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En 1906 el papa san Pío X escribió: «Sólo en la jerarquía residen el poder y la autoridad necesarios para llevar y dirigir a todos los miembros de la sociedad a su fin. En cuanto a la muchedumbre, esta no tiene más derecho que dejarse guiar y seguir a sus pastores con docilidad». Juan Pablo II afirmaba en 1988: «Los fieles laicos participan en la vida de la Iglesia no sólo llevando a cabo sus funciones y ejercitando sus carismas, sino también de otros muchos modos. Tal participación encuentra su primera y necesaria expresión en la vida y misión de las Iglesias particulares, de las diócesis…» (ChL 25). Entre estas dos declaraciones media: 1) una profunda indagación pastoral, teológica (especialmente en Y. Congar) e histórica del papel del laicado; 2) el Vaticano II; 3) el Código de Derecho canónico de 1983; 4) el sínodo de obispos de 1987. Clave para entender los cambios acaecidos en el siglo XX es el paso de una visión de la Iglesia marcadamente institucional —para la que Congar acuñó la palabra «jerarcología»— a las eclesiologías que surgieron antes, durante y después del > Vaticano II. La literatura sobre el laicado desde el Vaticano II es enorme, dedicando muchas revistas un número completo al asunto con ocasión del sínodo de 1987.
En las fases preparatorias del Vaticano II hubo poca participación directa de los laicos. En el segundo período de sesiones trece laicos fueron nombrados auditores, número que se elevaría más tarde a cincuenta y dos, incluyendo diez religiosas, un matrimonio, veintiocho laicos y doce laicas. Estos tomaron parte activa en la preparación del decreto AA (sobre el laicado) y de la constitución GS, en particular de su segunda parte. El concilio dejó un importante conjunto de textos sobre los laicos (LG cc. 2 y 4; AA, GS, AG), que, junto con las declaraciones de Medellín y Puebla y el nuevo Código, constituirían la base de toda reflexión seria sobre el laicado en las décadas posteriores.
La reflexión sobre el laicado cuenta en la actualidad con estudios recientes, especialmente de la época de la Iglesia primitiva. En términos generales puede decirse que la tensión principal durante los tres primeros siglos estuvo entre la Iglesia y el mundo; después de Constantino, por otro lado, fue adquiriendo importancia la tensión entre el clero y el laicado. En griego profano, laos significaba los que eran gobernados o estaban sometidos a impuestos. La palabra «laico» (laikos) no aparece en los LXX ni en el Nuevo Testamento. Encontramos más bien palabras como «creyentes, elegidos, escogidos, santos, hermanos». La primera vez que aparece es en la Carta de Clemente: «El laico está sometido a las ordenanzas del laicado (ho laikos anthrópos tois laikois prostragmasin dedetai), frase enigmática que algunos consideran como el origen del laicado cristiano, mientras otros mantienen que se refiere a alguien que es como un judío, que no acepta los caminos cristianos, y que por consiguiente, privado de la verdadera sabiduría, tiene sólo obligación de obedecer». La palabra no aparece para nada en Justino o Ireneo, pero cuando la encontramos en Clemente de Alejandría aparece ya con un significado parecido al moderno. En dos casos la palabra se refiere a los vulgares o a los no creyentes, pero en un tercer caso aparece en el contexto de las posturas «encratitas» —herejía contemporánea a los gnósticos, ebionitas y docetas de prácticas ascéticas radicales— sobre el matrimonio: el hombre de una sola mujer, ya sea sacerdote, diácono o laico, se salvará engendrando hijos. Los laicos se distinguen de los sacerdotes y de los diáconos, pero no todavía como opuestos a ellos. Tertuliano muestra una clara dicotomía entre clérigos y laicos. Reconoce a los laicos facultad para bautizar, pero estos han de ser extremadamente respetuosos con los derechos del obispo. Pero sostuvo, especialmente durante su fase montanista, que la distinción entre clérigos y laicos se deriva de una decisión de la Iglesia, por lo que el clero procede del laicado. En otros aspectos sus últimas concepciones fueron muy radicales en su insistencia en el sacerdocio de los cristianos y en las conclusiones derivadas del mismo. En tiempos de Orígenes, al parecer, la distinción de funciones entre el laicado y el clero se estaba haciendo más marcada. Ampliamente respetado como maestro y siendo todavía laico, los obispos locales lo invitaron a predicar durante su viaje por Cesarea y Jerusalén. Su obispo, Demetrio, se oponía fuertemente a que un laico predicara en presencia de un obispo. (Más tarde Orígenes fue ordenado sacerdote). Así fue como al menos durante la generación del 180 al 230 se produjo la diferenciación definitiva de los clérigos y los laicos. Inicialmente la diferencia entre los laicos y los clérigos se basaba en la liturgia (>Tradición apostólica y >Laicado y ministerio), pero poco a poco se fueron constituyendo dos estados diferentes tanto en Oriente como en Occidente». La legislación litúrgica y canónica de los siglos III y posteriores (>Colecciones apostólicas >Pseudoepigrapha) estableció claramente el papel principalmente pasivo del laicado, con la excepción —siguiendo el modelo de los levitas en el Antiguo Testamento»— de aportar activamente dinero para el sostenimiento del clero y de los pobres asistidos por el obispo. Las >Constituciones apostólicas, desde los siglos III y IV, determinan claramente en las leyes el papel y las funciones de los laicos. Tienen además la responsabilidad de evitar el escándalo y de expandir la Iglesia ayudando a la conversión de los pecadores. El lenguaje acerca de los laicos parece todavía en proceso de evolución. Probablemente el hecho de que las mujeres, como jóvenes vírgenes, como esposas o como viudas, carecieran de medios económicos independientes para desempeñar este ministerio laico, cada vez más importante y casi único, del sostenimiento económico, sea la causa de que nunca se las incluya dentro de la categoría de los laicos.
Mientras que por un lado vemos restringirse el ministerio de los laicos, observamos por otro ejemplos de gran interés por la opinión de los laicos, como en el caso de Africa, atestiguado por san >Cipriano. Se les consultaba acerca de los lapsi (>Reconciliación) y sobre la elección de los obispos, aunque no siempre sabemos con precisión a quiénes se consultaba y cómo —en algunos casos los laicos elegían en una corta lista de candidatos; en otros se limitaban a aceptar al candidato propuesto—. Cipriano mantenía como principio no actuar sin consultar, aunque a veces actuaba en contra de la opinión del pueblo. Los laicos tenían que apoyar al clero, que tenía que dedicarse al servicio del altar y a la oración. La >Tradición apostólica da testimonio de la consulta a los laicos en Roma con ocasión del nombramiento de los obispos.
A partir del siglo V la división clérigos/laicos es completa, tendiendo los presbíteros a asumir todos los ministerios, a excepción del ministerio crucial laical de la financiación económica; no obstante, en ciertas Iglesias particulares se mantuvieron durante algún tiempo algunos de los oficios de siglos anteriores. Cuando surgió el monaquismo, los laicos ocuparon el lugar más bajo: clérigos, monjes y, finalmente, laicos. En la teología y el derecho posteriores se tendió a describir o definir a los laicos como los que no eran clérigos ni religiosos. Es famosa la definición del canonista Graciano (+ 1159 ca.): «Hay dos tipos de cristianos: los clérigos y los laicos».
Durante 1.000 años hubo pocos cambios. La lucha de >Gregorio VII (1073-1085) y sus sucesores contra las investiduras seglares subrayó aún más la distinción entre clérigos y laicos. Había entre ellos una frontera; pero la Iglesia misma, en la liturgia y en los mejores teólogos medievales, era considerada como la asamblea de los fieles, como una comunión, como el pueblo de Dios. La insistencia en el clero jerárquico provocó sin embargo una reacción en los distintos movimientos laicos de la Edad media, y en autores como >Hus, >Wyeliffe, Dante o Marsilio de Padua (+ 1342), ortodoxos y heterodoxos.
Los reformadores insistieron en la doctrina escriturística del sacerdocio de todos los creyentes como un modo de atenuar el carácter jerárquico, pero esto condujo a una insistencia aún más clara en la estructura jerárquica de la Iglesia en el concilio de Trento. La eclesiología oficial o dominante de la «sociedad perfecta» y de la sociedad «desigual» dejaba poco espacio para una apreciación positiva del papel de los laicos antes del Vaticano II.
En el siglo XX no sólo se publicaron estudios, sino que también surgieron institutos seculares, la Acción Católica y un nuevo énfasis en el >apostolado laical. En 1946 Pío XII afirmó ante el colegio de cardenales que los laicos «son la Iglesia»». En el segundo Congreso mundial sobre el apostolado seglar (1957; el primero fue en 1951; el tercero sería en 1967), Pío XII habló de la «consagración del mundo» como actividad principal de los laicos. La expresión sería usada sólo una vez en el Vaticano II (LG 34), que prefirió frases equivalentes como «dirigir los asuntos temporales de acuerdo con la voluntad de Dios» (LG 31), o «difundir el reino de Cristo» (AA 2). Pero en torno a esta idea fue surgiendo una amplia literatura. Antes del concilio, la «consagración del mundo» solía verse como una acción en colaboración con la jerarquía, o en nombre de ella; pero después varias alocuciones de Pablo VI se refirieron a la consagración del mundo como una tarea específica de la misión de los laicos.
A comienzos del Vaticano II se hicieron muchos estudios, pero no había todavía una teología madura del laicado que sirviera de base para la edificación del concilio. Quizá el acto más significativo del concilio en relación con los laicos sea la decisión de hablar de todo el pueblo de Dios (c. 2), antes de tratar específicamente de la jerarquía (c. 3) y de los laicos (c. 4) en la fundamental constitución sobre la Iglesia. Se hace en ella además un esfuerzo decidido por describir a los laicos en términos positivos: «Con el nombre de laicos se designan aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la Iglesia. Es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde» (LG 31). Esta descripción del laicado no deja de plantear problemas, y ha habido varios intentos de desarrollar sus implicaciones o reformularlas desde un punto de vista teológico o jurídico.
El concilio añade en LG 31: «El carácter secular es propio y peculiar (indoles saecularis propria et peculiaris) de los laicos». Sin embargo, propria y peculiaris han de considerarse como indicadores de elementos constantes, y no de lo que es específico del laicado. Se admite que los clérigos y los religiosos pueden comprometerse en asuntos seculares, pero el concilio trata de aclarar en qué consiste el carácter secular del laicado: «A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (LG 31; cf GS 43). Esta idea se desarrolla más adelante, cuando el documento muestra cómo los laicos participan en el oficio sacerdotal (LG 34), profético (LG 35) y real (LG 36) de Cristo (>Triple «oficio»: sacerdote, profeta y rey). Pero el modo fundamental de ser Iglesia es como fiel laico. A esta se añaden otras especificaciones (órdenes sagradas, profesión religiosa). No se necesita tanto una teología de los laicos cuanto una teología de los fieles cristianos.
Una idea fundamental es la siguiente: «El apostolado de los laicos es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia (ipsius salvificae missionis ecclesiae), apostolado al que todos están destinados por el Señor mismo en virtud del bautismo y de la confirmación» (LG 33; cf AA 3). Esto supone un avance: el apostolado de los laicos está enraizado en los sacramentos recibidos, por lo que «los laicos están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos» (LG 33). La idea de ser levadura en medio del mundo se encuentra tanto en LG 31 como en AA 2; este último pasaje habla también de que los laicos participan en el oficio sacerdotal, profético y real de Cristo. El concilio es claramente consciente de la doble posición y apostolado de los laicos en la Iglesia y en el mundo (LG 36; AA 5-6; GS 43…). Lo que no está tan claro es qué se incluye en la expresión «misión salvífica» de LG 33. Pero en cierto sentido podemos considerar AA como un decreto a medio camino entre LG y GS. Se muestra en él de manera especial la urgencia de transformar el orden temporal: «Hay que instaurar el orden temporal de tal forma que, salvando íntegramente sus propias leyes, se ajuste a los principios superiores de la vida cristiana y se mantenga adaptado a las variadas circunstancias de lugar, tiempo y nación» (AA 7). Y también: «El apostolado en el medio social, es decir, el afán por llenar de espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en que uno vive, es hasta tal punto deber y carga de los seglares, que nunca podrá realizarse convenientemente por los demás» (AA 13). El apostolado de los laicos se ejerce en todos los aspectos de la vida; puede asumir muchas formas (AA 9-22; EN 70-74) y establecer multitud de relaciones con la jerarquía (AA 23-26). A medida que avanzaba el concilio se iba profundizando en la comprensión del ministerio (>Laicado y ministerio), aunque el nuevo Código se mostrará más restrictivo. Pero es claro que la falta de una teología coherente, que ponga en relación la Iglesia, el reino y el mundo, ha hecho que queden en las declaraciones del concilio algunas cuestiones insuficientemente desarrolladas, especialmente la misma noción de lo «secular». En la exhortación apostólica possinodal Christifideles laici (1988) encontramos posteriores aclaraciones: «El carácter secular debe ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades sociales. La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada por su índole secular» (ChL 15; la cursiva pertenece al original).
Los autores del Código de Derecho canónico hicieron repetidos esfuerzos por definir a los «laicos», tratando de evitar una definición meramente negativa, como en el Código de 1917. Al final no dieron ninguna definición del laicado, centrándose más bien en la noción de los fieles cristianos, algunos de los cuales son clérigos y otros laicos. El Código toma la descripción de los laicos del texto antes citado de LG 31 y, modificándolo ligeramente, lo aplica a los fieles cristianos, es decir, a todo el pueblo de Dios, jerarquía y laicos (CIC 204; cf también 96). Aunque «laico» sigue siendo un término canónico, parece que se prefiere centrar la atención en los fieles cristianos (Christifideles). Pero la idea clave de los oficios sacerdotal, profético y real (CIC 204 § 1) no se aplica convincentemente en las últimas partes del Código. El Código describe dos situaciones dentro del pueblo de Dios por institución divina: la de los ministros sagrados y la de los otros fieles cristianos —a los primeros el derecho los llama clérigos; a los segundos, laicos—. El mismo Código observa que los que se consagran a Dios de un modo especial y hacen profesión religiosa de un modo reconocido y sancionado por la Iglesia pueden ser tanto clérigos como laicos (CIC 207).
[Como panorama sintético de toda la cuestión referente a la «secularidad» del laico y su condición teológica se pueden presentar tres interpretaciones principales: la directamente teológica basada en la tripartición de los fieles: clérigos, laicos y religiosos del CIC 225 § 2; 1427§ 3; 711, y reflexionada teológicamente por E. Corecco y la Universidad de Navarra; la interpretación sociológica, basada en la bipartición de los fieles cristianos: clérigos y laicos del CIC 207 § 1, defendida por la escuela de Munich (K. Mórsdorf, W. Aymans…), así como por destacados teólogos italianos como S. Dianich y B. Forte y finalmente, una postura intermedia en clave de misión, que quiere seguir a Y. Congar, con el teólogo W. Kasper —que habla del «Weltdienst» (servicio al mundo)— y los canonistas J. Beyer y G. Ghirlanda.]
Se hace en el Código una importante declaración tomada de LG 32 y en la que, tras una gestación larga y compleja, se afirma la igualdad radical de todos los fieles cristianos en virtud del bautismo: «Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del cuerpo de Cristo» (CIC 208). Se trata de un aspecto de la vida social y teológica de la Iglesia que ni los laicos ni los pastores han asumido todavía suficientemente. Los pastores son «hermanos en Cristo» de los laicos (LG 37), y así, de hecho, los obispos y los sacerdotes se dirigen normalmente al pueblo con el apelativo de «hermanos». Pero por parte de los laicos no se ha desarrollado todavía suficientemente el sentido de la hermandad con los pastores, a los que, según el mismo artículo de la Lumen gentium, deben respetar y obedecer.
Otro aspecto muy importante del Código de 1983 es que por primera vez en la historia del derecho canónico se hace una lista bastante completa de los derechos y deberes de los distintos grupos dentro de la Iglesia. En relación con los laicos están los derechos y deberes de los fieles cristianos, a saber, los clérigos y los laicos (CIC 208-223), y una serie complementaria de derechos y deberes de los fieles laicos (CIC 224-231). Puede decirse que estos cánones, más que garantizar derechos, lo que hacen es reconocer los derechos y deberes derivados del hecho de ser cristiano». Respecto de todos los fieles cristianos establece: la igualdad fundamental de todos, la llamada universal a la santidad y a la misión de la Iglesia (CIC 208-211); la obediencia a la jerarquía, con derecho a solicitar y expresar ante ella la propia opinión (CIC 212); el derecho a los bienes espirituales de la Iglesia, a dar culto según el propio >rito y a tener una espiritualidad en conformidad con la doctrina de la Iglesia (CIC 213-214); el derecho de >asociación y de reunión, a la educación y a la libertad de investigación y búsqueda en los estudios sagrados, con la debida deferencia al magisterio (CIC 215-218); los derechos personales: libertad para elegir el estado de vida, el buen nombre, la vida privada, la reivindicación de los derechos, la realización de un proceso y la restricción de las penas canónicas de modo que sean conformes a la ley (CIC 219-221); deberes sociales: sostenimiento de la Iglesia, promoción de la justicia, ayuda a los pobres, respeto al bien común, limitación de los derechos en razón del bien común (CIC 222-223). Hay además (CIC 224-231) siete obligaciones y derechos y seis capacidades particulares de los fieles laicos. Obligaciones y derechos: participar en la misión de la Iglesia, la vocación de los casados, los deberes de los padres, la educación cristiana, la educación teológica superior, una retribución adecuada cuando están empleados al servicio de la Iglesia. Capacidades: estudiar y obtener grados en teología, así como enseñarla; ser ministros de distintos modos en la liturgia; ser consultores. Estas listas recogen derechos y deberes básicos; en otros lugares del Código pueden encontrarse otros más particulares. Una omisión sorprendente es, sin embargo, el derecho y el deber de los laicos a ejercer sus >carismas en la Iglesia, punto este vigorosamente subrayado en el Vaticano II (AA 3; PO 9; cf LG 12), considerándose de hecho el discernimiento de los carismas como una tarea urgente en la Iglesia. Un punto débil en el ejercicio de estos importantes derechos es la ignorancia práctica de las distintas formas de recurso de que disponen los miembros de la Iglesia que consideran que sus derechos han sido conculcados. Se afirma el derecho a la reivindicación y defensa de los derechos (CIC 221), y hay estructuras especiales para ello, desconocidas sin embargo para la mayor parte de los miembros de la Iglesia: procedimiento judicial para la reivindicación de derechos (CIC 1400-1670), procedimiento de recurso contra actos administrativos (CIC 1732-1739) y normas para la conciliación y el arbitraje (CIC 1733)
Aunque está claro que el Código pretende que los laicos puedan desempeñar oficios en la Iglesia que impliquen >jurisdicción, no está tan claro el que puedan ser depositarios de potestad (potestas). Hay dos escuelas de pensamiento en torno a este último punto»: la llamada «Escuela alemana», que es negativa, y la «Escuela romana», que es positiva en relación con la posibilidad de que los laicos tengan potestad eclesiástica»; piedra de toque de cada una de estas escuelas es la interpretación del CIC 274 § 1 y 1421 § 1. Es evidente que el Código no quería decidir jurídicamente un punto que todavía no está claro en eclesiología.
Los que están interesados en el tema difícil y sensible del peligro de clericalización de los laicos parecen poder clasificarse en varios grupos: algunos desearían poder mantener a los laicos apartados de los ámbitos considerados de dominio clerical; otros desearían llamar la atención de los laicos sobre la necesidad de inculturar el evangelio en el mundo; otros, en fin, tienen quizá empeño en evitar que las mujeres piensen que pueden ser llamadas al ministerio ordenado. El problema de la clericalización puede plantearse fácilmente cuando se considera que los laicos actúan en nombre del clero, o bajo su estricta supervisión, y no en virtud de su mismo estado, resultante del bautismo y la confirmación (cf ChL 23). Los laicos participan del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, y sólo ocasionalmente debería considerarse que participan o colaboran con la jerarquía en el ejercicio de esta triple función.
Se han realizado enormes avances en la comprensión de la liturgia por parte de los laicos y en la participación activa de los mismos en ella. La liturgia es primariamente una actividad de todo el pueblo de Dios, es decir, de todos los fieles, tanto laicos como clérigos, cada uno según su estado. La liturgia es la cumbre de la vida de la Iglesia, pero no agota la misión de la Iglesia (SC 9). Lo que determina el lugar jurídico de una persona en la Iglesia no es tanto la función que desempeña cuanto los sacramentos que ha recibido (bautismo, confirmación, matrimonio, órdenes) y su consagración o no por medio de los consejos evangélicos. La encíclica de Pío XII Mediator Dei, así como el Vaticano II, prepararon el camino a las disposiciones canónicas actuales en relación con la participación de los laicos en la liturgia: «A los demás fieles les corresponde también una parte propia en la función de santificar, participando activamente, según su modo propio, en las celebraciones litúrgicas y especialmente en la eucaristía…» (CIC 835 § 4); «Las acciones litúrgicas no son acciones privadas, sino celebraciones de la misma Iglesia (…). Las acciones litúrgicas, en la medida en que su propia naturaleza postule una celebración comunitaria y donde pueda hacerse así, se realizarán con la asistencia y participación activa de los fieles» (CIC 837). Los laicos pueden además administrar 19 sacramentales o bendiciones (CIC 1168) en el Ritual romano revisado. [En 1997 ha aparecido una Instrucción sobre la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes firmada por ocho organismos de la Curia romana de tono más bien crítico respecto a las posibilidades de los laicos. Así, se subraya el carácter de «suplencia» y de «excepcionalidad» de la colaboración de los fieles con los sacerdotes y por esta razón no es extraño que la reacción ante tal Instrucción haya sido particularmente negativa (>Acólito).]
Un avance importante en teología es el número creciente de laicos y de religiosos no ordenados que se dedican profesionalmente a la teología. Este retorno a una antigua situación no puede sino enriquecer a la Iglesia con nuevas perspectivas de la Escritura y la teología y profundizar nuestro conocimiento de la misma Iglesia.
Un aspecto de importancia cada vez mayor en relación con los laicos es el ecumenismo. Este supone un desafío para la Iglesia católica en dos sentidos: las otras Iglesias mirarán sin duda el trato que esta da a los laicos antes de plantearse la reunificación; la Iglesia católica, aun manteniendo su estructura jerárquica, puede aprender mucho del espíritu, e incluso de la práctica, de otras Iglesias en el papel que estas asignan a los laicos.
Un área que reclama gran atención es la de la espiritualidad de los laicos (AA 4; cf LG 11, 41; ChL 16-17) Gran parte, aunque ni mucho menos la totalidad, de los grandes escritores espirituales han sido clérigos o religiosos: la Iglesia necesita reflexionar sobre la espiritualidad de los laicos, de modo que todos los estados —soltería (temporal o permanente), matrimonio, viudedad— puedan encontrar su adecuada conformación a Cristo y su propio camino de vida bajo la guía del Espíritu Santo, sobre la base de los sacramentos del bautismo y la confirmación. La llamada universal a la santidad de LG 5 supone para la Iglesia un desafío importantísimo.
Por último, habría que notar los desarrollos en relación con el laicado dentro del Vaticano II. El Vaticano II expresó su deseo de que se creara un secretariado al servicio del apostolado de los laicos (AA 26). Pablo VI, por medio del motu proprio Catholicam Christi Ecclesiam, de 1967, estableció ad experimentum el Consejo para los laicos. Tras obtener su estructura formal en 1976 con Apostolatus peragendi, el organismo se convirtió en el Consejo pontificio para los laicos, siendo notablemente fortalecido. Se ha dicho que desde entonces se ha clericalizado y ha perdido flexibilidad en el servicio a los laicos.
Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiología, San Pablo, Madrid 1987
Fuente: Diccionario de Eclesiología
«¿Cómo revelan nuestros gestos su valor cristiano? a) Nuestros gestos —cualesquiera que sean— son cristianos cuando acogen al Señor de una manera personal y original. Cuando son un «sí» al proyecto de Jesús sobre mí, cuando le acogemos con todo el corazón, no sólo externamente. Es esta acogida la que da valor a cada gesto del hombre, por pequeño e insignificante que sea. Acogida personal —hecha por nosotros con lo que somos— y original —por ser un poco imprevisible—. Es aquí donde se capta la espiritualidad del gesto: es tan imprevisible como el Espíritu, que sopla como quiere y no sabes de dónde viene ni adonde va. El cristiano que responde —de manera personal y original— a las exigencias de Jesús en su existencia histórica, demuestra que está haciendo un camino espiritual, que es movido por el Espíritu. b) Una segunda característica de los gestos cristianos es que son desinteresados y gratuitos, son totales, son gestos en los que damos todo lo que tenemos. El laico cristiano es aquel que lo hace todo en serio. Puede que en ocasiones se equivoque, desde el punto de vista de la eficacia o de la relación instrumentosresultados, pero se entrega de verdad, se ofrece; en una palabra, se la juega. Es la forma oblativa del gesto lo que cuenta de verdad, no importa tanto el tipo de gesto. Podrá ser el compromiso político, el estudio, la familia, el trabajo: lo que hace falta es que el cristiano se esfuerce seriamente en su existencia histórica. c) Nuestros gestos, si son cristianos, son pro féticos. El discípulo sencillo, que actúa en la fe de la Iglesia, no siempre capta el valor profetice Pero es profético cuando es evangélico, cuando está en el espíritu de las bienaventuranzas; y proclama la muerte y la resurrección del Señor, lo hace presente, lo encuentra en las distintas situaciones. «Quien os acoge a vosotros, a mí me acoge», pero no sabe que me acoge a mí.
Carlo María Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997″
Fuente: Diccionario Espiritual
Parece imposible exponer aquí todos los aspectos que se discuten bajo este tema. Por eso, sólo esbozaremos en una visión esquemática los cambios en la conciencia eclesiástica, en cuanto son importantes para nuestro tema. En un segundo paso, intentamos una síntesis de las declaraciones del concilio Vaticano II sobre los l. El que los l. ocupen en la Iglesia el puesto que les corresponde, no es tanto resultado de exhortaciones pastorales y de medidas de organización, cuanto fruto de la formación de la conciencia interna de la Iglesia, conciencia que está decisivamente determinada por la manera como aquélla se entiende y realiza a sí misma en el ámbito teológico.
I. Visión histórica
1. El Nuevo Testamento habla de la Iglesia como una comunidad que está definida frente al mundo por una relación especial con Dios creada por Jesucristo. Los miembros de esta comunidad, llamados kletoí, qgioi, mathetaí, adelfoi, son escogidos del mundo por el llamamiento que les llega de Cristo y quedan configurados en un pueblo peculiar (cf. 1 Pe 1, 10). A este pueblo y a todos sus miembros se aplican los enunciados que en el AT designan la peculiaridad y santidad del culto y de sus ministros: sacerdocio santo, realeza sacerdotal, templo espiritual (cf. 1 Pe 2, 9s; 1 Cor 3, 16s; 2 Cor 6, 16s; Ef 2, 19-22; Heb 10, 21s). Pero la elección no significa separación, sino santificación representativa y testimonio ante el mundo (cf. ->apóstol, ->representación). Dentro de este pueblo el NT conoce diferencias, en primer lugar a causa de los carismas (1 Cor 12, 7; 14, 26), y en segundo lugar a causa de la potestad y autoridad: ministros (1 Cor 4, 1; 2 Cor 3, 6; 6, 4), presidentes (Rom 12, 8; 1 Tes 5, 12; Heb 13, 7.17.24; Act 13, 1; 20, 28), pastores (Ef 4, 11), ancianos (Tit 1, 5), doctores (Act 13, 1; 1 Cor 12, 28). Se resalta el carácter comunitario de estos dones y ministerios particulares (cf. 1 Cor 12; véase ->oficio y carisma, potestades de la ->Iglesia).
2. La experiencia de la Iglesia primitiva como «pequeña grey», e igualmente de las persecuciones cristianas y del martirio de algunos miembros, intensifica en la conciencia cristiana los factores de separación y de solidaridad mutua. Paralelamente tiene lugar la diferenciación de la jerarquía de esta comunidad como imagen del orden divino y como representación de la autoridad de Dios y de Cristo. En la carta de Clemente (40, 6) se encuentra luego, hacia el año 95, por vez primera el concepto de Aatxós para designar al simple creyente a diferencia del representante del ministerio. La traducción latina plebeius conduce luego – sobre todo en un contexto espiritual cambiado – bajo el influjo del uso profano del término al sentido de «masa no cualificada» (Congar).
3. Para la posterior evolución en la edad media es fundamental la confluencia gradual, condicionada por diversas circunstancias, de Iglesia y sociedad terrena. La tensión y el contraste entre Iglesia y mundo se desplazan al ámbito interno de la Iglesia: al hombre espiritual (p. ej., el monje) se contrapone el que se ocupa de las cosas de este mundo. El contraste no se entiende tanto histórica y escatológicamente, cuanto moralmente: al mundo del espíritu se contrapone, poniéndolo en peligro, el mundo de lo carnal. De ahí se sigue que la verdadera condición cristiana se demuestra sobre todo en el desprendimiento del mundo. Sobre la Iglesia, único elemento estable en el derrumbamiento producido por las invasiones, se carga a la vez una función de orden en el ámbito político de los pueblos jóvenes. La misión de la Iglesia y la acción política se entremezclan de una manera peculiar y desconocida hasta entonces para la experiencia cristiana.
Estas circunstancias originan en los ministros de la Iglesia una aproximación a formas monacales de vida (p. ej., el celibato) y hacen de la jerarquía eclesiástica una peculiar magnitud sociológica (vestido propio, tonsura con consecuencias de derecho civil). La antítesis espiritual-secular se introduce como elemento para distinguir la jerarquía frente al simple creyente.
La cura de almas de la edad media consagra al l. una atención particular. Le pone delante sus deberes de estado y trata de ofrecerle ayuda para realizar una existencia cristiana dentro del mundo, aunque se la ofrece siempre de acuerdo con un ideal cristiano del tipo monástico. El l. sólo es ágios en un sentido metafórico; en el concepto de masa no cualificada entra un factor religioso. Laico en sentido plenamente positivo lo es el gobernante político, cuya formación se toma muy en serio y cuya acción es estimada como auténtico servicio a la Iglesia (cf. su consagración eclesiástica). Son una imagen fiel de este dualismo dentro de la Iglesia las variaciones que se realizan en la liturgia al pasar de la antigüedad a la edad media. Al clero que actúa se contrapone la comunidad oyente de los simples fieles, para cuyos ojos queda velado el misterio (lengua litúrgica, canon pronunciado en voz baja, coro, retroceso en la frecuencia de la comunión).
4. El humanismo, la reforma protestante, la organización de la sociedad política en la ->revolución francesa, que puso fin a la edad media, la dilatación del horizonte en la época de los descubrimientos y la superación de las fronteras del occidente cristiano trajeron la era de la emancipación del mundo y la conciencia de su propio valor y de su autonomía. Desde entonces el mundo se configura por razón de sí mismo y se niega a ser únicamente material para que la Iglesia se represente a sí misma. Por vez primera en su historia, la Iglesia se enfrenta con un mundo en el sentido pleno de la palabra, con un mundo consciente de sí mismo e ilimitado, donde los cristianos vuelven a ser la «pequeña grey». La Iglesia reacciona en este enfrentamiento primeramente con una redoblada actividad para afirmarse y defenderse a sí misma. La pastoral del siglo xix, p. ej., está determinada por el intento de asegurar dentro de este mundo islotes de la antigua cristiandad. Las relaciones entre la Iglesia y el Estado son enfocadas bajo el ángulo visual de la defensa del espacio en que la Iglesia pueda moverse libremente (concordatos). En este esfuerzo se reclama de buen grado la ayuda del l., que ahora es estimado como experto en el dominio de un mundo cada vez más complicado. Pero su servicio a la Iglesia es destacado todavía frente al plano común de los cristianos, de acuerdo con una conciencia todavía medieval. Se encuentran soluciones de su relación con la Iglesia que ostentan todos lossignos de la transición; p. ej.: el mandato episcopal, la unión de su forma profana de vida con ideas monacales, la acción católica.
II. El concilio Vaticano II
Estas formas de transición eran, a la verdad, etapas necesarias en el camino evolutivo de una conciencia eclesiástica que tomó cada vez más en serio el mundo y su autonomía y había de tener sus consecuencias dentro del ámbito de la Iglesia. La tensión Iglesia-mundo recupera en un clima de pensamiento histórico su componente escatológica, y pierde a la vez su cualidad unilateralmente moral. La mentalidad de «propia defensa» cede el paso a la conciencia de misión de la Iglesia al mundo. Corre paralelo el desplazamiento de los focos de tensión mundo-Iglesia, pues el primero deja de hallarse en el interior de la Iglesia misma. Pierden consistencia las fronteras entre ministerio y fieles (clericalismo, anticlericalismo, que operan también dentro de la Iglesia). El estado laical cobra una conciencia hasta entonces desconocida de su peculiaridad en la vida eclesiástica. El concilio Vaticano II se ha apropiado esta experiencia viva de la Iglesia, reconociendo en ella la acción innegable del Espíritu Santo y dándole expresión magisterial. En el conjunto de su doctrina (y no sólo en los párrafos que atañen expresamente a los l.) ha proporcionado una multitud de elementos imprescindibles para el ulterior desenvolvimiento de una conciencia eclesiástica que conceda a los l. el lugar que les corresponde.
1. El capítulo segundo de la Constitución sobre la Iglesia desarrolla – partiendo de 1 Pe 2, 9s – la doctrina de la unidad de todos los miembros de la Iglesia, unidad que se funda en el llamamiento común a todos (voluntad salvífica universal de Dios, en ->salvación), en el bautismo y la confirmación y en la participación del triple oficio de Cristo. Estos puntos comunes anteceden a toda distinción, como lo indica ya el lugar de este capítulo en el conjunto de la constitución, lugar que le fue señalado en el curso de los debates conciliares.
Pero, evidentemente, este ->pueblo de Dios existe en la historia como comunidad jerárquica. Al sacerdocio común a todos los fieles (con alusión clara a la doctrina formulada en la reforma protestante sobre el sacerdocio universal, que operó siempre como contrapunto en la discusión católica preconciliar) se contrapone el sacerdocio ministerial, que se distingue esencial y no sólo gradualmente del primero, y debe su origen a la institución divina (III n.0 28).
Otro elemento de distinción son los dones particulares del espíritu (carismas), esparcidos por la comunidad. Estos son signos de la vivificación del pueblo de Dios por el único Espíritu y se distinguen en su concreta forma histórica.
El concilio resalta la idéntica función comunitaria de estos oficios y dones diversos, la cual sirve luego de base para la exhortación a que los distintos ministerios se subordinen entre sí (p. ej., II n° 10, 17).
2. El capítulo cuarto de la Constitución sobre la Iglesia habla de la posición propia del l. en el conjunto de la Iglesia, y constituye la base del Decreto sobre el apostolado de los seglares. El l. no se distingue de la jerarquía y del estado religioso por una menor cuantía en la participación y realización de la existencia cristiana, sino por su posición en el mundo (cf. la descripción del concepto de «laico» en iv n° 31, así como la acentuación constantemente repetida del llamamiento y de la dignidad comunes a todos). Ahora bien, la vocación cristiana siempre implica la obligación de tomar parte en la misión salvadora de la Iglesia misma (rv n° 33); «el apostolado es deber y derecho común a todos, clérigos y laicos» (Apostolado de los seglares, n.° 3, 25). La vocación al apostolado se da en el bautismo y la confirmación, y no por un mandato especial de la jerarquía, que sacara al individuo de la masa de los demás (cf. la expresión irónica «católico de profesión» usada en Alemania, y la expresión «católico militante» usual en los países latinos). Los textos conciliares para designar esa actividad seglar usan las palabras tradicionales «apostolado de los l.», pero dándoles una acepción tan alejada del sentido literal originario, que son menester minuciosas explicaciones para no caer en el peligro de restringir esta actividad a una «colaboración espiritual». De acuerdo con estos textos no hay que partir de un dualismo intraeclesiástico sacerdote-creyente o de la antítesis espiritual-secular (a la Iglesia le conviene el carácter secular en su conjunto (al l. no le conviene exclusivamente, sino sólo de manera particular, iv n° 33); más bien habría que poner en primer término la unidad de la cualidad cristiana común a todos y de la misión a todos encomendada, y explicar luego en este marco la diferencia de los ministerios o servicios particulares.
Partiendo de la visión de esta unidad y del hecho de que los distintos servicios – si quieren alcanzar el fin común a todos – están referidos unos a otros (cf. la exhortación a la modestia dirigida a los ministros, que deberían saber «que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvadora de la Iglesia en el mundo», iv n.° 30); partiendo de la unión viva con Cristo como condición de la fecundidad de la actividad de los l. (unión que los remite a los representantes de la palabra y de los sacramentos; Apostolado de los seglares I n.° 4, vi n° 28s), y de su apertura espiritual para el estado religioso en su testimonio de que «el mundo no puede transformarse sin el espíritu de las bienaventuranzas» (IV n° 31); en un espíritu de fraternidad (XV n° 31) y de respeto de la competencia que incumbe al otro y de la libertad que de ahí se deriva (cf. XV n° 37 y el deber de obediencia de los l., que se delimita puntualmente en II n° 25 y IV n° 37), deberían luego trazarse las distintas formas de organización en que se realiza la cooperación del l. en la vida y misión de la Iglesia, formas a las que se refieren los textos conciliares en muchos pasajes (cf. Constitución sobre la Iglesia, IV n° 33; Apostolado de los laicos, IV y v; Decreto sobre los obispos, I n.° 10, II n° 27; Decreto sobre la actividad misional, II n.° 21). El concilio se abstiene de precisar detalladamente cuáles son tales formas, y ofrece así la oportunidad de soluciones flexibles, adaptadas a las eventuales circunstancias. Pero, en todo caso, esas soluciones no deben malograrse ni por pereza, ni por construcciones que se orientan sin espíritu crítico por modelos y lemas políticos, y por tanto no responden suficientemente a la constitución propia de la Iglesia.
La conciencia de la unidad del pueblo de Dios dependerá en gran parte del éxito en la reforma litúrgica, que can su orientación a una «participación plena, consciente y activa de todos los fieles» y con distintas medidas (sencillez e inteligibilidad de los ritos, empleo de la lengua materna, distribución de las distintas funciones litúrgicas) da impulsos para la evolución, y a la vez ofrece un criterio para lo ya logrado o lo que aún está por alcanzar.
3. Factor importante de la formación de la conciencia eclesiástica de los l. es además la indicación del fin de su misión peculiar. El concilio intenta dar esa indicación en diversos pasajes, más describiendo que definiendo con precisión. Para entender rectamente estas descripciones (p. ej., «presencia eficaz de la Iglesia en el mundo», «testimonio por la fe, esperanza y caridad», bien por la propia palabra, bien por la predicación de la palabra [evangelización]; «ordenación de las cosas temporales»; «santificación del mundo»), hay que situarlas sobre el fondo de la relación entre el orden creado y el de la redención. La definición de la Iglesia, dada al principio de la Constitución sobre la Iglesia, como «sacramento, es decir, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (i n.° 1) – con lo cual se resalta el carácter misional de la Iglesia -, se despliega en lo que sigue bajo una perspectiva histórico-escatológica (vil n° 48) y cósmica (Constitución pastoral, rv n° 45; cf. también m n° 39).
Esta recapitulación encarnacionista del crear humano y de la historia profana en Cristo (en dependencia de Ef 1, 10) prohíbe todo dualismo que disocie ambos órdenes, que yuxtaponga simplemente la Iglesia y el mundo (sin interés mutuo) y disgregue la recién ganada visión de la Iglesia en especialistas para lo natural (l.) y especialistas para lo sobrenatural (clero). Por el repudio implícito de una teología ahistórica de estratos sobrepuestos se ve claramente que la actividad antes mencionada del l. en el mundo debe entenderse como una magnitud teológica y salvífica. La «ordenación de las cosas temporales» y el «testimonio» (evangelización) no son dos actos separados, sino que deben ponerse al mismo tiempo en el único y mismo esfuerzo humano. Sólo la renuncia al dualismo expuesto permite también que tenga efecto lo que el concilio dice sobre el sentido de la configuración humana del mundo (Constitución pastoral, III n° 35, IV n.° 43).
Mas como la unidad de ambos órdenes se funda en el fin y en el designio salvífico de Dios, pero no en un hecho que sea ya actual; como además el pecado pone en riesgo la convergencia de la dinámica humana e histórica en Cristo (Constitución pastoral, III n.0 37, IV n.o 45); el concilio habla de la recta autonomía de las realidades terrenas (Constitución pastoral, II n.° 36). Efectivamente, la Iglesia y el mundo no coinciden sin más, sino que están en diálogo recíproco (Constitución pastoral, LV n.° 40) y se penetran mutuamente. Para el l. nace aquí la tarea particular de tomar en serio el mundo en su sentido propio y de trabajar juntamente con todos los otros hombres en su desarrollo (Constitución pastoral, III n° 43). Sobre la conciencia del l. pesa la carga de sostener los conflictos que le plantea el hecho de ser ciudadano de la sociedad profana y simultáneamente de la eclesiástica (Constitución sobre la Iglesia, IV n° 36; Constitución pastoral, IV n.° 43).
El seglar puede pedir ayuda a sus pastores, pero no esperar de ellos soluciones concretas. Pues en realidad la Iglesia no está ligada a ningún sistema social terreno; de ahí que se prohíba a sí misma prescribir modelos concretos de orden político, económico o social, o falsificar su misión extendiéndola al dominio terreno (Constitución pastoral, iv n° 43). Cuando los cristianos, al juzgar una situación terrena concreta y la acción que se impone en ella, llegan a una solución independiente – «como sucede con frecuencia y, por cierto, legítimamente» (Constitución pastoral, IV n.° 43) -, se les garantiza la libertad para hacerlo (Constitución sobre la Iglesia, IV n° 37). Por eso, las expresiones empleadas por el concilio, tales como «ordenación de las cosas temporales» y «santificación del mundo», requieren una interpretación, en la cual han de estar presentes tanto el conocimiento de la fuerza normativa de la revelación como la inteligencia histórico-salvífica de la mundanidad del mundo. Están vedadas interpretaciones como la de una única «política cristiana» o una única «ordenación social cristiana», en el sentido que usualmente revisten esas frases.
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Ernst Niermann
K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972
Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica