JUDIA (ESPIRITUALIDAD)

SUMARIO: I. El concepto de santidad (Qedusah), base esencial de la espiritualidad judí­a y expresión caracterí­stica de la santificación de la vida diaria – II. Los deberes judaicos (miswol), momentos de enlace espiritual entre lo divino y lo humano como sí­mbolos y signos de la experiencia religiosa judí­a – III. El sábado, santificación del tiempo – IV. Las festividades (mo’adim), celebración del espirito divino que actúa en la historia – V. Año nuevo (Ros ha-Sanah) y dí­a de expiación (Kippur) como celebraciones del espí­ritu – VI. Las bendiciones (Berakot), expresión de homenaje y devoción espiritual hacia Dios; la oración ética (Tefilah) – VII. Instituciones de la vida familiar y nacional – VIII. El estudio de la Torah – IX. Realidad de la vida judí­a entre las comunidades de la diáspora y en el Estado de Israel.

1. El concepto de santidad (Qedusah), base esencial de la espiritualidad judí­a y expresión caracterí­stica de la santificación de la vida diaria
El concepto judí­o de espiritualidad y, por tanto, de santidad (Qedusah) tiene su origen en la concepción de que la religión no puede considerarse un compartimiento estanco de la vida. sino que debe penetrar toda la existencia humana. Para el judaí­smo, adorar a Dios y espiritualizar la vida del hombre significa tender a la realización de la santidad, transfiriéndola a todas las actividades humanas. La santidad, en efecto, no se refiere tanto a la condición particular de un lugar, para la cual rige más bien el concepto de pureza o de impureza, cuanto a una determinada atmósfera conferida a las acciones humanas, orientadas a la celebración de la espiritualidad divina en medio de los hombres.

La categorí­a de la santidad posee un valor en el que no está necesariamente implicado el concepto ético, aunque por lo general ocurre así­. Por lo tanto, puede definirse como acción dotada de espiritualidad judí­a aquella en que lo ético es evidente y la santidad aparece como simbolizada por su conexión con la divinidad. En este sentido, la espiritualidad tí­picamente judí­a puede definirse como espiritualidad de santidad, entendida como realización de la existencia en sus múltiples expresiones, como plenitud de vida judí­a. La actualización de los principios de la tradición judí­a en la vida social y privada, en las relaciones entre el judí­o y Dios inspiradas en sus enseñanzas practicadas con espí­ritu de justicia, de bondad y verdad, contribuye a crear el clima de santidad en consonancia con el imperativo bí­blico del Leví­tico: «Sed santos porque santo soy yo, Yahvé, vuestro Dios» (Lev 19,2), que puede traducirse así­ en su significado más explí­cito: Si observáis estos preceptos, realizaréis aquella santidad que Dios expresa de un modo absoluto. Un moderno comentarista de la Biblia escribe: «El adjetivo qados (santo) referido a Dios se encuentra también en otros pueblos semitas y, según parece, tení­a el significado esencial de ‘separado, lejallo’. Indicaba la diferencia, la distinción que existe entre Dios y los hombres, sin ninguna significación moral. Referido por Isaí­as al Dios de Israel, este término expresa cuanto de elevado v de sublime distingue al creador eterno de sus criaturas caducas: pero esta alteza sublime abarca sobre todo el concepto de perfección moral, que es el carácter especí­fico del Dios de Israel. Isaí­as atribuí­a al concepto de santidad y al adjetivo santo un contenido nuevo, a saber, el ideal de la perfección moral superior que distingue al Dios del profetismo «.

El concepto moral que se desprende del conjunto de los preceptos judaicos. impregnado de las ideas y del espí­ritu divino, confiere a la espiritualidad judí­a el significado derivado del término Qedusah (santidad). La misma esencia moral de la divinidad se resume en las palabras santidad y santo; Dios es santo como expresión de la más alta y absoluta perfección moral. Siendo Dios santo en sentido absoluto, exige del pueblo de Israel, es decir, del pueblo definido y llamado a ser «reino de sacerdotes y nación santa». la traducción y la aplicación de la santidad en todos los momentos de su existencia individual, familiar, social y nacional.

Esta expresión de espiritualidad judí­a no debe confundirse con una actitud de misticismo ascético, que mira al cielo -por miedo al pecado- renunciando al cumplimiento cotidiano de los deberes sociales. Al contrario, la santidad es una categorí­a espiritual que el judí­o puede conquistar y potenciar en sí­ mismo gracias al cumplimiento de sus obligaciones humanas especí­ficas y por medio de la práctica de la propia vida judí­a. Al judí­o se le propone como modelo de imitación no ya un profeta o alguna otra elevada personalidad humana, sino Dios mismo, el cual es expresión absoluta de tal santidad y se presenta ante el pueblo judí­o mediante la revelación como maestro de los senderos de la santidad.

Esta espiritualidad judí­a no se limita a una práctica moral, ritual o a una expresión de pureza fí­sica y ceremonial; aparece más bien como una carga de humanidad y de espiritualidad gracias a la cual el hombre, en un impulso de «imitatio Dei», desde su ser finito tiende a dilatarse participando de lo infinito. Sin embargo, la santidad no es un acto de gracia que desciende del cielo hasta el hombre. «La elección es condicionada, es una presunción de capaddad»; por ello, ese ideal de espiritualidad no exige una disposición particular al sacrificio, sino más bien una actitud mental de criatura humana normal llamada a vivir en el mundo con sus naturales expresiones de alegrí­a, de placer y de esperanza.

Cada acto de la vida, cada gesto, puede entrar en el ámbito de lo sagrado, si existe esta conciencia de la relación continuamente presente entre el individuo y Dios. «Dios está en todas partes, no ya por la cualidad que le es propia de la omnisciencia…, sino porque nosotros, los agentes de la santificación, lo transportamos dondequiera que se ejerce nuestra penetración… Y nuestro `medio de transporte’ o, si lo preferí­s, nuestro sistema de inserción, se realiza a través de las mil perspectivas de la Torah (enseñanza), que comunica en todas partes y siempre el conocimiento bajo el aspecto religioso por ser ella, en su totalidad, la religión, el lazo por excelencia»».

Este conjunto de prácticas de vida judí­a enunciado en el AT se hizo más explí­cito y aplicable en el curso de los siglos mediante la Halakah rabí­nica, es decir, por la guí­a interpretativa de los maestros de las tradiciones jurí­dicas del judaí­smo. Ella, en efecto, dio lugar a un conjunto de normas, costumbres y tradiciones encaminadas a estimular en el judí­o la aplicación y la práctica de la Qedusah.

II. Los deberes judaicos (miswot), momentos de enlace espiritual entre lo divino y lo humano, como sí­mbolos y signos de la experiencia religiosa judí­a
El fin que se propone el judaí­smo es elevar al individuo y a la comunidad a un nivel de perfeccionamiento ético-religioso. La espiritualización de la idea de Dios debí­a constituir el elemento determinante para orientar la vida del judio hacia esta meta. Por lo tanto, el elemento de dependencia del hombre respecto a Dios se convirtió en el elemento clave de la conciencia religiosa judí­a y en el fundamento esencial sobre el que era posible iniciar el proceso de espiritualización de la existencia cotidiana del judí­o. En efecto, habí­a que ponerle en condiciones de advertir la presencia de la divinidad en todos los instantes de la vida, y no simplemente en el lugar del culto o en el momento de la oración. En casa y fuera, en el ejercicio de la actividad habitual propia, en cada momento y en cada acción, el judí­o fue ayudado y estimulado a conseguir una plena conciencia de lo divino. El objetivo de que el judí­o consiguiera una segunda naturaleza religiosa, tendente a una constante espiritualización de su personalidad humana y de su comportamiento, se consiguió gracias a las miswot. Representan éstas una tupida red de deberes, que constituyen la práctica del judaí­smo.

Gracias a las miswot, el individuo era estimulado a la consecución de una meta fundamental: poseer siempre el conocimiento instintivo de la presencia de Dios como fuente de energí­a moral y espiritual para el creyente. Mediante el ejercicio de las miswot, cada acción del judí­o era elevada y sublimada a acto de adoración y de reconocimiento de la voluntad de Dios. Esta práctica tradicional judaica no abarcó sólo un importante sector de la vida, sino toda la existencia cotidiana del judí­o; en los dí­as de semana como en los festivos, en los ritos yen las ceremonias familiares, en los sí­mbolos que penetran todas las manifestaciones de la vida. De esta manera el conocimiento de la dependencia del hombre respecto a Dios penetra gradualmente en la conciencia religiosa del judí­o a través de un conjunto de actos, de bendiciones, de actitudes, que contribuyen a alimentar en él el sentido de lo divino, la presencia del Absoluto en él y en torno a él.

A. J. Heshel lo explica muy bien cuando escribe: «Ningún hábito en el orden social, fí­sico y psicológico debe amortiguar nuestro sentimiento de sorpresa frente al hecho de que este orden existe. Nosotros nos ejercitamos en conservar nuestro sentimiento de maravilla recitando una oración antes de tomar alimento. Cada vez que vamos a beber un vaso de agua, recordamos el eterno misterio de la creación: `Bendito seas Tú…, pues todo tuvo existencia por tu palabra’… Cuando deseamos comer pan o fruta, o bien gozar de una agradable fragancia o de una copa de vino, al saborear por primera vez la fruta de la estación, al contemplar el arco iris o el océano, al observar los árboles en flor, al encontrarnos con una persona docta en la Torah o en la cultura laica, al enterarnos de noticias buenas o malas, se nos ha enseñado a invocar su nombre grande y nuestra conciencia de él». «Esta es una de las metas a las que tiende la vida judí­a: sentir los actos más vulgares como aventura espiritual; percibir el amor y la sabidurí­a que se ocultan en todas las cosas».

A la luz de cuanto queda expuesto, asume un particular significado espiritual la miswah de la Mezuzah, es decir, el pequeño estuche que el judí­o coloca en la jamba de la puerta, en el cual se contiene un pequeño pergamino en que están escritas las palabras bí­blicas que recuerdan principios judí­os fundamentales, tales como: la unidad de Dios, el amor del Señor a la humanidad, los deberes del judí­o para con sus hijos. Análogamente, la miswah de los Tefetin (filacterias) recuerda la observancia del estudio asiduo de la Torah, la fidelidad regular a ciertas prácticas que contribuyen a imprimir hábitos ricos de espiritualidad incluso cuando la mente no está atenta a la práctica de lo sagrado. Por otra parte, este constante ejercicio es el que predispone en el judí­o observante aquellos momentos gracias a los cuales el alma entra en armoní­a con la espiritualidad de la acción, incluso cuando ésta parece trivial a quien la observa desde fuera. Ciertas formas religiosas, superfluas para el que no comprende su contenido, forman parte de aquel sistema de vida judaica que pertenece a un orden espiritual con su lógica espiritual propia y que, a veces, no resulta plenamente comprensible sino al que lo vive.

III. El sábado, santificación del tiempo
Entre las miswot (deberes) fundamentales del judaí­smo, deberes encaminados a crear un clima espiritual particular, hay que recordar la observancia del sábado. Esta institución, citada en las primeras páginas de la Biblia, situada en el momento culminante de la creación divina y reconfirmada solemnemente en el cuarto mandamiento del decálogo, asume en sí­ misma la categorí­a fundamental de la santidad. Prescindiendo de los profundos significados ético-sociales y religiosos que hacen del sábado un momento esencial de la vida judaica, la práctica del sábado es acogida como un ‘oneg, es decir, como una verdadera y auténtica delicia espiritual destinada a renovar semanalmente la existencia del judí­o, al cual confiere conciencia de sus aspiraciones ideales yde su fe. En un mundo en el que todo es arrebatado por la violencia, por el más fuerte, pues lo que hoy importa es dominar el espacio, es decir, todas las cosas que entran en contacto con los sentidos, la institución del sábado consagra la presencia de Dios en el universo. Le recuerda al hombre cuánta mayor importancia tiene para él la sucesión de los acontecimientos, el nacimiento de las generaciones y la concatenación de la historia.

El cometido del hombre no es tanto consagrar el espacio cuanto consagrar el tiempo, es decir, introducir la menuhah (el reposo), la serenidad de espí­ritu, la independencia y la libertad de las condiciones sociales, de las tensiones, de los intereses, de los negocios, de las preocupaciones materiales. El sábado judaico, escribe Heshel, se convierte así­ en el sí­mbolo «del armisticio en la lucha cruel que el hombre libra por la existencia, en una tregua en todos los conflictos individuales y sociales, en la paz entre el hombre y el hombre, entre el hombre y la naturaleza, en la paz dentro del hombre». El sábado se convierte en la invitación imperiosa a no pensar, al menos el séptimo dí­a, en los bienes materiales ligados al espacio, sino a consagrar el tiempo. Por eso se prohibe realizar en sábado todos los trabajos que fueron necesarios para la construcción del santuario del desierto… «El sábado mismo es un santuario que se construye en el tiempo». El sábado es la primera institución bí­blica que se define como qados (santa); en efecto, al final del relato de la creación se dice: «Dios bendijo este dí­a y lo santificó», es decir, lo declaró qados. Para el judaí­smo, «el sábado está hecho para celebrar el tiempo, no el espacio. Durante seis dí­as a la semana vivimos bajo la tiraní­a de las cosas del espacio; el sábado nos pone en sintoní­a con la santidad del tiempo; ese dí­a somos llamados a participar de lo que es eterno en el tiempo, a volvernos de los resultados de la creación al misterio de la creación; del mundo de la creación a la creación del mundo» (Heshel).

IV. Las festividades (mo’adim),
celebración del espí­ritu divino que actúa en la historia
Como para el sábado, la vida espiritual judí­a hace converger el sentido de lo sagrado en cualquiera otra celebración festiva. Pesah (Pascua), festividad dedicada al acontecimiento histórico de la primera liberdad conseguida por el pueblo judí­o; Sawuot (Pentecostés), destinada a recordar la revelación del Sinaí­; Sukkot (fiesta de los tabernáculos), celebración de la providencia dispensada por Dios al pueblo durante su remoto vagar por el desierto durante cuarenta años.

Estas fiestas constituyen otras tantas miswot, o sea, ocasiones para la realización de actos religiosos, gracias a los cuales se expresa no solamente la observancia judí­a, sino una manera de concebir la vida justificada por un significado espiritual preciso. Gracias también a estas miswot, el ideal ético-religioso judí­o se orienta a manifestaciones de evocación para los individuos particulares, invitándoles a una participación social. Por este motivo, durante la cena (Seder), caracterí­stica de las dos primeras noches de pascua, el rito asume tonos sugestivos que confieren a cada momento del ceremonial significados espirituales altamente expresivos. Así­, por ejemplo, cuando el celebrante recuerda a los familiares y a los demás comensales las antiguas palabras: «En todos los siglos, cada hombre tiene el deber de considerarse como si él mismo hubiese salido de Egipto». Aquí­ no tenemos simplemente la liberación nacional de un pueblo, puesto que aquella remota redención es contemplada en la perspectiva de una experiencia humana universal. Dí­gase otro tanto del tono social de la invitación introductoria de la cena pascual, cuyo tenor es: «El que tenga sed venga y coma, el que esté necesitado venga y celebre la pascua», y cuyo contenido trasciende el ámbito puramente religioso y le permite a cada uno, creyente o no, participar por igual de una fe aceptable para todos.

Se ha puesto, con razón, de relieve que el judaí­smo es una religión de la historia, una religión del tiempo. Esto significa que en la concepción judí­a de la divinidad tiene lugar un proceso inverso al que se verifica en la concepción pagana. Mientras que ésta, partiendo de la naturaleza, llega a percatarse de la presencia de fuerzas sobrehumanas a las que define como deidad, en la concepción bí­blica, por el contrario, desde la intuición de la existencia de la divinidad llega el hombre a sentir y a explicar la presencia de la naturaleza. La creación misma fue porque existí­a Dios. El acto creador es el primer acontecimiento de la historia. Por eso, mientras que las divinidades paganas estaban asociadas a templos, a objetos o elementos que formaban parte integrante del complejo natural (mar, árboles, fuego, cielo, etc.), la divinidad, tal como la concibió la Biblia, está ligada sobre todo a los acontecimientos históricos.

Incluso cuando el concepto de lo sagrado (qados) comprende, como en el judaí­smo, un pueblo y una tierra, éstos, sin embargo, revisten un valor secundario, en cuanto que representan el medio de promover el encuentro espiritual entre Dios y el hombre. En efecto, lo que tiene mayor importancia son los momentos del tiempo en que Dios y el hombre establecieron su «alianza», o sea, el momento en que tuvo lugar su encuentro, más que los lugares del encuentro mismo.

Por este motivo las celebraciones festivas nunca están privadas de su evocación histórica. La liberación de Egipto no es un mero sí­mbolo religioso, sino un hecho que se verificó en la historia, durante el cual estaba presente Dios, es decir, el espí­ritu divino, que se manifiesta a través de actos que ocurrieron en un cierto momento del tiempo. Análogamente, algunas celebraciones festivas pudieron y podrí­an permanecer vivas y actuales únicamente gracias a su significado histórico hecho realidad en el tiempo más que por su significado agrí­cola, sin duda importante, pero que posee un valor ligado al espacio, es decir, en relación con la tierra de Israel. En este sentido, observa atinadamente Heshel: «La gloria de Grecia fue haber descubierto la idea del cosmos, el mundo del espacio; la conquista de Israel fue haber experimentado la historia, el mundo del tiempo».

V. Año nuevo (Ros ha-Sanah)
y dí­a de expiación (Kippur)
como celebraciones del espí­ritu
En el espí­ritu del judaí­smo, buscar a Dios, pensar en él, tenerlo presente significa ante todo «volver a Dios». El principio religioso del «retorno» (Tesuvah) posee un valor fundamental en la experiencia religiosa judaica. La relación hombre y Dios está construida toda ella sobre esta premisa, por la cual Dios invita al hombre extraviado a responderle, es decir, a restablecer el equilibrio moral que él ha alterado; le invita a volver a ejercitar el bien y la justicia: «Convertí­os a mí­, y yo me volveré a vosotros» (Zac 1,3), dice el profeta. En la búsqueda de este encuentro entre el hombre y Dios se establece el principio de la Tesuvah judí­a como elemento espiritual esencial para el renacimiento moral del individuo. Si el hombre llega al conocimiento del error cometido, advierte el desconcierto interior que le estimula al «hesbon ha-nefes», o sea, al examen espiritual dentro de su conciencia. Esta Tesuvah será tanto más operante cuanto más profundice el hombre en su proceso í­ntimo, ejercitando una autocrí­tica y promoviendo su arrepentimiento por el mal hecho. El motivo del retorno es dominante en las páginas de la Biblia, particularmente en las proféticas, e impregna dos importantes solemnidades: el Ros ha-Sanah (Año nuevo) y el Kippur (dí­a de la expiación). Los diez dí­as que median entre Ros ha-Sanah y Kippur son como un ví­nculo espiritual que enlaza ambas solemnidades y estimula al judí­o a buscar, particularmente en estos dí­as, una aproximación más profunda a lo divino, sometiendo a un examen exhaustivo y atento la propia conducta y abriendo el alma al que invita al pecador a «volver».

Tesuvah es, pues, la condición espiritual esencial madurada en la conciencia y el firme propósito de volver a seguir el recto camino. Los maestros del Talmud exaltaron con frecuencia el valor espiritual de la Tesuvah como medio de nuevo acercamiento a Dios. Comentando un versí­culo del profeta Isaí­as, enseñaron: «En el lugar en que se encuentran los que cumplen la Tesuvah no son dignos de sentarse ni siquiera los justos perfectos, pues está escrito: `Paz al que está lejos, paz al que está cerca» (Is 57,19).

VI. Las bendiciones (Berakot),
expresión de homenaje y devoción espiritual hacia Dios;
la oración ética (Tefilah)
En el marco de la espiritualidad judí­a ocupan un puesto relevante la Berakah (la bendición) y la Tefilah (la oración). Si en la base de toda experiencia religiosa está el conocimiento de la omnipresencia divina en todo lo que rodea al hombre, en el judaí­smo este conocimiento es tal que ha sensibilizado la observancia religiosa, convirtiéndose así­ en un constante reclamo al judí­opara que descubra en todas las cosas la resencia del que es autor de todo. Si en todas las cosas yen cada acontecimiento es posible reconocer la presencia de Dios, ello constituye una solicitación a advertirla mediante una palabra agradecida de bendición: «Bendito seas, Tú, Señor Dios nuestro, Creador del mundo…».

Numerosas son las circunstancias en que se le preceptúa al judí­o expresar su gratitud a aquel que ha creado el universo. En las circunstancias alegres y en las tristes, en los sucesos inesperados y en los previsibles, al encontrarse con personas dignas de encomio o presenciar fenómenos de la naturaleza, debe aflorar a sus labios una bendición para testimoniar y recordar que el hombre no vive en un desierto espiritual, sino en un mundo animado por la eterna presencia del Creador.

Si quisiéramos, luego, caracterizar la Tefilah, la oración judí­a, se la podrí­a definir como oración ética, puesto que en ella la idea de la liberación individual se transforma rápidamente en idea de redención de la colectividad y, finalmente, de redención de la humanidad. L na inmensa confianza en las posibilidades espirituales de los hombres, fe profunda en la justicia y en la bondad de Dios. esperanza en el advenimiento de una humanidad mejor, tales son, en sí­ntesis, los elementos esenciales de la oración judí­a.

VII. Instituciones de la vida familiar y nacional
La espiritualidad judí­a entendida como Qedusah, cual expresión y dimensión de lo sagrado en la vida humana, aflora constantemente en momentos de la existencia cotidiana, en los cuales lo espiritual no es una conquista completa. un acto definitivo, sino un valor del que se participa, un significado que se crea continuamente a través de los actos prácticos y habituales de la jornada.

En esta concepción de lo sagrado, el cual coexiste con cualquier acto aparentemente profano, encuentra espacio y motivo animador el concepto de la elección del pueblo de Israel. A éste se le puede definir como paradigma histórico de la Qedusah, en cuanto que está llamado a convertirse en «un reino de sacerdotes, un pueblo santo» (Ex 19,6). Elección, en la mentalidad bí­blica, no se entiende como discriminación respectoa otros pueblos para privilegiar a uno. «Pueblo elegido» significa un pueblo al que Dios se ha acercado y que él ha elegido. «El significado del término `elección’ se entiende, pues, en relación a Dios, y no respecto a otros pueblos. No se refiere a una cualidad inherente al pueblo judí­o, sino a una relación que existe entre ese pueblo y Dios» (Heshel).

La misma normativa que dicta las reglas alimentarias judaicas, entre las cuales hay que recordar las clasificaciones en animales puros e impuros, se entiende en un orden espiritual. Sin excluir en algunos preceptos una justificación racional, no parecen, sin embargo, aceptables sino para obedecer a aquella instancia de santidad que quiere reglamentar la vida del judí­o, según una particular dimensión espiritual. Las mismas normas bí­blicas de pureza e impureza se contemplan como elementos religiosos de particular importancia para la realización de aquellas metas éticas, sociales y religiosas indicadas por Dios a la comunidad de Israel.

Para el que juzga exteriormente ciertos actos, las normas religiosas que presiden la alimentación judaica puede parecer a veces que rebajan la í­ntima sustancia de la religión, mientras que a quien la vive cotidianamente le parece absolutamente lo contrario. El judí­o observante que vive interiormente su experiencia religiosa comprende todos los motivos ideales que emanan de este modo particular de vida religiosa. Alguien ha afirmado, no sin razón, que los judí­os han metido a Dios hasta en la cocina; esto nos parece sintomático, e indica que ciertas tradiciones y costumbres no empequeñecen la religión como algunos sostienen, sino que, al contrario, espiritualizan las costumbres más ordinarias y las acciones de la vida, identificándolas con el acto más elevado, la comunión con Dios. No existe, en efecto, acto pequeño o grande que no pueda «santificarse», según la concepción religiosa judí­a.

Por esto también se relaciona con el concepto de Qedusah (santidad) la institución del matrimonio, definida igualmente con el término de Qidusin. El matrimonio judaico, aunque configurado jurí­dicamente como un contrato, es elevado a un nivel tal de Qedusah que proyecta sobre la unión conyugal la misma relación de amor y de unión con Dios. En el matrimonio, en efecto, más que en ninguna otra práctica de la vida judí­a, es donde se refleja el valor esencial del pacto entre Dios e Israel, pacto contemplado como unión, es decir, como «superación de la soledad del hombre judí­o, entendido como identificación del propio lenguaje espiritual con el de Dios y del mundo».

El principio de la pureza y de la impureza encuentra amplio espacio en la relación entre los cónyuges. La pureza de la familia con la práctica del Miqweh, o sea, del «baño ritual» a que se somete a la mujer judí­a después de cada ciclo mensual, es una forma ritual de reconquistar la pureza fí­sica, es decir, de sentirse ligada, junto con su marido, a aquellas disposiciones del pacto con el cual sintonizan todas las disposiciones judaicas de Qedusah, que atestiguan la presencia de una idea. Así­ pues, las mismas normas de Qedusah relativas a la unión conyugal constituyen «un acto de fe en la santidad de la vida, en la santidad de la relación conyugal, en la presencia de Dios en este terreno privado del hombre».

Una vez más se comprueba que para el judaí­smo no es la idea del bien la más alta; en la Biblia, en efecto, ocupa el penúltimo lugar, en cuanto que el bien no puede existir sin el Qados, sin lo sagrado. De hecho -observa Heshel-, las cosas buenas fueron creadas en los primeros seis dí­as y el séptimo dí­a lo proclamó Dios Qados, santo.

VIII. El estudio de la Torah
Los maestros de la tradición judaica atribuyeron importancia sustancial al estudio asiduo del patrimonio espiritual del judaí­smo, al que definieron con el término de Torah, traducido impropiamente por «ley», y que significó «enseñanza», es decir, revelación divina profundizada por los intérpretes cualificados del pensamiento judí­o. La estructura unitaria del sistema de vida judí­o está representada y teorizada por la Torah, en la cual el pueblo judí­o ha reconocido el potenciador de sus energí­as y el alma de su resistencia en la historia. El profundo valor atribuido a la Torah y el significado excepcional que se le ha conferido, gracias a la obra de los maestros, se ha traducido en una labor incesante de constitucionalización de toda la vida de la comunidad y del individuo judí­o. En el esfuerzo perenne de realización moral encaminado a transfundir lo divino a la sociedad, la Torah ha tenido, pues, una fuerza de propulsión ideológica extraordinaria, porque los rabinos, a fin de sensibilizar incesantemente los recursos intelectuales de los judí­os y de vincularlos siempre más a la Torah escrita y oral, proclamaron su estudio como el primer deber de un judí­o. Exaltaron hasta un punto tal el significado del Talmud-Torah (estudio de la Torah). que llegaron a afirmar: «El estudio de la Torah equivale a la observancia de todas las miswot». En efecto, sostení­an ellos que sólo a través de su estudio se puede llegar al exacto conocimiento de la voluntad divina y ésta sólo puede ser fuente de una obediencia consciente.

Por eso el estudio de la Torah encontró su máxima idealización en la tradición del judaí­smo, ya que a ella se le reconoce un fin absoluto que expresa la concepción de la eternidad en este mundo y en el venidero: «Grande es la Torah, ya que da la vida a quienes la cumplen, en este mundo y en el mundo futuro» s
Más significativo acaso es el valor conferido al estudio de la Torah, según se deduce de la lectura de esta anécdota de la literatura popular judí­a. Se cuenta que una vez un rabino soñó que subí­a al cielo. Cuando estuvo en el paraí­so, se le permitió entrar en el templo donde pasaban la vida eterna los grandes sabios del Talmud, los Tannaim. Advirtió que estaban sencillamente sentados en torno a una mesa y sumidos en el estudio de la Torah. Decepcionado, el rabino manifestó su asombro: «¿Aquí­ está todo el paraí­so?». Y, de pronto, oyó una voz: «Te equivocas, los Tannaim no están en el paraí­so; es el paraí­so el que está en los Tannaim».

IX. Realidad de la vida judí­a entre las comunidades de la diáspora y en el Estado de Israel
¿Cuál es hoy la realidad efectiva de la experiencia espiritual judí­a entre las comunidades de la diáspora y en el Estado de l8rael? Privada de sus expresiones concretas, la fe judí­a no hubiera podido guiar la vida de los judí­os en el pasado, como tampoco podrí­a promover su conservación hoy. En las comunidades de la diáspora, donde existe el peligro de una gradual extinción determinada por la continua erosión de la asimilación, las prácticas de la vida judí­a, junto con la profundización culturaly espiritual del judaí­smo, constituyen la base de la supervivencia del judí­o. No es fácil expresar un juicio sobre la proporción de observancia de las miswot entre los judí­os.

Toda comunidad de la diáspora que tenga una consistencia numérica, aunque sea modesta y esté guiada por un rabino, maestro de cultura y de tradición judaica, brinda a los judí­os la posibilidad de llevar una vida espiritual confortada por el ejercicio práctico de los deberes judaicos. No conocemos estadí­sticas completas sobre la observancia religiosa en las numerosas comunidades esparcidas por el mundo.

Por lo que atañe al Estado de Israel, aunque no se trata de una república fundada sobre el judaí­smo, saca su inspiración fundamental de los valores éticos e históricos del pueblo judí­o: «En la tierra de Israel surgió el pueblo judí­o. Allí­ formó su personalidad espiritual, religiosa y polí­tica. Allí­ gozó de vida estatal propia. Allí­ creó un patrimonio cultural de valor nacional y universal y legó al mundo entero el eterno Libro de los Libros».

Un complejo de instituciones atendidas por el cuerpo rabí­nico israelí­ ofrece al público la posibilidad de llevar una vida tradicional en total armoní­a con la normativa judí­a. No obstante, por fuerte que sea el sentido de identificación del israelí­ medio con los valores históricos del judaí­smo, no se puede considerar dominante el influjo religioso entre la población judí­a del Estado. Por eso, a nuestro entender, la vida espiritual según el principio de la Qedusah en la mayorí­a de los ciudadanos judí­os de Israel es la aspiración suprema de la experiencia religiosa judí­a, que sigue sin ser aún realidad.

S. Sierra
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad