MORALIDAD

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Actitud y disposición de actuar conforme a los imperativos de la propia conciencia, superando la simple «legalidad» o cumplimiento de las leyes. La moralidad es concepto que se aplica a las personas, a las acciones, a las relaciones y a las instituciones.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(-> ley, gracia, mandamientos). Desde el principio de la creación (Gn 2-3) el hombre está situado ante el árbol* del bien y del mal, apareciendo así­ co mo un ser «responsable»*, es decir, dueño de sí­ mismo y dotado de libertad*. En sentido radical, la Escritura de Israel, centrada en el libro de la Ley o Pentateuco, ha de entenderse como testimonio radical de moralidad: ella marca a los hombres el camino y dirección de su vida. Especial importancia han tenido en el despliegue de la moralidad israelita los profetas, testigos de la justicia de Dios. Desde una perspectiva evangélica, la moralidad ha de entenderse no desde la ley, sino desde la gracia: «Oí­steis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos? Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así­ los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (Mt 5,43-48). La moral de la Ley tiene un valor, pero sólo sirve para publí­canos y gentiles, es decir, para personas que, conforme al judaismo de aquel tiempo, no creen en el Dios de la gracia. En contra de eso, la verdadera moralidad cristiana brota de la gracia de Dios. La moral de la Ley sirve para mantener un equilibrio social que es propio de buenos paganos y buenos publí­canos, pero no basta para ofrecer a los hombres un camino de gracia. Por el contrario, la moralidad del Reino se apoya en la gracia de Dios e interpreta y despliega la misma vida como gracia, superando el nivel de la Ley del bien y el mal.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

La forma experimental del -> bien depende en gran parte de la estructura fundamental del mundo circundante, de la sociedad y comunidad y de la concepción total de la vida. En la derivación de la palabra m., como esencia de lo humanamente bueno, de la palabra latina mos (costumbre), se refleja una situación histórica en la que un medio social unitario fue reconocido generalmente como normativo. Quien se rige por la costumbre reinante es, según eso, moral. Lo cual no significa necesariamente una renuncia al interés por el bien en sí­. En ello puede reflejarse la esperanza, más o menos fundada, de que la tradición y la comunidad nos guí­an de la mejor forma posible al conocimiento del bien. El respeto a la costumbre dominante puede convertirse gradualmente en expresión de la responsabilidad ante la sociedad, si el concepto de m. y la manera de sentirla se amplí­an y profundizan.

Más estrecha aún que la equiparación de costumbre y m. es la tergiversación jurí­dica de la m. Tal ocurre cuando en el primer plano de la conciencia y conducta «moral» está la norma y sanción legal: lo que es «moralmente» necesario debe imponerse legalmente forzando a su cumplimiento; y lo que no está bajo la sanción legal no se considera moralmente importante. Con este error está emparentada la acentuación unilateral del control «sacerdotal» a base de leyes y modelos casuí­sticos, que permiten decir a cada uno lo que debe hacer y, sobre todo, medir y controlar exactamente la m. El error no está en que tal interpretación de la m. implique una valoración de la inspección y la sanción legales, sino más bien en que la m. se equipare casi exclusivamente con ellas.

El bien o la m. sólo se valora adecuadamente con una auténtica vivencia personal, en que la persona libre y dotada de razón siente como un deber la exigencia del bien y la realidad liberadora y beatificante del bien en sí­ mismo, por encima de la costumbre o sanción vigente.

1. Lo que exige la conciencia
La conciencia es más que una central en la que, con o sin sanciones temporales, se advierte que se hace esto o se omite aquello. En la -> conciencia el hombre experimenta existencialmente – de una manera que exige un verdadero salirse (ex-sistere) del egoí­smo mezquino – que su incolumidad y totalidad, y hasta su verdadera existencia personal, están ligadas al bien y a sus exigencias. «La conciencia es el centro más oculto y el santuario del hombre, en que éste se encuentra a solas con Dios, cuya voz ha de escuchar en su intimidad más profunda» (Gaudium et spes, n° 16). En su conciencia experimenta el hombre su desgarro interior cuando no secunda las exigencias del bien conocido. En la paz de la conciencia experimenta la bienaventuranza del que escucha la voz de la verdad y del bien y los pone en práctica con todas sus fuerzas, o bien la maldición aneja al no querer asentir al bien y a una conducta que está en contradicción con el conocimiento de ese bien.

Donde se da sinceridad de conciencia en la búsqueda de la verdad y del bien, hay también m. auténtica, incluso en el caso de que el hombre yerre. «Sucede no pocas veces que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero esto no puede decirse si el hombre apenas se esfuerza en la búsqueda de la verdad y del bien, y la conciencia se va cegando poco a poco por el hábito del pecado» (ibid., n.° 16).

Una de las grandes cuestiones es ésta: ¿Cómo llega el hombre a conocer el bien? Aquí­ tienen un papel muy importante la personalidad ejemplar y los valores y normas vividos y protegidos con convicción en la comunidad. El conocimiento, sin embargo, no viene desde fuera por un camino puramente intelectualista. El hombre conoce el bien en su conciencia de un modo que expresa su más í­ntima unión con él en libertad. «En la conciencia conoce el hombre de manera admirable aquella ley que tiene su cumplimiento en el amor a Dios y al prójimo» (ibid.). El valor fundamental es siempre la -> persona con su capacidad de amor y la relación entre persona y comunidad. Todas las normas verdaderas de m. facilitan las exigencias esenciales del -> amor y de la -> justicia. Como en la m. siempre se trata en definitiva de las relaciones de hombre a hombre y de la persona con la comunidad, es inevitable que el conocimiento moral de cada uno dependa en una gran parte del nivel moral del mundo circundante. Una mera sumisión de esclavo a la costumbre dominante y a las sanciones legales no es, sin embargo, la verdadera expresión de esta ligazón del hombre a su conciencia. Un auténtico enriquecimiento a través de las costumbres, los modelos y las leyes se produce realmente cuando en medio de esa vinculación se da una búsqueda sincera de la verdad y del bien. «La fidelidad a la conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales» (ibid.).

2. Religión y moralidad
Habida cuenta del carácter inevitable de esta vivencia intima se plantea la pregunta: ¿Cómo se justifica la exigencia del bien? ¿Cómo se comporta respecto del misterio religioso aquella parte de la m. que regula las relaciones del hombre con el «tú», con el «nosotros» y con el propio «yo»? No se puede negar que la exigencia del valor y deber moral la experimentan también los hombres que no han encontrado todaví­a, o no han encontrado plenamente, la fe en un Dios personal. Fenomenológicamente – en el campo de las vivencias – la m. no siempre está unida de un modo expreso con lo «santo», con la religión. Ningún intento de esclarecimiento de la m. será satisfactorio ni rozará su experiencia más profunda mientras se pase por alto o incluso se niegue la unión entre religión y m. En la auténtica vivencia moral de un hombre, que también esté fundamentalmente dispuesto a vivir según su conciencia, éste no se halla en definitiva ante un mero principio, ni tampoco ante la escueta preocupación por su perfección personal. En último término ese hombre se sabe ligado a un Tú, el cual puede dar y exigir incondicionalmente.

3. Caracteres de la moralidad cristiana
La profundidad y autenticidad de la vivencia intima y una m. vivida ligan al cristiano con todos los hombres que buscan y se esfuerzan con conciencia sincera. La m. cristiana tiene no obstante un rasgo caracterí­stico que la distingue y que no se encuentra o se encuentra sólo implí­citamente fuera de la fe cristiana. El creyente experimenta el deber con la mirada puesta totalmente en el don, en la gracia y el amor de Dios. Es un deber sometido a la soberaní­a de Dios, que es única y exclusivamente amor y quiere salvar y guiar al mundo por su gracia y amor en su Hijo unigénito. El deber hay que vivirlo como una llamada al seguimiento, y de tal modo que el deber nunca puede ser lo primero. Lo fundamental es el don de la amistad y la filiación divinas, el amor y la fuerza de atracción de la personalidad ejemplar de Cristo. Es una m. de seguimiento, de la comunión más í­ntima de vida y de amor con Cristo; una moral de la alianza, en que la gratuidad del pacto es el motivo más urgente de la fidelidad al mismo; una moral de comunión (koinoní­a), en la cual el sí­ a la alianza con Dios se convierte en el si al pueblo de la alianza para la unidad. El Señor de la alianza quiere que le demostremos nuestro amor principalmente mediante el amor al prójimo y cooperando con responsabilidad en el progreso del pueblo de la alianza. La m. de la nueva alianza implica una misión y un deber frente a todos los hombres. La m. neotestamentaria descansa más claramente aún que la del AT en la fe que con el amor produce fruto para la vida del mundo. La m., lo mismo que la fe, es dialogí­stica, tiene carácter de respuesta. El hombre existe y llega verdaderamente a sí­ mismo en la palabra y en el amor, en el oí­r atento, en la respuesta y la responsabilidad amorosas.

Fundamentalmente el cristiano está, no en un régimen legal, sino bajo la gracia (Rom 6, 14). Por eso en la interpretación cristiana la m. es dinámica como el don de Dios, como la autorrevelación divina, que reclama poderosamente una respuesta de amor y de adoración. La medida de la obligación, la norma viva, viene dada por la medida del don de la gracia, de las auténticas posibilidades. De ahí­ que para la m. cristiana los mandamientos finales, los que indican obligatoriamente una dirección, sean más caracterí­sticos que los mandamientos indicadores de un limite, los cuales señalan un minimum o margen más allá del cual se hace patente la contradicción total a la esencia del verdadero amor en la justicia. M. en sentido pleno significa un constante estar-en-camino. La autosatisfacción y autojustificación contradicen a la esencia evolutiva del hombre y la comunidad humana. Puesto que nos encontramos en tensión entre la condición pecadora del hombre (el viejo -> eón) y el estado de redimido del mismo (el nuevo eón), la m. entendida cristianamente significa no sólo un afán constante, sino en parte también una constante (y cada vez más profunda) conversión. La m. humana se caracteriza por la existencia histórica del hombre. Por ello no hay ningún sistema cerrado de -> derecho natural, aunque junto al esencial y permanente rasgo histórico del hombre se den otras notas y relaciones esenciales constantes.

Concretamente, la -> ley moral natural es la realidad del hombre histórico, que vive en sociedad, con la posibilidad concreta de conocerse y de conocer así­ el bien. Puesto que el hombre históricamente siempre está en camino, también la m., su conocimiento, su cometido y su modo de realización están siempre en camino. Aquí­ hay que ver tanto el factor de continuidad como el de discontinuidad. Existen conversiones profundas de individuos y de comunidades enteras que representan la discontinuidad más feliz. Pero existe también la posibilidad del derrumbamiento de la moralidad.

La m. cristiana afirma tanto la ética del sentimiento como la de la -> responsabilidad. El sentimiento es más profundo y decisivo que la acción aislada. Pero, como el sentimiento auténtico implica esencialmente una apertura al tú, al nosotros y a cualquier valor, es impensable una verdadera ética del sentimiento sin el espí­ritu de -> responsabilidad y sin la disposición de entrega al tú y a la comunidad. Quien vea el alcance de todo el mundo circundante para la m., no podrá pensar en una reforma auténtica del sentimiento sin esforzarse también por la correspondiente reforma de las circunstancias.

4. Diálogo con la moralidad secularizada
Ante la dinámica universalista de la ética de la nueva alianza y ante el hecho de una humanidad pluralista, ampliamente secularizada, interesa reelaborar en la comprensión de la m. cristiana sobre todo aquellos puntos de vista que nos ligan a todos los esfuerzos valiosos del mundo secularizado y que pueden fomentar tanto el diálogo como la colaboración. Estos puntos de conexión son ante todo la preocupación por el hombre, por lo humano, pues la m. sigue siempre a la concepción que tenemos del hombre; hay que citar además el deseo de unidad en medio de la pluralidad, el afán de solidaridad y promoción de todos, la conciencia de que «estamos en camino», la autocomprensián histórica de la humanidad y de la m.; y no es menos importante el respeto a la conciencia sincera.

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Bernhard Häring

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica