabor, donde el cuerpo de Jesús «nos hizo ver, aquel dí­a, la misteriosa imagen de la Trinidad» (liturgia bizantina).

Para mostrar este sentido divino y escondido, la iconografí­a oriental recurre a un múltiple simbolismo. La composición del cuadro, la perspectiva, los colores, la luz, los elementos decorativos, todo recibe un sentido dogmático.

Los defensores de las imágenes sagradas han declarado que no existe una diferencia esencial entre los libros santos, la tradición escrita y la tradición pintada. «Lo que la palabra comunica al oí­do, la imagen lo muestra silenciosamente por medio de su representación» (Basilio, Homilí­a sobre los cuarenta mártires, 2: PG 31,509A). Por eso la lucha contra los iconoclastas en los ss. viii y ix se transformó en una defensa de la doctrina ortodoxa.

Pero los iconos son también objeto de culto en las numerosas funciones litúrgicas y en la vida privada. El culto de las imágenes es una consecuencia de la economí­a de la encarnación: lo mismo que nuestra mente asciende a lo invisible por medio de lo visible, así­ la gracia de Dios se comunica por medio de las imágenes sagradas» [>lmagen Ill].

«Estaba un dí­a -recuerda el filósofo ruso I. Kirejevskij- en la capilla (se trata en este caso de la iglesita de la Madre de Dios Iberskaja, el santuario más célebre del antiguo Moscú) y miraba la milagrosa imagen de la Madre de Dios, pensando en la fe de los pequeños, del pueblo que rezaba a mi alrededor. Algunas de las mujeres y de los ancianos enfermos se arrodillaban, hací­an la señal de la cruz y se inclinaban profundamente. También yo empecé a mirar con gran confianza los santos rasgos de su rostro y poco a poco se fue aclarando el misterio de su fuerza milagrosa. Sí­, aquí­ habí­a algo más que una simple tabla de madera con una pintura… A través de los siglos aquel icono se habí­a ido empapando de los rí­os apasionados de los movimientos de los corazones, de las plegarias de la gente desgraciada. De este modo se habí­a ido llenando de la fuerza que ahora salí­a de él… Se habí­a convertido en un órgano vivo, en un lugar de encuentro entre el Creador y los hombres… También yo caí­ de rodillas y recé con devoción».

VII. La sociedad humana
1. LA SOLEDAD Y LA VIDA COMÚN – LOS libros espirituales de Oriente provienen casi exclusivamente del ambiente monástico. Pero esta circunstancia no altera su valor universalmente cristiano, ya que, a juicio de los Padres, el monje no es más que un cristiano auténtico, que observa todos los mandamientos del Evangelio.

La vida monástica en Oriente ha conservado hasta hoy numerosas formas de vida solitaria. Según el canon 4 del concilio de Calcedonia del año 431, todos los monjes están obligados a buscar la hesychí­a, la paz interior necesaria para la oración perfecta. Los hesicastas, gran corriente espiritual del Oriente, especialmente del monte Athos a partir del s. xiv, están convencidos de que esta paz interior no se puede obtener más que por medio de una soledad completa en la vida eremí­tica».

Pero la vida solitaria fue severamente criticada por san Basilio, el gran legislador de la vida cenobí­tica o vida en común (Regla Grande, 7: PG 31,928-933). A sus ojos, el solitario parece vivir contra la naturaleza humana, privado de todos los recursos necesarios para la vida del cuerpo y del alma. El ideal que busca san Basilio es volver a la primitiva comunidad cristiana de Jerusalén, en la que «la multitud de los creyentes tení­a un solo corazón y una sola alma» (He 4.32) 43. «Yo creo –escribe san Basilio (Regla Grande, 7; PG 31,928)- que la vida en común con varios hermanos tiene, bajo muchos aspectos, más ventajas que la vida solitaria. En primer lugar, nadie se basta a sí­ mismo en cuanto a las necesidades materiales y las exigencias del cuerpo. Al contrario, todos nos necesitamos mutuamente para procurarnos lo que nos falta. El pie, por ejemplo, posee la facultad y la acción que le es propia, pero le faltan las otras facultades y acciones. Privado de la ayuda de los demás miembros, sus fuerzas serán impotentes e insuficientes para conservar la existencia o buscar lo que necesita. Lo mismo ocurre en la vida solitaria. Lo que tenemos resulta inútil y lo que nos falta no nos lo podemos procurar. De hecho, Dios nuestro Creador ha decidido que necesitemos unos de otros, como está escrito (cf 1 Cor 12,12-26). para que estemos unidos los unos a los otros».

2. LA CARIDAD – Las crí­ticas que hací­a san Basilio a los eremitas les afectan sólo en parte. También ellos insisten en la necesidad de estar unidos unos con otros por medio de la caridad espiritual, que es «el fin de la vida práctica», «la puerta del conocimiento», la condición de la vida contemplativa y la única ley universal de la convivencia humana. Máximo el Confesor cree que si desapareciese la philautí­a, es decir, el amor perverso a sí­ mismo, desaparecerí­an todas las diferencias en el trato entre los hombres; las caracterí­sticas del amor cristiano son la universalidad, la perennidad y la igualdad»
El «cosmopolitismo» cristiano se expresa de dos formas en los escritos de los Padres: 1) negativamente, el cristiano no está en su propia casa en ningún lugar del mundo (esto dio origen a la xenia, a la xenitenia, vida en un paí­s extranjero, que practicaban los monjes orientales): 2) positivamente, todo el mundo es la patria para el justo; la pluralidad de lenguas es consecuencia del pecado, mientras que la venida del Espí­ritu concede su comprensión (cf Gregorio Nacianceno, Or., 41,16; PG 36, 449C).

Para subrayar la diferencia entre el amor humano, nacido del deseo y de la necesidad, y el amor divino, comunicación gratuita del propio bien, la lengua griega dispone de dos términos: eros y agape. El eros humano no debe ser eliminado, como cree A. Nygren, sino perfeccionado por el don divino de la agape para hacer al hombre capaz de una acción humano-divina».

«El hombre ama a los demás -escribe Máximo el Confesor (Sobre la caridad, II, 9-10; PG 90,985)-, tanto justos como injustos, por estas cinco razones: por amor de Dios, lo mismo que el hombre virtuoso ama a todos los hombres y es por ello amado incluso por los no virtuosos; por instinto natural, como aman los padres a sus hijos y son amados por ellos; por vanidad, como los que son alabados y aman a quienes los aplauden; por interés, como el rico es amado por sus clientes; por sensualidad, como los que sirven al vientre aman a los que organizan festines. El primer amor es digno de encomio; el segundo es amor intermedio; los otros son el fruto de movimientos pasionales. Si tú odias a alguno y no sientes ni amor ni odio a los demás, o tienes un amor moderado a alguno y un amor intenso a los demás, esta desigualdad te enseña que estás todaví­a lejos del amor perfecto, que acoge a todos los seres con el mismo calor».

3. LA IGLESIA – La humanidad divinizada, restituida a su estado «natural», aparece en la Iglesia, que es «el cielo en la tierra» (S. Bulgakov). Los orientales no tienen una idea rí­gida de la Iglesia, sino que describen más bien su vida y sus diversos aspectos.

Para comprender cómo los orientales entienden el sentido eclesial de la vida espiritual, será oportuno referirse a los textos de los escritores cristianos sirios o rusos»; para estos últimos, las actitudes que todo cristiano debe adoptar respecto a la Iglesia pueden resumirse en una palabra difí­cil de traducir: tserkovnostj, sentido de iglesia, deseo de vivir en ella y con ella.

En este contexto recobra actualidad la cuestión de si el hecho de la separación de las iglesias ha acarreado diferencias esenciales en la espiritualidad. Encontramos dos posturas opuestas: según V. Losskij, «nos hemos hecho hombres distintos»: en cambio, I. Hausherr opina que Oriente y Occidente han vivido largo tiempo en comunión y que todos los principios fundamentales de la vida espiritual quedaron establecidos antes de la separación. Sin embargo, permanece en pie el hecho de que la vida espiritual, que es divino-humana, es vista en diversas perspectivas según los diversos contextos en que se «encarna»: de ahí­ se siguen diferencias de aspectos, de expresiones, de modos de acercarse a la realidad concreta y, al mismo tiempo, se ve la utilidad de las comparaciones y de los encuentros espirituales entre el Occidente y el Oriente.

«La idea de la misa -escribe Juan de Kronstadt (t 1909)- consiste en esto: que todos sean una sola cosa en Cristo. Hay que llevar a todos los hombres en el corazón; hay que rezar sinceramente por todos… Todo en la tierra es una imagen y una sombra de lo que se hace en el cielo. Así­ también la forma litúrgica del servicio divino en la tierra es una imagen del servicio divino del cielo; la belleza de las iglesias es una imagen de la belleza del templo celestial; las luces son imagen de la gloria inaccesible de Dios en los cielos; el suave olor del incienso es imagen del perfume inefable de la santidad; el canto de aquí­ abajo es el eco del canto indecible de los coros angélicos de allí­ arriba… En la Iglesia todos los miembros de Cristo son iguales ante Dios: el zar y el soldado, el rico y el pobre, el gran señor y el hombre del pueblo. Dios no mira la cara, sino el corazón; ¡eso es el hombre, su corazón! ¿Y qué es lo que podemos obtener de Dios con nuestras fuerzas unidas? ¡Todo!».

T. Spidlí­k
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Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad