El hecho básico de la religión bíblica es que Dios perdona y acepta a los pecadores creyentes (véase Sal. 32:1–5; 130; Lc. 7:47ss., 18:9–14; Hch. 10:43; 1 Jn. 1:7–2:2). La doctrina de Pablo de la justificación por la fe es una exposición analítica de este hecho en la plenitud de sus conexiones teológicas. Como Pablo lo afirma (más ampliamente en Romanos y Gálatas, aunque también en 2 Co. 5:14ss.; Ef. 2:1ss.; Fil. 3:4ss.), la doctrina de la justificación determina todo el carácter del cristianismo como una religión de gracia y fe. Define el significado salvador de la vida y la muerte de Cristo por medio de relacionar ambas cosas con la ley de Dios (Ro. 3:24ss.; 5:16ss.). Exhibe la justicia de Dios en condenar y castigar el pecado, y su misericordia en perdonar y aceptar a los pecadores, y también su sabiduría al ejercer los dos atributos armoniosamente a través de Cristo (Ro. 3:23ss.). Deja en claro lo que es la fe—creer en la muerte expiatoria y la resurrección justificante de Cristo (Ro. 4:23ss.; 10:8ss.), y confiar sólo en él para la justicia (Fil. 3:8s.). Deja en claro lo que es la moral cristiana—guardar la ley motivado por la gratitud al Salvador que con su don de justicia hizo la observancia de la ley innecesaria para la aceptación (Ro. 7:1–6; 12:1s.). Explica todas las insinuaciones, profecías y casos de salvación en el AT (Ro. 1:17; 3:21; 4:1ss.). Demuele el exclusivismo judío (Gá. 2:15ss.), y entrega la base sobre la cual el cristianismo viene a ser una religión para el mundo (Ro. 1:16; 3:21s.). Es el corazón del evangelio, con justicia Lutero la llamó articulus stantis vel cadentis ecclesiae; la iglesia que se aparta de ella difícilmente puede llamarse cristiana.
- El significado de la justificación. El significado de «justificar» (hebreo, ṣāḏaq; griego, LXX y NT, dikaioō) es «pronunciar, aceptar y tratar como justo», esto es, como no sujeto a castigo y con derecho a todos los privilegios que se les debe a aquellos que han guardado la ley. De manera que, es un término forense, que denota un acto judicial en el que se administra la ley—en este caso por medio de declarar un veredicto de absolución, y, de esta forma, excluyendo toda posibilidad de condenación. Así, la justificación establece el estado legal de la persona justificada (Véase Dt. 25:1; Pr. 17:15; Ro. 8:33s. En Is. 43:9, 26 «ser justificado» significa «obtener el veredicto».) La acción justificadora del Creador, que es el Juez real de este mundo, tiene tanto un aspecto de fallo como uno de declaración: Dios justifica, primero, por dar su veredicto, y después por una acción soberana en la que da a conocer su veredicto, y obtiene para la persona justificada los derechos que ahora se le deben. Lo que se contempla en Is. 45:25 y 50:8, por ejemplo, es específicamente una serie de eventos que vindican públicamente a aquellos que Dios tiene por justos.
La palabra también se usa en otro sentido para referirse a cuando se atribuye justicia en contextos no forenses. De esta forma, se dice que los hombres justifican a Dios cuando confiesan que él es justo (Lc. 7:29; Ro. 3:4 Sal. 51:4), y a sí mismos cuando afirman que son justos (Job 32:2; Lc. 10:29; 16:15). El pasivo se usa generalmente cuando los hechos justifican a alguien en contra de sospechas, crítica y desconfianza (Mt. 11:19; Lc. 7:35; 1 Ti. 3:16). En Stg. 2:21, 24–25 se refiere a la prueba de la aceptación de un hombre para con Dios, lo que se da cuando sus acciones muestran que tiene el tipo de fe viva y operante por la que Dios imputa justicia.
Por tanto, la afirmación de Santiago de que, al igual que Abraham, los cristianos son justificados por obras (v. 24), no es contraria a la insistencia de Pablo de que los cristianos, como Abraham, son justificados por la fe (Ro. 3:28; 4:1–5), sino que su afirmación es complementaria. Santiago mismo cita Gn. 15:6 con el mismo propósito que Pablo lo hace—para mostrar que fue la fe lo que consiguió la aceptación de Abraham como justo (v. 23; cf. Ro. 4:3ss.; Gá. 3:6ss.). La justificación que le preocupa a Santiago no es la aceptación original del creyente por parte de Dios, sino que la vindicación subsecuente de su profesión de fe por medio de su vida. Santiago difiere de Pablo en terminología, no en pensamiento.
No existe base léxica para el punto de vista de Crisóstomo, Agustín y los teólogos medievales católicos de que «justificar» significa o connota el sentido de «hacer justo» (esto es, por medio de la renovación espiritual subjetiva). La definición tridentina es errónea: «no sólo el perdón de los pecados, sino que también la santificación y la renovación del hombre interior» (Sess. VI, ch. vii).
- La doctrina paulina de la justificación. El trasfondo de la doctrina de Pablo era la de la convicción judía, universal en ese tiempo, que estaba por venir un día de juicio, en el que Dios condenaría y castigaría a todos los que habían quebrantado sus leyes. Ese día terminaría con el orden actual del mundo e introduciría una era de oro para aquellos que Dios juzgase como justos. Esta convicción, que se derivaba de las expectaciones proféticas de «el día de Jehová» (Am. 5:19ss.; Is. 2:10–12; 13:6–11; Jer. 46:10; Ab. 15; Zac. 1:14–2:3, etc.) y que se desarrolló más durante el período intertestamentario bajo la influencia de los apocalipticistas, fue enfáticamente confirmada por Cristo (Mt. 11:22ss.; 12:36s., etc.). Pablo afirma que Cristo mismo fue el representante por medio de quien Dios «juzgará al mundo en justicia» en «el día de la ira y la revelación del justo juicio de Dios» (Hch. 17:31; Ro. 2:16). Esto era, por cierto, lo que Cristo declaraba ser (Jn. 5:27ss.).
Pablo establece su doctrina del juicio en Ro. 2:5–16. El principio del juicio será la retribución exacta («a cada hombre según sus obras», v. 6). La norma será la ley de Dios. La evidencia será «los secretos de los hombres» (v. 16); el Juez es un escudriñador de corazones. Siendo él mismo justo, no se debe esperar que justifique a nadie que no sea justo, el que ha guardado su ley (Ro. 2:12–13; cf. Ex. 23:7; 1 R. 8:32). Pero la clase de hombres justos no tiene miembros. Ninguno es justo; todos han pecado (Ro. 3:9ss.). La perspectiva es, entonces, una de condenación universal, para judíos como para gentiles; ya que el judío que quebranta la ley no es más aceptable a Dios que cualquier otro (Ro. 2:17–27). Todos los hombres están bajo la ira y la condenación de Dios (Ro. 1:18).
Es en base a este trasfondo, comprensivamente expuesto en Ro. 1:18–3:20, que Pablo proclama la presente justificación de los pecadores por gracia a través de la fe en Jesucristo, aparte de las obras y a pesar del demérito (Ro. 3:21ss.). Esta justificación, aunque individualmente localizada en el momento que un hombre cree (Ro. 4:2; 5:1), es un acto escatológico realizado una vez para siempre, el juicio final es traído al presente. Una vez que la sentencia es dada, es irrevocable. «La ira» no tocará al justificado (Ro. 5:9). Aquellos que ahora son aceptos están seguros por siempre. La investigación que se hará delante del trono del tribunal de Cristo (Ro. 14:10–12; 2 Co. 5:10) puede privarles de ciertas recompensas (1 Co. 3:15), pero jamás de su estado de justificados. Cristo no pondrá en duda el veredicto justificador de Dios, sólo lo declarará, apoyará e implementará.
La justificación tiene dos caras. Por un lado, significa perdón, remisión y la no imputación de todos los pecados, reconciliación con Dios y el fin de su enemistad e ira (Hch. 13:39; Ro. 4:6s.; 2 Co. 5:19; Ro. 5:9ss.). Por el otro lado, significa que se le otorga de gracia al hombre el estado de un hombre justo y el título a todas las bendiciones prometidas al justo: un concepto que Pablo amplía ligando la justificación con la adopción de los creyentes como hijos y herederos de Dios (Ro. 8:14ss.; Gá. 4:4ss.). Parte de su herencia la reciben de inmediato: a través del don del Espíritu Santo, por medio del cual Dios los «sella» como su propiedad cuando creen (Ef. 1:13), gozan de la calidad de comunión con Dios que pertenece a la era venidera, y se le llama «vida eterna». He aquí otra realidad escatológica traída al presente: habiendo ya pasado en una forma real por el juicio final, el justificado entra al cielo en la tierra. Por tanto, aquí y ahora, la justificación trae «vida» (Ro. 5:18), aunque esto sea nada más que gustar un poco de la plenitud de vida y gloria que constituye la «esperanza de la justicia» (Gá. 5:5) prometida al justo (Ro. 2:7, 10), y a la cual los hijos justificados de Dios pueden mirar con expectación (Ro. 8:18ss.). Estos dos aspectos de la justificación aparecen en Ro. 5:1–2, donde Pablo dice que la justificación trae, por un lado, paz con Dios (ya que el pecado ha sido perdonado) y, por el otro, esperanza de la gloria de Dios (porque el creyente es acepto como justo). Así que, la justificación significa el restablecimiento permanente a la gracia y privilegio, como también una completa remisión de todos los pecados.
III. La base de la justificación. La deliberada y paradójica declaración de Pablo en cuanto a que «Dios justifica al impío» (Ro. 4:5)—la misma frase se usa en la LXX en Ex. 23:7; Is. 5:23 para referirse al juicio corrompido que Dios no tolerará—refleja que estaba consciente que éste es el punto que causa sobresaltos. Por cierto, parece estar en grosera contradicción con la presentación que el AT hace de la justicia esencial de Dios, tal como se revelan en sus acciones de Legislador y Juez—presentación que Pablo mismo asume en Ro. 1:18–3:20. El AT insiste en que Dios es «justo en todos sus caminos» (Sal. 145:17), «Dios … sin ninguna iniquidad en él» (Dt. 32:4; cf. Sof. 3:5). La ley de lo justo y lo injusto, en conformidad a la cual consiste la justicia, tiene su ser y cumplimiento en él. Su ley revelada, «santa, justa y buena» como es (Ro. 7:12; cf. Dt. 4:8; Sal. 19:7–9), refleja su carácter, porque él «ama» la justicia prescrita (Sal. 11:7; 33:5) y «odia» la injusticia prohibida (Sal. 5:4–6; Is. 61:8; Zac. 8:17). Como Juez, él declara su justicia «visitando» en juicio retributivo la idolatría, la irreligión, la inmoralidad y la conducta inhumana a través de todo el mundo (Jer. 9:24; Sal. 9:5ss., 15ss.; Am. 1:3–3:2, etc.). «Dios es juez justo, y Dios está airado contra el impío todos los días» (Sal. 7:11). Ningún malhechor pasa desapercibido (Sal. 94:7–9); todos reciben lo que merecen (Pr. 24:12). Dios odia el pecado, y las demandas de su propia naturaleza le obligan a derramar «ira» y «furia» sobre los que complacientemente se entregan a él (cf. el lenguaje de Is. 1:24; Jer. 6:11; 30:23s.; Ez. 5:13ss.; Dt. 28:63). Cuando así lo hace, revela gloriosamente su justicia (cf. Is. 5:16; 10:22); sería desprestigiar su justicia si así no lo hiciese. Parece inconcebible que un Dios que ha revelado en esta forma una ira justa e inflexible contra la impiedad humana (Ro. 1:18) pudiera justificar al impío. A pesar de todo, Pablo toma al toro por los cuernos y afirma, no sólo que Dios lo hace, sino que lo hace en una manera designada «para manifestar su justicia, a causa de haber pasado por alto, en su paciencia, los pecados pasados, con la mira de manifestar en este tiempo su justicia, a fin de que él sea el justo y el que justifica al que es de la fe de Jesús» (Ro. 3:25s.). La afirmación es enfática, ya que el punto es crucial. Pablo dice que el evangelio que pareciera proclamar la violación que Dios hace de su justicia es realmente la revelación de su justicia. Lejos de levantar un problema de teodicea, realmente lo resuelve; ya que dice en forma explícita, cosa que el AT nunca dijo, cuál es la base justa sobre la que Dios perdonó y aceptó a los creyentes antes del tiempo de Cristo, como también desde que él vino.
Algunos (p. ej. Anderson, Scott, Dodd) ponen en duda esta exégesis de Ro. 3:25 y afirman que aquí «justicia» significa «acción salvadora» en base a que en Is. 40–55 las palabras «justicia» y «salvación» son usadas en forma sinónima (Is. 45:8, 19–25; 46:13; 51:3–6, etc.). Esto elimina la teodicea; todo lo que Pablo dice es, según este punto de vista, que Dios muestra que ahora salva pecadores. Las palabras «justo y» del v. 26, lejos de afirmar el punto crucial de que Dios justifica pecadores justamente, nada añadirían a su significado, y podrían omitirse sin pérdida alguna. Con todo, aparte de todos los aprietos exegéticos específicos que esto crea (para lo cual véase Vincent Taylor, ExpT 50, 295ss.), la hipótesis parece no tener base alguna, porque (1) Las referencias que el AT hace de la justicia de Dios normalmente denotan su justicia retributiva (el uso que como prueba se saca de Isaías no es típico), y (2) estos versículos son la continuación de una discusión que se preocupó sólo (desde 1:18 adelante) de la revelación que Dios hace de su justicia juzgando y castigando el pecado. Estas consideraciones establecen decididamente aquí el sentido forense. «El problema principal con el que Pablo está tratando es cómo puede Dios ser él mismo reconocido como justo y, a la vez, como aquel que declara justos a los creyentes en Cristo» (Vincent Taylor, art. cit., p. 299). Pablo (tal como se sugiere) no ha dejado atrás el aspecto forense. La relación del pecador hacia Dios como el Legislador y Juez es todavía el tema aquí. Lo que está diciendo en este párrafo (Ro. 3:21–26) es que el evangelio revela un camino por el cual el pecador puede ser justificado sin que con ello se insulte a la justicia divina, la cual, como ya se demostró (1:18–3:20), condena todo pecado.
La tesis de Pablo es que Dios justifica a los pecadores sobre una base justa, a saber, que las demandas de la ley de Dios sobre ellos han sido satisfechas plenamente. La ley no fue alterada o suspendida o despreciada para que fuesen justificados sino cumplida—por Jesús, quien actuó en su nombre. Al servir a Dios en forma perfecta, Cristo cumplió la ley perfectamente (Mt. 3:15). Su obediencia culminó en la muerte (Fil. 2:8). Tomando el lugar de los hombres, él llevó sobre sí la pena impuesta por la ley (Gá. 3:13) para hacer propiciación por sus pecados (Ro. 3:25). Sobre la base de la obediencia de Cristo, Dios no imputa pecado sino que imputa justicia a los pecadores que creen (Ro. 4:2–8; 5:19). La «justicia de Dios» (esto es, la justicia que viene de Dios, véase Fil. 3:9) se les otorga como una dádiva libre (Ro. 1:17; 3:21s.; 5:17; cf. 9:30; 10:3–10), es decir, reciben de Dios el derecho y la promesa que serán tratados, ya no mas como pecadores, sino como justos. De esta forma, vienen a ser «la justicia de Dios» en aquel que «no conoció pecado» en forma personal y por medio de él, pero que fuera «hecho pecado» representativamente (tratado como pecador y castigado) y en su lugar (2 Co. 5:21). El concepto está expresado en la teología protestante clásica por medio de la frase «la imputación de la justicia de Cristo», esto es, que los creyentes son justos (Ro. 5:19) y tienen justicia (Fil. 3:9) delante de Dios por ninguna otra razón que la que Cristo, su Cabeza, fue justo delante de Dios, y ellos son uno con él, partícipes en su posición y aceptación. Dios los justifica pronunciando sobre ellos, a causa de Cristo, el veredicto que mereció la obediencia de Cristo. Dios los declara justos, porque los cuenta por justos, y los considera justos, no por considerar que ellos hayan guardado su ley en forma personal (lo que sería un juicio falso), sino porque los considera unidos a aquel que sí la guardó en forma representativa (y esto es un juicio verdadero). Para Pablo, la unión con Cristo no es fantasía sino un hecho—el hecho básico del cristianismo; y la doctrina de la justicia imputada es sólo la exposición que Pablo hace de su aspecto forense (Ro. 5:12ss.). De manera que, la relación de pacto que hay entre Cristo y su pueblo es la base sobre la cual los pecadores son tenidos por justos y justamente justificados por la justicia de su Salvador. Ésta es la teodicea de Pablo en cuanto a la base de la justificación.
- Fe y justificación. Pablo dice que los creyentes son justificados dia pisteōs (Ro. 3:25), pistei (Ro. 3:28) y ek pisteōs (Ro. 3:30). El dativo y la preposición dia representa la fe como instrumento por el cual nos apropiamos de Cristo y su justicia; la preposición ek muestra que la fe es lo que ocasiona y lógicamente precede a nuestra justificación personal. Pablo jamás dice, y él lo negaría, que los creyentes son justificados dia pistin, a causa de la fe. Si la fe fuera la base de la justificación, la fe sería por cierto una obra meritoria, y el mensaje evangélico sería, después de todo, otra versión de la salvación por obras—doctrina a la que Pablo se opone, no importa la forma que tome, como a algo que es irreconciliable con la gracia, destructivo espiritualmente (cf. Ro. 4:4; 11:6; Gá. 4:21–5:12). Pablo considera la fe no como si ella misma fuera nuestra justicia justificante, sino más bien como la mano vacía y extendida que recibe justicia al recibir a Cristo. Pablo encuentra en Hab. 2:4 (citado en Ro. 1:17 y Gá. 3:11) la afirmación más esencial de que sólo por medio de la fe cualquier hombre será considerado justo por Dios, y, por tanto, como merecedor de la vida. Esta afirmación está implícita en la promesa que el piadoso («el justo») gozará del continuo favor («vida») de Dios a través de su lealtad de fe que tiene en Dios (que es el punto que desea destacar Habacuc, según el contexto. El apóstol también usa Gn. 15:6 («Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia») para probar el mismo punto (véase Gá. 3:6; Ro. 4:3ss.). Es claro que cuando Pablo parafrasea este versículo como si enseñara que la fe de Abraham fue tenida por justicia (Ro. 4:5, 9, 22), lo único que quiere que entendamos es que la fe—la decisiva confianza en la gracia y promesa de Dios (vv. 18ss.)—fue la ocasión y el medio por el cual le fuera imputada la justicia. No se insinúa aquí de ninguna manera que la fe es la base de la justificación. Pablo no habla de la base de la justificación en este contexto, sino sólo de cómo obtenerla. La convicción de Pablo es que ningún hijo de Adán jamás llegará a ser justo delante de Dios salvo en base a la justicia del último Adán, el segundo representante del hombre (Ro. 5:12–19); y es esta justicia la que se imputa a los hombres cuando creen.
Los teólogos del ala racionalista y moralista del protestantismo—socinianos, arminianos y algunos liberales modernos—creen que lo que Pablo quiere decir es que Dios considera la fe del hombre como justicia (sea porque cumple con una supuesta nueva ley, o porque, como la semilla de toda virtud cristiana, contiene el germen y el potencial de algún futuro cumplimiento de la ley original de Dios, o bien porque simplemente es el agrado soberano de Dios tratar la fe como justicia, aunque no sea justicia; y que Dios perdona y acepta a los pecadores sobre la base de su fe). En consecuencia, estos teólogos niegan la imputación de la justicia de Cristo a los creyentes en el sentido antes explicado, y rechazan todo el concepto de pacto de la obra mediadora de Cristo. Lo más que pueden decir es que la justicia de Cristo fue la causa indirecta de la aceptación de la fe del hombre como justicia, en el sentido que ella creó una situación en la que esta aceptación se hizo posible. (Los pensadores de la tradición sociniana ni siquiera dirán esto, ya que piensan que dicha situación siempre existió y que la obra de Cristo no tiene ninguna referencia hacia Dios). Teológicamente, el defecto de todos estos puntos de vista es que no hacen la satisfacción de la ley la base para la aceptación. No consideran la justificación como un acto judicial en el que se ejecuta la ley, sino como un acto soberano de un Dios que se coloca por sobre la ley y que es libre para prescindir de ella, o para cambiarla, según le plazca. La sugerencia es que Dios no está obligado a su propia ley: los estatutos preceptivos y penales no expresan las demandas inmutables y necesarias de su propia naturaleza, sino que por misericordia él puede mitigarlos o cambiarlos sin que él deje de ser lo que él es. Este parece ser, sin embargo, un concepto totalmente contrario a la Escritura.
- La doctrina en la historia. El interés en la justificación varía según la importancia que se le dé a la insistencia escritural sobre que la relación del hombre para con Dios está determinada por la ley (véase), y que por necesidad los pecadores están bajo la ira (véase) y la condenación de Dios. Esto fue tomado más en serio al final del medioevo que lo que fue desde la época apostólica; no obstante, se trató de buscar la aceptación por medio de penitencia y buenas obras meritorias. Los reformadores predicaron la justificación por la sola gracia en base a la sola justicia de Cristo, y pusieron la doctrina de Pablo en declaraciones plenamente confesionales. El período clásico de la doctrina fueron los siglos dieciséis y diecisiete. El liberalismo diseminó la idea que la actitud de Dios hacia todos los hombres es una de afecto paternal que no está condicionada por las demandas de la ley penal; de esta manera, el interés por la justificación del pecador por el Juez divino se cambió por el pensamiento del perdón y rehabilitación del hijo prodigo por su divino Padre. Se ha dado una amplia negativa a la validez de las categorías forenses para expresar la relación salvadora que tiene el hombre para con Dios. Los pensadores neortodoxos parecen aun más seguros que hay un sentido de culpabilidad en el hombre en lugar de una ley penal en Dios, y se inclinan a hacer eco de esta negativa, alegando que las categorías legales oscurecen la calidad personal de esta relación. En consecuencia, la doctrina paulina de la justificación ha recibido poco énfasis fuera de los círculos evangélicos, aunque se puede ver un nuevo énfasis en algunas recientes obras léxicas en los nuevos luteranos y en la Dogmatics de Karl Barth.
BIBLIOGRAFÍA
(a) Léxicas y exegéticas: Arndt; Quell y Schrenk, Righteousness (de TWNT); Sanday and Headlam, Romans, pp. 24ss.; E.D. Burton, Galatians, pp. 460ss.; C.H. Dodd, The Bible and the Greeks, pp. 42–59; L. Morris, The Apostolic Preaching of the Cross, pp. 224ss.; V. Taylor, Forgiveness and Reconciliation, pp. 29s.
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James I. Packer
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TWNT Theologisches Woerterbuch zum Neuen Testament (Kittel)
Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (344). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.
Fuente: Diccionario de Teología