MARIA (AT)

tip, BIOG PROF MUJE MUAT

ver, MARíA (NT)

vet, (gr. del NT: «Marí­a» o «Mariam», derivado del heb. «Miryam»; en lat. «Maria»). (a) MARíA, HERMANA DE MOISES Y AARí“N. Es probable que fuera ella la que vigiló el arca que contení­a el pequeño Moisés (Ex. 2:4-8). Se puso a la cabeza de las mujeres que celebraron el paso del mar Rojo, danzando al son de los panderos. Marí­a cantaba: «Cantad a Jehová, porque en extremo se ha engrandecido; ha echado en el mar al caballo y al jinete» (Ex. 15:20, 21). Marí­a fue profetisa, y Dios le habí­a dado un lugar tras sus hermanos, encargados de conducir al pueblo de Israel (Mi. 6:4; Ex. 4:15, 29, 30). Alegando el matrimonio de Moisés con una mujer etí­ope, Miriam incitó a Aarón a rebelarse en contra de él. Entonces quedó atacada por la lepra, en castigo a su resistencia a la voluntad divina. Moisés intercedió por su hermana; Dios la sanó, pero el pueblo se vio retrasado en su marcha hasta que ella volvió a entrar en el campamento (Nm. 12:1-16; Dt. 24:9). Marí­a murió y fue sepultada en Cades (Nm. 20:1). (b) Marí­a, cuyo padre fue Esdras (1 Cr. 4:17), no el escriba de la época postexí­lica. (c) MARíA, la madre del Señor Jesús. Los únicos datos auténticos nos provienen de las Sagradas Escrituras. Seis meses después de la concepción de Juan el Bautista, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una virgen llamada Marí­a. Ella viví­a en Nazaret, una población de Galilea, y estaba prometida con un carpintero, José (Lc. 1:26, 27). Los textos afirman que José descendí­a de David. No lo dicen de manera explí­cita de Marí­a, pero hay numerosos comentaristas que creen que era de ascendencia daví­dica. En efecto, le fue anunciado que su hijo recibirí­a el trono «de David su padre» (Lc. 1:32). Además, en varios pasajes (Ro. 1:3, 2 Ti. 2:8; y cfr. Hch. 2:30) se afirma que El es, según la carne, del linaje de David. Por otra parte, hay una gran cantidad de exegetas que opinan que en Lc. 3:23-28 se da la genealogí­a de Cristo a través de su madre, en cuyo caso el padre de Marí­a serí­a Elí­. Sea como fuere, el ángel anunció a Marí­a que ella era objeto del favor divino, que tendrí­a un hijo al que llamarí­a Jesús. Siguió afirmando que serí­a grande y que serí­a llamado Hijo del Altí­simo, y que el Señor Dios le darí­a el trono de David su padre. Reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su reino no tendrá fin (cfr. Lc. 1:32, 33). Marí­a preguntó cómo podrí­a ser tal cosa, por cuanto ella era virgen. El ángel le respondió que ella concebirí­a por el poder del Espí­ritu Santo. «Por lo cual también el Santo que nacerá, será llamado Hijo de Dios» (Lc. 1:35). Estas palabras revelaron a Marí­a que ella habí­a sido elegida para ser la madre del Mesí­as; aceptó con fe y humildad el honor que Dios le conferí­a de una manera tan misteriosa. El ángel le informó que Elisabet, su prima, iba a tener también un hijo. Marí­a se fue entonces a la población en los montes de Judá donde viví­an Zacarí­as y Elisabet. A su llegada Elisabet, instruida acerca del honor hecho a Marí­a, pronunció, por inspiración del Espí­ritu Santo, un cántico de alabanza. Y Marí­a glorificó a Dios con un himno que comenzaba: «Engrandece mi alma al Señor» (Lc. 1:46-55). El tí­tulo de «Magnificat», dado a este cántico, es la primera palabra en su versión latina. Estos cánticos de Elisabet y de Marí­a revelan la profunda piedad y el templado gozo de estas santas mujeres, al meditar acerca del poder y de la gracia de Dios que, mediante los hijos de ellas, cumplirí­an las antiguas promesas hechas a Israel y traerí­an la salvación al mundo. Marí­a se quedó tres meses en casa de Elisabet y bajo su protección; no volvió a Nazaret hasta poco antes del nacimiento de Juan. José, que se proponí­a repudiar a Marí­a en secreto, supo, mediante una visión, la causa de su embarazo (Mt. 1:18-21); recibió la orden de tomar a su mujer con él y de dar al niño el nombre de Jesús: «Porque el salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). José se acordó de la profecí­a de Isaí­as: el Mesí­as debí­a nacer de una virgen. Obedeció entonces la orden de Dios, y tomó a su mujer consigo, «pero no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito; y le puso por nombre JESÚS» (Mt. 1:24, 25). Este matrimonio protegió a Marí­a y salvaguardó su secreto. El niño tuvo a José como padre legal, y vino así­ a ser también el heredero de David. El nacimiento del niño tuvo lugar en Belén. El emperador Augusto habí­a ordenado que se efectuara un censo de todo el Imperio, por lo que se tení­an que registrar todos los habitantes de Palestina. José tuvo que dirigirse hacia Belén, porque descendí­a de David, y Marí­a lo acompañó. No encontrando lugar en el mesón, se vieron obligados a alojarse en un establo, posiblemente exento de animales a fin de poder dar cabida a la gente que acudí­a. Allí­ nació Jesús. Su madre «lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre» (Lc. 2:7). Marí­a, llena de maravilla y de fe, oyó a los pastores hablar de su visión nocturna, de la proclamación de los ángeles, anunciando el nacimiento del Salvador. Ella no sabí­a que su hijo era el mismo Dios manifestado en carne; discerní­a solamente que serí­a el Mesí­as, y esperó a que Dios revelara la misión de su hijo. Cuarenta dí­as después de su nacimiento, Marí­a y José se dirigieron a Jerusalén, para presentar el niño al Señor y para ofrecer en el Templo el sacrificio demandado por la Ley (Lv. 12:2, 6, 8). Marí­a ofreció el sacrificio de los pobres (un par de palominos o dos tórtolas). El anciano Simeón tomó al niño en sus brazos, alabando al Señor que le habí­a permitido ver al Mesí­as, y después anunció los futuros sufrimientos de Marí­a (Lc. 2:35). José y Marí­a volvieron, acto seguido, a Belén (Mt. 2:11). Fue ya en una casa que recibieron a los magos de Oriente, venidos a adorar a Jesús (Mt. 2:1-11). La familia entera, por instrucciones de Dios, se refugió en Egipto para escapar a las intenciones asesinas de Herodes el Grande, y después, a la muerte de este último, se dirigieron a Nazaret. Marí­a se dedicó a la educación del niño, cuya misión futura debí­a estar constantemente en su mente. El episodio de Jesús en el Templo a sus doce años desvela algo del carácter de su madre. Ella iba cada año a Jerusalén, como José, para la fiesta de la Pascua (Lc. 2:41), aunque la Ley no lo demandaba a las mujeres judí­as (Ex. 23:17). José y Marí­a, personas piadosas, llevaron a Jesús a Jerusalén a partir de que tuvo la edad, para que también El participara de la Pascua. Su conversación con los doctores de la Ley, en el Templo, dejó aturdidos a sus padres. «Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc. 2:51). Marí­a no comprendí­a toda la magnitud de la grandeza de su Hijo, ni la verdadera naturaleza de su misión (Lc. 2:50), pero lo crió, de todas maneras, con vistas al servicio de Dios. Por cuanto los «hermanos del Señor» (véase HERMANOS DE JESÚS) eran evidentemente hijos de José y Marí­a nacidos después de Jesús, Marí­a tuvo una numerosa familia. Se mencionan también hermanas (Mr. 6:3). Sin embargo, no se vuelve a saber nada de Marí­a hasta el inicio del ministerio público de Jesús. La volvemos a encontrar en las bodas de Caná (Jn. 2:1-10), contempla con gozo cómo Jesús se manifiesta como Mesí­as, y cree en su misión. Cristo, sin embargo, se opone, con respeto, pero también con firmeza, a la inoportuna intervención de su madre (para el sentido de la respuesta en el v. 4, cfr. Mr. 5:7). Ella tiene que comprender que no puede inmiscuirse en su ministerio. Como hijo, le testimonia su deferencia; como Mesí­as y Salvador, la pone en la categorí­a de los discí­pulos, por cuanto también Marí­a tiene necesidad, como todos los demás, de la salvación que Cristo ofrece. En otra circunstancia, Jesús hará a Marí­a otra observación análoga (Mt. 12:46-50; Mr. 3:31-35; Lc. 8:19-21). Mientras que el Maestro enseñaba mediante parábolas, la madre y sus hermanos le querí­an hablar. Es posible que quisieran aconsejarle a que desistiera de su peligroso curso. El les repitió que el lazo espiritual que le uní­a a los discí­pulos tení­a más valor que toda relación humana. «Porque todo aquel que hace la voluntad de mi padre que está en los cielos, éste es mi hermano, y hermana, y madre» (Mt. 12:50). Parece que Marí­a y los hermanos de Jesús siguieron viviendo en Nazaret durante el ministerio del Señor. Debido a que José no es mencionado, se supone que habí­a muerto ya. Al revés de los hermanos de Jesús, Marí­a nunca dejó de creer que su hijo era el Mesí­as. Es por esto que lo siguió en su último viaje a Jerusalén. Sufriendo a la vez como madre y como discí­pula, contempló el horrible espectáculo de la crucifixión. Jesús, en medio de sus sufrimientos, se dirigió a ella, y la confió a Juan, su querido discí­pulo. «Y desde aquella hora el discí­pulo la recibió en su casa» (Jn. 19:25- 27). Después de la Ascensión, estuvo con los apóstoles en el aposento alto (Hch. 1:14); a partir de ello, no se la menciona más en las Escrituras. No conocemos ni la fecha ni las circunstancias de su muerte. En el valle de Cedrón se muestra lo que se afirma ser su tumba, pero no hay base alguna para aceptar su autenticidad. Las tardí­as leyendas acerca de Marí­a no contienen ningún relato digno de ser creí­do. En las Escrituras es presentada simplemente como una magní­fica figura de mujer devota y piadosa. Ocupa un lugar único, como madre del Mesí­as, y la llamarán «bienaventurada todas las generaciones» (Lc. 1:48). Pero es evidente que no puede ser llamada «Inmaculada Concepción», por cuanto ella misma reconoce a Dios como «su Salvador», y se ve que en su propio espí­ritu estaba sujeta a la ignorancia y a la incomprensión (Lc. 1:47; 2:50; Mr. 3:21). Tampoco permaneció virgen perpetuamente, por cuanto vino a ser verdaderamente la mujer de José (Mt. 1:25). Sobre este versí­culo afirma Lacueva: «El pretérito imperfecto (del verbo gr. «conocer») señala, aquí­, con toda precisión el lapso de tiempo durante el cual José no tení­a trato marital con ella» (F. Lacueva: «Nuevo Testamento interlineal griego-español», Clí­e, 1984, loc. cit., nota). Por lo general, las versiones católicas «suavizan» la traducción de Mt. 1:25 para que no salte a la vista la evidente implicación de su texto. La correcta traducción dice: «Pero no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito.» Tampoco es cierto lo que tan comúnmente se afirma que estaba «llena de gracia» (véase GRACIA). Lo que el texto gr. dice es: «agraciada» o «recibida en gracia» (Lc. 1:28). Se trata de la actitud de Dios hacia ella, de que habí­a sido favorecida (Lc. 1:28). El ángel añade, además: «has hallado gracia delante de Dios» (Lc. 1:30). Así­, es un error pretender que Marí­a sea «la mediadora de todas las gracias», como lo afirma la Iglesia de Roma, o que en Pentecostés fuera ella quien recibiera el Espí­ritu Santo y lo distribuyera a los discí­pulos. Jesús es el único Mediador, y su sacerdocio intransmisible nos es plenamente suficiente (1 Ti. 2:5; He. 9:24-25). Marí­a no es ciertamente «la Madre de Dios», por cuanto ella fue madre de El en tanto que hombre: ninguna criatura humana puede ser madre del Verbo Eterno. Alguien ha dicho con acierto: «Marí­a fue la madre de Aquel que es Dios, pero no la madre de Dios.» Los textos anteriormente citados muestran que el Señor siempre veló para que ni la misma Marí­a, ni los hombres, dieran a su madre un lugar por encima de los demás, ni una parte de su ministerio. Finalmente, el «dogma de la Asunción de Marí­a», promulgado en 1950, no tiene ninguna base bí­blica. Según esta doctrina, habiendo muerto en el año 54 d.C., habrí­a resucitado en el acto, y habrí­a sido llevada al cielo en su cuerpo glorificado. Sin embargo, Pablo indica claramente el orden de las resurrecciones: «Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo (lo cual debe incluir a Marí­a) en su venida» (1 Co. 15:23). (d) MARíA, la mujer de Cleofas (Jn. 19:25). El término «mujer» no se halla en el texto gr., según la costumbre. Cleofas recibe el nombre de Alfeo (Mt. 10:3; Mr. 3:18; Lc. 6:15), siendo los dos nombres variaciones del mismo nombre arameo original. Cleofas y Marí­a son así­ el padre y la madre del apóstol Santiago el Menor, y de José, su hermano (Mt. 27:56; Mr. 15:40; Lc. 24:10). Los que pretenden que los «hermanos» del Señor eran sus primos por parte materna alegan que esta Marí­a era hermana de Marí­a la madre de Jesús, y que Jn. 19:25 no menciona a tres mujeres junto a la cruz de Jesús. Aparte de lo inverosí­mil que dos hermanas tuvieran el mismo nombre, hay otros argumentos para refutar la teorí­a de los «primos» (véase HERMANOS DE Jesús). Se admite que en tal caso Juan está hablando de cuatro mujeres asistiendo a la crucifixión, y que una de ellas era precisamente Marí­a la mujer de Cleofas. De ella personalmente se sabe poca cosa más, excepto que vio cómo colocaban al Señor en el sepulcro (Mt. 27:61); el tercer dí­a, ella era una de las que llevaban especies aromáticas y a las que se apareció el Señor resucitado (Mt. 28:1; Mr. 15:47; 16:1; Lc. 24:10). (Véanse ALFEO, SANTIAGO.) (e) MARíA MAGDALENA «Magdalena» indica su lugar de origen (Mt.27:56, 61; 28:1; Mr.15:40, 47; 16:1, 9; Lc.8:2; 24:10; Jn.19:25; 20:1, 18), Magdala, sobre la costa suroccidental del mar de Galilea. Jesús la liberó de siete demonios (Mr. 16:9; Lc. 8:2); tomó desde entonces su lugar entre los discí­pulos más devotos. La primera mención de esta Marí­a (Lc. 8:2) sigue poco después del relato de la unción de los pies del Señor por una pecadora en una ciudad de Galilea (Lc. 7:36-50). Esta es la razón de que se haya creí­do que estos dos pasajes se refieren a la misma persona, lo que es muy improbable. Esta suposición ha hecho pasar a Marí­a Magdalena por una mujer de mala vida. Así­ su buen nombre ha sufrido, a pesar de que no se pueda justificar la conexión arbitraria entre ambos pasajes. No sabemos qué forma tení­a la terrible posesión de la que habí­a sido liberada. Al principio del ministerio de Jesús en Galilea empezó a acompañar a los doce y a las mujeres que ayudaban al Señor y a los discí­pulos con su dinero (Lc. 8:1- 3). Estuvo ante la cruz (Mt. 27:56; Mr. 15:40; Jn. 19:25) y estuvo sentada ante el sepulcro cuando fue depositado en él el cuerpo de Jesús (Mt. 27:61). Al amanecer el tercer dí­a, llegó allí­ acompañada de «la otra Marí­a». Al ver que la piedra habí­a sido quitada de delante de la entrada del sepulcro, corrió a Jerusalén a advertir a Pedro y a Juan de ello (Jn. 20:1, 2). Marí­a Magdalena siguió a los apóstoles, volvió al huerto, y se quedó después de que se hubieran ido. Es a ella que el Jesús resucitado apareció en primer lugar (Mr. 16:9; Jn. 20:11-17); se apresuró a hacer saber esto a los discí­pulos (Jn. 20:18). No se conoce nada más acerca de ella. (f) MARíA DE BETANIA Marí­a de Betania viví­a con Marta, su hermana (Lc. 10:38) en el pueblo de Betania (Jn. 11:1; 12:1). La cumbre del monte de los Olivos se halla a alrededor de 1,5 Km. de este lugar. La primera vez que se menciona una visita del Señor a esta familia (Lc. 10:38-42), Marí­a parecí­a ávida de escucharlo. Marta se quejó a Jesús de que su hermana descuidaba el servicio, y el Señor le respondió: «Sólo una cosa es necesaria; y Marí­a ha escogido la buena parte, la cual no le será quitada» (Lc 10:42). El cap. 11 de Juan relata la resurrección de Lázaro, el hermano de Marí­a. Cuando Jesús llegó cerca de Betania, cuatro dí­as después de la muerte de Lázaro, «Marí­a se quedó en casa» (Jn. 11:20). Marta le dio el mensaje de que Jesús querí­a verla (Jn. 11:28). Al verlo, Marí­a clamó: «Señor, si hubieses estado aquí­, no habrí­a muerto mi hermano.» El dolor de las hermanas conmovió profundamente al Salvador, que obró en favor de ellas uno de los más grandes milagros que registran los Evangelios. Más tarde, Jesús acudió a Betania, seis dí­as antes de su última Pascua (Jn. 12: 1). En casa de Simón el leproso le ofrecieron una cena (Mr. 14:3). Durante la comida, Marí­a trajo un vaso de alabastro lleno de nardo puro y, quebrando el vaso, derramó este caro perfume sobre la cabeza de Jesús (Mr. 14:3) y sobre sus pies, que acto seguido enjuagó con sus cabellos (Jn. 12:3). Este fue un gesto de adoración, de gratitud, de testimonio dado a la grandeza de Cristo. Judas y algunos de los discí­pulos reprocharon este gesto, calificándolo de desperdicio, pero Jesús declaró: «De cierto os digo que dondequiera que se predique este evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que ésta ha hecho, para memoria de ella» (Mt. 26:6-13; Mr. 14:3-9). El Señor vio en esta unción, de la que la misma Marí­a indudablemente no acaba de comprender todo su verdadero sentido, el sello de su próximo sacrificio (Jn. 12:7, 8). (g) MARíA (Madre de Juan-Marcos) Los discí­pulos se reunieron en casa de esta dama cristiana para orar por la liberación de Pedro, encarcelado por Herodes Agripa. El apóstol, liberado por un ángel, se dirigió de inmediato a casa de ella (Hch. 12:12). El hijo de esta Marí­a fue el autor del segundo Evangelio (véase MARCOS). Debí­a ser de buena posición, y es de suponer que su casa era uno de los principales lugares de reunión de los cristianos de Jerusalén. Según Col. 4:10, Marcos era sobrino de Bernabé. Se desconoce si este parentesco era paterno o materno. También se desconoce quién era el marido de esta Marí­a. (h) MARíA DE ROMA Cristiana a la que manda saludos el apóstol Pablo al escribir a los creyentes en Roma (Ro. 16:6). Habí­a luchado por la causa de Cristo en Roma. Este es el único pasaje donde se la menciona. Bibliografí­a: Edersheim, E.: «The Life and Times of Jesus the Messiah» (Eerdmans, Grand Rapids, 1971, pub. original 1866); Lacueva, F.: «Catolicismo Romano», Parte Segunda: «Doctrinas sobre la Virgen Marí­a» (Clí­e, Terrassa, 1972); Schlink, B.: «Marí­a: el camino de la madre del Señor» (Clí­e, Terrassa, 1978); Sweet, L. M.: «Mary», en ISBE (Wm. Eerdmans, Grand Rapids, 1946).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado