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Desde una perspectiva cristiana, el hombre tiene que situarse en un mundo pluriforme, al cual ha venido a salvar el mismo Hijo de Dios. Jesús instituyó la Iglesia para que testifique su venida redentora y lleve su mensaje de salvación a todos los hombres.
Y la Iglesia cumple su misión anunciando a Jesús encarnado, el cual pasó la mayor parte de su vida cronológica como sencillo trabajador en Galilea. El, que era la fuente de toda verdad y de todo amor, se hizo servidor (ministro) de los hombres y declaró sin rodeos: «El Hijo del hombre ha venido a servir y no a ser servido» (Mt. 20.28 y Filip. 2.7)
Su invitación a sus discípulos fue clara en este sentido: «El que quiera ser el mayor entre vosotros ha de ser vuestro servidor (ministro).» (Mt. 20.26 y 23.11)
1. Teología ministerial
Con este principio evangélico es normal que en la Iglesia se haya entendido y extendido una interesante corriente teológica en torno a los servicios de los creyentes a todos los hombres. Esa inquietud por el servicio de caridad a los hermanos se presenta como esencial en el cristianismo. Para el creyente el trabajo se convierte en algo más que en modo de subsistencia; pasa a ser un lenguaje de convivencia. Sabe ver él el medio de actuar en favor de los demás. Y se siente desafiado, cuando entiende que Dios le pide cada vez más en beneficio del prójimo. Se siente servidor del hombre cuanto más se define servidor de Dios.
La labor del cristiano tiene la doble dimensión profana y eclesial. El se pregunta por lo que tiene que hacer en la vida y en el mundo y por lo que puede y debe hacer al servicio de los hombres.
Es importante educar al niño y al joven para que cumplan con sus deberes naturales de laboriosidad y de solidaridad. Pero es más necesario educarles como cristianos para que asuman su responsabilidad eclesial y descubran su vocación de miembros del Cuerpo Místico en el que cada uno tiene su misión.
Entendida la Iglesia como comunidad de comunidades, situada en el mundo de forma activa, consciente de su misión de servir a los hombres y de anunciar el Evangelio, siempre ha proclamado que el trabo humano es un servicio querido por Dios y que las tareas eclesiales son un deber de todo creyente.
La Teología de los ministerios parte de la realidad humana y radical del trabajo como necesidad y como deber. Sobre la realidad natural (antropológica) elabora los planteamientos espirituales (teológicos), proclamando que es preciso repartir y compartir las misiones eclesiales para bien de la comunidad de los creyentes en Cristo. Jesús quiso que en la Iglesia haya diversidad de servicios y haya complementariedad de funciones. El programa se halla en las cartas de S. Pablo (1. Cor. cap 12).
Y por eso se ha desarrollado la «Teología de los ministerios». Y se ha presentado como forma de desclerificar la comunidad cristiana. Se ha resaltado la importancia del «ministerio» de cada bautizado y no sólo la «del ministerio ordenado» por el sacramento del sacerdocio.
Cada persona, en el cumplimiento de sus deberes y en la variedad de las actividades, es ministro responsable y colaborador en la caridad y en la Evangelización. Ello hace posible la vida cristiana en un mundo que progresa y en una Iglesia que se encarna en él.
2. Trabajo como fuente.
En la Iglesia siempre se ha considerado el trabajo como el primer deber del hombre. Y se ha pedido a los cristianos que miren cualquier profesión en clave de servicio eclesial. Se debe superar el riesgo de separar lo que es creencia religiosa y lo que es trabajo cotidiano.
Uno de los primeros reclamos que aparece en en la Escritura es la misión de trabajar que Dios confió a los hombres. «El Señor Dios plantó un jardín en el Edén y colocó al hombre en él para que lo guardase y lo cultivase». (Gen 1. 27-29 y 2. 15). El sentido punitivo del trabajo vendría después, por motivo del pecado: «Comerás el pan con el sudor de tu frente.» (Gn. 3.17)
Para los creyentes no puede darse esa división radical: actividad creadora y castigo. Ellos ejercen su profesión en el mundo, o deben ejercerla, pensando de alguna manera que todos los hombres son hermanos.
S. Pablo condenaba la ociosidad como fuente de desorden. Decía a los Tesalonicenses: «Cada uno tenga su propio trabajo y viva de él» (1 Tes. 2.9 y 4.11) y les reclamaba: «El que no trabaja que no coma.» (2 Tes. 3.10)
Además, los cristianos saben que en la Iglesia se necesitan muchos servicios y dedicaciones, especialmente relacionados con el Reino de Dios. Deben ser realizados por los que se sienten miembros del Cuerpo Místico.
San Pablo expresaba esta dimensión eclesial del trabajo con el programa que sería básico en el cristianismo:
«Cada uno debe examinar su propia conducta, pero la suya, no la del vecino, para que se sienta lleno de satisfacción. Nadie debe retirar el hombro a la hora de llevar la propia carga…
Pero no nos debemos cansar de hacer el bien a los demás; a su tiempo recogeremos magnífica cosecha. Aprovechemos cualquier oportunidad para hacer el bien a todos, sobre todo a aquellos que son nuestros hermanos en la fe». (Gal. 6. 7-10)
2.1. Creación y trabajo
El hombre, puesto por Dios en el mundo, se siente criatura y, por lo tanto, dependiente de la voluntad divina. Agradece al Señor el haberle dado la capacidad de actuar para realizarse como persona activa y libre y para relacionarse con los demás seres humanos con esfuerzos, servicios y obras.
El hecho de que el hombre sea también creador de las realidades y de los progresos del mundo le engrandece y ennoblece. Por torpe que sea su acción y por excelente que resulte la de un animal irracional, sabe que lo humano supera en dignidad y profundidad a todo lo que proceda de los demás seres. Sólo la opción humana puede ser libre y solo la conciencia humana puede ser responsable y acercarse o alejarse de Dios.
Cuando el cristiano descubre el sentido de Iglesia, entiende que su trabajo tiene valor de servicio y de colaboración con los demás hijos de Dios. Entonces sus perspectivas se elevan y le es posible mirar con ojos de fe las oportunida des y las opciones que asume. En lenguaje cristiano, el labrador que cultiva la tierra, el constructor que eleva edificios o el médico que cura enfermos, antes que un trabajo rentable para sí, realizan acciones dichosas para los demás. Las bases de una visión cristiana del trabajo humano pueden situarse en esa voluntad de Dios, que ha querido que el hombre, que es criatura, colabore con El en este mundo como asociado a la obra de la continua creación.
2.2. Antropología y sociología En consecuencia, el hombre se define, visto en sí mismo (antropología), como un ser creativo, activo y necesariamente laboral. Ha nacido para trabajar y trabaja para vivir. Es ley de la naturaleza obtener resultados provechosos que le permitan sobrevivir y convivir: cada uno como persona y cada uno como solidario con cuantas personas se vinculan con él.
Pero además el hombre es radicalmente social (sociología); el hacer algo provechoso, el tener una profesión o un oficio, el ser solidario, es decisivo para la armonía en la convivencia y para la orientación de la existencia.
El hombre sirve a los demás con los frutos de sus trabajo y ejerce en la sociedad humana un ministerio general, pero imprescindible. Es la fuente y fundamento de la paz, del progreso, de la armonía y de la supervivencia social.
En la humanidad, tal como Dios la ha diseñado, el trabajo es el ministerio radical, universal, que más define la identidad de cuantos la componen.
2.3. Honradez y profesionalidad
Con lo dicho, es fácil entender que el hombre debe trabajar para sí y para los demás. Llamamos honradez y honestidad a la actitud de realizar el trabajo obligado con dignidad y el no obligado con generosidad.
Es honradez el elegir, preparar y ejercer un trabajo profesional digno, honesto y beneficioso para todos. Y los es el realizarlo con perfección y con proyección. La honradez hace al hombre coherente con sus responsabilidades morales y profesionales. Es equivalente a dignidad moral, a sensibilidad ante la propia conciencia, a satisfacción ante sí mismo y a generosidad y grandeza de ánimo ante los demás.
El término es sinónimo de rectitud, de probidad, de integridad ética: – La rectitud alude a los criterios de comportamiento, que se ajustan al deber y a la conveniencia en cada situación.
– La probidad se refiere al servicio adecuado a los demás, el cual se define como digno por su concordancia con la justicia y la solidaridad.
– La integridad recoge la fortaleza de ánimo ante el deber, la cual impulsa a no vacilar en lo que se debe hacer en cada momento.
La «honradez» se presenta así como valor y como virtud. Ella hace posible sentir el honor ante sí y ante los demás (honra), en función de las normas sociales y de las exigencias naturales.
– Es valor, pues refleja una riqueza moral, incomparablemente mejor que su contraria, a la cual, a falta de antónimo castellano, la llamamos «falta de honradez» y fuente de «deshonra» ante los otros. Es honrado el que es justo y actúa con respeto, proporción y adaptación.
– Es virtud por proceder de la repetición de muchos actos buenos y, por lo tanto, de muchos esfuerzos solidarios. Ello supone fortaleza, vencimiento, energía moral y conciencia ética, amor al prójimo por quien se trabaja.
– Tal virtud y tal valor sólo se desarrollan con el cultivo de hábitos de bien obrar. Por eso cultivar el sentido de solidaridad y el espíritu de servicio a los hombres es condición de crecimiento espiritual. Ayuda la sensibilidad innata ante el deber. Pero no es suficiente las propensiones naturales buenas, sino que es preciso el esfuerzo propio, las experiencias ajenas de apoyo y la reflexión frecuente sobre las exigencias del deber y sobre las necesidades de los demás.
Cuando el hombre realiza cualquier acción beneficiosa para sí y para los demás, pone en juego su honradez si lo hace con consciencia y en conciencia. Por eso es tan importante educar desde los primero años para caminar en esta dirección.
2.4. Elección profesional
La elección o aceptación de un trabajo fijo preferido (profesión), para el que se cuenta con cualidades y por el que siente atractivos, entra de alguna forma en el campo de la conciencia como deber y en el terreno de la convivencia como posibilidad de servicios excelentes.
El hombre debe, pues, elegir con acierto y ejercer con satisfacción su profesión. La naturaleza reclama a cada hombre, en la medida de lo posible, trabajar en lo que puede ser más útil para sí mismo y para los demás, pero en conformidad con sus posibilidades mentales, afectivas, morales y sociales.
Pero el cristiano deber ver en tal elección, preparación y ejercicio una oportunidad de colaborar con Dios y también una forma de servir a los hombres.
Si sólo mira el aspecto social y personal de una profesión, y de la «vocación» que lleva a ella, se queda en un terreno de naturaleza. Si piensa que, detrás de esa elección y ejercicio, late la voluntad de Dios, entonces se mueve en el terreno del Evangelio.
Los cristianos están llamados a hacer todas las cosas por Dios y a dar sentido trascendente a sus compromisos laborales. Tales perspectivas son muy superiores a la simple motivación humana:
– La vocación en general es una llamada de Dios, que se precisa por la simpatía y las aptitudes de que El mismo adornó a cada hombre.
– La profesión es la acción preferente en un terreno laboral, para el que uno se prepara, en conformidad con una vocación que se siente interiormente.
– Hay que enseñar a todos los hombres, sobre todo a los niños y jóvenes, que pensar en el futuro profesional no es sólo hacer balance de ventajas, de riesgos y de beneficios. Es diseñar ideales de vida humana con ópticas evangélicas.
2.5. Ideales de vida
El cristiano tiene que situar sus proyectos de vida y de acción en el contexto de sus compromisos bautismales, para con Dios y para con los hombres. En virtud de la pertenencia al Cuerpo Místico, la vida del cristiano no le puede interesar a él sólo, sino que también tiene que ver con el resto de la Iglesia.
No hay que apreciar los esfuerzos vocacionales y profesionales desde una plataforma de meros intereses materiales. Serían ideales meramente humanos: mercantiles, egoístas, pobres. Se precisa conformarlos con el modelo de Jesús, que también desarrolló vida de trabajador durante la mayor parte de su existencia terrena.
Hay muchas formas de equivocarse y elegir y desarrollar caminos profesionales al margen del plan de Dios.
– Los pragmatistas y egoístas se sólo se centran en intereses, ganancias, pérdidas, ventajas, utilidades.
– Los utópicos e idealistas se evaden con ensueños y se embarcan en aventuras superficiales y poco conformes con la prudencia cristiana.
– Los perezosos y amorfos rehuyen el esfuerzo de elegir y de prepararse y sólo aspiran a una existencia lánguida, cómoda y egocéntrica.
– Los orgullosos y vanidosos pretenden ante todo sobresalir ante los demás, sin apenas sentido del servicio.
A estos y a otros muchos, resulta imposible descubrir el valor creativo y espiritual de la acción humana. El cristiano va por otros caminos. Se acomoda a lo que Dios espera de él y construye ideales teniendo en cuenta los designios de la Providencia, pensando en el Reino de Dios de forma prioritaria y buscando el bien de los hombres.
3. Ministerios eclesiales
Con la perspectiva general expuesta, resulta fácil entender que, también en la Iglesia, Dios quiere que cada uno aporte sus capacidades, disponibilidades y afectos en la dirección que mejor responda a los reclamos humanos.
El Catecismo de la Iglesia Católica dice a los cristianos: «Todos los fieles, también los laicos, están encargados por Dios del Apostolado en virtud del Bautismo que han recibido y de la Confirmación que les ha fortalecido.
Por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente y agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra.
Esta obligación es tanto más apremiante, cuanto que por su medio pueden los demás hombres oír el Evangelio y conocer a Cristo. (Nº 900)
3.1. Variedad de ministerios.
La Iglesia siempre ha invitado a sus miembros a servir a los hombres en sus trabajos humanos; pero también les ha reclamado para que añada, con desinterés y generosidad, los diversos esfuerzos que pueden realizar por los demás por caridad y sin buscar rentabilidad.
Y son muchos los cristianos que responden entregando toda o parte de su vida a una labor apostólica y solidaria con los demás. Como las necesidades humanas son muchas, es normal que las tareas eclesiales se hayan multiplicado enormemente. Y, por eso, los servicios eclesiales, orientados a la extensión del Reino de Dios y a la vivencia interior del Cuerpo Místico de Cristo, pueden agruparse según las diversas maneras de ejercer la caridad: beneficencia y asistencia, predicación y evangelización, animación de la fe mediante la plegaria y la vida sacramental, etc.
3.2. Ministerios de la Caridad.
Se pueden denominar así a todas aquellas tareas que benefician a los hombres en sus necesidades materiales, morales y espirituales, cuando no se hallan satisfechas en los mínimos imprescindibles para le existencia humana digna.
– Atención de enfermos y moribundos.
– La limosna a los necesitados.
– El cuidado de expósitos, huérfanos, ancianos y marginados.
– El servicio de los indigentes, transeúntes y emigrantes, refugiados.
– La ayuda a los desempleados, marginados y encarcelados.
– El consuelo de tristes, fracasados y angustiados, etc.
Lo común a todos los ministerios de caridad es acoger, como Cristo acogía, a cuantos se hallan abandonados a su suerte y no encuentran entrañas de misericordia en los demás hombres, sobre todo en los fuertes.
Son ministerios tiernamente reflejados en las palabras de Jesús: «Venid a mi todos los que estáis afligidos y yo os aliviaré» (Mt. 11.28). Los primeros discípulos las entendieron perfectamente, como vemos en el relato de sus primerasacciones: «Vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos según sus necesidad.» (Hech. 2.44).
Los que siguieron las enseñanzas de Jesús como Maestro se prolongaron a lo largo de los siglos.
Su actitud generosa prolongó en la Historia la misericordia del mismo Padre del cielo. Y fue su ejemplo el principal atractivo de los seguidores de Jesús.
3.3. Ministerios de la Palabra.
Se presentaron siempre paralelos a los servicios de la caridad. Son los que sitúan la proclamación del mensaje revelado por Dios en el centro de las inquietudes apostólicas.
El mandato misional del mismo Jesús (Mt. 28. 20), es el inspirador de ministerios como los siguientes:
– Evangelización o primer anuncio misional a paganos e increyentes.
– Predicación o proclamación de la verdad a todos los hombres.
– Homilía o celebración litúrgica de la Palabra recibido de Dios y ofrecida a los hermanos para hacerla vida.
– Educación cristiana, con la instrucción profana y la formación religiosa.
– Catequesis, sobre todo de niños y jóvenes, como proceso de iniciación en la fe y en la vida cristiana, sobre todo con referencia a los sacramentos.
– Estudio y cultivo de la Teología iluminadora de la fe y de las ciencias religiosas y enseñanza de sus principios a los que pueden sentirse inquietos por ellos.
– La buena prensa y los medios audiovisuales puestos al servicio de la fe, pues tanto pueden influir para bien o para mal.
Estos ministerios se hallan especialmente vinculados al mandato que Jesús dio a sus seguidores de ir por todo el mundo anunciando el Reino de Dios. Reflejan su misma acción profética y expresan el deseo de todos los que le siguen de que su mensaje de salvación llegue a todos los hombres.
3.4. Ministerios de la plegaria.
Son los promotores de la Liturgia y de la celebración de los sacramentos y de los recuerdos del Señor. Tienen en común la promoción de la vida de oración y de fe; y se desenvuelven con la promoción de encuentros fraternos, de convivencias espirituales, de movimientos y asociaciones que buscan promover mejor vida evangélica.
Son ministerios de oración y plegaria, de encuentro y celebración, entre otros:
– La vida contemplativa como testimonio de Dios ante los hombres del mundo y como recuerdo de lo trascendente.
– La promoción de la liturgia y de las celebraciones religiosas cristianas.
– La animación sacramental en el pueblo cristiano, sobre todo en referencia a los sacramentos que requieren una especial preparación.
– El culto eucarístico: adoración, participación, comunión, por ser la Eucaristía el sacramento de la presencia de Dios mismo entre los hombres.
– También la animación de movimientos penitenciales y grupos reparadores.
– Las diversas obras de piedad y devoción: cofradías, santuarios, peregrinaciones, etc.
– Entre estos ministerios sobresale el de los padres cristianos, cuando educan a sus hijos en la virtud y les enseñan a dirigirse a Dios para dar sentido a sus vidas desde los primeros años.
4. Vocación eclesial y ministerios
La solidaridad eclesial, incluso en una perspectiva humana, reclama una atención y un recuerdo a la existencia de proyectos divinos sobre cada uno de los seguidores de su Hijo.
Dios ha llamado y sigue llamando a los hombres, en general y en particular: en general les llama a una labor en la vida, a la cual llamamos profesión o trabajo y para ella les da cualidades humanas adecuadas: en particular les pide a los miembros de la Iglesia que colaboren en la proclamación del mensaje de salvación y hagan el bien a todos.
Tiene mucha importancia al educar al hombre para que sepa situarse en esta doble dimensión: la general en la vida y la particular en la comunidad creyente.
El cristiano busca su lugar y el mejor camino para situarse en él. Piensa y consulta, observa y compara, siente y vive las propias experiencias y las ajenas. Y sobre todo ora para acertar en el camino que Dios quiere para el.
La disposición positiva para aportar algo concreto a la Comunidad cristiana a la que se pertenece deberá conducirlo a los ministerios apostólicos para los que está dotado: catequesis, oración, animación de grupos, servicios de caridad con los pobres o personas que sufren.
Precisamente esa aportación específica es la que refleja el nivel y la calidad de la pertenencia a la Iglesia y la profundidad de la fe y de la caridad.
Las formas de encontrar ese mejor camino para la labor son diversas:
– Unas veces se logra a través de la comunidad que llamamos Parroquia , en donde se hallan cauces y terrenos de aportación.
– En ocasiones se reciben y escuchan las invitaciones en los grupos, movimientos o servicios menos localizados en un lugar preciso: institutos religiosos, movimientos misioneros o ecuménicos, etc.
– Puede ser que en la conciencia de algunos brote la inspiración interior e independiente que impulse la acción.
– Y es frecuente que la voluntad divina se manifieste por medio de las circunstancias especiales: amigos, compañeros, desgracias, oportunidades.
El camino es secundario. El fin, que es servir a Dios por medio de los hombres, es lo que debe mirarse con preferencia para cumplir la voluntad divina. Lo normal es que un paso conduzca al siguiente sin apenas advertir que es Dios el que habla por medio de las contingencias más sencillas de la vida cotidiana.
5. Ministerios selectos
En esta línea eclesial, es bueno recordar que en la Iglesia se han dado algunos modos, caminos o estados, que a lo largo de los siglos han centrado el sentido ministerial de forma privilegiadas: Institutos y congregaciones religiosas, movimientos y servicios apostólicos, grupos y formas de piedad y oración.
5.1. El estado religioso
Desde los primeros tiempos de la Iglesia muchos cristianos se sintieron llamados a vivir el mensaje de Jesús en forma más exigente y perfecta. Surgieron los institutos, congregaciones, ordenes religiosas: eremitas y cenobitas, monjes, canónigos regulares, frailes mendicantes, sociedades, religiosos laicales, institutos seculares.
5.1.1. Desarrollo
Es interesante comprobar que los ministerios de especial consagración en la Iglesia se han ido desenvolviendo de manera gradual y siempre adaptada a los diversos tiempos y lugares.
En los tiempos apostólicos, ya hubo miembros de la comunidad que se dedicaba a servir a los más necesitados de la comunidad (por ejemplo, los diáconos en Hech. 2. 48; 4. 36; 5. 1-10; 6. 1-7).
Desde el siglo II se conocen cristianos que se retiraban de la vida ordinaria de las ciudades y aldeas para orar y hacer penitencia en la soledad. Prestaban muchos servicios, sobre todo espirituales, a la Iglesia. Luego surgen los cenobitas, agrupados en comunidades o cenobios, con cierta proyección y servicio a los habitantes del entorno.
Cuando más tarde se someten a «Reglas» o normas de vida más uniforme, (S. Basilio en Oriente, s. IV; S. Agustín en Africa, s. V y San Benito en Italia, s. VI) surgen los Monasterios para rezar y trabajar («ora et labora)
En el siglo X se inician ciertos movimientos de canónigos regulares en algunas iglesias o catedrales.
Y en el XII y XIII se multiplican las Ordenes militares para defender la cristiandad y los frailes (hermanos) mendicantes para predicar y enseñar, redimir, consolar.
El siglo XIII representa la floración de esas «órdenes o grupos ministeriales»: franciscanos, dominicos, mercedarios, al mismo tiempos que surgen los contemplativos: cartujos y los hospitalarios.
La Iglesia conoce en las nacientes ciudades grupos con mayor movilidad para la predicación y los servicios de caridad. Los monasterios se complementan con los conventos y los monjes se armonizan con los «hermanos» o frailes. Surgen grupos que atienden hospitales, peregrinos, cautivos, santuarios
A partir de la Edad Moderna los grupos se diversifican: clérigos regulares, grupos misioneros, monasterios femeninos abiertos a la docencia, los grupos hospitalarios. Se atienden los más diversos ministerios: enfermos y dementes (S. Juan de Dios), enseñanza (Sta. Angela de Mérici), enfermos y enseñanza (S. Cayetano de Thiene), escuelas de piedad (S. José de Calasanz)), la mayor gloria de Dios (Compañía de Jesús).
Y con el paso del tiempo, se van divulgando otras formas de vida más abierta para aumentar las formas de servicio: Institutos sacerdotales y laicales, sociedad de vida común, y luego grupos, cofradías, movimientos seculares, para atender mejor a todos los servicios que surgen en la Iglesia.
5.1.2 Vocación y votos
Lo común de todos estos grupos masculinos y femeninos es la vocación y los compromisos.
– La vocación es la llamada que sienten los que entran en ellos, en la «vida religiosa», para determinado servicio: enfermos, enseñanza, misiones… La vocación se requiere para el ministerio específico de cada «instituto». Consiste en la inspiración interior para llevar el género de vida propio de cada Congregación. Supone cualidades humanas y espirituales, al mismo tiempo que voluntad libre para seguir el camino de servicio eclesial que se abre ante sus ojos.
– Los compromisos son los votos religiosos, solemnes o simples, perpetuos o temporales, con los la voluntad se adhiere firmemente a la llamada de Dios para llevar vida de pobreza generosa, de castidad perfecta y de obediencia total. Son los que se consideran los tres consejos más significativos del Evangelio.
Estos «consejos evangélicos» se expresan por la vida entregada a la oración y al apostolado, según cada familia religiosa.
Unas viven más la dedicación a la oración y por eso se llaman de «vida contemplativa»; y otras viven más la «vida activa» para servir a los hombres en diversas necesidades.
5.1.3. Testimonio y servicio
Lo típico de estos ministerios religiosos es la organización que implican los «institutos religiosos» y la dependencia de cada miembro de planes y proyectos colectivos que hacen posible un ministerio más eficaz, más organizado y más eclesial.
Por eso la Iglesia es deudora a todos estos grupos que nacieron para servirla, al mismo tiempos que ellos son deudores a la Iglesia de su fidelidad y de su servcicio.
5.2. Servicios apostólicos
No debemos olvidar los otros ministerios que tantos cristianos han ido desempeñando, sin pertenecer a Institutos religiosos. Han sido decisivos en la Iglesia. Los solemos denominar «ministerios apostólicos por imitar la tarea de los primeros Apóstoles de cuantos proyectos, acciones o servicios fueron realizados por cristianos no vinculados a los Institutos y ordenes religiosas.
Los primeros, y más significativos, son los ministerios «ordenados o sacerdotales, alma del servicio en la Iglesia.
En los últimos siglos, los grupos y formas de vida religiosa se han ido multiplicando portentosamente en la Iglesia.
La misión de todos ellos ha sido siempre el servicio a la Iglesia o comunidad de los cristianos. Se puede decir que no hay necesidad humana o espiritual que no haya hallado alguna respuesta, a través de algunas instituciones religiosas, que se preocuparon de trabajar en ellas. Esclavos, enfermos, peregrinos, ancianos, huérfanos, emigrantes, paganos, moribundos, leprosos, marginados, etc. encontraron siempre alguien que se dedicaba de forma muy específica a su atención preferente.
Entre los miles de Congregaciones o Institutos surgidos en la Historia los hubo de todos los ministerios posibles:
– Unas fueron y son sanitarias y su atención en los enfermos, sobre todo con miras a preparar a los cristianos para la buena muerte y para acoger el sufrimiento con sentido evangélico.
– Otras fueron y son docentes y educativas, al dedicarse con preferencia a obras de catequesis, de promoción cultural, de asistencia a niños y jóvenes.
– Siguen siempre vivas las asistenciales, que trataron siempre de atender a las diversas pobrezas que se dan en el mundo: mendigos, abandonados, marginados, huérfanos, obreros explotados, delincuentes de diverso tipo, etc.
– Y también se multiplicaron las misioneras, cuya labor primordial fue extender el Evangelio en los ambientes en donde nunca se recibió el primer anuncio.
– Siguen en pleno vigor las contemplativas, las penitenciales, las adoradoras, etc. que forman grupos cuyo vivo testimonio de fe son recuerdo perpetuo para todos los creyentes.
La creatividad de la Iglesia, originando nuevas formas de vida apostólica allí donde van apareciendo nuevas necesidades, será siempre inmensa: prensa y medios audiovisuales, drogadicción y marginación juvenil, etc. La Iglesia, como Jesús, está en el mundo para servir y sus ministros y ministerios son inagotables.
5.3. Ministerio catequístico
Entre los ministerios de la palabra merece ser resaltado el catequístico, en el cual la Iglesia siempre se ha desenvuelto con interés, adaptación y acierto.
Ese ministerio reclama dotes especiales de cultura y disponibilidad, de adaptación y de sensibilidad evangélica.
Se puede decir que el ministerio de la catequesis es amplio, urgente y exigente en cuanto a formas de acción y en cuanto a personas dispuestas.
Lo importante es verlo como lo que es: un ministerio que supone el estadio siguiente al de la evangelización y que prepara la celebración.
La catequesis supone que se ha recibido el anuncio evangélico y que se ha aceptado. Entonces la persona creyente experimenta el deseo de clarificar, profundizar, personalizar el mensaje recibido. El ministerio catequístico está para ayudar en ese proceso de maduración en la fe.
Pero, al mismo tiempo, se precisa celebrar y convertir en vida el mensaje recibido, clarificado y profundizado. Hay que llegar al estadio de la celebración. El ministerio catequístico no se contenta sólo con informar e instruir. Tiene que llegar a disponer a los catequizando a celebrar con gozo los dones recibidos.
Es evidente que los «ministros de la catequesis», para dar ambas dimensiones, tienen ellos mismos que haberlas recibido y asimilado.
Con todo no hay que ser demasiado exigentes con los catequistas en cuanto a su preparación y perfeccionamiento. Es preferible la prudencia y cierta moderación tolerante, comprensiva, alentadora para no desanimar.
Los campos, formas y ámbitos de la catequesis, en cuanto proceso de formación educativa, son interminables y casi inabarcables: niños, jóvenes, adultos, enfermos, deficientes, padres, intelectuales, los que se preparan a un sacramento por primera vez, los que quieren actualizar su cultura y su de fe religiosa, los que se mueven en la escuela, en la parroquia, en los grupos más diversos de signo cristiano.
A veces por exigir catequistas perfectos no hay catequistas en un parroquia, en una comunidad escolar o en un movimiento cristiano. El catequista, en cuanto ministro, sirve a la palabra de Dios y camina al mismo tiempo que sus catequizando. Tiene que cultivar la humildad para asumir sus propias limitaciones culturales, morales y espirituales y caminar al frente de sus catequizandos para dar ejemplo. No tiene que ser arrogante, pues nunca será perfecta. Es un ministerio que pide solicitud, bondad, trabajo constante, prudencia, preparación, cultivo progresivo de habiliades y, ante todo y sobre todo, amor al Mensaje y al Señor de quien él lleva el Mensaje.
6. Catequesis y ministerios
En la educación religiosa es imprescindible que se presente la función ministerial de la Iglesia como prolongación del ministerio salvador de Cristo.
Además, en la Iglesia, resulta decisivo el que todo creyente se sienta comprometido con la misión de servir que la Iglesia tiene.
No hay buena catequesis si este campo o dimensión educativa no se trata adecuadamente. Sin él, el cristiano se siente miembro pasivo que «pertenece» a una estructura o sociedad religiosa, no un protagonista de una fe vida y comprometedora.
Por eso es tan importante cultivar y desarrollar temas como los siguientes:
– La realidad del Cuerpo Místico de Cristo y la importancia de que cada miembro cumpla su función.
– La complementariedad entre los creyentes y la posibilidad de transferir las propias riquezas espirituales a los demás.
El dogma de la comunión de los santos es importante en este sentido.
– La existencia de la propia vocación personal y original: la general como hombre que se debe valorar; y la particular como cristiano concreto, que vive en un grupo y debe amar a los demás sirviendo como Jesús mostró su amor tomando la forma de siervo.
– La acogida valiente, al menos como posibilidad, de posibilidades de seguir vocaciones de especial entrega: sacerdotales, religiosas, misioneras, catequísticas, apostólicas, etc. El seguimiento es otra cosa.
Un cristiano cerrado a esas llamadas especiales del Señor carece de algo esencial en el Evangelio.
– Y si no se responde personalmente, la comprensión, apoyo y en su caso promoción de vocaciones al sacerdocio, a las misiones, a la vida religiosa y a los demás servicios de Iglesia.
– Los conocimientos suficientes de los diversos ministerios en la Iglesia: de los apoyados en el sacramento del Orden: sacerdotes, diáconos, obispos, con sus diversas jerarquías: Papas, Arzobispos, patriarcas, cardenales, nuncios, de los que implican las instituciones de servicio eclesial: monjes, frailes, religiosos, institutos seculares, etc.; y también de todos aquellos que dan vida la Iglesia: servicios de caridad, animación sacramental, promoción de oraciones.
Si no se tienen criterios eclesiales claros, los servicios y ministerios se presentan como vacíos y despersonalizados. Si se ha recibido una buena educación del a fe, se descubren como personales, cálidos y comprometedores.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
Los servicios que prolongan en el tiempo el servicio de Jesús
En las comunidades eclesiales, los creyentes están llamados, según su propia vocación y carisma, a desempeñar los diversos servicios o ministerios. Vocaciones, carismas y ministerios constituyen los signos de la presencia activa de Cristo en la Iglesia y en el mundo. En la Iglesia comunión, todo es «diaconal» o ministerial, a ejemplo de Cristo que «vino para servir» (Mc 10,45; cfr. Fil 2,7).
Los servicios o ministerios eclesiales son prolongación de la acción salvífica y evangelizadora de Jesús. Son siempre «signos», establecidos o inspirados por el Señor, que prolongan su palabra, su acción salvífica y pastoral, y que anuncian, celebran y comunican su misterio pascual. Son servicios o ministerios proféticos, litúrgicos y de caridad (o «diaconales»). También pueden ser servicios de organización, dirección y animación.
Ministerios «apostólicos» (ordenados) y laicales
Se puede distinguir entre «ministerios apostólicos» o jerárquicos y ministerios no ordenados o laicales. Se llaman «ministerios apostólicos» aquellos que enraízan en el sacramento del Orden, en el grado de obispo, presbítero o diácono. Son ministerios instituidos por el Señor o concretizados por los Apóstoles. Otros ministerios o servicios han sido instituidos por la Iglesia y pueden desempeñarse sin necesidad de la ordenación sacramental. Estos ministerios se llaman «instituidos» o «laicales», en cuanto que no son necesariamente una preparación al sacerdocio ministerial y, por tanto, pueden ser ejercidos por varones y mujeres.
Los ministerios instituidos por la Iglesia son principalmente el lectorado y el acolitado, que se refieren respectivamente al servicio de la palabra de Dios (no la predicación propiamente dicha) y de la Eucaristía (no la presidencia en nombre de Jesús). Estos ministerios se celebran y confían en un acto litúrgico. Pero, a veces, se concede el permiso de hacer estos servicios proféticos y eucarísticos sin que se haya confiado el ministerio de modo permanente.
Cabe la posibilidad de instituir otros ministerios laicales, en la misión local y universal, según los tres niveles profetismo, liturgia, caridad. Los laicos puedes ser catequistas, «animadores de oración, del canto y de la liturgia; responsables de comunidades eclesiales de base y de grupos bíblicos; encargados de las obras caritativas; administradores de los bienes de la Iglesia; dirigentes de los diversos grupos y asociaciones apostólicas, profesores de religión en las escuelas. Todos los fieles laicos deben dedicar a la Iglesia parte de su tiempo, viviendo con coherencia la propia fe» (RMi 74; cfr. EN 73).
En el proceso evangelizador
Cualquier ministerio en la comunidad es un acto evangelizador, que manifiesta la característica de todo creyente en su vocación a la santidad y al apostolado. Por estos ministerios se llega a todos los sectores de la comunidad, en una acción evangelizadora hacia dentro y hacia fuera escuela, catequesis, celebraciones, grupos apostólicos, enfermos, pobres, juventud, familia, trabajo, emigrantes, marginados…
Los ministerios están relacionados con las vocaciones, puesto que son ejercidos no como una técnica, sino por personas vocacionadas (llamadas). También suponen un don o gracia del Espíritu Santo para ejercerlos. Por esto no se puede contraponer ministerio a carisma. «Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios (cfr. 1Cor 12,1-11)» (LG 7). La comunidad eclesial crece armónicamente como profética, litúrgica y diaconal o de servicios de caridad.
La existencia y funcionamiento de los ministerios, ejercidos por personas vocacionadas y competentes, es señal de madurez en el proceso de implantación (edificación) y de crecimiento de la Iglesia. La Iglesia particular manifiesta su madurez por medio de personas vocacionadas de la misma comunidad, que sirven de modo permanente los signos y ministerios queridos por el Señor o establecidos por la Iglesia. «La obra de la plantación de la Iglesia en un determinado grupo de hombres consigue su objetivo determinado cuando la congrega¬ción de los fieles, arraigada ya en la vida social y conformada de alguna manera a la cultura del ambiente, disfruta de cierta estabilidad y firmeza; es decir, está provista de cierto número, aunque insuficiente, de sacerdotes nativos, de religiosos y segla-res, se ve dotada de los ministerios e instituciones necesarias para vivir, y dilatar la vida del Pueblo de Dios bajo la guía del Obispo propio» (AG 19).
Referencias Diaconado, humildad (servir), laicado, liturgia, obispos, orden (sacramento), predicación, presbíteros, profetismo, sacerdocio ministerial, sacramentales, vocación.
Lectura de documentos EN 72-73; RMi 74; CEC 874-879, 1143.
Bibliografía AA.VV., Los ministerios en la Iglesia (Salamanca, Sígueme, 1985); R. BLAZQUEZ, La teología de una praxis ministerial alternativa Salmanticensis 31 (1984) 113-135; D. BOROBIO, Ministerios laicales (Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1986); J. DELORME, El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento (Madrid, Cristiandad, 1975); J. ESPEJA, Los ministerios en el pueblo de Dios Ciencia Tomista 114 (1987) 568-594; E. LODI, Ministerio/Ministerios, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 1273-1293; L. LIGIER, Ministerios laicales de suplencia, en Vaticano II. Balance y perspectivas (Salamanca, Sígueme, 1989) 559-569; PABLO VI, Ministeria quaedam (15 agosto 1972); A. SALVATIERRA, Los nuevos ministerios Lumen 40 (1991) 45-75; O. SANTAGADA, Naturaleza teológica de los nuevos ministerios Teología 21 (1984) 117-140.
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
(-> carismas, Iglesia, amor, Ignacio de Antioquía). No hay en el Nuevo Testamento ninguna tabla de ministerios sacerdotales ordenados, como los que ha elaborado la Iglesia posterior, a partir de finales del siglo II d.C., distinguiendo obispos, presbíteros y diáconos. En sentido estricto, todos los cristianos son «ministros», es decir, diáconos o servidores de los demás, no por imposición, sino por gracia (cf. Mc 10,43). La iglesia de Jesús no comienza organizando un tipo de ministerios o jerarquías, como las que podrían existir en el judaismo del templo, sino abriendo unos caminos de servicio mutuo, que se irán explicitando en las comunidades, conforme al impulso del mismo «espíritu» de Jesús, según las necesidades de los tiempos. El primero que ha desarrollado el tema ha sido Pablo.
(1) Pablo. (1) Ministerios de la palabra: apóstoles, profetas y maestros. Los cristianos de Corinto habían disputado sobre los dones o carismas* más altos en la Iglesia. Pablo les responde: «Sois el Cuerpo del Cristo, y cada uno un miembro de ese cuerpo… A unos los ha designado Dios en la Iglesia: primero apóstoles, segundo profetas, tercero maestros: luego, poderes; después, don de curaciones, acogidas, direcciones, don de lenguas. ¿Acaso son todos apóstoles?, ¿todos profetas?, ¿todos maestros?, ¿todos poderes?, ¿todos tienen carisma de sanación?, ¿hablan todos lenguas o interpretan? Buscad pues los carismas superiores» (1 Cor 12,27-30). Estos ministerios se pueden dividir en dos grupos. Los primeros en la Iglesia son los apóstoles*, avalados por Jesús para fundar comunidades. Lógicamente, no son los Doce de Lucas-Hechos, sino los enviados (eso significa apóstol) mesiánicos, que han «visto» a Jesús resucitado, recibiendo su autoridad (cf. 1 Cor 9,1; 15,7). Ciertamente, pueden ser delegados o enviados de una Iglesia, pero su autoridad básica proviene de la experiencia de Jesús, no de la Ley. Sólo así pueden ser y son creadores de iglesias, portadores de una llamada que les desborda y que desborda a las mismas comunidades. Desde aquí se entiende la defensa apasionada que Pablo realiza de su apostolado, no sólo en Gal, sino también en Flp 3 y en el conjunto de su correspondencia con la Iglesia de Corinto. Frente a los falsos obreros que ponen el Evangelio al servicio de sus intereses (ley, grupo nacional, dinero), Pablo defiende su autoridad pascual para fundar iglesias, desde la palabra de gratuidad (justificación del pecador), que constituye el centro de su Evangelio. Tras los apóstoles vienen los profetas* y maestros (= doctores, sabios). Da la impresión de que los profetas pueden vincularse a los apóstoles (como itinerantes), pero también a los maestros, como guías sedentarios de las comunidades que se van estableciendo. Profetas y maestros se encuentran unidos, como sedentarios, dentro de una Iglesia donde ellos ofrecen testimonio de Jesús (profetas) o enseñan el camino de evangelio (maestros). Ciertamente, se distinguen: los profetas son más carismáticos y testimoniales; los maestros están más vinculados a la enseñanza… Pero de hecho se unen de tal modo que parece difícil separarlos: son portadores de la palabra de Jesús dentro de una Iglesia ya formada o creada a partir de los apóstoles. Estos ministerios de la palabra definen a la Iglesia como grupo que se reúne y va formando en torno a la comunicación rnesiánica. No hay otra autoridad: Pablo no puede apelar a una ley previa, ni a valores nacionales o imperiales; tampoco le importa la administración racional, ni la eficacia económica, sino la palabra que brota de la contemplación pascual de Jesús (apostolado), del testimonio de vida (profecía) o del proceso de maduración rnesiánica (enseñanza). Así entendida, la Palabra no se puede convertir en ley (sistema superior), sino que está vinculada al testimonio personal y al mutuo encuentro. Parece lo más débil y, sin embargo, es lo más fuerte: ella enriquece y vincula a los humanos. Esa es la verdad del Evangelio.
(2) Pablo. (2) Ministerios del servicio (1 Cor 12,27-30). Pablo ya no los numera (no dice el 4°, el 5°…), quizá porque el orden resulta menos claro. Sin embargo, ellos eran (y son) importantes. Podemos dividirlos en tres grupos. Los primeros (poderes y sanaciones) son de tipo más personal y carismático; son propios de aquellos que pueden animar y curar a los demás, capacitándoles para vivir en libertad, como hacía Jesús con sus milagros y exorcismos. Los segundos (acogidas, direcciones) son de tipo más organizativo; parecen más humildes, pues no exigen dones milagrosos que derivan del testimonio personal de los ministros, sino madurez y capacidad de dirección: los dos términos (antilépseis, kybemeseis) significan en el fondo lo mismo y aluden a quienes acogen y encauzan (= pilotan) a los otros en la Iglesia, pues ella es casa de acogida y barco que debe ser bien dirigido. Los terceros (don de lenguas, glosolalia) son los que más preocupan a Pablo, pues pueden convertirse en objeto de envidia y disputa; Lucas situó este don, interpretado como presencia del Espíritu Santo, al comienzo de la Iglesia, en Pentecostés (Hch 2); Pablo lo admite y valora, no sólo por fidelidad al pasado, sino por experiencia propia, pues se siente y sabe más carismático que nadie (1 Cor 14,18); pero le preocupa el hecho de que el don de lenguas se hipertrofie, convirtiendo la Iglesia en un grupo de entusiastas sin más meta ni riqueza que el despliegue de sus capacidades extáticas.
(3) Cartas pastorales. (1) Nueva tradición eclesial. Pablo no tuvo que organizar de un modo fijo los ministerios, pues toda la Iglesia era una institución de servicio mutuo. La tradición posterior, fijada en las cartas pastorales (patriarcalismo*), ha tenido que fijar los ministerios eclesiales, centrados en presbíteros* y obispos, convirtiendo así la Iglesia en un cuerpo instituido, con personas liberadas para dirigirlo. Es evidente que esas personas deben tener una preparación especial y unas condiciones adecuadas. En esa línea, la tradición sinóptica exigía una ruptura familiar para seguir a Jesús (cf. Lc 9,59-60; 12,51-53; 14,25-27; Mc 10,29 par). Pues bien, en contra de eso, las cartas pastorales suponen que una buena familia y matrimonio constituyen el contexto necesario para ser ministros de la Iglesia. En contra de una tendencia ascética (celibato posterior), 1 Tim sostiene que sólo puede ser «obispo» (y presbítero o diácono) un buen padre de familia: varón probado, capaz de educar y dirigir su casa. Lógicamente, ahora se aplican los códigos* domésticos (patriarcales) evocados en las cartas de la cautividad. «Quien aspira al episcopado desea una hermosa tarea. Pues el obispo debe ser irreprochable, marido de una mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospitalario, capaz de enseñar, no bebedor ni pendenciero, sino amable, no contencioso, no avaricioso. Buen gobernante de su casa, con hijos sumisos en toda dignidad, pues si no sabe presidir su propia casa, ¿cómo cuidará la Iglesia de Dios? No sea neófito: no se envanezca y caiga en condena del diablo. Tenga buena reputación entre los de fuera, para que no caiga en descrédito y lazo del diablo» (1 Tim 3,1-7; cf. 1 Tim 3,8-13; Tit 1,59). El ministerio se ha vuelto apetecible, pues confiere honor a quien lo obtiene. Estamos lejos de la tradición mesiánico-profética de Mt 8,18-22 par: «las aves tienen nidos, las zorras madrigueras, pero el Hijo del Humano no tiene donde reclinar la cabeza»; «dejad que los muertos entierren a sus muertos». El obispo se vuelve personaje honorable, padre ejemplar de una familia extensa, bien jerarquizada. Es normal que surjan candidatos.
(4) Cartas pastorales. (2) Las condiciones para ser ministro de la Iglesia. El ministerio implica una «tarea hermosa», para la que se escogen buenos candidatos. ¿Quién los elige?, ¿hay un rito especial de investidura? Es probable que intervenga un profeta o carismático, escogiendo «en Espíritu» al más adecuado (cf. Hch 13,1). Tiene que haber asentimiento de la comunidad. El rito es una imposición de manos del presbiterio, que tiene autoridad colegiada y la delega en el obispo (1 Tim 1,18; 4,í4). Todo se realiza en contexto de plegaria. Poco más podemos añadir, aunque el mismo autor de la carta dice a Timoteo «no te apresures a imponer las manos» (1 Tim 5,22), suponiendo que tiene (o confiriéndole) autoridad para establecer la jerarquía (cf. Tit 1,5). (a) Buen patriarca. La tradición sinóptica exigía ruptura familiar para seguir a Jesús. Ahora al contrario: una buena familia y matrimonio constituyen el mejor seminario de formación episcopal. En contra de una tendencia ascética (celibato posterior), 1 Tim supone que sólo puede ser obispo (y presbítero o diácono) un buen padre de familia: varón probado, capaz de educar y dirigir su casa. De esa forma el evangelio se ajusta a la lógica social del entorno. La Iglesia ha querido dialogar con la cultura del ambiente y una forma de hacerlo es asumir su esquema patriarcal, de forma que los cristianos aparezcan como institución honorable. Con esto se niega la libertad e igualdad evangélica de las mujeres, (b) Capaz de enseñar. El obispo ha de ser hombre de palabra. Eso supone que debe tener conocimientos, no ya por experiencia pascual (¡ha visto al Señor!: cf. 1 Cor 15,3ss), sino por un aprendizaje establecido dentro de la Iglesia. No se manda expresamente que sepa saber leer o que conozca de manera directa la Escritura, pero el contexto lo supone, como muestra 2 Tim 3,15-16: frente a las novedades de «los últimos días», el trabajador del evangelio ha de estar afianzado en la Escritura, para enseñar la verdad, (c) Hospitalario, hombre de paz. La Iglesia es una casa que acoge a los que llaman y, de un modo especial, a los cristianos del entorno. Por eso, el obispo ha de ser hospitalario: más que el mensaje hacia fuera (misión paulina) importa aquí el testimonio de vida y acogida personal. La comunidad es casa abierta, lugar de paz; en esa línea se sitúa el resto de las cualidades del obispo (no bebedor ni pendenciero, sino amable; no contencioso, ni avaricioso). El buen presbítero merece «doble paga» (1 Tit 5,17-18); por eso es bueno que no sea avaricioso. Faltan en esta descripción cualidades más tarde exigidas por la Iglesia: no se dice que el obispo sea un digno presidente de la eucaristía (ésa no parece una función episcopal); tampoco se le atribuye la disciplina penitencial (que quizá pertenece al conjunto de la comunidad). El obispo de 1 Tim es un servidor comunitario. Por eso ha de ser hombre de palabra.
Cf. A. D. CLARKE, Secular and Christian Leadership in Corinth, Brill, Leiden 1993; J. DeLORME (ed.), El ministerio y los ministerios segi’m el Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1975; X. PIKAZA, Sistema, libertad, iglesia. Las instituciones del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 2001; H. von CAMPENHAUSEN, Ecclesiastical Autliority and Spiritual Power, Hendrickson, Peabody MA 1997.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra