NUMEROS (LIBRO DE LOS)

SUMARIO: I. Estructura y relato: 1. En el Sinaí­ (cc. 1-10); 2. La marcha por el desierto (cc. 10-21); 3. En los umbrales de la tierra prometida (cc. 22-36). II. Los tres grandes actores. III. Teologí­a del desierto, de la ley, de la esperanza: 1. Leyes sociales; 2. Los grandes sí­mbolos.

I. ESTRUCTURA Y RELATO. Debido al censo de las tribus acampadas al pie del Sinaí­, que ocupa los cuatro primeros capí­tulos del libro, este cuarto libro del Pentateuco recibió de los LXX el nombre poco inspirado de Números, mientras que la tradición hebrea, como de ordinario, lo tituló con la primera palabra: bemidbar, «en el desierto». Y, efectivamente, el desierto del Sinaí­ constituye casi el fondo constante de la obra. Dentro de él se desarrolla el movimiento del pueblo, que tiene como puntos de referencia fundamentales el monte Sinaí­ y el oasis de Cades, situado en la entrada de la tierra prometida.

Las tradiciones literarias bien conocidas, la yahvista, la elohí­sta (si se la acepta) y la sacerdotal, siguen desplegándose aquí­ según sus diversas perspectivas. Más aún, a propósito de su prehistoria oral, podemos pensar con E. Cortese que «Cades, por su localización geográfica y sus caracterí­sticas sagradas, representa la encrucijada en que se encontraron los diferentes grupos que constituirí­an posteriormente el pueblo de Israel y en donde se operó una primera fusión de las tradiciones». Sin embargo, hay que reconocer también que el libro de los Núm se caracteriza en el nivel estructural por una buena operación redaccional, que logra hacer un relato bastante continuo y compacto. La obra está, pues, construida mediante una dosificación calibrada de leyes y de narraciones con frecuencia llenas de vida y teológicamente significativas.

1. EN EL SINAí (CC. 1-10). El Sinaí­ domina los diez primeros capí­tulos del libro: es la lí­nea divisoria que separa las dos vertientes del itinerario del desierto hacia la tierra de la libertad: desde la esclavitud de Egipto hasta la intimidad con Dios en el Sinaí­ (Exodo), desde el Sinaí­ hasta el horizonte tan esperado de la tierra de Canaán. Los capí­tulos 1-10 representan, por tanto, la ví­spera de la partida para la segunda etapa a lo largo de las pistas que desde el Sinaí­ conducen hasta las fronteras de la tierra prometida y que constituyen el hilo narrativo del resto de la obra. Estas páginas están cuidadosamente marcadas incluso a nivel cronológico: la narración comienza «el dí­a uno del segundo mes del segundo año de la salida de Egipto» (1,1), mientras que la partida efectiva por las estepas de Moab hasta los lí­mites de Canaán tendrá lugar «el dí­a veinte del segundo mes del año segundo» de la salida de Egipto (10,11), después de haber celebrado la gran pascua del desierto. La primera sección ocupa, por tanto, un tiempo de unos veinte dí­as, y se extiende de 1,1 a 10,10.

Este bloque literario se abre, como hemos dicho, con una vasta colección de censos, documentación procedente de los archivos hebreos del pasado (quizá monárquicos), pero además testimonio ideal de la continuidad del Israel histórico a través de la sucesión de los siglos (cc. 1-4). El Israel posexí­lico de la tradición sacerdotal, al que se deben estas páginas, se ve como un árbol que ha crecido y echado ramas a partir de aquella raí­z compuesta de tribus recogidas en torno al Dios del Sinaí­ y bajo la guí­a visible de Moisés. El archivo se convierte de lista árida en realidad viva, con la conciencia de ser una partí­cula de un pueblo en crecimiento desde los más remotos orí­genes. Tras los capí­tulos 1-4 viene el oasis legal de los capí­tulos 5-6, donde se recogen normas relativas a la vida social del campamento a los pies del Sinaí­, anticipación simbólica de toda la vida social del posterior Israel sedentario. Sobre estas páginas volveremos más adelante.

Con los capí­tulos 7-8 se vuelve de nuevo a la «cuestión leví­tica y sacerdotal» [/ Leví­tico II], con especial atención a las ofrendas para el ritual de consagración del arca (la hanukkah de 7,10) y al ritual de consagración de los levitas. Una vez más se manifiesta el gusto por las listas, como en los cc. 1-4, signo para el semita de plenitud, de perfección y de abundancia. El fragmento de 9,1-10, 10 cierra la primera sección del libro. Se desarrolla según dos directrices: la celebración de la pascua del desierto, reedición de la del éxodo (Ex 12-13) y preparación de la pascua de la entrada en la tierra (Jos 5:10-12), y las últimas advertencias y sucesos en ví­speras de la partida del Sinaí­ por las estepas del desierto hasta Moab.

2. LA MARCHA POR EL DESIERTO (cc. 10-21). En 10,11 (P) se abre la segunda sección de la obra, auténtico cuerpo central del itinerario por el desierto, perí­odo ejemplar de tentaciones y de esperanzas, de crecimiento y de estancamiento, de cercaní­a de Dios y de ruptura con él, de soledad y de confianza, de obstáculos y de signos del amor divino. La tradición sacerdotal constituye el esquema fundamental de todo el relato, sobre el que se insertan relatos de las tradiciones yahvista y elohí­sta. Son los célebres cuarenta años del desierto, desde el Sinaí­ hasta las estepas de Moab, en la Trasjordania meridional, adonde se llega en 22,1.

Dentro de esta unidad (10,11-22,1) podemos aislar algunos conjuntos literarios no siempre muy homogéneos. El primero está en 10,11-12,16, y es la narración del viaje desde el Sinaí­ hasta el desierto de Farán, con varios incidentes en el recorrido, que revelan vivas tensiones dentro del pueblo en marcha. Es ejemplar el «fuego de Taberá», que devoró a los que «murmuraban», es decir, a los que desconfiaban de Dios y de su guí­a Moisés (11,1-3), o también la rebelión de Aarón y de Marí­a contra la autoridad de Moisés (12,1-10). El segundo conjunto se circunscribe a los capí­tulos 13-14, con la misión de los exploradores a la tierra de Canaán, la enésima «murmuración» de Israel, signo de una protesta obstinada y rebelde, y la clamorosa derrota de Jormá. El tercer bloque lo ocupan los capí­tulos 1519: tras una página de cuño jurí­dico-ritual (c. 15), viene el relato de los dos nuevos «golpes de estado» contra la gestión mosaica (la rebelión de Coré combinada con la de Datán y Abirán en los cc. 16-17); de la definición del sacerdocio personificado en Aarón (17,27-18,32) se pasa a un ritual final de purificación (c. 19). La última escena de la «gran marcha» que a través del desierto condujo a Israel a las estepas de Moab y a las fronteras de la tierra prometida se describe en los capí­tulos 20-21. En efecto, en 22,1 se lee: «Los israelitas fueron a acampar a los llanos de Moab, al otro lado del Jordán, a la altura de Jericó». Está a punto de ponerse la palabra «fin» a la experiencia dramática, y en ciertos aspectos fascinante, del desierto, que marcó una etapa decisiva en la historia y en la memoria religiosa de Israel.

3. EN LOS UMBRALES DE LA TIERRA PROMETIDA (CC. 22-36). La última y amplia escena de Núm tiene como marco constante las estepas montañosas de Moab, que se levantan sobre la hendidura del Jordán a la altura de Jericó. Podemos distinguir en esta larga secuencia dos grandes cuadros. El primero abarca los capí­tulos 22-24, y es la celebración que tiene por protagonista a Balaán: las dos tradiciones J y E se enlazan y hacen aflorar cuatro poemas espléndidos destinados a exaltar el poder de Israel sostenido por Dios, invencible y glorioso debido a la elección divina. Sobre estas páginas, que nos trasladan a los comienzos de la poesí­a hebrea, volveremos más tarde.

El segundo bloque, de carácter antológico, corre desde el capí­tulo 25 hasta el final del libro, y se presenta como una mezcla narrativa y legislativa eminentemente sacerdotal. Es de gran importancia el dí­ptico de los capí­tulos 25 y 31, expresión ejemplar de la tentación idolátrica cananea, la cual, a través de las prostitutas sagradas y los ritos de la fecundidad, constituirá el signo constante de la apostasí­a de Israel y de su infidelidad a la alianza con Yhwh. Pasajes narrativos y mapas territoriales de la futura tierra de conquista se mezclan con textos jurí­dicos y sociales, legislaciones sacrificiales y normativas religiosas generales. Se describe a Canaán, con sus fronteras, sus seis ciudades extra-territoriales, su extensión y su distribución tribal. Encierra particular interés Núm 33:1-49, que parece ser una especie de plano sintético de todo el itinerario desde Egipto hasta la tierra prometida. Se trata probablemente de la fusión de dos itinerarios, el del grupo del «éxodo-expulsión» (a través de la «ví­a del mar» a lo largo de la costa mediterránea) y el del «éxodo-huida» a través del Sinaí­ [/ Exodo]. Este mapa contiene hasta 22 topónimos exclusivos (vv. 18-19), cuya identificación es aleatoria y a menudo imposible. Pero con esta lista tenemos, por así­ decirlo, el hilo espacial que dirige la aventura humana y espiritual de Israel desde la esclavitud hasta la libertad.

II. LOS TRES GRANDES ACTORES. Relacionado con el Exodo por su perfil histórico y teológico y con el / Leví­tico por su legislación, el libro de los Núm es la exaltación de tres grandes actores de la historia del desierto. En primer lugar el Señor, que domina con su palabra desde las primeras lí­neas de la obra: «El Señor dijo a Moisés». La sí­ntesis del valor de esta presencia abierta al diálogo y a la alianza podrí­a buscarse en la solemne fórmula final del discurso divino de Núm 15: «De esta manera recordaréis los mandamientos del Señor, los pondréis en práctica y estaréis consagrados a vuestro Dios. Yo soy el Señor, vuestro Dios» (vv. 40-41). A través de su presencia en el arca (Núm 10:33-35), Dios es el verdadero protagonista de la marcha: Israel no está nunca solo ni abandonado en medio de la soledad y de la hostilidad del desierto. El signo de la nube es la representación simbólica de esta presencia salví­fica permanente (Núm 9:15-23).

En esta historia, que es santa por la presencia de Dios, destaca -al lado del Señor- otro personaje fundamental, / Moisés, el «siervo del Señor» (12,8), o sea, el mediador entre Dios y el pueblo, apasionadamente fiel al Señor, pero también visceralmente ligado a su pueblo. Su presencia, a menudo discutida por un Israel rebelde y obstinado, es como un í­ndice que apunta hacia la salvación realizada por Dios, es como el escudo protector del intercesor que defiende a Israel de la justa cólera de Yhwh (11,10-23). Su retrato, ampliamente dibujado en el libro, queda esbozado admirablemente en una sola lí­nea en 12,3: «Moisés era humilde, el hombre más humilde de este mundo». Sin embargo, también él participa de la fragilidad de las criaturas. En el famoso episodio de las aguas de Meribá (c. 20), Moisés y Aarón son destinatarios de esta frí­a condena por parte de Yhwh: «Por no haber creí­do en mí­, manifestando mi santidad delante de los israelitas, no llevaréis a este pueblo a la tierra que yo les doy» (20,12). La culpa de los dos guí­as de Israel sigue siendo oscura, quizá porque la tradición sacerdotal intentó difuminarla y simplificar sus causas. Las interpretaciones hipotéticas dadas por la tradición judí­a no tienen apoyo en el texto bí­blico: Moisés habrí­a dudado de Dios (v. 10), o bien habrí­a golpeado la roca dos veces por desconfianza o se habrí­a negado a emprender la conquista de Canaán (cf 14,12). Así­ pues, Moisés es hermano de Israel no sólo en la gloria, sino también en el juicio divino.

Finalmente, el tercer actor es el / pueblo. Es un pueblo ante todo difí­cil, rebelde, terco, obstinado, como atestiguan los muchos pasajes sobre sus «murmuraciones», sus infidelidades idolátricas, sus rebeldí­as. Sobre él cae inexorablemente el juicio de Dios. En este sentido es ejemplar el capí­tulo 16, fruto de la fusión de dos narraciones distintas, la sacerdotal sobre la rebelión de Coré (vv. l a.2b-11.16.24.27a.35) y la JE del resto del capí­tulo, que describe la rebelión eminentemente polí­tica de Datán y Abirán, mientras que la primera era una propuesta contra los privilegios del grupo sacerdotal. El juicio teofánico de Dios, expresado a través del terremoto y de los infiernos que se abren para acoger a los que han sido separados de la comunidad viva y fiel, es el sello divino sobre el pecado del pueblo (vv. 31-32). Sin embargo, la súplica de Moisés y de Aarón de los versí­culos 4-7 intenta introducir el principio de la responsabilidad individual, teorizado más tarde por Ezequiel (c. 18). El pecado, si es verdad que tiene una resonancia y una ramificación en el ámbito de la comunidad, debe ante todo referirse al individuo, a su pecado y a su libertad.

Este Israel, cuidadosamente identificado como pueblo incluso por medio de los censos, es también el objeto último de la solicitud y del amor de Dios. Por esto, el Israel sucesivo tuvo siempre la convicción de encontrar en aquellas tribus sus raí­ces y su identidad. El tiempo del desierto se convierte así­ en paradigma de toda la vida histórica y religiosa de Israel. Al Dios que vence las resistencias cósmicas (la sed, el hambre, las serpientes), militares (las tribus beduinas que asaltan a Israel cuando pasa por sus territorios), preternaturales (el mago Balaán), se opone sólo la resistencia de la libertad de Israel, que se deja conquistar por la tentación del desánimo, de la idolatrí­a y del pecado: «El Señor dijo a Moisés: `¿Hasta cuándo me despreciará este pueblo? ¿Hasta cuándo me negará la fe, después de todos los prodigios que en medio de ellos he hecho? Lo heriré de peste y lo destruiré'» (14,11-12). Pero, al final, aun dentro del respeto a la libertad humana, el amor de Dios vencerá e Israel alcanzará la tierra del gozo y de la esperanza, la tierra prometida. «Â¡Bendito sea el que te bendiga, y maldito el que te maldiga!» (24,9).

III. TEOLOGíA DEL DESIERTO, DE LA LEY, DE LA ESPERANZA. El / desierto, más que un espacio, en el relato de los Núm es un tiempo en el cual Israel manifiesta su identidad y Dios revela su palabra. En efecto, durante el itinerario sinaí­tico el pueblo, reducido a lo esencial, se ve continuamente ante los dos caminos, el de la fidelidad y el de la idolatrí­a. Es ésta la opción fundamental de la vida, que en el desierto queda repetidas veces tipificada a través de múltiples episodios (11; 12; 14; 16; 20; 25). Pero en el itinerario del desierto aparece además la cotidianidad de Israel, atestiguada por los conjuntos legislativos, que a menudo son retratos de la vida social, de la praxis y de los comportamientos folclóricos y tribales. La revelación de Dios pasa entonces a través de la historia, a través de las peripecias cotidianas, de los signos pequeños y grandes de la existencia que se abre al infinito y a la esperanza.

1. LEYES SOCIALES. Las secciones legislativas nos ofrecen un cuadro pintoresco de la vida de Israel y son muchas veces un ví­vido testimonio de la encarnación de la palabra de Dios. Es curioso ver cómo Israel intenta descubrir la presencia divina incluso en la modestia de las experiencias clánicas. He aquí­ algún ejemplo significativo. La ordalí­a de los celos de Núm 5:11-13 amalgama elementos étnico-tribales con la nueva óptica teológica yahvista. Una vez que los magistrados humanos han reconocido su incapacidad para llegar a un juicio real sobre una cuestión controvertida, se recurre a la «casación» divina a través de la ordalí­a o juicio divino del «agua bendita» (v. 17), es decir, del agua lustral, o el «agua amarga» (v. 18). Este instrumento oracular produce sobre el pecador (en este caso, según la estructura machista oriental, sobre la mujer sospechosa de adulterio) una especie de radiografí­a moral, revelando su «amargura» interior, es decir, su estado de pecaminosidad. Paralela a esta página es la de Núm 19:1-10, sobre el ritual de las cenizas de la novilla roja. Naturalmente, el pensamiento corre al comentario de Heb 9:13-14 : «Pues si la sangre de los machos cabrí­os y de los becerros y la ceniza de la vaca, con que se asperja a aquellos que están manchados, los santifica procurándoles la pureza del cuerpo, ¿cuánto más la sangre de Cristo, que por virtud del Espí­ritu eterno se ofreció a sí­ mismo a Dios como ví­ctima inmaculada, purificará nuestra conciencia de sus obras muertas, para servir al Dios vivo?»
También es interesante el caso jurí­dico que se contempla en 27,1-11 y 36,1-3, donde se expone la situación de una familia con descendencia sólo femenina. Y la solución es bastante «progresista», teniendo en cuenta el contexto cultural. Se observa, pues, el esfuerzo por conservar el bien de la tierra y de la relativa autonomí­a de una tribu o de una familia, de forma que se impida su extinción. Por eso, tanto las grandes cuestiones como los pequeños problemas se sitúan bajo la luz de la «ley» divina, en la certeza de que hay que cumplir la voluntad de Dios no sólo en el culto (por otra parte cuidadosamente regulado), sino en el lapso total de la existencia individual y social.

A veces estas normas concretas tienen sutiles significados teológicos. Tal es el caso del nazireato, antigua institución sacral de Israel (6,1-21). Nazir es el que «ha sido apartado», es decir, consagrado a Dios, como Sansón (Jue 13:5), Samuel (l Sam 1,11) o como el Bautista (Luc 1:15) y el mismo Pablo (Heb 18:18; Heb 21:23-25). El pasaje del capí­tulo 6 quiere codificar esta praxis antigua de consagración a la divinidad, incluyendo en el versí­culo 2 también a la mujer (cf Jue 13:4.7) y trazando tres compromisos ético-sociales concretos. El primero es el de la abstinencia de bebidas alcohólicas (vv. 3-4; cf Jer 35:6-7 para los recabitas, otro grupo religioso hebreo); el segundo es la negativa a cortarse el pelo (v. 5), signo de la consagración a Dios (es célebre la historia de la cabellera de Sansón); el tercer compromiso comprende, por el contrario, la observancia rigurosa de las leyes de pureza, sobre todo en relación con los cadáveres (vv. 6-7). También son consagrados a Dios los levitas y los sacerdotes, cuyas funciones se especifican repetidas veces dentro del libro. Es significativa la norma sobre la falta de propiedad territorial para la tribu de Leví­: «El Señor dijo a Aarón: `Tú no tendrás herencia en su tierra, no habrá parte para ti en medio de ellos. Yo mismo seré tu herencia y tu parte en medio de los israelitas'»(Jer 18:20; cf 26,62; Deu 10:8-9; Jos 13:14.33; Jos 14:3-4). El sacerdocio no debe verse entorpecido por las trabas del poder polí­tico o económico, sino que ha de referir a Dios todo el trabajo de las otras tribus. El Sal 16, obra probable de un levita, declara que la «herencia» y la «porción sacada a suerte» por el sacerdote no es un pedazo de tierra, sino el mismo Yhwh, como se dice precisamente en Núm 18:20 (Sal 16:5-6). Esto significa, más allá del valor concreto de la frase (vivir de los diezmos y de las ofrendas del culto), apertura a una entrega profunda e interior a Dios [/ Ley/ Derecho].

2. LOS GRANDES SíMBOLOS. Dentro de las páginas narrativas y legales del libro de los Núm florecen a veces escenas de intenso colorido, que provocaron la posterior reflexión de la tradición judí­a y cristiana. Se trata de grandes sí­mbolos, que han alimentado sobre todo la esperanza mesiánica. Escogemos, en particular, dos textos que han sido un punto de referencia fundamental en la teologí­a bí­blica y en la misma historia del arte cristiano. El primer pasaje se debe sustancialmente a la tradición yahvista y se encuentra en 21,4-9. Israel corre el riesgo de quedar eliminado a causa de las serpientes venenosas que anidan entre las piedras de la estepa. La solución del conflicto se pone en manos de Dios a través de un elemento sacral: la serpiente de bronce se convierte en el antí­doto contra el veneno de las serpientes en una especie de «transfert», parecido al exvoto de los ratones de oro ofrecidos por los filisteos para hacer cesar la peste causada por el arca (lSam 6,4-5). El sí­mbolo se convierte entonces en una especie de signo visible de la eficacia de la salvación que Dios ofrece a su pueblo. En esta lí­nea se desarrolla la reflexión teológica sobre la salvación, que da sus primeros pasos ya en el AT. En efecto, el libro de la Sabidurí­a define la serpiente de bronce como «el sí­mbolo de la salvación» que el Señor ofrece a todos los justos, como «salvador de todos» (Sab 16:6-7). Pero es sobre todo el evangelio de Juan el que procura que este sí­mbolo se refiera a la salvación perfecta derivada de la «exaltación» pascual de Cristo en la cruz. Se establece de este modo un paralelo entre la serpiente levantada como signo de salvación para todos los que fijaban en ella su mirada y el Cristo elevado en la cruz, centro eficaz de salvación para todos los que lo miren con los ojos de la fe: «Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así­ será levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna» (Jua 3:14-15).

El segundo texto, igualmente célebre en el arte cristiano, es el de los capí­tulos 22-24, que tiene por protagonista a Balaán, un mago, arameo según la tradición elohí­sta (Jua 22:2.3b. 4a.5a.7b-10.12-16.19-21.35b-36.38.40-41; Jua 23:1-24, 1a), amonita según el yahvista, a quien debemos el resto de relato. El tema fundamental de ambas relaciones es la superación que el Señor sabe realizar de toda resistencia mágica y preternatural para proteger a su pueblo. Israel está creando el pánico entre los moabitas y los amonitas, que, temiendo un fracaso militar, recurren a la magia. Pero Balaán, a pesar de acoger las repetidas embajadas de Balac, rey de Moab, y de maniobrar con sus técnicas mágico-rituales, no sabe hacer otra cosa que pronunciar bendiciones en lugar de maldiciones. Nuestra atención se fija precisamente en las cuatro bendiciones pronunciadas a su pesar por Balaán. Llamadas en hebreo masal, género literario muy fluido, caracterí­stico de la literatura sapiencial (proverbio, parábola, alegorí­a, poema…), estas celebraciones de Israel bendecido por Dios son un testimonio antiquí­simo de la poesí­a hebrea (23,7-10; 23,18-24; 24,3-9; 24,15-24; otro ejemplo de poesí­a arcaica bí­blica se cita en Núm 21:17-18, el canto de los excavadores de pozos).

Pero la tradición ha centrado su interés en un versí­culo del cuarto oráculo: «Una estrella se destaca de Jacob, surge un cetro de Israel…» (Núm 24:17), y lo ha transformado en un lugar clásico de la teologí­a mesiánica. En efecto, si leemos la traducción aramea del targum de Onqelos, nos encontramos con esta interpretación: «Un rey se destaca de Jacob, un masiah (mesí­as-consagrado) surge de Israel». Sobre la base de esta interpretación libre, la estrella del versí­culo 17 ha pasado a ser el sí­mbolo del mesí­as, aun cuando en su origen era solamente un signo real muy conocido en todo el Oriente (Isa 14:12 : el rey de Babel es llamado «lucifer», lucero, la estrella de la mañana). En este sentido es una estrella la que guí­a a los magos al reconocimiento mesiánico de Jesús (Mat 2:9-11), y el Apocalipsis llama a Cristo «la estrella de la mañana» (Apo 2:28; Apo 22:16). En efecto, la luz era el fondo de toda aparición mesiánica, como habí­a cantado Isaí­as en su espléndido himno al Emanuel del capí­tulo 9. También el cetro, sí­mbolo del poder real, fue interpretado por la tradición como insignia mesiánica (véase la bendición de Judá en Gén 49:10) [/ Mesianismo III, lc].

Hay, por tanto, una espiritualidad que nace del desierto, de los signos de amor de Yhwh, de la elección de Israel, y que se basa en los pasajes de los Núm. Hay también una espiritualidad que se desarrolla dentro del mismo texto, y que exalta a menudo la confianza en Dios y la fidelidad a su palabra. El testimonio más espléndido de esta espiritualidad debe buscarse en la bendición sacerdotal de Núm 6:22-27, parcialmente recogida en algunos salmos (Núm 121:7-8; cf 4,7; 31,17; 122,6-7): «Que el Señor te bendiga y te guarde. Que el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y te conceda su gracia. Que el Señor vuelva hacia ti su rostro y te conceda la paz». Todaví­a hoy se usa en la liturgia sinagogal y se ha introducido en el leccionario litúrgico católico del dí­a de año nuevo; esta bendición ha sido enseñada por Dios mismo, que se la ha confiado a sus sacerdotes. De esta forma se confirma su validez y su eficacia. Los sacerdotes tienen, por así­ decirlo, la función de «consagrar» a los israelitas, poniéndolos bajo la sombra de la bendición divina (v. 27). Se realiza así­ la solemne declaración del Sinaí­: «Vosotros seréis un reino de sacerdotes, un pueblo santo» (Exo 19:6).

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G. Ravasi

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Nm 1-36
Sumario: 1. Estructura yrelato: 1. EnelSinaí­(cc. 1-10); 2. La marcha por el desierto (cc. 10-21); 3. En los umbrales de la tierra prometida (cc. 22-36). II. Los tres grandes actores. III. Teologí­a del desierto, de la ley, de la esperanza: 1. Leyes sociales; 2. Los grandes sí­mbolos.
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1. ESTRUCTURA Y RELATO.
Debido al censo de las tribus acampadas al pie del Sinaí­, que ocupa los cuatro primeros capí­tulos del libro, este cuarto libro del Pentateuco recibió de los LXX el nombre poco inspirado de Números, mientras que la tradición hebrea, como de ordinario, lo tituló con la primera palabra: be-midbar, †œen el desierto†. Y, efectivamente, el desierto del Sinaí­ constituye casi el fondo constante de la obra. Dentro de él se desarrolla el movimiento del pueblo, que tiene como puntos de referencia fundamentales el monte Sinaí­ y el oasis de Cades, situado en la entrada de la tierra prometida.
Las tradiciones literarias bien conocidas, la yahvista, la elohí­sta (si se la acepta) y la sacerdotal, siguen desplegándose aquí­ según sus diversas perspectivas. Más aún, a propósito de su prehistoria oral, podemos pensar con E. Córtese que †œCades, por su localización geográfica y sus caracterí­sticas sagradas, representa la encrucijada en que se encontraron los diferentes grupos que constituirí­an posteriormente el pueblo de Israel y en donde se operó una primera fusión de las tradiciones†. Sin embargo, hay que reconocer también que el libro de los Núm se caracteriza en el nivel estructural por una buena operación redaccional, que logra hacer un relato bastante continuo y compacto. La obra está, pues, construida mediante una dosificación calibrada de leyes y de narraciones con frecuencia llenas de vida y
teológicamente significativas.
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1. En el Sinaí­ (cc. 1-10).
El Sinaí­ domina los diez primeros capí­tulos del libro: es la lí­nea divisoria que separa las dos vertientes del itinerario del desierto hacia la tierra de la libertad: desde la esclavitud de Egipto hasta la intimidad con Dios en el Sinaí­ (Exodo), desde el Sinaí­ hasta el horizonte tan esperado de la tierra de Canaán. Los capí­tulos 1-10 representan, por tanto, la ví­spera de la partida para lá segunda etapa a lo largo de las pistas que desde el Sinaí­ conducen hasta las fronteras de la tierra prometida y que constituyen el hilo narrativo del resto de la obra. Estas páginas están cuidadosamente marcadas incluso a nivel cronológico: la narración comienza †œel dí­a unodel segundomesdel segundoañode la salidade Egipto† (1,1), mientras que la partida efectiva por las estepas de Moab hasta los lí­mites de Canaán tendrá lugar †œel dí­a veinte del segundo mes del año segundo† de la salida de Egipto (10,11), después de haber celebrado la gran pascua del desierto. La primera sección ocupa, por tanto, un tiempo de unos veinte dí­as, y se extiende de 1,1 a
10,10.
Este bloque literario se abre, como hemos dicho, con una vasta colección de censos, documentación procedente de los archivos hebreos del pasado (quizá monárquicos), pero además testimonio ideal de la continuidad del Israel histórico a través de la sucesión de los siglos (cc. 1-4). El Israel posexí­lico de la tradición sacerdotal, al que se deben estas páginas* se ve como un árbol que ha crecido y echado ramas a partir de aquella raí­z compuesta de tribus recogidas en torno al Dios del Sinaí­ y bajo la guí­a visible de Moisés. El archivo se convierte de lista árida en realidad viva, con la conciencia de ser una partí­cula de un pueblo en crecimiento desde los más remotos orí­genes. Tras los capí­tulos 1-4 viene el oasis legal de los capí­tulos 5-6, donde se recogen normas relativas a la vida social del campamento a los pies del Sinaí­, anticipación simbólica de toda la vida social del posterior Israel sedentario. Sobre estas páginas volveremos más adelante.
Con los capí­tulos 7-8 se vuelve de nuevo a la †œcuestión leví­tica y sacerdotal† [/Leví­tico II], con especial atención a las ofrendas para el ritual de consagración del arca (la hanukkah de 7,10) y al ritual de consagración de los levitas. Una vez más se manifiesta el gusto por las listas, como en los ce. 1-4, signo para el semita de plenitud, de perfección y de abundancia. El fragmento de 9,1-10, 10 cierra la primera sección del libro. Se desarrolla según dos directrices: la celebración de la pascua del desierto, reedición de la del éxodo (Ex ?? 3) y preparación de la pascua de la entrada en la tierra (Jos 5,10-12), y las últimas advertencias y sucesos en ví­speras de la partida del Sinaí­ por las estepas del desierto hasta Moab.
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2. La marcha por el desierto (cc. 10-21).
En 10,11 (P) se abre la segunda sección de la obra, auténtico cuerpo central del itinerario por el desierto, perí­odo ejemplar de tentaciones y de esperanzas, de crecimiento y de estancamiento, de cercaní­a de Dios y de ruptura con él, de soledad y de confianza, de obstáculos y de signos del amor divino. La tradición sacerdotal constituye el esquema fundamental de todo el relato, sobre el que se insertan relatos de las tradiciones yahvista y elohí­sta. Son los célebres cuarenta años del desierto, desde el Sinaí­ hasta las estepas de Moab, en la Trasjordania meridional, adonde se llega en 22,1.
Dentro de esta unidad (10,11-22,1) podemos aislar algunos conjuntos literarios no siempre muy homogéneos. El primero está en 10,11-12,16, y es la narración del viaje desde el Sinaí­ hasta el desierto de Farán, con varios incidentes en el recorrido, que revelan vivas tensiones dentro del pueblo en marcha. Es ejemplar el †œfuego de Taberá, que devoró a los que †œmurmuraban, es decir, a los que desconfiaban de Dios y de su guí­a Moisés (11,1-3), o también la rebelión de Aarón y de Marí­a contra la autoridad de Moisés (12,1-1 0). El segundo conjunto se circunscribe a los capí­tulos 13-14, con la misión de los exploradores a la tierra de Ca-naán, la enésima †œmurmuración de Israel, signo de una protesta obstinada y rebelde, y la clamorosa derrota de Jormá. El tercer bloque lo ocupan los capí­tulos 15-19: tras una página de cuño jurí­dico-ritual (c. 15), viene el relato de los dos nuevos †œgolpes de estado† contra la gestión mosaica (la rebelión de Coré combinada con la de Datan yAbirán en los ce. 16-17); de la definición del sacerdocio personificado en Aarón (17,27-18,32) se pasa a un ritual final de purificación (c. 19). La última escena de la †œgran marcha† que a través del desierto condujo a Israel a las estepas de Moab y a las fronteras de la tierra prometida se describe en los capí­tulos 20-21. En efecto, en 22,1 se lee: †œLos israelitas fueron a acampar a los llanos de Moab, al otro lado del Jordán, a la altura de Jericó. Está a punto de ponerse la palabra †œfin a la experiencia dramática, y en ciertos aspectos fascinante, del desierto, que marcó una etapa decisiva en la historia y en la memoria religiosa de Israel.

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3. En los umbrales de la tierra prometida (cc. 22-36).
La última y amplia escena de Núm tiene como marco constante las estepas montañosas de Moab, que se levantan sobre la hendidura del Jordán a la altura de Jericó. Podemos distinguir en esta larga secuencia dos grandes cuadros. El primero abarca los capí­tulos 22-24, y es la celebración que tiene por protagonista a Balaán: las dos tradiciones J y? se enlazan y hacen aflorar cuatro poemas espléndidos destinados a exaltar el poder de Israel sostenido por Dios, invencible y glorioso debido a la elección divina. Sobre estas páginas, que nos trasladan a los comienzos de la poesí­a hebrea, volveremos más tarde.
El segundo bloque, de carácter an-tológico, corre desde el capí­tulo 25 hasta el final del libro, y se presenta como una mezcla narrativa y legislativa eminentemente sacerdotal. Es de gran importancia el dí­ptico de los capí­tulos 25 y 31, expresión ejemplar de la tentación idolátrica cananea, la cual, a través de las prostitutas sagradas y los ritos de la fecundidad, constituirá el signo constante de la apos-tasí­a de Israel y de su infidelidad a la alianza con Yhwh. Pasajes narrativos y mapas territoriales de la futura tierra de conquista se mezclan con textos jurí­dicos y sociales, legislaciones sacrificiales y normativas religiosas generales. Se describe a Canaán, con sus fronteras, sus seis ciudades extraterritoriales, su extensión y su distribución tribal. Encierra particular interés Núm 33,1-49, que parece ser una especie de plano sintético de todo el itinerario desde Egipto hasta la tierra prometida. Se trata probablemente de la fusión de dos itinerarios, el del grupo del †œéxodo-expulsión† (a través de la †œví­a del mar† a lo largo de la costa mediterránea) y el del †œéxodo-huida† a través del Sinaí­ [1 Exodo]. Este mapa contiene hasta 22 topónimos exclusivos (Vv. 18-19), cuya identificación es aleatoria y a menudo imposible. Pero con esta lista tenemos, por así­ decirlo, el hilo espacial que dirige la aventura humana y espiritual de Israel desde la esclavitud hasta la libertad.
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II. LOS TRES GRANDES ACTORES.
Relacionado con el Exodo por su perfil histórico y teológico y con el / Leví­tico por su legislación, el libro de los Núm es la exaltación de tres grandes actores de la historia del desierto. En primer lugar el Señor, que domina con su palabra desde las primeras lí­neas de la obra: †œEl Señor dijo a Moisés†. La sí­ntesis del valor de esta presencia abierta al diálogo y a la alianza podrí­a buscarse en la solemne fórmula final del discurso divino de Núm 15: †œDe esta manera recordaréis los mandamientos del Señor, los pondréis en práctica y estaréis consagrados a vuestro Dios. Yo soy el Señor, vuestro Dios† (vv. 40-41). A través de su presencia en el arca (10,33-35), Dios es el verdadero protagonista de la marcha: Israel no está nunca solo ni abandonado en medio de la soledad y de la hostilidad del desierto. El signo de la nube es la representación simbólica de esta presencia salví­fica permanente (9,15-23).
En esta historia, que es santa por la presencia de Dios, destaca -al lado del Señor- otro personaje fundamental, / Moisés, el †œsiervo del Señor† (12,8), o sea, el mediador entre Dios y el pueblo, apasionadamente fiel al Señor, pero también visceral-mente ligado a su pueblo. Su presencia, a menudo discutida por un Israel rebelde y obstinado, es como un í­ndice que apunta hacia la salvación realizada por Dios, es como el escudo protector del intercesor que defiende a Israel de la justa cólera de Yhwh (11,10- 23). Su retrato, ampliamente dibujado en el libro, queda esbozado admirablemente en una sola lí­nea en
12,3: †œMoisés era humilde, el hombre más humilde de este mundo†. Sin embargo, también él participa de la fragilidad de las criaturas. En el famoso episodio de las aguas de Meri-bá (c. 20), Moisés y Aarón son destinatarios de esta frí­a condena por parte de Yhwh: †œPor no haber creí­do en mí­, manifestando mi santidad delante de los israelitas, no llevaréis a este pueblo a la tierra que yo les doy† (20,12). La culpa de los dos guí­as de Israel sigue siendo oscura, quizá porque la tradición sacerdotal intentó difuminarla y simplificar sus causas. Las interpretaciones hipotéticas dadas por la tradición judí­a no tienen apoyo en el texto bí­blico: Moisés habrí­a dudado de Dios (y. 10), o bien habrí­a golpeado la roca dos veces por desconfianza o se habrí­a negado a emprender la conquista de Canaán (cf 14,12). Así­ pues, Moisés es hermano de Israel no sólo en la gloria, sino también en el juicio divino.
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Finalmente, el tercer actor es el ¡pueblo. Es un pueblo ante todo difí­cil, rebelde, terco, obstinado, como atestiguan los muchos pasajes sobre sus †œmurmuraciones†, sus infidelidades idolátricas, sus rebeldí­as. Sobre él cae inexorablemente el juicio de Dios. En este sentido es ejemplar el capí­tulo 16, fruto de la fusión de dos narraciones distintas, la sacerdotal sobre la rebelión de Coré (vv. la.2b-11 .16.24.27a.35) y la JE del resto del capí­tulo, que describe la rebelión eminentemente polí­tica de Datan y Abirán, mientras que la primera era una propuesta contra los privilegios del grupo sacerdotal. El juicio teofá-nico de Dios, expresado a través del terremoto y de los infiernos que se abren para acoger a los que han sido separados de la comunidad viva y fiel, es el sello divino sobre el pecado del pueblo (vv. 31-32). Sin embargo, la súplica de Moisés y de Aarón de los versí­culos 4-7 intenta introducir el principio de la responsabilidad individual, teorizado más tarde por Eze-quiel (c. 18). El pecado, si es verdad que tiene una resonancia y una ramificación en el ámbito de la comunidad, debe ante todo referirse al individuo, a su pecado y a su libertad.
Este Israel, cuidadosamente identificado como pueblo incluso por medio de los censos, es también el objeto último de la solicitud y del amor de Dios. Por esto, el Israel sucesivo tuvo siempre la convicción de encontrar en aquellas tribus sus raí­ces y su identidad. El tiempo del desierto se convierte así­ en paradigma de toda la vida histórica y religiosa de Israel. Al Dios que vence las resistencias cósmicas (la sed, el hambre, las serpientes), militares (las tribus beduinas que asaltan a Israel cuando pasa por sus territorios), preternaturales (el mago Balaán), se opone sólo la resistencia de la libertad de Israel, que se deja conquistar por la tentación del desánimo, de la idolatrí­a y del pecado: †œEl Señor dijo a Moisés: †˜,Hasta cuándo me despreciará este pueblo? ¿Hasta cuándo me negará la fe, después de todos los prodigios que en medio de ellos he hecho? Lo heriré de peste y lo destruir醝 (14,11-12). Pero, al final, aun dentro del respeto a la libertad humana, el amor de Dios vencerá e Israel alcanzará la tierra del gozo y de la esperanza, la tierra prometida. †œiBendito sea el que te bendiga, y maldito el que te maldiga!† (24,9).
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III. TEOLOGIA DEL DESIERTO, DE LA LEY, DE LA ESPERANZA.
El / desierto, más que un espacio, en el relato de los Núm es un tiempo en el cual Israel manifiesta su identidad y Dios revela su palabra. En efecto, durante el itinerario sinaí­-tico el pueblo, reducido a lo esencial, se ve continuamente ante los dos caminos, el de la fidelidad y el de la idolatrí­a. Es ésta la opción fundamental de la vida, que eñ el desierto queda repetidas veces tipificada a través de múltiples episodios (11; 12; 14; 16; 20; 25). Pero en el itinerario del desierto aparece además la cotidianidad de Israel, atestiguada por los conjuntos legislativos, que a menudo son retratos de la vida social, de la praxis y de los comportamientos fol-clóricos y tribales. La revelación de Dios pasa entonces a través de la historia, a través de las peripecias cotidianas, de los signos pequeños y grandes de la existencia que se abre al infinito y a la esperanza.
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1. Leyes sociales.
Las secciones legislativas nos ofrecen un cuadro pintoresco de la vida de Israel y son muchas veces un vivido testimonio de la encarnación de la palabra de Dios. Es curioso ver cómo Israel intenta descubrir la presencia divina incluso en la modestia de las experiencias ciánicas. Ac aquí­ algún ejemplo significativo. La ordalí­a de los celos de Núm 5,11-13 amalgama elementos étnico-tribales con la nueva óptica teológica yahvista. Una vez que los magistrados humanos han reconocido su incapacidad para llegar a un juicio real sobre una cuestión controvertida, se recurre a la †œcasación† divina a través de la ordalí­a o juicio divino del †œagua bendita† (y. 17), es decir, del agua lustral, o el †œagua amarga† (y. 18). Este instrumento oracular produce sobre el pecador (en este caso, según la estructura machista oriental, sobre la mujer sospechosa de adulterio) una especie de radiografí­a moral, revelando su †œamargura† interior, es decir, su estado de pecaminosidad. Paralela a esta página es la de Núm 19,1-10, sobre el ritual de las cenizas de la novilla roja. Naturalmente, el pensamiento corre al comentario de Heb 9,13-14: †œPues si la sangre de los machos cabrí­os y de los becerros y la ceniza de la vaca, con que se asperja a aquellos que están manchados, los santifica procurándoles la pureza del cuerpo, ¿cuánto más la sangre de Cristo, que por virtud del Espí­ritu eterno se ofreció a sí­ mismo a Dios como ví­ctima inmaculada, purificará nuestra conciencia de sus obras muertas, para servir al Dios vivo?†
También es interesante el caso jurí­dico que se contempla en 27,1-11 y 36,1-3, donde se expone la situación de una familia con descendencia sólo femenina. Y la solución es bastante †œprogresista†, teniendo en cuenta el contexto cultural. Se observa, pues, el esfuerzo por conservar el bien de la tierra y de la relativa autonomí­a de una tribu o de una familia, de forma que se impida su extinción. Por eso, tanto las grandes cuestiones como los pequeños problemas se sitúan bajo la luz de la †œley† divina, en la certeza de que hay que cumplir la voluntad de Dios no sólo en el culto (por otra parte cuidadosamente regulado), sino en el lapso total de la existencia individual y social.
A veces estas normas concretas tienen sutiles significados teológicos. Tal es el caso del nazireato, antigua institución sacral de Israel (6,1-21). Nazires el que †œha sido apartado†, es decir, consagrado a Dios, como Sansón (Jc 13,5), Samuel (IS 1,11)0 como el Bautista (Lc 1,15) y el mismo Pablo Hch 18,18; Hch 21,23-25). El pasaje del capí­tulo 6 quiere codificar esta praxis antigua de consagración a la divinidad, incluyendo en el versí­culo 2 también a la mujer (Jc 13,4; Jc 13,7) y trazando tres compromisos ético-sociales concretos. El primero es el de la abstinencia de bebidas alcohólicas (Vv. 3-4; Jr35,6-7 para los recabitas, otro grupo religioso hebreo); el segundo es la negativa a cortarse el pelo (y. 5), signo de la consagración a Dios (es célebre la historia de la cabellera de Sansón); el tercer compromiso comprende, por el contrario, la observancia rigurosa de las leyes de pureza, sobre todo en relación con los cadáveres (Vv. 6-7). También son consagrados a Dios los levitas y los sacerdotes, cuyas funciones se especifican repetidas veces dentro del libro. Es significativa la norma sobre la falta de propiedad territorial para la tribu de Leví­: †œEl Señor dijo a Aarón: †˜Tú no tendrás herencia en su tierra, no habrá parte para ti en medio de ellos. Yo mismo seré tu herencia y tu parte en medio de los israelitas†™ †œ(18,20; cf 26,62; Dt 10,8-9; Jos 13,14; Jos 13,33; Jos 14,3-4). El sacerdocio no debe verse entorpecido por las trabas del poder polí­tico o económico, sino que ha de referir a Dios todo el trabajo de las otras tribus. El Ps 16, obra probable de un levita, declara que la †œherencia† y la †œporción sacada a suerte† por el sacerdote no es un pedazo de tierra, sino el mismo Yhwh, como se dice precisamente en Núm 18,20 (SaI 16,5-6). Esto significa, más allá del valor concreto de la frase (vivir de los diezmos y de las ofrendas del culto), apertura a una entrega profunda e interior a Dios [1 Ley/Derecho].
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2. Los grandes sí­mbolos.
Dentro de las páginas narrativas y legales del libro de los Núm florecen a veces escenas de intenso colorido, que provocaron la posterior reflexión de la tradición judí­a y cristiana. Se trata de grandes sí­mbolos, que han alimentado sobre todo la esperanza mesiá-nica. Escogemos, en particular, dos textos que han sido un punto de referencia fundamental en la teologí­a bí­blica y en la misma historia del arte cristiano. El primer pasaje se debe sustancialmente a la tradición yah-vista y se encuentra en 21,4-9. Israel corre el riesgo de quedar eliminado a causa de las serpientes venenosas que anidan entre las piedras de la estepa. La solución del conflicto se pone en manos de Dios a través de un elemento sacral: la serpiente de bronce se convierte en el antí­doto contra el veneno de las serpientes en una especie de †œtransferí­†, parecido al exvoto de los ratones de oro ofrecidos por los filisteos para hacer cesar la peste causada por el arca (IS 6,4-5). El sí­mbolo se convierte entonces en una especie de signo visible de la eficacia de la salvación que Dios ofrece a su pueblo. En esta lí­nea se desarrolla la reflexión teológica sobre la salvación, que da sus primeros pasos ya en el AT. En efecto, el libro de la Sabidurí­a define la serpiente de bronce como †œel sí­mbolo de la salvación† que el Señor ofrece a todos los justos, como †œsalvador de todos† Sb 16,6-7). Pero es sobre todo el evangelio de Juan el que procura que este sí­mbolo se refiera a la salvación perfecta derivada de la †œexaltación† pascual de Cristo en la cruz. Se establece de este modo un paralelo entre la serpiente levantada como signo de salvación para todos los que fijaban en ella su mirada y el Cristo elevado en la cruz, centro eficaz de salvación para todos los que lo miren con los ojos de la fe:
†œComo levantó Moisés la serpiente en el desierto, así­ será levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna† (Jn 3,14-15).
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El segundo texto, igualmente célebre en el arte cristiano, es el de los capí­tulos 22-24, que tiene por protagonista a Balaán, un mago, arameo según la tradición elohí­sta (22,2.3b. 4a.5a.7b-10.12-16.19-21.35b- 36.38.40-41; 23,1-24,1 a), amonita según el yahvista, a quien debemos el resto de relato. El tema fundamental de ambas relaciones es la superación que el Señor sabe realizar de toda resistencia mágica y preternatural para proteger a su pueblo. Israel está creando el pánico entre los moabitas y los amonitas, que, temiendo un fracaso militar, recurren a la magia. Pero Balaán, a pesar de acoger las repetidas embajadas de Balac, rey de Moab, y de maniobrar con sus técnicas mágico-rituales, no sabe hacer otra cosa que pronunciar bendiciones en lugar de maldiciones. Nuestra atención se fija precisamente en las cuatro bendiciones pronunciadas a su pesar por Balaán. Llamadas en hebreo masa!, género literario muy fluido, caracterí­stico de la literatura sapiencial (proverbio, parábola, alegorí­a, poema…), estas celebraciones de Israel bendecido por Dios son un testimonio antiquí­simo de la poesí­a hebrea (23,7-10; 23,18-24; 24,3-9; 24,15-24; otro ejemplo de poesí­a arcaica bí­blica se cita en Núm 21,?? 8, el canto de los excavadores de pozos).
Pero la tradición ha centrado su interés en un versí­culo del cuarto oráculo: †œUna estrella se destaca de Jacob, surge un cetro de Israel…† (24,17), y lo ha transformado en un lugar clásico de la teologí­a mesiánica. En efecto, si leemos la traducción aramea del targum de Onqelos, nos encontramos con esta interpretación: †œUn rey se destaca de Jacob, un ma-siah (mesí­as-consagrado) surge de Israel†. Sobre la base de esta interpretación libre, la estrella del versí­culo 17 ha pasado a ser el sí­mbolo del mesí­as, aun cuando en su origen era solamente un signo real muy conocido en todo el Oriente (!s 14,12, el rey de Babel es llamado †œlucifer†, lucero, la estrella de la mañana). En este sentido es una estrella la que guí­a a los magos al reconocimiento mesiáni-co de Jesús (Mt 2,9-11), y el Apocalipsis llama a Cristo †œla estrella de la mañana†(Ap 2,28; Ap 22,16). En efecto, la luz era el fondo de toda aparición mesiánica, como habí­a cantado Isaí­as en su espléndido himno al Ema-nuel del capí­tulo 9. También el cetro, sí­mbolo del poder real, fue interpretado por la tradición como insignia mesiánica (véase la bendición de Judá en Gn 49,10) [/Mesianismo III, le].
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Hay, por tanto, una espiritualidad que nace del desierto, de los signos de amor de Yhwh, de la elección de Israel, y que se basa en los pasajes de los Núm. Hay también una espiritualidad que se desarrolla dentro del mismo texto, y que exalta a menudo la confianza en Dios y la fidelidad a su palabra. El testimonio más espléndido de esta espiritualidad debe buscarse en la bendición sacerdotal de Núm 6,22-27, parcialmente recogida en algunos salmos (121,7-8; cf 4,7; 31,17; 122,6-7): †œQue el Señor te bendiga y te guarde. Que el Señor haga resplandecer su rostro sobre ti y te conceda su gracia. Que el Señor vuelva hacia ti su rostro y te conceda la paz†. Todaví­a hoy se usa en la liturgia sinagogal y se ha introducido en el leccionario litúrgico católico del dí­a de año nuevo; esta bendición ha sido enseñada por Dios mismo, que se la ha confiado a sus sacerdotes. De esta forma se confirma su validez y su eficacia. Los sacerdotes tienen, por así­ decirlo, la función de †œconsagrar† a los israelitas, poniéndolos bajo la sombra de la bendición divina (y. 27). Se realiza así­ la solemne declaración del Sinaí­: †œVosotros seréis un reino de sacerdotes, un pueblo santo† (Ex 19,6).
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G. Ravasi

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica