MISION, MISIONES

SUMARIO: I. Origen trinitario de la misión: 1. Enseñanza de la Escritura; 2. La Tradición; 3. El Concilio Vaticano II: a) La Lumen Gentium, b) El decreto Ad gentes.-II. Teologí­a de las misiones trinitarias: a. Noción teológica de misión, b. Las misiones trinitarias no suponen imperfección, c. Lo eterno y lo temporal en las misiones divinas, d. Definición de las misiones trinitarias y su alcance, e. Las misiones y las personas divinas.-III. Misiones trinitarias e inhabitación de la SS. Trinidad.-IV. Misiones trinitarias y gracia santificante.-V. La doctrina de las «misiones trinitarias» en la teologí­a hodierna.-VI. Iglesia misionera.

La misión de la Iglesia se ha entendido normalmente en su dimensión preferentemente antropológica: salvar al hombre, comprendiendo esta salvación en sentido prevalentemente negativo: «para que el hombre no se condene». No ha sido frecuente arrancar de la SS. Trinidad como fuente de toda misión, o mejor, no se ha entroncado en el Padre, como hontanar de las misiones del Hijo y del Espí­ritu Santo. La causa de este desenfoque de la misión tal vez haya estado en el «olí­mpico aislamiento»‘ al que se ha tenido relegado el misterio adorable de la SS. Trinidad.

Con el Vaticano II, sin embargo, y, últimamente, con la encí­clica «Redemptoris missio», de Juan Pablo II, la misión de la Iglesia ha quedado centrada en el CENTRO, que centra y concentra todo su misterio y, en concreto, su misión.

El objetivo de esta reflexión no es precisamente hablar de la misión de la Iglesia, cuanto del fundamento trinitario de esta misión, que son las misiones trinitarias. Fundamento del que arranca toda misión en el Pueblo de Dios.

I. Origen trinitario de la mision
La comprensión de la Iglesia en su condición de «misterio» y «sacramento» ha sido consecuencia de la recuperación de las «misiones divinas» por parte del Vaticano II. Al arrancar de las «misiones trinitarias», el concilio se situaba en la más pura lí­nea de la revelación, de la patrí­stica e, incluso, de la teologí­a.

1. ENSEí‘ANZA DE LA ESCRITURA. Jesús aparece como el «enviado» del Padre a quien deben recibir los hombres para salvarse (cf. Jn 5,22-24.36-37). Habla, de igual forma, del Espí­ritu Santo, que enviará el Padre (cf. Jn 14,26; Gál 4,6) y tambien él mismo (He 1,33; Jn 15,26; 16,7) a la Iglesia.

El enví­o del Hijo por parte del Padre y el enví­o del Espí­ritu Santo de parte de Padre e Hijo implica la autodonación del Hijo y del Espí­ritu Santo en cuanto tales y, en ellos y con ellos, la autodonación del Padre en su condición de Padre a todos los hombres.

Porque «Dios es amor» (1 Jn 4,16) es una expansión fecunda de vida en el ámbito intratrinitario. Dios es Padre que, por ser tal, engendra, en su autodonación, al Hijo, de suerte que el Padre se constituye en «Padre» merced a su autodonación fecunda que hace de sí­ mismo al Hijo. Dios es Hijo que, por ser tal, es don pleno al Padre, de suerte que el misterio personal del Hijo lo constituye esa total entrega de sí­ mismo al Padre. Y, porque «Dios es amor», es Espí­ritu Santo, «don personal» entre el Padre y el Hijo, «descanso» y «gozo» mutuos en la vida intratrinitaria. La vida de Dios es, por tanto, en sí­ misma, flujo y reflujo, una salida y un retorno o, en otras palabras, una comunión familiar en expansión.

Por un designio totalmente libérrimo del Dios Trino, esta expansión vital intratrinitaria ha salido fuera de la vida intratrinitaria y ha alcanzado también a los hombres por las misiones del Hijo y del Espí­ritu Santo. El enví­o del Hijo implica la donación que el Padre hace de su propio Hijo a los hombres (cf. Jn 3, 16s.; Rom 8, 32; etc.) «para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva (Gál 4,5; cf. 8,14s.).

Otro tanto cabe decir del enví­o del Espí­ritu Santo de parte del Padre y del Hijo: comporta, igualmente, la donación del Paráclito como tal a los hombres (cf. Jn 14,17.26; Rom 5,5;2 Cor 1,22; 1 Jn 4,13). Los exégetas reconocen que en estas misiones del Hijo y del Espí­ritu Santo se «nos revela que Cristo comunica a sus «fieles» algo de la relación filial que le une al Padre: una paternidad, por tanto, la de Dios, que rebasa las relaciones intratrinitarias para abrazar sin más a todos los hombres» hasta el punto de que «su paternidad (del Padre) para con los hombres se realiza en el Hijo y por medio del Hijo, de suerte que, como somos filii Dei in Filio, puede calificarse asimismo a Dios como Pater noster in Filio per Spiritum Sanetum».

2. LA TRADICIí“N DE LA IGLESIA. Los Padres de la Iglesia, de igual forma, entienden las «misiones» divinas como una ampliación en el hombre de lo que es propio del Hijo y del Espí­ritu Santo. El objeto de su teologí­a es Dios, el Padre, que se da a los hombres en Cristo, cuya filiación participan por la acción del Espí­ritu Santo. Por ví­a de ejemplo, entre tantos como podí­amos citar, valga san Ireneo. El obispo de Lyon se sirve de una alegorí­a sugestiva para expresar este misterio: el Padre lleva a cabo su designio de autodonarse a los hombres, a través del Hijo encarnado y del Espí­ritu, que vienen a ser como sus «dos manos». Ireneo quiere expresar con esta alegorí­a la configuración del hombre, en la Iglesia, al modelo, el Verbo encarnado, mediante la acción del Espí­ritu Santo. Cristo y el Espí­ritu entran en el hombre, comunicándole la vida filial, como algo constitutivo del ser humano, de suerte que para el obispo de Lyon el hombre únicamente es tal, cuando ha recibido en sí­ mismo al Espí­ritu.

Para Orí­genes, «la Iglesia está llena de la Santí­sima Trinidad»‘. Tertuliano, por su parte, reconoce que allá donde están las tres personas, se halla también la Iglesia «que es el cuerpo de los tres». Pero tal vez sea Cirilo de Alejandrí­a quien con mayor fuerza y realismo ha expresado el misterio de la Iglesia como participación en el ser personal del Hijo y del Espí­ritu y, en ellos, del Padre. «Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Lo que imprime en nosotros la imagen divina es la santificación, es decir, la participación del Hijo en el Espí­ritu». Por el bautismo «se forma en nosotros Cristo de modo inefable…».

Y por lo que hace a la misión del Espí­ritu Santo, el mismo Cirilo de Alejandrí­a compara su acción con la del seilo. Tratando de demostrar de su acción divinizadora en el hombre la condición divina del Espí­ritu, dice: «El Espí­ritu Santo no delinea en nosotros la sustancia divina como si él fuera ajeno a ella, a manera de un pintor, que es ajeno a la naturaleza de lo que pinta… sino que El mismo, que es Dios y procede de Dios, se imprime invisiblemente, como en cera blanda y a la manera de un sello en el corazón de los que lo reciben, restaurando así­, por la comunicación de sí­ mismo, la imagen de la naturaleza a la belleza del ejemplar y restituyendo al hombre a imagen de Dios».

San Agustí­n, por su parte, abunda sobre este particular; insiste en la participación de la Iglesia en la condición filial del Hijo: los cristianos, «porque son hijos de Dios, constituyen el cuerpo del Hijo único de Dios; siendo él la Cabeza y nosotros los miembros somos el único Hijo de Dios». Para los Padres, por tanto, las misiones de las divinas personas prolongan en la Iglesia y en cada uno de sus miembros la vida misma que el Hijo recibe del Padre, y el Espí­ritu, de ambos. Toda la Trinidad se hace presente de un modo nuevo en los hombres incorporados a Cristo por la acción del Espí­ritu. Ph. Delahaye, resumiendo el pensamiento patrí­stico, reconoce que para los Padres de los primeros siglos, la salvación del hombre se cifra en el nacimiento del Verbo en el corazón del hombre. «La patrí­stica primitiva define… la acción salví­fica de Dios por su concepción del nacimiento del Logos en el corazón de los hombres… en la filiación e incorruptibilidad y como Logos pneumático en el carisma»». A. Rétif, en la misma lí­nea, reconoce que «la doctrina sobre la relación entre las procesiones intratrinitarias y las misiones temporales de las personas divinas (encarnación y pentecostés) es una doctrina tradicional»
3. EL CONCILIO VATICANO II. Dos son los documentos principales en los que el Vaticano II ha estudiado la condición misionera de la Iglesia y, como presupuesto básico, las misiones trinitarias: la constitución LG y el decreto AG.

a) La Lumen gentium. Todo el cap. I de la LG, que estudia el misterio de la Iglesia, tiene como telón de fondo el tema de las misiones trinitarias. Se arranca del Padre como fuente y origen de la Iglesia (n.2), mediante la acción del Hijo, que es «enviado por el Padre» (n. 3) y por la presencia del Espí­ritu, «enviado también el dí­a de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espí­ritu (cf. Ef 2,18)» (n.4).

Una vez que se impuso el nuevo cap. II, De populo Dei, la preocupación de los Padres conciliares se cifró en conseguir que se pusieran de relieve con fuerza los principios teológicos de la misión de la Iglesia’. Tratando de responder a los deseos de los Padres, la subcomisión teológica II elaboró dos números nuevos en el c. II del esquema De Ecclesia: el n. 13, De universalitate seu catholicitate unius Populi Dei y el n. 17, con el que se concluí­a el cap. Nos interesa el n. 13. Tras poner de relieve el proyecto salví­fico del Padre, el n. 13 pasa a describir el modo de su realización, que es la misión del Hijo y del Espí­ritu de parte del Padre, primero, y la misión de la Iglesia prolongando la obra de Cristo bajo la acción del Espí­ritu, después: «Para esto envió Dios a su Hijo, al que constituyó heredero universal (cf. Heb 1,2), para que fuera nuestro maestro, rey y sacerdote, cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios el Espí­ritu de su Hijo, Señor y Vivificador». La subcomisión II, al presentar este número, reconocí­a que la universalidad del Pueblo de Dios se asienta «en la unidad de la naturaleza humana y en las misiones de Cristo, del Espí­ritu Santo y de la Iglesia». El número en cuestión que pasó sin más a la LG con el mismo guarismo arranca del origen de toda misión, el Padre, que envió a su Hijo al mundo. El Hijo, a su vez, enví­a a la Iglesia a continuar su obra. Se evoca el mandato misionero de Mt (28,18-20). Se afirma, igualmente, la misión del Espí­ritu que acompaña y asiste a la Iglesia en su tarea evangelizadora. Y, a modo de conclusión de todo el c. II de LG, se señala el objetivo de toda misión en la Iglesia: la glorificación del Padre (cf. LG 17).

b) El decreto «Ad gentes». Esta fundamentación teológico-trinitaria de la misión de la Iglesia se quiso dar por supuesta en el esquema De missionibus del que se eliminaron los principios doctrinales de la misión, por estar recogidos en la LG. La mayorí­a de los Padres que procedí­an de tierras de misión se opusieron. J. Zoa, en nombre de cuarenta obispos de ífrica y Asia pidió que figuraran los principios teológicos de la misión, anclándolos en las «misiones trinitarias»: «Es necesario que se exprese con claridad meridiana cómo la actividad misionera de la Iglesia arranca principalmente de las misiones del Verbo y del Espí­ritu Santo. Esta misión se continúa en y por la Iglesia. La Iglesia es únicamente el instrumento de las misiones del Hijo y del Espí­ritu. La misión es el único movimiento que trae su origen de la Trinidad y retorna a la misma Trinidad después de haber alcanzado en su movimiento al mundo y a la historia».

El descontento general sobre el esquema De missionibus dio origen a otro nuevo, titulado Schema de activitate nissionali Ecclesiae, que cristalizó en el decreto Ad gentes. En la presentación del nuevo esquema la Relatio reconocí­a que el esquema trataba de basar la obra misionera de la Iglesia «en la doctrina del mismo Dios Trino, de acuerdo con la profunda enseñanza de santo Tomás; y conecta con la misión universal de la Iglesia». Y continúa la Relatio: «De acuerdo con el proyecto de Dios Padre, amor fontal» (cf. Dionysium, Thomam, Bonaventuram), del que proceden el Hijo y el Espí­ritu Santo, que nos creó y nos llamó, fue enviado el Hijo, verdadero mediador, el cual, por el camino de la encarnación, salvó lo que asumió… Fue enviado igualmente el Espí­ritu Santo, el cual con su acción interna asiste y mueve al hombre en la realización de esta obra».

En esta misma lí­nea, el relator, J. Schütte, reconocí­a que «la actividad misional se debe deducir de la misma fundamentación teológica: 1) el origen trinitario de la misión de la Iglesia, que trae su origen del consejo o mandato del Padre, proveniente de su ágape (cf. 2 Cor 13,13), que se lleva a cabo mediante las misiones del Hijo y del Espí­ritu Santo; 2) el aspecto eclesiológico de la misión y la í­ntima conexión con la constitución De Eccesia…

El decreto AG sienta como principio inconcuso que «la Iglesia es por su misma naturaleza misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espí­ritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (AG 2). «No podrí­amos soñar con una fundamentación más recia y profunda, más noble, más urgente, más dinámica y más fecunda. En la fuente misma de nuestro ser cristiano, en el misterio primordial, cuya vivencia hará nuestra felicidad en el cielo, y cuya irradiación vital nos envuelve, transforma y diviniza ya en la tierra; ahí­ es donde hunde sus raí­ces la vocación misionera de la Iglesia».

El decreto AG, sin embargo, ofrecí­a una novedad importantí­sima y fundamental sobre la LG: conectaba las misiones del Hijo y del Espí­ritu Santo con sus procesiones respectivas: «Este propósito (de Dios Padre) dimana del «amor fontal» de Dios Padre, que, siendo Principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y procede el Espí­ritu Santo por el Hijo, creándonos libremente por un acto de su excesiva y misericordiosa benignidad y llamándonos, además, graciosamente a participar con El en la vida y en la gloria, difundió con liberalidad… la bondad divina, de suerte que el que es creador de todas las cosas ha venido a hacerse todo en todas las cosas (1 Cor 15,28), procurando a la vez su gloria y nuestra felicidad» (AG 2,2). Es cierto que el Concilio no apela a términos técnicos de la teologí­a, pero está presente en 2,2 toda la teologí­a de la relación entre las procesiones y las misiones, como lo vamos a ver en el párrafo siguiente.

La misión de la Iglesia quedaba plenamente centrada en la SS. Trinidad como en su fuente original y en su término final. Del Padre, por el Hijo encarnado, en el Espí­ritu Santo, recibe la Iglesia su misión, que no tiene otra mira que la de reunir a todos los hombres en Cristo y conducirlos al Padre, mediante la acción del Espí­ritu Santo. «La corriente vital de la Iglesia no es más que la vida divina trinitariamente poseí­da y donada. Esa vida divina que, procediendo del Padre, pasa por el Hijo y es difundida por el Espí­ritu a la comunidad de los hombres».

II. Teologí­a de las misiones trinitarias
Seguiré en este apartado la fecunda doctrina que nos ofrece Tomás de Aquino sobre el particular. Analizando el dato revelado observamos lo siguiente: a) Que sólo son enviados el Hijo y el Espí­ritu Santo; b) Que el Hijo es enviado sólo por el Padre (cf. Jn 14, 25-27), en tanto que el Espí­ritu Santo es enviado conjuntamente por el Padre y el Hijo o por el Padre a través del Hijo (cf. He 2,33; Jn 15,26): el Padre, aunque no es enviado, viene con el Hijo y con el Espí­ritu Santo (cf. Jn 14,23). Que las tres divinas personas, al ser enviadas y al darse, respectivamente, comienzan a estar en la criatura racional de un modo nuevo.

a. Noción teológica de misión: El concepto de «misión» conviene sólo al Hijo y al Espí­ritu Santo. La noción de misión implica una relación entre una persona que enví­a y otra que es enviada y que depende de la que enví­a activamente.

Si falta uno de esos sujetos, no puede hablarse de «misión». «El hecho de que alguien sea enviado revela que el enviado procede de alguna manera de quien lo enví­a, bien sea por modo de mandato, que es como el Señor enví­a al siervo; bien por modo de consejo, y así­ se dice que el consejero enví­a al rey a la guerra; o también por modo de origen, como al decir que el árbol enví­a o emite la flor».

b. Las misiones trinitarias no suponen imperfección. Cosa que hay que desterrar totalmente en las misiones divinas. Por lo mismo, la persona que enví­a: no enví­a mandando, por cuanto el mandato, en Dios, implicarí­a superioridad siendo así­ que las divinas personas son iguales; ni aconsejando, que indicarí­a, igualmente, una cierta prestancia en el que enví­a, en el orden de conocimiento; pero sí­ originando: el Padre enví­a en cuanto está siendo el origen de la persona enviada, como cuando se dice que el árbol enví­a la flor, en cuanto que está surgiendo de él.
La noción de misión, en las divinas personas, implica dos cosas: 1) la procesión eterna de las personas divinas, puesto que las personas se constituyen por las procesiones. Por lo mismo, siempre que aparece una persona actuando como distinta de las otras, como sucede en la misión, es porque está procediendo de la persona que le da origen; 2) un nuevo modo de existir de las personas divinas en la criatura recional y de ésta en las divinas personas.

c. Lo eterno y lo temporal en las misiones. Dos son los aspectos esenciales que constituyen la misión: la procesión de las divinas personas y el modo nuevo de estar en la criatura racional. Lo cual implica una doble vertiente: la dimensión eterna y la dimensión temporal. En cuanto implica la procesión de las personas divinas, la misión es eterna, y en la medida que expresa un modo nuevo de estar en la criatura, es temporal. «La misión no solamente implica la procesión de un principio, sino que, además, determina el término temporal de la procesión, y por eso, la misión es sólo temporal. O también que la misión incluye la procesión eterna y añade algo, o sea, el efecto temporal, ya que la relación de la persona divina a su principio es forzosamente eterna. De aquí­ que, si se habla de una doble procesión, la eterna y la temporal, no es porque se doblen las relaciones con el principio, sino que la dualidad viene de parte del término, que es temporal y es eterno».
Ambos aspectos son igualmente esenciales a la misión: si prescindimos del aspecto eterno, no podemos hablar de misión de las divinas personas; puesto que las misiones se constituyen por las procesiones: y si suprimimos el efecto temporal, tampoco podemos hablar de «misiones», sino de procesiones; puesto que el efecto temporal de la procesión es lo que hace que se convierta en misión.

d. Definición de la «misión trinitaria» y su alcance. Sobre la base de las precedentes reflexiones se puede apun^ tar la siguiente descripción de las misiones trinitarias: «Son la prolongación de las procesiones eternas en la criatura racional». Quiere decir, por tanto, que: 1) la procesión es causa de la misión; 2) procesión y misión se corresponden: a cada misión corresponde la necesaria procesión eterna de la persona enviada, y 3) el efecto que produce la misión en la criatura racional hay que entenderlo siempre desde la procesión.
Desde el punto de vista pastoral es fácil comprender la enorme importancia de estas conclusiones. Siempre que se quiera explicar adecuadamente la misión de una persona divina, es necesario recurrir a su procesión eterna respectiva. Por lo mismo, para comprender el nacimiento temporal del Verbo es necesario remontarse hasta su nacimiento eterno, y, de idéntica forma, para entender la misión del Espí­ritu Santo en la Iglesia y en cada hombre, es igualmente necesario remontarse a su procesión eterna. Pocos como san Juan de la Cruz han percibido la entraña profunda de las misiones trinitarias, cuando dice en la Canción 39 de su Cántico Espiritual: «Este aspirar del aire es una habilidad que el alma dice que le dará Dios allí­, en la comunicación del Espí­ritu Santo; el cual, a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina, muy subidamente levanta el alma y la informa y habilita para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor, que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espí­ritu Santo, que a ella le aspira en el Padre y el Hijo, en la dicha transformación para unirla consigo. Porque no serí­a verdadera y total transformación, si no se transformase el alma en las tres personas de la santí­sima Trinidad, en revelado y manifiesto grado…

e. Las misiones y las personas divinas. Las procesiones son siempre personales. Lo que procede en el seno de la adorable Trinidad son las personas en cuanto tales. Por lo mismo, la misión, que es una prolongación de la procesión eterna, es también personal; es enviada la persona en cuanto tal. Las misiones, por consiguiente, hacen presentes y manifiestan a las personas en cuanto tales. Ahora bien; si las manifiestan, es porque el término tamporal de las misiones dice relación de propiedad a la persona enviada. La unión hipostática, por ejemplo, es el término temporal de la misión sustancial del Verbo, se refiere propiamente a éste y no al Padre ni al Espí­ritu Santo. Únicamente el Verbo asume la condición humana, si bien las tres personas actúan la misma obra de la encarnación.

Quiere decir, por tanto, que siempre que se quiera explicar convenientemente el término temporal de las misiones (unión hipostática, gracia santificante, maternidad divina de Marí­a, etc.), hay que referirlo a las personas en cuanto tales y no sólo a la naturaleza una. Con esto no se desvirtúa el principio dogmático: «In Deo omnia sunt unum ubi non obviat relationis oppositio» (DS 1330), sino más bien se reafirma; puesto que la acción ad extra siempre es común a las tres personas, si bien cada una de ellas actúa según su manera peculiar o desde su condición personal.

III. Misiones trinitarias e inhabitación de la SS. Trinidad.

Si las «misiones» son la prolongación de las procesiones eternas en la criatura racional y lo que procede son las personas, queda claro que las personas divinas están de una manera nueva en la criatura racional. Jesús cuando utiliza la alegorí­a de la «habitación»: «vendremos y habitaremos en él» (Jn 14, 23) se refiere a este misterio. El Hijo de Dios, que nace eternamente del Padre, nace temporalmente en el tiempo: en su humanidad y en cada cristiano, que constituye su «pleroma» o Cuerpo Mí­stico. Y el Espí­ritu Santo, que procede como «Espí­ritu del Padre y del Hijo» o el «nosotros» de ambos, se prolonga como tal en la Iglesia. Las misiones divinas, por tanto, instalan al Hijo y al Espí­ritu Santo en el ser humano y a éste en la koinoní­a trinitaria. La criatura racional, en otras palabras, queda penetrada por la generación del Hijo y por la virtud del Espí­ritu Santo, que se hacen presentes en ella; y el Padre, que viene, pronuncia en el mismo amor del Espí­ritu Santo sobre el ser humano las mismas palabras que dice sobre su Verbo: «tú eres mi hijo amado». A este misterio de comunión llama Jesús y, con él, toda la tradición, inhabitación, que implica una presencia cualitativamente distinta de la presencia causal o de inmensidad. Se trata de una «inmersión» de las tres divinas personas en el ser humano y de éste en las tres personas.

a) Presencia personal. De cuanto llevamos dicho se deduce que las misiones divinas implican unas relaciones personales del ser humano con las divinas personas. Relaciones semejantes a las que median entre ellas en el seno mismo del ser divino. La comunión de vida que media entre las tres personas es la que se amplí­a al hombre, de suerte que el hombre, «hijo en el Hijo», debe vivir unas relaciones filiales con el Padre, presente en él, semejantes a las que vive el Hijo. Siempre, eso sí­, con esa conciencia de vivir en el ámbito del Espí­ritu.

b) Presencia transformante. La presencia de las divinas personas comporta la transformación del hombre en el Dios Trino, de suerte que queda asemejado a la Santí­sima Trinidad. No se da primero la transformación y después vienen las personas, sino que la transformación del ser humano (deificación o divinización) es el efecto de la presencia o mejor, de la prolongación de las procesiones divinas en el ser humano.

IV. Misiones trinitarias y gracia santificante
Para santo Tomás se da una relación intrí­nseca entre las misiones y la gracia santificante. «Por el don de la gracia santificante es perfeccionada la criatura racional, no sólo para usar libremente de aquel don creado, sino para gozar de la misma persona divina; y, por tanto, la misión invisible se hace por el don de la gracia santificante y se da la misma persona divina». «En aquel a quien se enví­a la misión invisible es necesario tomar en cuenta dos cosas: la inhabitación de las divinas personas y cierta renovación producida por la gracia».

Para el Angélico, por tanto, se da un nexo intrí­nseco entre gracia santificante y misión divina, de tal manera que la gracia se identifica con el efecto temporal producido en el hombre por las misiones de las divinas personas.

Lo que llamamos gracia santificante no es otra cosa que esta inserción del ser humano en el ámbito de la vida trinitaria, por la que, sin dejar de ser criatura, entra en el mismo plano de Dios Trinidad, quedando totalmente transformado y «deificado», de condición divina y emparentado con las tres personas, llegando a ser con toda propiedad hijo del Padre, en el Hijo, por la acción del Espí­ritu y capacitado para obrar al «estilo» de la SS. Trinidad, conociendo como conoce Dios y amando como ama Dios.

Esta inserción del hombre en la SS. Trinidad es propiamente la gracia santificante. Por lo mismo, hay que poner en la misma lí­nea sobrenatural las misiones de las divinas personas, la gracia santificante y la visión beatifica. Las tres facetas son aspectos de la misma realidad: la autodonación del Padre, por Cristo, en la presencia y acción del Espí­ritu Santo. a) Las misiones son la autodonación divina vista en su causa, que es Dios Trinidad, que se comunica al ser humano, para transformarlo y elevarlo a su propio rango divino. b) La gracia santificante es ese mismo misterio visto en la criatura, que es transformada y deificada como efecto de esa misma presencia de autodonación de las divinas personas. La gracia, en efecto, es la misión considerada en lo que tiene de término temporal. c) La visión beatifica, finalmente, es la plena floración de esta transformación interior que se ha ido obrando en el ser humano y que culminará en la visión «a cara descubierta».

V. La doctrina de las «misiones trinitarias» en la teologí­a hodierna
La doctrina de las «misiones trinitarias» no se detiene en santo Tomás. La renovación teológica, motivada entre otras causas por el retorno a las fuentes bí­blicas y patrí­sticas, ha hecho aflorar la fecunda doctrina de las «misiones trinitarias» con una visión menos «cosista» y más «personalista». Y.M. Congar reconoce que el misterio de la Iglesia surge como efecto de las misiones trinitarias: «La Iglesia es como una comunicación y una extensión de la unidad misma de Dios… La Iglesia es como una extensión y manifestación de la Trinidad: la Iglesia es Dios que viene de Dios y retorna a Dios llevando consigo y en sí­ su criatura humana».

G. Philips, por su parte, reconoce que esta fecunda doctrina de las «misiones trinitarias» implica «el retorno del cosismo a las relaciones personales» con los Tres. Las misiones divinas implican la comunicación al hombre de lo «propio» de cada una de las divinas personas, como dice el Angélico: «la asimilación al carácter propio de las personas»: «Por medio de las misiones invisibles, de las que resultan en nosotros esta cualidad-relación sobrenatural, nosotros obtenemos, en una actuación progresiva y «semiplena» (san Buenaventura), el conocimiento experimental de las divinas personas en su relación especí­fica con nosotros. Gracias a la asimilación constante que nos procura el habitus, el Espí­ritu de Cristo hace de nosotros cada vez más «hijos en el Hijo Primogénito». De este modo nosotros hemos entrado de lleno en el misterio de la encarnación redentora, de la efusión del Espí­ritu Santo por el Padre, y en el flujo y reflujo de la vida intratinitaria… Dios Padre nos tiene como objetos fuera de él, pero en cuanto personas nos sitúa ante él para entablar un diálogo. El nos atrae hacia sí­ personalmente por medio de la relación del Hijo y de la misión del Espí­ritu. Se trata de una presencia mutua de amistad. Es evidente que nuestra teologí­a se halla ante un «material» inmenso a desarrollar»».

VI. Iglesia misionera
La Iglesia peregrinante, nos ha recordado el AG, es «por su misma naturaleza misionera» (2,1). Constitutivamente la Iglesia es misionera dado que tiene el mismo origen e idéntico contenido que las misiones del Hijo y del Espí­ritu Santo: la realización del designio salví­fico del Padre (LG 13,1): como Cristo fue enviado por el Padre, así­ es enviada la Iglesia como Cuerpo y Esposa de Cristo, por el mismo Señor, a la que otorga su propio Espí­ritu de parte del Padre, en orden a llevar a cabo su propia misión.

La misión de la Iglesia arranca de su propio ser. Ella está siendo engendrada hija del Padre, desde el Padre (procediendo de una forma análoga a como procede el Hijo), por, con y en el Hijo, mediante la acción misionera del Espí­ritu Santo. Así­ como en el Hijo su misión es la expansión de la generación eterna, de forma parecida la Iglesia está siendo enviada desde el Padre, por, con y en el Hijo encarnado bajo el impulso del Espí­ritu a comunicar la vida divina que ella recibe. Tal es el principio fundamental de la misión de la Iglesia según la revelación divina y la enseñanza de la tradición de la Iglesia y del magisterio. Las mismas procesiones del Hijo y del Espí­ritu Santo que a ella la penetran, la constituyen en un Pueblo misionero. La expansión de la vida trinitaria, que llega a los hombres por el Hijo y el Espí­ritu Santo, alcanza a la Iglesia y, a través de la Iglesia, llega a los hombres. La misión de la Iglesia es la expansión e irradiación en los hombres, desde y en ella, de la misma vida filial que recibe del Padre. En su condición de Cuerpo de Cristo, animado por el Espí­ritu Santo, la Iglesia es el camino obligado en la comunicación de la vida trinitaria.

Cerramos esta reflexión con unas palabras de G. Philips: «La crisis que le Iglesia atraviesa en este momento no está causada por su generosidad hacia los valores temporales del hombre, sino por el olvido práctico tan frecuente del Padre, fuente de su enriquecimiento. Se puede glosar la palabra de Sartre, que dice: Dios son los otros, pero para hacer esto hay que creer en Dios, y amarle. De lo contrario nos empobreceremos tanto como los otros, y esto es el infierno».

[-> Agustí­n, san; Amor; Antropologí­a; Bautismo; Buenaventura, san; Encarnación; Espí­ritu Santo; Iglesia; Ireneo, san; Hijo; Inhabitación; Logos; Misterio; Orí­genes; Padre; Pentecostés; Revelación; Sacerdocio; Salvación; Teologí­a y economí­a; Tertuliano; Tomás, santo; Trinidad; Verbo; Vida cristiana; Vida eterna.]
Nereo Silanes

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

I. Concepto y esencia de la misión
Actualmente el término m. reviste toda una serie de significados diversos. Incluso en el ámbito exclusivamente religioso y católico han de hacerse las siguientes distinciones. La idea de m. designa: a) el acto de enviar; así­ Cristo enví­a a sus apóstoles (cf. Jn 20, 21) y la Iglesia a sus misioneros; b) el encargo que se confí­a al enviado; c) la ejecución de tal encargo en sus diversos aspectos: el grupo de hombres que lo ejecutan; los resultados visibles e invisibles de sus esfuerzos; la totalidad de instituciones que de ahí­ surgen por una actividad sagrada o profana.

Como toda realidad ordenada a la acción la m. se define por su objeto y su fin especí­fico, es decir, por aquella tarea que es inmediata y exclusivamente suya. Así­, de acuerdo con su esencia, la actividad misionera puede definirse como la extensión de la Iglesia más allá de su presencia fáctica en la humanidad (cf. el decreto Ad gentes del Vaticano II, sobre la actividad misionera de la Iglesia, n.o 6ss. El texto habla de homines, coetus, populi…). Pero esta definición requiere una explicación.

1. Las palabras «en la humanidad» designan el ámbito de acción de la m., que durante largo tiempo fue considerado primariamente bajo el aspecto geográfico. Pero ahí­ pasa desapercibido cómo una región geográfica sólo logra su figura individual en virtud de sus habitantes y, además, cómo la inteligencia de si mismo y la relación con el mundo – que a su vez están radicadas en lo religioso – constituyen el más fuerte «ví­nculo de unión» de las sociedades. Por tanto la actividad de la Iglesia debe referirse a las comunidades humanas (aspecto social) y, más exactamente, a las comunidades religiosas (aspecto socio-religioso), o sea, al respectivo mundo socio-religioso.

2. La extensión o radicación de la Iglesia en estos grupos humanos o mundos tiene numerosos aspectos, entre los cuales descuellan los que se refieren a la naturaleza universal del hombre. Tales aspectos pueden considerarse desde el punto de vista extensivo o intensivo, individual o colectivo. El crecimiento extensivo de la Iglesia con relación al hombre individual se realiza en las así­ llamadas conversiones (-> conversión II). En el aspecto colectivo la extensión de la Iglesia se realiza mediante la aceptación de la fe por parte de la totalidad de una sociedad organizada (p. ej., de una tribu africana con su jefe). El crecimiento intensivo o cualitativo de la Iglesia se muestra tanto en el individuo como en las comunidades por la cristianización de los diversos ámbitos de la vida. Partiendo del acto de la -> fe y del -3 bautismo, en virtud de la estructura cristiana no sólo se transforman las costumbres de vida, sino también el derecho, el conjunto de los valores morales y el mundo religioso del individuo y de la sociedad.

Vista así­, la extensión de la Iglesia por la m. es idéntica con todo el nuevo nacimiento de un hombre, de una sociedad o de un «mundo» entero.

3. Los lí­mites fácticos de la Iglesia están circunscritos exactamente por el «nuevo nacimiento» que ya se ha realizado, por el «bautismo global» que se da en uno o varios de estos mundos. Evidentemente con ello no decimos que se haya logrado un estado ideal. Pero en rasgos generales podemos afirmar que la Iglesia, aunque no esté representada en grupos o estratos particulares, sin embargo se halla ya – o todaví­a – presente en Europa y en todo el continente americano. En cambio, con algunas excepciones, esto no puede afirmarse de manera general respecto a ífrica, Asia y Oceaní­a. Allí­, tanto el número de conversiones como la radicación de grupos enteros de la sociedad en el cristianismo y la apropiación interna de éste son todaví­a insuficientes (cf. las exigencias del Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia en lo referente a la erección de Iglesias particulares).

4. Lo que se extiende es la Iglesia. La m. parte de la Iglesia, se realiza a través de la Iglesia y para la Iglesia, y su meta es la Iglesia en este mundo mismo.

a) La m. parte de la Iglesia. El punto de partida es la Iglesia en su totalidad, que en su acción misionera se sirve de todas las formas de existencia y de toda la capacidad de acción que ella posee.

La Iglesia es ante todo comunidad de amor en el Espí­ritu Santo (tanto en su constitución interna como en su actividad externa) para salvación de los hombres y, con ello, para gloria del Dios trino. Por eso la realidad más profunda del amor es el amor divino, que es ví­nculo de unión de aquellos hombresa los que aprehende con su dinamismo, para que por la comunicación de ese amor sean finalmente «un solo hombre» (cf. lo que el Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia [n.° 2ss] dice acerca del amor fontalis y en general acerca de la función del amor). La Iglesia «es el cuerpo vivo y creciente del amor en este mundo».

Pero ese amor ostenta la marca de una persona: el amor de Dios a los hombres lleva el nombre de Jesucristo, que une a Dios y al hombre; y la Iglesia es visible en igual medida que su cabeza, su fundador. Por tanto la extensión misionera debe manifestarse visiblemente en el mundo socio-religioso. Puesto que la m. es idéntica con la extensión de la Iglesia, se produce de acuerdo con el ser y la actividad que Cristo transmitió a aquélla.

A la Iglesia se le ha prometido la verdad salví­fica, que ella transmite a los que todaví­a no la conocen. La Iglesia es el kerygma de la «salvación en Cristo», que murió y resucitó, para todos los que creen en él. A la Iglesia se le han confiado los sacramentos; y ella los administra (sobre todo el bautismo) para que «todo el que cree y se bautiza, alcance la salvación». La Iglesia ha recibido de su cabeza aquella autoridad que le hace posible dirigir la vida de su organismo salví­fico; esta autoridad – una forma del amor – es una obra de servicio. M. no es otra cosa que la transmisión de estas estructuras; ella crea las nuevas comunidades como Iglesias jerárquicamente constituidas, que se agrupan en torno a los obispos como sucesores de los apóstoles (Mt 28, 20).

En estas tres dimensiones: fe, sacramentos y jerarquí­a, se realiza la m., que transmite lo que es esencial a la Iglesia visible, a saber, el ser cuerpo vivo de la Iglesia invisible.

Por tanto, esta extensión de la Iglesia es según su esencia una realidad especí­ficamente sagrada; y se distingue esencialmente de las expansiones mundanas de tipo técnico, económico, cultural y polí­tico. León xiii, en su interpretación de Mt 22, 21, confirma claramente la doctrina de las dos societates perfectae; y sus sucesores se han apoyado en él por lo que se refiere al trabajo misionero (cf. Pí­o xi, Carta a los obispos de China, del 15-6-1926: AAS [1926] 303-307, entre otros documentos). Aunque los fines inmediatos de la Iglesia y del Estado son diferentes, sin embargo no puede dudarse de que, en su destinación última, la sociedad humana y terrestre, lo mismo que las restantes realidades de la creación, a través de la salvación del hombre están dirigidas a la glorificación de Dios. Y así­ la Iglesia es aquella comunidad sagrada y sobrenatural en la que a la postre se recapitulan todos los esfuerzos humanos (cf. el Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, n° 9).

Esta orientación misionera presentó y presentará formas diversas en la historia concreta: 1º. En una sociedad anticristiana el trabajo misionero de la Iglesia tropezará con la oposición e incluso con persecuciones, también y precisamente en el ámbito propiamente religioso. 2° En una sociedad claramente favorable al cristianismo (como la del imperio romano después de Constantino) o directamente cristiana (como la de España y Portugal durante el renacimiento), los esfuerzos por la propagación de las misiones hallan un apoyo que hasta ahora ha sido considerado como un «deber de las naciones cristianas». Este apoyo se muestra sobre todo en la disposición de los hombres a colaborar en esa obra mediante la ayuda económica y la protección polí­tica; y a veces llegó a ejercerse presión para conseguir la conversión de los pueblos sometidos a tales naciones. Pero en principio la Iglesia sólo puede aceptar un apoyo adecuado al fin de la m., que por tanto debe ser compatible con la libertad de las conversiones. Este ideal no siempre se ha conseguido. Las empresas polí­tico-religiosas, en las que quedaron aprisionadas las m., han conducido más y más al deseo de autonomí­a en la obra misionera, renunciando a una ayuda que pone en entredicho sus intenciones y su acción (fundación de la Congregación de propaganda fide el año 1622 en Roma). 3° Las sociedades pluralistas en el aspecto religioso establecen una separación entre el ámbito sagrado y el mundano. Pero esta separación que se da por principio no excluye una colaboración con el reconocimiento y aprecio mutuo en los llamados campos «mixtos» que afectan al bien común, p. ej., en la atención a los enfermos, en las obras caritativas, en las escuelas. De hecho en el moderno trabajo misional esta forma de cooperación y esta visión han prevalecido.

La Iglesia de las misiones, dentro del marco del respeto a la ley y a los principios de la ética, exige el reconocimiento de su derecho a «defender, ejercer y propagar» la religión cristiana (cf. Constitución de la India, art. 17).

b) La misión es m. para la Iglesia. La m., cuyo origen es la vida de la Iglesia en su totalidad, ve su auténtica tarea en la transmisión de esta vida a todos los grupos de hombres que todaví­a no la poseen. La m. tiende, pues, a implantar «la Iglesia en un determinado mundo socio-religioso» (cf. todo el cap. ii y in del Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia). Tanto en el campo católico como en el protestante se defendieron diversas posiciones sobre el «fin especifico» de la m., las cuales generalmente estaban formuladas en forma contraria. Según una de las definiciones la m. tiene la tarea de salvar las almas. Pero esa definición se mantiene en un terreno demasiado genérico. Se intentó una diferenciación más tajante, puntualizando los términos en que ha de desarrollarse: predicación del evangelio, conducción al bautismo, implantación de la Iglesia, afianzamiento de la Iglesia en un paí­s, etc… Una sí­ntesis de estos puntos de vista se logrará mediante la descripción de lo que la m. significa para la Iglesia.

El esquema clásico del trabajo misional es el siguiente:
1º. Toma de contacto de los misioneros con la población por medio de obras buenas o una actividad educativa a través de instituciones permanentes.

2º. Predicación del evangelio, que a veces exige una inversión de la concepción de la existencia y del mundo que implí­cita o explí­citamente existe antes de la evangelización (monismo indio, negación budista de la persona, etc.), o incluso una inversión de la religión (politeí­smo, magia). Esa predicación del evangelio consiste esencialmente en guiar a los hombres hacia Cristo; su meta es la fe en su totalidad y el deseo de una penetración más profunda.

3.° Catecumenado: Se trata en él de educar a los creyentes para una coincidencia esencial en la fe, para «hacerlos discí­pulos». El concepto matheteúein usado en el Evangelio reviste muchas significaciones; en general significa: enseñar a alguien la verdad formulada en frases, hacerle comprensible la actitud frente a la vida que debe adoptar, comunicarle más y más las exigencias del cristianismo y moverle a su aceptación, y sobre todo conducirlo a que se «revista de Cristo» y se apropie su manera de ser. Así­ surge la llamada «comunidad de catecúmenos». Se trata ahí­ de una larga tarea que nunca está concluida, pero que en esencia ha de quedar asegurada cuando la Iglesia recibe a los catecúmenos.

4.° Esta recepción se produce por los tres sacramentos de la iniciación: bautismo, eucaristí­a, confirmación. En principio éstos se administran en forma comunitaria, por lo menos a los adultos. De suyo la comunidad bautismal en la fe y la eucarí­stica en el amor es la Iglesia local, aunque esté gravada con defectos.

5.° La próxima tarea consiste en crear una comunidad adulta, que con mucha frecuencia ha de vivir aislada en medio de un ambiente no cristiano. En esta fase se trata de hacer operante la vida cristiana en todos los campos mediante las obras y una educación integral, de despertar en la comunidad una conciencia de Iglesia que la haga responsable de su propia vida, de infundirle la conciencia de su deber de testimonio y difusión. Los tres factores visibles de este crecimiento de una Iglesia joven son: familias cristianas, sacerdotes indí­genas y acción católica local.

6.° Conclusión: Este proceso nunca está concluido. Pero el elemento nuclear de una Iglesia local se consigue cuando ella recibe un obispo, por el que se hace posible la vida cristiana en su forma plena. Sin embargo, propiamente ese momento cumbre sólo se alcanza cuando «la Iglesia local alumbra un obispo de sus propias filas». Con ello se consuma esencialmente la tarea misionera, pues de este modo se cierra el perí­odo en que la vida cristiana recibí­a sus estí­mulos desde fuera.

7° Incorporación a la Iglesia universal. Pero hay que establecer todaví­a e intensificar las relaciones de esta joven Iglesia con todas las Iglesias locales, las células de la única Iglesia universal, y con su punto central, el obispo de Roma. Las primeras relaciones, basadas en la dependencia y la aportación constante de fuera, se transforman en unas relaciones de igualdad y de intercambio mutuo, en «un encuentro de mutuo dar y recibir». Ahora bien, esta koinoní­a no se limita a las diócesis de un paí­s, sino que se extiende a toda la oikoumene. Mas por razones prácticas es útil que las «órdenes misioneras» – ahora con una función subordinada – sigan ayudando a las Iglesias jóvenes a través de especialistas y que las diócesis fuertes, las cuales disponen de una antigua y prestigiosa comunidad, ayuden a las Iglesias jóvenes y todaví­a débiles.

Pero los grandes auxilios y el plan general de distribución permanecen en manos de los organismos centrales de la Iglesia, que aúnan sus esfuerzos de cara al mundo entero y a la totalidad de la Iglesia.

c) La misión se produce a través de la Iglesia. La m. se produce a través de aquellas Iglesias que ya han echado raí­ces y que, por tanto, tienen el deber de misionar. La función expansiva o misionera de la Iglesia fue considerada durante largo tiempo como una realidad añadida a su vida normal, la cual propiamente estaba sólo en manos de especialistas, a saber, los misioneros y sus auxiliares, que han recibido una vocación especial. Eso es exacto en el sentido de que la entrega total de una vida por la obra misionera de la Iglesia es y será una vocación muy concreta de un pequeño número de cristianos magnánimos. Pero la m. mundial en su totalidad sólo puede llevarla a cabo la Iglesia entera (cf. todo el cap. vr del Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia).

1º. La función misionera es esencial a la Iglesia y, por tanto, le corresponde necesariamente. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, que como cabeza vivificadora le confiere su propio carácter; él conserva su vida, la fomenta y determina su crecimiento. Cristo es el amor de Dios llegado a nosotros; el amor mutuo hace que él y los cristianos seamos un solo cuerpo. El amor en la Iglesia es, pues, el amor de Cristo. Cristo ama a la humanidad y quiere atraerla hacia sí­ en su totalidad; desea comunicársele por el mensaje del evangelio; la quiere como Iglesia y comunidad de la salvación. Esta voluntad «universal» de una unidad total pertenece a la esencia de Cristo como cabeza de la humanidad. Y esa dinámica se debe al Espí­ritu Santo que Cristo ha enviado a la Iglesia (el cuerpo de Cristo). Una Iglesia que en su intención y función fundamental no fuera universal ya no seria la Iglesia de Jesucristo. La inmovilidad serí­a el signo de su muerte.

2.° Todo cristiano, por el hecho de que participa del amor de Cristo, coopera necesariamente en la extensión de la Iglesia. El amor en cada individuo está sometido a las mismas exigencias fundamentales que en la totalidad. No es una propiedad casual, dada a unos pocos (como, p. ej., los carismas). El amor es la esencia de los cristianos y les comunica aquella destinación sobrenatural que según su intención es dinámica, misionera y universal, es decir, católica.

3.° Este amor misionero tiene su fundamento en los sacramentos, que recibe cada individuo, y su expresión en las diversas funciones que corresponden a cada uno, en el «misterio» del amor que lo abarca todo. a) cada cristiano experimenta el amor en los sacramentos de la iniciación: bautismo, eucaristí­a, confirmación; y lo alimenta en la eucaristí­a. En adelante el cristiano participa en la tarea de la m., que él apoya con su oración, con el sacrificio económico y, en circunstancias, mediante una vocación al servicio directo a la difusión de la Iglesia en virtud de una delegación del obispo (misioneros seglares). b) Aquellos que consagran toda su vida a Dios, sean clérigos o laicos, asumen la obligación de apoyar la difusión de la Iglesia por la m. Su vida – bien esté consagrada a la contemplación, bien se halle obligada a una determinada tarea de la orden – ha de orientarse hacia esta perspectiva universal y activa. c) En el orden de las funciones que por esencia corresponden a la Iglesia los obispos representan la plenitud del sacerdocio de Cristo, y con ello participan de la dimensión universal del sacerdocio. Bajo la autoridad de Pedro y de sus sucesores, pesa sobre ellos la responsabilidad y la suprema obligación en orden a la extensión de la Iglesia. La aceptación de una determinada sede episcopal ordena su servicio de amor en primer lugar a los habitantes de su territorio, pero no limita a éstos su preocupación pastoral. Aquí­ tiene validez la ley de que la Iglesia entera alimenta la vida de una diócesis y la diócesis por su parte contribuye a la vida y al crecimiento de la Iglesia entera.

En virtud de estos datos eclesiológicos todo obispo, de acuerdo con las declaraciones de los últimos papas, junto con su diócesis debe apoyar la obra misionera con oraciones, ayuda económica y sobre todo vocaciones, «incluso cuando su diócesis misma se halle en una situación difí­cil». El episcopado en conjunto (conferencias episcopales, etc.) está obligado a contribuir a la difusión de la Iglesia por la m.; ésta es su tarea más importante junto al apostolado en la Iglesia ya existente. El sacerdote de acuerdo con su posición participa de esta tarea episcopal. d) En todas las empresas misionales corresponde al papa una función central. Como primer maestro del mensaje anunciado por la m., como sujeto supremo de la potestad sagrada sobre los sacramentos administrados en la m. y como primero en la jerarquí­a del servicio sagrado, cuya institución prepara la m., tiene también la suprema responsabilidad por el espí­ritu misionero en la Iglesia.

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II. Historia y situación actual
La m. dada con la esencia de la Iglesia se produce a través de la Iglesia presente y en bien de la Iglesia futura. Se difunde a través de los tiempos en los diversos ámbitos de vida humana por la actividad de diversos mediadores. Frente al mundo en general y al mundo polí­tico en particular, en el curso de la historia la m. ha tenido que soportar situaciones muy diversas. En todas ellas el fin de la Iglesia ha sido preparar y realizar en los ámbitos de vida que antes no eran cristianos los estadios anteriormente diseña-dos como camino hacia la comunidad eclesiástica, e igualmente penetrar en esos ámbitos con su espí­ritu y actividad.

Estos esfuerzos no siempre han sido coronados por el éxito. Muchas veces la Iglesia local erigida por la m., después de éxitos iniciales, sucumbió en el torrente de los acontecimientos; a veces logró echar raí­ces y continuar su trabajo.

El siguiente esquema está trazado mirando a amplios grupos humanos con caracteres socio-culturales y religiosos relativamente homogéneos, que designamos con la palabra «mundos». En conjunto se trata – atendiendo a la situación histórica en su origen – de mundos temporalmente sucesivos, los cuales, sin embargo, con el progreso de la historia entran luego en una situación de simultaneidad temporal tanto en la relación con la historia del mundo como en lo relativo a la actividad misionera.

A) El mundo romano
1.Periodo apostólico
2.Primera difusión postapostólica
3.Epoca constantiniana
B) El mundo no romano de occidente
C) El mundo no occidental de la edad media
1.El islam
2.Los mongoles
3.India e Insulindia
4.ífrica
5.Resumen
D) El mundo no occidental en el tiempo de los descubrimientos y del dominio colonial
1.ífrica
2.Los indios americanos
a) América española
b) América portuguesa
c) Canadá
3. Asia
a) El mundo de la India
b) El mundo de China
c) El mundo de Indochina, de Indonesia y de las Filipinas.

d)El mundo japonés
4. Resumen
E) El moderno mundo colonial
1. Anotaciones generales
2. Renovación de las misiones en Asia
a) El mundo hinduista
b) El mundo budista del Hinayina
c) El mundo del Lejano Oriente del sur
d) El mundo de China
e) El mundo japonés
3. El mundo de Oceaní­a
4. El mundo de los indios americanos
5. El mundo africano del animismo
6. El mundo islámico
F) El mundo en la época de la descolonización
1. Anotaciones fundamentales sobre el tiempo posterior al año 1945
2. Los esfuerzos actuales de la Iglesia en torno a la:
a) acomodación a las tendencias de independencia
b) acomodación a los cambios urbanos e industriales
c) acomodación al pluralismo religioso y cultural
d) acomodación al mundo adulto de los laicos
e) acomodación a la solidaridad mundial

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica