(apothnéskein, thanatos)
Pablo utiliza los términos clásicos (apothnéskein, thanatos) que designan en el mundo griego y helenístico -incluso en la reflexión más avanzada sobre la inmortalidad- la muerte corporal común a todos los hombres (1 Cor 15,22s: en Adán todos mueren).
Pues bien, en el centro de su mensaje, está la muerte escandalosa de Cristo en la cruz (Flp 2,8). Pablo utiliza los términos tradicionales del kerig-ma: Creemos que Cristo murió y resucitó (1 Tes 4,14), por nosotros (1 Tes 5,10), por nuestros pecados (1 Cor 15,3), pero ahonda en su sentido. Esta muerte por todos, mientras que nosotros éramos todavía pecadores (Rom 5,8) reconcilia con Dios a los hombres impíos y les abre un camino de resurrección.
Y es a la luz de este descubrimiento deslumbrante como Pablo relee la historia de la humanidad, tal como la había recibido de la tradición y en primer lugar de Gn 2-3. Por el pecado es como entró la muerte en el mundo (Rom 5); por muy lejos que nos remontemos en la historia humana, la muerte y el pecado reinan como soberanos; y la Ley no ha hecho sino cerrar más aún este círculo infernal (Rom 7,1-24: ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Notemos que hasta ahora, Pablo no distingue nunca entre la muerte física y la muerte espiritual. Para él, la muerte es la fuerza del mal a la que están sometidos todos los hombres hasta Cristo.
Pues bien, Cristo resucitado de entre los muertos no muere: la muerte no tiene ningún poder sobre él (Rom 6,9). Y Pablo entona un canto de victoria: La muerte ha sido aniquilada; ¿ dónde está, muerte, tu victoria? (1 Cor 15,54). También el cristiano está llamado a pasar de la muerte a la resurrección, de la muerte a una vida nueva; y esto se hace posible ya en esta vida terrena.
Entonces es cuando el vocabulario de la muerte se carga de un valor simbólico, en el sentido del sacramento en donde el signo designa una realidad oculta: el que por el bautismo ha sido sumergido -tal es el sentido primordial de la palabra griega baptizein- en la muerte de Cristo, ha muerto con él al pecado para vivir con él una vida nueva en la esperanza de la resurrección (Rom 6,4-8). La expresión difícil «morir al pecado» sólo se comprende bien por medio de su antítesis «vivir para Dios»; el bautismo aniquila «el cuerpo de pecado» del hombre «viejo» -es decir, el cuerpo sometido al reino del pecado-, para que el hombre nuevo llegue a vivir en el espíritu. De ahí las exhortaciones paradójicas: Si vivís según la carne, moriréis; pero si mediante el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis (Rom 8,13).
¿Qué sentido puede tener entonces la muerte física para el que vive ya así, muerto para el pecado, pero vivo para Dios en Cristo Jesús (Rom 6,11)? Pablo responde claramente cuando en su Carta a los Filipenses pesa los pros y los contras: Para mí, vivir es Cristo y morir una ventaja. Pero vivirá para el progreso del evangelio y para la fe de sus comunidades (Flp 1,21). La oposición vida / muerte ha cambiado de signo, barrida por el dinamismo que lo arrastra cada vez más lejos para «aferrar a Cristo»: Estoy seguro de que ni muerte, ni vida…, ni cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús (Rom 8,38-39).
Sin embargo, el mundo en que vivimos sigue estando bajo el dominio del pecado y de la muerte, en medio de los dolores de parto (Rom 6,18-22); y, si en la visión grandiosa de la historia de la salvación que nos propone Pablo se ha inaugurado ya el reinado de Cristo, todavía tiene que venir al final de los tiempos a someter a todos sus enemigos. Y el último enemigo en quedar aniquilado será la muerte. Entonces Cristo lo pondrá todo en manos de Dios, para que Dios sea todo en todos (1 Cor 15,28).
R. D.
AA. VV., Vocabulario de las epístolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996
Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas