LIBERTAD RELIGIOSA

DicEc
 
La declaración del Vaticano II sobre la libertad religiosa, Dignitatis humanae (DH), tuvo una historia tortuosa: se estuvo trabajando en ella durante dos años; fue objeto de tres debates en el aula; se hicieron cinco versiones del texto, con más de dos mil enmiendas propuestas por los miembros del concilio. No es nada sorprendente si se tienen en cuenta los planteamientos radicalmente enfrentados mantenidos, en ocasiones de manera apasionada, por los miembros del concilio.

La visión conservadora, aunque con muchos matices y variantes, puede resumirse en cuatro enunciados: dado que sólo hay una Iglesia verdadera, sólo esta tiene derecho a la libertad religiosa; todos los demás organismos religiosos están en el error y no tienen derechos; si los católicos son la mayorí­a, deben oponerse a la libertad pública y externa de los que están en el error; si la Iglesia está en minorí­a, debe buscar la libertad religiosa.

Aunque santo Tomás nunca dijo que un infiel tuviera derecho a la práctica religiosa, condenó el uso de la fuerza con los que nunca habí­an sido cristianos y admitió que la tolerancia religiosa podí­a ser legí­tima. En tiempos de la Reforma habí­a poca tolerancia sobre la base del principio Cuius regio eius religio; sólo se admití­a una religión, la del gobernante, con exclusión de todas las demás. El indiferentismo religioso predominante durante la Ilustración llevó a reclamar igual libertad religiosa para todas las religiones. Así­ por ejemplo, la Declaración de derechos de 1776 hizo general la libertad religiosa en Estados Unidos. La Iglesia católica del siglo XIX era demasiado consciente de ser la única Iglesia verdadera como para atisbar principios más amplios.

Antes de que el tema fuera debatido en el Vaticano II, Juan XXIII afirmó el derecho a la libertad religiosa sobre la base de la dignidad de la persona humana: «Entre los derechos del hombre débese enumerar también el de poder venerar a Dios, según la recta norma de su conciencia, y profesar la religión en privado y en público».

Los argumentos de la minorí­a conciliar contra el documento propuesto pueden resumirse, en lí­neas generales, del siguiente modo: el borrador favorecí­a el indiferentismo religioso y doctrinal; se oponí­a a la doctrina católica, en particular la enseñanza papal durante el siglo XIX; ignoraba el «principio» de que los errores no tienen derechos; pasaba del ámbito subjetivo de la conciencia al ámbito objetivo del derecho.

Cuando por fin se promulgó la Declaración sobre la libertad religiosa (DH), llevaba un subtí­tulo significativo: Sobre el derecho de la persona y de las comunidades a la libertad social y civil en materia religiosa. En ella se refleja todo el pensamiento de J. C. >Murray, uno de sus principales autores.

La declaración establece el principio de la libertad como un derecho humano básico: «La persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, por parte tanto de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los lí­mites debidos» (DH 2).

El resto de la declaración expone las consecuencias y fundamentación de estos derechos: las personas tienen la obligación de buscar la verdad (DH 2), de seguir su conciencia (DH 3); «se injuria a la persona humana y al mismo orden que Dios ha establecido para el hombre si se niega a este el libre ejercicio de la religión en la sociedad, siempre que se respete el justo orden público» (DH 3), dado que los actos religiosos trascienden el orden terreno; este derecho es propio también de las comunidades (DH 4), así­ como de la familia, que tiene además derecho a elegir la educación religiosa de sus hijos (DH 5). Se señalan las consecuencias para el derecho civil: «Pertenece esencialmente a la obligación de todo poder civil proteger y promover los derechos inviolables del hombre» (DH 6); los derechos han de considerarse dentro del contexto más amplio de los derechos de los otros y del bien común, de cuya salvaguardia debe ocuparse el Estado (DH 7-8).

La segunda parte de la declaración está dedicada a la fundamentación en la revelación y en el magisterio de la doctrina del concilio sobre el derecho humano expuesto: se basa en la libertad del mismo acto de fe (DH 10); a Dios hay que servirlo en libertad, no por la fuerza (DH 11 ); aunque se han cometido aberraciones en el pasado, «no obstante siempre se mantuvo la doctrina de la Iglesia de que nadie debe ser forzado a abrazar la fe» (DH 12). La Iglesia reclama libertad para sí­ como autoridad espiritual establecida por Cristo, el Señor, que tiene obligación, por mandato divino, de predicar a toda la creación (DH 13). La Iglesia reivindica el derecho a propagar la doctrina que ha recibido de Cristo, «excluidos los medios contrarios al espí­ritu evangélico» (DH 14); «deben, pues, tenerse en cuenta tanto los deberes para con Cristo, Verbo vivificante, que hay que predicar, como los derechos de la persona humana y la medida de la gracia que Dios, por Cristo, ha concedido al hombre, que es invitado a recibir y profesar voluntariamente la fe» (DH 14). Por último el concilio da la bienvenida al reconocimiento de la libertad religiosa en los sistemas legales y en los documentos internacionales; señala la ausencia de libertad religiosa en algunos regí­menes; pide adecuada protección legal para la libertad religiosa en todas partes (DH 15).

Durante los años posteriores al Vaticano II se asistió a una intensa labor de estudio sobre la libertad y los problemas asociados a ella: exposiciones de la doctrina conciliar sobre la libertad religiosa; denuncia de los problemas planteados especialmente bajo los regí­menes marxistas; planteamiento de cuestiones más amplias de derechos humanos, incluyendo la Declaración sobre la eliminación de todas las formas de intolerancia y discriminación basadas en la religión o las creencias, publicada por las Naciones Unidas en 1981, así­ como la Declaración universal de los derechos humanos (1948). Se indagó además en cuestiones más internas: la relación de la doctrina conciliar con la tradición anterior; los derechos de la Iglesia; la libertad religiosa y la polí­tica; la libertad en la Iglesia; más recientemente, los derechos de las mujeres (>Feminismo e Iglesia); la posible relevancia de la doctrina del concilio en relación con la cuestión del >disenso dentro de la Iglesia.

Los derechos fundamentales de la libertad religiosa y humana aparecen reiterados en el Código de Derecho canónico (CIC 215; 218-219; 226 § 2; 227; 748) y el nuevo Catecismo (nn nn 450; 1907; 2211; 2245). La doctrina de la Iglesia sobre la libertad religiosa es uno de los ejemplos más claros de verdadero desarrollo doctrinal, si no de una auténtica revolución copernicana. La libertad religiosa es un tema importante en el diálogo ecuménico.

 

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

Por l.r. se entiende el derecho del hombre, como -> persona, a optar por la -> religión o contra la religión (libertad de creencia, de confesión), a manifestar libremente sus convicciones religiosas o arreligiosas y a proclamarlas públicamente mediante el culto, la propaganda, las iniciativas educacionales y cosas semejantes. La l.r. es por tanto un -> derecho que corresponde no sólo a los individuos, sino también a los grupos religiosos en cuanto tales. El derecho a la l.r., que se hace valer sobre todo frente al Estado, representa un «derecho fundamental» (anterior a la ley positiva) de la persona, el cual se deriva de su libertad y racionalidad. El derecho a la l.r. se ha incorporado desde los siglos xviii-xix a casi todas las constituciones polí­ticas de la actualidad, y también lo ha proclamado el artí­culo 18 de la «Declaración universal de los derechos del hombre» hecha por las Naciones Unidas. Si bien la l.r. primariamente es asunto del derecho civil y representa una problemática propia de la filosofí­a de la religión, sin embargo, también se puede y se debe examinar teológicamente. Lo cual serí­a tarea de una teologí­a de la l.r. o de la -> tolerancia, que con los métodos teológicos usuales podrí­a demostrar con necesidad intrí­nseca cómo el -> acto religioso es una acción que ha de realizar libremente el hombre adulto, y al mismo tiempo pondrí­a de manifiesto las implicaciones sociales y polí­ticas de este dato fundamental.

1. Históricamente, la l.r. es el resultado de enconados enfrentamientos entre las confesiones cristianas (Leder), como también entre las Iglesias cristianas y la ilustración, que se emancipaba de su tutela y actuaba como factor de secularización. «La l.r., que hoy resulta tan natural incluso a los cristianos, no debe su implantación a las Iglesias, ni a los teólogos, ni tampoco al derecho natural cristiano, sino al Estado moderno, a los juristas y al derecho civil racional» (BÖKKENFÖRDE: StdZ 201s). En 1864 el Syllabus de Pí­o IX (n.° 77s), como anteriormente la encí­clica Mirari vos de Gregorio xvi (1832), habí­a condenado la l.r. juntamente con la libertad de conciencia y otras cosas que hoy dí­a se tienen por evidentes, porque se relacionaba sobre todo con la l.r. el peligro de -> indiferentismo, de -> naturalismo y de -> liberalismo (cf. Aubert). Todaví­a según la exposición del derecho canónico de A. Ottaviani, el reconocimiento de la l.r. cae dentro del novissimus liberalismus catholicus. El término «liberalismo» aparece hasta hoy en el sector católico casi siempre en el sentido negativo de indiferentismo, y no carece de ironí­a el que Ottaviani incluyera bajo este calificativo también a J. Maritain. La paritas cultuum favorece asimismo, según Ottaviani, el indiferentismo y consiguientemente el ateí­smo. En 1953 Pí­o xii, en su llamada «Alocución sobre la tolerancia» (BöcKENFÖRDE: StdZ 203, cf. también 205), rechazó la l.r., partiendo de la primací­a de la verdad sobre la libertad y reproduciendo la opinión tradicional según la cual sólo la verdad y no el error tiene derechos.

Las fuertes discusiones durante el concilio Vaticano II (cf. P. PAYAN: LThK Vat II 704-711) dejan entrever todaví­a las viejas opiniones que hemos mencionado, y precisamente sobre este trasfondo hay que destacar con respeto el hecho de que la declaración Dignitatis humanae, la cual lleva el tí­tulo muy pensado De iure personae et communitatum ad libertatem socialem et civilem in re religiosa, fuese aprobada con bastante unanimidad el 7-12-1965, hacia el final del cuarto perí­odo de sesiones.

Histórica y sistemáticamente la l.r., como la -> libertad en general, se funda en la antropologí­a, la soteriologí­a y la escatologí­a bí­blicas, y en la valoración fundamentalmente positiva de cada individuo en cuanto tal inherente a las mismas. Fue necesario, sin embargo, un proceso histórico y social, del que aquí­ no podemos ocuparnos, para que de las convicciones religiosas y teológicas fundamentales sobre la dignidad del individuo, la -> conciencia, la libertad, la igualdad ante Dios, el -> amor (especialmente el amor a los enemigos), etc., surgiera una persuasión refleja sobre el alcance de los derechos del individuo y de los grupos religiosos extraeclesiásticos, y con ello el reconocimiento de la obligatoriedad de la l.r. desde el punto de vista del derecho polí­tico y, finalmente, también en su perspectiva teológica.

2. Aquí­ debemos ocuparnos especialmente de la oposición misma que, como consecuencia de la reciente evolución doctrinal, ha hallado su expresión en el documento Dignitatis humane. Para la doctrina tradicional, el problema capital consistí­a en que la revelación de Dios habí­a aparecido en la historia autoritativamente y, por medio de la Iglesia como instrumento delegado, debí­a exigir la obediencia de cada hombre y, por consiguiente, no se podí­a admitir que la aceptación o el repudio de la religión quedase al arbitrio subjetivo del individuo. Esta forma de argumentar olvidaba que la -> revelación no es tan evidente ni asequible como el teorema de Pitágoras y, por otra parte, entrega al hombre a su libertad, y con ello precisamente supone, hace posible y espera la decisión libre frente a una exigencia tan fundamental como es la religión.

La declaración conciliar accede en cierto modo a los puntos de vista tradicionales en cuanto que insiste en el deber de cada hombre de buscar la verdadera religión o, en el fondo, la verdad en general (n° 1, 2 y 3). Con ello queda abierto el camino – sin perjuicio de la llamada «intolerancia dogmática» (Pribilla) – para el reconocimiento de la tolerancia «civil», es decir, de la tolerancia sociopolí­tica. En consecuencia la l.r. se entiende formalmente como «libertad de coacción en la sociedad civil» (nº. 1). Bajo esta intención de dar una definición clara, pero no muy precisa conceptualmente, late – como en el texto de la declaración en general – el problema de tener que proclamar la l.r. de tal forma que la doctrina del concilio pueda aplicarse a Estados de una postura tan diferente con respecto a la religión como son, por ejemplo, la Unión Soviética y España (cf. n° 6).

Pese a la notable retórica diplomática del documento, hay que preguntarse si realmente se dio con el lenguaje que se deseaba, puesto que ni el concepto de religión ni el de -> sociedad se emplean en un sentido que se pueda tener por suficientemente claro e inequí­voco. Además, las consideraciones jurí­dicas y socio-filosóficas de la primera parte (n° 2-8) se desarrollan en un plano en el que, si resultan sensatas y elocuentes en razón del mensaje, no lo son en razón de su argumentación. Términos como palabra de Dios, revelación y ley divina tienen autoridad y fuerza de motivación dentro de la Iglesia, pero no para los «otros». Estas dificultades conciernen en primera lí­nea a la problemática metodológica que sirve de fundamento a la l.r. Mas para la instrucción pastoral de los católicos tales exposiciones no se prestan al menor equí­voco. Esto vale de modo particular en lo referente a la insistencia en la «naturaleza social» (n° 3 y 4), pues con esa terminologí­a (que recuerda el derecho natural tradicional, aunque parece presentarlo con un sentido más bien fenomenológico y pragmático) se fundamenta y refuerza el derecho a la l.r. tanto para cada individuo, como para las «comunidades» religiosas, expresión que incluye a las religiones no cristianas igual que a las confesiones cristianas y las órdenes y congregaciones católicas.

Forma parte de la l.r. el que en la propagación de la fe cristiana se evite incluso la apariencia «de coacción o de persuasión inhonesta o menos recta, sobre todo cuando se trata de personas rudas o necesitadas»(n.° 4). La frase constituye una graví­sima amonestación, que somete todo empeño propagandí­stico religioso a los criterios de libertad y veracidad. La declaración menciona en particular el derecho a la organización interna de los grupos religiosos, a la elección de sus propios ministros, a la adquisición de bienes, al culto público, a la actividad pedagógica, cultural y caritativa, etc. (n° 4); así­ como el derecho de los padres «a determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos de acuerdo con sus propias convicciones religiosas» (n° 5). Ciertos privilegios de una determinada religión, basados en la especial situación (histórico-cultural) de un pueblo, quedan intactos con tal que se reconozca y deje a salvo el derecho de l.r. de todos los ciudadanos y comunidades religiosas, es decir, de las minorí­as (n.° 6). Se reprueba cualquier coacción e impedimento contra las prácticas religiosas por parte de los poderes públicos (n° 6), aunque también se pone en guardia contra los abusos que pueden producirse so pretexto de l.r. (n° 7). En el caso de verse amenazada la «honesta paz pública» corresponde a los poderes públicos intervenir por razón del bien común (n.° 7). Las declaraciones del n° 7 parecen abstractas y peligrosas, pues dejan amplio margen al arbitrio del Estado (cf. Payan 729). Tampoco está muy claro lo que se entiende por iustus ordo publicus (n.° 2 y 3, y otras alusiones frecuentes), del que se dice que no debe ser puesto en peligro por la práctica de la l.r. (cf. -> Iglesia y Estado, -> Iglesia y mundo).

La segunda parte del documento (n° 9-15) ofrece consideraciones de indole teológica. En conexión con la referencia al creciente interés de los tiempos modernos por la subjetividad en general (cf. n° 1), merece tomarse en consideración la idea enunciada en el n.0 9, donde se dice que la l.r. sólo está contenida implí­citamente en la Sagrada Escritura y que sus exigencias sólo las ha ido conociendo la razón humana con la «experiencia de los siglos»; pues esa idea demuestra que el concilio se hizo cargo de las dificultades de una prueba de Escritura y tradición. Y aquí­ se acepta también el principio de la -> historia e historicidad, o del desarrollo doctrinal de la Iglesia (cf. evolución de los dogmas). El documento dice que Dios solicita la libre decisión de la conciencia, que Jesús rechazó la coacción – ya con milagros, ya
por el poder polí­tico – y tuvo consideración con los débiles (n° 11). En conformidad con esto, la propaganda religiosa dirigida a los no cristianos se designa con la metáfora de la «invitación» (nº. 14). Se pone así­ de manifiesto que al insistir sobre el derecho a la l.r., la teorí­a y la práctica de la -> misión eclesiástica se pueden interpretar más acertadamente de lo que era posible en un tiempo en que se rechazaba la l. religiosa.

Especialmente hay que resaltar la observación autocrí­tica formulada en el n° 12: en la peregrinación del pueblo de Dios a través de la historia «se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espí­ritu evangélico, e incluso contrario a él». Sin duda hemos de felicitarnos por esta frase, que, sin embargo, resulta demasiado pálida si se tienen en cuenta los hechos históricos.

Acerca de la argumentación de la parte teológica se ha hecho notar con razón que no es concluyente el paso de la libertad del acto sujetivo de fe a la l.r. en el sentido de las constituciones modernas (cf. Payan 937).

3. Así­, pues, se puede decir que la declaración conciliar sobre la l.r. ha introducido en la conciencia eclesiástica católica una convicción de suma importancia (cf. ya anteriormente Pacem in terris, n.° 14). La Iglesia ya no reclama la l.r. únicamente para sí­, sino que la reclama para todos, como uno de los derechos del -> hombre (n° 6); y de esta manera mira a una sociedad general basada en estructuras de verdadera libertad, justicia y solidaridad. Únicamente en una sociedad así­ es posible en forma digna la lucha sincera por la verdad (religiosa); y sólo en ella el acto religioso (lo mismo que el repudio de cualquier religión) puede alcanzar por fin su verdadera realización como «asunto privado», libre y responsable (existencial) de cada uno. Sin embargo, el concilio mira también a los grupos religiosos en cuanto tales y reconoce sus derechos y deberes tanto en el plano polí­tico como en el especí­ficamente religioso. Visto así­, el documento sobre la l.r. forma una unidad juntamente con los relativos a las -> religiones no cristianas y a las misiones y con las constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes. En esta unidad como base jurí­dica ofrece el marco y la oportunidad para un futuro en el que la humanidad buscando la verdad absoluta (religiosa) y la justicia social, pueda existiren paz y libre de toda opresión. Pero esa posibilidad está amenazada precisamente por lo que la Dignitatis humanae presupone y defiende: la libertad en general.

Queda por añadir que el peso de los enunciados del concilio sobre el tema de la l.r. depende del grado en que la Iglesia misma pase a ser patria de la l.r., es decir, de la medida en que la Iglesia sea verdaderamente una «zona de libertad» en sentido teológico-dogmático, espiritual, cultural y psicológico, sin que en ella se sacrifique la libertad de la verdad a su letra. Como la Iglesia da por supuestos los «derechos inviolables del hombre» (n.° 6), no podrá menos de hacer que la vigencia de tales derechos previos a la ley positiva («divinos» según el lenguaje teológico) se imponga también dentro de sus propios muros y que, por consiguiente, ellos queden incorporados de manera adecuada a su propio derecho interno como una fuerza protectora. Si sucediera que, en esta Iglesia concreta (cuya interpretación teológica fue expuesta en forma tan sugestiva y prometedora en Lumen gentium), no pudieran estar libres de temores, recelos y cortapisas todos y cada uno de sus miembros, y éstos no pudieran verse protegidos contra los peligros de los «falsos hermanos» (2 Cor 11, 26), entonces la Iglesia se harí­a sospechosa como defensora de los derechos sociales y civiles.

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Heinz Robert Schlette

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica