Un tema de las profecías mesiánicas del AT es la misión de Cristo. La predicción concentró su atención en tres aspectos de su misión en particular. Tendría el papel de profeta (Dt. 18:18; Is. 61:1–3), desempeñaría los deberes de un rey (Sal. 2:7; Is. 11:1–5), ejecutaría las funciones de un sacerdote (Sal. 110:4; Zac. 6:13). Además de esto, está la figura del Siervo Sufriente, que lleva el pecado de muchos, lo que entendido a la luz del NT indica la forma en que la labor del sacerdote ideal se llevaría a cabo (Hch. 8:35; Heb. 9:12).
Durante el período intertestamentario, las exigencias políticas colorearon la interpretación de estas profecías. Muchos supusieron que el Mesías (véase) esperado sería principalmente un tipo de los antiguos jueces que se levantaron para liberar al pueblo en tiempos de emergencia; y que, una vez lograda su victoria, reinaría como sucesor de David con dominio muy extendido. El Tárgum de Is. 52:13–53:12, aunque de fecha tardía, quizás representa la interpretación errónea de este pasaje en los tiempos de Jesús. Un tipo de expectación diferente se encuentra en los Manuscritos del Mar Muerto. La comunidad que los produjo parece que hubiera esperado tres personas distintas que tendrían una misión mesiánica, un sacerdote aarónico, un rey davídico, y un profeta como Moisés.
Que Jesús mismo tenía una conciencia de misión que corresponde a la profecía es evidente por muchos de sus dichos. Cuando leyó de Is. 61 en la sinagoga de Nazaret, dijo que el profeta había escrito sobre él (Lc. 4:16–21). Otro aspecto de su misión que a menudo mencionó fue el propósito de salvar al pecador (Mr. 2:17; Mt. 9:13; Lc. 5:32; Mt. 18:11; Lc. 19:10). Reclamó para sí la autoridad para perdonar pecados (Mr. 2:9; Lc. 7:48); pero esto dependía de su muerte sacrificial por el pecado, aun cuando fuera ejercida dicha autoridad antes de que su muerte se llevase a cabo (Mr. 10:45; Mt. 26:28; Jn. 10:11–18; Hch. 5:31). Le describió su muerte a Nicodemo como teniendo en cuenta la salvación eterna de aquellos que confiaran en él (Jn. 3:15). No obstante, las funciones proféticas y redentoras de su misión, aunque de vital importancia, están subordinadas a su fin último, el establecimiento del Reino de Dios entre los hombres. A la pregunta de Pilato: «¿Luego, eres tú rey?», respondió: «Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad» (Jn. 18:37). Debido a que su reino no era de este mundo sino espiritual, sólo atrajo a aquellos que reconocían la verdad y respondían a ella. Siendo él mismo el Ejemplar perfecto del reino, se entregó en exitoso conflicto a su favor contra los poderes del mal, notablemente en el desierto (Mt. 4:1–11) echando fuera demonios (Lc. 11:20), y en el Calvario (Col. 2:15). Para que el reino se extendiese, comisionó a sus apóstoles y envió al Espíritu en Pentecostés (Hch. 1:6–8). A través del testimonio de la iglesia continúa extendiéndolo; y cuando vuelva a juntar a todos sus verdaderos siervos en el reino en gloria, será abundantemente evidente que su misión no fue en vano (Mt. 13:43; 25:34; Ap. 7:9).
Véase también, Los Oficios de Cristo.
William J. Cameron
Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (397). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología