LEY NUEVA

Es la ley de la «nueva alianza» (2 Cor 3,6; Jr 31,31), la ley del «hombre nuevo, creado segÚn Dios en la justicia y en la santidad verdadera»» (Ef 4,2324). Expresa el principio dí­námico y normativo de la vida cristí­ana como «vida nueva» en Cristo (Rom 6,4).

Anunciada de antemano por los profetas como ley del » corazón nuevo» (cf. Ez 36,26-27. Jr 31,33), diseñada por el mensaje testimonial de JesÚs que instituye el » corazón » como centro decisivo de la vida moral (cf. Mt 12,34; 15,l8-20; Mc 7 18-23; Lc 6,45), significada por Pablo como «ley del Espí­ritu» (Rom 8,2), la ley nueva se va configurando teológicamente en las reflexiones de los Padres (Orí­genes, Ambrosio, Agustí­n), recogidas y reelaboradas a su vez de forma sistemática por santo Tomás, cuya sí­ntesis marca la reflexión posterior hasta nuestros dí­as.

La ley se llama nueva en antí­tesis a la antigua. Esta es una ley exterior y coactiva. De manera que -la novedad consiste esencialmente en la interioridad y en la libertad de la ley de Cristo.

La interioridad es su promulgación en el ser (el «corazón»») renovado por la gracia sacramental: una ley escrita «no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne de vuestros corazones» (2 Cor 3,3). Alusión evidente a la ley mosaica, cuya renovación anuncian ya los profetas: «Pondré mi ley en su alma, la escribiré en su corazón»» (Jr 31,33); «os daré un corazón nuevo, pondré dentro de vosotros un espí­ritu nuevo, os quitaré el corazón de piedra y os daré un corazón de carne; pondré mi espí­ritu dentro de vosotros y… os haré observar y poner en práctica mis leyes»» (Ez 36,26-27). El Espí­ritu es el principio de esta interiorización ontológica: una ley escrita » no con tinta, sino con el Espí­ritu del Dios vivo»» (2 Cor 3,3).

La ley nueva es ley del Espí­ritu Santo (Rom 8,2) y por tanto ley de la gracia: expresión-fruto de la gracia del Espí­ritu de Cristo, que santifica el ser y dinamiza como deber-ser de santidad el obrar moral cristiano (cf. 1 Cor 1,2).

Este deber-ser es la ley nueva. A diferencia de la ley – exter ior que es pura letra y por eso mismo «»ley de pecado y de muerte»» (Rom 8,2) létra que notifica el pecado, que conduce a la muerte al transgresor, la ley del Espí­r’itu es «ley que da la vida en Cristo JesÚs» (Rom 8,29): «la letra mata, el Espí­ritu da vida» (2 Cor 3,6). El Espí­ritu nos relaciona en una unidad viva de ser y de obrar con Cristo, formando «un solo cuerpo con él»» (1 Cor6,17). A veces Pablo llama simplemente a la primera «»ley»» y a la segunda <"gracia"". Es ésa la ""ley"" de la que hemos sido librados: ""Ya no estáis bajo la ley sino bajo la gracia (Rom 5,14). La gracia del Espí­ritu Santo constitutiva del ser nuevo en Cristo es la ley nueva: la forma ontológica y dinámica de la vida sobrenatural. Con la interioridad va unida la libertad de la ley nueva: ley perfecta de libertad (Sant 1:25; 2,12). Inscrita por el Espí­ritu en el ""corazón"" mismo del cristiano, éste no la siente como un ví­nculo coactivo externo, sino como una vocación filial. ""Dios ha mandado a nuestros corazones al Espí­ritu de su Hijo... Por tanto, ya no eres esclavo, sino hijo"" (Gál 4,6-7). A diferencia del esclavo que sufre la ley y la teme, el hijo la reconoce y la cumple como exigencia y como tarea testimonial (cf Rom 8, 15). La coacción y - el miedo a la ley-precepto y a la pena correspondiente dejan s-u sitio a la libertad y a la confianza de una ley-gracia y verdad"" (Jn 1,14.17), que suscita la fidelidad Esta es ley de amor. ley plena de la caridad de Dios que é1 Espí­ritu derrama en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). Es la caridad revelada por la cruz de Cristo que llama al amor de Dios y - del prójimo en la temática del mensaje moral del Evangelio. Ley del Espí­ritu y de la gracia, de la libertád y de la caridad, la ley nueva es lo especí­fico cristiano de la ley moral, Es la ley de la naturaleza divina participada al hombre (cf 2 Pe 1,4): ley sobrenatural, de elevación y transformiación teologal de la ley natural, Esta no queda abolida, sino cumplida: asumidla y elevada en la economí­a salví­fica de la charis-gracia, que actúa en nosotros como luz y verdad de caridad, Por es ta innovación . redentora,lalevnaturalalcanz.a la radicalidad del Evangelio y la fuerza de posibilidad de la gracia, M. CozzoliBibl.: H, H, Esser, Ley, en DTNT 11, 417432; A. Valsecchi, Ley, nueva, en NDTIM, 1028-1040; B Haring, La ley de, Cristo, Herder Barcelona 1973; S Lyonet, Libertad y ley nueva, Sí­gueme, Salamanca I964 PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
Introducción.
I. Premisas bí­blicas:
1 Antiguo Testamento;
2. Nuevo Testamento: sinópticos;
3. Escritos paulinos;
4. Cartas católicas y escritos joaneos.
II. Algunos desarrollos en el pensamiento cristiano:
1. Simbolismos;
2. Comentarios a la Sagrada Escritura;
3. Hagiografí­a;
4. Enseñanza expresa de los santos padres y de los teólogos:
a) San Agustí­n,
b) Santo Tomás.
III. Reflexiones para una profundización teológica:
1. La gracia del Espí­ritu de Cristo;
2. Contenido preceptivo.
IV. Conclusión.

Introducción
A partir de finales de los años cincuenta ha surgido un vivo deseo de renovación en la formulación y presentación de la teologí­a moral. A los siglos pasados se les ha tachado de siglos de decadencia, pues, si es verdad que en ellos la teologí­a moral fue ganando de manera admirable en precisión, finura y amplitud de conocimientos, no lo es menos que corrió el riesgo de vaciarse de sus (exclusivas) competencias fundamentales. En la actualidad se van delimitando estas competencias a base de un retorno a las fuentes propias (las reveladas) de la moral cristiana y de una incansable confrontación con la cultura en que vivimos y con sus próvidos «signos». Simultáneamente, en trabajos que quizá no responden a un acuerdo previo, pero que son convergentes, se pide que la moral cristiana sea una moral «trinitaria», capaz de referir nuestra vida de una manera directa a cada una de las tres personas divinas; una moral de la imitación y conformación a Cristo, más aún, una moral del misterio de Cristo y de su actuación pascual en nosotros; una moral, ante todo, personalista e interior, preocupada por formar un espí­ritu (el corazón nuevo) más bien que por suscitar una práctica; una moral comunitaria; una moral sacramental, que encuentre en las «obras de los sacramentos» el signo y la causa de las actitudes cristianas más importantes; una moral de la opción fundamental; una moral de la perfección y no del lí­mite; una moral de las virtudes y no de los preceptos; una moral en perspectiva escatológica, impregnada í­ntimamente de la espera del último cumplimiento; una moral que, llevando a cabo con valentí­a el proceso de desacralización en curso en nuestra sociedad, reafirme, sin embargo, el significado teologal y religioso intrí­nseco a toda opción, incluso «secular», del cristiano, etc. Ha surgido una discusión tan animada que quizá nunca, en toda su historia, la teologí­a moral ha pasado por una revisión tan profunda como la que está teniendo lugar ante nuestros ojos.

En realidad, no será fácil integrar todas las aspiraciones propuestas en una nueva sí­ntesis que satisfaga con adecuado equilibrio, en su arquitectura general como en cada una de sus partes, estas y semejantes exigencias de la teologí­a moral. Y, sin embargo, esto podrá darse en alguna medida volviendo a situar en el centro de la sistematización del mensaje moral cristiano la lex Spiritus vitae, cuyo anuncio y don constituye uno de los mayores contenidos de la palabra de Dios y en el cual la teologí­a moral ha reencontrado durante largos siglos una de sus caracterizaciones más originales.

I. Premisas bí­blicas
El AT nos ofrece sobre este tema una rica doctrina, que ‘el NT, realizando las promesas, hará completa y definitiva.

1. ANTIGUO TESTAMENTO. Las profecí­as mesiánicas presentan la era prometida como un reino fundado sobre un sólido ordenamiento legislativo, y al mesí­as, que «proclamará la justicia a las naciones», como un rey encargado de promulgar una ley justa y decisiva (cf Isa 11:9; Isa 32:1-4; Isa 42:1-4; 51,4-S; Jer 23:3-8). Esta ley de la nueva alianza consistirá sobre todo en un principio interior, derramado en el corazón de los hombres por el Espí­ritu de Yhwh.

Isaí­as es el primero en hablar de los dí­as mesiánicos como de una época de renovación religiosa y moral llevada a cabo por el Espí­ritu del Señor. Este Espí­ritu no sólo se posará sobre el rey-Mesí­as y sus colaboradores (Isa 11:1-5; Isa 28:6), sino que se derramará sobre todo el pueblo, renovando su vida según el derecho y la justicia (Isa 32:15ss).

También Jeremí­as, en la catástrofe que arrolla a Jerusalén, descubre en el «cambio de los corazones» la futura restauración del pueblo y, aunque sin mencionar al Espí­ritu de Yhwh como artí­fice de esta transformación, describe la ley nueva que regulará la nueva alianza no ya como un código exterior escrito en tablas de piedra, sino como un ordenamiento interior impreso por él en los corazones renovados (Jer 31:32-34).

Ezequiel, a su vez, asigna al Espí­ritu de Yhwh la tarea de cambiar los corazones, volviéndolos dóciles a la ley de Dios y capaces de seguirla (Eze 11:19-20; Eze 36:25-28).

A estas afirmaciones fundamentales se añaden otras complementarias: el autor del Miserere pide para sí­ mismo en el tiempo presente la renovación interior prometida por los profetas para el tiempo de la nueva alianza (Sal 51:12-14; cf Sab 1:4-6; Sab 7:3.2224; 2Cr 9:17). Además es interesante la relación entre el Espí­ritu de Dios y su palabra: la palabra de Yhwh produce siempre sus efectos (cf Isa 55:11; Zac 1:6; Sal 147:15), se impone con seguridad (2Sa 7:28-29; Sal 119:89; Sab 18:15-16) y penetra como una espada o golpea como un martillo (Isa 49:2; Jer 23:29); pero es el Espí­ritu quien abre los corazones para entenderla y los transforma a fin de que sepan practicarla (Pióv 1,23; Eze 36:27).

2. NUEVO TESTAMENTO: SINí“PTICOS. Todos los elementos de la doctrina que aquí­ nos interesan aparecen igualmente afirmados y fundidos en unidad admirable en los escritos del NT. La primera catequesis apostólica es ya rica en multiplicidad de matices, preludio de reflexiones más maduras.

Ante todo, es clara la presentación de la ley cristiana en su preciso y solemne contenido preceptivo. A este respecto, basta considerar el sermón de la montaña, en el que Mateo ha querido concentrar la doctrina de Jesús sobre la ley del reino de los cielos, que sustituye a la del AT. Los preceptos que Jesús promulga no son en absoluto vagas generalidades, sino que imponen o prohí­ben, sin escapatoria alguna, comportamientos muy concretos (el amor a los enemigos, la limosna, la oración, el ayuno, el desapego de los bienes errenos, el adulterio, el divorcio, el talión, los juramentos inútiles, el juicio temerario, etcétera). A pesar de los varios intentos de eludir la imperiosa urgencia de estas normas, una exégesis más atenta debe reconocer que las exigencias morales de Jesús han de entenderse como verdaderos preceptos y han de ponerse en práctica seriamente como tales; Jesús quiere imponer una conducta concreta y actual.

Sin embargo, el conjunto de estos preceptos no puede reducirse únicamente a un código escrito; es mucho más; los evangelios lo dejan entrever claramente. El sermón mismo de la montaña exige como fundamento del obrar moral una perfección interior que supera la simple fidelidad a determinados preceptos; la pobreza según el espí­ritu, la pureza de corazón, el ojo -sencillo y luminoso (Mat 5:3. 8.28; 6;19-23), que el sermón de la montaña inculca, están indicando una «justicia» superior, que no encontrarí­a un desarrollo adecuado en un cumplimiento de la letra. Jesús insiste mucho en este punto cuando habla del «corazón» del hombre; que él considera como el centro de la vida moral; es en él donde tiene la sede más profunda la nueva justicia. Por lo cual es necesario que no sólo estén en orden las acciones, como era la preocupación de los fariseos, sino que, sobre todo, esté en orden el corazón, porque del corazón proviene todo lo que es bueno: las buenas acciones, las palabras buenas, el perdón misericordioso, la justicia, la misericordia, la fidelidad (Lev 6:45; Mat 12:34; Mat 18:35; Mat 23:23-26). De nada servirí­a observar la ley con la más minuciosa precisión -lo cual también es necesario y no se omite (Mat 23:23; Lev 11:42)-, si luego el corazón es ciego y maligno (Mat 9:4; Mat 15:18-20; Me 7,1823; Lev 16:15). Además, «de todo el corazón» debe brotar el amor a Dios, al que va inseparablemente unido el amor al prójimo. Y si el amor unifica la multiplicidad de preceptos en un deber «grande» y «primario», al mismo le confiere una aspiración sin lí­mites, teniendo como término de referencia el amor mismo de Dios (Mat 22:34; Mat 15:8; Lev 11:42; Mat 5:48; Lev 6:36).

3. ESCRITOS PAULINOS. Lo que posibilita esta justicia evangélica, incodificable, es la efusión del Espí­ritu de Jesús en el corazón de quien es llamado a practicarla. En esta lí­nea están algunos de los textos antes mencionados; en particular es Lucas quien subraya la presencia del Espí­ritu en la persona y la obra de Jesús (Lev 1:35; Lev 3:16 y par.; Lev 4:1 y par.; Lev 4:17ss; Heb 2:33) y muestra su poder carismático (Lev 24:49; Heb 4:31; Heb 6:10; Heb 8:39; Heb 10:46; Heb 19:6) y la influencia moral en la conducta diaria de los fieles (Le 11,’13; Heb 5:3.9; Heb 7:31).

Pero, sin duda, es Pablo quien examina de manera concluyente la función del Espí­ritu Santo como principio y norma de la vida moral cristiana. Pablo rechaza con energí­a el error judí­o según el cual la ley mosaica justificaba a los hombres confiriendo la vida. Un código escrito, por más que propusiese un ideal elevado, no sabrí­a transformar un ser de carne en un ser espiritual (Rom 4:15; Rom 5:20; Gál 3:19); se necesita la fuerza divina del Espí­ritu (Rom 8:5-9; Gál 5:16-24).

El Espí­ritu es el protagonista de la era de la nueva alianza (Rom 7:6; cf Heb 8:6-13): es el educador de la conducta del cristiano (cf Rom 8:91 l; l Cor 3,16; 2Ti 1:14). No se trata ya de una norma impuesta desde fuera, sino que es el «Espí­ritu de sabidurí­a» quien «ilumina los ojos de nuestro corazón» y nos guí­a al cumplimiento de la voluntad de Dios, que él nos da a conocer (Efe 1:17-18; cf Heb 6:4; 1Cor 210ss); sobre todo, es este `poder del Espí­ritu Santo» el que, en lugar de la ley exterior, nos mueve e impele desde dentro a obrar la justicia (Rom 15:13.19; 2Ti 1:7; Rom 8:4.14; Gál 5:16.18). Del Espí­ritu provienen las actitudes fundamentales del cristiano, en particular la caridad, que resume y da cumplimiento a toda la ley (Rom 5:5; Rom 15:30; Gál 5:22; Col 1:8; Rom 13:10; 1Co 13:47; Gál 5:14; Col 3:14). Por eso hay que «caminar según el Espí­ritu», sin ahogar su voz, evitando todo lo que le entristece (Gál 5:25; 1Ts 5:19; Efe 4:30; 1Ts 4:8). Así­ es como el cristiano se transforma gradualmente en «hombre interior» (Efe 5:18; Efe 3:16). Por consiguiente, la nueva economí­a predicada por Pablo no es ya, como la ley antigua, «letra que mata», «ministerio de muerte esculpido en letras en piedra», sino que es «Espí­ritu que vivifica», «ministerio de justicia»; y entonces los cristianos son «una carta de Cristo, redactada por nosotros sus ministros y escrita no ya con tinta, sino con el Espí­ritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas que son los corazones de carne» (2Co 3:1-8).

Pablo define esta nueva ley con la siguiente fórmula, descarnada y repleta: lex Spiritus vitae in Christo Jesu (Rom 8:2), haciendo resaltar la relación existente entre el Espí­ritu Santo y Cristo. En efecto, esté Espí­ritu es el «Espí­ritu de Cristo» (Rom 8:9; 2Co 3:17; Gál 4:6; Flp 1:19). Tiene lugar de esta forma una unión profunda entre el Espí­ritu Santo y Cristo en nuestra conducta moral; por una parte; Cristo nos da su Espí­ritu para hacerse operante en nosotros con todo su poder y vida (1Co 12:3; Gál 2:20; Col 1:29); por otra, este Espí­ritu se encarga de hacernos pertenecer a Cristo, de conformarnos a él, en una palabra, de convertirnos en «un solo espí­ritu con él» (Rom 8:9; 2Co 3:17-18; 1Co 6:17): es el «Espí­ritu del Hijo» el que nos hace ser hijos de Dios (Rom 8:15; Gál 4:6-7). Se comprende, pues, por qué asigna Pablo la obra de nuestra santificación tanto a Cristo como al Espí­ritu Santo y por qué, para calificar las diversas actitudes del cristiano, recurre con sugestiva equivalencia e indiferentemente a las formas «en Cristo» y «en el Espí­ritu»: el Espí­ritu, que en los corazones por él renovados es fuente y regla de la nueva moralidad, no hace otra cosa que proponer y perseguir en ellos la santidad única de Jesús, indefectible norma de todo fiel.

Conducido por esta regla, el cristiano es libre; Cristo lo ha librado maravillosamente incluso de la ley externa, comunicándole la regla interior de su Espí­ritu (Rom 6:14; Rom 8:2; Gál 5:17-18). En esta doctrina Pablo nunca se ha andado por las ramas (Gál 2:4-5). Habla de una exención vasta e imponente que no sólo tiene por mira toda la ley mosaica (Rom 6:14; Rom 8:2; Gál 4:32; 5, l), sino que parece envolver cualquier norma que haya de imponerse al hombre, obligándole desde el exterior (1Ti 1:9). Sin embargo, el apóstol está muy lejos de pensar que esta «ley del Espí­ritu» hace abstracción de preceptos precisos (la libertad cristiana no es libertinaje ni anarquí­a: Rom 6:15; 1Co 9:21; Gál 5:13). Por esto, contra quien, no lo suficiente «espiritual», corrí­a el riesgo de abusar de esta libertad, Pablo se hace legislador vigoroso y exige los mandamientos del Señor o da él mismo órdenes a los convertidos (Rom 16:17; 1Co 7:6.10.12.16; 1Co 9:14; 1Co 11:23-24; 1Co 14:37-38; 1Ts 4:2; 2Ts 3:6; etc.); no teme bajar a los detalles y hacer una lista de consejos y preceptos que observar (cf Rom 12:8-21; Efe 4:25-32; 1 Tes 5, I 1-22; etc.) o pecados que evitar (Rom 13:13; ICor 6,9-10; 2Co 12:20-22; Gál 5:19-23; Efe 5:3-5; Col 3:5-8; 1Ti 1:9-10; 2Ti 3:2-3; Tit 3:3; etc.). Ambas afirmaciones (la libertad y la sujeción a una ley externa), aparentemente opuestas, no son inconciliables. En efecto, la libertad cristiana necesita aún guí­a y orientación en sus realizaciones concretas; el fiel de Cristo no posee más que la prenda del Espí­ritu (Rom 8:23; 2Co 1:22). Pero estas determinaciones preceptivas sólo expresan y aplican a las diversas situaciones de cada dí­a la ley interior del Espí­ritu de Cristo (Rom 6:12ss; Rom 12:1-2).

4. CARTAS CATí“LICAS Y ESCRITOS JOANEOS. La doctrina de Pablo sobre la ley nueva subsiste también en otros escritos apostólicos. Santiago insiste en su carta en las «obras», no para corregir alguna falsa interpretación del pensamiento paulino, sino para combatir una visión laxista de la moral evangélica, como sino fueran obligatorias para los cristianos obras buenas precisas, sobre todo las impuestas por la ley real de la caridad (Stg 2:8). En efecto, él reconoce que el código conforme al que serán juzgadas tales obras es una «ley perfecta de libertad» (Stg 1:25; Stg 2:12), que libera del formalismo farisaico.

En la primera carta de Pedro, de carácter esencialmente práctico, las exhortaciones morales, además de remitirse al ejemplo y a los mandamientos del Señor, aparecen caracterí­sticamente como surgiendo de la gracia bautismal, con la que los cristianos han adquirido la «santificación mediante el Espí­ritu» (1Pe 1:2.22-23).

También en los escritos de Juan la adquisición del Espí­ritu es fuente de vida cristiana. También aquí­ la actividad moral se fundamenta en los «mandamientos»: Cristo es el primero en obedecer los mandamientos del Padre (Jua 10:18; Jua 12:49-50; Jua 15:10), da a sus discí­pulos un mandamiento suyo nuevo: el amor (Jua 13:34; Jua 15:12), que se extiende a todos los fieles (Un 2,7-8; 3,23; 4,21; 2Jn 1:4-6; Jesús exige en nombre del amor que se observen también los demás mandamientos (Jua 14:15.21; Jua 15:10), que obligan a todos los cristianos (Un 2,3-4; 3,22.24; 5,2-3). Pero no se trata de una «letra» que haya que practicar. Los mandamientos no son sino una condición para recibir y seguir («conocer’ el Espí­ritu interior de la verdad (Jua 14:15-17). Esta es la novedad de la era inaugurada por Cristo: él enví­a y derrama en los hombres su Espí­ritu (Jua 3:5-8; Jua 4:23; Jua 7:37-39; Jua 14:26; Jua 15:26; Jua 16:7-13), que habita ya en los nacidos de Dios, haciéndolos incapaces de pecar, suscitando una conducta digna de Dios, preparándolos debidamente para la aparición del Señor (Un 3,9; 3,24; 4,4.6.13; 2,27-28).

En esta efusión del Espí­ritu como ley de la nueva alianza piensa Juan cuando concluye su prólogo. También nosotros podemos retener idéntica conclusión: a diferencia de la ley de Moisés, esculpida en piedra, la nueva es la «gracia y la verdad», que todos hemos recibido de la plenitud del Verbo encarnado; es el don del Espí­ritu Santo en el que Cristo nos ha sumergido (Jua 1:6.17.33).

II. Algunos desarrollos en el pensamiento cristiano
La rica doctrina de la Sagrada Escritura sobre la «ley del Espí­ritu de vida en Cristo Jesús» no podí­a dejar de tener desarrollo y profundización en el pensamiento cristiano. Indicaremos algunas grandes lí­neas, haciendo referencia más precisa a cuatro fuentes de información al respecto.

1. SIMBOLISMOS. La primera fuente es la del alegorismo y simbolismo, con su cima de la celebración litúrgica, que constituye un inagotable y originalí­simo tesoro de doctrina cristiana, sobre todo en la teologí­a patrí­stica y monástica. Nos detendremos en dos simbolismos muy antiguos e ilustres.

El primero es el simbolismo del Espí­ritu Santo como «dedo de Dios». Los Padres, cotejando los dos textos paralelos de Mat 12:28 y Lev 11:20, sacaron la conclusión de que «dedo de Dios es el Espí­ritu Santo y que, como fue el Espí­ritu Santo quien escribió la ley mosaica en tablas de piedra, así­ también él (dí­gí­tus paternae dexterae) es quien escribe la nueva ley en las tablas de los corazones. Ambas leyes, pues, son obra del Espí­ritu; pero, mientras que en la ley antigua él se mantiene fuera de los hombres dirigiéndolos con un código escrito, en la nueva ley se hace presente en lo más í­ntimo de ellos dirigiéndolos con su gracia» (san Agustí­n) 1.

El segundo simbolismo es el de pentecostés como fiesta de la promulgación de la ley. La pentecostés judí­a, que al principio surgió como fiesta agrí­cola de las primicias, en tiempo de Jesús se celebraba ya como aniversario de la promulgación de la ley sinaí­tica. Los Padres se adueñaron de esta tradición para subrayar una especial relación figurativa entre la vieja y la nueva pentecostés; la pentecostés cristiana sustituye a la antigua, porque es la fiesta en que se promulgó la ley nueva, en que se da la efusión del Espí­ritu Santo z. Esta tradición tipológica, que santo Tomás resume en un texto conciso 3, es muy antigua: la recuerda san Agustí­n 4 y se encuentra de continuo tanto en los sermones y homilí­as del dí­a 5 como en los tratamientos sobre las fiestas cristianas 6 y en los textos litúrgicos de la solemnidad de pentecostés 7.

De estos dos simbolismos brota la siguiente conclusión: el inaugurado don del Espí­ritu tiene valor de nueva ley, que reemplaza a la antigua; como el Espí­ritu habí­a escrito la vieja ley en tablas de piedra, así­ ahora, infundiéndose en los corazones, promulga y escribe en ellos la nueva ley.

2. COMENTARIOS A LA SAGRADA ESCRITURA. Otra fuente importantí­sima a la que tenemos acceso es la de los comentarios a la Sagrada Escritura. A tí­tulo de ejemplo presentamos el pensamiento de Orí­genes y de san Ambrosio.

En sus glosas a la carta a los Romanos afirma Orí­genes que la ley del Espí­ritu es la ley de Dios considerada en sus elementos «espirituales». La ley de Dios, en efecto, la antigua como la nueva, contiene ambas cosas: «La letra que mata y el espí­ritu que vivifica», según se la tome «a la letra» o en su sentido «espiritual», limitándose, en el primer caso, a una ejecución material, enferma y estéril, de cuanto se ha dicho, y abriéndose, en el segundo, alas más complejas exigencias que de ello derivan. Esta última es la condición cristiana, es decir, «ir al Espí­ritu que da la vida», superando la servidumbre «carnal» de los judí­os. Esta condición cristiana es fruto del Espí­ritu que Cristo da a todo discí­pulo suyo, haciéndole partí­cipe de la superabundante plenitud de su santidad 8.

Para comprender bien estas afirmaciones hay que tener presentes las originales concepciones exegéticas de Orí­genes. Defensor incansable de la unidad y continuidad de los dos Testamentos, fundamenta sus afirmaciones en el «espí­ritu» en que ambos coinciden, a despecho de su «letra», la cual muchas veces contrasta y siempre (también en el Nuevo) «mata». De la misma forma, pues, que un acercamiento no espiritual a la Biblia velarí­a o incluso desfigurarí­a su significado más verdadero y no favorecerí­a el acceso a una concepción unitaria de la historia, así­ también una observancia puramente literal de la ley, de la antigua como de la nueva, además de ser imposible, no serí­a suficiente para verificar plenamente la «vida en el espí­ritu» que se le propone al cristiano. Se trata de llevar a cabo una gran espiritualiza-
ción en el comprender y en el obrar 9, y esto es lo que constituye la peculiar novedad de la existencia cristiana. Por eso la ley evangélica misma es vieja para quien la entiende y practica «carnalmente», sin renovarse en el espí­ritu; mientras que, vivida en su más amplio valor espiritual, le resultarí­a también nueva la ley antigua lo. Esta manera «espiritual» de leer la Biblia fue divulgada entre los latinos por san Ambrosio.

Dos consecuencias se sacan de este planteamiento. La primera es la formación, en la elaboración del ideal cristiano, de un clima en el que se transfiere incluso al plano de la conducta la preeminencia de lo interno sobre lo externo, del espí­ritu sobre la letra. La segunda conclusión es la exaltación de la unidad que liga a ambos Testamentos, de los que el Antiguo, escudriñado en su «misterio», revela toda su grandeza pedagógica: la ley precede «fraternalmente» al evangelio, se afina con los nuevos preceptos que ella misma prevé; en una palabra, anuncia de antemano al Cristo que la llevará a plenitud 11.

Esto no obstante, san Ambrosio afirma que la antigua ley es siempre «letra» secundaria y exterior. Ella, pues, no puede ser la ley ideal. Tuvo ciertamente su valor; sirvió para que el hombre pudiera conocer su condición de pecado; mas no conferí­a la justicia ni reintegraba al hombre a su privilegiada situación primitiva, de la que habí­a sido privado a causa del pecado. La justificación del hombre sobrevendrá mediante la gracia; en esto desembocan ordinariamente las consideraciones que Ambrosio dedica al problema. Después de la ley mosaica, la gracia, el gobierno de Cristo, cuyo Espí­ritu hemos recibido y en cuyo Espí­ritu debemos caminar iz. Hemos recibido, ciertamente, mandamientos nuevos 13; mas la nueva norma de justicia se define sobre todo por la presencia en nosotros del Espí­ritu del Hijo, cuya participación concluye la obra legislativa de Dios 14. Renovata est gratia, inveteravit linera is. Ha nacido así­ una nueva libertad para los cristianos, no sujetos ya a un código cruento, sino í­ntimamente guiados por la ley del Espí­ritu 16.

3. HAGIOGRAFíA. Una tercera fuente doctrinal de gran interés para nuestro tema es la hagiográfica. Se trata de un término ya recogido por los autores antiguos, aunque, a este respecto, la hagiografí­a más significativa es la más reciente a la hora de poner de relieve cómo la vida de los santos procede bajo la guí­a dulce e imperiosa del Espí­ritu Santo
4. ENSEí‘ANZA EXPRESA DE LOS SANTOS PADRES Y DE LOS TEí“LOGOS. Por último, presentamos en sí­ntesis el pensamiento de san Agustí­n y de santo Tomás.

a) De Agustí­n bastará con considerar el momento final y más maduro de su enseñanza al respecto: el que nos-muestra en el curso de su polémica con Pelagio, comenzada no casualmente con el opúsculo De Spiritu et linera, cuyo solo tí­tulo está ya lleno de significado. Por varios motivos, Pelagio se habí­a dejado llevar por el camino de un voluntarismo que dejaba muy poco espacio a la «ley del Espí­ritu» y en el que casi sólo la `letra» estaba a sus anchas. No hay más que hojear las páginas de la Epí­stola ad Demetriadem o examinar el escrito De lege divina 18 para constatar que son los «mandamientos a observar» IoS que figuran en primer plano; lo que cuenta es saber y hacer lo que la ley impone: la nueva con mayor severidad aún que la antigua, eón una serie ordenada de preceptos fáciles de hallar en los evangelios, cada uno en su puesto adecuado. En el De lege divina fluye un sutil juridicismo, cada una de cuyas aserciones serí­a muy difí­cil de condenar como errónea, pero cuyo conjunto se descubre como ajeno al espí­ritu cristiano, hallándose sobrentendida, y a veces expresa, la persuasión de que todo depende de la voluntad del hombre y que la gracia divina no consiste más que en la ley que Dios nos ha dado 17. Es precisamente la ley la que es gracia; fuera de ella no necesitamos otra ayuda; conocerla y cumplirla de buena gana es todo lo que hay que hacer.

Defensor del espí­ritu cristiano, san Agustí­n no se cansa de afirmar que la scientia legis no salva en absoluto, y se apoya en la postura de san Pablo, el cual conoce la ley, la alaba y acepta, y, sin embargo, confiesa que este solo conocimiento no le basta para ser liberado; necesita la gracia de Cristo 20. No es, pues, la ley la que nos salva, ni siquiera la evangélica, si se la toma por un código externo. Consolidada esta postura, san Agustí­n llega a exponer, en el tratado De Spiritu et linera, un programa doctrinal concluyente, precursor de todo ulterior desarrollo. Presenta la gracia del Espí­ritu no sólo como la ayuda para observar la ley, sino como la ley misma. Efectúa de esta manera el vuelco total de la postura pelagiana, pues no es la ley la que es gracia, sino que es la gracia la que es ley. En efecto, apoyándose de continuo en los grandes textos proféticos y paulinos, san Agustí­n opone reiteradamente a la ley antigua, letra que mataba, la ley nueva del Espí­ritu que vivifica n; y, explicando en qué consiste la ley, la identifica, sobre la base siempre de las afirmaciones reveladas, con la í­ntima presencia normativa y operante del Espí­ritu Santo 22. Por lo cual, incluso cuando recalca la importancia de las normas «externas», le reconoce siempre al Espí­ritu Santo la tarea de regular inmediatamente y desde dentro la conducta del hombre redimido 23.

b) En san Agustí­n se inspiró, sin duda, santo Tomás para elaborar su doctrina acerca de lo que constituye «principalmente» la ley nueva. El pensamiento agustiniano habí­a sufrido con el correr de los siglos deformaciones llamativas. Santo Tomás hizo obra de purificación, volvió a tomar la doctrina tradicional en toda su pureza y la elaboró de manera orgánica. A esta sistematización no llegó sino al termino de su obra de maestro, pero ya antes se registran anticipaciones significativas. Estas se encuentran, sobre todo, en sus comentarios bí­blicos.

Comentando el texto de 2Co 3:36, recuerda el doctor Angélico que la ley nueva no es, como la antigua, mudable e imperfecta, para precisar luego, en fórmula felicí­sima, que el mismo Espí­ritu Santo, obrando en nosotros la caridad, plenitud de la ley, es el nuevo testamento 24. Además en el comentario al evangelio de san Juan subraya una y otra vez la tarea normativa del Espí­ritu Santo: él tiene, ante todo; una voz qua loquitur intus in corde, et hanc audiunt fideles et sancti zs; sin esta voz no serí­a posible comprender la doctrina del maestro 26; y no sólo esto, sino que, además, el Espí­ritu Santo posee y nos comunica una fuerza de amor que nos hace observar los mandamientos de Dios 27; precisamente por esto la Sagrada Escritura lo llama Spiritus 28.

Después de estas anticipaciones y dada la importancia del tema, es natural que éste retorne en las grandes obras sistemática del doctor Común. Ya en la Summa contra gentes, explicando los efectos que produce en nosotros el Espí­ritu Santo secundum quod movet creaturam in Deum, le asigna también una tarea tí­picamente moral: la observancia de los mandamientos 29. Pero la Summa Theologiae sobre todo, en las cuestiones dedicadas a la ley, ofrece también una sí­ntesis elaborada y sistemática acerca de la ley nueva, en un grupo de cuestiones en el que se ha querido ver el corazón mismo de la Suma o, en todo caso, un ángulo de visión de los más capaces de proporcionar una comprensión amplia (por no decir exhaustiva) de toda la construcción del Angélico. Ahí­ es precisamente donde, consciente y reflejamente, identiica la ley nueva en su constitutivo principal con la gracia del Espí­ritu Santo 30 y, coherentemente, hace de la lex Spiritus Sancti la ley del justo superior a cualquier otra ley creada 31. Que era ésta la convicción del Angélico, explí­citamente fundamentada en los datos tradicionales (las profecí­as, los textos paulinos, las reflexiones de san Agustí­n), aparece, por último, con meridiana claridad en su magistral exposición de la carta a los Romanos y, particularmente, en el comentario al texto paulino de Rom 8:2, en el que afirma que la ley nueva consiste en el Espí­ritu Santo que habita en los justos, pues precisamente desempeña, directamente y con su gracia, las tareas fundamentales de toda ley 32.

Es la afirmación que ahora vamos a tratar de explicar teológicamente.

III. Reflexiones para una profundización teológica
No resulta fácil hacer una sí­ntesis de los diversos y dispares elementos recogidos. Nos contentaremos con algunas reflexiones, dispuestas en torno a los dos aspectos más claramente diferenciados (aunque complementarios) y continuamente propuestos: la gracia del Espí­ritu de Cristo y el contenido preceptivo en que se expresa.

1. LA GRACIA DEL ESPíRITU DE CRISTO. La teologí­a explica que la gracia no es sólo una moción sanan te y habitual para nuestra naturaleza caí­da, sino ante todo un don elevante y habitual; nuestra máxima participación de ser, que transforma por completo y desde dentro nuestra naturaleza humana y sus inclinaciones, y se convierte en nosotros en la fuente primera de nuestro obrar sobrenatural. Ahora bien, precisamente en este punto puede ayudarnos la fundamental intuición ética de que «ley» de un ser es su misma naturaleza. Para no abandonar la pista de las reflexiones de santo Tomás, diremos que es la «forma» de un ser laque origina y regula su actividad 33. Si, pues, se identifica la ley con la forma concebida como principio dinámico y normativo, por un lado, y, por otro, se afirma el valor ontológico de la gracia como forma sobrenatural, se comprende también que la ley nueva debe ser, principalmente, la gracia misma. Y considerada la novedad, la perfección y la totalidad de ser y de tender que ella comunica al justo, se intuye que compete precisamente a la gracia antes que a cualquier otra ley, el regular la actividad de ese mismo justo.

Y con esta gracia, don creado, el hijo de Dios recibe también el Espí­ritu Santo, don increado, al cual, como a Espí­ritu de Cristo, la revelación asigna también la tarea de guiarnos en la vida moral. La teologí­a ofrece una explicación muy unitaria desemejante encuentro entre don creado e inereado en el mover y regular nuestra vida sobrenatural. Pues si el Espí­ritu de Cristo se hace presente en el alma «a modo de ley», como escribí­a el cardenal Seripando 34, para orientarla hacia su fin, es porque le infunde con esta finalidad la forma sobrenatural de la gracia; si él es la nueva ley «que habita» en el justo, es porque le inscribe en el corazón, como tí­tulo de su nueva presencia operante y como medio para realizar su gobierno, esta nueva ley «creada»: la gracia. A lo cual hay que añadir que el Espí­ritu Santo nos guí­a a nuestro fin con mociones e iluminaciones actuales, las cuales sobrepasan y perfeccionan el don habitual de la gracia. En efecto, a pesar de haberse convertido en hijo de Dios, el hombre sigue con su inteligencia ensombrecida precisamente con respecto a cuanto le conviene hacer, y con una voluntad débil, expuesta a los asaltos del mal; es el Espí­ritu Santo quien se encarga de superar estas dificultades y fragilidades con intervenciones siempre nuevas y cada vez verdaderamente normativas 35. De esta forma, en la vida espiritual se da una continua y mutua dependencia entre gracia habitual y presencia sobrenatural activa del Espí­ritu de Cristo, ya que, por una parte, el Espí­ritu habita a través de la gracia y, por otra, la gracia no tiene verificación adecuada más que bajo la constante y superior acción del Espí­ritu.

El esfuerzo especulativo no se aparta del clima de los grandes textos proféticos y paulinos. Es en lo más í­ntimo de nosotros mismos donde llevamos una vida nueva, la de Cristo, la cual nos ha sido conferida por su Espí­ritu; y es lógico que se nos presente como el principio normativo y la ley congénita que explica y mide cada uno de nuestros actos. Reside, por así­ decirlo, en nuestra naturaleza misma de hijos de Dios la norma por medio de la cual tal naturaleza se desarrolla de manera consecuente (fons aquae salientis in vitam aeternam), así­ como la ley de desarrollarnos en cuanto personas se nos presenta igualmente inmanente a nuestra misma naturaleza humana. Es, pues, esta intervención de la gracia la que define el carácter propio de la moralidad sobrenatural; ésta no se revela principalmente como tal por el hecho de responder a un particular contenido de preceptos que brotan de la inteligencia de la fe y que se añaden a los puramente racionales, sino porque es un orden penetrado totalmente y regulado hasta el final («informado’ por la gracia. De ahí­ que la ley nueva, antes que un complejo preceptivo o «escrito», sea una ley interior. Es una norma en el pleno sentido, antes que un conjunto de imperativos; mucho más que un código de reglas, es un valor.

2. CONTENIDO PRECEPTIVO. Aquí­ mismo puede captarse la función liberadora de la gracia como nueva ley, respecto a los preceptos que de ella brotan; en otras palabras, cuál es el significado y el valor de estos preceptos.

En toda ley, pero particularmente en la del Espí­ritu, el precepto no tiene otra función que la aplicativa: praeceptum importat applicationem legis ad ea quae ex lege regulantur^ En la ley nueva, el precepto no es más que el dictamen inteligible en el que la fe traduce las inclinaciones objetivas de la gracia. Hay una inclinación al fin, que la fe expresa en el «mandamiento nuevo» y verdaderamente omnicomprensivo de la caridad. Y en realidad, en la vida de aquí­ abajo la adhesión mayor posible al fin sobrenatural es la que se realiza a través de la caridad. Y hay inclinaciones objetivas a algunos comportamientos fundamentales que también se traducen en preceptos; se trata de los que san Juan Crisóstomo presentaba con el nombre de «preceptos sublimes» de las bienaventuranzas evangélicas 37, y, en general, todas las inclinaciones del Espí­ritu hacia una creciente purificación y santificación interiores; son las «obras de los sacramentos», de cuya gracia cualquier otra acción es prolongación, desarrollo, fruto; son los imperativos imprescindibles de las virtudes teologales y morales, cuyo rechazo equivaldrí­a a una negación de la gracia misma. De este modo, como ya resaltó santo Tomás 38, el dogma de la encarnación, que empuja a toda la economí­a cristiana hacia una manifestación cada vez más adecuada, informa también la vida moral, apremiada como está por el Espí­ritu del Señor, que es su ley, a revelarse en una correspondiente conducta visible.

En cualquier caso, los preceptos no son en la ley nueva más que una expresión de la gracia en la que consiste principalmente. Son expresión esencial de 1a gracia, pues sin ellos ésta no puede regular la vida cristiana ni hacerle alcanzar el fin de la caridad. A1 constituir un lí­mite irrebasable, los preceptos subrayan el carácter absolutamente objetivo y estable de la ley nueva; y, por otra parte, puesto que aplican (y por esto se imponen) las exigencias fundamentales de la gracia, aparecen, no obstante su carácter de obligación objetiva, menos gravosos que los preceptos impuestos por las leyes humanas. Y son una expresión secundaria de la gracia, por lo que la sola observancia de los preceptos, necesaria como lí­mite mí­nimo, nunca será suficiente para interpretar y traducir toda la potencia motora y reguladora de la gratia Spiritus Sancti; enteras secciones de la vida espiritual se sustraerán siempre a la fuerza directiva e imperativa de los preceptos individuales, y su regla será siempre la voz interior y libre del Espí­ritu de Cristo.

De esto podemos sacar también la conclusión de que se establece casi una circulatio interna entre la observancia de los mandamientos y el desarrollo de la gracia, pues la observancia de los mandamientos acrecienta la gracia y obtiene de Cristo un don mayor del Espí­ritu; y el Espí­ritu de Cristo, creciendo en nosotros con su gracia, aumenta también sus mociones e iluminaciones cada vez mayores y claras, y nunca satisfechas y secundadas de manera total.

IV. Conclusión
Puede servirnos de sí­ntesis el preámbulo de san Juan Crisóstomo a su comentario al evangelio de san Mateo: «Nuestra vida deberí­a ser tan pura que no tuviera necesidad de ningún escrito; la gracia del Espí­ritu Santo deberí­a sustituir a los libros, y así­ como éstos están escritas con tinta, así­ también nuestros corazones deberí­an estar escritos con el Espí­ritu Santo. Sólo por haber perdido esta gracia tenemos que servirnos de los escritos; pero Dios mismo nos ha mostrado claramente cuánto mejor serí­a el primer modo… A sus discí­pulos, en efecto, Dios no les dejó nada por escrito, sino que les prometió la gracia del Espí­ritu Santo: `El -les dijo- os lo sugerirá todo’; así­ como dijo por boca de Jeremí­as: `Haré una nueva alianza, promulgaré mi ley en sus almas, la escribiré en sus corazones y todos serán instruidos por Dios’; y también Pablo, queriendo afirmar esta misma verdad, decí­a que habí­a recibido la ley `no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, es decir, en su corazón’. Nuestra vida, pues, deberí­a ser pura, de forma que, no teniendo necesidad de los escritos, nuestros corazones se mantuvieran siempre abiertos a la guí­a del Espí­ritu Santo… Pues es el Espí­ritu Santo el que bajó del cielo cuando fue promulgada la nueva ley, y las tablas que él grabó en esta ocasión son muy superiores a las primeras; los apóstoles no bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos, sino que lo que llevaban era el Espí­ritu Santo en sus corazones, convertidos mediante su gracia en ley y libro vivientes» 39.

[l Gracia; l Sacramentos; l Virtudes teologales].

NOTAS: ‘ AGUSTtN, De Spiritu el littera, cc. 16-17, mi. 28-29: PL 44,218; CSEL 60,182 -z Cf J. DANIELOU Bible el Liturgie, Parí­s 1950, 444-447; A. RémF, Le mystére de la Pentec6te, en «VS» 84 (1951) 451-465; J. LecuvEe, Pentec6te el lo¡ nouvelle, en «VS» 88 (1953) 471-490; Y. CONGAa, La Pentecóte Chartres 1956, Parí­s 1956, 57ss; J. THOMAS, Le soufhe de la Pentecóte, Parí­s 1960, passim – 3 TOMAS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 103, a. 3, ad 4 – 4 AGUSTIN, Epí­stola 55 ad Januarium, c. 16, n. 29: PL 33,218-219; CSEL 34,202-203 – 5 Cf san León Magno (PL 54 400401), Beda el Venerable (PL 94,194), Rabano Mauro (PL 110,44-45), Atón de Vercelli (PL 134,847-848), Raterio de Verona (PL 136,746), Vernerio Abad (PL 157,988), Ivo de Chantres (PL 162 592-593), Hildeberto de Tours (PL 171,593-594), Honorio de Autún (PL 172,964), Hugo de san Ví­ctor (PL 177, I 121-1122), Inocencio III (PL 217,421-422) – bCf ISIDORO DE SEVILLA, De ecclesiasticis ojficüs, lib. 1, c. 34: PL 83,768-769; IGNOTO, De officüs libellus: PL 94, 537; ALemno (?), Liben de divinis officüs, e. 26: PL 101,1226; R. MAURO, De clericorum institutione, lib. 2, c. 41: PL 107,354; J. BEt,erH Rationale divinorum ojficiorum, c. 131: PL 202,135136 – 7 Es éste un tema frecuente en los himnos y secuencias pentecostales del medioevo: cf J. LacuveR, o.c., 473, nota 6; limitándonos a una cita célebre, véase el himno Tradente legem Domino, atribuido a Abelardo (PL 178,1799), dedicado todo él a nuestro tema – e ORíGENES In Epist. ad Rom., lib. 6, no. 11-14: PG 14,10911102 – 9 Ante todo, hay que decir que las dos cosas se funden en una, porque la comprensión «espiritual» de la Sagrada Escritura es precisamente la que lee en cada afirmación bí­blica todo lo que atañe a la vida espiritual cristiana y al logro de la salvación; en cambio, es «literal», y por tanto inútil, mortificante, letra «que mata», toda interpretación que no sepa descubrir estas referencias vitales. Una exégesis «espiritual» mira, pues a una vida «según el espí­ritu’. Más aún: de todo este proceso global de espiritualización «el aspecto en el que más se detiene Orí­genes es el aspecto moral» (M. HARL, Origéne el la fonction révélatrice du Tierbe Incarné, Parí­s 1958, 278 – 10 ORtGENES, In Levit., hom. 7, n. 5: PG 12,487-488; GCS VI, 387; In Num., hom. 9, n. 4: PG 12,628-629; GCS VII, 58-60. 11 AMBROSIO In Psalmum 118 exposit., sermón 15, n. 8: PL 15,1412; CSEL 62,334; n. 15: PL 15,1415; CSEL 62,338; sermón 16, n. 39: PL 15,1437; CSEL 62,372 -‘2 AMSeosio, Epist. 73, no. 10-11: PL 16,1253-1254; De Jacob et vita beata, lib. 1, cc. 4-5, no. 13-19: PL 14, 604-607; CSEL 32,3,3,13ss – 13 AMBROSIO In Psalmum 39 enarrat., n. 3: PL 14,1059; CSEL 64,215 -14 AMBRoslo, De ofcüs ministrorum, lib. 1, c. 28, n. 131: PL 16,62; De fuga saeculi, c. 3, nn. IS16: PL 14,577-578; CSEL 32,3,175ss – IsAMBROSto, De interpellatione Job el David, lib. 1, c. 5, n. 12: PL 14,802; CSEL 32,3 217 – I6 AMBROSIO, Epist. 21: sermo contra Auxentium, n. 28: PL 16,1015-1016 – Ir Entre los estudios utilizables pueden consultarse: R.P. REGAMEY, Portrait spirituel du chrétien, Parí­s 1963, passim; Y. CONGAR, Los caminos del Dios vivo, Estela, Barcelona, passim – 1s Las dos obras pueden leerse respectivamente, en PL 30,15-45 y en PL 33,1099-1120 – 19 «Cum omnibus aequaliter legis data sit gratia…»(PELAGIO, De lege divina, n. 6: PL 30,111). Cf S. PRETE, Pelagio e il Pelagianesimo, Brescia 1961, 49ss – r1AGUSTIN De gestis Pelagü, c. 7, n. 20: PL 44,332; CSEL 42,7274; cl` c. 1, n. 3: PL 44,321-322; CSEL 42,53-54 – zl pcusrtN De Spiritu el linera, c. 19, n. 32: PL 44,220; CSEL 60 185-186 – z2 AGUSTlN, ib, c. 21, n. 36: PL 44,222; CSEL 60,189; c. 26, n. 46: PL 44,228-229; CSEL 60,200-201 -73 AGUSTfN, ib c. 25, n. 42: PL 44,226; CSEL 60,196 – 7^ToMíS DE AQUINO, In 1Cor, c. 3, lects. 1 y 2: Super epí­stolas S. Pauli lectura, ed. Marietti 1, no. 83 y 9o -‘5ID, Super Evangelium S. Joannis lectura, c. 3, lect. 2, ed. Marietti, n. 453 – zb lb, c. 14 lect. 6, n. 1958 – 71 lb, c. 14, lects. 4-6, nn. 1907ss -=8Ib, c. 14, lect. 14, n. 1916 – 29 lb, Sum. c. Gentiles, lib. 4, c. 22 -30ID, S.TIL, I-II, q. 106, a. l,c – 31 lb, q. 56, a. 5, ad 2 – 32 ID, In Rom., c. 8, lect. 1: Super epistolar S. Pauli lectura, ed. Marietti 1, mi. 602603 – » Pensamos en los siguientes textos tomistas fundamentales: S.Th., I, q. 14, a. 8,c; q. 105, a. 5, c; 1-II, q. 18, a. 5, c; In 1 Ethic., lect. 2 – 34 G. SERIPANDO, In divi Pauli ad Romanos el ad Galatas Commentaria, ad Rom 8:2-35 Cf TOMíS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 68, aa. I2; q. 109, a. 9, ad 2 – 361D S. Th., q. 90, a. 2, ad 1 – » JUAN CUS6sTOMO, In Malth., hom. 15, n. 6: PG 57,230.231 – 38 TOMíS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 1118, a. 1, C – 19 JUAN CRIO$TOMD, In Matth., hom. 1, n. 1: PG 57,13-15.

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