SUMARIO: I. Premisa – II. Orientaciones teológicas: 1. Exigencias culturales; 2. Relectura del NT; 3. Líneas de interpretación teológica: a) Linea ontológica, b) Deducción cristológica, c) Deducción eclesiológica – III. Carisma ministerial y opción fundamental: 1. La opción fundamental de Cristo y el sacerdocio de la Iglesia: 2. Carismas de la totalidad – IV. Los signos de la totalidad: 1. En la espiritualidad pastoral; 2. En la espiritualidad profética; 3. En la espiritualidad litúrgica – V. Espiritualidad católica – VI. Conclusión.
I. Premisa
El léxico que se suele utilizar en nuestro tema resulta bastante confuso, y no es posible encontrar una palabra que sea totalmente adecuada a la complejidad y a los matices problemáticos de los conceptos que en él andan en juego. Al hablar de «ministerios pastorales» o simplemente de «ministerio» a lo largo de este artículo, intento referirme concretamente al ministerio que existe en la Iglesia en virtud del sacramento del orden, es decir, de los diáconos, sacerdotes y obispos. Lo que expongo está pensado sobre todo a propósito de la figura del sacerdote; pero casi siempre se podrá referir también al obispo, y menos al diácono, ya que para la espiritualidad del diácono habría que trazar previamente los contornos teológicos, jurídicos y pastorales que hoy están destacando lentamente de la espesa niebla que ha oscurecido durante siglos este ministerio. Esta observación vale más todavía a propósito de los «ministerios instituidos», cuyo porvenir es oscuro y cuyas estructuras son aún del todo inciertas. Por eso no hablaré de ellos. Por otra parte, ¿no debería situarse su consideración más bien dentro del tema de la espiritualidad de los laicos? [>Laico].
II. Orientaciones teológicas
La ya famosa crisis de identidad del sacerdote, que estalló violentamente en el pasado decenio postconciliar, reavivó enérgicamente el debate teológico sobre el sacerdocio. La literatura reciente es abundantísima y, como quizá pocas veces en la historia, la discusión teológica está arraigada en los problemas concretos de la vida.
1. EXIGENCIAS CULTURALES Anterior a la teología de la secularización es el fenómeno de una cultura secularizada. Se podrá discutir sobre su amplitud, aceptar o rechazar lo radical y definitivo de su realidad e interpretar de muy diversas maneras su significado teológico. Lo cierto es que en una sociedad fuertemente articulada, pluralista y democrática. no queda lugar para una institución sacerdotal que encarne dentro de ella un poder sagrado y que represente, como en las antiguas sociedades sacrales, uno de los polos esenciales e indiscutibles de la articulación del poder. El párroco junto al alcalde, el obispo junto al príncipe, el papa junto al emperador o a quien haga sus veces, como parejas expresivas de un modo de ser de la sociedad, parecen una realidad definitivamente desaparecida. El personaje del sacerdote deja de ser entonces en la sociedad protagonista del juego de las autoridades y se ve obligado a reconstruir su figura ante ella como misionero de un mensaje religioso y como líder de una de tantas comunidades libres que existen dentro de ella. Tiene que reservar sus vestiduras sagradas para la vida interior de la Iglesia, revistiéndose de laicidad en la sociedad laica y mostrándose como un ciudadano entre los demás. Esta operación no resulta tan natural y no está libre de repercusiones de gran interés en el interior mismo de la estructura eclesial. Se inserta, como causa y efecto al mismo tiempo, en el marco de un replanteamiento global del papel del ministerio y, sin duda alguna, del menor relieve de su aspecto sacerdotal y de una creciente acentuación de su aspecto misional y pastoral.
2. RELECTURA DEI. NT – Hay algunos datos de la exégesis que, sin ser nuevos ni mucho menos para el biblista, hasta hoy no habían marcado decididamente la reflexión teológica. Entre ellos están los siguientes: el Nuevo Testamento no atribuye nunca el término «sacerdote» ni a los apóstoles ni a los demás ministros de la Iglesia; «presbítero» y «obispo» son términos sinónimos; de ministros de la Iglesia instituidos con la imposición de las manos se habla solamente en los textos menos antiguos del NT; la Carta a los Hebreos no establece en la Iglesia la necesidad de un ministerio sacerdotal distinto del ministerio, nuevo y fuera de los esquemas sacerdotales clásicos, del mismo Jesucristo; por el NT no se puede demostrar rigurosamente que la Iglesia apostólica no celebraba la eucaristía sin la presidencia del apóstol.
Sobre todo es interesante observar que el fenómeno de una cierta secularización del sacerdocio comienza precisamente en el NT. La Carta a los Hebreos declara explícitamente la impotencia del sacerdocio del templo, de los ritos y de los sacrificios para resolver el problema fundamental del perdón de los pecados y del acercamiento del hombre a Dios. Por eso Jesús no desciende de una tribu sacerdotal; es sacerdote en el sentido de una consagración a la mediación entre Dios y los hombres, pero no ejerce esa mediación con el aparato ritual del sacerdocio y del templo (ya que la sangre de las víctimas no quita los pecados), sino viviendo y muriendo por amor al Padre y a los hermanos, resucitando y entrando en el santuario del cielo para la salvación de todos. De este modo Jesús declara abolido cierto tipo de culto y establece otro nuevo, el de su persona y su vida: su cuerpo es el nuevo templo (cf Heb 5,1; 7,14; 10,1-4; 10,9s; Jn 2,19-22). Así, sencillamente, la vida misma de la comunidad de los creyentes que viven en Cristo es el templo nuevo en donde actúa el nuevo sacerdocío y se ofrecen sacrificios, que son la vida misma animada por el Espíritu (1 Pe 2,1-10). Entonces es natural que la generación que conoció a Jesús o que escuchó el testimonio de sus discípulos en persona no se planteara el problema de un ministerio sacerdotal en la comunidad. En efecto, el verdadero problema no es ya el de tener mediadores para acercarse a Dios, sino sólo el de conocer a Jesucristo. En cambio, el problema del ministerio se plantea, aunque ahora en los términos nuevos del nuevo sacerdocio, cuando empiezan a desaparecer los apóstoles de la escena y se hace esencial para la Iglesia saber dónde y cómo puede ella en cada una de las generaciones fundamentar su existencia sacerdotal en Cristo y sólo en el Cristo que los apóstoles vieron y tocaron. Para responder a esta exigencia vital nace en la Iglesia apostólica, en el limite con las generaciones post-apostólicas,la institución de los presbíteros-obispos (cf He 20,17-32 y passim, las cartas pastorales)’. En conclusión, el Nuevo Testamento contiene la institución de un ministerio en la Iglesia, ordenado con la imposición de las manos, destinado a garantizar a las iglesias mediante un carisma especial la transmisión del testimonio apostólico, a fin de que puedan realizar su sacerdocio, basando su vida en el anuncio de aquel Cristo a quien conocieron y predicaron los apóstoles. En este contexto fundamental se colocará la reflexión sobre los ritos de la Iglesia y sobre la situación especial que en su celebración habrán de ocupar aquellos que han sido ordenados al servicio de la fundación de la Iglesia sobre la raíz apostólica. Es una reflexión que se desarrolla, sin duda, en la Iglesia apostólica, ya que Ignacio de Antioquía, a comienzos del s. u, puede enunciar como plenamente obvia la forma de que no es posible celebrar la eucaristía sin el obispo.
3. LíNEAS DE INTERPRETACIí“N TEOLí“GICA – Todo este material bíblico, fundamental, pero escaso, tuvo un amplio desarrollo en la tradición. Primero fue la evolución rápida y decidida del aspecto sacerdotal del ministerio; luego, su distinción en los grados del obispo, sacerdote y diácono; la distribución de sus competencias en los dos terrenos del orden y de la jurisdicción; la articulación del ministerio en las diversas tareas de la predicación, de la cura pastoral y de la celebración de los sacramentos; la doctrina del carácter y, finalmente, la determinación de la autoridad del ministerio, con la doctrina del mismo, de su infalibilidad y de su poder de jurisdicción. Trento y los concilios Vat. I y II ofrecen los documentos autorizados de la fe católica en torno a nuestro tema. Sobre este amplio material trabaja la reflexión teológica para una inteligencia de los datos de la fe, que ponga de manifiesto sus valores y coherencias para la vida de la Iglesia. Actualmente, la reflexión teológica presenta múltiples propuestas; será conveniente señalar algunas de las pistas por las que se mueve.
a) Línea ontológica. Todavía persiste cierta forma de pensar, derivada de la última escolástica y teñida de cartesianismo, que va buscando en los datos de la fe la essentia metaphysíca rei, es decir, aquel elemento dado el cual se dan todos los demás elementos de la res y que, de fallir, no existiría la res, aunque se diera.] todos los demás elementos. Ideas claras y netas. Este método, aplicado a la teología del ministerio, orienta su estudio esencialmente hacia la confrontación y la contraposición. ¿Cuál es -se dice- la característica del ministro ordenado respecto al laico? ¿Qué es lo que puede hacer el primero y qué no puede absolutamente hacer el segundo? ¿En virtud de qué elemento un obispo o un sacerdote siguen siendo tales aun cuando no ejerzan las funciones ministeriales normales? Planteada la cuestión en estos términos, es lógico que el discurso se centre esencialmente en el tema del carácter sacerdotal, entendido como modificación ontológica de la persona del ministro, en virtud del cual sólo él es capaz de consagrar la eucaristía, de perdonar los pecados y de celebrar algunos otros sacramentos. Este modo de hacer teología conduce a trazar una figura del ministerio en la que el primer elemento determinante es su aspecto sacerdotal, entendido como realidad definible a nivel de una mediación ontológica que encuentra expresión esencialmente en el ejercicio del poder sagrado sobre los sacramentos. De aquí se deriva, como es lógico, la tendencia a una espiritualidad de contraposición y de separación. Lo que la distingue caracterizará siempre la vida del sacerdote mucho más que lo que le une al pueblo de Dios. Será siempre la exigencia de una separación, y no la de la inmersión en la comunidad, la que decida las opciones y las actitudes. La espiritualidad sacerdotal se orientará inevitablemente hacia la imitación de una cierta espiritualidad monástica.
b) Deducción cristológica. La teología más reciente prefiere plantear rigurosamente el discurso, deduciendo la inteligencia del ministerio de la figura de Cristo como sacerdote eterno, profeta, pastor y cabeza de su Iglesia. El camino resulta bastante laborioso; el que lo emprende sabe que la realidad de Cristo y la realidad de la Iglesia se colocan actualmente en dos planos diversos: la primera es una realidad escatológica, invisible y celestial: la segunda es una realidad histórica, visible, verificable. Se intenta comprender entonces la realidad de la Iglesia en sus diversas articulaciones como una visibilización sacramental de la realidad celestial, recogiendo de este modo toda la gran tradición icónica de la teología oriental [>Imagen; >Oriente cristiano]. En concreto, cada autor hace su propia opción. Unos, inspirándose en la imagen de Cristo sacerdote, modelan la figura del ministro de forma sacerdotal y ponen en el centro de su atención esencialmente su actividad cultual y su poder sagrado sobre los sacramentos. Otros se basan más bien en la imagen de Cristo cabeza de la Iglesia, y ven en el ministro ordenado ante todo el pastor de la Iglesia, que se sitúa frente a ella como signo visible de Cristo, su cabeza. Estas dos propuestas tienen en común cierto formalismo sacramental; el ser signo, en un sentido radical, en virtud del carácter indeleble, es lo que hace el ministerio; no ya el carisma, entendido como actuación concreta dentro de una situación existencial determinada por el propio carisma. La espiritualidad que de aquí se deriva sería más bien la de la línea ontológica; una espiritualidad de contraposición más que de inmersión en la comunidad, si no se está atento en este punto, nó sin una especie de salto lógico, a apelar a la imitación de Cristo, para deducir de ella la importancia que ha de tener en el ministerio cristiano el sentido del servicio en la humanidad y en la caridad.
d) Deducción eclesiológica. Es bastante diferente la línea de quienes consideran que hay que colocar al ministerio ante todo dentro del contexto eclesiológico, ya que se trata de una función eclesial. Unos preferirán resaltar el concepto de Iglesia-sacramento, para ver cómo en esta sacramentalidad general existe y actúa una sacramentalidad particular, de una eficacia muy singular, la del ministerio ordenado. Otros, en cambio, preferirán insistir simplemente en el carácter carismático de la comunidad para señalar en el ministerio una especie de carisma de servicio de los carismas, a los que es necesario reducir a unidad para edificación de la Iglesia. De este planteamiento teológico se deriva una espiritualidad bastante nueva, y relacionada con la intuición fundamental del Vat. II, de la «caridad pastoral» como elemento formal de la espiritualidad sacerdotal (PO 14), por lo cual es la relación y la unión, y no la distinción y la contraposición, el criterio fundamental para interpretar la presencia del ministro en la comunidad. En esta línea, como es lógico, se registran también propuestas muy secularizantes, como si se tratase simplemente de un «liderazgo» sociológico, al estilo de los que existen en cualquier grupo social. No cabe duda de que será importante apurar la reflexión hasta el fondo y ver en qué consiste propiamente ese «carisma de los carismas». Se podrá evitar entonces dar el salto desde una espiritualidad de contraposición hasta una espiritualidad de inmersión tan acentuada. que carecería ya de sentido hablar de una espiritualidad de los ministerios en cierto modo propia y distinta de la de los laicos.
III. Carisma ministerial y opción fundamental
La calificación de una personalidad no se deriva de una especie de suma algebraica de sus opciones, sino solamente de su opción fundamental. En la vida se dan opciones que no tienen significado solamente en relación con su contenido concreto, sino más bien en relación con la orientación fundamental que implican de la personalidad. En estos casos el contenido concreto es vehículo de una opción más profunda, ya que, por ciertas virtualidades propias o por cierta intencionalidad que se le atribuye, lleva a la persona a buscar un sentido final a toda su vida. Pues bien, para conocer las líneas maestras de una espiritualidad es necesario estudiar la relación que se da entre la acogida de un carisma y la opción fundamental del cristiano.911
1 LA OPCIí“N FUNDAMENTAL DE CRISTO Y EL SACERDOCIO DE LA IGLESIA – Jesús realizó una opción fundamental que marcó toda su vida: hacer la voluntad del Padre. Para Jesús esto era como el comer y el beber (Jn 4,34). y esta opción fundamental coronó finalmente su vida en la muerte; en «su hora», su «bautismo», cuando se enfrenta con la alternativa radical de perder o de salvar su vida (Le 22,42-44; Jn 12.24s). Así es como él realizó su misión, o sea el cumplimiento de una comunión profunda y transformante con Dios. Ese fue su sacerdocio; donde el culto antiguo ponía símbolos, en el templo y en los ritos sacrificiales, de una aspiración finalmente irrealizable, puso él una realidad cumplida, la del hombre Jesús, que hizo de su vida entera un don al Padre y a los hermanos y realizó así la plenitud de la comunión con Dios y entre los hombres. El sacerdocio de la Iglesia es exactamente la participación, a través de la opción fundamental de la vida, en esa orientación global de la vida de Cristo. El templo de piedras vivas levantado sobre el fundamento que es Jesús, en donde se ofrecen sacrificios espirituales, es la vida cristiana determinada de este modo por la opción en favor de Cristo, que es su fundamento; es decir, el criterio último que decide de sus opciones es el de la imitación de Cristo, de manera que todo se hace en ella no para servir al sujeto, sino para ser don de amor a Dios y a los hermanos. En el Nuevo Testamento el sacerdocio deja de ser una prerrogativa de casta o una profesión de personas competentes. El sacerdocio es fundamentalmente un modo de vivir; el sacrificio es una orientación del obrar; la opción fundamental del cristiano, la de la fe, la esperanza y la caridad, por la que él se determina en su nivel más profundo en la apertura cristiforme del amor. Así se comprende perfectamente que el Vat. II se niegue a concebir la distinción entre el sacerdocio de los ministros y el sacerdocio general de los fieles como una distinción de grado, formulable en términos de más y menos, como si fuera posible decidirse por Dios en Jesucristo con diversidad de medidas. La decisión misma es una decisión de totalidad o deja de ser una decisión. Por eso el concilio habla de una distinción «essentia et non gradu»; son diferentes las cosas que hay que hacer, el servicio que hay que prestar, pero siempre dentro de la única orientación hacia Dios (LG 10).
2. C.ARISMAS DE LA TOTALIDAD – Las diferentes «esencias» implicadas en la única opción fundamental del sacerdocio de la Iglesia son las cosas diferentes que hay que hacer para su edificación, derivadas de los múltiples dones del Espíritu. Pues bien, esas «cosas» tienen una relación de carácter circular con la opción fundamental: causae ad invicem sunt causae. Por un lado, la opción fundamental produce opciones especiales, acciones concretas, en la línea de la orientación fundamental que realiza y significa. Por otro, esa opción fundamental no se sitúa nunca en el vacío; no es una especie de forma pura o de esquema operativo teórico nacido in vitro, en una especie de programación aséptica de principio que haga una persona de su propia vida. La opción fundamental nace, se desarrolla, se determina y también se cambia siempre dentro del contexto concreto de unas cosas que hay que hacer. Esas cosas son entonces una especie de sacramento, ya que son un signo revelador de la opción fundamental de un hombre; pero, al mismo tiempo, son el estimulo, la ocasión, el contenido pensado y querido de la misma. Entonces, si el don y la llamada a asumir en la Iglesia tal o cual compromiso significan unas cosas que hacer, y el don y la llamada de la fe significan la opción fundamental del cristiano, comprender su vida y señalar su espiritualidad consistirá esencialmente en reflexionar sobre la relación que existe entre tal o cual carisma del creyente y su opción fundamental por Cristo. No cabe duda de que hay «cosas que hacer» o carismas que no tienen una gran repercusión en la opción fundamental. Representan elementos parciales, provisionales, determinaciones de detalle; sólo una especial situación subjetiva puede convertirlas en datos decisivos de una opción fundamental de vida. En cambio existen algunas llamadas del Espíritu de las que depende en concreto toda la existencia cristiana, bien en el sentido de que el problema se convierte en problema de vida o muerte para la misma opción fundamental por Cristo, bien en el sentido de que esa opción fundamental queda tan comprometida en el carisma que asume determinaciones nuevas y profundas. Para estos casos podríamos hablar de «carismas de la totalidad». ¿Será ésta la llamada al ministerio pastoral?
La opción fundamental es la elección del criterio fundamental del obrar. «Hacer la voluntad del Padre» es para Jesús una decisión que lo lleva hasta la muerte, esto es, hasta la determinación última y exhaustiva de todo su vivir. Para el cristiano, la fe en Jesús Señor significa el rechazo de cualquier otro señor, es decir, la fijación del criterio que decide absolutamente su vivir en Jesús y no en cualquier otra cosa o persona. Pues bien, todas las opciones sucesivas no versan solamente sobre el dilema bien-mal, en Cristo-contra Cristo, sino también sobre las múltiples alternativas que se dan dentro del vivir en Cristo. Se impone entonces la necesidad de un criterio de carácter «total», aunque no «fundamental», en virtud del cual unos harán de la familia su interés dominante, otros lo pondrán en la actividad política, otros en el servicio eclesial, etc. Si se considera el ministerio pastoral tal como hoy está canónica y tradicionalmente regulado, es evidente que se trata de un «carisma de totalidad»: el tiempo completo, lo definitivo del compromiso, el celibato, el modelo de vida, todo concurre a convertirlo en un ejemplo característico -junto con el de la vida religiosa- de cómo puede ser un carisma de totalidad. Es necesario, entonces, preguntarnos si esto se debe a la fuerza de los cánones y de la tradición o a la naturaleza del propio carisma.
Creo que el ministerio es un carisma de totalidad porque constituye al cristiano ordenado en una relación tan singular con la comunidad, que se hace constitutiva de la articulación de la comunidad misma. Un texto característico de esta reflexión puede ser el pasaje de 1 Cor: «Aunque tuvierais diez mil pedagogos en Cristo, no tendríais muchos padres, pues por medio del Evangelio yo os engendré en Cristo Jesús» (1 Cor 4,15).
La razón de que en el NT nazca el ministerio en un momento determinado, como ya hemos visto, es la necesidad de garantizar n las iglesias de la edad postapostólica su raíz apostólica. La comunidad vive de una infinita trabazón de comunicaciones entre uno y otro de la propia experiencia de Cristo; cada cristiano se la comunica a los hermanos y anuncia su mensaje a todo el mundo. Nadie tiene la exclusiva de la palabra y del testimonio. Pero lo que funda a la comunidad como Iglesia de Jesucristo no es ni la riqueza mística del conocimiento de Cristo, ni el vigor o la eficacia de las experiencias de la vida, sino solamente el carácter apostólico del anuncio. Las visiones de santa Margarita María de Alacoque y la experiencia cristiana de san Francisco han tenido una enorme influencia en la vida de la Iglesia, mucho más profunda, sin duda, que la que han ejercido la gran mayoría de los obispos y sacerdotes. Pero no es el Cristo de las visiones místicas ni el de los programas de vida más atrevidos lo que funda la Iglesia, sino sólo aquel Cristo que los apóstoles vieron con sus ojos, tocaron con sus manos y escucharon con sus oídos (1 Jn 1,1-4): «… diez mil pedagogos, pero no muchos padres». Por eso el que recibe por la imposición de las manos el carisma de llevar a la Iglesia el anuncio del que ella nace y sobre el que se funda perpetuamente, representa no uno de sus muchos modos posibles de atestiguar a Jesucristo, sino uno de sus elementos esenciales. Pues bien, lo que afecta a la estructura de la Iglesia en su fundamento, si no quiere caer en un nefasto formalismo jurídico y sacramental, es menester que afecte también a la estructura fundamental interior del portador mismo del carisma. Lo que él anuncia, después de todo, no es un conjunto de proposiciones teóricas, ni una normativa ética, ni un programa ideológico, sino la experiencia más desconcertante para un hombre, la de su encuentro con Cristo, y la alternativa más dramática de la historia, la de la salvación. Este cruce de la fe del anunciante con lo esencial del anuncio para la comunidad afecta a la persona del ministro en una profundidad insólita y allí lo determina con una nueva y característica espiritualidad.
IV. Los signos de la totalidad
Cuando estaba ya próximo el Sínodo episcopal de 1971, se discutió mucha sobre algunos problemas de la disciplina canónica de los ministros de la Iglesia. Celibato, tiempo completo, carácter definitivo del compromiso constituían el centro del debate. Estos temas no son de suyo de naturaleza teológica, y seria un error pretender resolver sus problemas con deducciones rigurosas. La historia de la Iglesia ha visto en estas formas la expresión de la totalidad del carácter ministerial. Por tanto, el problema que hay que discutir es solamente si estas formas siguen siendo en la actualidad expresiones válidas de esa misma totalidad. Y seria importante discutir también si tienen que ser las únicas.
1. EN LA ESPIRITUALIDAD PASTORAL – Puesto que la totalidad del carisma ministerial se deriva esencialmente de la relación con la Iglesia, desde ella empiezan a dibujarse las características particulares de la espiritualidad del ministerio pastoral. El Vat. II nos pone en este camino al señalar como solución de la alternativa clásica entre una espiritualidad de separación y otra de inmersión la caritas pastoralis (PO 14). La imagen clásica, preferida por los padres, trasfondo de una imponente legislación canónica sobre la estabilidad del sacerdote y del obispo, que vive todavía en el lenguaje popular, es la del matrimonio del sacerdote y del obispo con su comunidad. La imagen recuerda la tipologia bíblica de la relación de Yahvé y de Jesús con la Iglesia, y está también muy cerca de la otra imagen paulina de la paternidad. Indica un amor primario y total. Hacer que nazca una nueva comunidad cristiana con el carisma de la palabra o darle continuamente a cada nueva generación, día tras día, el mensaje de su continuo renacer no puede entenderse como algo secundario, sometido a intereses superiores, para aquel que tiene ese carisma y se ha dejado poseer por él. Pablo se declaraba incluso dispuesto a ser él mismo separado de Cristo con tal de salvar a sus hermanos (Rom 9,3). Por eso el cristiano que acepta la vocación al ministerio realiza con ello una opción de amor, en virtud de la cual su interés principal se centra en la Iglesia, que hay que alumbrar o regenerar continuamente con la fuerza de la palabra. Esto significa en concreto que, por grande que sea en él la pasión por Dios, no ha de ser la contemplación lo que decida el planteamiento de su vida; por muy empeñado que esté en su propia conversión, no ha de ser la disciplina ascética su criterio supremo; por muy entregado a los hombres y abierto al mundo que esté, no ha de ser el compromiso social o político su interés primordial; por muy cualificado que esté profesionalmente, ni la investigación teológica, ni la enseñanza, ni cualquier otro trabajo será para él más importante que el servicio a la comunidad. Se desposa con la Iglesia e intenta consagrarse por ella al servicio del evangelio; podrá tener otros mil intereses y perseguirlos, pero sometiéndolos al criterio que se deriva de su amor fundamental. Una espiritualidad de este tipo está, naturalmente, muy encarnada y no puede apoyarse en ficciones formales; se trata de amar a una iglesia con un rostro concreto, hecha de hombres de carne y hueso. La tradición antigua y los cánones de la disciplina eclesial no concebían absolutamente que pudiera darse una ordenación sin relación con el servicio concreto de esta o acuella comunidad’. De ello ha quedado ta institución de la incardinación, que no debería resolverse nunca en una formalidad jurídica. Un sacerdote o un obispo, comprometido quizá en responsabilidades muy altas, que careciese de una cierta inserción en una comunidad eclesial concreta podría justificarse como caso límite, pero no podría presentarse como modelo válido de vida ministerial. Esta se halla esencialmente inserta en el contexto concreto de las relaciones interpersonales de la comunidad eclesial y no puede asumir formas desencarnadas ni aspirar a ciertas purezas ascéticas de amores sobrenaturales que prescinden de las personas y de la relación afectiva con ellas.
En este contexto es donde encuentra sentido el celibato. Esta opción de vida, independientemente de la normativa canónica que la regula y la hace obligatoria, representa un signo público y sumamente valioso del amor primario y total que el sacerdote y el obispo ofrecen a su iglesia. El celibato de los pastores de la Iglesia no tiene simplemente un sentido escatológico, como testimonio del reino venidero, ni representa solamente una oportunidad funcional. Esta última hipótesis lo empobrecería en todo su valor profundo y difícilmente podría sostenerse incluso en relación con tantas otras condiciones de vida que no pueden fácilmente armonizarse con el estado matrimonial. La primera hipótesis, la de un celibato como signo escatológico, encuentra su espacio lógico en el marco de la vida monástica y postula más bien una espiritualidad y un estilo de vida de separación del mundo. El celibato del sacerdote, por el contrario, no se deriva de una separación de los hombres, sino de la profundidad del vinculo con ellos, en cuanto que son la comunidad nacida de su carisma y destinada a totalizar toda la capacidad de amar que un hombre lleva dentro de sí. Por consiguiente, la espiritualidad del sacerdote no puede buscar la inspiración de su celibato en el ideal monástico. La res es la misma, pero la intencionalidad es muy distinta. En el caso del ministerio estamos muy lejos de todo tipo de ideal de soledad eremítica; ni el sacerdote ni el obispo deben vivir en una comunidad distinta de la comunidad eclesial normal, abierta a todos e inmersa en el mundo. Esta es su casa, su familia, el lugar de su oración y de su actividad. Ciertas llamadas a la unidad del presbiterio como a un sostén de la espiritualidad ministerial dan a veces la impresión de contener cierta nostalgia del monasterio. El camino para un celibato vivido con alegría es más bien el de una inmersión profunda en la comunidad, en la búsqueda de relaciones interpersonales amplias y sentidas, en un desarrollo de la afectividad que dé al pastor de la Iglesia la sensación de una absoluta plenitud; el verdadero peligro de la vida pastoral no pue’ de ser la soledad, sino quizá más bien su contrario. El lamento sobre la soledad, que hoy se escucha con tanta frecuencia, se deriva probablemente de un modo de concebir y de vivir el celibato que es más propio del monje que del pastor de la Iglesia, aunque con la ausencia de ese apoyo esencial del celibato monástico que es la comunidad religiosa.
Estas observaciones nos llevan a reflexionar sobre una condición interior muy importante para una relación válida de los ministros con sus iglesias, a saber la conquista de un gran espíritu de libertad. Ante todo pienso en una libertad que yo llamaría «religiosa». En efecto, existe el peligro de que el pastor de la Iglesia quiera revestirse, como con una coraza, de la envoltura sacral de su función. En ella desaparece el hombre; ante ella chocan las exigencias de unas relaciones humanas; alrededor de ella cristalizan las estructuras. Sólo a través de un gran espíritu de libertad la palabra del Evangelio podrá ser lo que siempre fue en su autenticidad apostólica, pero al mismo tiempo la expresión de una experiencia de Cristo personalísima y actual. Solamente así se creará en torno a la palabra una comunidad de hermanos y no una sociedad religiosa, una comunión en el Espíritu y no una sinagoga de la ley. En segundo lugar, yo hablaría de una libertad «familiar»; poco ayuda el celibato si no da mayor libertad. Por amor a la comunidad, aquel que se ha dedicado a su servicio se hace libre de las exigencias y de las convenciones sociales de tipo «burgués» que dominan hoy entre nosotros en la vida familiar. El mito romántico de la madre del sacerdote, guardiana celosa de su celibato y encarnación sublimadora de lo femenino a su lado, me parece más bien alienante del ideal de una espiritualidad celibataria de inmersión en la comunidad. En muchos casos resulta que se vive tan ligado concretamente a la familia de los padres y de otros parientes, que se dan a la vez todas las desventajas del matrimonio y las del celibato. Si un sacerdote ha escogido el celibato para amar con un corazón indiviso a su iglesia, es menester que sea libre, interior y exteriormente, de organizarse la vida de tal manera que su tiempo, su casa, sus costumbres, su hospitalidad y sus economías estén condicionadas solamente por lo que es la finalidad de su vida: la creación en torno a sí de la comunidad eclesial. Finalmente se impone una tercera libertad, la de la pobreza. Es la disponibilidad a aceptar cualquier tenor de vida y la inseguridad del futuro dentro de una fuerte movilidad y una gran adaptabilidad. Que los desposorios con su iglesia no puedan parecer nunca un matrimonio de conveniencia. El mismo celibato es desde este punto de vista una fuente importante de libertad. Pero, al mismo tiempo, el celibato perdería su valor si de hecho no ayudase al sacerdote y al obispo a salir de los esquemas de vida burgueses. Esto significa libertad de muchos convencionalismos sociales económicamente comprometedores, desde el vestido hasta el mobiliario, desde las formas convencionales de hospitalidad hasta ciertos compromisos gravosos de la vida de sociedad. La pobreza significa, sobre todo, libertad de esa concepción tan absurda que vincula el sentido de la dignidad a ciertos signos externos de opulencia, como si Jesús no hubiera celebrado su entrada triunfal en Jerusalén montado en un asno para indicarnos que a sus ojos las cosas son totalmente al revés. En el contexto de estas ideas, discutir si el sacerdote debe dedicarse plenamente a las actividades pastorales o si puede realizar también otras tareas puede ser del todo falaz. Ni el tiempo completo dedicado a la cura pastoral ni el trabajo del sacerdote significan algo en sí mismos. En cambio, lo uno y lo otro pueden ser, según las circunstancias, una exigencia de su pobreza y de su amor a la comunidad. Puede serlo la dedicación plena a su iglesia, cuando esto significa renuncia a una paga mejor y renuncia igualmente a esa dignidad del trabajador que hoy se exalta con tanta fuerza. Al contrario, ponerse a trabajar puede ser una exigencia de su pobreza y de su amor a la comunidad, cuando esto significa aceptar serenamente que su servicio a la comunidad, colmado quizá de sacrificios, no es capaz de procurarle el sustento, o bien aceptar la petición que sale de los pobres de verlo a su lado participando por completo de su suerte.
Desde el punto de vista de la formación de los jóvenes que se preparan al ministerio, parecen imponerse, por consiguiente, tres líneas formativas importantes. En primer lugar, hablaría de una formación en la libertad. La libertad es capacidad de servicio en la movilidad, en la repulsa de otros condicionamientos que no sean los derivados del interés supremo del carisma. Se trata de una capacidad de reaccionar ante los convencionalismos «religiosos» y sociales para crearse un espacio nuevo, en el que poder inventar esas relaciones humanas nuevas que se derivan de aquella paternidad inédita que se realiza a través del servicio al Evangelio para la vida de la comunidad. En segundo lugar, será necesaria una formación en la pobreza, entendida sobre todo como capacidad de arrostrar las dificultades de la ida. Es una cuestión de mentalidad, de actitudes interiores, pero también de habilidad manual, ya que la incapacidad de actuar por sí mismo obliga a ser ricos para poder vivir. Finalmente, será importante la formación en la socialidad: la capacidad de comunicar es un signo indispensable de vocación para el que asume el ministerio de la palabra y de la creación de la comunidad. Quizá no haya ninguna otra cualidad humana más necesaria que ésta en un candidato al ministerio pastoral. Por eso mismo el equilibrio afectivo con gran capacidad de amar es un ideal indispensable para el que ha de hacer de una comunidad grande, variada, que reúne a muchas personas distintas, la esposa de su amor más acendrado.
2. EN LA ESPIRITUALIDAD PROFETICA – El sacerdocio de Cristo, como oblación de la vida, culmina en la cruz. Así también el sacerdocio de la Iglesia, como seguimiento de Cristo, culmina en el martirio. El carácter definitivo de la palabra de la fe y la valencia política de «Jesús Señor» llevaron realmente a la Iglesia primitiva a un choque inevitable con el mundo y sus poderes. Efectivamente, la propuesta de la fe, aunque apela rigurosamente a la aceptación libre del que quiera acogerla, sorprende al hombre en la encrucijada de su alternativa fundamental: fracaso o salvación. Por tanto, difícilmente puede resultar inofensiva; o se la acoge o se la mira como una provocación. Pero, sobre todo, la proclamación de Jesús como único Señor suscita inevitablemente la reacción de todos los «señores» del mundo, de todas sus idolatrías, de todas sus absolutizaciones. La Iglesia de los primeros siglos encontró por ello en el martirio la caracterización de su espiritualidad’. Pero cuando cambió la sociedad civil y aquella encarnación del anticristo que había sido el imperio romano, en vez de combatir a ese nuevo pretendido Señor, intentó asumir su representación dividiéndola en las dos competencias fundamentales del emperador y del papa, la actitud cristiana frente al mundo no encontró ya su camino en el martirio. Pero si la sociedad se hizo cristiana en sus estructuras formales, el mundo no dejó de dar albergue a sus numerosos señores, opuestos al señorío de Cristo, o sea, a todos esos criterios de vida que van en dirección opuesta a la de las bienaventuranzas. En este contexto nació la espiritualidad monástica como propuesta de vida antimundana, testimonio del mundo nuevo mediante el rechazo de las idolatrías del antiguo. Es decir, el antagonismo evangelio-mundo se desplaza del plano político al estilo personal de vida. La batalla se transfiere de los tribunales y de los anfiteatros a los desiertos de la Tebaida y a las disciplinas ascéticas de los monasterios. Esta espiritualidad de la huida del mundo recorre toda la larga época de la societas christiaaa, con sus grandes valores y también con una grave deformación: el «mundo» en esta ocasión no es el mundo de los no creyentes, sino el mundo de los laicos.
El famoso texto de Graciano Duo sunt genera christianorum divide realmente al pueblo de Dios en dos categorías: la de los clérigos, que están separados del mundo para dedicarse al culto de Dios, y la de los monjes, que huyen del mundo para dedicarse a su conversión; luego, como si no fueran cristianos en sentido propio y verdadero, menciona a los laicos, a quienes se les permite poseer bienes temporales, casarse, cultivar la tierra, acudir a los tribunales para defenderse, llevar las ofrendas al altar y pagar los diezmos. También ellos podrán salvarse con tal que eviten los vicios y obren bien °. El ministerio queda entonces envuelto en una espiritualidad de huida del mundo, vinculada al fenómeno de una fuerte «sacerdotización» y de una secularizadora asimilación del pueblo de Dios al mundo, que resultará históricamente nefasta al dar origen a una separación entre los pastores y la base eclesial. La época moderna registra, por el contrario, un retorno del mundo al primer plano, en su sentido claro y preciso de una sociedad aconfesional y pluralista, así como una situación destacada del laicado, en el sentido de pueblo de Dios inmerso en la historia y caracterizado por su índole secular, como elemento típico de un carisma propio verdaderamente eclesial. Este cambio de los datos de la cuestión es uno de los elementos determinantes de la actual crisis de identidad de sacerdotes y de obispos.
Una visión teológica como la que hemos sugerido, que ponga en el centro el ministerio de la palabra, que hay que anunciar al mundo para hacer que surja en él la comunidad cristiana, debería contribuir a redescubrir los caminos de una espiritualidad del ministerio pastoral que no resulte desfasada respecto a la situación eclesiológica e histórica global. Si el carisma ministerial consiste en establecer la Iglesia mediante el mensaje apostólico, los ministros ordenados se encuentran, en virtud de su carisma, situados sobre todo frente al mundo. El anuncio hay que llevarlo a quienes no lo conocen. La palabra anunciada no queda inoperante; es siempre una señal de contradicción. Desde el momento mismo en que se pronuncia esa palabra nace la discriminación entre el mundo que no la acoge y los que, al acogerla, forman la comunidad de los creyentes. Por tanto, al ocupar los ministros un puesto especial frente a la Iglesia poseen también una responsabilidad ante el mundo. No hay posibilidad de huir del mundo. La comunidad, que nace de la proclamación de la palabra apostólica, se alza frente al mundo como anuncio perenne de ese Jesús Señor, que es rechazado por el mundo en nombre de otros señores. Así destaca la valencia política del anuncio y reaparece la espiritualidad del martirio. La ascesis más comprometida vuelve a ser la de una rigurosa fidelidad a la palabra y del esfuerzo para anunciarla al mundo opportune et importune. Igual que la Iglesia, aunque se distingue del mundo por la fe, sigue viviendo en él, participa de su suerte, de sus batallas y de sus esperanzas. El que posee el carisma de la raíz apostólica tendrá que disponerse a recordarle a Cristo crucificado y a estimular su capacidad contestataria en nombre del único Señor de ese mundo, cuya suerte comparte. Se trata de una función profética, la de someter continuamente al mundo al juicio de la palabra, anunciando un mundo nuevo. El precio de esta actitud del ministerio deberá pagarse con la nueva ascesis de la renuncia a ocupar un puesto en el cuadro de los poderes mundanos y del riesgo -que a veces puede rayar en el martirio- de chocar con esos poderes.
Desde el punto de vista de la formación, se impone ante todo en este caso una seria educación en la escucha de la palabra de Dios con competencia y con espíritu de obediencia. El pastor de la Iglesia no tiene necesidad normalmente de ser un teólogo, pero debe ser una persona competente, a un nivel discreto, en exégesis y en hermenéutica bíblica. El trato con las Sagradas Escrituras es un elemento fundamental de la espiritualidad ministerial para poder sacar de la palabra toda la fuerza que Dios ha depositado en ella y para desarrollar aquella actitud de fidelidad a la palabra, que es el sostén principal de un carisma que ha de garantizar a la Iglesia su autenticidad apostólica. Pero, al mismo tiempo, se exige conocimiento del mundo y, por tanto, una formación política en el sentido más amplio de la palabra. Un pastor de la Iglesia no debe ser un político en el sentido de las estrategias operativas o de la militancia en los partidos, sino en el de una capacidad de comprensión del camino de la sociedad y de sus perspectivas históricas; de una capacidad de juicio sobre las situaciones, de forma que pueda depositar la palabra, con todo su vigor, en lo más vivo de la historia. La función profética auténtica no quedará desvirtuada, sino que se verá favorecida por esa otra pobreza que se impone al ministerio, es decir, la discreción política que se debe al respeto a las autonomías de los laicos. En efecto, cuanto menos directamente interesado o envuelto en estrategias políticas y juegos de poder esté, tanto mejor el sacerdote y el obispo, dotados de una verdadera sensibilidad política, podrán servir a la palabra y presentarla ante el mundo.917
3. EN LA ESPIRITUALIDAD LITÚRGICA – Aunque la Iglesia entera vive su sacerdocio en los hechos concretos de la existencia, no está por ello privada de ritos. En la conciencia de fe de la Iglesia está claro que su capacidad de realizar el ideal evangélico en el mundo, de ser en él de forma realmente eficiente el signo del reino de Dios, depende de Cristo, sobre el que está asentado todo el edificio. Por eso no existe más que como memoria suya continua y vivificadora. En este movimiento incesante hacia sus orígenes, la Iglesia celebra sus sacramentos rituales como un solemne memorial de Cristo. Y porque él es su Señor viviente y no simplemente su fundador difunto, y porque es su mismo Espíritu el que anima a la Iglesia, que celebra esos ritos que él mismo quiso, la celebración litúrgica no sólo significa, sino que contiene su presencia operante, fuerza última de la fundación y refundación continua de la Iglesia. En los sacramentos está la eficiencia más misteriosa, pero también la más real, de la actividad de la Iglesia. Pero si, antes que la consistencia del misterio, consideramos la naturaleza del gesto ritual, el género de lenguaje y de comunicación que en él se realiza y la cualidad de la acción que lo constituye, no se puede soslayar la naturaleza decididamente contemplativa del momento ritual. Allí no se anuncia la palabra como una noticia, puesto que la conocen los participantes de la asamblea litúrgica; el acontecimiento no es «hecho» por los presentes, porque está ya realizado de una vez para siempre por Cristo; en realidad, lo que se hace entonces es contemplar y celebrar la palabra en el rito, representar y reproducir el acontecimiento. En una palabra, se trata de un momento típicamente contemplativo en el conjunto de la vida de la Iglesia. Siendo el Evangelio, en el momento litúrgico, algo más que la comunicación de una noticia, no se dice solamente en el lenguaje de la comunicación o del relato normal; se canta, se inciensa y se contempla, como en un caleidoscopio, en múltiples imágenes y sentidos con una gran libertad hermenéutica. El gesto es una verdadera y auténtica representación; en la eucaristía, por ejemplo, se reproduce escénicamente la cena del Señor; en el bautismo se representa simbólicamente la sepultura y la resurrección de Cristo. Y las figuras representativas no necesitan ser de tipo documental, sino que viven dentro de una actividad creadora y de una percepción de tipo simbólico. El gesto litúrgico no está presidido, evidentemente, por criterios de eficiencia operativa, sino que, como momento contemplativo de la Iglesia, se inspira en sus capacidades estéticas, en el mundo de sus recuerdos y emociones, del mito y de la tradición, de la fantasía y del juego. La liturgia es un misterio, pero contenido esta vez no dentro de un compromiso de vida, sino dentro de la celebración de una fiesta; se pasa del homo faber al homo ludens. Y esta gratuidad de la liturgia respecto a las exigencias de eficiencia de la praxis le garantiza a la Iglesia el equilibrio esencial entre su obrar y su contemplar, entre el empeño de su iniciativa y el don de la iniciativa de Dios.
Pues bien. en este mundo tan especial de la liturgia se cambian las habituales relaciones intraeclesiales que forman la comunidad en la vida. El pastor de la Iglesia se convierte allí en un símbolo: símbolo de Cristo sacerdote, signo de Cristo cabeza. figura de Jesús que parte el pan presidiendo la mesa, reproducción de los gestos de Cristo que perdona e impone las manos, imagen del Cristo glorioso en el esplendor del honor litúrgico, etc. Aquí realmente, en el símbolo litúrgico, puede decirse sacerdos alter Christus. Y como siempre, en la liturgia, la representación simbólica contiene en misterio la verdad: la verdad de la correspondencia con la vida; por lo cual no es una persona cualquiera de modo arbitrario, sino quien ha dedicado su vida al servicio de la comunidad, el que debe representar a Cristo; y, luego, la verdad del acontecimiento original; por lo cual el gesto sacerdotal en el sacramento es verdaderamente el gesto de Cristo. Todo esto lleva consigo para el pastor de la Iglesia la necesidad de una verdadera aptitud para la contemplación y de una concentración habitual del espíritu en la figura de Cristo. La vocación al ministerio, como hemos visto, no es una vocación contemplativa, pero llega a serlo en su destino litúrgico. Ciertamente, sólo un profundo hábito de meditar en los misterios de Cristo, el esfuerzo por imitarle y la oración incesante le permitirán al sacerdote y al obispo ser simbolos vivientes de Jesús en su contacto con la comunidad. Esta capacidad de símbolo depende, además, de todos los protagonistas de la celebración en sus mutuas relaciones; no se trata de hábiles ficciones, sino de la exaltación en el símbolo de una realidad que se vive normalmente en la sencillez de la vida cotidiana. Por tanto, lo que el sacerdote es cada día, como buscador infatigable de Jesús en la oración y en el seguimiento. llega a serlo de forma eminente, por el lenguaje celebrativo, en el momento litúrgico. Una celebración sostenida sólo por la legitimación de su función en virtud de la validez de la ordenación y por la perfección jurídica de las ejecuciones rituales podrá garantizar la presencia del misterio, gracias a la misericordia de Dios que no retira sus promesas, pero sería un misterio en gran parte ilegible. por no estar escrito en el lenguaje vivo de la experiencia y de la sensibilidad comunitaria de la Iglesia.
Desde el punto de vista formativo, además de la insistencia clásica en la práctica de la oración, habría que recordar aquí la necesidad de la educación artística. En efecto, la liturgia es esencialmente una obra de arte: la memoria que la constituye en su núcleo esencial exige que se la realice no en el relato prosaico de un documento de archivo, sino a través de la vitalidad de la intuición poética. Tanto si es estrecho como amplio el espacio de la creatividad, se trata siempre de realizar gestos, de decir palabras, de situarse en medio de la asamblea, con un fuerte poder de significación, despertando con la memoria de Cristo toda la pasión emotiva de la comunidad. Se trata de simbolizar con la gama más amplia las experiencias, las aspiraciones, los deseos, las pruebas de la identificación de la comunidad con Cristo, para vivir el misterio en el signo. Resultará preciosa cualquier aptitud artística concreta; pero sobre todo la formación de los futuros pastores de la Iglesia deberá atender al desarrollo de la sensibilidad, de las cualidades expresivas, de la comunicación instintiva del gesto y del sentido comunitario de la fiesta. La formación de tipo intelectual que ponga de relieve solamente la fría racionalidad de la apologética o el cálculo de la eficiencia operativa, no es adecuada para la preparación del futuro sacerdote en la liturgia cristiana.
V. Espiritualidad católica
El proyecto que propongo de una espiritualidad del ministerio pastoral encierra realmente un peligro: el de caer, debido a la apelación constante a la relación directamente vivida del sacerdote o del obispo con su comunidad, en una forma de subjetivismo personalista, capaz de desagradables manipulaciones del carisma, y en cierto provincialismo, poco adecuado a la dimensión universal y cósmica del misterio de Cristo y de la Iglesia. Por tanto, es necesario que la dimensión básica de la relación con la comunidad concreta no sea un elemento aislado, sino que se sitúe dentro de una apertura más amplia del espíritu: la apertura católica. Concretamente, esto significa que el diácono vive para su grupo eclesial, pero dentro de la comunidad eucarística mayor: que el sacerdote sirve a su comunidad particular, pero en el ámbito de su iglesia local más amplia: que el obispo se dedica a su iglesia local, pero dentro del espacio total de la «católica». Para una espiritualidad ministerial verdaderamente católica, son entonces de gran importancia las relaciones de los ministros entre sí, bien en el ámbito mismo del ministerio, bien entre los diversos grados ministeriales. La constante referencia del sacerdote al obispo en el planteamiento de sus relaciones con la comunidad le da a ésta la conciencia de ser parte de una iglesia mayor y de que más importante que la persona de su pastor es la tradición apostólica, de la que el obispo lo ha hecho portador mediante el sacramento de la imposición de las manos. Para el sacerdote todo esto significa superar la tentación de un fácil egocentrismo, consciente de que, antes que padre y pastor de la comunidad, ha de ser hijo de la Iglesia católica. Y lo mismo vale para la referencia del obispo al colegio episcopal, disperso por la tierra, y a su cabeza, el papa. Así pues, el vínculo jerárquico es el instrumento indispensable para realizar una espiritualidad católica, en cuyo ámbito la comunidad se construye como iglesia y no como secta.
Hoy es muy frecuente aludir a la importancia de que el sacerdote viva su espiritualidad dentro del presbiterio y en estrecha relación con el obispo. La observación es absolutamente necesaria, ya que significa la exigencia fundamental de catolicidad de la espiritualidad ministerial. Sin embargo, no siempre se libra de ciertas ambigüedades. En primer lugar, cuando peca de cierto arqueologismo; en efecto, a menudo se recurre a la imagen de Iglesia de Ignacio de Antioquía. con un presbiterio estrechamente unido en torno al obispoen un único ministerio y en la única celebración eucarística.
Pues bien, los que hacen esta referencia a la historia no deberían olvidar que esa imagen de Iglesia no duró en realidad más que algún tiempo. Sólo una comunidad urbana numéricamente reducida podía realizar esa imagen. Los sacerdotes del presbiterio ignaciano tienen muy poco que ver con el sacerdote de hoy; basta pensar que ellos ni siquiera celebraban la eucaristía ni tampoco tenían la responsabilidad pastoral de una comunidad, sino que simplemente participaban de la eucaristía del obispo y asumían colegialmente en torno a él la responsabilidad pastoral de la comunidad única. Apenas se multiplicó el número de las iglesias urbanas y el cristianismo se difundió por las aldeas, el presbiterio ignaciano se disolvió y no volvió a aparecer de ese modo en la historia de la Iglesia. El sacerdote adquirió una responsabilidad y una autonomía mucho mayores; hoy su vida cotidiana está mucho más ligada a su comunidad particular que al presbiterio o al obispo. La apelación al modelo ignaciano puede resultar ambigua si significa. más o menos explícitamente, un instinto totalmente clerical de reabsorber, para defenderla, la espiritualidad ministerial en un ámbito particular y separado del ámbito secular de la comunidad del pueblo de Dios.
A veces se tiene la impresión de que el presbiterio es algo así como el refugio soñado por el sacerdote que se encuentra a disgusto en medio del mundo, y el obispo es una especie de padre y protector de un hijo inmaduro e indefenso. Pues bien, es fundamentalmente preciso que, por el contrario, la espiritualidad ministerial ponga en juego más las relaciones del sacerdote con su comunidad que con el presbiterio o con el obispo; está al servicio de la comunidad; su ministerio se dirige a ella, y no al obispo; ella es su casa y el templo su sacerdocio. El formar parte de un presbiterio y estar mandado por un obispo es un elemento esencial de su conciencia ministerial para hacer de sí y de su comunidad una realidad católica y apostólica para vivir la dimensión universal de la Iglesia y no enterrar el misterio de la salvación del mundo en el reducto de una pequeña comunidad. Por tanto, no es que las relaciones con el presbiterio y con el obispo sean de escasa importancia en la espiritualidad del sacerdote, ni mucho menos. Senci(lamente hay que evitar que sean ellas el soporte de una espiritualidad de tipo clerical. que dé al sacerdote la sensación de un ser extraño en su comunidad y de que solamente se encuentra en casa en el presbiterio, el cual, por lo demás. en la situación actual es más una realidad evanescente que un hecho concreto realmente comunitario.
La cuestión es distinta sólo cuando de hecho el obispo tiene a su alrededor un propio y auténtico presbiterio, compuesto de sacerdotes que no tienen su comunidad particular, sino que todos juntos y con el obispo están al servicio de la gran iglesia diocesana. El trabajo común en un compromiso colegial, la corresponsabilidad con el obispo, la amplitud de la cura pastoral, crean, lógicamente, una situación muy distinta de la del sacerdote comprometido dentro de su comunidad individual. Aquí resulta posible. en concreto, una verdadera vida comunitaria y una unidad del presbiterio que se expresa también en una única eucaristía celebrada con el obispo. Vivirán juntos una espiritualidad ministerial construida sobre las exigencias del trabajo común al servicio de la unidad católica de diversas comunidades cristianas. Siempre existirá el riesgo de una burocratización del trabajo pastoral y de la disolución del servicio apostólico en un «gobierno» de las cosas eclesiales de tipo jurídico o meramente organizativo. Por eso la caritas pastoralis volverá a proponer las mismas exigencias de libertad, de pobreza, de inmersión en el mundo que se imponen al sacerdote que vive en su pequeña comunidad periférica. Si ante esa situación distinta las relaciones internas con el presbiterio son más importantes, siempre tendrán que construirse con toda decisión sobre el sentido del servicio común, de suerte que aumenten y no disminuyan las relaciones con la Iglesia real, integrada por hombres de carne y hueso, que viven en el mundo con la esperanza del reino.
VI. Conclusión
Independientemente de los proyectos teológicos que hoy suelen proponerse, no cabe duda de que está ya en marcha un cambio importante en la espiritualidad ministerial. La separación sacral entre el sacerdote o el obispo y el pueblo, la ascesis de la huida del mundo, la formación según los módulos monásticos son elementos que caracterizaron sobre todo a la época postridentina y que hoy, en una situación eclesial y social distinta, van cediendo el puesto a la búsqueda apasionada de una función en la Iglesia y en el mundo que esté decididamente marcada por el espíritu misionero y por la caritas pastoralis. Permanece abierta, sin embargo, una alternativa, que proviene de la diferencia de las líneas teológicas expuestas al principio.
En la línea ontológica y cristológica parece ser que los elementos formales ocupan el lugar central, mientras que en la línea eclesiológica los existenciales se acentúan más. Hablo de elementos formales, porque en el primer tipo de propuesta teológica el ministro de la Iglesia se caracteriza esencialmente por su condición de signo; el carácter como determinación ontológica y el ser sacramento, es decir, signo e instrumento de gracia, determinan realmente a la persona de una manera totalmente autónoma respecto a su situación existencial, a sus relaciones interpersonales y a la concreción de su presencia en una comunidad. De aquí no puede menos de deducirse una espiritualidad tendencialmente más desencarnada. Se intenta evitar este peligro recurriendo al tema de la imitación de Cristo, gracias a lo cual entroncamos con indiscutible eficacia con una de las líneas más clásicas de la espiritualidad cristiana. Pero esta referencia directa a Cristo lleva fácilmente consigo una exasperación más o menos consciente del papel de vicario, con la consiguiente reaparición de una mentalidad clerical, de unas actitudes autoritarias o paternalistas y con la dificultad permanente de situar al sacerdote y al obispo en la comunidad eclesial, que va teniendo cada vez más conciencia de ser ella sobre todo el alter Christus, la continuadora de su sacerdocio.
Al contrario, seguir la deducción eclesiológica lleva hacia la referencia al apóstol más que a Cristo, dado que a Cristo es más bien el cristiano como tal y la Iglesia entera quienes deben referirse. La mayor modestia del modelo facilita el sentido de la participación y de la aceptación de la suerte cristiana de la comunidad entera. La originalidad del carisma, su totalidad y el carácter especifico de la espiritualidad que de él se deriva pueden aquí adecuarse mucho mejor a la concreción de los hechos y de las relaciones interpersonales,con lo que se cierra el paso a las justificaciones formales, de carácter jurídico y sacramental, en defensa de una función que eventualmente puede fallar en la existencia concreta. La imposición de las manos es signo e instrumento de una gracia, y la gracia consiste en la capacidad de realizar la misión pastoral. Puesto que toda gracia es don y tarea, desempeñando ésta a través de unos problemas y de unos compromisos concretos podrá el cristiano llamado al ministerio construir su personalidad en el surco que el don recibido abre indeleblemente en él.
S. Dianich
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Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad