Rev 17:6 ebria .. de la sangre de los m de Jesús
Mártir (gr. mártus o márturos, generalmente «testigo»). Palabra que aparece en la RVR una sola vez (Rev 17:6), aunque el vocablo gr. mártus aparece 34 veces como «testigo» (el significado básico de la palabra que, con el tiempo. llegó a significar quien es «testigo hasta la muerte»). Los traductores no están seguros de cuáles casos se deberían traducir por «mártires» en lugar de «testigos». Algunos sugieren que, con el sentido de mártir, también se debería incluir Rev 1:5 y 3:14; los primeros cristianos consideraban que la muerte de Jesús fue un martirio.
Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico
griego testigo. Este término se encuentra por primera vez, yatomando el significado que tiene hoy, como el que da el testimonio supremo, el de la sangre, por defender la fe, en Hch 22, 20, usado por Pablo al narrar que él estaba cuando Esteban fue lapidado: †œcuando se derramó la sangre de tu testigo Esteban†, es decir, como en el griego, †œde tu mártir†. Este concepto de m. se formó definitivamente mucho después, sin embargo los Padres de la Iglesia consideraron a Eleazar, el escriba, un mártir de antes de Cristo, pues se sometió, ya anciano, al suplicio del apaleamiento, antes que violar la Ley, 2 Mc 6, 18-31. Igualmente, en 2 Mc 7, se halla el relato llamado †œpasión de los santos macabeos†, que después del ejemplo de Eleazar, muestra la crueldad extendida a mujeres y niños en esas épocas, 1 M 1, 60-64; madre e hijos, siete hermanos, sufrieron el suplicio por mantenerse fieles a la Ley, confiados en la resurrección, y es en este episodio donde aparece por primera vez esta idea: †œTú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna†, 2 Mc 7, 9. A éstos mártires de antes de Cristo y a otros, como el profeta Isaías, que según la tradición fue martirizado por el rey Manasés, se refiere el Apóstol cuando habla de los modelos en la Historia Sagrada: †œUnos fueron torturados, rehusando la liberación por conseguir una resurrección mejor; otros soportaron burlas y azotes, y hasta cadenas y prisiones; apedreados, torturados, aserrados, muertos a espada; anduvieron errantes cubiertos de piel de oveja y de cabras; faltos de todo; oprimidos y maltratados, ¡hombres de los que no era digno el mundo!, errantes por desiertos y montañas, por cavernas y antros de la tierra. Y. todos ellos, aunque alabados por su fe, no consiguieron el objeto de las promesas. Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros de modo que no llegarán ellos sin nosotros a la perfección†, Hb 11, 35-40. Jesús previno a sus discípulos pues serían perseguidos y martirizados por causa de su nombre, y los exhortó a dar testimonio de su fe, Mt 10, 17-22; 24, 9; la suerte de los discípulos será la misma de Jesús, Jn 15, 18-25.
Diccionario Bíblico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003
Fuente: Diccionario Bíblico Digital
(gr., martys, martyr, testimonio, testigo). Debido a su uso en relación con Esteban (Act 22:20) y otros que murieron por Cristo, la palabra llegó a describir a uno que pagó el precio máximo por la fidelidad a Cristo. Antipas fue un testigo fiel (Rev 2:13). La ramera, Babilonia, estaba embriagada con la sangre de los mártires (Rev 17:6).
Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano
(testigo).
Persona que padece muerte por defender y mantenerse fiel a la causa que profesa, y por testificar de la misma, Hec 22:20, Rev 17:6, Rev 7:14.
– San Esteban fue el primer mártir cristiano después de Cristo, Hec 7:54-60.
– Eleazar, en 2 Mac.6: – La madre y los 7 hijos, 2 Mac.7.
– San Pedro, crucificado boca abajo, por no considerarse digno de morir como el Maestro.
– San Pablo, degollado, no lo podían crucificar, porque era «ciudadano romano».
– Santiago, degollado, Hec 12:2.
– San Andres, crucificado en cruz en forma de X. ¡. y miles de mártires!. ¡Aleluya!.
Diccionario Bíblico Cristiano
Dr. J. Dominguez
http://biblia.com/diccionario/
Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano
DicEc
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La palabra «martirio» (martyrion) significara originariamente «testimonio». Su significado moderno puede detectarse ya en los escritos tardíos del Nuevo Testamento (Ap 6,9; 17,6; 20,4). La realidad es anterior, como podemos ver en los casos de Esteban, cuyo testimonio le costó la vida (He 7,56-60), y de Santiago (He 12,2). Del martirio de Pedro y Pablo en Roma hacia el 67 d.C. no hay constancia en el Nuevo Testamento, aunque hay una alusión a la muerte de Pedro (Jn 21,18-19).
Hacia el 110 d.C. >Ignacio de Antioquía escribe a los romanos pidiéndoles que no obstaculicen su martirio. En este texto hay ya una visión mística de la muerte cruel y violenta del verdadero testigo: «Dejadme, os lo ruego, ser alimento para las bestias, porque son ellas las que pueden abrirme el camino hacia Dios. Yo soy su trigo, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo. Halagad más bien a las fieras, para que se conviertan en sepulcro mío y no dejen rastro de mi cuerpo. (…) Entonces seré verdadero discípulo de Jesucristo». El amor es el principal motor de los mártires.
El martirio en el Imperio romano fue esporádico hasta el llamado «edicto» de >Constantino; dependía de la actitud del emperador y del capricho de los oficiales romanos del lugar. La persecución podía por tanto desencadenarse en cualquier momento y en cualquier lugar. El punto central en los procesos de los mártires solía ser más su negativa a tomar parte en el culto oficial al imperio o al emperador que la proscripción de la religión cristiana en cuanto tal (> Persecución).
La época de los mártires dio origen a un nuevo género de literatura cristiana: las exhortaciones al martirio. Los escritores animaban a los que eran perseguidos a mantenerse firmes en su resolución. Surgió también una espiritualidad del martirio.
Los relatos de los martirios más conocidos se encuentran en tres tipos de documentos. Están en primer lugar las acta, es decir, las actas oficiales de los procesos, que incluyen las preguntas al acusado, las respuestas de este y la sentencia. En segundo lugar están las passiones o martyria, es decir, relatos del martirio redactados por testigos oculares o contemporáneos. Y en tercer lugar están las leyendas edificantes escritas con posterioridad; tienen poco valor histórico, pero a veces contienen una teología y una espiritualidad del martirio significativas.
La reflexión sobre el martirio se desarrolla en varias direcciones. En un pasaje característicamente oscuro, parece que >Hermas afirma el derecho de los mártires a sentarse junto a los presbíteros, al menos en la Iglesia celeste. En Eusebio encontramos otra expresión casi técnica: se dice de los cristianos que son admitidos a la herencia de los mártires (kléron tón martyrón)». Poco después del 250 encontramos mártires pidiendo un trato favorable para los que han caído (lapsi) en cartas conocidas con el nombre de libellus. Aunque aceptada al principio, la práctica de la presentación de la carta del mártir acabaría por crear desórdenes, especialmente en Cartago (>Reconciliación, > Confesores).
El culto a los mártires es la primera manifestación de veneración a los > santos. Se celebraba la misa en el lugar de su sepultura o de su muerte, en conmemoración del «día de su nacimiento» (dies natalis), el día en que habían entrado en la gloria. San Agustín expresa una convicción general de la Iglesia en el período patrístico cuando dice: «La Iglesia no reza por los mártires; más bien se encomienda a sus oraciones».
A lo largo de la época patrística encontramos el desarrollo de una teología sobre el martirio. Eusebio recuerda que el Espíritu está presente en los mártires». El martirio cristiano es para Ireneo prueba de que el espíritu de los profetas perdura en la Iglesia». Como católico y como montanista, Tertuliano afirma que Cristo mismo mora y sufre en los mártires, y es el Espíritu mismo quien los entrena para el combate». El martirio requiere el don bíblico de la entereza.
Desde los primeros siglos se consideró que el martirio producía los mismos efectos que el bautismo: los catecúmenos que morían por su fe eran venerados como mártires, ya que habían recibido el «bautismo de sangre». Los que eran martirizados por el nombre de Cristo se entregaban realmente a él, entrega que se hacía ritual en el bautismo. En los tiempos patrísticos encontramos también el martirio «blanco», es decir, la vida ascética, y en la Iglesia celta, el martirio «verde», o sea, la supresión de las pasiones y la penitencia continua.
En el período escolástico se produce cierta intensificación de la teología del martirio. La enseñanza de santo Tomás es sucinta: el martirio supone permanecer firme en la fe y, por consiguiente, es un acto virtuoso; el acto del martirio es una negativa a renunciar a la fe o a la justicia; su motivo más alto es el amor, y es de hecho la suprema manifestación del amor; la muerte forma parte de la perfección del amor; el mártir puede dar testimonio de la fe directamente o por medio de actos que suponen implícitamente la fe, como en el caso de Juan Bautista, que murió por condenar el adulterio; a menos que esté relacionado con Dios, el patriotismo no es causa de martirio.
Próspero Lambertini, el futuro Benedicto XIV (1740-1758), aclaró el tema del martirio, como había hecho con otras muchas cuestiones relativas a los >santos: «El martirio es el sufrimiento o aceptación voluntaria de la muerte por causa de la fe en Cristo o de otro acto virtuoso relacionado con Dios» (voluntariam mortis perpessionem seu tolerantiam propter fidem Christi, vel alium virtutis actum in Deum relatum).
Es central en la teología del martirio el hecho de la libertad: el mártir no es alguien que tiene que morir, sino que elige morir por la fe, o actúa por la fe y Dios de tal modo que la muerte se produce como una consecuencia. Hay cierta ambigüedad en las personas que buscan el martirio. Aunque son muchos los ejemplos de búsqueda de la muerte para dar un testimonio voluntario y explícito de la fe, la tradición afirma también fuertemente que en caso de persecución se puede, y a veces se debe, huir (cf Mt 10,23; He 9,25). Muchos de los grandes mártires, como Policarpo y Cipriano, primero escaparon y luego, cuando los apresaron, confesaron su fe. A no ser que se haya recibido un gran carisma, probablemente es presuntuoso pretender ofrecer la propia vida en martirio; ¿quién puede estar seguro de que se mantendrá firme hasta el final? El martirio es en definitiva un don del Espíritu.
El martirio pertenece a la vida interna de la Iglesia: el mártir procede de la comunidad de la Iglesia y, en nombre de la Iglesia, da testimonio de palabra o de obra, alentando así a todos los miembros de la Iglesia a perseverar en la fidelidad.
El Vaticano II hizo algunas declaraciones notables acerca de los mártires y el martirio: los mártires son conmemorados en la liturgia (SC 104), en la que se unen (SC 50); son testigos excepcionales de la fe de la Iglesia (GS 21) y dan testimonio supremo de amor (LG 42); la espiritualidad misionera incluye la disposición a derramar la propia sangre por el evangelio (AG 24; cf DH 14); a veces es preciso resistir a las autoridades civiles hasta el punto incluso del martirio (DH 11). Antes del Vaticano II los teólogos eran reacios a reconocer la existencia de auténtico martirio fuera de la Iglesia católica: se consideraba que al testimonio de los otros cristianos le faltaba la integridad y plenitud de la fe católica. En un primer borrador de la Lumen gentium se hablaba de martirio entre los otros cristianos, pero, dado que el significado del martirio no era unánime entre los teólogos, se prefirió la frase «hasta la efusión de la sangre» (LG 15). Después del concilio ha habido menos dudas a la hora de reconocer como mártires a muchos cristianos no católicos. Significativo en este sentido fue el acto celebrado en Canterbury el 29 de mayo de 1982, en el que el papa Juan Pablo II y el arzobispo de Canterbury encendieron siete velas, en honor de Maximiliano Kolbe, Dietrich Bonhoeffer, Janani Luwum, María Skobtsova, Martin Luther King, Oscar Romero y «los mártires desconocidos de nuestro tiempo». Aunque no llegan a venerar a los mártires en el sentido de pedir su intercesión, los protestantes están en la actualidad más abiertos a reservar a los mártires un lugar de honor, y en este sentido están redescubriendo algunas raíces de la Reforma.
En el siglo XX hemos vivido una nueva época de los mártires y se ha reflexionado mucho sobre el tema. Ha habido mártires especialmente en las Iglesias de la Europa del Este antes de 1989 y en muchos lugares de América Latina, así como en muchos países de Africa y Asia, particularmente en China. Quizá no sean más de veinte las Iglesias en todo el mundo en las que no haya habido mártires en el siglo XX. Los mártires han fecundado todas las Iglesias, y constituyen un vínculo de unidad, nuevo y radical, entre los cristianos. A menudo resulta difícil discernir si se trata de un verdadero martirio cuando otros motivos, por ejemplo, políticos, figuran entre las causas de la muerte. En América Latina especialmente vemos a muchas personas que mueren de manera violenta, no siempre explícitamente por un principio de la fe, sino más bien por su compromiso con los derechos humanos; pero los actos que los han llevado a la muerte estaban basados en el ineluctable dato de la revelación acerca de la dignidad humana y los derechos inalienables de la persona. Algunas figuras del siglo XX abogan en favor de una interpretación más amplia del martirio. La canonización en 1950 de santa María Goretti (1890-1902) fue considerada en su época la canonización de una mártir en virtud de que había preferido la muerte a perder la castidad. Titus Brandsma (1881-1942) fue beatificado como mártir tras su muerte en el campo de concentración de Dachau; había sido detenido porque, como representante de la jerarquía holandesa y siguiendo instrucciones suyas, se opuso a la propaganda nazi en la prensa católica y se negó a aceptar la expulsión de los niños judíos de las escuelas católicas. San Maximiliano Kolbe (1894-1941) dio su vida en sustitución de otro prisionero de Auschwitz; fue beatificado como >confesor, pero Juan Pablo II, desatendiendo el parecer contrario de sus cardenales, lo canonizó como mártir (1982). En todos los tiempos la Iglesia ha sabido que el testimonio supremo de los mártires la hacía fecunda y la edificaba.
No se puede determinar el número exacto de los mártires: los historiadores hablan de entre 10.000 y 100.000 mártires durante los primeros siglos (y podrían contarse muchos más en los siglos posteriores). Sólo una pequeña fracción de los mártires que ha habido están recogidos en el registro litúrgico, conocido como Martirologio, los primeros ejemplos del cual datan de los tiempos patrísticos.
[La carta apostólica de Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente de 1994 ha relanzado con fuerza el tema del martirio en el n 37, pues subraya que «al término del segundo milenio, la Iglesia ha vuelto de nuevo a ser Iglesia de mártires… Es un testimonio que no hay que olvidar». De hecho ya el mismo Juan Pablo II poco antes hizo una afirmación profética al referirse a los «mártires de la justicia e indirectamente de la fe» (Sicilia, Italia, 9 de mayo de 1993), suscitando una renovada reflexión sobre el concepto de mártir y un cierto ensanchamiento del mismo. La misma Tertio millennio adveniente además trata del «ecumenismo de los mártires» (n 37), posteriormente relanzado por la carta apostólica Orientale lumen de 1995, n 25.]
Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiología, San Pablo, Madrid 1987
Fuente: Diccionario de Eclesiología
SUMARIO: I. Historia y teología del martirio: 1. El término «mártir»: 2. El concepto de martirio: 3. El número de mártires; 4. Teología del martirio; 5. El culto a los mártires; 6. El martirio fuera de la Iglesia católica – II. Espiritualidad del martirio en la actualidad.
I. Historia y teología del martirio
1. EL TERMINO «MíRTIR» – El término «mártir» se deriva del griego «martys», que en la lengua profana significa «testigo». Pero en la terminología teológica este mismo término, ya desde el s. II-III, designa a una persona que ha dado testimonio en favor de Cristo y de su doctrina con el sacrificio de su vida. Surge entonces el problema de cómo, en un tiempo relativamente breve, el término «mártir» adquirió este significado tan especial. En efecto, en el Nuevo Testamento esta palabra aparece con frecuencia en el sentido ordinario de testigo (Mc 14,63; He 6,13; etc.); pero designa, sobre todo, a un tipo particular de testigos, o sea a los apóstoles, que pueden testimoniar por experiencia propia la vida, la muerte y, especial-mente. la resurrección de Jesús (cf He 1,22; Lc 24,48; He 1,8; 2,32; 10,39. 41; 26,16; 1 Cor 14,15, etc). Así pues, los apóstoles son los testigos autorizados y, por así decir, oficiales de la misión y de la resurrección de Cristo, sin que el término mismo suponga que dieran testimonio de Cristo incluso con el sacrificio de sus vidas.
Sin embargo, hay textos en los que el término «martys» y sus derivados se acercan bastante a este último significado. Así se ve, por ejemplo, en el texto de Mc 13,9: «Os entregarán a los tribunales, seréis azotados en las sinagogas y compareceréis ante los gobernadores y los reyes por causa mía, en testimonio (martyrion) para ellos». Además, en otros textos el término «martys» es utilizado para designar a ciertas personas que, efectivamente, han atestiguado en favor de Cristo con el sacrificio de sus vidas. Por ejemplo, He 22,20, donde se habla de «la sangre de Esteban tu testigo (martyros)», o Ap 2,13, donde se habla de Antipas llamándolo «mi fiel testigo (martys), que fue muerto entre vosotros». En estos y en otros textos semejantes (Ap 11,3; 11,7; 17,6, etc.) no está del todo claro si el término «martys» es usado formalmente para indicar que los testigos en cuestión derramaron su sangre por Cristo o si es empleado en el sentido mucho más genérico de testigo. Por tanto, hay que concluir que el Nuevo Testamento no ofrece ningún ejemplo claro en donde el término «martys» se utilice en el sentido más restrictivo que tendría luego a partir del s. II-III.
Especialmente en nuestro siglo, los eruditos han intentado explicar cómo en un tiempo relativamente breve la palabra «martys» adquirió exclusivamente el significado técnico de «mártir». Con este objeto se han realizado varios intentos para descubrir un vínculo interno entre el concepto de «testigo» y el de «mártir», recurriendo al helenismo y especialmente a la filosofía estoica, o bien a las categorías de pensamiento presentes en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Estos intentos no han aportado una solución definitiva del problema, aunque han arrojado algunos elementos ciertamente importantes. Nos referimos al hecho de que, ya en el helenismo, la palabra «martys» y sus derivados no se utilizaron únicamente para designar un testimonio verbal, sino también el testimonio dado con la acción y con toda la vida (el caso de Epicteto). También es importante el hecho de que el término «testigo de Dios» (martys tou theou) se empleara en la teología hebrea para designar a los profetas, o sea a los testigos privilegiados de Dios, muchos de los cuales atestiguaron no sólo con sus palabras, sino también con el ejemplo de su vida y hasta con sus sufrimientos y la muerte.
Por lo que se refiere a los intentos de establecer una conexión interna entre el término «testigo» y el de «mártir» a partir del Nuevo Testamento, merecen una particular consideración las siguientes sugerencias:
* Los mártires tuvieron una oportunidad privilegiada de atestiguar su fe en los interrogatorios que ordinariamente precedían a la condena a muerte.
* El mártir es testigo de Cristo no sólo con su confesión de fe. sino también con su vida y con su muerte, imitando así la obra y la muerte salvífica del Redentor. Es, por tanto, un testigo por excelencia.
* El testimonio de los mártires no es sólo una rnanifestación humana, sino un testimonie del mismo Espíritu Santo, y, por tanto, sumamente precioso (cf Mt 10,19-20).
* Psicológicamente hablando, el testimonio del martirio adquiere una eficacia particular debido a que la profesión oral queda confirmada con la vida y sobre todo con la muerte. Aunque todas estas consideraciones tienen su valor, cabe dudar, sin embargo, de si pueden, en conjunto, explicar el hecho de que el término «martys» adquiriera en un tiempo tan breve el significado exclusivo de «mártir». Como ha observado H. Delehaye refiriéndose a estas discusiones, la lengua no se desarrolla según una lógica interna y puede suceder que un término pierda su significado primitivo y adquiera otrodistinto debido a una serie de factores y circunstancias. Por tanto, se puede preguntar si no es posible que el término «martys» = «testigo» adquiriera el significado de mártir precisamente cuando el martirio fue un hecho frecuente en la vida de la Iglesia y cuando el testimonio por excelencia en favor de Cristo y de su doctrina fue dado de la forma más evidente por quienes eran sacrificados por su fe en él.
Por otra parte, este desarrollo pudo acelerarse ulteriormente por el hecho de que en las luchas contra el docetismo. que negaba la realidad del cuerpo de Cristo y, por tanto, la realidad de su pasión y de su muerte, el testimonio que los mártires habían dado precisamente con su muerte fue considerado como una prueba particularmente preciosa y convincente contra semejantes teorías.
De todas formas, aunque el problema de la terminología sigue siendo todavía un tanto enigmático y quizá no pueda nunca resolverse definitivamente, el hecho es que a partir de la mitad del s. II el término «martys» posee ya frecuentemente el significado actual de mártir, que pronto pasará a ser el único. La historia de este rápido desarrollo puede seguirse ante todo a través del estudio de la terminología empleada en la primera carta de Clemente Romano a los corintios. en las actas del martirio de Policarpo y en los escritos de Ireneo, Clemente de Alejandría y Orígenes, y, en lo que se refiere a la literatura latina. en las obras de Tertuliano y de Lactancio.
Con el correr de los años se hace una última clarificación respecto al significado del término «mártir», que se convierte ya en la acepción ordinaria del s. N; consiste en la distinción entre los que habían sufrido por su fe (confessores fidei) y los que habían sacrificado su vida por ella; solamente estos últimos eran designados con el término de «mártires».
2. El. CONCEPTO DE MARTIRIO – Si es complicada la historia del término «martys», resulta clara, por el contrario, la realidad que designa: la muerte de un cristiano sufrida por su fe. Se puede tratar de la fe en toda la revelación, o bien en una parte de ella, a saber: en un dogma particular. Se puede y se debe hablar también de martirio cuando el cristiano, por causa de su fe, se ha negado a faltar a un mandamiento (por ejemplo, contra la justicia o contra la castidad).
Mientras que en el cristiano es decisivo que, por amor de Dios y consciente de las consecuencias a las que ha de enfrentarse, no quiera hacer nada que vaya contra su fe, en el que inflige la muerte no es necesario que actúe directa v formalmente por odio contra Dios, contra la persona de Cristo, su doctrina o su Iglesia. Basta con que, por motivos ideológicos o por otros cualesquiera. pretenda forzar al cristiano a cometer actos que éste no puede realizar sin pecar.
Por tanto, si en este contexto se habla de odium fidei por parte del que mata al cristiano, se entiende con esta expresión la actitud de hostilidad contra el cristianismo, porque éste impide la consecución del fin que pretende el perseguidor.
Todos los elementos señalados se encuentran con especial claridad en las relaciones de los martirios antiguos, como, por ejemplo, en la copia de las actas proconsulares de los mártires escilitanos, que nos informan del procedimiento jurídico instruido contra ellos el 17 de julio del año 180. La acusación formulada por el procónsul Saturnino se refiere al hecho de que los cristianos en cuestión se habían negado a vivir según la costumbre romana y a tributar al emperador ciertos honores que, a su juicio, estaban formalmente en contra de su fe monoteísta. Por este motivo se les conmina a que abandonen su fe, y cuando se niegan a ello son condenados a la decapitación: «Entonces el procónsul Saturnino tomó sus tablillas y leyó la sentencia: `Esperata, Narzalo, Cittino, Donata, Vestia, Secunda y otros han confesado que quieren vivir a la manera de los cristianos, y como, a pesar de nuestro ofrecimiento de que pueden volver a vivir según las costumbres de los romanos, se han obstinado en su decisión, por eso los condenamos a morir por la espada…, inmediatamente después fueron conducidos al lugar del martirio, donde se arrodillaron y rezaron todos juntos. Luego, se les cortó la cabeza uno tras otro».
Sin embargo, no resulta siempre fácil descubrir todos los elementos de un martirio. Con frecuencia, y especialmente en nuestros días, los cristianos que no quieren ceder a las pretensiones de un dictador no son perseguidos oficialmente por ser cristianos, sino que se los acusa de crímenes comunes y, sobretodo, son condenados como traidores o perturbadores del orden público. Además, muchas veces no se instruye un proceso ordinario, sino que se los elimina ocultamente. También puede ocurrir que no se les dé muerte directamente, sino que -como ya sucedía en la antigüedad con quienes eran condenados a trabajos forzados en las minas (damnati ad metalla)- se les ponga en condiciones tales que lleguen a morir por causa de las privaciones y trabajos que han de soportar.
Ni hemos de olvidar que en la actualidad existen medios y posibilidades de destruir la personalidad de un hombre sin quitarle la vida física. Finalmente, a menudo resulta más difícil discernir el martirio, porque regularmente no se les ofrece a los cristianos una opción entre la apostasía y la muerte, sino que simplemente se les mata por demostrar con su vida una fe tan firme y profunda que el perseguidor no puede concebir esperanzas de que renuncien a ella.
Estas formas de martirio, que muchas veces no pueden ser reconocidas oficialmente como tales, plantean problemas especiales, como, por ejemplo, el de determinar en qué sentido la voluntad habitual de vivir el cristianismo incluso ante las amenazas de muerte, o el deseo del martirio, pueden ser considerados sustitutivos de la decisión de quienes -como los mártires escilitanos- son puestos explícitamente ante la opción entre la apostasía y la muerte. En las siguientes reflexiones tendremos también presentes estos casos, aunque sin entrar en las explicaciones ulteriores que de suyo exigirían.
3. EL NÚMERO DE MíRTIRES – Por los motivos que acabamos de exponer resulta lógicamente imposible señalar con precisión el número de mártires; esta dificultad se agrava aún más por el hecho de que no tenemos ninguna certeza de que en la antigüedad se hicieran relaciones completas de todos los mártires y de que todas las relaciones eventualmente redactadas hayan llegado hasta nosotros.
Además, en los relatos que nos han llegado se encuentran muchas veces indicaciones vagas, como, por ejemplo, la afirmación de que, en una circunstancia determinada, el número de mártires era «enorme».
Por otra parte, se sabe con certeza que sólo en las persecuciones romanas murieron por su fe varios millares de cristianos (las opiniones de los especialistas sobre el tema varían notablemente y van de un mínimo de 10.000 a un máximo de cerca de 100.000). También sabemos que la evangelización de los paises de Europa costó la vida a no pocos cristianos y que lo mismo hay que decir respecto a los comienzos de la propagación de la fe en casi todas las tierras de misión. Además, tanto en el periodo de la reforma como en el de la revolución francesa, y más aún bajo las dictaduras de nuestro siglo, fueron muchísimos los que testimoniaron con su sangre su fidelidad a Cristo y a la Iglesia, aunque resulta difícil señalar su número. Un cálculo prudencial nos permite decir que, desde la fundación de la Iglesia hasta hoy, los cristianos que han sufrido el martirio en todas las partes del mundo suman por lo menos varios cientos de miles.
Este hecho sugiere ya por sí solo que un fenómeno tan frecuente y constante no puede ser meramente casual, sino que debe existir una conexión interna entre la vida de la Iglesia y el martirio. Por consiguiente, no hemos de extrañarnos de que el Vat. II haya afirmado que algunos cristianos «serán siempre llamados a dar este supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores» (LG 42), basando esta enseñanza no ya en un cálculo de probabilidades, sino en la verdad teológica de que el martirio forma parte integrande de la vida de la Iglesia.
4. TEOLOGíA DEL MARTIRIO – La teología del martirio está enteramente basada en la muerte de Cristo y en su significado. En efecto, Cristo es el prototipo de los mártires: «Teniendo la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y en su condición de hombre se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,6-8).
Cristo es el siervo doliente de Yahvé anunciado por Isaías (Is 52,13-15; 53), que tiene que sufrir y morir para justificar a la muchedumbre (Is 53,11), que vino a dar su vida en rescate por muchos (cf Mt 20,28).
La salvación del mundo tiene que realizarse a través del sufrimiento y la muerte del testigo del Padre (Mt 16.21 y par.; 26,54.56; Lc 17,25; 22,37: 24,7.26.44), ya que sin el derramamiento de sangre no hay perdón (Heb 9,22). El Señor «vino a los suyos y los suyos no lo recibieron» (Jn 1,11), pero él «los amó hasta el fin» (Jn 13,1); fue entregado (cf Jn 18,2), condenado a muerte (cf (Jn 19,7s) y crucificado (Jn 19,18). De este modo consumó el sacrificio del amor (Jn 19.30), a fin de que tuviéramos la vida (cf Jn 10,10).
Realmente, la muerte sacrificial de Cristo es el tema central de todo el NT y es elaborado por cada uno de los autores según su propia personalidad y el fin específico de su escrito. Se hace referencia explícita a esa muerte, o por lo menos se la presupone tácitamente, siempre que se trata de la persona, de la vida y de la obra de Cristo y cuando se propone una enseñanza relacionada con cuestiones tan fundamentales como la voluntad salvífica de Dios y la historia de la salvación, la encarnación y la redención, la fundación de la Iglesia, su naturaleza y su misión, los sacramentos (de manera especial el bautismo y la eucaristía) y, naturalmente, el sufrimiento, la muerte y la resurrección y demás verdades relativas a los novísimos y a la dimensión escatológica de nuestra existencia.
Precisamente porque la muerte salvifica de Cristo en la cruz es de una importancia tan fundamental se comprende fácilmente por qué ha habido siempre mártires en la Iglesia y por qué -como lo confirma el Vat. II- los seguirá habiendo.
En efecto, Cristo exhortó repetidas veces a los fieles a tomar su cruz y a seguirlo por el camino real de su pasión: «El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí; el que encuentre su vida la perderá, y el que la pierda por ml la encontrará» (Mt 10,38-39 par.). Y también: «En verdad, en verdad os digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida la pierde y el que odia su vida en este mundo la conservará en la vida eterna. Si alguno se pone a mi servicio, que me siga, y donde esté yo allí estará también mi servidor» (Jn 12,24-26).
Estas y parecidas palabras del Señor nos revelan claramente la necesidad del sacrificio y la mortificación en la vida de todos los fieles, que fueron iniciados en la vida cristiana al ser bautizados en la muerte de Jesús (cf Rom 6,3s). Pero, al mismo tiempo, la comprensión de lo que supone esta inserción en Cristo hace evidente que todos los cristianos, en virtud de su bautismo, tienen que estar siempre dispuestos a morir por Cristo y que, por tanto, el asociarse a él en la entrega de sí mismos hasta la muerte es el modo más noble de seguirlo.
En efecto, «así como Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene un mayor amor que el que ofrece la vida por él y por sus hermanos (cf 1 Jn 3,16; Jn 15,13)» (LG 42). Pero -y esto es de capital importancia para una comprensión teológica de la realidad que estamos considerando- el martirio «en el que el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a él en la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor» (LG 42).
El martirio y la vocación martirial no son el fruto de un esfuerzo y deliberación humana, sino la respuesta a una iniciativa y llamada de Dios, que invitando a ese testimonio de amor, plasma el ser de la persona llamada, confiriéndole la capacidad de vivir esa disposición de amor.
Pues bien, precisamente en virtud de la unión que Cristo establece gratuitamente con los hombres, haciéndolos partícipes de su vida y, por tanto, de su caridad, convirtiéndolos en miembros de su cuerpo que es la Iglesia y distribuyendo a cada uno según el beneplácito de su voluntad la medida de la gracia, Cristo mismo sigue viviendo -en algunas personas escogidas por él y que corresponden libremente a su Espíritu-los diversos aspectos de su vida y de su actividad redentora, y especialmente esta suprema prueba de amor. Precisamente por esta unión vital entre Cristo y los mártires, miembros de su cuerpo, es el mismo Cristo el que mediante su Espíritu habla y actúa en ellos: «Cuando os entreguen, no os angustiéis sobre cómo habéis de hablar o qué habéis de decir, porque se os dará en aquel momento lo que debéis decir. Pues no sois vosotros los que habláis, es el Espíritu de vuestro Padre el que habla en vosotros» (Mt 10,19-20).
Y en virtud precisamente de esta misma unión, las persecuciones no faltarán nunca a la Iglesia (ef LG 42): «Bienaventurados seréis cuando os injurien y Persigan… Alegraos y regocijaos, pues también persiguieron a los profetas antes que a vosotros» (Mt 5,11-12; cf Le6,22-23). «El discípulo no está sobre el maestro, ni el siervo sobre su señor. Al discípulo le basta ser como su maestro y al siervo como su señor» (Mt 10,24-25; cf Lc 6,40). «Si a mí me persiguieron, también os perseguirán a vosotros» (Jn 15,20). Es la vida de Cristo que continúa en su Iglesia.
Así pues, el martirio resulta posible ante todo por la gracia del Señor, cuya fuerza se manifiesta plenamente en la debilidad (cf 2 Cor 12,9), y esto explica el ánimo y la perseverancia sobrehumanos que manifestaron tantos mártires. Esta verdad fue ya comprendida en los primeros tiempos del cristianismo, como se deduce no sólo de las actas de los mártires, sino también de la orden de no buscar el martirio o exponerse imprudentemente a él, sino dejar a Dios toda la iniciativa, ya que sólo él puede dar la fuerza necesaria para enfrentarse con la prueba.
En esta misma perspectiva, los padres de la Iglesia nos invitan a ver en las pasiones de los mártires otras tantas fases de la guerra entre Cristo y las potencias del mal y a contemplar llenos de admiración las batallas que el Señor sostiene en las personas de sus fieles soldados (cf san Agustín, Sereno 113, II, 2, PL 38, 1423).
Sin embargo, el hecho de que el martirio sea un don y una gracia de Dios no significa que queden suprimidas o disminuidas por la gracia la personalidad humana del mártir y su más preciosa prerrogativa, que es la libertad. Al contrario, según los principios generales que gobiernan la vida del cuerpo místico de Cristo, las posibilidades de la libertad humana y del amor espontáneo quedan enriquecidas y ennoblecidas eminentemente por la gracia; precisamente en el martirio la persona humana realiza bajo el impulso de la gracia su más auténtica posibilidad de libertad y de amor, puesto que en un acto único omnicomprensivo e irrevocable le da a Dios toda su existencia terrena y, en un acto supremo de fe, esperanza y caridad, se abandona radical y totalmente en manos de su creador y redentor.
La grandeza única de esta entrega completa de sí mismo se hace aún más patente si se considera que el mártir no sólo se enfrenta libremente con la experiencia trágica y tremenda de la muerte que él, con una palabra o un solo gesto, podría fácilmente posponer y despojar de los elementos de violencia dolorosa inherentes al martirio, sino también, y sobre todo, que él acepta en todo su corazón gozosamente esa muerte como un medio eminente de asociarse absoluta y radicalmente a la muerte sacrificial de Cristo en la cruz. San Pablo alude a esta verdad cuando nos amonesta sobre el carácter preliminar de nuestro compromiso cristiano mientras no hayamos resistido hasta derramar sangre en nuestra lucha contra el pecado (cf Heb 12,4); y, a su vez, nuestro Señor subraya la grandeza del amor heroico de los mártires cuando, refiriéndose directamente a su muerte, afirma: «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13).
Al ser el martirio el acto más grande de amor, constituye el camino más noble hacia la santidad. En efecto, al seguir a Cristo hasta el sacrificio voluntario de la vida, el mártir, más que cualquier otra persona, queda consagrado y unido al Verbo encarnado, transformándose en la imagen de su Maestro.
A la luz de estas consideraciones, se comprende fácilmente por qué la Iglesia, ya en un tiempo en el que todavía no se había desarrollado la reflexión teológica, reconoció el insuperable valor meritorio del martirio y sus efectos típicos de justificación y de santificación. Ya desde los primeros tiempos de la era cristiana se creyó comúnmente que los catecúmenos que sufrían el martirio antes de ser bautizados en el agua habían quedado eficazmente bautizados en su propia sangre, derramada por Cristo y por su reino (bautismo de sangre).
En este mismo sentido hay que interpretar el hecho de que hasta aquellos teólogos de los primeros tiempos que no habían comprendido aún con claridad que todos los hombres son juzgados por Dios en el momento de su muerte y reciben ya entonces su retribución, admitían, sin embargo, que el mártir era liberado inmediatamente de todo efecto del pecado y admitido en seguida en la visión beatífica de la Santísima Trinidad.
Finalmente, siempre ha sido creencia común que nadie está más cerca de Dios y participa más íntimamente de la gloria de Cristo resucitado que aquellos que murieron por él, con él y en él.
La teología sistemática desarrollada por los grandes escolásticos y los teólogos modernos ha profundizado en la teología del martirio, recurriendo sobre todo a la teología de las virtudes infusas, teologales y cardinales. En primer lugar, ha puesto de relieve que el martirio presupone una fe profunda en Dios, esto es, no sólo aceptación intelectual de su existencia y revelación, sino una fe viva, una adhesión personal, que compromete toda la existencia del hombre. Basado en ella, el mártir pone toda su esperanza en Dios y deja confiadamente en sus manos cuanto le es más querido. Es evidente que estas actitudes no pueden subsistir si no están inspiradas y sostenidas por un intenso amor a Dios, amado por sí mismo y sobre todas las cosas, y que este amor, como todo acto auténtico de caridad, no abraza solamente a Dios, sino que se extiende también a todo lo que es suyo y, por tanto, implica también el amor a la Iglesia y a toda la humanidad.
Pero en el martirio se ejercen, además, todas las virtudes cardinales. La opción dramática que el mártir tiene que hacer entre Dios y la vida terrena es realmente una opción prudente, ya que se inspira en una sabia ponderación de los valores. Al mismo tiempo, atribuye a Dios todo lo que le es debido, por lo cual es sumamente justa. Es un triunfo del espíritu sobre la debilidad de la carne y, por tanto, una sublime manifestación de la virtud de la templanza. Y es la demostración de un fortaleza heroica. ya que se oponen a ella todas las tendencias del hombre a conservar su propia vida.
Además, en el martirio el hombre experimenta y acepta humildemente su total impotencia y la necesidad absoluta de estar sostenido por la gracia; obedece hasta el fondo a la voluntad de Dios y se deja libremente privar de todo lo que poseía en la tierra, participando así de la extrema pobreza de Cristo en la cruz.
Finalmente, el amor del mártir es un amor «casto». En su entrega total a Dios ama al Señor de la forma más pura e inmensa posible, con un corazón entero y como lo único necesario. Esta consideración, más que cualquier otra, nos introduce en el misterio de amor vivido por el mártir, y al mismo tiempo nos hace vislumbrar la belleza recóndita de su heroísmo. No es una casualidad que ya en los primeros tiempos de la Iglesia se intuyera la existencia de un vinculo muy íntimo entre el amor típico del mártir y el amor virginal, y que la excelencia de la virginidad se explicara afirmando que lleva consigo un martirio incruento.
La teología del cuerpo místico de Cristo y la de la caridad teologal nos hacen igualmente comprender las dimensiones sociales y eclesiales del martirio. Si todo acto bueno realizado por un miembro del cuerpo místico redunda en beneficio del último, esto vale sobre todo para el martirio, acto supremo de caridad. En efecto, el martirio es el acto privilegiado en el que Cristo revive su pasión salvífica y su muerte por la Iglesia. Los sufrimientos del mártir son entonces, en un sentido verdadero, los sufrimientos mismos de Cristo padecidos por él no ya en su naturaleza humana concreta, asumida hipostáticamente por la persona del Verbo, sino en las personas humanas incorporadas a su humanidad y que viven de su vida. En este sentido, el mártir completa en su carne, más que cualquier otro fiel, «lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1,24), y de esta forma coopera eminentemente en la obra salvífica de nuestro Redentor.
Esto no quiere decir, como es lógico, que el martirio añada algo a los méritos de Cristo, que son infinitos por su misma naturaleza; pero el hecho mismo de que el mártir quede tan íntimamente conformado con Cristo contribuye a la mayor santificación de todo el pueblo de Dios y favorece, por tanto, la aplicación de los méritos del Redentor. «Aunque nuestro Salvador, por medio de crueles sufrimientos y de una acerba muerte, mereció para su Iglesia un tesoro infinito de gracias, sin embargo. estas gracias, por disposición de la divina Providencia, no se nos conceden de una vez; y la mayor o menor abundancia de las mismas depende también no poco de nuestras buenas obras, con las que se atrae sobre las almas de los hombres esta verdadera lluvia divina de dones celestiales gratuitamente dados por Dios» (encíclica Mystici Corporis: AAS 35 [1943] 245).
La historia de la Iglesia naciente y de las misiones confirma la extraordinaria fertilidad apostólica del martirio y demuestra la verdad de aquella exclamación de Tertuliano: «Cada vez que nos matan nos hacemos más numerosos; la sangre de los cristianos es una semilla» (Apologeticus, 50: PL 1,534).
Otra función eclesial importante del martirio consiste en su valor de signo. El hecho de que una persona esté dispuesta a sacrificar su vida por su fe depone fuertemente en favor de la seriedad de sus convicciones. Si, por otra parte, son muchos millares de personas serias y sobrias, de toda edad y condición, las que arrostran libre y animosamente la muerte por su religión, ello constituye un importante signo apologético, que no sólo atestigua la santidad de la comunidad religiosa en cuestión, sino también el valor intrínseco de la religión misma y de su credibilidad.
El martirio es, además, un signo escatológico, por ser una muestra particularmente convincente de que los seguidores de Cristo crucificado y gloriosamente resucitado no tienen «aquí abajo una ciudad estable», sino que buscan y deben buscar la futura (cf Heb 13,14).
Finalmente, el martirio demuestra a todos los hombres la fuerza victoriosa de Cristo, que superó la muerte, y el poder eminente del Espíritu, que anima y sostiene a su cuerpo místico, la Iglesia, en la lucha contra las potencias de las tinieblas v del mal.
5. Ei. CULTO A LOS MíRTIRES – La eminente santidad de los mártires fue reconocida ya por los primeros cristianos. Precisamente la convicción, por parte de los fieles, de la unión íntima de Cristo y de los mártires fue lo que indujo a los cristianos perseguidos a invocarlos para que orasen por ellos e intercediesen ante Dios a fin de obtener la gracia de imitarlos en la profesión íntegra e inconcusa de la fe.
La certeza de la vida eterna en Cristo que los mártires habían adquirido con los sufrimientos admirablemente soportados. el saber que eran santos y perfectos por haber dado la mayor prueba de amor al dar su vida por Cristo, el reconocerlos como amigos del Señor y al mismo tiempo cercanos a los que todavía estaban en la tierra, el creer por lo mismo en su poder de intercesión, constituyó el fundamento y el alma del culto a los santos, tal como surgió y se desarrolló en el seno de la Iglesia primitiva. Estos principios son los que nos ofrecen la explicación de las celebraciones en los sepulcros de los mártires (conmemoradas anualmente y no. como entre los paganos, el día del nacimiento temporal del difunto, sino en el aniversario del martirio, o sea el día del nacimiento celestial del cristiano; celebraciones que por este mismo motivo tenían un carácter de fiesta y no de luto), de la introducción cada vez más extendida de su recuerdo en el sacrificio eucarístico, de las plegarias e invocaciones dirigidas a ellos; en una palabra, de las diversas manifestaciones de culto auténtico, no sólo privado, sino también público, por estar reconocido, aceptado e incorporado por la misma Iglesia a su glorificación de Cristo y de Dios. Sólo a través de un proceso muy lento se extendió luego este culto a los llamados «confesores de la fe», o sea, a los que habían sufrido físicamente por Cristo, pero sin padecer la muerte; más tarde, a los que habían vivido en la virginidad, y, finalmente, a otras personas que se habían distinguido por el heroísmo de sus virtudes. Pero es significativo que en la historia de la Iglesia el culto reservado originalmente a los mártires se extendiera a los no mártires, y en primer lugar a las vírgenes, sólo en virtud de una argumentación teológica explícita, según la cual esta forma de vida se acerca, aunque sin alcanzarla, a la perfección del martirio. La verdad es que éste fue y será siempre considerado (cf LG 42) como la forma más alta y el modelo más sublime de la santidad cristiana.
6. EL MARTIRIO FUERA DE LA IGLESIA CATí“LICA – En el curso de la historia de la humanidad hasta nuestros días un número considerable de personas que no pertenecían a la Iglesia católica han muerto por sus convicciones religiosas en condiciones parecidas a aquellas en que murieron nuestros mártires. Como es obvio, su sacrificio merece toda nuestra estima y reverencia; pero, ¿puede decirse de ellos que son también verdaderos mártires?
La respuesta a esta pregunta depende esencialmente de cuanto hemos dicho, a saber: que según la doctrina católica, el martirio es, ante todo, un don de Dios y que solamente la gracia lo hace posible. Por consiguiente, hemos de distinguir varios casos. Consideremos, ante todo, el de una persona que ha muerto por defender una creencia que está formalmente en contra de lo que enseña la revelación divina; en este caso no se puede presumir que esa persona haya actuado bajo el impulso del Espíritu Santo. Por tanto, estaría fuera de lugar hablar entonces de martirio en el verdadero sentido de la palabra. Este mismo razonamiento hay que hacer respecto a aquellos cristianos no católicos que sufrieron la muerte por defender una doctrina o una práctica condenada por la Iglesia, ya que, por voluntad de Dios, «la Iglesia católica se halla enriquecida con toda la verdad revelada por Dios» (UR 4), y Dios no se contradice.
Si pasamos a considerar el caso de los cristianos separados que sellaron con su muerte su fe en Cristo, se impone una solución muy distinta. Mientras que en la antigüedad, sobre todo bajo la influencia de las luchas contra los montanistas y partiendo de las concepciones eclesiológicas de san Cipriano y de san Agustín, se les negaba generalmente el título de mártires, una interpretación más benévola del principio «extra ecclesiam nulla salus» ha abierto el camino a una solución más equilibrada y justa. Es interesante en este contexto el hecho de que Próspero Lambertini (Benedicto XIV, 1675-1758), al ocuparse de esta cuestión en su famoso tratado De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione (lib. 111, c. 20,3), enunciara el problema en los siguientes términos: «Si es verdaderamente mártir el que es invenciblemente hereje y muere por un artículo verdadero de fe», y luego, asociándose a la sentencia ya común en sus tiempos, respondiera que ese cristiano podía ser un mártir coram Deo, sed non coram ecclesia.
En nuestros días, la doctrina de que también entre los hermanos separados puede haber verdaderos mártires es oficialmente enseñada por el magisterio de la Iglesia. Mientras que Pío XII formuló esta convicción respecto a los mártires de las iglesias orientales (encíclica Sempiternus Rex, del 8 octubre 1951: AAS 43 [1951] 642-643, y encíclica Orientales Ecciesias, del 15 diciembre 1952: AAS 45 [1953] 5), el Vat. II, hablando de los hermanos separados en general, afirmó que «es necesario que los católicos reconozcan con gozo y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran entre nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de su sangre: Dios es siempre maravilloso y digno de admiración en sus obras» (UR 4).
Hoy a algunos católicos les gustaría que la Iglesia procediera a la beatificación y canonización de estos mártires. Por motivos más que evidentes, ello no es todavía posible; además, es obvio que a la inmensa mayoría de los hermanos separados tampoco les gustaría esta iniciativa.
P. Molinari
II. Espiritualidad del martirio en la actualidad
El martirio no se introdujo en el mundo espiritual cristiano con la muerte de Esteban por obra del sanedrín ni concluyó con la paz constantiniana. Aunque históricamente el «martirio» ha sido una prerrogativa de los creyentes a quienes su fidelidad a Cristo les ha costado la vida, el valor semántico del término es más amplio. Como ya se ha indicado la noción de «testimonio» más fundamental y primitiva, incluye la de martirio. El testimonio connatural a la fe cristiana, en cuanto que ésta implica atestiguar aquella verdad no abstracta sino concreta que para el cristiano se identifica con la persona y la historia de Jesús. ¿Es connatural también el martirio? El martirio da más bien la impresión de ser una modalidad contingente del testimonio, destinada a desaparecer en donde prevalezcan la tolerancia civil, el principio de la libertad de conciencia y los valores del pluralismo.
Si tomamos por base el uso lingüístico, tenemos una indicación favorable a la actualidad del testimonio. En efecto, mientras que el «testimonio» goza de todas las simpatías de los cristianos de nuestro tiempo (incluso hasta llegar a una inflación del término en el ámbito de las espiritualidades activistas), el «martirio» es mirado más bien con desinterés; más como un fenómeno del pasado que como un hecho sintomático del presente. Es sabido que en la época patrística, y sobre todo en los dos primeros siglos, el mártir constituyó el modelo del cristiano perfecto. Hoy, a pesar de todo el interés por un cristianismo testimonial, no sabríamos construir una espiritualidad cristiana sobre el martirio.
A algunos esta marginación del martirio del horizonte espiritual del cristiano les parece sospechosa. Apenas clausurado el Vat. 11, la voz de un conocido teólogo recordaba a la comunidad católica, entusiasmada por el diálogo con el mundo, la realidad del martirio como «caso serio» de la fe cristiana. Hans Urs von Balthasar señalaba polémicamente en Cordula -la joven de que nos habla la leyenda de las once mil vírgenes; habiendo huido al principio de la muerte, salió luego espontáneamente de su escondite y se ofreció voluntariamente al martirio- la antítesis de muchos cristianos contemporáneos. Su principal cargo contra ellos es que han dejado de considerar el cristianismo como un «caso serio» (esta expresión, traducción literal del alemán Ernstfall, es incapaz de recoger todas las resonancias del original; indica el elemento esencial de una Weltanschauung que afecta existencialmente al individuo y, por tanto, al compromiso absoluto con que éste responde a una percepción nueva de la realidad, o también el caso de emergencia en que es preciso jugarse el todo por el todo). El olvido de la «seriedad» del caso planteado por la cruz y la resurrección de Cristo provocaría la atenuación del misterio, la pérdida de la identidad cristiana. la huida hacia un mañana utópico ante el futuro del mundo; junto con la disponibilidad para el martirio, los cristianos modernos habrían perdido también el legítimo orgullo del nombre cristiano, prefiriendo el anonimato.
La liquidación del martirio no entraba en las intenciones del concilio. Además del texto de la LG 42 -citado por H. U. von Balthasar al comienzo de su libro-, que presenta el martirio como una perspectiva siempre abierta para la Iglesia de Cristo, se podría recordar la declaración sobre la libertad religiosa, en donde se exhorta a los cristianos a «difundir la luz de la vida con toda confianza y fortaleza apostólica, incluso hasta el derramamiento de sangre» (DH 14). Contra aquellos cristianos que identifican la tarea de la hora presente con la adaptación del mundo, el teólogo de Basilea reconoce como voluntad del concilio la «exposición inerme de la Iglesia al mundo. Demolición de las fortalezas; los baluartes allanados y convertidos en caminos. Y esto sin ninguna idea escondida de un nuevo triunfalismo, una vez que el antiguo se ha hecho impracticable. No se piense que, cuando los caballos de batalla de la santa Inquisición o del Santo Oficio hayan sido eliminados, se podrá entrar en la celestial Jerusalén cabalgando sobre el manso borriquillo de la evolución, agitando palmas». La puesta al día de la Iglesia no debería mirar, por consiguiente, a la eliminación definitiva del martirio en la vida espiritual del cristiano, sino más bien a un martirio que resulta casi obvio.
Puede ser oportuna esta apelación a la «seriedad» de la fe cristiana y al martirio, que es su sello. Pero no ha de entenderse como propuesta del cristiano como mártir en el sentido de un modelo heroico. La época en que vivimos no es ya un mundo de héroes, aunque sigan siendo actuales algunas características de lo que en el pasado era patrimonio de los héroes. Si consideramos heroico lo que depende de una habilidad excepcional, desarrollada mediante un esfuerzo extraordinario, encontramos también en nuestra cultura figuras eminentes que suscitan la admiración común. Sin embargo, desde este ángulo visual nos cerramos todas las posibilidades de comprender lo que es típico del santo cristiano. La vida del santo no es una hazaña de grandeza humana, sino una hazaña del Dios de la alianza. No se trata de celebrar la grandeza del hombre. sino de anunciar la fidelidad de Dios. El uso apologético de mala calidad, como autocelebración de la comunidad confesional, que puede hacerse del heroísmo de los santos -especialmente el de los mártires-, muere apenas nace cuando pensamos que la Iglesia es tan poco dueña de los santos como lo es de la palabra de Dios. No puede servirse de ellos para su propia glorificación ni por motivo alguno de triunfalismo y autocomplacencia. Por tanto, no está en manos de la Iglesia programar los martirios. Incluso la autocandidatura al «martirio» -en sus formas más blandas del vituperio o de la discriminación- de los grupos integristas resulta sospechosa; en todo caso, no puede pretender ser la única forma de vivir consecuentemente el compromiso cristiano. En cambio es plenamente legítimo acentuar la fortaleza como virtud que acompaña y hace posible la fe. Hoy lo mismo que ayer. No se trata de volver a proponer con Nietzsche un superhombre que viva «peligrosamente»; lo que importa es llevar una vida «buena». Pues bien, desde hace veinte siglos, en la tradición cultural de Occidente la vida del hombre éticamente realizado se ve a través de un espectro de cuatro colores, constituido por las virtudes de la prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Todas las fuerzas originales del Occidente -griegos y romanos, judíos y cristianos- han contribuido a la puesta a punto de este esquema de la estructura ética que le permite al hombre realizarse. Al aceptarlo, la teología cristiana admitía que el bien no se realiza por sí solo, sino que requiere el esfuerzo del individuo dispuesto a luchar y, si es preciso, a sacrificarse por ello. En los casos límite puede inclusoexigirse la renuncia a la vida. En el filón tradicional de Occidente esta perspectiva ha producido el principio de la libertad de conciencia y una consideración reverencia) de quienes sufren violencia por su fidelidad a unos principios éticos y religiosos. Para la religión de la libertad de conciencia son mártires tanto Sócrates como Cristo. Ambos realizaron un ideal de bondad-verdad-belleza y se adhirieron a él con fortaleza; fue más fácil arrancarlos de la vida que de aquel mundo de valores.
Desde el principio, los cristianos tomaron conciencia de que con el mismo acto con que se adherían a Cristo tenían que enfrentarse con el «siglo», dado que en él actuaban «potencias» contrarias a la salvación que Dios les ofrecía en Cristo. La muerte misma de Jesús, el «mártir» por excelencia, fue vista como el resultado trágico de una lucha entre fuerzas antagónicas. La fortaleza necesaria a los testigos de la fe no imita el cuño del heroísmo; lo vemos en el estilo con que se da el testimonio. La fuerza de los testigos no es la de un arco que se tensa, sino más bien la de un salto de agua que brota irrefrenable. Puestos en situación de choque frontal con las potencias antievangélicas, demuestran confianza, seguridad gozosa, orgullo. Dos términos griegos se utilizaron especialmente para expresar esta novedad cristiana: parresía y káuehesis. La parresía se manifiesta exteriormente en el comportamiento del que puesto en pie, con la frente alta, habla abiertamente, con plena libertad de lenguaje, de su encuentro con la «potencia»; interiormente le da al testigomártir una seguridad indefectible para anunciar con toda libertad la palabra de Dios. De ese encuentro nace la consagración leal a la palabra misma. Reflejo de esa confianza es la káuehesis, esto es, el hecho de gloriarse de algo después de haber hecho de ello el fundamento de las propias opciones existenciales.
Los cristianos han visto siempre en este comportamiento no tanto una grandeza ética que proponer como modelo a unos pocos hombres fuertes, capaces de asumirlo como propio, cuanto una vivencia mística, esto es, una experiencia interior y personal de la salvación. Freud afirmó que la mayor parte del heroísmo se deriva de la convicción instintiva de que «nada puede pasarme a mí». El intentaba desenmascarar en este tipo de comportamiento un narcisismo ingenuo, propio del «yo» que no se ha enfrentado todavía con el «principio de la realidad». Pero quizá su observación sea también verdadera en un sentido más profundo, que no tenía en cuenta el padre del psicoanálisis. La experiencia personal de la salvación amplía los limites del propio «yo»; en este «yo» más grande experimenta el creyente un sentimiento de preservación, de tutela, de garantía segura. A diferencia de lo que sucede en el ideal heroico, el testigo de la fe no se refiere a su propia virtud individual, sino a la «fuerza» con la que se siente en íntima comunión. En esa realidad más grande con la que se confunde su «yo», la muerte no es ya el mal mayor; ni siquiera es realmente un mal. Pablo nos dejó la celebración lírica más impresionante de esta confianza interior del creyente; casi una fotografía interior de una fe abierta al martirio (cf Rom 8,35-39).
El carácter particular, místico más que ético, de la fortaleza cristiana justifica el vinculo esencial que hay entre el cristianismo y el martirio. Al mismo tiempo, nos permite especificar en qué sentido es actual para los cristianos del s. xx el recuerdo del martirio. No se trata de desempolvar los modelos heroicos del pasado ni de instigar a un grupo confesional contra los principios civiles de la tolerancia y del pluralismo. Lo que sí resulta legítimo y urgente es defender una profesión del cristianismo basada en la experiencia personal de la salvación más que en referencias culturales. Como diría Von Balthasar, el cristianismo que da mártires no es el de los «profesores», sino el de los confesores. Donde se encuentra y se experimenta la salvación, el cristianismo es el «caso serio»; si no, puede ser todo lo más un «caso interesante».
El martirio, en cuanto habitus permanente de una auténtica espiritualidad cristiana, lleva, por tanto, al creyente a preguntarse en qué está basada su propia fe. Un motivo ulterior de la actualidad de la reflexión sobre el martirio es el valor kerigmático que todavía posee en la actualidad. Valor kerigmático, no apologético. El martirio anuncia un mundo nuevo futuro, pero ya sustancialmente presente. La predicación cristiana no recorre el camino de la conversión moral, como hizo Juan Bautista, ni el de la previsión de la catástrofe cósmica, como hacía la apocalíptica judía. La predicación del reino de Dios que hizo Jesús partió del anuncio de las bienaventuranzas. Y también el martirio es una bienaventuranza: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, persigan y, mintiendo, digan todo mal contra vosotros por causa mía. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos. Pues también persiguieron a los profetas antes que a vosotros» (Mt 5,11-12).
El martirio se convierte en signo del reino de Dios sólo en la lógica de las bienaventuranzas. Su contenido es una felicidad que tiene a la esperanza como dimensión esencial, ya que participa de la tensión entre el «ya» y el «todavía no», que es propia del reino de Dios. La felicidad del cristiano está basada en una promesa. Los que son declarados «dichosos» en las bienaventuranzas no lo son en virtud de su situación, sino como consecuencia de la voluntad de Dios de reservarles el reino. Ni la pobreza, ni el hambre, ni la aflicción, ni el martirio dan la bienaventuranza. Sólo la condición nueva que seguirá al derrumbamiento del desorden actual hará de los desheredados de hoy los destinatarios de la riqueza del reino, en el que Dios saciará el hambre y enjugará las lágrimas. El anuncio de una bienaventuranza ligada a los estados de pobreza, de tristeza, de opresión violenta sólo es posible en un horizonte de esperanza escatológica. Sin ésta, sentirse felices en esas situaciones sería un verdadero masoquismo y favorecería la alienación social. La bienaventuranza en una situación de tribulación tiene un efecto kerigmático: anuncia y señala que las ideologías que mantienen la opresión no son más que tigres de papel.
Los seres humanos tocados por este tipo de bienaventuranza son de un temple especial. Aunque no son protagonistas de una rebelión directa contra’ los poderes opresivos, los amenazan mucho más peligrosamente que los revolucionarios. Los mártires protestan contra una situación en la que domina el mal. Pero ven perfectamente que no sólo los oprimidos, sino también los opresores, son víctimas de ese mal. Anticipan de este modo una inversión radical de la condición humana. El vencedor de hoy acabará siendo vencido; no por una revancha del mártir, sino por esa «fuerza» que lo sostiene y que constituye el «yo más grande» al que se ha entregado el mártir; una victoria que no humilla al vencido, sino que lo libera también a él. El martirio es anuncio de la fidelidad de Dios, hecho frente a un mundo en donde la injusticia triunfante se ha convertido en enfermedad endémica e institucionalizada. Tener el martirio ante los ojos significa para la Iglesia de hoy asumir la debida actitud frente al mundo; no la actitud de rendición acomodaticia ni la de la provocación autocomplaciente. Se trata precisamente de la actitud de los mártires de todos los tiempos. que supieron encontrar en la promesa la luz suficiente para caminar al encuentro del Señor que viene, soportando la tribulación y sin interrumpir nunca su canto. El canto de los mártires, ya tengan que soportar la prueba cruenta o la incruenta, es el que entonó antaño Job:
Sé que mi defensor está vivo
y que él, el último, sobre el polvo se alzará;
y luego, de mi piel de nuevo revestido,
desde mi carne a Dios tengo que ver.
Aquel a quien veré ha de ser mío,
no a un extraño contemplarán mis ojos;
¡y en mi interior se consumen mis entrañas…! (Job 19.25-27).
S. Spinsanti
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987
Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad
Mártir (gr. martys) significa etimológicamente *testigo, ya se trate de un testimonio en el plano histórico, en el jurídico o en el religioso. Pero en el uso establecido por la tradición cristiana el nombre de mártir se aplica exclusivamente al que da el testimonio de la sangre. Este uso está ya atestiguado en el NT (Act 22,20; Ap 2,13; 6,9; 17,6); el mártir es el que da su vida por *fidelidad al testimonio ,tributado a Jesús (cf. Act 6,56).
1. Cristo mártir. Jesús mismo es con título eminente mártir de Dios, y por consiguiente el tipo de mártir. En su *sacrificio voluntariamente consentido da, en efecto, testimonio supremo de su fidelidad a la *misión que le ha confiado el Padre. Según san Juan, Jesús no sólo conoció de antemano, sino que aceptó libremente su muerte como el perfecto homenaje tributado al Padre (Jn 10,18); y en el momento de su condenación proclama: «He nacido y he venido al mundo para dar testimonio de la verdad» (18,37; cf. Ap 1,5; 3,14).
Lucas pone de relieve en la pasión de Jesús los rasgos que en adelante definirán al mártir: confortamiento de la gracia divina en la hora de la angustia (Lc 22,43); *silencio y *paciencia ante las acusaciones y los ultrajes (23,9); inocencia reconocida por Pilato y Herodes (23, 4.14s.22); olvido de sus propios sufrimientos (23,28); acogida dispensada al ladrón arrepentido (23,43); perdón otorgado a Pedro (22,61) y a los perseguidores mismos (22,51; 23,34).
Todavía más profundamente, el conjunto del NT reconoce en Jesús al *siervo doliente anunciado por Isaías. En esta perspectiva la pasión de Jesús aparece como esencial a su misión. En efecto, así como el siervo debe sufrir y morir «para justificar a multitudes» (Is 53,11), así Jesús debe pasar por la muerte «para aportar a multitudes la redención de los pecados» (Mt 20,28 p). Tal es el sentidodel «es necesario» que Jesús afirma repetidas veces: el designio de salvación de Dios pasa por el *sufrimiento y la muerte de su testigo (Mt 16,21 p; 26,54.56; Lc 17,25; 22,37; 24,7.26.44). Por lo demás, todos los *profetas fueron perseguidos y entregados a la muerte (Mt 5,12 p; 23,30ss p; Act 7,52; ITes 2,15; Heb I1,36ss). Esto no puede ser una coincidencia casual; Jesús reconoce en ello un plan divino que halla en éí su acabamiento (Mt 23,31s). Así marcha «resueltamente» hacia Jerusalén (Lc 9,51), «pues no conviene que un profeta perezca fuera de Jerusalén» (13,33).
Esta pasión hace de Jesús la víctima *expiatoria que sustituye a todas las víctimas antiguas (Heb 9,12ss). El creyente descubre aquí la ley del martirio: «Sin efusión de *sangre no puede haber *redención» (Heb 9, 22). Se comprende que *María, tan estrechamente asociada a la pasión de su Hijo (Jn 19,25; cf. Lc 2,35), sea saludada más tarde como la reina de los mártires cristianos.
2. El mártir cristiano. El glorioso martirio de Cristo fundó la Iglesia: «Cuando sea elevado de la tierra, había dicho Jesús, atraeré a todos los hombres a mí» (Jn 12,32). La Iglesia, *cuerpo de Cristo, es llamada a su vez a dar a Dios el *testimonio de la sangre por la salud de los hombres. Ya la comunidad judía había tenido sus mártires, particularmente en la época de los Macabeos (2Mac 6-7). Pero en la Iglesia cristiana el martirio adquiere un nuevo sentido, que Jesús mismo revela: es la imitación plena de Cristo, la participación acabada en su obra de salvación: «El siervo no es mayor que su señor; si me persiguieron a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). A sus tres íntimos anuncia Jesús que le seguirán en su pasión (Me 10,39 p; Jn 21,18ss); y a todos revela que sólo el grano que muere en tierra lleva mucho *fruto (Jn 12,24). Así el martirio de Esteban, que evoca tan fuertemente la pasión, determinó la primera expansión de la Iglesia (Act 8,4s; 11,19) y la conversión de Pablo (22,20). Finalmente, la gloria de los mártires se celebra en el Apocalipsis, que muestra en ellos el triunfo de la vida sobre la muerte (Ap 6,9s; 7,14-17; 11,11s; 20,4ss).
-> Confesión – Persecución – Sangre – Testimonio.
LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona, 2001
Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas
La palabra griega martus significa «testigo» (véase) y se emplea con frecuencia en la LXX con sus usuales asociaciones legales, así como con el sentido constantemente repetido del NT, de aquel que testifica de la realidad y experiencia de datos religiosos y teológicos (Hch. 1:6–8, 22, de los apóstoles; Heb. 12:1, de la galería de los santos del AT; Ap. 1:5 y 3:15, de Jesús).
Estos pasajes contienen los ingredientes para un uso posterior de mártir denotando a uno que sella su testimonio con sangre, aunque la transición semántica no parece haberse efectuado en los pasajes del NT que generalmente se esgrimen (Hch. 22:20; Ap. 2:13). Tanto Esteban como Antipas son mártires por su testimonio excelente y sin reservas, no porque hayan muerto a causa de él. En el último sentido técnico, el término comenzó a hacerse conocido cerca del año 160 d.C. para distinguir entre las dos formas de confesar la fe. A pesar de las detalladas monografías, la evolución precisa está rodeada de misterio; pero es probable que ya que el testimonio verdadero frecuentemente terminaba en la muerte e identificaba más estrechamente al que confesaba con Jesús, el testigo por excelencia y fiel hasta el fin, el término martus gradualmente se fue reservando para aquel que pagaba el precio supremo. Así, El Martirio de Policarpo (XVII, 3) afirma: «(Jesús) siendo el Hijo de Dios, merece nuestra adoración, pero como discípulos e imitadores del Señor, lo amamos por su entera devoción a su propio Soberano y Maestro. Que se nos conceda compartir su compañía y unirnos a ellos como discípulos».
Una carta de las iglesias gálicas (Eus. HE 5:2) emplea la palabra homologoi para distinguir a los que todavía no confesaban su fe hasta derramar su sangre de los que ya lo habían hecho. El término técnico para los primeros es homologētēs, y la palabra «mártir» se reservó exclusivamente para aquellos que morían por su fe.
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Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (381). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología
Contenido
- 1 Etimología y definición
- 2 Base legal de las persecuciones
- 3 Número de mátires
- 4 Proceso de los mártires
- 5 Honores rendidos a los mártires
Etimología y definición
La palabra griega martus significa un testigo que testimonia un hecho del que tiene conocimiento por observación personal. Es en este sentido que el término aparece por primera vez en la literatura cristiana; los Apóstoles fueron “testigos” de todo lo que habían observado en la vida pública de Cristo, así como de todo lo que habían aprendido con su enseñanza, “en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” ( Hch. 1,8). San Pedro emplea el término con este significado en su alocución a los apóstoles y discípulos con motivo de la elección del suplente de Judas: “Conviene, pues que de entre los hombres que anduvieron con nosotros todo el tiempo que el Señor Jesús convivió con nosotros, a partir del bautismo de Juan hasta el día en que nos fue llevado, uno de ellos sea constituido testigo con nosotros de su Resurrección.” (Hch. 1,22). En su primer discurso público, el primero de los Apóstoles habla de sí mismo y de sus compañeros como de “testigos” que vieron a Cristo resucitado y posteriormente, tras la milagrosa evasión de los apóstoles de la prisión, cuando los llevaron por segunda vez ante el tribunal, Pedro alude de nuevo a los doce como testigos de Cristo, Príncipe y Salvador de Israel que resucitó de entre los muertos; y añadió que ellos debían obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch. 5,29 ss) al dar público testimonio de estos hechos, de los cuales ellos estaban seguros. También en su primera carta San Pedro se refiere a sí mismo como “testigo de los padecimientos de Cristo” (1 Ped. 5,1).
Pero incluso en estos primeros ejemplos del uso de la palabra martus en la terminología cristiana ya es notable un nuevo matiz en su acepción, además del significado aceptado para el término. Los discípulos de Cristo no eran testigos corrientes como los que prestaban declaración en un tribunal de justicia. Estos últimos no corrían ningún riesgo al atestiguar los hechos que habían observado, mientras que los testigos de Cristo se enfrentaban diariamente, desde el comienzo de su apostolado, con la posibilidad de sufrir graves castigos y aún la muerte misma. Así, San Esteban fue un testigo que selló su testimonio con su sangre a principios de la historia del cristianismo. Las actuaciones de los Apóstoles estuvieron siempre asediadas de peligros del carácter más serio, hasta que todos ellos sufrieron finalmente la última pena por sus convicciones. De este modo, en vida de los Apóstoles, el término martus llegó a usarse en el sentido de testigo al que se le puede exigir en cualquier ocasión que renuncie o reniegue de lo que ha testificado, bajo pena de muerte. A partir de esta fase fue natural la transición hacia el significado habitual del término, según se usa en la literatura cristiana desde entonces: un mártir, o testigo de Cristo, es una persona que, aunque no ha visto ni oído nunca al divino fundador de la Iglesia, está no obstante tan firmemente convencida de las verdades de la religión cristiana, que sufre de buen grado la muerte antes que renegar de ella. San Juan emplea la palabra con este significado a finales del siglo I; se habla de Antipas, un converso del paganismo, como de «mi testigo (martus) fiel, que fue muerto entre vosotros, ahí donde habita Satanás.» ( Apoc. 2,13). El mismo apóstol habla más adelante de «las almas de los degollados a causa de la palabra de Dios y del testimonio (martyrian) que mantuvieron.» (Apoc. 6,9).
Aún así, fue sólo gradualmente que durante el transcurso de la primera época de la Iglesia, llegó a aplicarse la denominación de mártir exclusivamente a quienes habían muerto por la fe. Por ejemplo, los nietos de San Judas fueron considerados mártires tras su huida del peligro que arrostraron cuando fueron citados ante Domiciano ( Eusebio «Hist. Ecl», III, XX, XXXII). Los célebres confesores de Lyon, que tan valientemente soportaron tremendos suplicios por sus creencias, fueron considerados mártires por sus compañeros en la fe cristiana, pero ellos mismos declinaron este título como un derecho perteneciente sólo a quienes habían muerto realmente: «Son ya mártires los que Cristo ha juzgado dignos de ser elevados por su confesión, habiendo sellado su testimonio con su partida; nosotros solamente somos pobres y humildes confesores» (Eusebio, op. cit., V, II). Por lo tanto, esta distinción entre mártires y confesores puede situarse hacia las postrimerías del siglo II: sólo fueron mártires aquellos que habían padecido la pena extrema, mientras que se dio el título de confesores a los cristianos que habían mostrado la buena voluntad de morir por su creencia, soportando con valentía prisión o tortura, pero no fueron ejecutados.
Con todo, el calificativo de mártir aún se aplicó algunas veces durante el siglo III a personas todavía vivas, como por ejemplo, San Cipriano, que dio el título de mártires a varios obispos, presbíteros y laicos condenados a trabajos forzados en las minas (Ep. 76). Tertuliano llama martyres designati a los arrestados por ser cristianos y aún no condenados. En el siglo IV, San Gregorio Nacianceno se refiere a San Basilio como “un mártir”, pero es evidente que emplea el término en un sentido amplio, en el que la palabra todavía se aplica a veces a una persona que ha sufrido muchas y graves penalidades por la causa del cristianismo. La descripción de mártir dada por el historiador pagano Amiano Marcelino (XXII, XVII) muestra que a mediados del siglo IV el título se reservaba en todas partes para los que realmente habían sufrido la muerte por su fe. A los herejes y cismáticos ajusticiados como cristianos se les negó el título de mártires (San Cipriano, «De Unit.», XIV; San Agustín, Ep. 173; Eusebio., «Hist. Ecl.», V, XVI, XXI). San Cipriano formula con claridad el principio general de que «no puede ser un mártir quien no está en la Iglesia; no puede alcanzar el reino quien reniega de lo que reinará allá.» Clemente de Alejandría desaprueba con firmeza (Strom., IV, IV) a algunos herejes que se entregaron a la ley; ellos «se proscriben a sí mismos sin ser mártires».
A los ortodoxo no se les permitía buscar el martirio. Sin embargo, Tertuliano aprueba la conducta de los cristianos de la provincia de Asia que se entregaron al gobernador Arrio Antonino (Ad. Scap., v). También Eusebio relata con aprobación el incidente de tres cristianos de Cesarea de Palestina, que se presentaron ellos mismos al juez en la persecución de Valeriano y fueron condenados a muerte (Hist. Eccl., VII, XII). Pero en general se consideraba imprudente, si bien las circunstancias podían excusar a veces tal proceder. San Gregorio Nacianceno recapitula en una sentencia la regla a seguir en casos semejantes: “buscar la muerte es una pura temeridad, pero es cobarde renunciar a ella” (Orat. XLII, 5, 6). El ejemplo de un cristiano de Esmirna llamado Quinto, que en tiempos de San Policarpo persuadió a varios de sus compañeros creyentes a declararse cristianos, fue un aviso de lo que puede pasarle al demasiado ardoroso: Quinto apostató en el último momento, si bien sus acompañantes perseveraron.
La rotura de ídolos fue condenada en el Concilio de Elvira (306), el cual decretó, en su canon sexagésimo, que no sería inscrito como mártir un cristiano ajusticiado por un vandalismo de esa clase. En cambio Lactancio sólo censura levemente a un cristiano de Nicomedia que sufrió el martirio por romper el edicto de persecución (Do mort. pers., XIII). En un caso San Cipriano autoriza a buscar el martirio. Escribiendo a sus presbíteros y diáconos respecto a los lapsi arrepentidos que pedían a gritos ser aceptados de nuevo en la comunión, el obispo, tras dar instrucciones generales sobre el asunto, concluye diciendo que si estos impacientes personajes eran tan vehementes por regresar a la Iglesia había un modo de abrírsela. «La lucha va aún más allá», dice, «y la contienda se emprende a diario. Si ellos (los lapsi) se arrepienten sincera y constantemente de lo que han hecho, y prevalece el fervor de su fe, el que no pueda ser postergado debe ser premiado» (Ep. XIII).
Base legal de las persecuciones
En la antigüedad, la aceptación de la religión nacional era una obligación impuesta a todos los ciudadanos; la omisión del culto a los dioses del Estado era equivalente a traición. Este principio universalmente aceptado es el origen de diversas persecuciones sufridas por los cristianos antes del reinado de Constantino el Grande; los cristianos negaban la existencia de los dioses del panteón estatal y en consecuencia rechazaban rendirles culto, por lo cual se les consideraba ateos. Realmente, es cierto que los judíos también rechazaban a los dioses de Roma y aún así eludieron la persecución. Pero, desde el punto de vista romano, los judíos tenían una religión nacional y un Dios nacional, Yahveh, a quien tenían un derecho de culto legal pleno. Incluso tras la destrucción de Jerusalén, cuando los judíos dejaron de existir como nación, Vespasiano no realizó ningún cambio en su calidad de entidad religiosa, salvo que los judíos enviaban antes al Templo de Jerusalén debía pagarse en adelante al erario romano.
Tras su fundación, la Iglesia cristiana disfrutó algún tiempo de los privilegios religiosos de la nación judía, pero está claro que por la naturaleza del caso los jefes de la religión judía no consentirían esta situación durante mucho tiempo sin protestar. En efecto, ellos aborrecían la religión de Cristo tanto como detestaban a su fundador. No puede determinarse la fecha en que las autoridades romanas dirigieron su atención hacia la diferencia entre las religiones judía y cristiana, pero parece estar bastante bien fundado que las leyes que proscribían el cristianismo fueron promulgadas antes de finales del siglo I. La autoridad de Tertuliano afirma que la persecución de los cristianos fue institutum Neronianum —una institución de Nerón— (Ad nat., I, 7). La Primera Carta del Apóstol San Pedro también alude claramente a la proscripción de los cristianos, por ser cristianos, en la época en que fue escrita (1 Ped. 4,16). Además, se sabe que Domiciano (81-96) castigó con la muerte a miembros de su propia familia bajo el cargo de ateísmo (Suetonio, «Domitianus», XV). Por tanto, aunque es probable que la fórmula: «Que no haya cristianos» (Christiani non sint) se remonte a la segunda mitad del siglo I, sin embargo, la primera promulgación clara sobre el asunto del cristianismo es la de Trajano (98-117) en su célebre carta al joven Plinio, su legado en Bitinia.
El emperador había enviado a Plinio desde Roma para restablecer el orden en la provincia de Bitinia-Ponto. Una de las más serias dificultades que encontró para el cumplimiento de su cometido concernía a los cristianos. Le sorprendió grandemente el número extraordinario de cristianos que halló en su jurisdicción: le informó a Trajano que el contagio de su “superstición” no sólo afectaba a las ciudades sino también a las aldeas y a los distritos rurales de la provincia (Plinio, Ep., x, 96). Una consecuencia de la deserción general de la religión estatal era de orden económico: se había hecho cristiana tanta gente que no se encontraban compradores para las víctimas que en otro tiempo se ofrecían a los dioses en gran cantidad. Se presentaron quejas ante el legado relativas a esta situación de los negocios, con el resultado de que algunos cristianos fueron detenidos y conducidos ante Plinio para examen. Los sospechosos eran interrogados respecto a su credo y los que persistían en declinar las repetidas invitaciones a retractarse eran ejecutados. Sin embargo, algunos prisioneros tras afirmar primero que eran cristianos, después, cuando eran amenazados con un castigo, modificaban su primer reconocimiento diciendo que en otro tiempo habían sido seguidores de la institución proscrita pero que ya no lo eran. Asimismo, otros negaban ser cristianos o que lo habían sido alguna vez. Como nunca antes había tenido que lidiar con asuntos relativos a los cristianos, Plinio solicitó instrucciones al emperador sobre tres puntos respecto a los que no veía con claridad su modo de obrar: primero, si debía tenerse en cuenta la edad del acusado para encontrarse libre de castigo; en segundo lugar, si los cristianos que renunciaban a sus creencias debían ser perdonados; y en tercer lugar, si la mera declaración de cristianismo debía considerarse como un delito, y punible como tal, independientemente de la inocencia o culpabilidad del acusado de los delitos comúnmente asociados con dicha profesión de fe.
Trajano respondió a estas consultas con un rescripto que estaba destinado a tener fuerza de ley con relación al cristianismo durante todo el siglo II. Después de aprobar lo que había hecho su representante, el emperador indicó que en lo sucesivo la norma a observar al tratar con los cristianos sería la siguiente: los magistrados no tenían que tomar ninguna medida para averiguar quiénes eran o no eran cristianos, pero, al mismo tiempo, si una persona era denunciada y admitía que era cristiana debía ser castigada —con la muerte evidentemente. No se debía obrar sobre denuncias anónimas y, por otra parte, los que se arrepintiesen de ser cristianos y ofreciesen sacrificio a los dioses debían ser perdonados. De este modo, desde el año 112, fecha de este documento, quizá incluso desde el reinado de Nerón, un cristiano era ipso facto un proscrito o un fuera de la ley. Por el testimonio de Plinio a este respecto, así como por la orden de Trajano: conquirendi non sunt, es evidente que las máximas autoridades del Estado sabían que los seguidores de Cristo eran inocentes de los numerosos crímenes y fechorías que les atribuía la calumnia popular. Y por el contenido general de las instrucciones del emperador está claro que éste no consideraba a los cristianos como una amenaza para el Estado. Su único delito era ser cristianos, adherentes de una religión ilegal. La Iglesia vivió bajo este régimen de proscripción desde el año 112 hasta el reinado de Septimio Severo (193-211). La situación de los fieles fue siempre de serio peligro, estando como estaban a merced de que cualquier persona maliciosa podía citarles al tribunal más cercano sin previo aviso. De hecho, es cierto que el delator era una persona impopular en el Imperio Romano y, además, al acusar a un cristiano corría el riesgo de incurrir en severos castigos si era incapaz de probar su acusación contra su pretendida víctima. No obstante, a pesar del riesgo, se conocen casos de cristianos víctimas de la delación o acusación durante la época de la persecución.
Las prescripciones de Trajano sobre el asunto del cristianismo fueron modificadas por Septimio Severo con la adición de una cláusula que prohibía a cualquier persona convertirse en cristiana. La ley existente de Trajano contra los cristianos en general no fue verdaderamente derogada por Severo, si bien de momento resaltó la intención del emperador de que debía quedar en letra muerta. La finalidad pretendida con la nueva ley no era la de inquietar a quienes ya eran cristianos, sino poner freno al crecimiento de la Iglesia impidiendo las conversiones. Con esta prohibición se sumaron a la lista de los paladines de la libertad religiosa algunos insignes mártires conversos, siendo los más famosos las Santas Felicidad y Perpetua, pero no llevó a cabo nada de importancia respecto a su propósito principal. La persecución llegó a su fin en el segundo año del reinado de Caracalla (211-17). Los cristianos gozaron de una paz relativa desde esta fecha hasta el reinado de Decio (250-53), con la excepción del corto período en que ocupó el trono Maximino Tracio (235-38).
La accesión de Decio a la púrpura inició una nueva época en las relaciones entre el cristianismo y el estado romano. Aunque era oriundo de Iliria, este emperador estuvo profundamente imbuido por el espíritu del conservadurismo romano. Ascendió al trono con el firme propósito de restaurar el prestigio que el imperio estaba perdiendo con rapidez y parece haber estado convencido de que la principal dificultad para realizar su intención era la existencia del cristianismo. La consecuencia fue que en el año 250 emitió un edicto, cuyo tenor sólo se conoce por los documentos que se refieren a su ejecución y que prescribía que todos los cristianos del imperio debían ofrecer sacrificio a los dioses en cierto día. Esta nueva ley era un asunto completamente distinto a la legislación existente contra el cristianismo. Si bien proscritos legalmente, los cristianos habían disfrutado hasta ahora de relativa seguridad bajo un régimen que sentaba abiertamente el principio de que no debían ser perseguidos oficialmente por las autoridades civiles. El edicto de Decio era exactamente lo contrario: ahora se constituía a los magistrados en inquisidores religiosos cuyo deber era castigar a los cristianos que rehusasen apostatar. En una palabra, el objetivo del emperador era aniquilar el cristianismo forzando a todos los cristianos del Imperio a renunciar a su fe. El primer efecto de la nueva legislación pareció favorable a los deseos de su autor. Durante el prolongado período de paz desde el reinado de Septimio Severo —cerca de cuarenta años— se había deslizado dentro de la disciplina eclesiástica un relajamiento considerable, una de cuyas consecuencias fue que con la publicación del edicto de persecución multitudes de cristianos asediaron a los magistrados, en todas partes, en su afán de acatar sus exigencias. Muchos otros cristianos nominales obtenían con sobornos los certificados (vea libellatici) que afirmaban que habían cumplido con la ley, en tanto que otros apostataban bajo tortura. No obstante, después que esta primera muchedumbre de criaturas débiles (vea lapsi) se habían situado ellas mismas fuera del gremio del cristianismo, todavía quedaron numerosos cristianos en todo el Imperio dignos de su religión, los cuales soportaron por sus convicciones todo género de tormento e incluso la muerte. La persecución duró unos dieciocho meses y produjo un daño incalculable.
Antes de que la Iglesia tuviera tiempo de subsanar el perjuicio ocasionado de ese modo, se inició otro conflicto con el Estado con un edicto de Valeriano que se publicó en el año 257. Esta ley iba dirigida contra el clero —obispos, presbíteros y diáconos— a los cuales se ordenaba que ofreciesen sacrificios bajo pena de exilio. Además se prohibía, bajo pena de muerte, que los cristianos frecuentasen sus cementerios. Los resultados de este primer edicto tuvieron tan poco peso que al año siguiente, 258, apareció otro edicto que requería al clero a ofrecer sacrificios bajo pena de muerte. También fueron afectados senadores cristianos, caballeros, e incluso damas de sus familias por un decreto de ofrecer sacrificios bajo pena de confiscación de sus bienes y de reducción al estado plebeyo. Y, en el supuesto de que estas medidas resultasen ineficaces, la ley prescribía castigos adicionales: la ejecución para los hombres, el exilio para las mujeres. Los esclavos cristianos y los libertos de la casa del emperador también eran castigados con la confiscación de sus pertenencias y la reducción al grado más bajo de esclavitud. El Papa San Sixto II y San Cipriano de Cartago se hallaron entre los mártires de esta persecución. Se sabe poco sobre sus efectos ulteriores debido a la falta de documentos, pero parece seguro conjeturar que debió causar enorme sufrimiento a la nobleza cristiana, además de añadir muchos nuevos mártires a la lista de la Iglesia. La persecución llegó a su fin tras la captura (260) de Valeriano por los persas; su sucesor, Galieno (260-68), revocó el edicto y le devolvió los cementerios y los lugares de culto a los obispos.
La Iglesia permaneció en la misma situación legal que en el siglo II desde esta fecha hasta la última persecución iniciada por Diocleciano (284-305), excepto en el corto período del reinado de Aureliano (270-75). El primer edicto de Diocleciano se promulgó en Nicomedia en el año 303 y tenía el siguiente contenido: se prohibía las asambleas cristianas; se ordenaba la destrucción de las iglesias y de los libros sagrados, y se les ordenaba a todos los cristianos a abjurar de su religión inmediatamente. La sanción por el incumplimiento de estas exigencias era la degradación y la muerte civil para las clases más altas, la reducción a la esclavitud para los libertos de las clases más modestas y para los esclavos, la incapacidad para recibir el don de la libertad. Más tarde en ese mismo año un nuevo edicto ordenó el encarcelamiento de los eclesiásticos de cualquier grado, desde obispos hasta exorcistas. Un tercer edicto impuso la pena de muerte por negarse a abjurar y concedía la libertad a quienes ofreciesen sacrificios; mientras que un cuarto edicto, publicado en el año 304, ordenaba a todos sin excepción a ofrecer sacrificios públicamente. Éste fue el último y más decidido esfuerzo del Estado Romano de acabar con el cristianismo. Ello dio a la Iglesia incontables mártires y concluyó con su triunfo durante el reinado de Constantino.
Número de mátires
Se calcula que de los 249 años desde la primera persecución de Nerón (64 d.C.) hasta el año 313, cuando Constantino estableció la paz final, los cristianos sufrieron persecución 129 años aproximadamente y disfrutaron de cierto grado de tolerancia unos 120 años. Sin embargo, debe tenerse presente que incluso en los años de relativa tranquilidad los cristianos estuvieron siempre a merced de cualquier persona del imperio mal dispuesta hacia ellos o hacia su religión. No se sabe si ocurrió o no con frecuencia la delación de cristianos en la época de persecución, pero teniendo en cuenta el odio irracional de la población pagana hacia los cristianos, puede conjeturarse con seguridad que no pocos cristianos sufrirían el martirio debido a la traición.
Un ejemplo del tipo referido por San Justino Mártir, muestra cuán repentinas y atroces eran las consecuencias de la delación. Una mujer que se había convertido al cristianismo fue acusada por su marido ante un magistrado de ser cristiana. A través de influencias, a la acusada se le concedió una breve prórroga para resolver sus asuntos materiales, después de lo cual tenía que comparecer al tribunal y presentar su defensa. Mientras tanto su furioso marido provocó la detención del catequista, de nombre Ptolomeo, que había instruido a la conversa. Cuando fue interrogado, Ptolomeo reconoció que era cristiano y fue condenado a muerte. En el momento de pronunciar esta sentencia estaban en el juzgado dos personas que protestaron contra la iniquidad de infligir la pena capital por el mero hecho de profesar el cristianismo. Como contestación el magistrado les preguntó si también ellos eran cristianos y, ante su respuesta afirmativa, se ordenó que ambos fueran ejecutados. Como le aguardaba el mismo destino a la esposa del delator, a menos que se retractase, tenemos aquí un ejemplo de tres, quizás cuatro, personas que sufrieron la pena de muerte por la acusación de un hombre que actuó con malicia, únicamente por el motivo de que su esposa había renunciado a la mala vida que había llevado anteriormente en su sociedad (San Justino Mártir, II, Apol. II).
No tenemos información precisa respecto al número real de personas que murieron como mártires durante estos dos siglos y medio. La autoridad de Tácito afirma que Nerón ejecutó una multitud inmensa (ingens multitudo). El Apocalipsis de San Juan habla de «las almas de los que fueron asesinados por la Palabra de Dios» durante el reinado de Domiciano; y Dion Casio nos informa de que «muchos» de la nobleza cristiana murieron por su fe durante la persecución de la que es responsable este emperador. Escribiendo alrededor del año 249, antes del edicto de Decio, Orígenes declara que realmente el número de los ejecutados por la religión cristiana no fue muy grande, pero probablemente quiere decir que el número de mártires hasta ese momento era pequeño comparado con el número total de cristianos (cf. Allard, «Ten Lectures on the Martyrs», 128). San Justino mártir, que debe su conversión en gran medida al ejemplo heroico de los cristianos que sufrieron por su fe, nos da incidentalmente un resplandor fugaz sobre el peligro de profesar el cristianismo a mediados del siglo II, en el reinado de un emperador tan bueno como Antonino Pío (138-161). En su «Diálogo con Trifón » (CX), tras aludir a la fortaleza de sus hermanos de religión, el apologista añade: «porque es manifiesto que decapitados, crucificados, lanzados a las fieras, encadenados, abrasados y en toda otra suerte de tortura, no renunciamos a nuestra profesión de fe; sino que cuanto más pasan tales cosas, tanto más hacen que muchos otros pasen a ser creyentes… Cada cristiano ha sido arrojado fuera no sólo de su propiedad, sino hasta del mundo entero; pues ustedes no permiten que ningún cristiano viva.» Tertuliano, escribiendo a finales del siglo II, también alude con frecuencia a las terribles condiciones bajo las que subsistían los cristianos («Ad martyres», «Apología», «Ad Nationes», etc.): muerte y tortura eran posibilidades siempre presentes.
Pero fue aún más funesto para los cristianos el nuevo régimen de edictos especiales que comenzó en el año 250 con el edicto de Decio. Las persecuciones de Decio y Valeriano no se prolongaron realmente mucho tiempo, pero hay indicios claros de que mientras duraron, y a pesar del gran número de los que renegaron, produjeron numerosos mártires. Por ejemplo, San Dionisio de Alejandría relata en una carta al obispo de Antioquía de una violenta persecución que tuvo lugar en la capital egipcia, mediante violencia popular, incluso antes de publicarse el edicto de Decio. El obispo de Alejandría pone algunos ejemplos de lo que soportaron los cristianos a manos del populacho pagano y después añade que «muchos otros, en las ciudades y en los pueblos, fueron picados en pedazos por los gentiles» ( Eusebio, «Hist. Ecl.», VI, XLI ss.). Además de los que perecieron por la violencia misma, también una «multitud anduvo errante por los desiertos y las montañas, y murieron de hambre y de sed, de frío y enfermedad, por los salteadores y los animales salvajes» (Eusebio, l. C.). Dionisio expone en otra carta, al hablar de la persecución de Valeriano, que «triunfaron en la contienda y ganaron su corona hombres y mujeres, de toda raza y edad, jóvenes y ancianos, doncellas y matronas, soldados y civiles, unos por la flagelación y el fuego, otros por la espada» (Id., op. cit., VII, XI). En la misma persecución, en Cirta, al Norte de África, decidieron apresurar las cosas tras la ejecución de cristianos durante algunos días. Para ello, llevaron al resto de condenados a la orilla de un río y les hicieron arrodillarse en filas. El verdugo pasó entre ellos cuando todo estuvo listo y los despachó a todos sin demora (Ruinart, p. 231).
Sin embargo, la última persecución fue aún más dura que todos los intentos anteriores de extirpar el cristianismo. “Una gran muchedumbre” fue ejecutada en Nicomedia junto con su obispo, Anthimus; unos perecieron a espada, otros en el fuego y otros fueron ahogados. En Egipto, “miles de hombres, mujeres y niños, desdeñando esta vida… soportaron diversas formas de muerte» (Eusebio, «Hist. eccl.», VII, IV ss.) y lo mismo sucedió en otros muchos lugares de Oriente. La persecución terminó antes en Occidente que en Oriente, pero mientras duró se agregaron numerosos mártires al calendario, especialmente en Roma (cf. Allard, op. cit., 138 sq.). Mas, junto a los que vertieron verdaderamente su sangre en los tres primeros siglos, debe tenerse en cuenta el gran número de confesores de la fe que sufrieron un martirio diario, en prisión, en el exilio o en trabajos forzados, más difícil de aguantar que la misma muerte. Por lo tanto, aunque no es posible una estimación numérica de la cantidad de mártires, aún las escasas evidencias que existen sobre el asunto establecen bastante claramente que incontables hombres, mujeres, e incluso niños de esta primera edad gloriosa, pero terrible, del cristianismo sacrificaron con júbilo sus bienes, sus libertades o sus vidas antes que renunciar a la fe que apreciaban sobre todas las cosas.
Proceso de los mártires
El primer hecho en la tragedia de los mártires era su detención por un agente de la ley. Antes de llevar al acusado a juicio se concedía en algunos casos el privilegio de custodia libera, otorgado a San Pablo durante su primer encarcelamiento; San Cipriano, por ejemplo, fue detenido en casa del oficial que le arrestó y fue tratado con consideración hasta el momento de su interrogatorio. Pero tal proceder era la excepción a la regla; los cristianos acusados generalmente eran arrojados en prisiones públicas, donde sufrían frecuentemente las mayores penalidades durante semanas o meses enteros. Raras veces las Actas de los Mártires proveen indicios de los sufrimientos que padecieron en prisión. Por ejemplo, Santa Perpetua fue horrorizada con una oscuridad espantosa, con el intenso calor causado por el hacinamiento en el clima del África romana y con la brutalidad de los soldados (Passio SS. Perpet., et Felic., I). Otros confesores aluden a las diversas miserias de la vida en la cárcel como más allá de lo que podían describir (Passio SS. Montani, Lucii, IV). Privados de alimentos, salvo los suficientes para mantenerlos con vida, de agua, de luz y de aire; sujetos con grilletes o puestos en cepos con las piernas separadas lo más posible sin llegar al desgarro; expuestos a toda clase de infección por el calor, el hacinamiento y la ausencia de cualquier condiciones higiénicas adecuadas —estas eran algunas de las aflicciones que precedían al martirio verdadero. Naturalmente, muchos morían en la cárcel en semejantes condiciones, mientras que otros, incapaces lamentablemente de soportar la tensión, adoptaban la escapatoria más fácil que se les ofrecía, es decir, acataban la condición impuesta por el Estado de ofrecer sacrificio.
Aquellos cuya fortaleza, física y moral, era capaz de aguantar hasta el final eran, además, interrogados con frecuencia por los magistrados ante el tribunal, los cuales trataban de inducirlos a retractarse mediante la persuasión o la tortura. Estas torturas comprendían todos los medios que había ideado el ingenio humano de la antigüedad para echar atrás al más valiente; los obstinados eran azotados con látigos, correas o cuerdas, o eran de nuevo estirados en el potro de tortura y desgarrados con rastrillos de hierro. Otro castigo atroz consistía en colgar a la víctima por una mano, a veces durante un día entero, en tanto que a las mujeres modestas además se las exponía desnudas a las miradas del tribunal. Casi peor que todo esto eran los trabajos forzados a los que se condenó, en algunas de las persecuciones más violentas, a obispos, presbíteros, diáconos, laicos y mujeres, e incluso niños; estos delicados personajes de ambos sexos, víctimas de leyes despiadadas, fueron sentenciados a pasar el resto de sus días en la oscuridad de las minas, donde arrastraron una existencia desdichada, medio desnudos, hambrientos y sin un lecho que les protegiera del húmedo suelo. Tuvieron mejor suerte incluso los que fueron condenados a la muerte más vergonzosa en la arena o mediante la crucifixión.
Honores rendidos a los mártires
Es fácil comprender que los que sufrieron tanto por sus convicciones hayan sido tan profundamente venerados por sus correligionarios aún desde los primeros días del juicio durante el reinado de Nerón. Normalmente, los oficiales romanos permitían a los parientes y amigos recoger los restos mutilados de los mártires para su entierro, aunque se negó dicha autorización en algunos casos. Los cristianos consideraban estas reliquias «más valiosas que el oro o las piedras preciosas» (Martyr. Polycarpi, XVIII). Algunos de los mártires más memorables recibieron honores especiales, como por ejemplo San Pedro y San Pablo en Roma cuyos “trofeos”, o tumbas, son mencionadas a comienzos del siglo III por el sacerdote romano Cayo ( Eusebio, “Hist. Ecl.”, II, XXI, 7). También numerosas criptas y capillas de las catacumbas romanas, algunas de las cuales, como la capella grœca, fueron construidas en la época sub-apostólica, también atestiguan la temprana veneración de aquellos paladines de la libertad de conciencia que consiguieron con su muerte la mayor victoria de la raza humana. En los aniversarios de las muertes de los mártires se celebraban servicios conmemorativos especiales, en los que se ofrecía el Santo Sacrificio de la Misa sobre sus tumbas; este fue el inicio de la inveterada costumbre de consagrar los altares poniendo en ellos las reliquias de los mártires; probablemente el célebre fresco Fractio Panis de la capella grœca, que data de comienzos del siglo II, es una representación en miniatura de dicha celebración (vea Fractio Panis, Símbolos primitivos de la Eucaristía). A partir de la época de Constantino se otorgó mayor veneración a los mártires. El Papa San Dámaso I (366-84) tuvo un amor particular por los mártires, como sabemos por las inscripciones, sacadas a la luz por De Rossi, que compuso para sus tumbas en las catacumbas romanas. Más tarde, la veneración a los mártires se mostró a veces en una forma más bien indeseable; muchos de los frescos de las catacumbas fueron mutilados para satisfacer la ambición de los fieles de ser enterrados cerca de los santos (retro sanctos), en cuya compañía esperaban resucitar algún día de la tumba. Fue igualmente grande el aprecio que se tuvo a los mártires en la Edad Media; ninguna privación resultó ser demasiado rigurosa de soportar al visitar los famosos santuarios que contenían sus reliquias, como los de Roma.
Bibliografía: ALLARD, Ten Lectures on the Martyrs (Nueva York, 1907); BIRKS en Dict. of Christ. Antiq. (Londres, 1875-80), s.v.; HEALY, The Valerian Persecution (Boston, 1905); LECLERCQ, Les Martyrs, I (París, 1906); DUCHESNE, Histoire ancienne de l’église, I (París, 1906); HEUSER en KRAUS, Realencyklopädie f. Christlichen Altenthümer (Friburgo, 1882-86), s.v. Märtyrer; BONWETCH en Realencyklopädie f. prot. Theol. u. Kirche (Leipzig, 1903), s.v. Märtyrer u. Bekenner, y HARNACK en op. cit., s.v. Christenverfolgungen.
Fuente: Hassett, Maurice. «Martyr.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 9. New York: Robert Appleton Company, 1910.
http://www.newadvent.org/cathen/09736b.htm
Traducido por Miguel Villoria de Dios. L H M
Enlaces internos vinculados con «Mártir»
[1] Mártires de Compiègne.
[2] Mártires coreanos.
[3] Mártires en China.
[4] Mártires españoles.
[5] Mártires peruanos.
[6] Mártires vietnamitas.
[7] Actas de los Mártires.
[8] Martirologio.
[9] Martirologio de Usuardo.
Fuente: Enciclopedia Católica