A través de la Biblia es común la idea ordinaria de la libertad como el feliz estado de no ser esclavo. El desarrollo único de ella surgió de la reflexión sobre los privilegios únicos de Israel. Dios, en su soberana misericordia, había sacado a los israelitas de la esclavitud, los hizo su pueblo, les dio su pacto, los introdujo en la tierra prometida y emprendió la tarea de mantenerlos allí en un estado de independencia política y prosperidad económica en tanto se abstuvieran de la idolatría y guardaran sus leyes. Esto significaba que la libertad de Israel dependería no del esfuerzo o los logros humanos, ni del poderío militar o político, sino de la calidad de la obediencia de Israel a Dios. La libertad era una bendición sobrenatural, un don de la gracia de Dios a su pueblo, sin méritos e inalcanzable en primera instancia sin Dios, y conservada ahora solamente a través del favor continuo de Dios. La desobediencia, sea en forma de impiedad religiosa o injusticia social, podría significar la pérdida de la libertad; el juicio de Dios tomaría la forma de un desastre nacional y la subyugación y deportación a una tierra en la que no podían esperar señales del favor divino (véase Dt. 28:15ss; Am. 5; 2 R. 17:6–23). Así, la idea teológica de libertad llega a significar, por una parte, liberación de toda fuerza creada que pudiera impedir al hombre el servir a su Creador y gozar de él, y, por la otra, la positiva felicidad de vivir en comunión con Dios en el lugar que a él agrada bendecir. Es un don libre de la gracia, otorgado a los que sirven a Dios en conformidad con su pacto. La condición de libertad de la esclavitud a lo creado es, por lo tanto, servidumbre al Creador. La libertad es el don de Dios a sus esclavos o siervos. Esta es la esencia del concepto bíblico.
Cristo mismo dio a este concepto su forma cristiana, en bosquejo por lo menos, al iniciar su ministerio público presentándose como el cumplimiento de Is. 61:1: «… me ha ungido … para predicar libertad a los cautivos …» Lc. 4:16ss.). Ignorando las ansias celotas de liberación nacional del dominio de Roma, Cristo declaró que había venido a liberar a los esclavos del pecado y de Satanás (Jn. 8:34–36, 41–44); a arrojar al «príncipe de este mundo», el «hombre fuerte», y a dar libertad a sus cautivos (Jn. 12:31–32; Mr. 3:27; Lc. 10:18). Los exorcismos (Mr. 3:22ss.) y las sanidades (Lc. 13:16) eran parte de esta obra de desposeimiento.
Pablo expande el pensamiento que Cristo da libertad a los creyentes, aquí y ahora, de las destructivas influencias a las que fueron esclavizados anteriormente: del pecado, el tirano cuyo salario o paga por los servicios prestados es muerte (Ro. 6:18–23); del «poder de las tinieblas» (Col. 1:13); de la superstición politeísta (1 Co. 10:29; Gá. 4:8s.); de la ley como sistema de salvación (Gá. 4:21ss.; 5:1; Ro. 7:6); y de la carga del ceremonialismo judaico (Gá. 2:4). A todo esto, se añadirá la libertad de la corrupción física y de la muerte a su debido tiempo (Ro. 8:18–21). Esta libertad completa es el don de Cristo, quien compró a su pueblo para sacarlo de la esclavitud (1 Co. 6:20; 7:22–23), del mismo modo que, por una ficción legal, las divinidades griegas «compraban» esclavos para su manumisión. Esta libertad se confiere creativamente a los creyentes por la morada en ellos del Espíritu de Cristo (Ro. 8:2; 2 Co. 3:17). Es la libertad real de los hijos adoptivos de Dios, a quienes el Espíritu da testimonio como Espíritu, no de servidumbre, sino de adopción (Ro. 8:15–16; Gá. 4:6–7). El anverso del don de Cristo de la libertad (eleuzeria) es el servicio cristiano libremente rendido (douleia) a Dios (Ro. 6:22), a Cristo (1 Co. 7:22), a la justicia (Ro. 6:18), y a todos los hombres por la causa del evangelio (1 Co. 9:19–23) y del Salvador (2 Co. 4:5). La «ley de la libertad» (Stg. 1:25; 2:12), que es la «ley de Cristo» (Gá. 6:2; cf. 1 Co. 9:21) para sus siervos libres, es la ley del amor (Gá. 5:13–14), el principio del sacrificio voluntario de sí mismo en forma ilimitada por el bien de los hombres (1 Co. 9:1–23; 10:23–33) y para la gloria de Dios (1 Co. 10:31). Ésta es la ética esencial del NT; una vida de amor es la respuesta de gratitud que el evangelio de la gracia exige y provoca. La libertad cristiana es precisamente la libertad de amar y servir, y es, por lo tanto, atropellada cuando se la convierte en una excusa para un libertinaje carente de amor (Gá. 5:13; cf. 1 P. 2:16; 2 P. 2:19) o cuando no tiene consideración por el prójimo (1 Co. 8:9–12).
La controversia histórica sobre el «libre albedrío» está relacionada con el concepto bíblico de libertad sólo de un modo indirecto. Tiene que ver con la pregunta: ¿es la esclavitud del hombre caído tan radical y completa para con el pecado que lo incapacita completamente para hacer el bien espiritual o evitar el pecado, o arrepentirse y poner su fe en Cristo? La fe reformada sigue a San Agustín al afirmar, basada en pasajes tales como Ro. 8:5–8; Ef. 2:1–10; Jn. 6:44; 15:4–5, que en realidad la voluntad del hombre no es libre para la obediencia y la fe sino hasta cuando la gracia regeneradora le da la libertad del dominio del pecado. Se afirma que solamente sobre esta base se puede excluir el mérito humano y se puede dar el debido reconocimiento a la soberanía de Dios en el asunto de la salvación, y se le hace justicia a la insistencia bíblica de que somos salvos por fe solamente (sin obras, Ro. 3:28), por la gracia solamente (no por esfuerzo humano, Ro. 9:16), y para la gloria de Dios solamente (no para la del hombre, 1 Co. 1:28–31). Se dice que cualquier otra alternativa convierte al hombre en un contribuyente decisivo de su propia salvación y, así, llega a ser su propio salvador.
BIBLIOGRAFÍA
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Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (359). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología