MARIANAS. PLEGARIAS

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La devoción a la Santa Madre de Dios se halla condensada en las plegarias de uso frecuente que se la dirigen desde. Las hubo desde los primeros tiempos de la Iglesia. Otras surgieron con el paso de los siglos: Avemarí­a, Rosario, Salve, Memorare, Angelus, Debajo de tu amparo, Oficio parvo. Diversas prácticas piadosas, como la relacionada con el Escapulario del Carmen, la dedicación mariana del sábado, las visitas a sus santuarios, etc. también reflejaron la singularidad del culto a la Madre de Jesús.

1. Avemarí­a.

Es el nombre dado por los católicos a una oración dirigida a la Virgen Marí­a. Su valor no se halla sólo en ser la plegaria mariana más popular, sino en ser también la más bí­blica, la más sintética y la más sugestiva.

1.1. Elementos
La primera parte es bí­blica, con doble referencia: la del ángel Gabriel y la de Isabel. La segunda parte es eclesial y posterior. Conoció algunas variaciones.

La angélica es expresiva y con resonancias amplias del Antiguo Testamento. Recoge alabanzas de profunda resonancia profética y de los Salmos. La eclesial es fruto de la piedad popular, Sto. Tomás de Aquino explicaba ya en el siglo XIII: «En esta salutación se contienen tres cosas. La primera parte es el saludo de ángel. La segunda trae su origen de Isabel, madre del Bautista. La tercera parte es de la Iglesia, a saber las palabras de Marí­a y Jesús»

1.1.2. Elemento bí­blico
La primera palabra, «Ave», es traducción latina del «Xaire» o «Jaire» que aparece en el texto griego (Lc. 1. 28). El original hebreo bien pudo transcribir el saludo usual entre los judí­os: «Shalom, la paz, pues Marí­a ni era de entorno griego ni latino; pero es sólo una suposición.

De lo que no queda duda es que el saludo implica respeto, veneración, deseo de bien, de salud, de paz, de protección del cielo.

El nombre de «Marí­a», que se intercala detrás de Ave fue añadidura del siglo XII. Consta ya en Antifonario Gregoriano y también en la domí­nica IV de Adviento. Allí­ se dice que se recite así­: «Dios te salve, Marí­a, llena de gracia».

La palabra se lee en otros viejos antifonarios y también en el ofertorio de la misa votiva de la Virgen, antigua en verdad, pues se debe al monje Alcuino de York, de la corte de Carlomagno.

«Dios te salve» es la traducción castellana, pero no se opone a otras versiones o interpretaciones que puedan recoger los saludos antiguos o modernos, desde el «salud» romano, hasta el «Buenos dí­as» occidental de los tiempos modernos.

– La expresión «llena de gracia» (kejaritomene) es un complemento del saludo, que quiere decir, plenitud del don divino, la agraciada, la bendecida, la sublime, la perfecta, la más hermosa.

– El complemento «El Señor está contigo» es una repetición de veneración. Recuerda a Esther, a Judith, a Débora, a Sara, a Rebeca, a Raquel. En el ambiente oriental, indica que es mujer preferida por Dios, la que más ha complacido a su Señor.

La parte de Isabel es alabanza de reconocimiento y signo de la singularidad y predilección de Marí­a.

– «Bendita entre las mujeres (Lc. 1.42) es un grito de admiración. Es expresión que recuerda a Judit y anuncia las alabanzas que todos la tributarán por su servicio al pueblo de Dios.

– «Bendito el fruto de tu vientre» es expresión más í­ntima. Refleja la bendición divina, concretada en la fecundidad y en la maternidad, ideal de toda mujer en el ambiente semita. Recoge el reconocimiento de la grandiosidad, descendencia, supervivencia, que se ha ganado Marí­a con la elección divina.

Es la mejor bendición de Dios en el contexto de la cultura de Israel. En boca de Isabel, que habí­a sido estéril y habí­a sido bendecida en su ancianidad, esas palabras dichas a una doncella joven cobran un relieve singular.

– La adicción del nombre «Jesús» en la salutación angélica es tardí­a, ya que no figura en la «Expositio salutationis angelicae», de Santo Tomás ni en documentos del siglo XIII. Fue probablemente mandada por Urbano IV hacia el año 1262, que enriqueció el rezo de la salutación angélica con treinta dí­as de indulgencia. Así­ lo atestiguan diversos autores del siglo XIV, como Enrique de Langenstein o Tomás de Kempis.

«El texto final: «Dios te salve, Marí­a, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita eres entre todas las mujeres», recoge todo lo que expresa el Evangelio de Lucas. Sintetiza la comunicación angélica a Marí­a en el momento del anuncio. Es el primer esquema teológico de la Encarnación del Verbo. Nada más hermoso se puede decir de Marí­a y a Marí­a, la dichosa Madre de Dios.

El Ave Marí­a, en su primera parte bí­blica, aparece en fecha temprana como plegaria. En el siglo VI ya se recita en la liturgia de Santiago. A partir del VII se recoge en otros documentos de la tradición cristiana. En el XI fue adoptada de forma universal como expresión de la devoción popular.

1.1.2. Elemento eclesial
La parte segunda de la plegaria es eclesial, no bí­blica. Fue tradición muy aceptada y conservada que se inició esa invocación en Efeso, en la noche en que fue declarado el dogma de la Maternidad Divina por los 300 Padres reunidos en el Concilio.

Al saber el pueblo que habí­a que llamar a Marí­a Madre de Dios, las gentes iban diciendo por las calles, entre luminarias: Santa Marí­a, Madre de Dios, ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.

Los testimonios históricos al respecto son diversos. El Cardenal Baronio decí­a: «Créese que entonces recibió esta adición la salutación angélica: Santa Marí­a, ruega por nosotros», que se acostumbró a decir y repetir frecuentemente por boca de todos los fieles y aun enseñar a los niños por sus piadosos padres, como los primeros elementos, juntamente con la primera leche.»
Pero otros comentaristas lo niegan o, al menos, lo ponen en duda con sus silencios. No es del todo segura esa tradición, pues no quedan textos escritos de ella anteriores al siglo XII.

Alguna invocación después de las dos frases bí­blicas parece que se añadí­a ya en el siglo VII, como se deduce de los comentarios de San Juan Damasceno y de San Andrés de Creta, quien afirma que se «se saludaba a Marí­a con palabras del ángel y se añadí­an súplicas, implorando la ayuda de Marí­a». Sin embargo, es cierto que sólo después de algunos siglos se fijó la invocación tal como hoy la conocemos.

Esas palabras: «Santa Marí­a, ruega por nosotros», se leen por vez primera en el Breviario Cartujano del siglo XIII.

Y las otras, «ruega por nosotros, pecadores», se añadieron más tarde aun, al menos por los textos escritos que es posible rescatar de la tradición para confirmación o rechazo de las diversas hipótesis, pero no anteriores al XIV.

Las palabras «ahora y en la hora de nuestra muerte.», solí­an añadirse en España, no antes del final del siglo XIV o tal vez en el XV.

«Amen» era expresión aramea de confirmación, que probablemente se usaba entre los judí­os y que terminaba resaltando algún deseo.

Indicaba el deseo de que «Así­ suceda», que así­ resulte, que se cumpla lo dicho. La palabra se encuentra en algún Breviario del siglo XIV, en San Bernardino de Sena, y en los himnos métricos del XV.

1.2. Forma y significado
El Avemarí­a fue definitivamente precisada por San Pí­o V en 1568. Desde entonces es la fórmula mariana más usada entre los católicos en relación a Marí­a y con frecuencia relacionada con el Padre Nuestro. En cuanto plegaria mariana, es la más repetida y la que sintetiza los principales rasgos de la piedad hacia la Madre de Dios. En ella se mezcla la imprecación y la alabanza, el sentido bí­blico y el escatológico, la ternura y la admiración. En esa sí­ntesis se halla precisamente la excelencia con que siempre se la ha contemplado, comentado, recitado y meditado.

Es singular, breve, clara y sublime. Recoge palabras venidas del cielo y esperanzas nacidas en la tierra. Lleva el pensamiento a Dios encarnado y recoge el sentido del peregrino que desea y espera llegar al paraí­so.

Es plegaria dirigida a la Madre de Dios, pero también a Dios por su medio.

a) La alabanza va unida en esta plegaria a la imprecación. Es la misma alabanza del ángel ante el misterio de una doncella elegida para ser madre virgen y para engendrar nada menos que a un hombre en el cual se halla «encarnada» la divinidad.

Decir «Ave» (Xaire) es expresar fascinación y encanto ante la gracia de la que recibe el saludo y decir «plena de gracia» (Kejaritomene) es confesar la persuasión de que se está ante un tesoro divino insuperable.

Sólo en boca de un ángel pudo surgir tal alabanza. Y por eso lo repetirán los hombres hasta el final de los tiempos, admirados de la grandeza de la elegida y tratando de remedar la inmensa admiración del ángel Gabriel.

b) El sentido bí­blico en la plegaria se advierte en su resonancia profética, en el eco poético y sapiencial que encierra y sugiere y en el sabor sálmico que se advierte en ella.

Hasta cierto punto, es el encanto de esta magní­fica sí­ntesis de la Virgen Marí­a. Es la declaración de que el Señor está con ella, o más bien ya en ella. Es la afirmación contundente de que es bendita entre las mujeres. Es el reconocimiento de que el fruto de su vientre concentra todas las alabanzas y bendiciones de la historia y de la sociedad.

c) Y es el sentido escatológico el que más arranca, en quienes la recitan, la seguridad de que serán escuchados.

Se la invoca como Madre de Dios; por lo tanto se la declara plenamente santa. Y se solicita que «ruegue por nosotros» que nos sabemos y reconocemos «pecadores». Dicho esto a continuación de la confesión de que es la Madre de Dios, es expresar la confianza de que la plegaria será escuchada.

Si además se reclama esa intercesión poderosa «ahora» (momento presente) y «en la hora de la muerte», (momento terminal), es fácil entender que esa plegaria es algo más que una fórmula de devoción. Ella abarca la totalidad y la plenitud de los que se puede pedir a quien recibe la plegaria.

La ternura y la admiración, la sorpresa y la confianza, la paz y la serenidad, pero sobre todo la esperanza, es lo que brota de tan insuperable plegaria.

1.3. Catequesis y Avemarí­a
El avemarí­a es la fórmula que mejor se presta a una catequesis excelente en relación con Marí­a, pero también en relación con el «fruto bendito de su vientre, Jesús.»
– Recoge un contenido excelente y sintético impresionantemente celestial: encarnación, providencia divina, mediación humana, culminación profética del anuncio redentor.

– Sitúa la intermediación de Marí­a en su sitio. No es la que salva, sino la que intercede para obtener el perdón.

– Estimula el afecto y la sensibilidad en quienes se llegan a Marí­a para pedir su ayuda poderosa.

– Se fomenta la humildad al reconocer el que la recita el arrepentimiento del pecado, la posibilidad del perdón, la necesidad de ayuda, el carácter supremo del momento de la muerte.

– Se recuerda la figura divina de Dios que da la gracia y del Señor que se acerca a la criatura
– Se contempla a Marí­a como modelo de elección y como ejemplo de fidelidad a Dios. Y se la pide que sirva de camino hacia la salvación, en la vida y en la muerte.

Estos valores son excelentes y se deben presentar a todas las edades. Los niños y los jóvenes, al igual que los adultos, pueden hallar en la meditación y en la recitación del avemarí­a un cauce de catequesis singular.

Es importante el que se sepa presentar con cierta persuasión, con persistencia y con trascendencia, por la misma í­ndole de la plegaria y por la calidad maternal de aquella a quien se dirige.
Avemarí­a en 3 de las 6000 lenguas del mundo (chino, ruso, quechua) 2. El Magní­ficat
El Evangelista Lucas (Lc. 1. 46-55) pone en boca de la Virgen Marí­a un Canto o Himno, que no es otra cosa que un manojo de expresiones sacadas de salmos e himnos del Viejo Testamento.

2.1. Redacción original
Tiene sorprendente semejanza con el cántico de Ana, la madre de Samuel (1. Sam. 2. 1-10) y recuerda inevitablemente a figuras femeninas admirables en el Antiguo Testamento, como Judith, entonando alabanzas por su victoria (Jud. 13. 14 y 16. 1-18). Es resonancia de himnos como el de Tobí­as y su esposa Sara. (Tob. 13. 1-18); o el de Débora con su victoria valerosa (Jue. 5. 1-31).

Su redacción se pierde en la aurora del cristianismo y carecemos por completo de referencia exacta de cómo y quién redactó el texto, supuesto que no se lo atribuimos personalmente a la misma Virgen Marí­a.

Los exégetas cristianos se agrupan en tres opiniones al respecto.

2.1.1. Pudo ser Marí­a
Marí­a de una u otra forma conocí­a la Escritura. Pudo quedarse con textos que la impresionaron personalmente, si es que no resulta tradición apócrifa de que pasó su infancia primera en el templo ensalzando, con la Escritura, las alabanzas de Yaweh.

En todo caso, estaba preparada y sabí­a lo suficiente de la Escritura para glosar, desde su experiencia í­ntima de madre virgen, los beneficios de Dios.

Del mismo modo que lo habí­an hecho Ana, Débora, Judith, y por supuesto los Salmos, ella podí­a elevar a Dios sentimientos y mensajes encerrados en expresiones recogidas en la venerada y aprendida Escritura Sagrada.

Redactar unas frases en este sentido era asequible a una doncella inteligente de Israel. Y no cabe duda de que Marí­a lo era. En este supuesto, el cántico que luego se transmitió, serí­a la punta de iceberg de los miles de sentimientos y textos bí­blicos que poblaron el corazón y la mente de una Madre como aquella y que algún dí­a fueron conocidos por los seguidores del Hijo y puestos por escrito por alguno de ellos.

2.1.2. Pudo ser de Lucas.

En el contexto de los escritos del evangelista, y sobre todo de los dos primeros capí­tulos del tercer Evangelio, el texto del himno pudo ser redactado plena y eficazmente por Lucas.

Hay confluencia de ideas y de estilo. Puso en labios de Marí­a ecos y referencias del Antiguo Testamento, una vez que sintió la belleza del misterio que reflejó en el relato de la encarnación.

Cierta resonancia paulina se halla en las expresiones del cántico. No conviene olvidar que Lucas fue compañero de Pablo durante una parte importante de su vida.

Si Lucas relata los «hechos de Jesús», al igual que los «Hechos de los Apóstoles», el eco de textos de Pablo resuena en el texto del Magní­ficat. Basta leer y releer los himnos que se recogen en Gálatas 4. 1-7 y en Romanos 1- 1-7 y ver cómo coinciden con el estilo hí­mnico de los que Lucas refleja en los primeros capí­tulos de su Evangelio: Benedictus en Lc. 1.67-79, Gloria in excelsis en Lc. 2.13-14, Nunc Dimitis en Lc. 2.28-32.

1.2.3. La comunidad lo redactó
Aunque menos probable, también se atribuyó a veces la redacción del Magí­nifat a alguna de las comunidades en donde se cultivó la especial relación con la Madre del Señor, todaví­a viva.

Pudo ser la judeocristiana de Jerusalén, reunida en torno a Santiago, el hermano del Señor, en la cual alguno de los miembros dispuso ese himno, acogido con gozo y paz por los demás.

Pero cualquiera otra comunidad palestinocristiana de especial referencia al Señor pudo ser el nido donde brotó esa pieza lí­rica y nostálgica, puesta en labios de Marí­a. En alguno de los lugares de Samaria o de Siria, en donde se refugiaron los primeros cristianos perseguidos, estuvo el albergue escondido de Marí­a.

Esa comunidad pudo recoger las palabras, ideas o sentimientos de Marí­a y aprovecharlos para reunir o componer datos referentes a su vida, incluida su reacción ante las alabanzas de Isabel recibidas tras su embarazo.

A favor de esta sospecha estarí­a la declarada intención de Lucas de recoger y ordenar «lo que otros han empezado a escribir sobre lo acaecido desde el principio entre nosotros.» (Lc. 1. 1-4)

En todo caso, sea quien sea la mano material redactora de la plegaria mariana, lo que resulta indudable es que expresa los sentimientos «comunitarios» que dominaban el corazón de Marí­a en el momento en que su prima Isabel descubrió su calidad de Madre del Señor y ensalzó su fe y su aceptación del misterio revelado por Dios.

El Magní­ficat fue una respuesta serena, alegre, humilde, bí­blica y comprometedora para los creyentes posteriores que la acogieron con respeto y seguramente la recitaron con fe profunda.

2.2. Valor
Su belleza literaria y su riqueza espiritual, sus resonancia bí­blica, lo han convertido en plegaria preferida de la Iglesia, la cual lo ha recitado siempre en sus oficios y en determinadas celebraciones eucarí­sticas y conmemorativas en que desea resaltar su agradecimiento y alabanza al Señor.

Con las palabras del Magní­ficat se recuerda lo que Marí­a era y sentí­a en su corazón y lo que la Iglesia vive y siente al recordar el acontecimiento de la entrada de Cristo en el mundo.

Por eso el Magní­ficat es una fotografí­a del corazón y de la mente de Marí­a en cuanto Madre elegida. Y es una plegaria de alegrí­a y gratitud, que la Iglesia recitó con agrado y admiración desde los primeros momentos de su existencia.

Los buenos cristianos lo repitieron siempre resumiendo en él todo lo que es el corazón de un alma agradecida; de una Hija de Dios convertida en Madre suya y de una creyente que da gracias a Dios por sus dones.

El Magní­ficat ha sido fuente de inspiración para poetas, pintores, músicos y escultores. Como cántico de alabanza y de acción de gracias, escrito en el Nuevo Testamento y pronunciado por la Virgen Marí­a en respuesta a la salutación de su prima Isabel, forma parte de la plegaria litúrgica de las Ví­speras en el oficio divino católico. También en otras confesiones cristianas se ha usado como oración, por ejemplo en la plegaria vespertina de la Iglesia anglicana y en la liturgia oriental bizantina.

Su forma y su insinuación musical es la de género de los salmos de acción de gracias. Se diferencia de éstos en que alude a hechos de paz y no de guerra. Es un canto de gratitud y no de victoria. Es ya un estilo de Nueva alianza, no de la Antigua. No tiene estrofas o textos repetitivos. Los sentimientos se suceden con la fluidez de quien se halla alegre.

Los más importantes compositores de música religiosa lo han tomado como objeto de sus obras, por ejemplo G. P. da Palestrina, Cristóbal de Morales, Orlando di Lasso, Claudio Monteverdi, J. S. Bach y Wolfgang Amadeus Mozart.

En la música gregoriana se usó como fuente de inspiración interesante, hasta hacer, incluso, una forma musical o tono para cada uno de los ocho modos eclesiásticos que se usan en el gregoriano.

2.3. Estructura
Las tres partes del Magní­ficat se convierten en un guión admirable de catequesis sobre la acción divina en el mundo sobrenatural y en el natural.

Todo el texto rezuma referencias salví­ficas y condensa admirablemente la historia de la salvación de los hombres
2.3.1. Alabanza agradecida (46-49)

«Proclama mi alma la grandeza del Señor… por que el Poderoso ha hecho obras grandes en mí­.»
Es la razón del himno eucarí­stico y el motivo de su existencia. No es sólo una simple palabra de gratitud.

Más bien lo es de adoración a Dios en su grandeza. Esa magnificencia divina brilla más en con contraste de la propia indignidad reconocida y declarada.

Poder, grandeza, santidad, misericordia, son los rasgos divinos. Humildad, sencillez, alegrí­a, bendición, son los sí­ntomas de la que se declara de nuevo «esclava del Señor»
2.3.2. Señorí­o divino (51-53)

Se pasa luego a un recuerdo admirable del modo de proceder de Dios. Se une la metáfora (brazo poderosos, trono de poderosos, planes de arrogantes) con el eco de los profetas (castigo, victoria, contraste, conversión).

El Señor humilla a los poderosos y ensalza a los humildes. Bien merece que las generaciones la llamen bienaventurada, pues ha supuesto para ella una aceptación de lo que resultaba incomprensible.

Es un himno al estilo de los profetas que siempre reclaman la aceptación de la voluntad divina como condición de protección. Los contrastes: poderosos-humildes, hambrientosricos, abundanciavaciedad, son ecos insistentes y persistentes de la literatura profética, en la cual resaltan los Salmos.

2.2.3. Mesianismo (54-55)

Y el himno termina con el reclamo al auxilio divino siempre seguro para el pueblo de Israel, el elegido.

Se alude a la culminación de las promesas hechas a Abraham y sus descendientes. Se alude a la promesa que une a Dios con Israel, el elegido. Se cita su descendencia para siempre. Se alude a que tanta misericordia es debida sólo a Dios como artí­fice y protagonista.

El empalme mesiánico parece la culminación hacia la cual caminan las partes anteriores. Y está realizado con la alegrí­a de quien sabe que Dios siempre es fiel y todo, en sus manos poderosas, tienen solución, salvación, explicación.

La belleza del Magnifica y el valor mesiánico, profético y salví­fico, le convierten en el cántico más apto para convertirse en oración y esperanza.

3. Rosario o corona
El nombre se aplica a la serie, sarta o cuerda de bolitas, esferas o «cuentas» que, en forma de corona, discurren entre los dedos cuando se recitan avemerí­as o ciertas plegarias repetitivas de uso frecuente en algunas religiones.

El nombre de rosario se difunde en el siglo XII, al considerar las avemarí­as como si fueran rosas ofrecidas (rosario) y al extenderse en diversas letaní­as de alabanzas a Marí­a el tí­tulo de «Rosa Mí­stica» con el que se la describe.

Es, pues, instrumento de contabilidad para llevar de saber de forma cómoda el número de oraciones recitadas.

Los rosarios, como instrumentos contables, se emplean en muchas religiones: budismo, hinduismo, islamismo y cristianismo. En el Islam el rosario lleva 33 o 99 cuentas de color ámbar y su práctica consiste en contar toda la serie para recitar los 99 nombres más hermosos de Alá recogidos en el Corán.

Los rosarios hindúes y budistas se componen de 108 cuentas (112 en el budismo japonés). En el budismo, las 108 cuentas simbolizan los 108 pecados o fallos a los que tiende la especie humana. En el jainismo también se emplea un rosario de 150 cuentas.

También son utilizados por algunos anglicanos, así­ como por los ortodoxos, para quienes es casi, de forma exclusiva, una actividad monástica.

La forma más usual en los ámbitos católicos es la de una cuerda o cadenilla con cuentas ensartadas, cerrada en cí­rculo. Se añade una cuerda con tres cuentas, de donde pende un crucifijo. La corona consta de cinco grupos de diez cuentas, llamadas decenas, separadas por una cuenta grande. En las cuentas grandes se reza el Padre nuestro; en las pequeñas, el Ave Marí­a. Al acabar, se recita la doxologí­a, «Gloria a Dios». Se anuncia el misterio siguiente que se va a meditar y se comienza la decena. 3.1. Sentido propio
Además del instrumento contable, se denomina rosario a la misma plegaria o cadena de ciento cincuenta avemarí­as, recitadas con el pensamiento puesto en los misterios principales de la vida de Jesús y de Marí­a.

La piedad popular agrupó en tres series los misterios del Rosario: los gozosos, los dolorosos y los gloriosos, siguiendo su enunciado con orden.

Los gozosos se centraron en la encarnación, la visitación de Marí­a, el nacimiento, la purificación, la pérdida del niño en el templo.

Los dolorosos recuerdas la oración del huerto, la flagelación, la coronación de espinas, la cruz a cuestas, la muerte del Señor en el Calvario.

Los gloriosos aluden a la Resurrección, a la Ascensión, a la venida del Espí­ritu Santo, a la Asunción, a la Coronación de Marí­a en el cielo.

La contemplación de esos misterios hace suave y llevadera la repetida recitación de las plegarias, al poner la atención no en la mecánica del avemarí­a, sino en la meditación evangélica.

3.2. Forma de rezo
Lo esencial del rosario es la meditación. El apoyo es la recitación de la plegaria de forma serena, no mecánica ni irreflexiva. En cada decena, la persona que dirige el rezo invita a meditar sobre una serie de recuerdos evangélicos (salvo los dos últimos gloriosos, que son creencias de la Iglesia). Sin la meditación de esos misterios, aunque se reciten «muchas oraciones dominicales y salutaciones angélicas», no hay Rosario. Tampoco puede llamarse Rosario a la meditación de los misterios, sin padrenuestros y avemarí­as.» Es la idea de los devotos marianos.

La gran difusión del Rosario se debió a la facilidad de su recitación y a ser el reflejo y eco de los 150 salmos. La gente modesta en cultura religiosa, menos capacitada para entender el mensaje bí­blico y profético de los oficios de la Iglesia, precisaba plegarias más populares y asequibles. El Rosario cumplí­a con esta condición.

Se daba también la circunstancia de que, al mantener el culto oficial de la misa y de los oficios eclesiásticos en el idioma latino, inasequible para el pueblo desde antiguo, se facilitaba un tipo de plegaria en lengua vernácula, a la que todos podí­an acceder.

3.3. Historia del Rosario
De acuerdo con la tradición, la invención del Rosario se atribuye a Sto. Domingo de Guzmán, a principios del siglo XIII. Lo usó para impetrar la conversión de los herejes. Pero no existe prueba alguna de esta afirmación. Los testimonios de diversos Papas: León X, Pí­o VIII, Gregorio XVI, Sixto V, Clemente VII, Alejandro VI, Inocencio XI y otros en tiempos posteriores, son unánimes al atribuirlo al fundador de la Orden de Predicadores.

Por inspiración del Espí­ritu Santo, lo divulgó entre los herejes y entre los que se covertí­an a la fe de la Iglesia. Debido a su eficacia pastoral, él fue el promotor elocuentí­simo por todo el orbe cristiano de tan popular plegaria.

El lugar en que inició tal devoción fue Tolosa, en donde el santo realizaba, con otros Hermanos Predicadores de su naciente Orden, la lucha contra la herejí­a albigense. Para lograr más eficacia, imploró con plegarias a la Madre de Dios que le enviara su auxilio en la ardua empresa de convertir a los obstinados herejes.

Advertido por ella, dice la tradición, para que predicara a los pueblos el Rosario como defensa singular contra la herejí­a y los vicios, fue asombroso el fervor y éxito que despertó su misión.

Benedicto XIV, siendo promotor de la fe y poco antes de ser Papa, declaraba: «¿Preguntáis si Santo Domingo es el verdadero fundador del Rosario y os mostráis vacilantes y enredados en las dudas? Pero entonces, ¿en qué estimáis el testimonio de tantos Pontí­fices como han afirmado la institución del rosario por Santo Domingo?
Y León XIII escribí­a al respecto: «Los albigenses, engendrados por la secta de los redivivos maniqueos, llenaron el sur de Francia de sus perniciosos errores… Dios suscitó al Fundador de la Orden Dominicana. Este, grande en la integridad de la doctrina, acometió la empresa de luchar defensa de la Iglesia, no con la fuerza ni con las armas sino apoyado y confiado principalmente en aquella deprecación que, con el nombre de santo Rosario, instituyó él mismo y propagó por sí­ y por sus hijos. Por inspiración de Dios y con su valimiento, sentí­a que, con la ayuda de esta plegaria, como de una arma guerrera poderosí­sima, vencidos y derrotados los enemigos de la fe, se veí­an obligados a deponer su loca audacia.» (Enc. Suprem. apost. 1883)

La devoción del Rosario se reavivó con la predicación y la influencia de algunos santos dominicos, entre los que destacó el Beato Alano de Rupe.

Más adelante, la ayuda de la misma Virgen Marí­a, aparecida el año 1470 al P. Jacobo Springero, prior del convento de Santo Domingo en Colonia, fue decisiva. Le mandó que en sus predicaciones enseñara al pueblo cuán grata es a Dios y saludable es esta devoción.

3.4. Impulsos recientes
La devoción a esta plegaria mariana se incrementó después del establecimiento de la fiesta mariana del 7 de Octubre por S. Pí­o V.

Fue instituida para conmemorar la victoria cristiana de Lepanto, obtenida contra las naves mahometanas y después de múltiples dificultades entre los prí­ncipes cristianos.

Se atribuyó al rezo del rosario recomendado vivamente por el Papa.

En la segunda parte del siglo XIX se experimentó otro decisivo impulso con las apariciones de Marí­a en Lourdes y con la recomendación a la vidente de que rezara el rosario como solución a los males religiosos del momento.

León XIII hizo del rosario un objeto de su actividad pastoral y le dedicó decisivas encí­clicas promotoras, como la Octobri Mensi de 1891.

Ya en el siglo XX, las apariciones de Fátima, y la espiritualidad cristiana en que se apoyaron, tomaron el Rosario como fórmula preferida de piedad popular y de petición de ayuda al cielo.

Pí­o XI reclamaba a la Virgen Marí­a la ayuda contra las influencias comunistas, que tan intensamente se hací­an sentir en todos los paí­ses por influencia de la poderosa estructura ideológica, económica y moral de la Unión Soviética.

Decí­a este Pontí­fice: «La que, vencedora, expulsó de los confines cristianos la horrenda secta de los albigenses, ella misma, movida con fervientes súplicas, expulse los nuevos errores de los comunistas, principalmente los que, por varias razones y horrendos crí­menes, traen a la memoria otros antiguos.

Y así­ como en tiempo de los cruzados una era la voz y la plegaria en los pueblos de Europa, así­ también al presente, en todo el orbe, en las ciudades y castillos, pueblos y aldeas unidas las almas y las fuerzas, pí­dase fervientemente a la gran Madre de Dios que sean vencidos los impugnadores de este cristiano y humano culto y brille ya la verdadera paz para las naciones cansadas y atormentadas.» (Supremi apostolatus)

Juan Pablo II, acaso mal aconsejado por los cí­rculos que le rodearon, intentó remodelar los misterios del Rosario, añadiendo otros luminosos, y rompiendo la tradición secular de la Iglesia. De la resonancia de su medida es difí­cil emitir juicio, al hacerle en tiempos en que la piedad cristiana se orientó más a las consignas del Concilio Vaticano II de potenciar al máximo las plegarias litúrgicas que las prácticas distantes de la piedad bí­blica, más conformes con una sociedad humana más culta y menos propensa a las recitaciones automatizadas. La distancia histórica dirá si la medida resultó oportuna y promotora de mejor adhesión a Marí­a y si fue una renovación o una simple ocurrencia.

3.5. Excelencia y utilidad
El Santo Rosario ofrece, en cuanto devoción cristiana popular, la sencillez, la profundidad y la veneración como distintivos especiales.

La sencillez está en la cómoda recitación de una plegaria fácil de aprender, agradable para saborear, entrañable para asociar con Marí­a. En ella se enlazan la plegaria vocal y la reflexión, se ahonda la meditación de los misterios de Cristo, se supera la rutina de una recitación repetitiva y monótona.

La profundidad nace de la dimensión evangélica insuperable que tienen las reflexiones sobre los hechos evangélicos de Jesús. Al ser asociada su contemplación a la recitación del avemarí­a, se ahondan sus efectos.

La veneración con la que siempre se ha acogido esta plegaria se explica por factores teológicos y sociológicos. Los teológicos se centran en la dimensión evangélica de los misterios.

La sociológica está impulsada por la realidad eclesial que sigue a la reacción antiprotestante provocada por el Concilio de Trento (1545-1563).

Las normas y los estilos nacidos de Trento y de la «contrarreforma» alejaron al pueblo sencillo de la lectura directa de la Biblia, para someterse a la predicación más «segura» de los clérigos. Se impidieron versiones directas de la Escritura, al estilo de las hechas por Lutero o por Erasmo de Rotterdam. Se proscribió la lectura no comentada o aclarada con notas o comentarios no sujetos a censuras y prevenciones eclesiásticas.

Al mismo tiempo que se resaltó la importancia del ejemplo de Cristo y de los santos, sobre todo de su Madre.

Espontáneamente la piedad popular se orientó hacia devociones prácticas, cómodas y seguras: novenas, letaní­as, jaculatorias. El rosario cumplí­a muy bien las exigencias de los siglos XVI y XVII.

Si a ello se añade la dignidad y excelencia de tan excelente plegaria, es fácil entender por qué se convirtió en la devoción católica por excelencia. Es precisamente ella la que distancia a los buenos católicos de los más ilustrados e independientes, los llamados librepensadores o modernistas, siempre sospechosos de simpatí­a con los cí­rculos heterodoxos.

León XIII decí­a: «Entre las varias formas y modos de honrar a la divina Madre, debiendo optar por las que son mejores en sí­ mismas y las más agradables a ella, nos place indicar nominalmente el Rosario y recomendarle con todo afán.» (Enc. Octrobi mensi. 1891)
Pí­o XI escribí­a en este sentido: «Entre las distintas preces con que provechosamente se acude a la Virgen, Madre de Dios, ninguno de los fieles cristianos ignora que el primero y principal lugar lo obtiene el Rosario mariano.» (Ingravesc. malis 1937)
Al llegar la reforma litúrgica y bí­blica ya iniciada antes del concilio Vaticano II, pero impulsada por él de forma vigorosa, se recuperó la plegaria litúrgica como prioritaria, se recuperó la lengua popular en las expresiones religiosas, se infravaloraron las censuras eclesiales y las normas jerárquicas y, sobre todo, se promocionó la directa lectura de la Biblia, al margen de las interpretaciones y explicaciones jerárquicas.

Era normal que, en el nuevo contexto de la segunda parte del siglo XX, la devoción del Rosario perdiera su hegemoní­a y para muchos entrara en crisis.

Pero no implica ello que tal devoción santa haya disminuido su valor objetivo, su capacidad de promover la devoción mariana y la asequibilidad para todos los buenos cristianos, que habrán de seguir mirando en ella su valor real.

4. Plegarias marianas

Han sido múltiples y variadas, sin que ninguna haya polarizado la devoción del pueblo fiel.

La diversidad es precisamente una de las señales hermosas que han caracterizado la devoción a Marí­a Virgen.

4.1. La Salve

Es plegaria popular y repetida desde el siglo XII. En ella pedimos a Marí­a que nos acompañe en este valle de lágrimas y nos lleve hacia su divino Hijo.

La fecha y el autor de esta popular plegaria mariana siguen siendo discutidos entre los comentaristas. Se ha atribuido con frecuencia a San Bernardo de Claraval, pero muchos crí­ticos recientes consideran anterior su empleo, tal vez de finales del siglo XI.

En 1135 ya está introducida entre los monjes de Cluny. De este celebre monasterio reformador pasó a los cistercienses y más poco después a los dominicos. La influencia de estas familias religiosas por medio de la predicación y de la tarea misional, la convirtieron en plegaria de extensión universal.

El contenido refleja a la perfección la espiritualidad medieval: mujer excelsa e idealizada, Reina y madre protectora, esperanza en un valle de lágrimas, consuelo, vida, dulzura de los desterrados.

Ciertas costumbres populares religiosas han estado muy vinculadas al recitado comunitario de esta tradicional y secular plegaria.

– El canto de la salve al caer de la tarde en determinados conventos o en diversas comunidades religiosa.

– La acciones de gracias públicas con ocasión de encuentros, beneficios o acontecimientos cristianos que reúnen a los fieles para entonar la Salve a Marí­a.

– Las demandas de la intercesión mariana por medio de esta antigua plegaria, sobre todo cuando una desgracia o amenaza se cierne sobre la sociedad.

La sensibilidad ante esta plegaria ha sido algo general en la Iglesia, sobre todo al ser impulsada por determinadas familias religiosas. Pero no conviene mitificar esta hermosa fórmula con infravaloración de otras similares.

4.2. El Memorare o Acordaos.

Es invocación, atribuida a San Bernardo, por la que pedimos a Marí­a que incremente nuestra confianza en ella. Desarrolla sentimientos de seguridad, pues «jamás se ha oí­do decir que nadie que haya acudido a su intercesión ha quedado defraudado.»
En algunos ambientes ha sido frecuente esta invocación, por ejemplo en ambientes sajones. Incluso lo ha sido tanto como la Salve se empleó en los entornos latinos.

4.3. Debajo de tu amparo

Debajo del amparo de Marí­a (Sub tuum praesidium) se experimenta la seguridad de que Dios se halla cerca y que Marí­a intercede por quienes la invocan con fe y confianza.

No es fácil dilucidar el origen de esta fórmula con la que muchas comunidades religiosas clausuraban sus acciones, sus trabajos o sus rezos.

Probablemente procede del siglo XIV o XV y nació en ambientes benedictinos, sin que sea fácil determinar su procedencia. En el siglo XVI y XVII era modo usual de terminar las tareas importantes de la jornada, sobre todo la última del atardecer.

4.4. El Angelus

Angelus es, en la Iglesia católica, devoción que conmemora la Encarnación de Jesucristo. Se compone de tres referencias cortas evangélicas:
– †œEl ángel del Señor anunció a Marí­a, y ella concibió del Espí­ritu Santo.
– He aquí­ la esclava del Señor, hágase en mi tu según tu palabra.
– Ruega por nosotros santa Madre de Dios, para que seamos dignos de obtener y gozar las promesas de Jesucristo†.

Detrás de cada invocación se recita el avemarí­a y se termina con una oración breve en honor de la Encarnación del Verbo.

Durante siglos, fue acompañado en muchos lugares por las campanas de la localidad, pueblo o monasterio, resonando a las 6 de la mañana, a las 12 del mediodí­a y a las 6 de la tarde.

Su nombre, como es fácil de entender, proviene de la primera palabra de la versión latina. La primera vez que se alude a la recitación del Angelus parece situarse en el Capí­tulo General de los Frailes Menores, en 1269, presidido por San Buenaventura como Superior y Ordenador de la Orden de S. Francisco. Pero parece que fue Fray Benito de Arezzo, en 1250 y en el convento de Arezzo, el primero que inició al amanecer, a medio dí­a y al atardecer, a la costumbre de recitar esta plegaria.

El Papa Juan XXII en 1318 lo enriqueció con determinadas indulgencia. Y en el siglo XV se extendió tal costumbre por toda la cristiandad mediterránea.

S. Antonino comentaba que «la Iglesia ha mandado que cada dí­a se toquen tres veces las campanas de los templos: al amanecer, a mediodí­a y al atardecer, a fin de honrar y alabar a la Stma. Virgen con el saludo angélico†. (Sum. IV 25)
En algunos ambientes se corre el peligro de ser asociado a determinadas formas de espiritualidad y hasta ser reclamado como propio por determinados grupos religiosos absorbentes, que lo convierten en lema distintivo de su espiritualidad y devoción. Es un riesgo que es preciso superar para una plegaria tan franciscana y eclesial, tan histórica y mariana, tan entrañable y teológica.

5. Letaní­as marianas

Aparecen hacia el siglo XII, como colección de invocaciones que se desgajan de las letaní­as de los santos, que son populares y resultan demasiado largas. Por ello, se separan poco a poco las dedicadas a Marí­a, a fin de constituir una lista propia de la Madre de Dios.

Esta tendencia surge en el siglo XII, en donde constan ya determinadas costumbres que se cultivan en fiestas peculiarmente marianas.

Las dos letaní­a marianas más celebres fueron la de Loreto y la de Venecia.

La primera se conoce ya por un manuscrito del siglo XII, que contiene 73 invocaciones o deprecaciones. En la actualidad la Letaní­a de Loreto recoge 52 invocaciones, la última de las cuales fue añadida por Pablo VI al proclamar a Marí­a Madre de la Iglesia en la clausura del Concilio Vaticano II.

Las de Venecia se rezaron por mucho tiempo en la iglesia de S. Marcos. Son en número similar y no tuvieron tanta difusión como las de Loreto.

6. El oficio parvo

Es un conjunto ordenado y repetido de antí­fonas y salmos, centrados en torno a la figura de la Virgen Marí­a.

Es más breve y menos modulado por tiempos litúrgicos, que el Oficio divino normal. Más breve (parvo), fácil y sencillo, apareció como devoción privada ya en el siglo X. Al menos está documentado en tiempos y en la actividad del Obispo Ulrico de Augsburgo (+977).

En el Sí­nodo de Clermont de 1095, Urbano II ordenó su rezo los sábados, tanto para el clero regular como para el secular, a fin de obtener el triunfo en la II Cruzada contra los Mahometanos.

Se extendió entre muchos laicos piadosos desde el siglo XII. Y se recitaba con frecuencia en lengua popular.

7. Himnos y Antí­fonas.

Han sido numerosos y diversificados los que se han compuesto, en música gregoriana y en melodí­as no eclesiásticas a lo largo de los siglos.

Se han multiplicado por la costumbre de almas devotas de recitar con frecuencia plegarias cantadas a marí­a, sobre todo en grupos, cofradí­as y comunidades religiosas y dado el amor profundo y extenso a Marí­a en todo el orbe católico.

Especial importancia adquieren estos himnos después de la reforma gregoriana, y del auge que adquiere la música llamada gregoriana, que se difunde desde el siglo VII.

Algunos himnos especialmente significativos pueden ser:

7.1. Ave Maris Stella

A Marí­a se la consideró como estrella del mar proceloso de la vida y defensora en los peligros. El himno que primero la denomina y ensalza con esta perspectiva es del siglo IX, aunque su primera redacción tal vez proceda del VIII.

7.2. Alma Redemptoris Mater

Es antí­fona de adviento que se recitaba ya en el siglo XII. Se atribuye al monje benedictino de Reichenau, llamado Germán el Cojo.

Está inspirada en el himno †Alma Redemptoris† y procede de los ambientes monacales en donde se recitaba el oficio con especial devoción a la purí­sima Madre de Dios.

7.3. Stabat Mater dolorosa

Se convierte en la plegaria de la extendida devoción a la Virgen Marí­a, como Madre dolorosa.

Es himno que ensalza los dolores de Marí­a ante la cruz, presentándola como mujer fuerte y como asociada al misterio redentor de su hijo.

8. Los tiempos marianos

Diversidad de devociones en torno a la figura de Marí­a se han ido asociando a dí­as o meses concretos.

8.1. El Sábado.

En la piedad cristiana se divulgado la costumbre de asociar el sábado con la devoción a Marí­a Virgen. No existe ninguna razón para una vinculación de tal naturaleza, pero el hecho de que acontezca reclama cierta atención.

La especial referencia al carácter mariano del sábado parece proceder de la Edad Media, en donde ya se recitaban especiales plegarias a Marí­a, como preparación al dí­a del Señor, que era el Domingo.

No hay constancia del origen de esa costumbre. Pero sí­ existen determinadas prescripciones a lo largo del siglo XII en algunos monasterios de Germania y de Francia para recitar algunas plegarias marianas en este dí­a de la semana.

8.2. Mes de Octubre

Cobra sentido especialmente mariano este mes en el siglo XVI y se halla en relación con la devoción del Rosario y con ocasión de la Institución de la fiesta del 7 de Octubre por Pí­o V.

Ya en el en siglo XVIII la costumbre se ha establecido y serán los Papas del XIX y del XX los que aconsejen el rezo del rosario de forma especial en este tiempo.

8.3. Mes de Mayo

Más reciente es el mes de Mayo, asociado a las ofrendas de flores simbólicas de virtudes y de plegarias a marí­a, el que se convierta en ocasión de aumentar la devoción mariana. La costumbre procede del siglo XIX y no se extiende por igual en cada lugar.

8.4. Novenas marianas

Las diversas novenas preparatorias a festividades tan populares como la Asunción (15 de Agosto), la Anunciación (25 de Marzo), Natividad (8 de Septiembre), de la Inmaculada Concepción de Marí­a (8 de Diciembre) y Purificación (2 de Febrero), han sido tradicionales en la piedad popular y han tenido orí­genes diversos.

El común denominador de todas estas novenas ha estado en la conveniencia de prepararse durante algún tiempo para celebrar los acontecimientos religiosos principales.

En algunos sitios se han multiplicado otras tradiciones como triduos o septenarios preparatorios para determinadas celebraciones o festividades.

9. Escapulario del Carmen

La palabra escapulario indica la prenda que se pone algunos devotos en forma de hábito simbólico e indican con ella su dependencia de Marí­a. Procede del hábito de los monjes benedictinos, y consiste en un paño en los hombros que sirve de abrigo y de cobertura.

El escapulario mariano se asoció al hábito carmelitano, como devoción especial a la Madre de Dios a la esta Orden religiosa carmelitano se atribuye a un don que la Virgen Marí­a hizo a San Simón Stock, Superior General de los Carmelitas al ser elegido Superior de la Orden en 1261.

La visión mariana aconteció en Londres. Las palabras tradicionales de Marí­a: «Todo el que muera con él se librará del fuego del infierno» originaron una corriente de intensa devoción hacia esa prenda que en diversas formas y tamaños llevaron muchos fieles a lo largo de su vida.

Destaca entre todas las prerrogativas atribuidas a este signo mariano, la idea de la liberación del infierno. Pero se entiende implí­cita, según los comentarios de todos los promotores de la devoción, la necesidad de una vida alejada del pecado.

Del mismo modo se espera la liberación del Purgatorio el sábado que siga a la muerte.

Muchos Papas y escritores hablaron de esta devoción, promocionada sobre todo por la Orden del Carmen, tanto en su rama masculina como en la femenina, incrementada sobre todo después de la reforma teresiana y en la rama reformada.

Se trata de una devoción antigua que evidentemente, por muchas referencia sobrenaturales con las que se la asocia, no es ni dogmática ni indiscutible. Para quienes la acepten o practiquen es bueno recordar que nada hay tan automático que deba ser entendido como infalible en lo que a tema religioso se refiere.

El escapulario del carmen puede ser una práctica, pero la salvación reclama la fe, las buenas obras y sobre todo la fidelidad a la gracia divina.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa