MINISTERIO/MINISTERIOS

SUMARIO: I. Aproximación eclesial-existencial: 1. Estado actual de la reflexión teológica; 2. Una perspectiva más global – II. Fundamentos bí­blicos de los ministerios: 1. Terminologí­a: diaconí­a, ministerios, ministros: a) Ministerio cristiano, b) La ministerialidad del Cristo histórico y del Cristo mí­stico-eclesial; 2. La designación de los ministerios eclesiales; 3. Cuadro sinóptico de la variedad de los ministerios – III. La tradición eclesial en su desarrollo histórico: 1. Patrí­stica antenicena; 2. Patrí­stica clásica; 3. Epoca medieval; 4. La escolástica – IV. Las funciones especí­ficas de cada grado: 1. Distribución de las funciones: a) Desde la iglesia de los mártires hasta la iglesia de los padres, b) La praxis medieval; 2. Ordenes menores y praxis actual: a) Tradición antigua, b) Del concilio de Trento al Vat. II – V. Problemática teológico-litúrgica de los ministerios: 1. Una nueva eclesiologí­a ministerial; 2. Redescubrimiento de los carismas: a) Cristarquí­a y apostolicidad, b) Ministerio pastoral y otros ministerios, c) Objeto e investidura del ministerio pastoral – VI. Perspectivas celebrativas y pastorales: 1. Para el episcopado; 2. Para el presbiterado; 3. Para el diaconado; 4. Para los ministerios instituidos.

I. Aproximación eclesial-existencial
1. ESTADO ACTUAL DE LA REFLEXIí“N TEOLí“GICA. La teologí­a de losministerios eclesiales se ha desarrollado especialmente después del Vat. II, merced a que se ha fundado de nuevo una eclesiologí­a que ha encontrado en la const. conciliar LG su formulación más compléta. No se puede negar que ha contribuido a esta nueva perspectiva también la crisis del sacerdocio ministerial, es decir, la discusión sobre la esencia del ministerio y de sus formas, que la situación actual parece volver a proponer. Pero hay también una crisis personal del clero en la moderna fase de transición cultural de una civilización posindustrial, en la que la urbanización creciente de las áreas habitativas tiende a instaurar la prevalencia de diócesis urbanas (con la desaparición de las agrupaciones rurales), donde la problemática socio-económica y moral es cada vez más aguda.

El cambio de las estructuras tanto eclesiásticas como civiles después del concilio, con las consiguientes nuevas praxis pastorales, ha influido ciertamente en hacer más vivas las investigaciones sobre la identidad de los ministerios; tanto más cuanto que la teologí­a ecuménica considera este nudo crucial de la eclesiologí­a como uno de los puntos de desacuerdo de las diferentes confesiones cristianas. Aflora así­ una concepción secular del ministerio, que tiende a distanciarse del modo monástico de comprender el tipo sacerdotal, que hací­a de él un género de vida separado del mundo (una especie de clero regular como de segunda clase).

En fin, una nueva conciencia del laicado en la iglesia, agudizada todaví­a más por el descenso casi generalizado de las vocaciones sacerdotales, encuentra en la const. GS el impulso que la promueve.

No han faltado las intervenciones del magisterio eclesiástico sobre este asunto; y es útil hacer un análisis previo del estado actual de la reflexión teológica sobre el sacerdocio en general.

El primer dato es el descubrimiento del punto de partida de esta teologí­a de los ministerios. Hay quien sigue partiendo del concepto de sacerdocio en una concepción de historia de las religiones (sacerdocio-culto-religión) para aplicar el concepto al sacerdocio de Cristo. Aunque así­ se parte de un dato general dentro de una cierta filosofí­a del lenguaje, se corre sin embargo el riesgo de no captar el misterio cristiano especí­fico. Otro acercamiento es el de partir de la realidad sacerdotal universal, con la ventaja de anclarse no tanto en conceptos cuanto en esta realidad histórica que puede comprender también la historia salví­ficacentrada en Cristo. Pero este método puede dejar asimismo en la sombra algunas facetas del sacerdocio reveladas por Cristo; tanto más cuanto que está en crisis el concepto de lo sagrado (distinguido en mí­stico-religioso-secular) aplicado al sacerdocio. Se puede partir también del dato bí­blico veterotestamentario, considerándolo como revelado y preparatorio o figurativo del del NT; pero esto contrasta con el hecho de que el sacerdocio de Cristo supera en ángulo de mira la perspectiva del AT, comprendiendo también la responsabilidad de Cristo respecto a los intereses del Padre y de los hombres, como pastor y cabeza del cuerpo mí­stico; y también su prolongación en el sacerdocio de la iglesia (sacerdocio ministerial). Parece lógico partir de la realidad del sacerdocio ministerial del presbiterado-episcopado, pero con el riesgo de poner en segundo plano el sacerdocio de los fieles, y por tanto también de los ministerios subordinados (incluido el diaconado). La perspectiva del sacerdocio del pueblo de Dios, por su globalidad comprensiva, aparece como el punto de partida más bí­blico; sólo que esta noción de sacerdocio universal podrí­a confundirse con el modelo democrático-demagógico, poniendo así­ en segundo plano el sacerdocio de Cristo, que es en cambio el que funda el sacerdocio de los fieles. Se puede partir, en fin, también de la problemática del hombre de hoy a través de una relectura de los signos de los tiempos; pero también aquí­ existe el riesgo de no discernir el significado salví­fico de estos signos, tanto más si se tiene en cuenta el hecho de que muchas virtualidades del sacerdocio cristiano no se descubren ni siquiera a través de un cuidadoso análisis sociológico, que de suyo necesitarí­a una precomprensión teológica.

Un balance sumario de estas perspectivas nos indica ya un punto de partida irrenunciable: la presencia de Cristo sacerdote en la iglesia, comprendiendo en ella la realidad sacerdotal aplicada a Cristo (concepto de sacerdocio, realidad sacerdotal universal, sacerdocio del AT), o la participación directa en el sacerdocio de Cristo (sacerdocio ministerial o laical), o el motivo estimulante de la realidad humana actual (mentalidad y problemas del hombre de nuestro tiempo).

2. UNA PERSPECTIVA MíS GLOBAL nos parece que puede partir de la realidad del kerigma esencial de Cristo muerto y resucitado por nuestra salvación; también la realidad sacerdotal de Cristo presente y operante en la iglesia bajo los signos sacramentales deriva en el fondo de tal centro focal. El Cristo mediador-pontí­fice y sacerdote está presente en la iglesia: de esta realidad personal directa (no aplicada a Cristo con ideas categoriales), que alcanza en el l misterio pascual su cumbre de servicio fiel a Dios y a los hombres, se puede deducir una teologí­a fundada de los ministerios, no sujeta al proceso crí­tico de la secularización moderna, que ataca más a una idea histórica del sacerdocio que a la realidad de la persona de Cristo, fuente de todo sacerdocio que obra bajo los signos sacramentales y eclesiales.

La solución de la relación entre misterio sacerdotal y sacerdocio común de los fieles se encuentra, pues, en esta fuente personal del Cristo sacerdote sumo y único, que vive en la iglesia y por medio de su Espí­ritu obra los carismas. La lí­nea iglesiaministerio-sacramentos es la que prevalece en la teologí­a ecuménica de hoy, porque se inspira en el aspecto carismático y viviente del Cristo que obra en la iglesia, más que en el estrictamente jurí­dico de los ministerios como poderes, recuperando así­ también la lí­nea de la evangelización.

II. Fundamentos bí­blicos de los ministerios
Una aproximación a la biblia puede realizarse con dos orientaciones metodológicas diferentes: con una transposición del presente eclesial a las primeras comunidades cristianas, para descubrir la estructura constitucional de la iglesia; con la diferenciación de los ministerios, para descubrir su identidad sustancial con la ministerialidad en la iglesia a lo largo de sus fases históricas. Un examen de los primeros documentos cristianos de la época apostólica, centrado en las designaciones jerárquicas (sacerdocio ministerial y sus grados) reagrupadas también bajo las categorí­as de los tria munera (regendi, sanctificandi, docendi), puede ser ambivalente porque supone una precomprensión del problema y una concepción estática de la realidad vital del cristianismo. Por el contrario, un análisis cuidadoso de las primeras fuentes bí­blicas, aunque sea imparcial, presenta el peligro de considerarlas como un bloque monolí­tico, sin discontinuidad. Una sí­ntesis de los dos métodos parece preferible para las designaciones de los ministerios eclesiales en su rica variedad, con vistas a una percepción de la realidad de estos signos prolongados de Cristo en el mundo sin esquematismos rí­gidos y absolutos.

1. TERMINOLOGíA: DIACONíA, MINISTERIOS, MINISTROS. La voz dikoní­a (lat. ministerium) significa ministerio, no sólo en el sentido especí­fico de los diáconos, sino como realidad del servicio. Este concepto griego, que se consideraba como sinónimo de esclavitud-servidumbre en sentido despectivo (Platón, Gorgias 429b), se convierte en el emblema de Cristo, que es el diácono por excelencia del Padre y de los hombres (Heb 1:17.25; Heb 6:4; Heb 20:24; Rom 11:13; 2Co 4:1; 2Co 6:3; Tim 1,24, etc.). Se aplica también al apostolado, sea de la palabra (Heb 6:4; Heb 20:4), sea de la reconciliación (2Co 5:18), e indica en general el ministerio apostólico (Heb 1:25; Col 1:7). Este uso de la voz servicio, que cualifica al ministerio cristiano, lleva a evitar los términos que en griego significan autoridad, poder, mandato, prefiriendo más bien los términos de diakoní­a o de leitourgueia.

En el mundo romano, las categorí­as de base no son servitium-ministerium, sino las de dignitas-honor, es decir, propias de la carrera (cursus honorum) que los funcionarios públicos debí­an hacer; por tanto, cuando se habla de ministeria ecclesiastica, éstos se deben entender en sentido parcial, es decir, del diaconado en ayuda de los presbí­teros-obispos; y sólo un siglo después del edicto de Milán el tí­tulo de minister se aplica a los sacerdotes cristianos. Esta transposición de las funciones sacerdotales de ministeriales a honorí­ficas se debe, pues, a la concepción romana de la autoridad del ordo directivo de los colegios y de las entidades públicas fuera de Roma, así­ como de los ordines de la capital del imperio.

a) Ministerio cristiano. Esta voz, que se refiere a la misión de servir a los hombres para los misterios de Dios (1Co 4:1) y de cooperar en la acción salví­fica de Dios (,1), se especifica por las siguientes condiciones: estar al servicio eclesial de Dios y de los hombres; de manera permanente, es decir, no transitoria en sí­; de competencia especí­fica delos que están constituidos en autoridad eclesial (LG 10).

b) La ministerialidad del Cristo histórico y del Cristo mí­stico-eclesial. El ministerio de Cristo en su vida histórica es el punto central de la ministerialidad, y culmina en el misterio pascual: él vino para servir (Mat 20:28; Mar 10:45). Los otros tí­tulos que se le dan son: apóstol (Heb 3:1), pastor (Jua 10:14; 1Pe 2:25; Heb 13:20), maestro (Jua 13:3), obispo (1Pe 2:25), sacerdote (Heb 5:6; Heb 7:17.21), sumo sacerdote (Heb 10:21; Heb 4:14-15). Policarpo, a finales del s. 1, llamará a Cristo el «diácono siervo de todos» (Ad Phil. 5,2). Pero esta ministerialidad de Cristo se extiende a todo su cuerpo mí­stico; en efecto, la iglesia tiene por fin intrí­nseco este servicio escatológico fundamental, en tensión entre el mundo en que está encarnada y el reino a que está destinada (Heb 13:10).

2. LA DESIGNACIí“N DE LOS MINISTERIOS ECLESIALES. Una cierta imprecisión terminológica caracteriza los primeros escritos cristianos, por lo que es difí­cil hallar tí­tulos técnicos para los diferentes ministerios. La diversa situación de las iglesias y de los destinatarios de los escritos neo-testamentarios puede explicar el desarrollo de la terminologí­a en el espacio de dos tercios de siglo, es decir, hasta Clemente Romano e Ignacio de Antioquí­a.

A ningún ministro se le llama sacerdote; el tí­tulo de sacerdote (hiereus) aplicado a los ministros cristianos deriva sólo del paralelismo con el ministerio y el culto del AT. El motivo de tal ausencia consiste en el hecho de que el pueblo de Dios se caracterizaba, respecto a las distintas naciones paganas, como un pueblo sacerdotal, una nación santa (Exo 19:6). Esta terminologí­a sacerdotal, referida a todo el pueblo de Dios también en el NT (1Pe 2:5), no excluye, sin embargo, la existencia de sacerdotes jerárquicos en la iglesia. Ante todo, en la primera generación cristiana se trataba de diferenciar el sacerdocio cristiano del sacerdocio leví­tico (la carta a los Hebreos considera el sacerdocio leví­tico sólo como punto de partida, como elemento analógico), porque ni Cristo ni los apóstoles pertenecí­an a una tribu sacerdotal como la de Leví­. En sustancia, el sacerdocio de Cristo y de sus ministros no es ni étnico, ni nacional, ni hereditario, sino un sacerdocio nuevo. Pero entonces hay que explicar por qué se llama a Cristo sumo sacerdote: el culto nuevo inaugurado por el sacrificio de Cristo, en el que hay unicidad e identidad tanto del sacerdote como de la ví­ctima, funda un contenido nuevo del sacerdocio, incluyendo en él no sólo la relación con el sacrificio (Heb 5:1; Heb 8:3; Agustí­n, Confesiones 10,42: «sacerdos quia sacrificium»), sino también la relación con la evangelización, la predicación, el magisterio. Cristo, en efecto, no ha ofrecido ví­ctimas cruentas (Heb 9:1 lss); y por eso su sacerdocio es celeste, es decir, un ofrecimiento permanente, eterno, de su mismo sacrificio histórico de la cruz (Heb 9:7.14; Heb 10:10, etc.), del que hacemos el memorial eucarí­stico (1Co 11:24). En el NT se usa más bien la frase offerre munera en vez de emplear el término sacrificio (thusia), usado en los LXX un total de ciento treinta veces para indicar el sacrificio cruento (a veces también Incruento). La especificidad del sacerdocio de Cristo y de su sacrificio, llamado «fracción del pan» (Heb 2:42-44), memorial del Señor (Luc 22:19), eucaristí­a (1Co 14:16-18), explica, pues, esta reserva terminológica aplicada a los ministros del culto cristiano designados según sus funciones. No faltan, sin embargo, las designaciones cultuales (cf la fórmula de la 1Co 1:2 : «Los que invocan en todo puesto y cargo el nombre de nuestro Señor»: topos aquí­ no significa lugar) ni referencias al culto especí­ficamente litúrgico (Heb 13:1-2; cf I.a Clementis ad Cor. 40,5); pero prevalecen los términos de episcopi (inspectores), de presbiteri (ancianos), de diaconi (Flp 1:1) aplicados a funciones más o menos identificadas. Esta terminologí­a, que luego se hará clásica, aparece también asociada a otras voces: colaboradores (Flp 2:25), presidentes (1Ts 5:12), guí­as (Heb 13:7; Heb 17:24), pastores (Efe 4:11), diáconos (Pablo usa treinta veces el término esclavo, más fuerte que el de diácono, usado treinta y un veces).

3. CUADRO SINí“PTICO DE LA VARIEDAD DE LOS MINISTERIOS. Se pueden distinguir las funciones eclesiales según el lugar de pertenencia: supra-local o local de las iglesias. Los ministros con funciones supralocales más o menos universales o regionales son: los apóstoles, que comprenden bien a los doce, bien más tarde a los otros enviados, como Bernabé, Silas, Tito, Timoteo (cf Heb 14:4); otras personas dignas de confianza (2Ti 2:2); profetas (Didajé 10,7); personas eminentes (1.a Clem. 44,3); mientras que los ministros con funciones de alcance local son.: los epí­scopi, sea en Efeso (Heb 20:28; 1Ti 3:2), sea en Filipos (Flp 1:1), sea en Creta (Tit 1:7), sea en Corinto (l.a Clem. 42,4-5); presbí­teros, en Jerusalén (Heb 11:30; Heb 15:2ss) o en la diáspora (Stg 5:14), luego en Asia Menor (Heb 14:23; Heb 20:17; Tit 1:5); guí­as (hegúmeni); auxiliares (prohegúmeni: I.a Clem. 21,6); presidentes o primicias (1Co 16:15); pastores; pilotos (1Co 12:28); liturgos (1Co 1:2). Dentro de estas funciones se indica a las personas dotadas de carismas para la edificación del cuerpo de Cristo, que, además de los apóstoles, comprende: los profetas, los pastores y los doctores (1Co 12:1-13.28; Rom 12:3-8; Efe 4:11). La dirección de la iglesia apostólica y sub-apostólica en esta primera época resulta, pues, constituida por los apóstoles (los doce, más Pablo), por los obispos, por los misioneros (apóstoles, es decir, enviados), por los profetas (Didajé 10,7), por personas eminentes y por obispos residenciales (Santiago en Jerusalén, Timoteo en Efeso, Tito en Creta, Clemente en Roma, Ignacio en Antioquí­a, Policarpo en Esmirna, y los demás obispos destinatarios de las cartas de Ignacio); junto a ellos están otras personas que ejercen una dirección colegial de cada comunidad local. Entre los ministros auxiliares se pueden indicar: los siete (Heb 6:3; Heb 21:8), los diáconos (Flp 1:1, 1Ti 3:8-13), los jóvenes (neoteroi: Heb 5:6; 1Pe 5:5; neaniscoi: Heb 5:10); en fin, todos los fieles, a los que se llama santos (Heb 3:32-41, etc.) nada menos que doscientas treinta y tres veces. Esta variedad nos permite captar la lí­nea constante que une la estructuración vertical de la jerarquí­a eclesiástica de estas comunidades primitivas en su desarrollo histórico hasta Ignacio («un solo obispo junto con los presbí­teros y los diáconos»: Filadelfios 4; Efesios 4; Magnesios 2; Tralianos 2,3) con la realidad eclesial de base, aunque no nos es posible determinar exactamente cada una de las funciones de la categorí­a sacerdotal jerárquica de los miembros del colegio directivo de cada comunidad. De todos modos, es cierto que las funciones presidenciales de dirección y de gobierno de la comunidad no se pueden separar, sea de las funciones doctrinales (kerigmáticas, didácticas, evangelizadoras), sea de las sacramentales (1Co 1:2; 1Co 11:20; etc.), sea de las caritativas, sea de las representativas (de representación oficial de la comunidad: 1Ti 3:2).

IIl. La tradición eclesial en su desarrollo histórico
El estudio de la tradición histórica tanto oriental como occidental permite esclarecer mejor los términos de lo que se ha llamado el problema ecuménico por excelencia. Ya desde el tiempo de la Reforma los teólogos se habí­an dedicado a investigar los documentos de la tradición patrí­stica; posteriormente se detuvieron más en el aspecto propiamente dogmático o sistemático de los ministerios. Pero el objetivo común era el de demostrar que, desde los primeros siglos, se atribuyó a los ministerios jerárquicos un carácter sacerdotal-cultual, aun teniendo en cuenta la reserva en la terminologí­a recordada ya arriba. La profundización patrí­stica de esta tradición insiste hoy más en las relaciones del ministerio con el profetismo, mientras que en el campo ecuménico surge el problema de la sucesión apostólica del ministerio episcopal. Para las relaciones de estricta interdependencia entre la eclesiologí­a y el sacerdocio, el estudio de los ministerios en el contexto del organismo eclesial se dirige a la profundización de la naturaleza y de la evolución histórica de cada uno de los ministerios y de sus funciones especí­ficas, así­ como de la gracia propia de cada uno de ellos. De este modo se ha puesto cada vez más de manifiesto la relación que los padres descubrí­an entre la apostolicidad de las iglesias, la misión jerárquica y el misterio de pentecostés; y sobre todo son indicativas las relaciones entre carisma y ministerio. En la tradición de la iglesia antenicena (desde los padres apostólicos hasta la I.a Clementis y hasta Ignacio), y también en tierras africanas (Tertuliano, Cipriano) y en Alejandrí­a (Clemente, Orí­genes), no se pueden pasar por alto los temas de la colegialidad y de la í­ndole simbólico-sacramental de las personas y de las actividades de los ministros eclesiales.

1. PATRISTICA ANTENICENA. Ante todo, no se encuentra un cuerpo compacto y homogéneo de doctrina. Pero se pueden describir algunas lí­neas de desarrollo. La expansión originaria del cristianismo llamada misionera en las primeras comunidades cristianas privilegió ciertamente la función profética y la tarea de unidad que competí­a sobre todo al episcopado (cf Ignacio, La Clementis), dejando en segundo plano el aspecto cultual de los ministerios. Con la aparición de las primeras herejí­as, sobre todo de la gnóstica, se imponí­a la necesidad de una regla de fe que permitiese discernir entre la tradición auténtica y las novedades: así­, el criterio de la sucesión apostólica les pareció decisivo a Ireneo y a sus contemporáneos, porque la figura del obispo se coloca en la lí­nea de esta misión recibida y transmitida por los apóstoles para asegurar la continuidad de las funciones apostólicas en la iglesia. La crisis montanista en Africa, con sus contraposiciones: entre la iglesia munere episcoporum y la ecclesia Spiritus; entre la disciplina y la potestas; entre el ministerio y el carisma, sobrevalorando los elementos carismáticos a expensas de los elementos institucionales, llevó a los padres a insistir en la existencia de un poder exclusivo de la jerarquí­a eclesial, pasando un poco por alto los elementos de la gracia o carisma del Espí­ritu. Así­ se explica la frecuencia del uso de una terminologí­a de tipo casi profano aplicada a los ministerios en Roma: honor, dignitas, auctoritas. Pero una vez alejado el peligro de confusión entre el sacerdocio del AT y el cristiano, se empezó a usar con mayor libertad la terminologí­a cultual-sacerdotal, como aparece ya en el rito y en las oraciones de ordenación de Hipólito (Tradición apostólica), donde la idea del sacerdocio es preeminente con referencia al sacerdocio del AT. Las controversias sobre las tradiciones contrastantes de las diferentes iglesias (por ejemplo, en la celebración de la pascua, en el trato que debí­a darse a los apóstatas y respecto a la validez del bautismo de los herejes) favorecieron frecuentes intercambios entre las diversas iglesias y una intensa actividad conciliar, en beneficio de la conciencia de la colegialidad episcopal (cf la doctrina de Cipriano) y de la profundización de las relaciones entre las funciones ministeriales y el misterio de la iglesia.

2. PATRíSTICA CLíSICA. LOS sermones y los tratados de los padres sobre el tema del sacerdocio considerado ex professo (por ejemplo, de san Juan Crisóstomo), así­ como las homilí­as para el aniversario de la propia ordenación, contribuyeron a la profundización de la doctrina en relación con cada una de las tres funciones: profética, litúrgica, pastoral; pero sobre todo hicieron emerger la unidad del ministerio cristiano en el sentido de la economí­a de la salvación. Los puntos sobresalientes de esta doctrina más evolucionada son: el simbolismo de los ritos consecratorios para descubrir la gracia propia de cada ministerio; la función de la jerarquí­a como órgano del Espí­ritu para la edificación de la iglesia; el carácter de representantes de Cristo atribuido a los ministros en sentido fuerte, en cuanto que éstos tienen una responsabilidad pastoral frente al pueblo de Dios (la caridad pastoral es uno de los temas preferidos de los padres). El cambio de condiciones sociopolí­ticas que condujo a la alianza entre iglesia y estado modificó este equilibrio doctrinal: los privilegios, los honores y los sí­mbolos concedidos a la jerarquí­a (en especial a los obispos, considerados como dignatarios del estado) y el reconocimiento de la audientia episcopalis del tribunal eclesiástico, llevaron a la irrupción en la liturgia de elementos ceremoniales derivados de los usos de la corte imperial (la cátedra del obispo se convierte en trono), con una transformación de la terminologí­a (dignitas, potestas) que se ajusta bien a la nueva idea del cursus honorum, en el que los distintos ministerios se conciben como promociones (gradus) necesarias para ascender al grado supremo del episcopado (cf can. 10 del concilio de Sárdica del 393: «Nadie puede ser elevado a este grado supremo del episcopado, que es un honor muy grande, y participar en el sacerdocio divino sin haber ejercido durante algún tiempo el lectorado, el diaconado o el presbiterado». El principio del organismo con pluralidad de funciones cede así­ el paso al principio de la jerarquí­a: el clericalismo de la carrera eclesiástica queda así­ ya sancionado; y el estatuto distinto, y a menudo contrapuesto, de clero y laicado adquiere su valor jurí­dico. La idea primitiva de ministro aparece en cierto modo oscurecida.

La ulterior difusión del cristianismo desde las ciudades a los pagos (de donde viene el término paganos), con la consiguiente multiplicación de los ministerios en tantas comunidades dispersas, llamó la atención sobre la necesidad de una consagración y de una potestas exercitii (por ejemplo, Atanasio precisa que nadie puede ofrecer válidamente la eucaristí­a sin la imposición de manos de un obispo: se trataba de un cristiano que en un pueblo sin sacerdote pretendí­a celebrar: Apologia contra Arium 11: PG 26,269). Se favorece así­ la concepción del sacerdocio en términos de poder cultual eucarí­stico y sacramental, en especial de lossacerdotes y de los diáconos en las parroquias distantes del centro urbano. El abandono de la predicación en las mismas ciudades episcopales, en los ss. vi-vil, acentuará la cultualización de los ministerios; y esto se reflejará en los escritos de la última patrí­stica (por ejemplo, Isidoro de Sevilla, De ecclesiasticis officiis II, 5,2-6: PL 83, 780-782), donde el verdadero tipo del sacerdocio no es ya Cristo, ni siquiera Moisés, profetasacerdote-legislador, sino Aarón con los levitas del templo de Jerusalén. Los ritos que se introducen en el Pontifical de la época carolingia convalidarán esta tendencia al asemejamiento con las figuras del AT. La reacción contra las pretensiones de los diáconos, que ya bajo el papa Dámaso habí­an intentado una insubordinación hasta pretender celebrar los divinos misterios y considerarse iguales o incluso superiores a los presbí­teros, llevó a la tesis sostenida por un anónimo (Ambrosiáster), y luego por Jerónimo (Ep. 146; 69,3), de la igualdad entre sacerdotes y obispos en el sacerdocio, precisamente en el plano cultual, que ejerció gran influjo en la teologí­a medieval.

Esta controversia sobre tal diferencia de los ministerios contribuyó a fijar cada vez más la atención en los elementos (potestas) distintivos entre los diversos grados jerárquicos, y no en los elementos comunes. La reacción agustiniana contra los donatistas llevó a acentuar el principio de que la eficacia de los sacramentos no depende de la santidad personal de los ministros, sino del’valor objetivo del ministerio en general: esto ha influido en la evolución de la doctrina de los ministerios, porque su validez o invalidez se hací­a depender de la condición objetiva personal, es decir, del currí­culum jerárquico del ministro, y no del ví­nculo con la iglesia local (principio de economí­a en Oriente). La praxis de las ordenaciones universales encuentra aquí­ su principio: el ministro válidamente ordenado puede ejercer en cualquier iglesia.

En sustancia se puede decir que la teologí­a patrí­stica de los ministerios, aunque no revela un orden sistemático, contiene una profundidad y variedad de perspectiva que, con la riqueza de los acentos sucesivos de escuela, explican las tendencias y también las deficiencias de la ulterior evolución de la teologí­a de los ministerios.

3. EPOCA MEDIEVAL. A través de Gregorio Magno, Isidoro de Sevilla y Beda, la corriente patrí­stica llegó a Occidente en un perí­odo en el que la iglesia estaba empeñada en el esfuerzo de asimilación y de adaptación a las culturas llamadas bárbaras. Sin embargo, se nota que, incluso en la cumbre de la teologí­a medieval de los ss. x11-xiv, la teologí­a del sacerdocio no se desarrolló como los demás sectores; la carencia de una teologí­a satisfactoria se debe a una eclesiologí­a reductiva y empobrecida por los condicionamientos apologéticos. La prevalencia de los estudios y de la mentalidad jurí­dica, por la que la iglesia se define coetus clericorum, y el recurso a la teorí­a del pseudo-Dionisio (con la simetrí­a entre iglesia triunfante e iglesia militante) llevan a aplicar la teologí­a del orden sacramental más a cuestiones prácticas de renuncia personal y de servicio a los demás, dando por supuestas las diferencias sociales entre las diversas clases del clero.

4. LA ESCOLíSTICA. LOS escolásticos reanudarán las teorí­as antiguas de la negación de una sacramentalidad especí­fica para el episcopado, considerado como perfección del sacerdocio, siempre desde el supuesto de que la potestas sacramentalis, en especial en relación con la eucaristí­a, es idéntica en los dos grados del obispo y del presbí­tero; tanto más cuanto que la potestas regendi aparece devaluada a causa de los abusos o prevaricaciones de no pocos obispos. Santo Tomás, aun aceptando la tesis de Pedro Lombardo acerca de la duplicidad de los poderes sobre el cuerpo real y sobre el cuerpo mí­stico de Cristo (de los que sólo este último es propio del obispo, que sin embargo constituye un orden supremo en el sacerdocio), no llega nunca a las conclusiones de algunos teólogos modernos, que han considerado sólo al obispo como verdadero sacerdote, ya que también el presbí­tero participa de los poderes de gobierno del obispo (cf In IV Sent. d. 7, q. 3, a. 1, sol. 2, ad 3).

IV. Las funciones especí­ficas de cada grado
El ejercicio de las funciones ministeriales ha registrado notables diferencias en la evolución histórica arriba esbozada en relación con cada uno de los grados del orden. Podemos distinguir dos grandes etapas: la primera, que tiende a concentrar los ministerios de mayor trascendencia social en el obispo; la segunda, que una vez consolidada la figura del obispo, procede inversamente a una descentralización de forma gradual de los ministerios en favor del presbí­tero y a veces del diácono. Basándose en el principio de la teologí­a clásica según el cual cada grado incluye la potestas de los grados inferiores, podí­a suceder que una disciplina contingente que impedí­a a los grados inferiores ejercer sus funciones especí­ficas se transformase en doctrina, causando una limitación disciplinar en el ejercicio de tal poder, que se confundió así­ luego con la simple carencia del mismo.

1. DISTRIBUCIí“N DE LAS FUNCIONES. Se puede afirmar que hay una continuidad sustancial entre las funciones reconocidas por el Vat. II al obispo (LG 21; 25; 27), al presbí­tero (LG 28; PO 4-6) y al diácono (LG 29), y la praxis ya atestiguada en el s. 111; pero existen notables reservas de funciones por parte de los obispos a expensas del ejercicio de los ministerios por los grados inferiores.

a) De la iglesia de los mártires a la iglesia de los padres. El esquema dualista de obispos-sacerdotes (dada la anfibologí­a de los términos en la primera literatura cristiana: cf Didajé 15,1), por un lado, y diáconos, por el otro, lo supera Ignacio, que distingue claramente las funciones episcopales de las presbiterales. La organización tripartita de los ministerios mayores en el NT, en analogí­a con la del AT (sumo pontí­fice-sacerdotes-levitas: cf La Clem. 40,5), responde al esquema de las cartas paulinas y de las pastorales. A los obispos-presbí­teros les compete la liturgia (leiturgein: funciones cultuales-rituales), sobre todo el ofrecimiento del sacrificio (prosforein), y también alimentar a la grey (poimainein). A los diáconos no les compete un servicio sacerdotal (como sucedí­a con los levitas); la progresiva degradación de los diáconos no se puede ciertamente atribuir al influjo del AT. Cuando el término diácono cobró un significado especí­fico, el episcopado aparece ya en su forma monárquica con funciones plenarias consolidadas (cf Ireneo, Adversus Haereses 3, 3,1), si bien perdurando la fluctuación de la terminologí­a obispo-presbí­tero en algunas iglesias. En la Tradición apostólica de Hipólito (s. ni) las funciones de los tres órdenes expresadas en los ritos de ordenación atribuyen al obispo el espí­ritu de principalidad o soberaní­a (nn. 3-4); el presbí­tero, el espí­ritu degracia y consejo para gobernar al pueblo y celebrar el sacrificio (n. 7); al diácono, que está ordenado no al sacerdocio, sino al ministerio del obispo para hacer lo que se le mande, el espí­ritu de gracia, de solicitud y de industria (n. 8) para el servicio de la iglesia y del altar. La clave de la supremací­a del obispo no parece residir tanto en sus funciones de presidencia de las celebraciones cultuales y de cabeza de la comunidad, sino en el hecho de que sólo él tiene el poder de ordenar. En los ss. lv-v, a la doctrina del primado del obispo («pastorale fastigium et gubernatio ecclesiae»: León Magno, Ad Ep. Mauritaniae Cesar. 44,6, c. 1: PL 54,646) se añaden las reservas de funciones con especial importancia intraeclesial y social, como consagración de iglesias, bendición del crisma, consagración de ví­rgenes, reconciliación de los penitentes, y sobre todo la predicación homilética. Fuera de la iglesia de Alejandrí­a, donde predicaban también presbí­teros e incluso diáconos (cf Orí­genes), los presbí­teros no predicaban ni en Roma ni en Constantinopla (aquí­ sólo con la delegación del obispo), aunque ya en tiempos de Agustí­n y de Gregorio Magno se abrieron brechas en esta rí­gida praxis (cf la reacción de Jerónimo para reivindicar en pro de los presbí­teros tal oficio de predicadores: Efe 53:7 : PL 22,534). Pero las circunstancias históricas, como la defensa contra las herejí­as, la conciencia más viva de la sucesión apostólica, la falta de preparación doctrinal de muchos presbí­teros, la única concelebración presidida por el obispo, mantuvieron tal reserva de hecho hasta la dispersión geográfica de los presbí­teros por las iglesias de los pagos o aldeas rurales, en las que la necesidad de evangelizar a los pueblos invasores impuso la licentia de predicar, obtenida del obispo. Para las funciones de gobierno, la colaboración con el obispo, aunque reconocida en los ritos de ordenación a los presbí­teros, de hecho la ejerce el arcediano, que tiende a extender sus funciones más allá de la asistencia caritativa, la organización de las ceremonias, la presentación de los ordenandos, el gobierno sustitutivo de la diócesis en ausencia del obispo o en caso de sede vacante. La rebelión de los diáconos romanos en el s. Iv es un signo claro de ello (cf F. Prat, Les prétentions des diacres romains au quatriéme siécle, en RSR 3 [1912] 463-475). La misma limitación del número de los diáconos a siete y la administración de los bienes eclesiásticos que tení­an encomendada contribuyen al eclipse de los presbí­teros: la mayor parte de los papas anteriores al s. vlu, en Roma, fue elegida de entre los diáconos. Las excepciones expresamente autorizadas a los presbí­teros para ordenar (DS 1145; 1146; 1290; 1435) se fundan en el hecho de que el poder papal supremo puede hacerlos partí­cipes de este poder de gobernar, que de suyo no pertenece a los sacerdotes secundi ordinis (fórmula de ordenación romana del presbí­tero); así­ vale para la consagración del crisma, de las iglesias, y para otros actos presbiterales, cuya validez quedaba condicionada a la licencia del obispo, a quien pertenecí­an auctoritate canonum. Pero las praxis son diversas; así­, por ejemplo, en España los presbí­teros confirmaban con crisma bendecido por ellos mismos.

b) La praxis medieval. En el Pontifical romano-germánico del s. x, la praxis se funde con la disciplina antigua en la determinación de las funciones: «Al diácono le compete servir al altar y bautizar; al sacerdote, ofrecer, bendecir, presidir, predicar; al obispo, juzgar, interpretar (discernir, etc.), consagrar, consummare, ordenar, ofrecer, bautizar».

Los presbí­teros, que hasta Carlomagno se llamaban sacerdotes de segundo grado, son reconocidos como «próvidos cooperadores del orden episcopal», con funciones que en el pasado no se ejercí­an de hecho; los diáconos son reducidos sólo a funciones litúrgicas, hasta el punto de correr el riesgo de extinción en Occidente por carencia de ejercicio. La reserva de los actos al obispo no sólo para la licitud, sino también para la validez, que crea evidentes limitaciones del poder de los presbí­teros y de los diáconos, se justifica, sin embargo, con el argumento de la unidad eclesial (con referencia a Ignacio), o con el recurso al ecclesiasticus ordo et concentus (cf Constituciones apostólicas III, 9; VIII, 27-28), o bien con la atención ad honorem potius sacerdotii quam ad legem necessitatis (Jerónimo, Altercatio luciferiani 9: PL 23,164-165). Respecto a la función diaconal, se puede afirmar sintéticamente que por su forma abierta, según los datos del NT, a la mayor libertad, tiende a evolucionar después del s. iv: en Oriente, como función clerical local, centrada en la asistencia litúrgica al presbí­tero; en Occidente, como una fase del cursus sacerdotal. En la tradición sirí­aca existí­an las diaconisas (cf Constituciones apostólicas VIII, 28,6): «Sin embargo, la diaconisa no bendice, no hace algo que hagan el presbí­tero y el diácono; sólo guarda las puertas, y sirve a los presbí­teros cuando se bautizan las mujeres, por motivos de decencia». Pero hay que añadir que aunque estuvieran ordenadas con la imposición de las manos (cheirotonia), como los diáconos, no pertenecí­an al clero en el gobierno de la iglesia; en Occidente, ciertos privilegios reservados a monjas, como lectura del evangelio o distribución de la comunión, son quizá un residuo de una costumbre que permanece como órgano rudimentario en el rito ad diaconam faciendam (sacramentario Gregoriano-Adrianeo, 214) (cf A.-G. Martimort, Les diaconesses, Roma 1982).

2. í“RDENES MENORES Y PRAXIS ACTUAL. En la jerarquí­a de orden no se comprendí­an los órdenes menores, aun teniendo el nombre de tales; pero existí­an desde la antigüedad varias categorí­as de personas que tení­an funciones subalternas no siempre bien distintas de las de los diáconos. Las listas antiguas nos presentan diversidades no siempre reducibles a funciones homogéneas.

a) Tradición antigua. Junto a los confesores, a las viudas, a los ascetas, a los exorcistas y a los sanadores, encontramos en el s. iv el siguiente orden de acceso a la comunión eucarí­stica, dado por las Constituciones apostólicas (VIII, 13, 14 y 23): «Obispo, presbí­teros, diáconos, subdiáconos, lectores, cantores, ascetas; y entre las mujeres, las diaconisas, las ví­rgenes y las viudas; luego los niños, y sólo después todo el pueblo». En otra lista de la misma fuente (III, 11,3), pero más antigua (Didascalí­a sirí­aca del s. ni), el orden es el siguiente: diaconisas, lectores, subdiáconos y ostiarios. Eusebio (Historia eclesiástica I, 1-2) no tiene escrúpulos en poner junto a la jerarquí­a a los didáscalos, los mártires y los prí­ncipes civiles (¡es de sobra conocido el carisma divino que atribuí­a al emperador!). Por eso no es fácil distinguir, especialmente en Oriente, entre carismas y órdenes ministeriales, tanto más cuanto que en los ritos siro-orientales el arcediano es miembro del orden presbiteral, mientras que en los ritos sirooccidentales las diaconisas tienen funciones de acólito: en las iglesias bizantinas el salmista es confundido de hecho con el acólito (antes de invitarlo a su oficio de proclamar la palabra de Dios, se habla de la función de ceroferario), y ciertamente el subdiácono se corresponde con nuestro acólito. En la iglesia latina, por debajo del diaconado, hasta el Vat. II, los órdenes menores eran cinco: el subdiácono (considerado orden mayor sólo a partir del s. xiii), el acólito, el exorcista, el lector y el ostiario. Estos órdenes menores se consideraban obligatorios ya en el documento de los Statuta Ecclesiae Antiqua, del s. v (476-485: galicano), al presentar el cursus completo de la iglesia romana antigua.

b) Del concilio de Trento al Vat. II. El concilio Tridentino (Sess. XXIII, c. 17), queriendo hacer corresponder los órdenes menores con los ministerios efectivos, a me-nudo ejercidos sin institución eclesial alguna, no salió airoso en su objetivo reformador, sea porque no se re-definí­a la atribución de cada ministerio, sea porque no llevaba a cabo su propuesta de suprimir los ministerios de ostiario y de exorcista, que se habí­an vuelto inútiles. En sí­ntesis, se puede decir que los únicos dos órdenes inferiores al diaconado, que se encuentran por doquier desde la antigüedad, son: el subdiaconado, que en Occidente corresponde al acolitado, y el lectorado; para estas dos funciones se hablaba en los documentos litúrgicos de ordinari (ser ordenados), pero nunca de imponere manus, reservado a los órdenes mayores. La reforma vaticana (motu proprio Ministeria quaedam, del 15-8-1972) ha superado los puntos de vista restringidos del primitivo proyecto de reestructuración, que se limitaba a proponer la supresión del exorcistado, ostiariado y subdiaconado, manteniendo, sin embargo, para el lectorado-acolitado el significado de órdenes menores, reservados por ello a los clérigos. En cambio, el hecho de que hoy los diáconos realicen estas funciones ministeriales ha contribuido a reducir estos órdenes a ministerios instituidos, es decir, no conferidos con ordenación, indicando así­ el cambio de significado de sus funciones. Se trata ahora de ministerios laicales propiamente tales, a diferencia de los antiguos órdenes menores, porque los fieles que los ejercen no asumen ya funciones de suplencia respecto a los clérigos, sino que ejercen un derecho fundado en el sacerdocio común de los cristianos. También en el caso de los candidatos al presbiterado o al diaconado, la obligación impuesta a los clérigos de recibirlos no rebasa el significado de preparación pedagógica («para mejor disponerse a las futuras tareas de la palabra y del altar»). Pero el nuevo significado reconocido a estos ministerios instituidos con vistas a un servicio más estable en el seno de la comunidad eclesial tiene por corolario la creación de nuevas funciones, que no tení­an su correspondiente exacto en la disciplina antigua. Así­, a tí­tulo de ejemplo, el documento pontificio indica como nuevos ministerios posibles el de catequista u otros servicios caritativos en la iglesia, ensanchando la esfera de estos ministerios al ser-vicio del mundo. Si bien el lectorado y el acolitado permanecen como ser-vicios comunes a todas las iglesias (en las iglesias orientales será el subdiaconado correspondiente al acolitado), el número de los ministerios y el campo de su ejercicio será regulado por las conferencias episcopales, a las que también se invita a hacer propuestas para otros ministerios necesarios para las exigencias pastorales que van surgiendo. Con esta nueva disciplina, que distingue mejor los ministerios ordenados de los instituidos, bien que teniendo en cuenta las diversas realizaciones históricas en cada iglesia, también los ministerios instituidos se caracterizan mejor respecto a los ministerios de hecho; en efecto, la institución tiene por objeto significar cierta permanencia de tales servicios en razón de las necesidades y las actividades habituales de la iglesia. [Precisiones terminológicas sobre los ministerios y enumeración completa: -> Asamblea, III, 2, a-d.]

V. Problemática teológico-litúrgica de los ministerios
El problema de los ministerios hoy, después de esta panorámica histórica, se presenta sin duda con nuevas lí­neas y exigencias, porque el estado histórico de la investigación ha modificado o relativizado la simplicidad de ciertos esquemas fixistas de los manuales de tipo apologético o escolástico. Ya hemos subrayado que el NT presenta momentos sucesivos de organización de los ministerios, ligados a veces a zonas geográficas diferentes (Corinto y las primeras iglesias paulinas, el ambiente judí­o de Mateo, Hechos y las Pastorales) y también un pluralismo de formas en función de las necesidades pastorales (por ejemplo, los siete en Heb 6:1-6). Además, los numerosos tí­tulos de estas personas califican a funciones o acciones, en el sentido de que son los servicios los que califican a los ministerios. Los concilios no han resuelto de forma irrevocable todos los problemas, que siguen todaví­a enmarañados; por ejemplo, sobre la naturaleza de esta institución divina, considerada origen de los ministerios (cf DS 1776 para el Tridentino y LG para el Vat. II): ¿se trata del simple hecho de su existencia?, ¿se trata de una distinción esencial de tipo ontológico, como la que se admite entre el sacerdocio ministerial o jerárquico y el común de los fieles (LG 10), o de tipo funcional? La diferencia entre sacerdotes y obispos, ¿está ya definida en su valor sacramental (diferencia sólo de grado), hasta el punto de considerarla no susceptible de ulteriores especificaciones históricas? ¿Sobre qué bases podrí­a reformularse, y sobre todo ejercerse, en la perspectiva de una teologí­a más ecuménica de la iglesia, la relación entre pontificado supremo del obispo de Roma, que «preside en la caridad» la iglesia universal, y el episcopado, sobre todo en su organismo colegial de tipo sinodal o conciliar? Todos estos interrogantes nacen del hecho de que el llamado derecho divino está sometido a cierta historicidad, y por tanto goza de una relativa reformabilidad, que deja siempre abierta la problemática dentro de lí­mites evidentemente determinados por la fidelidad esencial a la voluntad de Cristo, que ha instituido en su iglesia ministerios en continuidad con la misión encomendada en origen a los doce.

1. UNA NUEVA ECLESIOLOGíA MINISTERIAL. Esta revalorización de los ministerios laicales, que afecta también a la -> mujer, es fruto de la eclesiologí­a conciliar caracterizada por dos movimientos: el recentramiento sobre Cristo de los ministerios; el descentramiento hacia la iglesia como tal (según una feliz fórmula de Schillebeeckx) en el sentido pastoral, es decir, desde el centro hacia estructuras más colegiales. De la concepción dualista jerarquí­a-fieles, dominante en la teologí­a postridentina, se pasa a una teologí­a que comprende tres términos: el sacerdocio de Cristo, único sumo sacerdote, en cuanto que comprende tanto el sacerdocio ministerial como el sacerdocio común de los fieles. La prioridad dada por el Vat. II al capí­tulo sobre el pueblo de Dios en la constitución LG sobre la iglesia (c. 2), respecto al capí­tulo sobre la jerarquí­a (c. 3), significa la prioridad de los valores de existencia y de ontologí­a sobrenatural (fundada en los sacramentos básicos de la vida cristiana) sobre los valores de estructuras institucionales: así­ los ministerios que corresponden a estas estructuras institucionales encuentran mejor sus cualidades funcionales, sobre todo si se los considera a la luz de la categorí­a de misión, que atraviesa toda la teologí­a posconciliar.

2. REDESCUBRIMIENTO DE LOS CARISMAS. Esta segunda aportación de la teologí­a posconciliar concierne al valor y a la importancia de los carismas, y se debe a la eclesiologí­a de comunión y de servicio en el contexto del diálogo ecuménico, en orden a superar los excesos de clericalismo y juridicismo que se acentuaron en los siglos de cristiandad, en los que se consideraba al laicado en posición subalterna y sin autonomí­a cultural. Las investigaciones del diálogo ecuménico (Pour une réconciliation des ministéres, Taizé 1972), que llevaron a los acuerdos de Dombes, arribaron a estas perspectivas comunes a los católicos y protestantes, que no se pueden ignorar (cf Bautismo, Eucaristí­a, Ministerio, FC, Lima 1982, nn. 1-55). Los puntos esenciales se pueden reducir a tres: la cristarquí­a y la apostolicidad; la relación entre ministerio pastoral y otros ministerios; objeto e investidura del ministerio pastoral.

a) Cristarquí­a y apostolicidad. La afirmación de base de este señorí­o de Cristo, siervo y ministro único de su iglesia, es que su ministerio se convierte en norma de toda la doctrina y de toda la práctica del ministerio cristiano. De este principio brota el criterio de la apostolicidad de la iglesia, que es apostólica en su mismo ser, porque Cristo, enviado por el Padre, la enví­a a su vez al mundo con la potencia del Espí­ritu.

Dentro de este conjunto apostólico de la iglesia y para su servicio se especifica la sucesión apostólica en el ministerio instituido por el Señor. Remitiéndose a los tres criterios de san Ireneo respecto a la plenitud de la sucesión apostólica (la continuidad de la ordenación a través de personas a su vez ordenadas; la fidelidad a la enseñanza apostólica; la conformidad de la vida con el evangelio), se afirma la normal indisolubilidad de estos tres elementos, en cuanto que esta sucesión es el signo ministerial que atestigua la apostolicidad de la iglesia y abre la comunidad a la venida y a la acción del Señor mismo. El presupuesto de esta doble sucesión apostólica es el doble significado del grupo de los doce en los evangelios: estos hombres son, por un lado, la personificación de todo el pueblo de Israel en sentido escatológico, con las doce tribus reconstruidas (Gál 6:16); por otro lado, son los jueces de las doce tribus (Mat 19:28). Frente al mundo representan a la iglesia en misión; pero frente a los demás, es decir, a la grey, representan al único pastor.

b) Ministerio pastoral y otros ministerios. A cada uno de los dos tipos de sucesión apostólica debe corresponder un orden de ministerios de tipo global y especí­fico. Sólo la colocación exacta del ministerio propio de los pastores en el conjunto de los ministerios cristianos permite esta teologí­a correcta del sacerdocio. No existe, por tanto, en el cuerpo eclesial un miembro que no esté dotado de una función propia en virtud del bautismo y de su participación en la eucaristí­a, porque cada uno tiene asignada su parte en la misión global de la iglesia: el servicio a la misión y el testimonio de Cristo son un compromiso de responsabilidad de todos los cristianos. En el ámbito de los ministerios que el Espí­ritu Santo suscita en la iglesia, el servicio propio de los pastores es el de congregar a la iglesia. En la interdependencia afirmada entre la apostolicidad global de la iglesia y la apostolicidad especí­fica del ministerio existe una reciprocidad de dependencia, es decir, de remisión a Cristo Señor, de tipo disimétrico, ya que los cometidos no son intercambiables (como tampoco lo son los del esposo y de la esposa, o los de los padres y los hijos); pero cada uno de los dos polos remite a Cristo. En esta relación, más que insistir en la diversidad de las funciones que corresponden a los pastores, históricamente variables, se subraya la relación particular que tiene con el resto de la comunidad, y esto respecto a los diversos ministerios que ejercen. Lo propio del ministerio pastoral es asegurar y significar la dependencia de la iglesia respecto de Cristo, fuente de su misión y fundamento de su unidad. Pero los ministros ordenados tienen también el cometido de significar el ví­nculo de comunión establecido por el Espí­ritu entre las diversas comunidades en la unidad de la iglesia. Este cometido implica la unión de los ministros con los pastores de otros tiempos (éste es el valor de la tradición) y de otros lugares (las relaciones intereclesiales) en el ámbito de un mismo colegio derivado de los apóstoles. Esta recuperación de la colegialidad del ministerio pastoral nos parece muy importante para situar el problema del primado del ministerio en la caridad, reservado al obispo sucesor de Pedro en la iglesia romana, y el problema de la autoridad del obispo monárquico en el análogo colegio presbiteral de la iglesia local.

c) Objeto e investidura del ministerio pastoral. El problema más delicado es el de la especificación de los elementos transmisibles del ministerio apostólico, porque aparecen siempre vinculados entre sí­: anuncio de la palabra, celebración de los sacramentos y reunión de la comunidad. Las tres funciones clásicas, que se denominaban potestas docendi, sanctificandi et regendi, encuentran una clarificación mayor en el contexto de esta eclesiologí­a de ministerialidad apostólica. En efecto, el ministerio de la palabra no se limita a repetir lo que se ha dicho en el pasado, sino que debe interpretar y actualizar, bajo la guí­a del Espí­ritu Santo, el depósito de la fe apostólica y los signos de los tiempos, en comunión con toda la iglesia. La función profética del ministerio resulta así­ más armonizable con los carismas proféticos de todos los tiempos y también de los nuestros, sin rivalidades ni exclusivismos. También para el ministerio cultual de los sacramentos comunica Cristo el don de su persona y de su vida; y a través de la presidencia de sus ministros, hechos signo sacramental de tal presencia de Cristo, da y garantiza la eficacia prometida a la participación en sus misterios litúrgicos. Por fin, el ministerio de gobierno se identifica mejor con el oficio o servicio de congregar la comunidad, para reconstruirla sin interrupción y reparar la unidad, siempre tan difí­cil y comprometida por el pecado y por las divisiones del pueblo en camino hacia el reino. Si se considera el gobierno de los responsables de la iglesia desde este ángulo de mira del servicio a la unidad, se elimina todo riesgo de autoritarismo en la jerarquí­a eclesiástica, que a menudo ha llegado en el pasado a parangonar la potestas regiminis con el tipo de poder temporal, que Cristo, en cambio, contrapuso en el evangelio al servicio apostólico (Luc 22:25-26). El ministerio de dirección así­ entendido para la edificación del reino de Dios se realiza dentro del respeto a la libertad del Espí­ritu y en la corresponsabilidad efectiva de los cristianos. La aplicación del principio de la reciprocidad disimétrica (ya expuesto) a las diversas formas de ministerio induce a considerar que la acción de Cristo hacia los discí­pulos es la de guiarlos al sacrificio espiritual, al testimonio y al servicio, de forma diversa según la especificidad histórica de los distintos servicios eclesiales, aunque con una convergencia final hacia la eucaristí­a, que sigue siendo la cumbre y la fuente de la vida eclesial. En este sentido, el ministerio es denominado en sentido fuerte, por así­ decir, si bien no ya exclusivamente como en el pasado, con la categorí­a cultual de ministerio sacerdotal. En este contexto, la ordenación ministerial asume el valor de signo eficaz, que vincula a los pastores con la sucesión apostólica, sea por el carácter de los ministros que la celebran en cuanto que deben a su vez estar ordenados, sea por la respuesta infalible del Cristo resucitado, que comunica su Espí­ritu en respuesta a la epí­clesis de su iglesia. La recuperación de la epí­clesis pneumatológica, que quita todo valor a la traditio instrumentorum del pasado en la iglesia latina (elaboración más de los teólogos juristas que de la tradición litúrgica expresada en las fórmulas de la oración consecratoria nunca cambiada), no debe ser infravalorada en una teologí­a de los ministerios, que logra así­ también fundar la irreversibilidad de la ordenación, y por tanto su no-reiterabilidad. En sí­ntesis, este acuerdo (que así­ se ha explicitado) logra formular una eclesiologí­a muy bí­blica y patrí­stica, superando cuestiones particulares que pueden estar todaví­a abiertas. No se trata ciertamente de renunciar, en la teologí­a católica y ortodoxa, al tí­tulo propid de los ministerios para participar en el sacerdocio de Cristo en nombre de la afirmación del sacerdocio común de los fieles (aceptando la teorí­a antigua de los reformados, para la que la iglesia serí­a sujeto del conjunto de los ministerios, que organiza según las inspiraciones del Espí­ritu Santo sólo en cuanto se la considera global e indistintamente), sino más bien de reconocer positivamente el carácter sacerdotal de todos los fieles, el carácter funcional del sacerdocio ministerial y la estrecha conexión entre ministerios instituidos y comunidad. Se trata, en fin, de superar cualquier concepción del sacerdocio según la categorí­a absoluta de la potestas personalmente recibida y ejercida de modo absoluto; pero, al mismo tiempo, de no limitarse a vincular los ministerios sólo al Espí­ritu Santo o a la voluntad general de Cristo sin hacer de ellos una participación en su autoridad de enviado del Padre y de siervo del pueblo de Dios. La doble relación dentro del cuerpo de Cristo, sea de interioridad, que va hasta la identificación mí­stica (1Co 12:12) de sus miembros, sea de superioridad-autoridad, que se expresa con el término cabeza (1Co 13:3, 1Co 13:7) para la guí­a y animación de este cuerpo, presupone un diverso nivel ontológico de profundidad entre estos servicios en la comunidad y para ella y la cualidad de miembros del cuerpo de Cristo, que pertenece a todos los cristianos. El problema, que siempre reaparece, de la relatividad histórica de las categorí­as de los ministerios en relación con la estructuración de la iglesia, no puede resolverse con el simple recurso al estadio primitivo de la iglesia, donde los ministerios locales surgieron como servicios internos a la comunidad, mientras que sólo el apóstol aparece como anterior a ella y constitutivo de la misma (negando así­ la distinción entre ministerios carismáticos y funciones locales institucionales); pero hace falta superar la perspectiva jurí­dica y centrada en la validez de los ministerios como valores autónomos por encima y fuera de la comunidad. ¿Cómo se puede de hecho valorar la existencia y la originalidad de los carismas no institucionales sin fijarlos en los de la jerarquí­a? ¿Cómo dar a la naturaleza fundamentalmente diaconal de la existencia cristiana su auténtica valoración, sin reducir los ministerios a categorí­as meramente institucionales? ¿Qué ministerios reconocer en la estructura esencial de la iglesia, entendida como la que le atribuye su identidad (H. Küng parece negar la identidad entre estructura e institución jerárquica), para que las iglesias respondan al plan de Dios en un momento histórico dado: ut fiant, como decí­a Tertuliano (De Praescriptione 20: PL 2,32)?

VI. Perspectivas celebrativas y pastorales
Los interrogantes anteriores nos ofrecen ya la clave de esta reflexión ulterior. Si lo que estructura a la iglesia es el conjunto de los servicios y ministerios que Dios suscita en ella para cumplir su misión, nos podemos preguntar qué es lo que impide que los ministerios tí­picamente eclesiales estructurados a tiempo pleno se reconozcan a través de una ordenación propiamente dicha (Rahner). De hecho, hemos encontrado en la tradición eclesial una distinción neta entre los ritos ordenados transmitidos por medio de la imposición de manos (cheirotonia) y los ritos instituidos a través de una simple institución o investidura autoritativa (cheirothesia). Pero ahora se trata de ver si la nueva reestructuración de los ritos de ordenación y de institución es adecuada a esta nueva significatividad eclesial y ministerial. Algunas perspectivas sugeridas aquí­ tienen el objeto de captar aspectos que no responden plenamente a esta naturaleza de los signos sacramentales, no tanto a nivel de esencialidad, sino al de plenitud expresiva.

1. PARA EL EPISCOPADO. Se puede observar que la eliminación de todo aspecto triunfalista de una teologí­a de los poderes parece suficientemente adecuada a la importancia dada a la figura del obispo como pastor, significativamente descrita en la monición introductoria del rito de ordenación, si bien se podí­a explicitar más la temática de la colegialidad, en lugar de insistir en la relación entre obispo y papa. Aquí­ se plantea el problema de la relación entre el obispo y su iglesia local respecto a la designación y presentación de los candidatos. La Tradición apostólica (2-3) preveí­a la elección del obispo por parte de todo el pueblo. En las Constituciones apostólicas sirí­acas del s. ni se añade una triple ratificación por parte de la asamblea, como complemento de la elección por parte de todo el pueblo (IV, 2). Hoy no se pueden ignorar las dificultades de tal criterio de elección popular, que estarí­a expuesto a todas las vicisitudes de divisiones y contiendas propias de las elecciones civiles. Pero no se puede ignorar que las nuevas exigencias de una eclesiologia local, como base de la eclesiologí­a universal (LG 26), podrí­an aconsejar que la designación de los obispos vuelva a encomendarse a las iglesias locales en sus expresiones colegiales y federativas de las conferencias episcopales regionales. El hecho de que la ordenación del obispo deba hacerse en la medida de lo posible con la participación colegial de los obispos limí­trofes de la misma región eclesiástica parece requerir, para una mayor verdad de los ritos, que también su designación se haga a través de estos organismos ya canónicamente reconocidos, quedando a salvo siempre la confirmación del obispo de Roma, que preside en la caridad a todas las iglesias. Las comunidades que reciben a un obispo como pastor y padre no quedarí­an así­ marginadas de esta presentación, porque al menos a través de sus pastores actuales se sentirí­an responsabilizadas en una elección que no se les puede sustraer totalmente (como sucede todaví­a a menudo). De este modo, en el rito de presentación del candidato, también los representantes del consejo presbiteral y del consejo pastoral (en tal caso, algún laico) podrí­an ser llamados a expresar la triple ratificación, junto con toda la asamblea, que hemos recordado arriba.

2. PARA EL PRESBITERADO. El nuevo rito ha adecuado ciertamente las formas ceremoniales a la visión más pastoral del ministerio especí­fico, que asocia al presbí­tero a todas las funciones (excepto la de la transmisión de la apostolicidad) del obispo en la edificación de la iglesia (cf PO 6; LG 28). También aquí­ la responsabilidad del presbiterio como tal está suficientemente expresada por el gesto de imposición de las manos después de la del obispo, para indicar que hay un Espí­ritu común y semejante de su ministerio (Tradición apostólica 7). Pero para el pueblo parece que hay todaví­a demasiado poco espacio. Si en las fuentes antiguas (Constituciones apostólicas XXVI, 2-5) se habla de cooptación para el presbiterio por la elección y por el juicio de todo el clero, hoy se podrí­a igualmente prever algún gesto sencillo de los fieles para expresar esta corresponsabilidad en la iglesia; al menos el gesto de la entrega de la patena con las ofrendas de los fieles y del cáliz deberí­a producirse después de la presentación de los dones por parte de los fieles, y no, como ahora, antes de la misma, con un formulario que hace, sin embargo, referencia expresa a ello.

3. PARA EL DIACONADO. También en la elección del diácono, que en la antigüedad era presentado por el pueblo (cf Heb 6:5), se podrí­an prever ulteriores enriquecimientos rituales para los diáconos permanentes respecto de los provisionales, con unas referencias más concretas a las funciones del diácono, especialmente a las de ser el responsable ideal de la pastoral de las familias y de las parejas en cuanto tales; evocar con su estado normalmente de casado el sentido de la iglesia como familia; ser el signo de una iglesia no tanto ya dada cuanto en proceso de hacerse y ser el encargado eclesial (por misión especí­fica) de comunidades humanas a medida humana. La relación del diácono con la comunidad local deberí­a, pues, encontrar también una expresión celebrativa.

4. PARA LOS MINISTERIOS INSTITUIDOS. Las indicaciones de los nuevos ritos son sobre todo indicativas, y por tanto susceptibles de adaptaciones por parte de cada comunidad local. Las experiencias que se están llevando a cabo sugieren que estas celebraciones gozan de bastante participación de las respectivas comunidades, a cuyo servicio están ya los laicos; será preciso especificar cada vez mejor la relación entre ministerio de la caridad y extralitúrgico y el oficio cultual de estos ministerios, para que se evite el riesgo de su elericalización o ritualización. Para los ministros extraordinarios de la eucaristí­a (instrucción lmmensae caritatis, del 29-1-1973) que están supliendo a los ministros ordinarios, se requiere un mandato por parte del obispo y del presbí­tero: se puede observar que están destinados a desaparecer si se lleva a cabo en las iglesias una verdadera pastoral de responsabilización ministerial. Si en Roma en el s. ni, según Eusebio (Historia eclesiástica 6, 43,11: Ep. de Cornelio papa), junto al único obispo, con sus cuarenta y seis presbí­teros, con los siete diáconos y siete subdiáconos, habí­a cuarenta y dos acólitos, doce exorcistas, lectores y ostiarios, ¡cuánta mayor riqueza no deberí­an expresar nuestras comunidades locales!
[-> Asamblea; -> Sacerdocio; -> Obispo; -> Diaconado].

E. Lodi
BIBLIOGRAFíA:
1. En general:
Borobio D., Ministerio sacerdotal, ministerios laicales, Desclée, Bilbao 1982; Del Cura S., Ministerio eucarí­stico, comunión eclesial y comunidad, Burgos 1983; Dianich S., Ministerio, en NDT 2, Cristiandad, Madrid 1982, 1080-1109; Ministerio, en DTI 3, Sí­gueme, Salamanca 1982, 515-528; Dupuy B.D., Teologí­a de los ministerios, en MS 4/2, Cristiandad, Madrid 1975, 473-508; Fernández A., Obispos y presbí­teros. Historia y teologí­a de la diferenciación del ministerio eclesiástico, en «Burgense» 18 (1977) 357-418; Grelot P., El ministerio de la Nueva Alianza, Herder, Salamanca 1969; Heubach J.-Lera J.M., Ministerio y pueblo de Dios, en «Diálogo Ecuménico» 18 (1983) 435-468; Rincón R., Ministerio, en DETM, Paulinas, Madrid 1975, 662-680; Roux J.J., Los ministerios en la discusión actual, en «Theologica Xaveriana» 25/ 1 (1975) 69-84; Royón Lara E., Los ministerios en una Iglesia toda ministerial, en «Sal Terrae» 9 (1977) 21-33; Sánchez Chamoso R., Función mediadora de la Iglesia y ministerios, en «Seminarios» 30 (1984) 311-348; Los ministerios en perspectiva eclesial, ib, 367-426; Sartori L., Carismas y ministerios, en DTI 2, Sí­gueme, Salamanca 1982, 9-23; Schillebeeckx E., El ministerio eclesial. Responsables en la comunidad cristiana, Cristiandad, Madrid 1983; Tena P., Comunidad, infraestructura y ministerio, en «Phase» 83 (1974) 389-406; Opciones de Iglesia para un ministerio renovado, en «Phase» 108 (1978) 523-542; Val! H., Los ministerios en la Iglesia, en «Actualidad Bibliográfica» 24/ 12 (1975) 258-305; Vogel C., El ministerio litúrgico en la vida de la Iglesia, en «Concilium» 72 (1972) 151-166; VV.AA., Los ministerios en la Iglesia, en «Seminarios» 80 (1972); VV.AA., Hacia una reestructuración de los ministerios, en «Theologica Xaveriana» 25 (1975) 19-30; VV.AA., Re-novación de la Iglesia y ministerio, en «Concilium» 108 (1975) 137-288; VV.AA., El ministerio y los ministerios según el N. T., Cristiandad, Madrid 1975; VV.AA., Sacerdocio, ministerios laicales y seminarios, en «Pastoral Misionera» 17/4 (1981).

2. Presbiterado y presidencia litúrgica
Bellavista J., El celebrante principal, en «Phase» 107 (1978) 487-490; Fernández A., Obispos y presbí­teros. Historia y doctrina de la diferenciación del ministerio eclesiástico, en «Burgense» 18/2 (1977) 357-418; Guerra M., Epí­scopos y Presbí­teros. Evolución semántica de los términos desde Homero hasta el s. II después de J. C., Burgos 1962; Kasper W., La función del presbí­tero en la Iglesia, en «Selecciones de Teologí­a» 32 (1969) 351-359; López Martí­nez N., La distinción entre obispos y presbí­teros, en «Burgense» 4 (1963) 145-225; Martí­n Velasco J., Crisis de la condición sacramental del ministerio presbiteral, en «Phase» 123 (1981) 255-262; Martinell M., El sacerdote como presidente, en «Phase» 48 (1968) 533-535; Oñatibia 1., Presbiterio, Colegio Apostólico y apostolicidad del ministerio presbiteral, en VV.AA., Teologí­a del sacerdocio 4, Burgos 1972, 71-109; Tena P., La presidencia de la celebración en crisis, en «Phase» 48 (1968) 515-532; VV.AA., El ministerio en la asamblea litúrgica, en «Concilium» 72 (1972) 149-294; VV.AA., Presidir la asamblea, PPC, Madrid 1970.

3. Diaconado
Altana A., Diácono, en NDE, Paulinas, Madrid 1979, 361-367; Arnau R., El diaconado como carisma y ministerio, en «Anales Valentinos» 3/5 (1977) 1-23; Centro «Pro mundi vita», El diaconado permanente: su restablecimiento v su evolución, en «Phase» 76 (1973) 353-375; Guerra M., Diáconos helénicos y bí­blicos, Burgos 1962; Jubany N., Diaconado, en SM 2, Herder, Barcelona 1976, 254-259; Oriol J., La restauración del diaconado permanente, en «Phase° 42 (1967) 546-563; Instauración del diaconado permanente en la diócesis de Barcelona, en «Phase» 127 (1982) 75-84; Tortras A.M., Notas para un diaconado renovado, en «Phase» 116 (1980) 151-159; Urdeix J., Qué es un diácono, en «Phase» 83 (1974) 407-411; Congreso Internacional del Diaconado permanente, Kortrijk (Bélgica), en «Phase» 113 (1979) 444-448; VV.AA., El diaconado en la Iglesia y en el mundo, Pení­nsula, Barcelona 1968; VV.AA., Eldiaconado permanente. Estudios v documentos, en «Seminarios» 65-66 (1977); VV.AA., Diáconos para la comunidad, «Dossiers del CPI.» 7, Barcelona 1979.

4. Nuevos ministerios
Borobio D., Participación y ministerios litúrgicos, en «Phase» 144 (1984) 511-528; Ministerios laicales. Manual del cristiano comprometido, Madrid 1984; Castillo J.M., Los nuevos ministerios, en «Sal Terrae» 66 (1977) 3-20; Celam, Ministerios eclesiales en América Latina, Bogotá 1976; Manzanares J., Los nuevos ministerios del lector y del acólito, en «Rev. Españ. de Derecho Canónico» 29 (1974) 368ss; Pistoia A., El ministerio del lector, en «Pastoral Litúrgica» 129/ 130 (1983) 26-29; Rubio L.-Hernández V., Los ministerios laicales en el magisterio actual de la Iglesia, en «Seminarios» 30 (1984) 427-492; Santangada O., Naturaleza teórica de los nuevos ministerios, en «Stromata» 40 (1984) 275-297; Secretariado N. de Liturgia, El ministerio del lector, PPC, Madrid 1985; El ministerio del acólito y del ministro extraordinario de la comunión, PPC, Madrid 1985; Tena P., Los ministros extraordinarios de la distribución de la eucaristí­a y la comunión frecuente, en «Phase» 60 (1970) 588-596; Urdeix J., Presente y futuro del lector y del acólito, en «Phase» 90 (1975) 435-451; Los laicos y el ministerio (CIC cnn. 228-231), en «Phase» 141 (1984) 187-191.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia