La libertad se opone a la esclavitud. El hombre libre se contrapone al esclavo. Dios es el libertador del hombre. Dios libera a su pueblo de la esclavitud de Egipto (Ex 19,5); esta liberación del pueblo coincide con su constitución como pueblo de Dios y como pueblo independiente. Todos los demás actos liberadores de Dios narrados en la Biblia no son más que actos continuadores de este gran acto liberador. Los profetas, más tarde, se convierten en los grandes proclamadores de la libertad y en los grandes defensores de los derechos de los pobres, de los débiles, de los explotados. Jesucristo aparece como el gran libertador de todos los hombres (Lc 4,19. 21; Jn 8,31-39). La actuación del Espíritu Santo lleva consigo la libertad (Rom 8,2; 2 Cor 3,17; Gál 5,1). La libertad ofrecida y realizada no descansa en la esfera social, aunque también descansa en eso, sino en la esfera del espíritu. Porque somos hijos de Dios, somos hombres libres (Rom 8,21). Jesucristo nos ha liberado del pecado (Mt 6,13; Jn 8,31,36; Rom 6,22; 8,2), de las raíces del mal. La libertad radical del hombre está ofrecida por Dios en Jesucristo (Rom 8,34). Pero, paradójicamente, esta libertad se consigue entregándose a una nueva esclavitud, sometiéndose a una soberanía de Dios, a la Ley del Espíritu de vida (Rom 8,2), que es la «ley de la libertad» (Sant 1,25), haciéndose uno esclavo de Jesucristo (1 Cor 7,21-22. 39; Gál 3,28; 5,1) y de los hermanos (1 Cor 9,19).
E. M. N.
FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001
Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret