MISTICA CRISTIANA

SUMARIO: I. Delimitaciones y orientaciones previas – II. Fenomenologí­a y tipologí­a de la experiencia mistica cristiana: 1. Fenomenologí­a de la experiencia mí­stica cristiana: 2. Rasgos caracterí­sticos del mí­stico cristiano: a) Creyente cristiano, b) Sentido de la alianza, e) Relativización de la propia experiencia. d) Inefabilidad; 3. Tipologí­a de la experiencia mí­stica cristiana: a) La «mí­stica de la esencia» y la «mí­stica esponsal», b) La mí­stica de la ausencia, e) Carácter limitado de toda tipologí­a – III. Teologí­a de la experiencia mí­stica cristiana: 1. Los problemas previos: a) ¿Conoce el NT la experiencia mí­stica?, b) ¿Es posible ser-cristiano y ser-mistico?, c) ¿Es posible una teologí­a de la experiencia mí­stica?; 2. Qué es la experiencia mí­stica cristiana: a) El estatuto propio del «saber» mí­stico. b) El objeto especí­fico del «saber» mí­stico; 3. Fundamentos antropológicos de la experiencia mí­stica – IV. Experiencia cristiana y experiencia «mí­stica» cristiana – V. Experiencia mí­stica cristiana y experiencia mí­stica no-cristiana – VI. Conclusión. La experiencia mí­stica como problema cristiano.

I. Delimitaciones y orientaciones previas
En las publicaciones recientes sobre el problema mí­stico resulta ya prácticamente un lugar común subrayar la falta de contornos precisos del término «mí­stica» y similares («mí­stico», «misticismo») y la consiguiente exigencia de presentar una definición de tipo heurí­stico, es decir, una definición que intente concretar dónde hay que buscar y reflexionar cuando se habla precisamente de «mí­stica». Partiendo de esta preocupación, podrí­amos decir simplemente que este término intenta señalar ese momento o nivel o expresión de la experiencia religiosa en la que se vive un determinado mundo religioso como experiencia de interioridad y de inmediatez. Se podrí­a también, y quizá mejor todaví­a, hablar de una experiencia religiosa particular de unidad-comuniónpresencia, en donde lo que se «sabe» es precisamente la realidad, el dato de esa unidad-comunión-presencia, y no una reflexión, una conceptualización, una racionalización del dato religioso vivido. De aquí­, por una parte, el sentido de indeterminación y de inefabilidad de la experiencia «mí­stica» y, por otra, el problema del lenguaje y de los textos mí­sticos, en los que aquella experiencia inefable es «dicha», comunicada y, por tanto, mediatizada y representada por los mismos «mí­sticos».

Se advertirá fácilmente, incluso por las alusiones generales que hemos hecho, que al hablar de «mí­stica» no con-cedemos especial relieve a un complejo de fenómenos más o menos espectaculares, que a veces se designan como «paramí­sticos» (éxtasis, visiones, levitaciones, estigmas, etc.) y que se pueden relacionar de varias maneras con la experiencia mí­stica auténtica. pero que a pesar de ello son sustancialmente exteriores a ella. Por eso no los consideramos especí­ficamente en nuestro estudio, que tomará como perspectiva más bien el problema del fenómeno mí­stico en el cristianismo y procederá con una preocupación y según una metodologí­a exclusivamente teológica.

II. Fenomenologí­a y tipologí­a de la experiencia mí­stica cristiana
1. FENOMENOLOGí­A DE LA EXPERIENCIA MíSTICA CRISTIANA – Hablamos de «fenomenologí­a» en el sentido de señalar los elementos que caracterizan o califican a un fenómeno, es decir, los elementos que permiten catalogarlo. En nuestro caso, se trata de indicar los elementos o los aspectos que califican como cristiana a una experiencia mí­stica que se realice en un ambiente cristiano o por cristianos. Así­ pues, nuestra reflexión se coloca no en el puro nivel histórico-sociológico (en donde hablar de experiencia mí­stica cristiana pondrí­a en juego en primer lugar el criterio de la pertenencia al ámbito o a la entidad sociológico-histórica del mundo cristiano), sino en el nivel de los valores; es decir, supone un discernimiento de las experiencias «mí­sticas» realizadas por cristianos, en un ámbito cristiano, ya que este hecho por sí­ solo no basta para hacerlas reconocer como cristianas. Podrán tener este reconocimiento de determinadas condiciones o según determinados criterios. O sea, será preciso que el mí­stico cristiano sea un cristiano y que su experiencia mí­stica sea homogénea con los valores cristianos, para que también en ella -donde se determine- pueda ser reconocida como cristiana.

Más aún, en este sentido hay que decir que el problema mismo de la posibilidad de la experiencia mí­stica en el cristianismo no puede resolverse en el nivel de la constatación empí­rica; por tratarse siempre de una «posibilidad» a nivel de valor y, por tanto, de una posibilidad cristiana, debe establecerse en un sentido verdadero también a priori, es decir, a partir de su consonancia o disonancia interna con la revelación o -si se prefiere- con el misterio y con su estructura.

En todo caso, la existencia efectiva de cristianos mí­sticos, reconocibles y reconocidos como tales, de modo que se pueda discernir su modo de ser-mí­sticos como un modo cristiano de serlo. es algo que no se puede discutir. Por tanto, podemos partir de aquí­, o sea, de un fenómeno histórico valorado y reconocido, para construir la fenomenologí­a que nos preocupa, preguntándonos simplemente qué es lo que caracteriza como cristianas a esas personas de las que se puede decir que viven una experiencia mí­stica y por qué su experiencia puede considerarse y se considera como auténticamente cristiana.

Una vez obtenida, en el sentido que acabamos de indicar, la fenomenologí­a de la experiencia mí­stica cristiana, se podrá abrir ulteriormente una reflexión que podrí­amos llamar tipológica. Se trata de preguntarnos si dentro del fenómeno mí­stico cristiano, reconocible o identificable como tal en determinadas circunstancias, se dan ciertas figuras o modelos de experiencia mí­stica y cuáles y cuántos son estos modelos. Hay que señalar que no se trata ante todo de figuras o de modelos históricos individuales, es decir, de personalidades mí­sticas que sirvan de «modelo» que imitar; se trata de polarizaciones directivas, o de modos generales o fundamentales de configurarse el fenómeno mí­stico cristiano, coherentes todos ellos -en hipótesis- con su estructura cristiana esencial y, sin embargo, diversificables y diversificados. Al establecerlos, una vez más, no se prescinde para nada de la concreción del fenómeno mí­stico cristiano ni, por consiguiente, de la personalidad de quienes lo vivieron o lo viven, sino que nos movemos adrede en el nivel de lo que eventualmente permita encuadrar unos fenómenos concretos, no en el nivel de su revelación pura e inmediata.

2. RASGOS C.ARACTERISTICOS DEL MISTICO CRISTIANO – Creemos que la fenomenologí­a del mí­stico cristiano se caracteriza por los rasgos siguientes:

a) En el cristianismo el mí­stico es un creyente cristiano, es decir, permanece radicalmente vinculado y regulado por la norma de la economí­a salví­fica histórica, cuyo acontecimiento definitivo y resolutivo está representado por Jesús de Nazaret. Como todos los creyentes, también él se refiere y se regula por este acontecimiento singularí­simo, mediante la palabra inspirada (la Escritura) y la celebración sacramental, dentro de esa particular comunidad histórica de fe que es la comunidad de la Iglesia. En este sentido, el mí­stico cristiano auténticamente tal no se afirma como mantenedor de la subjetividad-interioridad del hombre religioso frente al elemento objetivo de la religión (en este caso, de la religión cristiana). Su experiencia es penetración-apropiación de la objetividad cristiana; es «penetración anagógica» de la Escritura y, por tanto, del misterio, como se complací­a profundamente en afirmar la gran tradición monástica. La experiencia de la unidad-comunión-presencia, de la que se ha hablado en la introducción, no es, por consiguiente, de un tipo cualquiera en el mí­stico cristiano, no es indeterminada. Es coherente con la objetividad cristiana, puesto que se la apropia la fe del creyente; es experiencia nueva de esa objetividad; una especie de percepción nueva experimentada y recibida, de la cual aquella objetividad es mediación real y verdadera.

Así­ pues, un mí­stico cristiano es fenomenológicamente tal cuando no tiene ninguna necesidad de superar o de poner alternativas, sino que logra más bien sintetizar en su experiencia singularí­sima de comunión el arraigo y la vinculación con toda la objetividad cristiana y con su centro, el acontecimiento de Jesús. El no tiene más revelación, ni más culto, ni más salvación, ni más Iglesia, ni más ortodoxia que la de Cristo. Si se quiere, es un hombre de fe particular en la Iglesia de su tiempo.

b) Precisamente por ser hombre de fe, el mí­stico cristiano tiene el sentido de la alianza, es decir, del hombre (al que gratuitamente se ofrece la alianza, lo mismo que se le ofrece la misericordia a un pecador) y de Dios, el Padre del Señor Jesucristo, que nos ama y toma la iniciativa primero, dándonos en Jesucristo el don y la posibilidad de la comunión consigo. Así­ pues, esa comunión realizada y vivida depende del Padre. que ha dado a su Hijo único y que con el Hijo glorificado es principio del don del Espí­ritu, permitiendo que se viva y realice «mí­sticamente» dicha comunión.

Por consiguiente, el mí­stico cristiano es verdaderamente tal si tiene el sentimiento de que su experiencia es gracia y misericordia, si palpa su situación de pecador y su pecado, si tiene, por tanto, el sentimiento de gratitud, de disponibilidad a la libre iniciativa de Dios, dela necesidad de renovación y de perdón, de la oración de petición y de la esperanza confiada.

c) El mí­stico cristiano tiene el sentido de la importancia relativa -aunque real- de la experiencia que vive. No sólo respecto a la situación escatológica definitiva de visión-comunión-transformación. sino también en concreto respecto a la situación cristiana in statu viae. En efecto, la experiencia mí­stica no es lo esencial en el cristianismo, ni es necesariamente el don más alto. Lo esencial es la caridad, por la cual se mide únicamente la perfección. De aquí­ la importancia para el cristiano y para el propio mí­stico de «buscar» no ya la experiencia mí­stica, sino la caridad (1 Cor 13), en su estructura propia, que es la de ser obediencia-comunión con el Dios de Jesucristo y que se expresa como gratuidad del don de sí­ por los hermanos y por el mundo. Esto constituye el imperativo ético fundamental del cristiano, imperativo que sintetiza y al que se reduce el Evangelio entero; por tanto, ni siquiera para una experiencia mí­stica cristiana puede pensarse en la hipótesis de un estatuto ético caracterizado por la liberación pura y simple de toda norma, por una indeterminación absoluta que haga al individuo superior o indiferente a los diversos contenidos del comportamiento moral, o por una pérdida del sentido de la dimensión eclesial de la conducta cristiana, etc.

Regulada por la caridad, la experiencia mí­stica cristiana tendrá que demostrar, en definitiva, que es «conocimiento» del misterio de la caridad, ya que está abierta al movimiento de entrega de sí­ mismo según la medida de Cristo (lo que no se debe leer evidentemente sólo en la dirección operativa-eficientista) y no se afirma como interpretación de la «libertad» cristiana en cuanto alternativa del «mandamiento».

d) Arraigados en la objetividad cristiana y alimentados por ella, el itinerario y la experiencia del mí­stico cristiano siguen estando a pesar de ello marcados por una inefabilidad; es -como dijimos- lo inefable de una comunión experimentada con alguien Realí­simo que no es indeterminado, ya que es el mismo que ha mediado en la economí­a de la carne de Cristo y en lo que se deriva de ella. Por eso -convendrá insistir en ello-, a los ojos del mí­stico cristiano, la objetividad cristiana y la Realidad experimentada mí­sticamente no son dos cosas; en efecto, la segunda no es el «noumenon» de la primera, sino que se da, aunque no exhaustivamente, en la primera. Y ésta a su vez no es «representación intermediaria» y, por tanto, facultativa e interlocutoria de la Realidad, sino que es su mediación verdadera, por lo que mantiene con ella una pertinencia interior. Por tanto, lo que el mí­stico cristiano experimenta en la comunión con el Misterio no es nunca una superación; es más bien la percepción del nexo por el cual el Misterio es Misterio de esta economí­a y de esta objetividad, y la objetividad cristiana es mediación-transparente del Misterio.

Y así­, tampoco el lenguaje de la objetividad cristiana, y por tanto el de la mediación (en primer lugar, la de la Escritura y, en función de ella, la de las confesiones eclesiásticas de fe y de la ortodoxia), es un lenguaje que el mí­stico cristiano va abandonando a medida que avanza hacia la interioridad. Podemos decir que lo va encontrando y empleando de nuevo, bien para expresar lo que vive, bien para interpretarlo y justificarlo. Precisamente la percepción de la unidad entre el Misterio y su mediación real, como «lugar» en que se percibe la realización de la misma comunión mí­stica, es lo que permite sin dificultad y sin violencia que se den procedimientos de esta clase. No obstante, hay que reconocer que de esa operación brota un tipo de lenguaje caracterí­stico, que es siempre lenguaje de la fe, pero no lo es de la misma manera ni en el dogma, ni en la predicación, ni en la teologí­a propiamente dicha.

3. TIPOLOGíA DE LA EXPERIENCIA MíSTICA CRISTIANA – Las indicaciones para una tipologí­a de la experiencia mí­stica cristiana nos las ofrece la historia, en relación con dos momentos particularmente significativos.

a) La «mí­stica de la esencia» y la «mí­stica esponsal». El primer momento lo representa la llamada tendencia renano-flamenca (ss. xnl-xlv). que parece distinguirse notablemente -a nivel de fuentes literarias y de praxis introductoria a la experiencia contemplativo-mí­stica- de la orientación monástica anterior y de la que tendrá como punto de referencia en el s. xvi a los grandes mí­sticos españoles. Se habrí­a constituido entonces, dentro de la panorámica del misticismo cristiano, un modelo de «mí­stica de la esencia» (Wesensmystik) distinto, e incluso divergente, del modelo «esponsal» (Brautmystik).

En la «mí­stica de la esencia» la unión se concibe y se interpreta como experiencia de la unidad del ser creado en el Ser originario, del que aquél es ciertamente participación, pero sin que se establezca propiamente una alteridad. El misterio de Dios es misterio de unidad en la Trinidad, unidad fontal de la esencia, en la que radican los «modos» (de los «atributos», pero también de las «personas») del ser divino concreto. Y el misterio del hombre, como imagen de Dios, constituye el punto radical de su espiritualidad (fondo, chispa, cima, centro del alma): aquí­ es donde propiamente tiene lugar la participación-unidad ontológica con lo divino esencial, por encima de todo «modo». La experiencia espiritual es el hallazgo o la permanencia estable del hombre en ese «lugar», en donde se encuentra, pues, simultáneamente el «fondo» del existente humano y el «fondo» de Dios, pero en su conexión y en su mutuo fluir-refluir.

Los orí­genes objetivamente neoplatónicos (Evagrio y Pseudo-Dionisio) de este proyecto mí­stico son harto evidentes. Y también aparecen en seguida los dos riesgos principales inherentes al mismo, es decir: el riesgo de partir de una reducción de la fe a visión metafí­sica de la unidad y de la diferencia del ser, e incluso a una solución particular de ese problema; y el riesgo de promover el itinerario espiritual como itinerario de introversión mediante la separación y la superación de toda «multiplicidad» y de toda mediación, incluida la mediación misma de Cristo, de la palabra inspirada, de los sacramentos, de los mandamientos y de la Iglesia. Y que se trata de riesgos no meramente académicos lo prueban históricamente los movimientos espirituales que asumieron y tradujeron en comportamientos concretos estos proyectos, llegando a resultados ambiguos o inaceptables para un cristiano. De aquí­ también las intervenciones del magisterio de la Iglesia no sólo de carácter pastoral, sino de alcance propiamente dogmático (Concilio de Vienne: DS 895; condenación de Eckhart: DS 950-980).

Por lo demás, el problema del discernimiento se plantea dentro mismo del ambiente que expresa esta interpretación de la experiencia mí­stica y promueve la correspondiente pedagogí­a. Taulero, Susón y, sobre todo, el gran Ruysbroeck se mueven precisamente en el sentido de una visión de las cosas en donde las lí­neas fundamentales de la concepción espiritual cristiana están conscientemente recuperadas e integradas y donde, por tanto, la misma figura ideal del mí­stico vuelve a adquirir su propia dimensión cristiana.

La «mí­stica esponsal», en cambio, parte de un fondo más tí­picamente bí­blico y cristiano. Es el fondo de la alianza y de la simbologí­a nupcial que la expresa. La comunión del hombre con Dios se contempla como la comunión de la esposa con el esposo, comunión de disponibilidad y de entrega total, en la que un amor libre responde a la iniciativa del Amor soberano, que crea en la criatura las condiciones mismas de la respuesta. Si hay allí­ una historia, un camino de la respuesta amorosa del hombre al amor de Dios, se refiere por completo y se inserta en una historia de la iniciativa del amor de Dios, la historia de la economí­a de la salvación, en cuyo centro hay que colocar la encarnación (y la pasión) del Verbo-Hijo de Dios. El sentido de esta historia es el ofrecimiento de una comunión-divinización al hombre pecador, para llevarlo a ser no sólo ad imaginem, sino también ad similitudinem de Dios.

Tal es para este segundo modelo el horizonte de comprensión de toda la existencia cristiana, y tal es también el horizonte de comprensión de la experiencia mí­stica. En una palabra, el sí­mbolo nupcial se utiliza por su capacidad de expresar la experiencia no propiamente del ser-uno, sino del estar-unido, de la comunión en la transformación, de la presencia que invita, del amor recibido que hace amar de una manera nueva, inédita, etc. Sólo una alegorización psicologizante puede degradar el sí­mbolo nupcial hasta abrir el camino -bien en la interpretación de la existencia cristiana, bien especialmente en el proyecto del itinerario mí­stico- a relaciones ambiguas con la esfera erótica de la personalidad y, por consiguiente, a falsas sublimaciones.

Se han dado, efectivamente, riesgos de este tipo en la historia de la espiritualidad y de la búsqueda mí­stica cristianas concebidas en esta perspectiva de la esponsalidad. Por eso no se insistirá nunca bastante en la importancia de mantener en el sí­mbolo nupcial -cuando se lo propone- su referencia a la Alianza, conservándole al mismo tiempo su simbolismo propio, esto es, su capacidad evocativa y alusiva a una Realidad que no está ciertamente en el mismo nivel ni posee la misma estructura de la realidad conyugal humana. Pero que estos riesgos aparezcan efectivamente actuando en personalidades mí­sticas cristianas auténticamente tales es cosa bastante difí­cil de demostrar, y no se ha demostrado desde luego en el caso de una Catalina de Siena, de una Teresa de Jesús o de un Juan de la Cruz, etc.

b) La mí­stica de la ausencia. El segundo momento histórico significativo a la hora de señalar la tipologí­a de la experiencia mí­stica cristiana puede reconocerse en las agitadas peripecias espirituales del s. xvll. Al describirlas, H. Bremond ha subrayado en ellas una tensión especial, cuyos polos ha situado él -de una forma discutible- en un antropocentrismo y en un teocentrismo. Antropocéntrico es el misticismo -no ilegí­timo desde luego, pero tampoco «puro» en sí­ mismo- en que se ve a Dios como orientado al hombre y a su salvación, y en el que la comunión con Dios es objeto del deseo humano y se alcanza como si fuera una posesión gratificante. Al contrario, es teocéntrico el misticismo en el que la experiencia predominante y final es la de la ausencia de Dios, la de la aridez abismal, la de la purificación de la esperanza de todo elemento de deseo para que se convierta en pura résignation al beneplácito de Dios (entendido de forma voluntarista). En una palabra, la experiencia mí­stica fundamental, en el tipo teocéntrico, es la del «Dios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado?». Como se ha dicho, Bremond no se contenta con señalar los dos tipos, sino que los ordena jerárquicamente, estableciendo -según lo que él tiene por pensamiento de Francisco de Sales, pero que es el pensamiento de Fénelon- el criterio del «amor puro», del desinterés supremo, de la obediencia incondicionada, y sin más justificación que ella misma.

Recientemente, también H. U. von Balthasar se acerca a esta perspectiva, que él intenta basar no tanto en la filosofí­a del «amor puro» (y, por tanto, de la moralidad recompensada en sí­ misma y sólo en sí­ misma) como en la cristologí­a, es decir, en la posibilidad que Cristo abre a sus discí­pulos de participar en su muerte «singular», la que le hace compartir, en su inseparable comunión con el Padre, la situación de separación de él, o sea, la situación de pecado. Realiza, en comunión con Dios y en virtud de la misma comunión con él, lo que significa que unos pecadores -como son, en definitiva, los mí­sticos- sean llamados a la comunión con Dios, participando de la angustia misma del Hijo de Dios sentado «a la mesa de los pecadores» y muerto como un pecador, ése es precisamente el vértice sublime de la más alta experiencia mí­stica cristiana, según Von Balthasar.

En todo caso, esta postura derriba, o por lo menos supera, un esquema como el que aparece, por ejemplo, en las obras de Juan de la Cruz, y que responde sin duda a un itinerario diverso. En efecto, en el mí­stico español la noche pasiva del espí­ritu no es la fase culminante del camino mí­stico; es una fase de transición, ya que la última experiencia es la que se describe en el comentario a las estrofas finales del Cántico espiritual y en el más unitario de sus escritos, La llama de amor viva. Aquí­ no es la ausencia lo que se experimenta, sino la presencia y la comunión-transformación alcanzada, a la que únicamente falta ya la plenitud definitiva.

c) Carácter limitado de toda tipologí­a. No nos atreverí­amos, ciertamente, a afirmar que la tipologí­a que se deduce de los dos episodios históricos recordados agote todos los «tipos» posibles de misticismo cristiano. Pues, por una parte, las figuras consideradas están ancladas en la historia y, por otra, es difí­cil predisponer a priori una mediación o mediaciones, universalmente sintetizantes, entre la figura genérica de valor de la experiencia mí­stica cristiana y la aparición de tipologí­as particulares de la misma. En otras palabras, si es posible ver en un determinado «tipo» histórico de mí­stico al mí­stico cristiano, no es tan fácil -probablemente ni siquiera es posible- saber a priori cuántos y qué «tipos» encarnarán al mí­stico cristiano y, sobre todo, si hay que preferir una encarnación concreta, considerándola como la más verdadera o la más perfecta. A no ser que se suponga que esto puede alcanzarse por un camino puramente teológico, a partir de la antropologí­a teológica o de la cristologí­a. Pero en ese caso la fenomenologí­a y la tipologí­a se construirí­an realmente a priori, con el riesgo de evaporar la verdadera historia de los mí­sticos cristianos o de comprenderla fuera de los condicionamientos y de las situaciones históricas generales de la fe. ¿Por qué, sobre todo en el s. xvn, se acentuó el fenómeno de un misticismo de la ausencia? ¿Por qué el misticismo monástico es connaturalmente esponsal? ¿Por qué el misticismo flamenco es «esencial»? ¿Y por qué los tres pueden ser auténticos misticismos cristianos? ¿Puede la teologí­a establecer a priori estos «tipos» de misticismo cristiano?
III. Teologí­a de la experiencia mí­stica cristiana
La intensa reflexión que la teologí­a católica (también a través de cierto diálogo con la teologí­a protestante) ha dedicado al problema mí­stico desde finales del siglo pasado hasta mediados del nuestro, insiste, ante todo, en la solución de algunos problemas de base y, luego, en la elaboración positiva de una comprensión de la experiencia mí­stica cristiana como tal.

1. LOS PROBLEMAS PREVIOS – Son tres especialmente: a) La Biblia, y especialmente el NT, ¿conoce la experiencia mí­stica?; b) ¿No hay una contradicción positiva entre ser-cristiano y ser-mí­stico?; c) ¿Es posible una teologí­a de la experiencia mí­stica?
a) ¿Conoce el NT la experiencia mí­stica? En lo que se refiere al primer interrogante, es evidente que una investigación puramente terminológica llevarí­a a excluir del Nuevo Testamento una experiencia mí­stica (lo mismo que una experiencia contemplativa). Por tanto, la reflexión debe moverse eventualmente en otra dirección: la investigación de la realidad de una experiencia en este orden, aunque no se la indique con nuestros mismos términos. Pues bien, es indudable que, al presentar la experiencia cristiana, el Nuevo Testamento recoge y desarrolla con originalidad la temática del «conocimiento» de Dios, que no es pura «obediencia» objetiva, sino experiencia de transformación del hombre y de comunión con el Padre y con Cristo, que se realiza por el don del Espí­ritu y por la presencia-realización del don sintético y total que es la agape (caridad). No se nos da ningún análisis de esta epí­gnosis (Col 1,9), de este «manifestarse» de Jesús (In 14,21-22), de este «saber» y «ver»; se trata de una «apertura», a la que no se ha puesto más lí­mite que el existir todaví­a en la «carne» y no estar aún definitivamente «con Cristo» (Flp 1,23), el no «conocer» aún como somos conocidos (1 Cor 13,12). el no ver más que como en un espejo (ib). Pero precisamente por esto nada de lo que en este itinerario de «conocimiento» se revela coherente con su misma estructura, puede excluirse a priori, siempre que pueda encontrarse allí­ el «conocimiento» cristiano del «misterio» que se ha dado a conocer en Cristo, que han predicado los apóstoles, que se «refleja» en la Escritura (2 Cor 3.12-18) y que se vive no según la libertad de la carne, sino según la del Espí­ritu, «caminando» por tanto en la caridad (Gál 5,13-24). Así­ pues, más que una descripción, el NT nos presenta una posibilidad y una tendencia, dando además unos criterios orientadores generales de valoración. Si una eventual experiencia «mí­stica» en el cristianismo no puede mostrar que es «conocimiento» del Dios de la nueva alianza en Cristo Jesús, esa experiencia podrá ser acogida; si no, habrá que rechazarla. Lo que tiene importancia para el NT es, en definitiva, la vida cristiana como «conocimiento», y no la modalidad eventualmente «mí­stica» de ese «conocimiento». En este sentido, se puede decir que la mí­stica queda relativizada, desmitizada y sometida a discernimiento sobre la base de unos criterios directivos. El cristiano, según el NT, no tiene el problema de ser mí­stico, sino el de llevar una existencia que «conozca» al Dios de la alianza realizada en Cristo Jesús y que manifieste o demuestre que es ese «conocimiento».

h) ¿Es posible ser-cristiano y ser-mí­stico? El interrogante sobre la compatibilidad entre el ser-mí­stico y el ser-cristiano se deriva históricamente de dos fuentes distintas, que son, sin embargo, ambas expresiones del mundo protestante.

La orientación religionista (para la que bastará recordar el nombre de F. Heiler) se muestra, en general, abierta a una lectura del fenómeno religioso que capte en él una tensión, irreductible de suyo, entre la experiencia institucional o instituida y la experiencia interior-mí­stica, de modo que el predominio de un aspecto suponga la absorción, la superación o la reducción del otro. La cosa se presenta evidentemente como muy delicada respecto a las «religiones reveladas», y en particular respecto a la religión cristiana, donde la concepción de una fe-obediencia, o al menos de una fe-confianza, parece estar aún en contraste más radical con el proyecto de posesión, de interiorización y de identificación tí­pico de los itinerarios mí­sticos.

Precisamente por una vigorosa apelación a la originalidad del comportamiento de fe, surgirá dentro de la teologí­a dialéctica protestante (Brunner sobre todo y Barth) una crí­tica decidida del misticismo, que es entendido como producto o expresión del hombre «religioso» que no se deja determinar por la palabra de Dios, que no respeta su absoluta alteridad y, por eso -con el pretexto de buscar una comunión interiorizada-, busca realmente su propia autodivinización. Así­ pues, un creyente, por su misma estructura incluso fenomenológicamente manifestada, no puede ser un pretendiente a mí­stico; la búsqueda mí­stica es inconciliable con la fe. Y la fe es propiamente la critica y el juicio de la experiencia mí­stica.

Pero si la orientación religionista revela fácilmente sus propios lí­mites en su voluntad sistemática, que no consigue ya respetar la originalidad de los diversos «fenómenos» considerados y se niega, por tanto, a tomar en consideración la posible analogí­a que existe entre ellos, la reacción de la teologí­a dialéctica parte de una visión de la fe cristiana que tiene innegables coherencias con la mentalidad protestante, pero que a un católico le parecerá ciertamente estrecha. Las razones para cada una de estas consideraciones se han señalado ya sustancialmente, bien al presentar la fenomenologí­a de la experiencia «mí­stica» cristiana, bien al exponer el cuadro neotestamentario en el que podrí­a colocarse dicha experiencia. Por lo demás, ha sido sustancialmente en dirección a la reflexión sobre la fe hacia donde se ha movido la investigación teórica de los teólogos católicos, no cerrados por principio, sino abiertos a la acogida de los mí­sticos y de su experiencia, aunque inclinados a comprender crí­ticamente su naturaleza.

e) ¿Es posible una teologí­a de la experiencia mí­stica? El último interrogante previo es de orden epistemológico. Lo suscitó Stolz en su obra Teologí­a de la mí­stica, replanteando en sustancia un problema que ya Bossuet habí­a expresado con lucidez en su larga y dura polémica con los «mí­sticos» de su tiempo y con Fénélon, que se habí­a erigido en defensor de los mismos. La cuestión es la de si una experiencia puede ser comprendida por la reflexión teológica por un camino distinto del de la reducción a los principios; en el caso de Stolz, por un camino distinto de la reducción a la objetividad de la antropologí­a teológica [ Teologí­a espiritual]. Sólo de esto puede hablar el teólogo al hacer teologí­a, pero no del fenómeno como tal ni de los aspectos fenoménicos e históricos de la antropologí­a teológica.

La instancia crí­tica y su fuerza estimulante son muy incisivas y tienen que desempeñar, sin duda alguna, un papel importante en la reflexión teórica sobre la llamada «teologí­a espiritual». Sin embargo, creemos que hay en semejantes posiciones una unilateralidad indiscutible, que se resuelve sustancialmente en una abstracción. La teologí­a que se aferra solamente al aspecto «objetivo» de la «objetividad cristiana», no capta í­ntegramente el dato de la fe que quiere comprender. En efecto, la totalidad de este dato debe señalarse en la «fe-que-acoge» o en la «fe-que-vive» esa objetividad y, por tanto, en la relación que se establece entre el don de la fe (fides qua) y la objetividad de la fe (fides quae). Por eso la teologí­a no puede menos de preguntarse si puede comprender, cómo y en qué condiciones, dicha relación y, si al hacer eso precisamente, no estará quizá alcanzando su verdadero momento sintético. Puesto que la aparición de experiencias propiamente «mí­sticas» en el cristianismo se ha de comprender a su modo dentro de la relación entre fides quae y fides qua, también éstas podrán y deberán ser objeto de una atención positiva por parte del saber teológico.

2. ¿QUE ES LA EXPERIENCIA MíSTICA CRISTIANA? – Basándose en los mí­sticos cristianos y en las relecturas tradicionales de cuño más o menos remotamente dionisiano que de la experiencia mí­stica ha ido proponiendo una larga serie de intérpretes (a veces también ellos mí­sticos, como en el caso de Ruysbroeck o de san Juan de la Cruz), la teologí­a más reciente de la mí­stica (últimos decenios del s. xix. primeros cuarenta años del s. xx) ha sintetizado su propio campo de investigación en torno a dos núcleos principales: la experiencia mí­stica cristiana es un «saber» (aunque «como no-sabiendo»); la experiencia mí­stica cristiana es un «saber», por así­ decirlo, «surtiendo» una iniciativa, una presencia, una acción (= pasividad mí­stica). Así­ pues, son dos las cuestiones fundamentales: definir teológicamente el estatuto propio de este género de «saber» y determinar sus contenidos o su objeto especí­fico.

a) El estatuto propio del «saber» mí­stico. Superada, por un lado, la tendencia a hacer de la experiencia mí­stica una especie de milagro (comparable a la iluminación profética o al conocimiento angélico o a la creación de una nueva «sensibilidad» espiritual) y, por otro lado, la tendencia a ver en ella una participación transitoria de la vicio beatí­fica propiamente dicha, la teologí­a se ha visto obligada a referir también este género de saber al horizonte del «saber» propio de la vida cristiana en cuanto vida de fe que actúa en la caridad. Así­ pues, preguntar por la posibilidad «mí­stica» que eventualmente encierra esta figura original del «saber» religioso es el camino que ordinariamente han intentado recorrer los teólogos, asumiendo por lo común una visión teológica determinada de la estructura y de la naturaleza del acto de fe, a saber, la derivada de la segunda escolástica y de la confrontación con el racionalismo y la ilustración. La fe es el «saber» tí­pico del cristiano; un saber relativo a las «verdades reveladas», a las que se da un asentimiento libre porque se las reconoce garantizadas no por su evidencia intrí­nseca, sino por la Verdad reveladora, y en donde la presencia necesaria de la gracia se interpreta de diversas maneras. De todas formas, es un saber conceptual, aunque anclado en la analogí­a propia del lenguaje y de los conceptos de la «revelación».

Ahora bien, puesto que hay que reconocer una homogeneidad entre la experiencia mí­stica y el saber de la fe, ¿cómo serí­a posible encontrarla y señalarla, teniendo principalmente en cuenta la no conceptualidad de la una y la conceptualidad de la otra?
No cabe duda de que el intento más brillante de solución del problema es el que ha realizado, en el marco teológico de la neo-escolástica, la llamada lí­nea tomista, que pensó en una doble modalidad de actuación y de ejercicio de la vida teologal: una ligada al carácter discursivo tí­pico de la racionalidad humana (modo humano), y otra ligada a la trascendencia propia de las mismas virtudes teologales en cuanto hábitos operativos «infusos» y participaciones creadas del mismo modo divino -no discursivo, no conceptual- de conocer y de amar (la gracia como participación creada de la vida divina). El paso de un modo a otro se realiza por la moción del Espí­ritu Santo, que es el principio creador del hombre «espiritual» y, por tanto, de la interiorización de la «ley nueva»; y el hombre «teologal» está en disposición habitual de ser «movido» así­ por el Espí­ritu, ya que en él están presentes esos «hábitos» pasivo-operativos particulares que son los «dones» del Espí­ritu Santo. El paso a la vida mí­stica consistirí­a precisamente en el paso del «modo humano» de la vida teologal al modo «divino» o «sobrehumano» de esa misma vida.

En cuanto al tipo de «saber» que se originarí­a en el cristiano por la superación del umbral «humano» de su comportamiento teologal, se concibe de diversas maneras según se intente colocarlo en una lí­nea prevalentemente intelectiva o en una lí­nea prevalentemente afectiva.

Así­, por ejemplo, Joret intentó leer la experiencia mí­stica en su cima, interpretándola como una situación-lí­mite de la fe, es decir, cuando la fe se convertirí­a en intuición directa de Dios, aunque oscura. Se captarí­a entonces inmediatamente a Dios como oscuro per viam negationis, es decir, como la Realidad amada y presente que está con razón precisamente más allá de toda representación y de toda analogí­a y cuya posesión definitiva se espera. Así­ pues, la experiencia mí­stica es un acto de inteligencia; no la intuición propia de Dios; es la intuición de Dios presente y poseí­do como Otro, que permanece del lado de aquello que lo revela, pero que no es su absoluta Realidad.

Por su parte, la lí­nea representada por De la Taille, Gardeil y Maritain intentó interpretar el «saber» mí­stico en la lí­nea afectiva, en el sentido de que la experiencia del amor ofrece al mí­stico una especie de medium in quo para poder conocer la Realidad divina. En el amor y por el amor con que percibe que «se ve obligado a amar», el mí­stico sabe de un modo nuevo quién es ese Dios en el que cree. Más que un «ver», la experiencia mí­stica serí­a un «tocar» o, mejor dicho, un ser «tocado» por aquelque le hace amar de una forma tan nueva e inédita. Más que la «verdad» de Dios, el mí­stico conoce de ese modo su «bondad», la bondad de aquel que mora y vive en él.

No puede ser tarea de nuestro ensayo, necesariamente sintético, el trazar un balance adecuado de todas estas intensas y brillantes investigaciones. Pero, al menos, podremos reunir aquí­ algunas observaciones crí­ticas, que se refieren ante todo a la validez del cuadro interpretativo global.

El punto delicado de esta tesis -dejando aparte la construcción teológica sobre los dones del Espí­ritu Santo y el no fácil análisis de sus relaciones con las «virtudes» teologales- está sin duda en la interpretación de esa interiorización de la ley nueva, que utiliza el esquema ético-antropológico del hombre, en cuyo comportamiento se harí­a evidente en un momento o en ciertos momentos determinados la acción divina operante (el «héroe» de la cultura griet,r, entendido como hombre «divino») y que señala esa evidencia en la determinación en una «simplicidad no-discursiva», en la que se manifestarí­a la «pasividad» y la «instintividad» de comportamiento que es tí­pica del hombre «nuevo». Este, al tener en sí­ mismo como algo propio el «don» del Espí­ritu, es en cierto sentido verdadera «ley» para sí­ mismo; «se mueve», pero en cuanto que «es movido» por el «Espí­ritu».

Quedarí­a por ver, sin embargo, si, y hasta qué punto, esta «mediación antropológica» es adecuada, o si restringe y unilateraliza las perspectivas bí­blicas sobre el hombre «espiritual» que «conoce», que tiene la ley en el corazón, que camina en la caridad, etc., en el acto mismo que parece determinarlas. Habrí­a que justificar, además, por qué hay que pensar en una «imperfección» inicial de las «virtudes» teologales, consistente en un nivel «humano» de operación no connatural a las mismas. Finalmente, al identificar la perfección de las virtudes teologales con la revelación del modo «sobrehumano-mí­stico» de operación, se seguirí­a que es aquí­ precisamente donde habrí­a que colocar el test de la perfección cristiana y que, por derecho, todo cristiano, al estar llamado a la perfección, está llamado a la vida y a la experiencia mí­stica.

b) El objeto especí­fico del «saber» mí­stico. Justamente preocupada, como ya dijimos [>supra, III, 2, a], de mantener la experiencia mí­stica más acá de la visión beatí­fica (y, por tanto, de la situación escatológica definitiva del hombre) y. consecuentemente, de excluir del «saber» del mí­stico a la misma absoluta Realidad divina como tal, la teologí­a se ha movido en la determinación de los contenidos de este saber. basándose en una noción conceptual de la revelación divina. En consecuencia. la afirmación de que el mí­stico «sabe» a Dios como «bien» o como «verdad» significa, para esta misma teologí­a, que lo sabe en cuanto que no es identificable con -y, por tanto, como situado más allá de- aquella idea revelada de Dios como «verdadero» o como «bien», que es la que sintetiza precisamente los diversos aspectos de la enseñanza revelada sobre Dios como «verdad» o como «bondad».

En este sentido y por estas razones, tení­a que resultar más lógico buscar el medium del conocimiento mí­stico (no-conceptual) no en el plano de la inteligencia (= concepto), sino en el del amor; por tanto, no en el plano del ejercicio de la fe (o de su intencionalidad especí­fica), sino en el de la caridad. El mismo Dios de la fe (es decir, de las verdades reveladas contenidas en la Escritura y en la tradición y dogmáticamente sancionadas) es el que es amado de un modo nuevo y es conocido también mediante este amor. Así­ es «sabido» al mismo tiempo conceptual y supraconceptualmente.

Se trata, sin duda, de una visión clara de las cosas, pero de una visión que parece «abstraí­da» o «extraí­da» del movimiento unitario del «saber» del mí­stico, en la medida en que se «abstrae» o «extrae» del mismo movimiento unitario del «saber» de fe. Entonces, lo que hay que volver a considerar -y lo que la teologí­a no ha vuelto, sin embargo, a considerar desde hace algunos decenios- parece ser el análisis de la fe y, más en general, la validez efectiva de la correspondencia entre la trí­ada fe-esperanza-caridad, así­ como la distinción antropológica de las potencias del alma, en la que la fe corresponderí­a a la inteligencia y la caridad a la voluntad. Correlativamente, hay que poner en juego una vez más la teologí­a de la revelación, que en nuestro caso asume una noción conceptual de «verdad» y sitúa en función de ella la «verdad» propia de una «economí­a», que es en sí­ misma histórica y determina y configura la realidad histórica. Se trata de la economí­a de la alianza o de la autodonación divina, acogida por el creyente, cuyo centro es Jesús.

El creyente sabe esta verdad. no ya como sabrí­a un objeto «externo» a sí­ mismo, sino radicalmente, porque se ve afectado por ella en su libertad. Y tematiza esa verdad no sólo en la medida en que se le da a conocer intelectualmente. sino sobre todo en la medida en que va asumiendo todos los aspectos de la existencia en coherencia con ella. experimentando y manifestando así­ fenoménicamente la realidad del ser cristiano, es decir, del ser en la verdad de la economí­a salvifica. Por tanto, en el creyente concreto no se da -objetivamente-una adhesión sólo o formalmente «conceptual» a la verdad «sabida» en la fe, ya que ni siquiera esta «verdad» es de orden exclusivamente conceptual. Una adhesión de este tipo se reducirí­a en sustancia a la adquisición de una información objetiva y acabarí­a por ser equivalente a la construcción de un í­dolo o de un «simulacro» de verdad. El creyente cristiano no es creyente en virtud de este tipo de saber, sino en virtud de ese saber que es conocimiento y amor o -sintéticamente- libertad, por el que se «sabe» a sí­ mismo en la realidad de la alianza en Cristo Jesús. «Actus fidei -decí­a profundamente santo Tomás-non terminatur ad enuntiabile sed ad rem». Entonces la enunciación y lo enunciable de la fe, en el creyente, adquieren su significado, pero también su justa colocación cuando expresan auténticamente, tematizan y mediatizan a su modo el «saber» de la fe y conducen a ella, pero sin que puedan agotarlo de ninguna manera. Están en función del mismo.

De aquí­ la situación normal de tensión en que se encuentra el «saber» del creyente en cuanto tal; tensión que podrí­a abrirlo de suyo a las más diversas configuraciones empí­ricamente señalables, aunque todas ellas homogéneas a las propias lí­neas fundamentales de estructura. Así­ pues, a priori la teologí­a de la fe no podrí­a decir si entre esas configuraciones puede tener lugar o no esa que se ha dado en llamar «mí­stica»; sin embargo, sabe que se da un «mí­stico cristiano» y, si ese mí­stico tiene que seguir siendo un creyente, habrá que buscar una homogeneidad efectiva entre su experiencia, su «saber» y la estructura general de la experiencia o del «saber» del creyente.

3. FUNDAMENTOS ANTROPOLí“GICOS DE LA EXPERIENCIA MISTICA – Una cuestión ulterior, que el mundo teológico católico ha empezado a plantearse sin duda en relación con su sensibilización respecto al problema de la interiorización de lo sobrenatural (Blondel) y con la crisis modernista (Tyrrel, pero sobre todo Von Hügel). es la de los fundamentos antropológicos de la experiencia mí­stica. ¿Se da una infraestructura antropológica de la experiencia mí­stica cristiana (=»sobrenatural»)? ¿Es posible señalar en el dinamismo de la vida del espí­ritu, como abierto a la verdad y al bien absolutos, una posibilidad (natural) positiva de la experiencia mí­stica? Autores como Bloúdel, Maréchal, Picard se han inclinado claramente por la respuesta afirmativa y su investigación ha sido recientemente asumida por Rahner. Este tema no debe pasarse por alto en la reflexión teológica, que, sin embargo, habrá de esforzarse en enmarcarlo en sus términos adecuados y en su contexto preciso. Por tanto, para empezar, habrá que superar toda hipostatización de lo «natural» y de lo «sobrenatural», imaginando que es posible conocer un dinamismo del «espí­ritu» humano en estado puro, sin que esté más bien «determinado» por un plan en marcha, que es el plan de la alianza en Cristo. Por otra parte, por muy «determinado» que esté, este dinamismo sigue siendo dinamismo «humano», lo cual significa que se ha ido actuando una «obediencialidad» humana, verdaderamente humana. Es éste el espacio que está abierto a la reflexión tanto del filósofo como del teólogo respecto al dinamismo del «espí­ritu humano», de su «apertura» congénita a Dios (= problema del «conocimiento» de Dios), hasta una eventual posibilidad «mí­stica».

IV. Experiencia cristiana y experiencia «mí­stica» cristiana
Los términos de la cuestión y la linea correcta de solución, a nuestro juicio, están ya suficientemente perfilados. Acalorada hasta la polémica en el contexto del llamado «movimiento mí­stico» (lí­nea de Poulain y lí­nea de Saudreau), la discusión se fue centrando en torno al problema de la «normalidad» o del carácter «extraordinario» de la llamada ala (oración-contemplación) mí­stica y, por consiguiente, en torno a la relación entre experiencia mí­stica y perfección. Grandes teólogos dominicos (Arintero, Garrigou-Lagrange, Gardeil) dieron rigor sistemático y prestigio a las posiciones de Saudreau, proponiendo una y otra vez la lí­nea teológica de la evolución de la vida teologal hacia el modo «sobrehumano» de «saber» a Dios, del que hemos hablado. Pero la í­ndole sistemática de su discurso y la dificultad histórica y de principio de hacer coincidir el criterio de la perfección cristiana con la verificación de una experiencia mí­stica cualificada, ha contribuido indudablemente de forma decisiva a la crisis de esta construcción. Incluso Mouroux, en su obra L’expérience chrétienne, volviendo a tratar. desde su peculiar punto de vista, este problema. ha colocado la experiencia cristiana en el ámbito de lo «experiencial» y la experiencia mí­stica en el ámbito de lo «experimental». En el primer caso, el término de la relación vivida se experimenta propiamente con la razón vital de la estructuración de la personalidad cristiana en sus diversos aspectos, mientras vive y porque vive su relación con él. Así­ pues, esa determinada relación estructurada y vivida es el medium del conocimiento experiencial de Aquel con quien se vive esa relación, ya que es allí­ donde él «se media» a la persona. En el segundo caso, el término se alcanzarí­a inmediatamente como el Otro, prescindiendo en cierto modo del ámbito experiencial cristiano, aunque evidentemente no fuera de él, o en alternativa frente y contra él. Por tanto, entre los dos tipos de experiencia no habrí­a ninguna continuidad; hasta el punto de que si para el primero la teologí­a establece no sólo la legitimidad sino la necesidad (el ser-cristiano es una experiencia religiosa particular) y ofrece las lí­neas generales de estructuración, para el segundo establece ciertamente las condiciones de posibilidad y de legitimidad, pero no puede ofrecer una tipologí­a general. Cada mí­stico es un caso aparte.

En cuanto a nosotros, ya hemos repetido lo que pensamos de la cuestión y, por tanto, remitimos sin más a lo que hemos escrito tanto a propósito de la fenomenologí­a de la experiencia mí­stica [>supra, II], como a propósito de la teologí­a de esa experiencia [>supra, III].

V. Experiencia mí­stica cristiana y experiencia mí­stica no-cristiana
El problema es objetivo desde el punto de vista fenomenológico; puede decirse que todas las religiones tienen su propia expresión «mí­stica», más o menos coherente con los diversos planteamientos estructurales, tradicionales. dogmáticos. En la teologí­a ha estado siempre viva y operante la tentación de señalar en las formas mí­sticas no-cristianas las expresiones más o menos unificables de una mí­stica «natural», debido a la relación espontánea entre sobrenatural y «fe» (es decir, acogida explí­cita de la verdad revelada) y de la hipostatización-historificación del concepto de hombre «natural». Resuelta como inaceptable esta espontánea hipostatización para el hombre históricamente existente y «llamado» en Cristo, cae también la equivalencia entre mí­stica no cristiana y mí­stica natural. El problema es entonces el de la confrontación -descriptiva y valorativa- de los diversos misticismos o de las diversas experiencias mí­sticas, respetándolas en su especificidad y, por tanto, en su eventual coherencia o incoherencia interna con el universo religioso concreto en que pudieran colocarse.

Por tanto, tendremos que guardarnos -como, por lo demás, ya se ha repetido- de universalizar y de generalizar un concepto de «mí­stica», así­ como de establecer a priori qué es lo que en un mí­stico es o no es contradicción propia de un determinado mundo religioso o incluso de la «religión» misma. Hay una absoluta polivalencia en lo que se llama el «misticismo» de las religiones. Y, en el caso del cristianismo, no hemos cesado de subrayar que está abierto a la experiencia, y en particular a la experiencia mí­stica, ya que la relativiza, ya que el misticismo auténticamente cristiano se sitúa totalmente en el interior, aunque sea según diversas tipologí­as, de la compleja realidad estructural dogmática y revelativa del cristianismo [ ~supra, II]. No se dice que no haya en esto tensiones; pero estas tensiones se superan y se sintetizan en tipos de personalidades genuinamente mí­sticas y también genuinamente cristianas. Si esto se puede afirmar igualmente de todas las religiones y de sus respectivos «misticismos», es algo que corresponde decir a los especialistas.

Aquí­ no haremos más que subrayar elinterés que en este terreno ha suscitado el estudio de la mí­stica islámica y de su coherencia o incoherencia con la religión-obediencia coránica.

Otro campo abierto y vivo, tanto en el aspecto teorético como en el de las investigaciones y de las experiencias vividas, es el de las grandes espiritualidades asiáticas: la hinduista (Yoga) y la budista (Zen).

La honradez con que se procede en esta primera fase de exposición no impedirá ciertamente ni al filósofo ni al teólogo pasar a un discurso propiamente de valor sobre las diversas expresiones del misticismo. Y es evidente que en esta valoración se actuará dentro de un marco general de referencia que, en el caso del teólogo cristiano, no podrá menos de ser el de la revelación bí­blica. Lo que es no-cristiano no deberá ser necesaria e inmediatamente sinónimo de inauténtico y de pecado; pero tampoco hay por qué reducirlo necesariamente -de forma fundamentalista o iluminista- a la fenomenologí­a y al cuadro de valores explí­citamente cristianos.

[>Budismo; >Hinduismo; >Islamismo; >Yoga/Zen].

VI. Conclusión. La experiencia mí­stica como problema cristiano
Todo lo que llevamos dicho hasta ahora puede sin duda considerarse como una ilustración del tí­tulo de este párrafo final. La experiencia mí­stica en el cristianismo es problema cristiano, tanto porque el cristianismo es más complejo y no puede reducirse a un misticismo genérico, como porque la propia experiencia mí­stica reconocida como cristiana no ofrece el test por excelencia de la autenticidad de la experiencia cristiana en general o de su «perfección».

Por lo demás, la reflexión puede igualmente desarrollarse en un plano estrictamente histórico, ilustrando las tensiones y el discernimiento a que han ido dando periódicamente lugar tanto el encuentro del cristianismo con ciertos fenómenos religioso-culturales de misticismo como la aparición de ciertas corrientes mí­sticas dentro de él. Se trata -hay que tomar buena cuenta de ello-no sólo de tensiones y de discernimientos entre la institución autoritativa que juzga y el misticismo que se afirma. En efecto, a menudo ese discernimiento se realiza objetivamente por la determinación -en un contexto de explosiones polivalentes de misticismo- de figuras o de proyectos «mí­sticos» totalmente coherentes con la realidad cristiana (pensemos en Francisco de Así­s, en Teresa de Avila, en Juan de la Cruz, etc.). Es que el problema, en el cristianismo, no es el de excluir la experiencia mí­stica. sino el de recibir la experiencia mí­stica cristiana, y sólo ella. En efecto, un hombre no debe aproximarse al cristianismo como a una escuela de misticismo, ni debe hacer del misticismo, más o menos genéricamente entendido, el ideal de su itinerario. Lo que se le debe exigir y lo que él ha de proponerse es simplemente ser cristiano y realizar la experiencia de eso viviendo en la alianza y según la lógica de la alianza (o también en el «misterio» y según la lógica del «misterio»). Si le es dado ser mí­stico, seguirá pensando, no obstante, que lo verdaderamente fundamental e irrenunciable para él es ser auténticamente cristiano, «conociendo» a Dios según la nueva alianza.

[>Madurez espiritual III, 2: El estado mí­stico en la vida espiritual; >Patologí­a espiritual III: Psicopatologí­a y religiosidad].

G. Moioli
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad