JUAN, EVANGELIO DE

Nunca se ha escrito un libro que reclame cosas tan grandes para su héroe como el Evangelio de Juan. Su autor le otorga los tí­tulos más exuberantes al Cristo histórico. De hecho, desde el primer v. dice que es Dios. La tradición sostiene que Juan es su autor y que la fecha y lugar de autorí­a fue en algún tiempo hacia el cierre del primer siglo d. de J.C., en Asia Menor.

Además, la evidencia interna apoya la tradición. Es evidente que el autor era judí­o, tal como lo indican su estilo (mostrando familiaridad con el AT) y conocimiento í­ntimo de las creencias religiosas y costumbres judí­as (Joh 2:13, Joh 2:17, Joh 2:23; Joh 4:9, Joh 4:25; Joh 5:1; Joh 6:4, Joh 6:15; Joh 7:2, Joh 7:27, Joh 7:37-38, Joh 7:42; Joh 10:22-23, Joh 10:34-35; Joh 11:38, Joh 11:44, Joh 11:49; Joh 12:40). Probablemente era un judí­o palestino, dado que manifiesta un conocimiento bastante detallado de la topografí­a palestina (Joh 1:28; Joh 2:1, Joh 2:12; Joh 3:23; Joh 4:11, Joh 4:20; Joh 11:1, Joh 11:54; Joh 12:21), particularmente de Jerusalén y lugares circunvecinos (Joh 5:2; Joh 9:7; Joh 11:18; Joh 18:1; Joh 19:17) y del templo (Joh 2:14, Joh 2:20; Joh 8:2, Joh 8:20; Joh 10:22-23; Joh 18:1, Joh 18:20). Habiendo sido un testigo ocular, él recordaba el tiempo y lugar donde ocurrieron los eventos (Joh 1:29, Joh 1:35, Joh 1:39; Joh 2:1; Joh 3:24; Joh 4:6, Joh 4:40, Joh 4:52-53; Joh 6:22; Joh 7:14; Joh 11:6; Joh 12:1; Joh 13:1-2; Joh 19:14, Joh 19:31; Joh 20:1, Joh 20:19, Joh 20:26). El sabí­a que Jesús estaba cansado cuando se sentó en el pozo (Joh 4:6), recordó las palabras exactas que expresaran los vecinos del ciego de nacimiento (Joh 9:8-10), vio la sangre y el agua que brotaron del costado de Jesús que fue traspasado (Joh 19:33-35), conocí­a por nombre al siervo del sumo sacerdote (Joh 18:10) y era conocido del sumo sacerdote (Joh 18:15). Tan í­ntimo y completo era su conocimiento de las acciones, palabras y sentimientos de los otros discí­pulos que debe haber sido uno de los 12 (Joh 1:35-42; Joh 2:17, Joh 2:22; Joh 4:27; Joh 6:19; Joh 11:16; Joh 13:22-28; Joh 18:15-16; Joh 20:2; Joh 21:20-23). Aunque no se menciona por nombre a sí­ mismo, sino que se autodenomina el discí­pulo a quien Jesús amaba, se distingue de los otros a quienes sí­ menciona por nombre (Simón Pedro, Joh 1:40-42, Joh 1:44; Andrés, Joh 1:40, Joh 1:44; Joh 6:8; Joh 12:22; Felipe Joh 1:43-46; Natanael, Joh 1:45-49; Joh 21:2; Tomás, Joh 11:16; Joh 14:5; Joh 20:24-29; Joh 21:2; Judas [no el Iscariote], Joh 14:22; y Judas el traidor, Joh 6:71; Joh 12:4; Joh 13:2, Joh 13:26, Joh 13:29; Joh 18:2-3, Joh 18:5). Mateo puede ser eliminado como probable autor del cuarto Evangelio porque se le asocia con otro. De la misma manera otros de los discí­pulos menos conocidos, como Jacobo el Menor y Simón el zelote. Esto deja únicamente a los hijos de Zebedeo: Jacobo y a Juan. Pero Jacobo murió prematuramente (Hechos 12), mientras que el autor del cuarto Evangelio sobrevivió aun a Pedro (quien sobrevivió a Jacobo). En base a 21:19-24, es bastante evidente que Juan aún estaba vivo y dando testimonio cuando apareció el cuarto Evangelio (note el tiempo presente en 21:24); para entonces Pedro ya habí­a sufrido el martirio (21:19). Parece ser que la conclusión más razonable deberí­a ser que Juan escribió el cuarto Evangelio.

Juan declara que su propósito al escribir es que sus lectores puedan creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y de esa manera recibir vida (Joh 20:30-31). El énfasis no cae sobre el Reino (como en los otros Evangelios), sino sobre el Rey mismo. Esto dice mucho del porqué se incluyeran los siete Yo soy (Joh 6:35; Joh 8:12; Joh 10:9, Joh 10:11; Joh 11:25; Joh 14:6; Joh 15:5). Mucho más que los otros, este Evangelio registra el trabajo de Jesús en Judea. También abunda en enseñanzas sin parábolas y se explaya sobre los eventos y discursos que pertenecen a un perí­odo de menos de 24 horas (capí­tulos 13—19). Registra de manera especial la promesa de la venida y obra del Espí­ritu Santo (Joh 14:16-17, Joh 14:26; Joh 15:26; Joh 16:13-14).

El libro de Juan muestra que Jesucristo es el Hijo de Dios:
I. Durante su ministerio público .

A. Revelándose en cí­rculos más y más amplios, rechazado (capí­tulos 1—6).

B. Apelando amorosamente a los pecadores, amargamente resistido (capí­tulos 7—10).

C. Manifestándose como el Mesí­as por medio de dos grandes hechos, repulsado (capí­tulos 11, 12).

II. Durante su ministerio privado .

A. Emitiendo e ilustrando su nuevo mandamiento (cap. 13).

B. Instruyendo a sus discí­pulos amorosamente y entregándolos al cuidado del Padre (capí­tulos 14—17).

C. Muriendo como sustituto por su pueblo (capí­tulos 18, 19).

D. Triunfando gloriosamente (capí­tulos 20, 21).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

DJN
 
SUMARIO: . Juan y los sinópticos. -2. Ambiente religioso y cultural. – 3. La comunidad joánica. – 4. Composición del cuarto evangelio. – 5. Caracterí­sticas y claves de lectura. – 6. Tendencias subyacentes: Tendencia antibautista; Tendencia antignóstica; Tendencia antijudí­a; Tendencia antieclesiástica. – 7. Estructura y contenido: 7.1. Prólogo y testimonios. 7.2 Libro de los signos (Jn 2, 1- 12, 50). 7.3. Libro de la pasión-gloria. a) Los «discursos». b) Historia de la pasión-resurrección. c) Apéndice. – 8. Sí­ntesis teológica. – 9. cuestión del autor.

Al pasar de los evangelios sinópticos al de Juan recibimos la impresión de desembarcar en un mundo nuevo. Es como si, al aterrizar, nos encontrásemos con una montaña altí­sima, serena y majestuosa, cuya cumbre no alcanzamos a ver. De pronto «Alguien» baja de aquella altitud inaccesible, se coloca en medio de nosotros y comienza a describirnos sus bellezas. Surge entonces la pregunta inevitable, al par que temerosa, sobre los posibles caminos de acceso a la montaña. Entonces, el «escalador» descendido, sentado en medio de nosotros, comienza a contarnos cosas asombrosas. No podéis alcanzar a ver toda la montaña: A nadie le vio jamás (Jn 1, 18).

Quiso, sin embargo, que los hombres supiesen de él y, para ello, les envió a su Hijo: amó Dios al mundo que le entregó su propio Hijo (Jn 3, 16). La ascensión a la montaña se hace más tentadora. ¿Por dónde se sube?: soy el camino (Jn 14, 6a). Hay muchos caminos, pero, para llegar hasta arriba, sólo hay uno: Yo soy… La tentación de la montaña incluye ahora también el camino. Ya de antemano sabemos que tiene que ser duro y escarpado. ¿Vale la pena el esfuerzo? ¡Claro! Nos lleva a la montaña: llega al Padre sino por mí­… Yo soy la puerta (Jn 14, 6b; 10, 7). Nos regala la vida verdadera que únicamente allí­ se vive en plenitud, libre de contaminación y de muerte: Yo soy resurrección y la vida (Jn 11, 25). Nos refresca con la única agua que concede la vida eterna (Jn 4, 14). Nos decidimos a subir. La escalada tiene garantizado el éxito: Yo voy delante para evitar la dispersión y el peligro, como el pastor (Jn 10 11; 12, 32). Vosotros debéis permanecer unidos conmigo y entre vosotros, los sarcon /a vid (Jn 15, 1- 7). Y llegaremos. Claro que llegaremos: que cree ha de la muerte a la vida (Jn 5, 24). Hemos llegado.

Así­ son las alturas y profundidades en que se mueve y nos envuelve el cuarto evangelio. Como el águila que se nos pierde de vista en las alturas y se lanza de improviso en picado hasta el abismo. Nuestros ojos la siguen extasiados, participando en su vuelo impresionante. Nada tiene de particular que, desde antiguo, este evangelio haya sido llamado «espiritual». Sólo el Espí­ritu es capaz de moverse con tanta soltura en medio de tan grandes misterios. Moverse y hacer que nos movamos.

Tiene algo en contra suya este libro maravilloso y único desde muchos aspectos: ser demasiado claro, hablar en directo, rehuir en lo posible el lenguaje indirecto. Al hablar como nosotros: la os hará (Jn 8, 32). he venido para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37). Yo vencido al mundo (Jn 16, 33). soy de , vosotros de (Jn 3, 31-32). La eterna consiste en que te … (Jn 17, 3). tengo otro alimento… (Jn 4, 32) podemos caer en la tentación de obligarle a decir con ese lenguaje tan directo lo que nosotros pensamos cuando lo utilizamos. Serí­a empobrecerlo. Nuestro esfuerzo debe ir encaminado a captar las profundidades de sus secretos a través de la impresionante sencillez de su decir.

1. Juan y los sinópticos
En la comparación entre Juan y los sinópticos, lo primero que debe afirmarse es que Juan pertenece, lo mismo que los sinópticos, al género «evangelio»; describe la actuación de Jesús desde sus contactos con el Bautista hasta su muerte y resurrección. Contiene igualmente información sobre sus milagros y actividad doctrinal. A pesar de este cuadro general coincidente, se hace necesaria una revisión más detallada, gracias a la cual aparecerá con claridad la gran novedad de Juan frente a los sinópticos. Esto puede apreciarse desde distintos ángulos.

En las narraciones comunes, por ejemplo la vocación de los discí­pulos o la purificación del templo, Juan introduce variantes y enfoques distintos.

Hay temas importantes que narran los sinópticos y omite Juan: el evangelio de la infancia, discurso o sermón de la montaña, las grandes parábolas, expulsiones de demonios…

Juan aporta un material desconocido por los sinópticos: los episodios de Nicodemo, la samaritana, el paralí­tico de la piscina, el ciego de nacimiento, la resurrección de Lázaro, las alegorí­as del pastor y la vid.

En relación con la forma literaria, el material sinóptico está compuesto -si prescindimos de los relatos de la pasión-por narraciones aisladas, sentencias breves o grupos de sentencias, que han sido ordenadas y sistematizadas por los evangelistas. En Juan predominan los discursos temáticos. Presenta, además, temas nuevos y utiliza un vocabulario y unas técnicas nuevas.

La gran movilidad de Jesús en el aspecto cronológico y geográfico, que autorizan a seguir pensando en los tres años de vida pública: varios viajes de Judea a Galilea, tres celebraciones de la pascua… Así­ se rompe el esquema férreo de los sinópticos: Galilea y Jerusalén con un único viaje que une ambos escenarios y que permitirí­a reducir el ministerio público de Jesús a unos cuantos meses, pues en ellos sólo se habla de una pascua.

La relación concreta de Jesús con cada uno de los sinópticos es una cuestión muy compleja. Por lo que se refiere a Marcos estarí­a justificada desde la secuencia que comprende la multiplicación de los panes, la marcha sobre las aguas, vuelta a la otra orilla, petición de señales, confesión de Pedro (Jn 6; Mc 6, 34- 8, 29). Estas coincidencias se explicarí­an suficientemente desde la tradición común de la Iglesia. La relación de Juan con Mateo se establece, a veces, sobre bases tan poco sólidas que no vale la pena ni hablar de ellas. Las coincidencias con Lucas son las más numerosas: muchas afinidades en los relatos de la pasión; la triple declaración de inocencia de Jesús por parte de Pilato; las hermanas Marta y Marí­a… La relación es de clara dependencia, pero ésta ha podido realizarse a través de una fuente que ambos pudieron utilizar independientemente.

A modo de conclusión, digamos que Juan ha escrito completar a los sinópticos (teorí­a complementaria), a los que supondrí­a conocidos por sus lectores; ni para , teniendo en cuenta la dificultad de los mismos (teorí­a de la interpretación), ni, menos aún, para por una presentación más actualizada del mensaje evangélico (teorí­a de la suplantación). Tanto Juan como los sinópticos son absolutamente válidos, cada cual como representantes de una tradición respectiva. Debe hablarse de la tradición sinóptica y de la joánica como de dos realidades autónomas. Hay que afirmar que Juan, independientemente de los sinópticos, ha construido un tipo nuevo de «evangelio», análogo al sinóptico y distinto de él.

2. Ambiente religioso y cultural
¿Qué mundo, qué mentalidad, qué filosofí­a de la vida tiene el evangelio de Juan? Las hipótesis al respecto son múltiples:

Algunos autores siguen pensando en el judí­o. En el evangelio se habla de las fiestas judí­as; son conocidas las costumbres judí­as; son familiares los problemas que planteaba el descanso sabático; la presencia del A. T. es notable… La influencia del mundo judí­o en este evangelio es innegable, pero resulta insuficiente para explicar sus peculiaridades
Muchos estudiosos del evangelio de Juan afirman la necesidad de contar con el griego o el mundo de la filosofí­a helenista. Dicha influencia es innegable. La presencia del término «logos» bastarí­a para justificarla.

El de la gnosis. Se trata de una corriente filosófico-religiosa preocupada por la salvación del hombre. Esta salvación sólo puede lograrse mediante la gnosis o conocimiento revelado. Esta corriente se diversificó en distintas tendencias: gnosis mandea o mandeí­smo, de la que queda actualmente algún vestigio en Irak; la gnosis cristiana, representada en las «odas de Salomón» y en el «evangelio de la verdad». Las dos clases de gnosis coinciden con el evangelio de Juan en muchas cosas: en la concepción dualista del mundo; en expresiones como ser de la verdad, de la luz, etc.

Los escritos herméticos hermetismo, procedentes del mundo greco-romano. También insisten en el conocimiento revelado, en la inmortalidad y en la vida verdadera.

La última moda fue . Los paralelos son clarí­simos. Baste recordar el subtí­tulo de su libro principal: «Guerra de los hijos de la luz con los hijos de las tinieblas». No obstante Qumran no es el suelo materno donde nació el evangelio de Juan.

Como conclusión digamos lo siguiente: No puede negarse la presencia y la influencia del A. T. y del judaí­smo rabí­nico en el cuarto evangelio. Las semejanzas innegables con otros mundos religioso-culturales deben explicarse desde un fondo cultural común. Junto a las grandes semejanzas con el mundo judí­o y con la mentalidad griega, las diferencias frente a ellos resultan llamativas. Para el mundo judí­o era inevitable escándalo del ahora: lo que ellos esperaban para el futuro, lo presenta el evangelio de Juan como siendo ya realidad actual; la aparición del Mesí­as, el juicio, la resurrección, la vida verdadera, el nuevo éxodo, el nuevo nacimiento. Para el lector de mentalidad griega era igualmente inevitable escándalo de la carne, que Dios irrumpiese en este mundo material, humano y malo por definición, era impensable. Para dicha mentalidad era inadmisible que la Palabra se hiciese carne.

Este reto, lanzado a los dos mundos religioso-culturales de la época, deben ser puestos de relieve para no dejarnos seducir fácilmente por las semejanzas que suelen aducirse, con toda razón, entre dichos mundos y el cuarto evangelio.

3. La comunidad joánica
Al hablar de la comunidad joánica nos referimos a todos aquellos grupos de cristianos que veí­an reflejada su fe en el cuarto evangelio. No es fácil reconstruir su imagen, puesto que el único punto sólido de referencia lo construye el evangelio y, en parte, también las cartas de Juan.

Muy probablemente dicha comunidad surgió en el norte de Palestina al margen del judaí­smo oficial; se halla en contacto con el judaí­smo heterodoxo y participa con él de las influencias procedentes del mundo griego y, en concreto, de las corrientes gnósticas. Al igual que el mencionado judaí­smo heterodoxo, es también ví­ctima de las invectivas y ataques de las representaciones de la ortodoxia oficial judí­a.

La comunidad joánica nace como consecuencia del contacto con el movimiento cristiano. Se interesa por Jesús en quien llega a descubrir al profeta esperado para el fin de los tiempos, al estilo de Moisés. Fueron los primeros pasos de este grupo de cristianos que se caracteriza por una «simpatí­a» hacia Jesús y el movimiento que habí­a surgido en torno a su persona. Los simpatizantes no pueden llamarse todaví­a cristianos. Su fe inicial, incipiente pero insuficiente -Jesús era el Mesí­as profético (Deut 18, 15ss); no de origen divino, sino sencillamente un hombre enviado por Dios, el hijo de José de Nazaret (Jn 1, 45-46; 6, 42)- no les llevó a ninguna clase de colisión ni conflicto alguno con el judaí­smo oficial. Al fin y al cabo, aquel nuevo movimiento encajaba dentro de la multitud de sectas y grupos religiosos existentes dentro del judaí­smo y, por tanto, no era en modo alguno preocupante.

La figura de Jesús no habí­a sido valorada en toda su dimensión. Era necesario poner en primer plano su divinidad: Jesús el Hijo de Dios. Este nuevo planteamiento originó serios problemas a dos niveles. de la comunidad inicial muchos de sus miembros se negaron a dar el paso requerido. Entonces se produjo el primer desgarrón o ruptura dentro de la comunidad. Un buen número abandonó aquel entusiasmo inicial y aquella fe incipiente. Tenemos indicios suficientes de ello en Jn 6, 60ss en los cap. y 8. Fuera de comunidad, en relación con el judaí­smo oficial, aquella nueva fe, que hasta entonces habí­a resultado inofensiva, se hací­a intolerable, incompatible con un verdadero monoteí­smo, el dogma principal del A. T. Es entonces cuando se toman medidas contra los que profesan dicha fe, se les excluye de la sinagoga (Jn 9, 22; 12, 42; 16, 2). Incluso podí­an ser perseguidos hasta la muerte (Jn 10, 28-29; 15, 18; 16, 2). Esto produjo nuevos desgarramientos, con la consiguiente disminución de la comunidad.

La aceptación de Jesús como el Hijo de Dios fue la ocasión para que muchos pensasen que no podí­a ser hombre verdadero. El mundo de Dios es tan distinto y está tan distante del mundo del hombre que no podí­a ni pensarse siquiera que pudiese entrar en contacto con él. Así­ se manifestaban algunas corrientes filosófico-religiosas de la época, como la gnosis. Por esta causa se produjo una nueva ruptura en la comunidad joánica. De ella nos informa la primera carta (1Jn 2, 19).

4. Composición del cuarto evangelio
Este evangelio presenta una unidad y cohesión internas mucho más fuertes que los sinópticos. Este hecho, sin embargo, no quiere decir que la obra haya sido compuesta de una única vez y por un único autor. Tenemos claros signos de que existió un proceso de «composición». Por destacar lo más sobresaliente: Jn 13, 21 tiene su continuación lógica en 18, 1. Esto quiere decir que entre ambos textos se ha abierto un espacio para colocar los cap. 15-17. El orden natural de Jn 4-7 serí­a el siguiente: 4. 6. 5. 7, problema que ya fue visto desde antiguo. Jn 21 es una clara adición al evangelio ya terminado, como nos consta, entre otras razones, por el original, que lo tenemos en Jn 20, 30-31, que es evidentemente una frase conclusiva. Esto quiere decir que ha habido varias manos que han trabajado en la obra.

La cuestión es sumamente compleja. El planteamiento que nos parece más cercano a lo ocurrido distinguirí­a tres momentos fundamentales en su composición: la existencia de primer escrito, el evangelio original, muy parecido a los sinópticos, y que constarí­a de una serie de hechos y dichos de Jesús. Dicho escrito le presentarí­a como Mesí­as profético, al estilo de Moisés (Deut 18, 15-16); serí­a el hijo de José, de Nazaret (Jn 1, 45-46; 6, 42), sin pretensiones divinas en relación con su persona.

Este primer escrito elaborado profundamente por el evangelista. A él se le deben los grandes discursos y discusiones. Todo aquello que presente a Jesús como Revelador, el enviado del Padre, el Hijo del hombre… Además, los hechos narrados por el evangelio original fueron reelaborados por el evangelista en esta dirección. Sirviéndose, naturalmente, de las enseñanzas de Jesús y de sus hechos como base de su reflexión. La respuesta adecuada a este Jesús es fe y el amor. Esta presentación tan «elevada» creó graves problemas, tanto a nivel interno, dentro de la vida de la comunidad, como en el nivel externo, en su relación con los dirigentes judí­os.

Las circunstancias histórico-culturales hicieron necesaria la intervención de un final, que debió poner los puntos sobre las í­es en una serie de cuestiones importantes, como la plena realidad de la encarnación, el realismo de la eucaristí­a y de la muerte de Cristo, la respuesta concreta del creyente al odio del mundo, etc.

5. Caracterí­sticas y claves de lectura
El evangelio de Juan es un escrito doctrinal en forma de evangelio. Su intención primera es la enseñanza, no la narración. Esta se halla en función de aquélla; es su vehí­culo, el vestido del cuerpo doctrinal. Esto significa que el interés principal de la obra es el teológico, no el histórico. En él los milagros son ; los discursos, más que discursos de Jesús, son sobre Jesús. Su interés es siempre ógico; las discusiones no versan sobre los problemas del tiempo de Jesús: la ley, el sábado, los alimentos puros e impuros, la forma de hacer la oración, el ayuno, la limosna… sino sobre las pretensiones de Jesús de ser el enviado del Padre…; son sobre Jesús; la doctrina no tiene como centro de gravedad el reino de Dios, como ocurre siempre en los sinópticos, sino que son utilizadas otras categorí­as de pensamiento, que expresan la misma realidad: , vida, luz, mundo de Dios, mundo de arriba…

También los recursos literarios tienen sus propios caminos: el evangelista recurre a la ón, como método pedagógico para suscitar ulteriores explicaciones por parte de Jesús sobre temas importantes; intencionadamente deja las escenas: ¿qué fue de Nicodemo o de la samaritana o de los griegos que querí­an ver a Jesús? De este modo saca las escenas del terreno de lo anecdótico y las traslada al campo de lo teológico y representativo. A veces las palabras tienen o múltiple sentido, buscado por el evangelista, porque uno aclara y completa al otro. En la mención y descripción de personas, muy frecuentemente, lo que se busca es su representatividad o funcionalidad por encima de su realidad estrictamente personal.

6. Tendencias subyacentes
Para la comprensión de una obra es importante conocer sus tendencias y preocupaciones. En la nuestra descubrimos las siguientes:

Tendencia antibautista: Los discí­pulos de Juan el Bautista habí­an sobrevalorado la figura de su maestro diciendo de él que era todo aquello que nuestro evangelista le niega: No era la luz, ni el Mesí­as, ni Elí­as, ni el profeta, ni el esposo, ni habí­a hecho signo alguno (Jn 1, 6-8. 15. 19ss; 3, 27-30; 5, 33-35; 10, 41). El evangelista pone los puntos sobre las í­es: El Bautista fue el precursor de Jesús y, sobe todo, su testigo cualificado.

Tendencia antignóstica: La gnosis defendí­a la incomunicabilidad del mundo de arriba, el de Dios, con el de abajo, el del hombre. Para esta mentalidad, la afirmación de la fe cristiana: Jesús es Hijo de Dios, implicaba la negación de la verdadera encarnación, de la muerte y de la eucaristí­a. Para los gnósticos, Jesús, a lo sumo, habí­a sido el «medium» del que se sirvió el Cristo celeste para comunicar al hombre el conocimiento revelado o la gnosis salvadora. El Cristo celeste habí­a «utilizado» a Jesús desde el bautismo hasta la pasión, en que le abandonó. Frente a esta tendencia nuestro evangelio insiste, más que ningún otro documento del N. T., en los tres puntos principales que los gnósticos hací­an incompatibles con la fe cristiana: la encarnación, la muerte y la eucaristí­a (Jn 1, 14; 19, 17-41; 6, 51b-58).

Tendencia antijudí­a: Esta tendencia se manifiesta en las discusiones de Jesús con los judí­os, que negaban lo que Jesús afirmaba de sí­ mismo. El mejor ejemplo lo tenemos en los cap. 7 y 8. En las decisiones, decreto de excomunión lanzado por los judí­os contra los cristianos (Jn 9, 22; 12, 42; 16, 2). En el distanciamiento que supone la forma de hablar del evangelista: la fiesta «judí­a» de la pascua (Jn 6, 4; 12, 1; 13, 1). En las imágenes y expresiones que presentan a la Iglesia como el nuevo Israel (vid y sarmientos, pastor y rebaño, hijos de Dios… apropiándose de este modo algo que los judí­os creí­an poseer en exclusiva). En la presentación que hace de los enemigos de Jesús, que no son los escribas y fariseos, sino los judí­os: los dirigentes judí­os, no el pueblo judí­o…

Tendencia antieclesiástica: No hablamos de una tendencia antieclesial, sino antieclesiástica. Esta se halla subyacente en relación con una concepción mágica sobre los sacramentos. Nótese que, en los tres textos aceptados unánimemente como sacramentales: el relativo al bautismo (Jn 3, 3. 5), a la eucaristí­a (Jn 6, 51b-58) y a los dos juntos (Jn 19, 34), el evangelista, en todo el contexto, acentúa la necesidad de la fe hasta tal extremo que deja entender con claridad suficiente que el sacramento sin la fe no es nada. Naturalmente que el evangelista acepta los sacramentos, pero manifiesta serias reservas frente al modo como estaban siendo celebrados. Las mismas reservas manifiesta frente al concepto de «discí­pulo». Ya entonces existí­a la tendencia a identificar a los discí­pulos con los Doce. A éstos los menciona nuestro evangelista únicamente dos veces (Jn 6, 67 y 20, 24).

7. Estructura y contenido
Ya que el espacio permitido nos impone la brevedad, intentaremos llegar a nuestros lectores ofreciéndoles el mensaje con claridad. En el evangelio de Juan, Jesús nos es presentado como el Hijo del Padre que, arrancándose de su más í­ntima unión con él, aterriza en nuestra historia y comparte nuestra naturaleza humana. Comunica a los hombres los secretos y la vida misma de Dios y retorna después, a través de su pasión-glorificación, a su punto de origen. Este esquema general se desarrolla en dos grandes partes: 1′) Manifestación al mundo mediante la narración de hechos y palabras que le acreditan como el Enviado (Jn 2, 1-12, 50). 20) Revelación más particular a los suyos, que culmina en la pasión-resurrección (Jn 13, 1-20, 31).

7.1. ólogo y testimonios
La Iglesia primitiva recurrió frecuentemente a los himnos para celebrar, expresar y anunciar su fe. Nuestro ólogo (Jn 1, 1-18) es un buen ejemplo de ello. En él nos es presentado el protagonista del evangelio, destacando su origen eterno (w. 1-5), su aparición como luz y vida en nuestro mundo (vv. 9-13) y el aterrizaje definitivo en nuestra historia haciéndose uno de nosotros (w. 14-18). Nuestro evangelio utilizó este himno primitivo para prologar su obra. Este nuevo destino le obligó a introducir en él algunas modificaciones y ampliaciones: la insistencia en que la Palabra proyectaba hablar al hombre antes de que éste existiese (v. 2); la acentuación del Bautista como testigo de Jesús, frente a las sobrevaloraciones que los discí­pulos de Juan habí­an hecho de su persona (vv. 6-8. 15); el modo concreto como Dios llegó a nuestro mundo, superando intentos anteriores de acercamiento, como el de Moisés (w. 14-16.18).

El del (Jn 1, 19-34) excluye toda pretensión mesiánica de su persona. Las tres figuras, que él niega ser: el Mesí­as, Elí­as, el Profeta, pertenecí­an al terreno de las especulaciones mesiánicas. Frente a ellas, Juan afirma que él es testigo eminente de Jesús, la voz última que debí­a anunciarlo; y lo hace presentándolo como y eliminador del pecado, como del Espí­ritu, iniciador de los tiempos mesiánicos y última manifestación de Dios; como , a partir del cual adquiere su sentido último el pensamiento de la «elección», aplicada a los creyentes.

El de discí­pulos (Jn 1, 35-49), que confiesan a Jesús como el Mesí­as, como Aquel del que escribieron Moisés y los profetas, como Rabbí­, Hijo de Dios y Rey de Israel. En toda esta titulatura cristológica se presupone, además de aquel primer encuentro, todos los posteriores, es decir, toda la reflexión ulterior gracias a la cual y bajo la acción del Espí­ritu, los discí­pulos pudieron descubrir la verdadera personalidad de Jesús. El evangelista traslada a este primer encuentro con Jesús lo que posteriormente, a la luz de la pascua y bajo la acción del Espí­ritu Paráclito, fueron descubriendo en él.

El mismo Jesús (Jn 1, 50-51) garantiza de forma absoluta que sus discí­pulos le descubrirán como el Hijo del hombre: el camino hacia el Padre, el punto de unión entre el cielo y la tierra. A ello se alude con la referencia implí­cita a Gen 28, 12: la escala de Jacob. El tí­tulo Hijo del hombre, que aparece veinticinco veces en este evangelio y siempre en labios de Jesús -incluida la aparente excepción de Jn 12, 34- parece referirse a la mediación entre Dios y el hombre. Sólo en una ocasión -Jn 5, 27- hace referencia a su aspecto judicial.

.2. Libro de los signos (Jn 2, 1- 12, 50)
Cuando los evangelios sinópticos se refieren a los hechos prodigiosos de Jesús utilizan un vocablo griego, , que podrí­amos traducir por acciones poderosas. El cuarto evangelio, en cambio, se refiere sistemáticamente a esos hechos prodigiosos con la palabra , «signos» o «señales» o acciones significativas. Como estos signos -siete en total- han sido reunidos por Juan en la sección que va desde el cap. segundo hasta el doce inclusive, todo el bloque ha recibido la denominación de «Libro de los signos». Pero no todo es material narrativo en la sección. Junto al relato de los signos, el evangelista ha colocado una serie de discursos, diálogos y debates que constituyen el nervio teológico del evangelio.

Incluso puede afirmarse que en la intención del autor los signos y los demás hechos narrados en esta sección están en función del material discursivo. Por lo mismo es difí­cil precisar dónde termina lo que podrí­amos llamar «historia» y dónde comienza la elaboración teológica del evangelista. Lo cual no dispensa, al contrario, anima a buscar y a hacer lo posible para encontrar el sentido especí­fico que tienen los «signos» en el cuarto evangelio. Tampoco es fácil dilucidar si hay progreso de las ideas en el paso de un signo a otro o es toda la verdad del evangelio lo que se propone en cada uno de los signos. En todo caso, el mensaje de cada signo y de su correspondiente acompañamiento doctrinal se captará mucho mejor si se lee sobre el trasfondo de la totalidad del evangelio.

Para la comprensión del primer signo (2, 1-12) deben ser tenidos en cuenta los siguientes puntos de referencia: la constatación de la madre de Jesús «no tienen vino», que significa la insuficiencia de la revelación antigua; la afirmación de Jesús: la revelación plena comenzará cuando llegue su «hora», es decir, la cruz-resurrección. Esto se afirma en el marco de una boda: inicio de las nuevas relaciones entre Dios y el hombre. Comienza un tiempo nuevo, una nueva creación (sumando a estos tres dí­as los cuatro mencionados en el cap. 1° tenemos una semana: alusión a la primera creación).

Viene a continuación la sustitución del templo (2, 13-22), que es una acción significativa. Los sinópticos sitúan este relato en la última semana de la vida de Jesús. Es, pues, el de Juan un relato anticipado por cuanto que el hecho en sí­ mismo supone una actividad previa de Jesús. La razón de dicha anticipación es su carácter programático. En lugar de la purificación del templo aquí­ debiéramos hablar de la sustitución del mismo. En realidad se trata de eso. Jesús es presentado como el verdadero y único templo, el punto de unión entre lo humano y lo divino. El templo antiguo y todas las realidades simbolizadas en él se hallan totalmente reemplazadas por la persona de Jesús.

La novedad sorprendente aportada por Jesús desconcierta a Nicodemo y al judaí­smo docto (3, 21). El evangelista la explica diciendo que la aceptación de Jesús es mucho más que el reconocimiento de sus obras extraordinarias (2, 23-25; 3, 1-3; 4, 48…). El es la manifestación última del amor de Dios (v. 16), el principio último para el discernimiento y el juicio (w. 17-19), el revelador del Padre, procedente del «mundo de arriba». Para aceptarlo así­ es necesario nacer de nuevo, nacer del agua y del Espí­ritu, ser engendrado por Dios o abrirse plenamente a la acción del Espí­ritu.

Los discí­pulos del Bautista habí­an sobrevalorado a su maestro (Hch 18, 24-19, 5). Esto obliga a nuestro evangelista a introducir otro testimonio, puesto en labios del propio Juan, para destacar la superioridad de Jesús: él es el verdadero esposo (recuérdese que, a partir de Oseas, las relaciones de Dios con su pueblo comenzaron a ser presentadas bajo la imagen del matrimonio) mientras que el Bautista es simplemente su precursor y el organizador de la fiesta; él es la palabra reveladora, cuya audición produce la verdadera alegrí­a, incluso en el Bautista.

Aparentemente sigue hablando el Bautista. En realidad estamos ante una automanifestación de Jesús (3, 31-36) que utiliza el tono de un tí­pico discurso cristológico. El se autopresenta como el que es de arriba, el enviado del Padre, el único que puede hablarnos con conocimiento de causa de Dios, porque su testimonio recae sobre lo que ha oí­do y visto (1, 18). Quien lo acepta así­ participa ya de la vida del mundo divino. Nuestro texto serí­a el desarrollo último del diálogo con Nicodemo, interrumpido temporalmente por el testimonio del Bautista (vv. 22-30).

El encuentro de Jesús con la Samaritana destaca su libertad frente a los tabúes epocales: un rabino no debí­a hablar en público con una mujer; en cuanto don de Dios lo es también para los «cismáticos» samaritanos; al cisma aludido pueden referirse los cinco maridos habidos y el ilegí­timo con el que vive en la actualidad (2 Re 17, 24ss); en cuanto Mesí­as, Jesús relativiza la cuestión del culto (v. 26); la aparición de los discí­pulos en escena pone de relieve el conocimiento sobrehumano de Jesús (vv. 27-37); los vv. 28-42 presuponen una misión floreciente en Samarí­a. Después de la actuación de Jesús en la región, los que le dieron impulso y crearon la comunidad fueron los que tuvieron que huir de Jerusalén a raí­z de la persecución suscitada con motivo de «lo de Esteban» (Hch 8). Ellos fueron los que trabajaron. Los que se beneficiaron de su trabajo (v 38) fueron los apóstoles delegados de la Iglesia de Jerusalén para inspeccionar y controlar dicha misión (Hch 8, 14).

El segundo signo (4, 46-53) es muy probablemente una versión distinta de la curación del siervo del centurión (Mt 8, 5ss y par.). Las variantes son importantes, pero explicables desde la distinta situación de cada evangelio. Mientras los sinópticos subrayan que se trata de un pagano y acentúan el hecho de que Jesús desborda estas barreras, Juan pone de manifiesto la magnitud del signo. De ahí­ el desplazamiento que hace desde Cafarnaúm a Caná, con el fin de que la curación se produzca a distancia y se ponga de relieve la fe en la palabra vivificante de Jesús. La contemplación de los signos de Jesús lleva a la fe, como ocurrió en este caso. Lo especí­fico de los signos es convertir el suceso histórico en flecha indicadora que nos orienta en la búsqueda de algo más importante y profundo que el acontecimiento narrado.

En la curación del paralí­tico (cap. 5, tercer signo) destaca el poder vivificante de la palabra de Jesús frente al judaí­smo que ha llegado al lí­mite de sus posibilidades y que ya no da más de sí­. Se halla simbolizado en el paralí­tico (Deut 2, 14). Es propio del evangelio de Juan narrar los signos de tal modo que sean seguidos de un discurso revelador o aclarador del significado de los mismos. Todos ellos apuntan a Jesús mismo como enviado de Dios. Esto significa que Jesús no puede ser entendido si se le separa de Dios (vv. 10-18). Jesús dispone, por tanto, del mismo poder de Dios en orden a la concesión de la vida. Existe una perfecta unidad de acción entre el Padre y el Hijo, que se concreta en dos temas fundamentales: la vida y el juicio (vv. 19-30).

Jesús aduce unos cualificados que demuestran la legitimidad de sus pretensiones. Testifican a su favor Padre, cuyo testimonio se recogido en la Escritura; también es aducido, aunque no como argumento definitivo, testimonio del Bautista; además, su dignidad se halla rubricada por propias obras, en las que se engloba toda la acción reveladora de Jesús; finalmente, mismo Moisés está a de Jesús: el verdadero israelita es el que, a través del A. T., llega a Cristo (1, 47). Después de todos los argumentos, repitamos que Jesús no puede ser comprendido si se le separa de Dios.

La multiplicación de los panes es el cuarto signo (6, 1-15). Es el relato de una historia milagrosa de la que tenemos ejemplos tanto en el judaí­smo como en el paganismo. La presente narración atribuye a Jesús lo que se contaba de grandes profetas o taumaturgos, con la intención de enseñar que quien tenga alguna necesidad encontrará remedio en Jesús. Sobre este andamiaje, que el evangelista ya encuentra preparado, se desarrollan las siguientes ideas: el conocimiento sobrehumano de Jesús (intención cristológica); Jesús como respuesta a las necesidades más profundas del hombre (intención soteriológica); centralidad de su persona (los discí­pulos juegan un papel secundario frente a la función preponderante que les asignan los sinópticos, -Mc 6, 37-42 y par.- universalidad de su destino (simbolizada en las 5.000 personas saciadas); su realidad divina (el número siete -resultante de cinco más dos-, es número sagrado, imagen de Dios); su permanencia con el hombre en la eucaristí­a (v. 11). Más que de la multiplicación de los panes, habí­a que hablar de la multiplicación del pan.

Al relato narrado debí­a seguir, por lógica, discurso sobre pan de vida (6, 23-51 a) en el que se establece una comparación: Como el maná salvó al antiguo pueblo de Dios, así­ ahora Jesús ha sido enviado del cielo, no como un milagrero común, sino como el pan que da la vida eterna y que debe ser comido mediante la aceptación por la fe. Este discurso sobre «el pan de vida» es de tipo «sapiencial»: se atribuye a este pan lo que el A. T. aplicaba a la Sabidurí­a, y podí­a ser entendido perfectamente por los interlocutores de Jesús en una sinagoga.

A continuación deberí­a venir discurso eucarí­stico (6, 51b-58). Esta parte del discurso no procede de la sinagoga de Cafarnaún, sino de la última cena. El lugar adecuado serí­a, por tanto, el cap. 13. El evangelista lo ha trasladado aquí­ por la semejanza con la materia desarrollada, para hacer un discurso completo sobre el pan. Nótense las diferencias en relación con el discurso anterior: allí­ el protagonista era el Padre, aquí­ lo es Jesús; la respuesta del hombre allí­ era la fe, aquí­ es el comer y beber la carne y la sangre.

Entre la multiplicación de los panes y los discursos interpretativos introdujo el evangelista, porque así­ se lo ofrecí­a y se lo imponí­a la tradición, la marcha sobre las aguas, que es el quinto signo. Es un milagro poético o una composición poética que describe la dignidad de Aquel que es presentado caminando sobre las aguas. Este signo describe la marcha de la Iglesia a través del mundo en medio de dificultades paralizantes y del consiguiente desaliento enervante. Debe apoyarse en Jesús, cuyo poder es comparado con el de Yahvé, cuyo camino fue el mar, y su sendero la inmensidad de las aguas, aunque no dejabas huella en ellas (Sal 77, 20).

El magní­fico cuadro que nos ofrece el cap. 6 recibe su último detalle perfeccionista haciendo hincapié en las palabras de vida eterna (6, 59-71). La incredulidad de la gente, de los judí­os y de los discí­pulos -se trata de las mismas personas, aunque sean llamados con distintos nombres-provoca la confesión de la fe verdadera a nivel de Iglesia universal simbolizada por los Doce y representada por Pedro. Jesús es el Santo de Dios y sólo él posee palabras de vida eterna. Se pone así­ de manifiesto la secuencia lógica que nunca debe perderse de vista: palabra-fe-sacramento-vida, como rasgos esenciales de la revelación cristiana.

El evangelista sintetiza y sistematiza grandes discusiones de Jesús sobre Jesús en los cap. 7 y 8. Jesús sube de incógnito a la fiesta. Evita la publicidad. No quiere que nadie piense en un mesianismo sensacionalista y polí­tico, como sus mismos hermanos lo soñaban. Jesús es el dador del agua viva, del Espí­ritu (7, 37-39), iniciador, por tanto, de los tiempos mesiánicos; el enviado, cuya doctrina es la del que le envió; el que tiene su patria «arriba», confundiendo los cálculos humanos acerca de su origen y procedencia. La autopresentación de Jesús divide, como siempre, a sus oyentes: unos lo aceptan o comienzan a hacerlo; otros lo odian a muerte.

La historia de la últera (8, 1-11) no perteneció originariamente a este evangelio: interrumpe el contexto; falta en la mayor parte de los manuscritos antiguos; anduvo errante de un lugar para otro; encajarí­a en cualquiera de los sinópticos, particularmente en Lucas, -que es quien más se interesa por el tema de la misericordia-, donde la narra algún manuscrito. En todo caso, pertenece al evangelio, y enseña a no aplicar despiadadamente la ley cuando también los jueces son pecadores (Rom 2, 21). Jesús, en cumplimiento de su misión, la perdona (Lc 19, 10) y le concede la vida.

La discusión entre Jesús y sus enemigos, entre el cristianismo naciente y el judaí­smo, sobre su origen y procedencia (8, 31-59), arguye no sólo falta de fe sino también resistencia a la misma. Se acentúan dos enseñanzas: la sólo Jesús y el Padre tienen competencia para juzgar su doctrina; 2a, la partida próxima de Jesús, su muerte hará inútil para muchos su búsqueda indebida (7, 33ss).

A continuación se nos ofrece la discusión más violenta (8, 31-59) entre Jesús y sus adversarios y, en un segundo nivel, entre el cristianismo y el judaí­smo. Lo más sorprendente de la misma es que tiene lugar entre Jesús y los judí­os que habí­an creí­do en él (8, 31). Esta afirmación se ve desmentida tanto por el objeto de la discusión como por el modo como es llevada. En realidad se trata de una fe incipiente: «los que habí­an creí­do» son los que habí­an sentido un entusiasmo por Jesús o por su movimiento, pero que no se decidieron a aceptar a Jesús como el Hijo de Dios, como el Enviado, escudándose en los privilegios judí­os. El racionalismo, aunque sea religioso, también excluye a Jesús.

Todo el cap. 9 gira en torno al 6° signo, recogido por Juan, y constituye una exposición dramatizada del proceso de la fe. El verdadero milagro es Jesús en cuanto luz del mundo (8, 12; 9, 5) que resulta asequible únicamente a la fe, no a la investigación; sólo el que se ha lavado (v. 7), el creyente, el que acepta a Jesús como el enviado, queda iluminado, comienza a ver; inmediatamente se ve sometido a un proceso: la gente, y sobre todo los dirigentes, no quieren que escape nada a su control; este milagro de la luz es como una espada de dos filos: a unos les ilumina, mientras que, a los que creí­an ver, les ciega (v. 39); el relato nos presenta a Jesús como el cumplidor de las antiguas esperanzas sobre la iluminación del misterio de la existencia humana (Is 35, 5). El curado se convierte en sí­mbolo de todo el proceso de la fe.

Dos parábolas originariamente distintas, la del buen pastor y la de la puerta, se hallan fusionadas en una de las dos grandes alegorí­as del cuarto evangelio. En ella se acentúa la seguridad de las ovejas bajo la protección del pastor; ésta se completa con la ampliación de la misma (w. 11-18), utilizando el lenguaje directo, hablando de la entrega de su vida por ellas para que tengan la vida verdadera, y la de la puerta (w. 7-10), que presenta a Jesús como el acceso único a la salud-salvación. Ambas responden a la pregunta de los judí­os sobre quién es Jesús. El busca a las ovejas (9, 35), no las dispersa como ellos, que son pastores aprovechados y a sueldo (9, 34); él se entrega a su misión hasta jugarse la vida por las ovejas, no las explota ni huye ante el peligro. Este lenguaje tiene delante al A. T. (Ez 34 y 37, 16ss) y el uso que el N. T. hace del mismo (Mc 6, 34; 12, 27; Lc 15, 3-7; 1 Tes 2).

El tema de la victoria sobre la muerte se halla escenificado en el séptimo signo, la resurrección de Lázaro. Para la recta comprensión de este audiovisual de excepcional belleza es necesario tener en cuenta los puntos siguientes:

1°) El relato mismo, en el que confluyen, como es habitual en este evangelio, el hecho-signo más su interpretación en el discurso-diálogo correspondiente. La particularidad en este caso consiste en que, dada la dramatización de la escena, hecho e interpretación se hallan fusionados y constituyen una unidad inseparable.

2°) El contenido que ha sido enfatizado desde unas pistas inconfundibles: a) Es el último y el más grande de los signos; b) Puede verse un «crescendo» en la magnitud de los mismos, desde el primero (Caná de Galilea) hasta éste; aquí­ tenemos la victoria sobre la muerte (1 Cor 15, 26);c) En el centro de la historia se encuentra el Revelador con su automanifestación: soy la resurrección y la vida (v. 25); d) El relato se convierte así­ en un cuadro aclaratorio de lo ya dicho en relación con lo que es Jesús (5, 24-25); e) La unión con Jesús garantiza la vida, a pesar del trance necesario de la muerte; f) Esta auténtica vida comienza ya ahora, sin necesidad de esperar al último dí­a, como dice Marta, que refleja y representa la creencia del judaí­smo contemporáneo; g) Lo importante ahora es la fe por la que el hombre vive ya en la eternidad de Dios. Todo esto se halla implicado en el «signo», indicativo de la presencia de Dios en Jesús y al que se tiene pleno acceso mediante la fe.

3°) La historicidad estricta no es esencial al relato y, sea lo que sea de ella, debe quedar claro que la validez del signo y su contenido no quedan cuestionados por dicha historicidad. (Remitimos para este asunto a la palabra Lázaro).

La solución es matar a Jesús (11, 45-54. 55-57). Es de admirar la fina ironí­a de que hace gala el evangelista en este pasaje: el Sanedrí­n, a cuya cabeza está su legí­timo presidente -Caifás, a la sazón- condena a Jesús para salvar al pueblo; cuando el pueblo, la nación, la ley, el templo… quedan descalificados por rechazar a Jesús. Precisamente de tal rechazo va a surgir una nueva realidad que reemplazará a la que ellos pretenden defender. La sección termina anunciando la cercaní­a de la fiesta judí­a de la pascua. La gente sube a Jerusalén para cumplir los ritos de purificación, pero la auténtica purificación sólo se realizará en la muerte de Jesús.

– muerte, camino hacia vida (cap. 12)
Bajo el tí­tulo precedente son comprendidas cinco escenas:

a) La unción en Betania (12, 1-11), que es un anticipo de la verdadera pascua y tal vez ha sido colocada por el evangelista antes de la entrada en Jerusalén (véase Mc 14, 1-9), para indicar que Jesús entra en la ciudad como rey ungido (Jn 12, 13) y muere como rey ungido (Jn 18, 33-40; 19, 1-6. 19). Dos observaciones concretas: – La expresión fiesta í­a de la pascua (Jn 11, 55) indica la distancia teológica entre la Sinagoga y la Iglesia en el momento de redactarse el evangelio; y – La datación cronológica dí­as antes la pascua (Jn 12, 1) puede significar la imperfección hasta que llegue la verdadera pascua el dí­a séptimo. Mientras tanto, «lo imperfecto», el judaí­smo, se resiste a ser sustituido y por eso se intenta eliminar a Jesús.

b) La entrada triunfal en Jerusalén (12, 12-19). Se nos narra en este episodio la entronización mesiánica de Jesús. El sentido de la misma sólo podí­a ser comprendido después de la Pascua y desde ella (v. 16). El es un rey singular: no encaja en las categorí­as habituales sobre la realeza (Mc 10, 41-46). Es sorprendente que en un evangelio que no utiliza la categorí­a de pensamiento «reino de Dios» para expresar el mensaje cristiano, en los relatos de la pasión nos presente con tanta frecuencia a Jesús como rey. Ello ocurre así­ porque, a partir de este momento, no existe ya ningún peligro de ser mal entendida su realeza.

c) Los griegos quieren ver a Jesús (12, 20-26). Este episodio es totalmente desconocido de los sinópticos. Refleja la situación posterior a la partida de Jesús en la que el evangelio se abre al mundo griego, más allá de las fronteras judí­as. (Remitimos a la voz «Griegos»).

d) Jesús habla de su muerte (12, 23-36). El cuarto evangelio no puede narrarnos el abatimiento de Jesús en Getsemaní­ al comenzar la pasión. Irí­a en contra de su idea teológica, que le presenta como Señor con autoridad, dominando plenamente la situación. Por otra parte, no podí­a prescindir de un episodio tan profundamente enraizado en la tradición. La solución consistió en trasladar dicho episodio a esta ocasión. Naturalmente, se halla narrado con las caracterí­sticas propias de este evangelio. La voz del Padre interpreta el sentido pleno de la pasión del Hijo. Aparte de reflejar la plena obediencia de Jesús a su misión -a su «hora»- la pasión significa: a’) El juicio del mundo y del prí­ncipe-dominador del mismo, Satanás. En la pasión pasa el mundo viejo y comienza el nuevo (v. 31); b’) La unión de los redimidos con el Redentor (v. 32); c’) La verdadera concepción de un Mesí­as doliente, que era inimaginable en el judaí­smo tardí­o; d’) La decisión personal de aceptación o rechazo, que ella provoca.

e) Incredulidad de los judí­os (12, 37-50). Nuestro texto responde a la pregunta de por qué Jesús no fue aceptado. Las razones son las siguientes; 1 a) Ya lo habí­a predicho la Escritura; 2a) Hay muchos más creyentes de lo que parece, aunque sean creyentes «vergonzantes» (w. 42-43); 3a) La dificultad objetiva: aceptar a Dios en un hombre como nosotros, hasta el extremo de que oí­rle a él es oí­r a Dios, rechazarlo es quedar sometido a un juicio de condena, aceptarle es ver iluminada la propia existencia… Estas son algunas de las razones por las que Jesús fue rechazado a pesar de haber hecho signos tan elocuentes. Los judí­os permanecí­an aferrados a su incredulidad.

.3. Libro de la pasión-gloria
a) «discursos». – El evangelio nos ofrece dos relatos yuxtapuestos del de los pies (13, 1-20). El primero (w. 6-11) es un , cuyo sentido no se comprenderá «ahora», sino después; es una acción que tiene que realizar Jesús y que únicamente él puede hacer (nótese que Jesús no dice a Pedro «si no te dejas lavar», sino «si no te lavo»). Este primer relato acentúa la necesidad y el significado de la muerte de Jesús. El segundo relato (vv. 12-20) es un , cuyo sentido entiende todo el mundo en el mismo momento de realizarlo; es una acción que deben realizar los discí­pulos a imitación de Jesús, particularmente los dirigentes de la comunidad. En él se acentúa la necesidad de la praxis del amor.

Desconcierto ante la ón de Judas (13, 21-20). En este pasaje sorprende sobremanera la falta de reacción de los discí­pulos ante el anuncio de que hay un traidor entre ellos y su ignorancia sobre la intención de Judas. En realidad se trata de incongruencias buscadas intencionadamente por el evangelista para demostrar que no es Judas, sino Jesús quien dirige la acción. Judas no pasa de ser un instrumento de la acción de Dios. Además, este episodio ofrece al redactor la oportunidad de presentar al «discí­pulo amado», verdadero testigo y garante de la tradición cristiana en la comunidad joánica.

Otra cosa que llama la atención, en el tratamiento de Judas, es su relación con el diablo (13, 2. 27). La cuestión se entiende si la enmarcamos dentro del «dualismo joánico». En el cuarto evangelio existen dos mundos: el mundo de Dios, el de arriba, de la verdad, de la luz, de la vida, y el del diablo, el de abajo, de la mentira, de las tinieblas, de la muerte. Todos los hombres pertenecen a uno o a otro. Naturalmente que esto nos suena a fatalismo. No lo es. Porque la pertenencia a un mundo o a otro depende de la propia decisión. El caso de Judas es bien representativo. Las distintas expresiones sobre él: que es un diablo, que el diablo entró en él… indican la misma realidad, es decir, que Judas ha roto definitivamente con el mundo de Dios. Se desentiende, por lo tanto, de Jesús y le traiciona. Pero sólo cuando Judas ha decidido desentenderse de Jesús, el diablo entra en él. Sólo cuando desaparece la luz, entran en acción las tinieblas (13, 30-31).

Situado ya en la recta final, Jesús piensa en el futuro e inculca a sus discí­pulos su mejor filosofí­a, el mandamiento nuevo (13, 31- 14, 31). Es el verdadero y único discurso de despedida. Se introduce con el tema de la partida de Jesús (w. 31-33), que coincide con el de la glorificación, con la manifestación de la gloria en él: Jesús ha manifestado a Dios en toda su actuación, particularmente en los últimos acontecimientos de su vida y, a su vez, Dios manifestará toda la dimensión y el significado de Jesús resucitándolo y elevándolo junto a sí­. Después del discurso comprendido bajo la forma literaria llamada «inclusión» (nótese el «no se turbe vuestro corazón» en los w. 1. 27). El retorno o la vuelta de Jesús tiene lugar en la pascua, que es la verdadera parusí­a joánica.

Sólo después de su partida podrá ser reconocido el ser y el quehacer de Jesús. Para ello entrará en acción el Espí­ritu Paráclito. Sólo en este evangelio es llamado así­ el Espí­ritu, con el significado amplí­simo de ayudante, asistente, sustentador, abogado, procurador y, sobre todo, con el de animador e iluminador en el proceso interno de la fe. Las cinco célebres sentencias sobre el Paráclito se centran en su función insustituible a favor de los creyentes. Es «otro» Jesús (14, 16), pero en su misma lí­nea. Una persona o fuerza y poder divinos personales destinados a permanecer con los creyentes. Es el «maestro», que recordará y descubrirá en toda su profundidad la enseñanza de Jesús y la verdad que es él mismo (14, 25-26; 16, 12-15). Es «testigo» garante de la auténtica fe (15, 26-27), y «acusador» del mundo, al que demuestra que ha actuado y sigue actuando mal en relación con Jesús.

Hasta ahora sus seguidores no habí­an sido adoctrinados en la esencia del verdadero discipulado (15, 1-17). La alegorí­a de la vid define el discipulado cristiano como permanencia en la palabra de Jesús. Esta permanencia es una realidad personal: se realiza como la proximidad entre las personas, como una persona permanece en otra: mediante actos estrictamente personales, de amor, confianza, fidelidad, intercomunicación, disponibilidad para el sacrificio. Y, como consecuencia, dará frutos que, en nuestro caso, son la permanencia en la fe y el amor.

Los discí­pulos de Jesús deberán enfrentarse con el odio del mundo (15, 18-16, 4). Las cosas contrarias se excluyen. El amor condena el egoí­smo. Pero el egoí­smo condena el amor. Por eso Jesús y su comunidad, cuya vida está determinada por el amor, se convierten en denuncia permanente del mundo, personificación del odio que, en obligada defensa, intenta apagar la voz de quien pone de manifiesto sus obras malas. El ser perseguido en cuanto cristiano es, por tanto, una ley normal, porque el cristiano es un «mártir», es decir, un testigo de Jesús. En el tiempo en que fue escrito el evangelio, el perseguidor de los cristianos era el judaí­smo fariseo.

Después de enseñanzas tan profundas era necesario hacer una sí­ntesis sobre la gran revelación (16, 25-33). Estos versí­culos constituyen la mejor sí­ntesis de la cristologí­a joánica: salió del Padre, vino al mundo, deja el mundo y vuelve al Padre. Estas grandes lí­neas constituyen el kerigma joánico más puro. Sólo a la luz de la Pascua y bajo la acción iluminadora del Espí­ritu, el misterio de Jesús comienza a desvelarse en un progreso permanente. Hasta ahora, sus hechos y palabras, su vida y su mensaje, habí­an permanecido en el misterio sin descubrir toda su dimensión.

El testamento oracional de Jesús (cap. 17). Jesús se despide oficialmente con lo que, hasta ahora y desde que fue bautizado así­ por el teólogo protestante David Chitraus (muerto el 1600) era conocido como la «oración sacerdotal». Un nombre que sólo parcialmente responde a su contenido. Para hacerle justicia es preciso tener en cuenta lo siguiente:

1°) Se trata de una composición, magistral por cierto, hecha por el evangelista sobre la base de las enseñanzas y oración de Jesús. En ella nos brinda la sí­ntesis más acabada de la teologí­a joánica: hora, glorificar, vida eterna, nombre, el mundo, enviar, verdad, conocimiento…

2°) Su contenido está centrado en la unidad de Jesús, el Enviado, con su Padre celeste, al que retorna una vez cumplida su misión. La unidad se extiende a los creyentes. Este gran tema se desarrolla, en particular, teniendo como esencial punto de referencia la «glorificación». La gloria es lo más divino de Dios en su actividad salvadora. Participar en ella, vivir en esa atmósfera, aceptar su manifestación concreta en Jesús, significa participar en Dios mismo. Y esta participación, que es la que desea y pide Jesús para los suyos (w. 6-19), lo mismo que lo ha hecho para sí­ mismo (w. 1-5) y para los futuros creyentes (w. 20-24), debe ser enriquecida teniendo en cuenta el informe que hace Jesús de toda su obra centrada en su tarea reveladora (w. 4. 6. 14. 22. 23).

3°) El género literario es el oracional, pero enmarcado dentro de los discursos que, a modo de disposición testamentaria, son puestos en labios de personajes célebres de la antigüedad, como el de Jacob (Gen 49) y los de Moisés en el Deuteronomio.

b) de la pasión-resurrección. – La figura de la pasión en el evangelio de Juan no es la del justo paciente que no abre su boca -que es la que nos ofrecen los sinópticos- sino la del Señor que domina los acontecimientos que se le vienen encima. Por eso no podí­a narrar, en el pórtico mismo de la pasión, la oración de Getsemaní­. En su lugar, nuestro relato pone de relieve el conocimiento sobrehumano de Jesús: su señorí­o, expresado mediante la fórmula teofánica «Yo soy», ante la que caen por tierra sus enemigos («su caí­da en tierra» expresa precisamente eso); la confrontación y la lucha entre la luz y las tinieblas.

El evangelio de Juan prescinde del religioso de Jesús. Lo considera ya hecho en su confrontación personal con el judaí­smo y en el rechazo total de sus pretensiones, que culmina en la decisión oficial de eliminarlo (11, 47-53). El careo personal de Anás con Jesús es muy verosí­mil, dada la preponderancia polí­tica del que fuera sumo sacerdote. Este careo personal se convirtió, en el proceso de la tradición oral, en la sesión nocturna del Sanedrí­n, de la que nos informan Mateo y Marcos, y que juzgamos absolutamente inverosí­mil (de hecho Lucas la desconoce).

, Anás Pedro (18, 12-27). Tres episodios configuran el texto; a) El colaboracionismo entre judí­os y romanos en la condena y muerte de Jesús. De este modo los dos mundos (el judí­o y el pagano) quedan implicados en el acontecimiento; b) El careo de Anás tiende a encontrar alguna motivación polí­tica en la enseñanza de Jesús que justifique su entrega y condena por el poder romano, único competente para dictar sentencia de muerte. Ese es el sentido de la pregunta por su doctrina (sobre su reino) y sus discí­pulos (alguno de los cuales pudo tener afinidad con los zelotes); c) Las negaciones de Pedro, históricas, subrayan la veracidad de las predicciones de Jesús (Jn 13, 38); la imposibilidad de dar la vida por Jesús si antes no da él la vida por todos; y la escasa fiabilidad de los posibles testigos de Jesús. Este responde a Anás que pregunte a los que le han oí­do y, a renglón seguido, uno de sus discí­pulos responde que no le conoce.

El verdaderamente importante fue el civil (18, 28-19, 16). En él Jesús y el cristianismo entran en conflicto con Roma, en la persona de su gobernador. La escena está narrada en forma de drama, teniendo como escenario el interior del pretorio, donde tiene lugar el diálogo de Pilato con Jesús, y el exterior, donde Pilato dialoga con los judí­os. La historicidad del relato -un proceso meramente sumarial para salvar la ley- debe hacerse compatible con la artificiosidad del mismo.

El significado de los de la cruz (19, 17-37) se centra en los puntos siguientes: la realeza de Jesús (el tí­tulo indicativo de la causa de su muerte); su sacerdocio (la túnica, que únicamente este evangelista menciona, es descrita teniendo como patrón la del sumo sacerdote); la Iglesia y los creyentes (simbolizados en la madre de Jesús y en el discí­pulo al que Jesús tanto querí­a); los dos grandes sacramentos de la Iglesia (simbolizados en el agua y en la sangre que brotaron del costado abierto de Cristo); el don del Espí­ritu (simbolizado en la sed = relación con el agua que, a su vez, simboliza el Espí­ritu) y en la entrega del Espí­ritu por Jesús en la cruz (w. 28-30).

Intervención de los «vergonzantes» (19, 38-42). Ante la huida de los discí­pulos «oficiales». los que mantení­an en secreto su adhesión a Jesús protagonizan el relato. Su gesto significa su reverencia por el Maestro y, al mismo tiempo, la fe en su resurrección. La sepultura de Jesús figura, desde el principio, en las fórmulas de fe. Aunque no tiene valor salví­fico, es el certificado de la verdad de su muerte. Y no se realiza «según la Escritura», sino según «la costumbre» judí­a de sepultar (v. 40)…

Reacción ante el vací­o (20, 1-18). La Magdalena no esperaba la resurrección. Ni siquiera el sepulcro vació la hizo pensar en esa posibilidad. Lo mismo le ocurrió a Pedro. La causa de la fe pascual, la fe en Cristo resucitado, no fue el hallazgo del sepulcro vací­o; éste fue uno de los medios utilizado desde el principio para afirmarla. Lo fue sólo para el discí­pulo amado que vió el sepulcro vací­o como un signo (20, 8: «vió y creyó»). Por eso llegó primero que Pedro al sepulcro.

La fe en resurrección (20, 19-29). La verdadera causa de la fe pascual fue el encuentro personal de Jesús con los suyos; lo que llamamos «apariciones». Nuestro relato está pensado como el cumplimiento de las palabras de Jesús: «volveré a vosotros» (14, 18); «se presentó en medio de ellos» (20, 19); «otro poco y volveréis a verme» (16, 16ss); «los discí­pulos se alegraron al ver al Señor» (20, 20); «os enviaré el Espí­ritu» (14, 26; 15, 26; 16, 7ss) y «tendréis paz» (16, 33); «la paz sea con vosotros… recibid el Espí­ritu Santo» (20, 2ss). El evangelista acentúa, además: la identidad del resucitado con el crucificado (y también, lógicamente, su diversidad); la confesión adecuada de la fe cristiana: «Señor mí­o y Dios mí­o»; la actitud inadecuada de exigir pruebas tangibles y palpables para la fe y, por último, se subraya la actitud adecuada de la fe en las palabras «sin haber visto».

7.4. éndice
ón evangelizadora de la Iglesia (21, 1-4). Las palabras de Pedro «Voy a pescar» significan el inicio de la tarea evangelizadora de la Iglesia, que es la respuesta al eco de otras palabras: «os haré pescadores de hombres» (Lc 5, 10), que debe ser llevada a cabo por toda la Iglesia (son mencionados «siete» pescadores, tres de los cuales no pertenecí­an a los Doce). Se pone de relieve la capacidad de la Iglesia de recibir en ella a todos sin excepción (los 153 peces indican la universalidad; a pesar de ser tantos «la red no se rompió»). La «pesca» tiene y adquiere todo su sentido desde la «brilla», donde Jesús prepara la comida para los pescadores.

ús, Pedro y el discí­pulo amado (21, 15-25). Pedro tiene su propio y peculiar carisma, que debe desarrollar en el seguimiento de Cristo, sin excesiva preocupación por otros modos de vivir la fe. También lo tiene el discí­pulo amado, que sigue a ambos a su manera, y que es el que mejor conoce a Jesús. El Maestro expresa su deseo de que este discí­pulo amado permanezca hasta que él vuelva. Evidentemente se refiere a su permanencia en el evangelio del que él es el garante último, como se nos dice en la nota final (w. 24-25), que constituye el certificado de garantí­a de la obra. Todo lo escrito se halla totalmente rubricado por la autoridad del así­ llamado discí­pulo amado.

8. Sí­ntesis teológica
Esta comunidad, lo mismo que el evangelio en el que cristaliza su fe, es la más «espiritual», es decir, aquella en la que más fuertemente sopló el Espí­ritu. Esto la llevó a descubrir la más alta cristologí­a; a no entenderse como comunidad sino desde ella. De ahí­ que, incluso las más grandes imágenes de la Iglesia: la del pastor o la de la vid, sean primariamente cristológicas. La presencia del Espí­ritu llevó también a esta comunidad a deducir todas las conclusiones ético-morales derivadas de una imagen de Cristo captada desde la iluminación intensa del Paráclito; a centrar su respuesta a la acción salvadora de Dios en la fe y en el amor: a censurar con una ironí­a tan fina como implacable a todos aquellos que no eran coherentes con la confesión de su fe, como era el caso de los cristianos «vergonzantes» (Jn 12, 42).

Una comunidad inquebrantablemente fiel a su fe cristiana. Con la entereza necesaria para no claudicar en lo esencial; dispuesta a soportar divisiones, rupturas, deserciones, persecuciones, excomuniones… Con la convicción de que nadie, ninguna autoridad, por influyente y poderosa que fuese, podí­a arrebatar a las ovejas del poder salvador de Cristo y de su Padre (Jn 10, 28-29). Es la comunidad más «espiritual» y, por ello, la que tiene clavadas más profundamente sus raí­ces en el contexto histórico-social en el que la tocó vivir.

El evangelio de Juan comienza afirmando la invisibilidad de Dios (1, 18; véase 1Jn 4, 12). Siendo esto así­, ¿cómo podemos saber que existe, cuál es su naturaleza singular y su posible relación con el hombre? Sencillamente porque «Alguien», que le conoce muy bien, nos lo ha manifestado (1, 18). Los hechos y dichos de Jesús son los hechos y dichos de Dios. Sólo partiendo de esta convicción es comprensible el evangelio. Jesús es el mejor exégeta, el intérprete más cualificado de Dios. Para que esto haya podido realizarse tuvo que abrirse cielo (1, 51). Sólo así­, teniendo en cuenta la mentalidad antigua, podí­a tener lugar la manifestación de Dios. La imagen utilizada, teniendo como punto de referencia a Gen 28, 12, quiere significar que Dios se hizo presente en Jesús; el Hijo del hombre, el mundo de arriba, ha irrumpido en el de abajo. Notemos que el significado especí­fico de esta figura, el Hijo del hombre, en el evangelio de Juan se convierte en el mediador entre Dios y los hombres.

El «Dios mitente», el que enví­a a su Hijo al mundo por el amor que le tiene para comunicarle la vida (3, 16), es la caracterí­stica más acusada del Dios del evangelio de Juan. Y Jesús se autocomprende como aquel que ha sido enviado por el Padre (16, 28). Jesús es el enviado del Padre, el Enviado, sin más. De una forma u otra este pensamiento se afirma 37 veces en nuestro evangelio: Jesús cumple la voluntad del que le ha enviado; Dios quiere que el hombre acepte, mediante la fe, a aquel que él ha enviado…

El Enviado es la palabra de Dios, la Palabra. La expresión del ser y del actuar de Dios. El es el revelador del Padre, el Revelador, sin más. Aunque el tí­tulo no le es dado explí­citamente a Jesús es el que mejor sintetiza su esencia más pura. La importancia de Jesús en cuanto Palabra la pone de manifiesto la frase siguiente: Padre y yo somos uno (10, 30; 17, 22).

Jesús en cuanto Hijo, Enviado y Revelador, mantiene una doble relación con el Padre: ón de igualdad, el Hijo de Dios, que se encarnó en Jesús de Nazaret, vive desde siempre con Dios. el existí­a la Palabra… y la Palabra Dios (1, 1). Para completar el misterio es necesario destacar igualmente relación de sumisión. Esta relación se subraya siempre que se habla de la unión del Hijo con el Padre: la unión manifiesta la obediencia del hombre Jesús de Nazaret a Dios.

La sí­ntesis teológica quedarí­a incompleta sin una referencia al Paráclito que, a pesar de estar presente en Jesús desde el principio, se hace singularmente presente, «comienza a existir», a partir de su glorificación (7, 37-39), a partir de la muerte de Jesús. El Paráclito es el sustituto y el continuador de Jesús. Las distintas afirmaciones sobre el Paráclito le presentan como «otro» Jesús (14, 16-17); como «el maestro» que nos introduce en el misterio de Jesús (14, 25-26); como «el testigo» de Jesús en el proceso de la fe (15, 26-27); como «el juez» de los que rechazaron a Jesús y «el iluminador de la verdad plena» (16, 5-11. 12-15).

Las caracterí­sticas literarias y teológicas del cuarto evangelio y el análisis interno de la obra nos dicen que su autor no ha podido ser Juan el Zebedeo, como ha afirmado la tradición desde Ireneo, en el año 180. Más aún, creemos que su autor no pertenece al cí­rculo de los Doce.

Debemos tener en cuenta al respecto los rasgos de ón, las distintas manos que han trabajado en esta obra, las elaboraciones, las distintas ediciones, etc.; todo ello supone un planteamiento distinto al tradicional. Por otra parte, el nuevo en el que nos introduce este evangelio: ideologí­a, lenguaje, mentalidad, cristologí­a…, no es el de un pescador de Galilea, por mucho que le haya promocionado la . En cuanto a la forma de hablar de Jesús y su peculiar enfoque de los problemas, es algo que no debe explicarse afirmando que Jesús, en este evangelio, hablaba para personas doctas, y en los sinópticos para gente sencilla. La hipótesis no es seria. Jesús hablaba siempre igual. El que habla de forma distinta es el evangelista.

El autor no refleja únicamente personales; ha utilizado fuentes —la de los «signos» es admitida casi unánimemente por los estudiosos del cuarto evangelio-, lo cual no es compatible con testigo ocular. Doce tienen escasí­sima importancia en este , y cuando aparecen, nos encontramos con una especie de aerolitos procedentes del mundo sinóptico (6, 67-70; 20, 24). Entre los í­ntimos de Jesús figuraban otras personas que no pertenecí­an al cí­rculo de los Doce, como José de Arimatea, Nicodemo, los que habí­an creí­do en él de entre los magistrados (12, 42), etc.

En cuanto a la identificación del discí­pulo amado, que no es Juan el Zebedeo ni ninguno de los Doce, como ya hemos dicho, existen varias y serias hipótesis. La que presenta como candidato firme a Lázaro se apoya en los argumentos siguientes: sólo de él se dice, a nivel de persona nominada, que le Jesús (11, 3); a él conviene como a nadie el rumor sobre aquel discí­pulo no morirí­a (21, 23); el discí­pulo amado sólo aparece en escena después de la resurrección de Lázaro: la primera vez en la última cena. Hipótesis que se halla respaldada por el Prof. Boismard, que merece todo el respeto de los investigadores.

Ante la falta de argumentos definitivos en este terreno, nosotros preferimos hablar de un autor anónimo. Como ya hemos dicho, Jesús tení­a otros amigos fuera del cí­rculo de los Doce. Entre ellos habrí­a que buscar a esta personalidad extraordinaria que intimó con Jesús más que ningún otro captó toda la dimensión significado de su persona de forma tan singular.

BIBL. – . SCHNACKENBURG, evangelio de luan, 4. vol, Herder; . LEí“N-DUFOUR, del evangelio de luan, Sí­gueme, a partir del año 1989. Falta el último vol. de cuatro proyectados; J. BLANK, evangelio de san luan, 4 vol. Barcelona, 1980; F. FERNíNDEZ RAMOS, según san luan, en al Nuevo Testamento, La Casa de la Biblia, drid, .

F. Ramos

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1. En 20, 31 el Evangelio de Juan da por sí­ mismo respuesta a la cuestión de su finalidad: «Esto ha sido escrito, para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.» Con el tí­tulo «el Cristo», e igualmente con el de «el Salvador del mundo» (4, 42), se plantea a los hombres de todos los tiempos la cuestión del Salvador en sentido pleno. ¿Dónde encuentro yo al Salvador y Redentor definitivo del mundo? La respuesta del Evangelio suena así­: en Jesús, a quien Dios ha enviado como Salvador del mundo (cf. 3, 17). El trasfondo histórico y religioso que se refleja en el cuarto Evangelio nos permite conocer dos cosas con relación a la cuestión antes mencionada. A quien busca el Evangelio quiere mostrarle el camino en el que hallará respuesta al problema de la salvación. Al mismo tiempo se rechazan respuestas falsas, por ejemplo, aquellas que ofrecen la ->salvación en un terreno «ahistórico», que querrí­a prescindir de la concreta acción salví­fica de Dios en el logos sars genomenos tal como sucede en la ->gnosis. Por esta razón el que interroga y busca es orientado decididamente por el Evangelio hacia una persona histórica: Jesús de Nazaret, la Palabra encarnada de Dios.

Con esto se relaciona esencialmente el que el ->kerygma no se presente como afirmaciones a manera de un sí­mbolo de fe, sino en forma de una «Vida de Jesús», a través de la cual se hace explí­cita la respuesta al problema de la salvación: la palabra y obra de Jesús es salvación y camino para la salvación. Y esto a su vez no se realiza a la manera de un reportaje histórico sobre la vida de Jesús, sino – prosiguiendo la descripción de los Evangelios sinópticos – en forma de una vida kerygmática de Jesús, haciendo que ésta se convierta en el evangelio para el mundo. Con ello va indisolublemente unido el problema hermenéutico del cuarto Evangelio: ¿Cómo se ve y entiende en él el acontecimiento histórico de Cristo? ¿Cuál es «la visión» de su autor? Esto se puede captar en la peculiar terminologí­a gnoseológica, que es caracterí­stica del cuarto Evangelio; se trata de los conceptos «ver», «oí­r», «conocer», «saber», «testificar», «acordarse». La visión de Juan es la del testigo que cree, conoce y ama, y que bajo la dirección del Paráclito «ve» de tal manera en el «recuerdo» de su objeto histórico, Jesús de Nazaret, que su misterio oculto, el misterio del Logos igual a Dios e Hijo natural del Padre, se hace «patente» y así­ puede expresarse en el kerygma para la Iglesia.

Por ello, este acto de ver es un proceso creador. Hace posible la traducción de los conocimientos adquiridos en él al kerygma testifical, que se actualiza en la Iglesia como anamnesis y en el que el Jesús glorificado sigue viviendo y hablando por medio del Paráclito. El kerygma joánico, tal como se da en el cuarto Evangelio, es pues producto de la visión de Juan. El Evangelio de Juan testifica la historia de Jesús tal como ésta se ha hecho cognoscible y visible en la fe. Esto lleva a cierta fusión de los horizontes temporales, en cuanto el tiempo del Jesús histórico y el tiempo de la redacción – es decir, el de la Iglesia y del kerygma – se proyectan el uno sobre el otro, aunque no lleguen a confundirse. Este proceso de transformación y fusión va tan lejos que el Cristo de Juan, como lo muestra un análisis lingüí­stico del cuarto Evangelio, habla «con un lenguaje joánico»: el Jesús histórico se expresa en el cuarto Evangelio como el Glorificado que habla en el seno de la Iglesia.

Desde el punto de vista de la historia de las religiones el lenguaje del Cristo de Juan es el del ->dualismo (vida-muerte; verdad-mentira; luz-tinieblas; arriba-abajo; Dios-mundo); pero la contraposición dualista no se queda en un ámbito abstracto y atemporal, como sucede en la ->gnosis, sino que está indisolublemente unida con la epifaní­a histórica del Logos e Hijo de Dios en el mundo. Por eso el lenguaje de Juan está totalmente penetrado por conceptos capaces de expresar el fenómeno de la epifaní­a, por ejemplo: doxa, fós, faí­nein, faneroun, fanerousthai, erjesthai, katabaí­nein, apostellein, pempein. Todos esos conceptos se relacionan con la aparición del Logos (Cristo) en el mundo, a la que por parte del hombre corresponden el «ver» y «oí­r» creyentes, de manera parecida a las descripciones veterotestamentarias de las teofaní­as. Precisamente porque en el cuarto Evangelio el acontecimiento de Cristo es entendido de manera muy explí­cita como una acción «vertical» que se desarrolla entre el cielo y la tierra, tiene en dicho Evangelio carácter de epifaní­a.

Un acontecimiento de esta naturaleza es «visto» sobre todo (1, 14), y lo que en él se «ve» y «oye» por la fe es superior a lo que aparece en el primer plano histórico, es la doxa celestial del mismo Logos divino. Así­, el acontecimiento de Cristo entendido como epifaní­a en el cuarto Evangelio, en el proceso de transformación kerygmática se convierte en el «testimonio» evangélico, formulado en forma «epifánica», que a la vez da respuesta a las cuestiones que al tiempo de la redacción (entre el año 90 y el 100 d.C.) se planteaban en la Iglesia, sobre todo con relación a la ->cristologí­a (cf. teologí­a de ->Juan). El Evangelio de Juan actualiza la tradición precedente sobre Jesús que quizá se remonta a Juan, apóstol e hijo de Zebedeo (cf. a este respecto 3), y actualiza las palabras y obras de Jesús para una hora determinada de la Iglesia y, como evangelio recibido en el ->canon, para todos los tiempos de la Iglesia.

2. Aunque el Evangelio de Juan sea también una determinada y singular exposición de la precedente tradición sobre Jesús, ello no significa que pretenda ser la obra de una «gnosis privada», independiente de la Iglesia, la cual fuera compuesta por así­ decir en oposición a los Evangelios sinópticos. Aun cuando el autor haya sido un personaje dotado de carismas (¡»el discí­pulo amado»!), él no pone en juego su carisma contra la tradición, sino que, precisamente en la cristologí­a, es un exponente de la tradición enseñada «desde el principio» ap’ árjés, cf. 1 Jn 1, 1; 2, 24; 3, 11), si bien profundizándola desde su visión creyente. La conciencia comunitaria y tradicional de los escritos de Juan se expresa especialmente en la fórmula «nosotros», que se encuentra tanto en el Evangelio (cf. sobre todo 1, 14) como en la carta primera (1, is; 4, 14. 16; cf. cartas de ->Juan). El cuarto Evangelio da a entender así­ que su kerygma es «producto» permanente de lo que los testigos vieron y oyeron en Jesús, el Logos encarnado, y en cuanto tal es obra de una comunidad, obra que sigue viviendo en la Iglesia como tradición apostólica.

Ciertamente, el ver creyente «no se limita a los coetáneos, pues a través de ellos es transmitido a todas las generaciones siguientes; pero es transmitido solamente a través de ellos, ya que no se trata de la visión de una realidad atemporal, eternamente válida, sino del ó lógos sarx eguéneto» (Bultmann), de la doxa del Logos encarnado. Esta relación, nunca olvidada en el Evangelio de Juan, con una persona concreta y su historia, enlaza constantemente la «visión» y «audición» creyentes con la tradición y su seno, que es la comunidad eclesial. Mientras el hereje, que según 2 Jn 9 no «permanece en la doctrina acerca de Cristo» transmitida por el cí­rculo del «nosotros» apostólico, expresa lingüí­sticamente su «independiente» gnosis privada con la fórmula en singular (egnoka auton: 1 Jn 2, 4); el autor del cuarto Evangelio, por el contrario, habla en plural: «hemos visto», «hemos conocido», «nosotros creemos» (cartas de ->Juan). Por esta razón la Iglesia no ha vacilado en acoger el Evangelio de Juan en su canon normativo de evangelios (aunque no sin resistencias, como lo muestra la historia del canon), reconociendo así­ que en él la figura e historia de Jesús de Nazaret han sido interpretadas correctamente. Sin embargo, la consciente conexión del cuarto evangelista con la tradición no lleva a una simple aceptación o reproducción mecánica de la misma, sino que se conjuga con una interpretación creadora y muy autónoma, tal como lo exigí­a la situación histórica de la teologí­a y de la Iglesia al redactarse el Evangelio comentado.

3. ¿Esta interpretación se debe a Juan, apóstol e hijo de Zebedeo? A la pregunta no se puede responder categóricamente. Como en el cuarto Evangelio, narración e interpretación teológica se mezclan de una manera muy peculiar, lo cual seguramente es debido a un largo proceso de tradición, sin duda hemos de afirmar que tras los relatos del Evangelio está el apóstol Juan como «narrador» pero que un cí­rculo de discí­pulos, inspirándose en su espí­ritu, elaboró teológica y lingüí­sticamente estos relatos con un fin unitario, asumiendo y consumando en lo posible la manera de ver creyente del apóstol. En esta «escuela de Juan» (acerca de la cual no tenemos noticias históricas más concretas), el «ver», «conocer» y «oí­r» del testigo apostólico pasó a ser un «ver», «conocer» y»oí­r» junto con él; y el relato se convirtió en el kerygma bajo su inconfundible forma joánica, en la cual el carácter de epifaní­a del acontecimiento de Cristo encontró su adecuada expresión lingüí­stica.

BIBLIOGRAFíA: R. Bultmann, Das Evangelium nach Johannes (G6 1941, 8. reimpr. 1963); E. Ruckstuhl, Die literarische Einheit des J. (Fri 1951); W. Grundmann, Zeugnis und Gestalt des J. (St 1961); F. Mujiner, Die johanneischen Parakletsprüche und die apostolische Tradition: BZ NF 5 (1961) 56-70; idem, Die johanneische Sehweise und die Frage nach dem historischen Jesus (Fe 1965); .7. Blinzler, Johannes und die Synoptiker (St 1965); R. Schnackenburg, Das J. I (Fr 1965) (con amplia bibl.); A. Wikenhauser, El evangelio según san Juan (Herder Ba 1967).

Franz Mubner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

I. Bosquejo del contenido

a. La revelación de Jesús al mundo, 1.1–12.50

(i)     Prólogo (1.1–18).

(ii)     La manifestación de Jesús (1.19–2.11).

(iii)     El nuevo mensaje (2.12–4.54).

(iv)     Jesús, Hijo de Dios (5.1–47).

(v)     El pan de vida (6.1–71).

(vi)     Conflicto con los judíos (7.1–8.59).

(vii)     La luz del mundo (9.1–41).

(viii)     El buen pastor (10.1–42).

(ix)     La resurrección y la vida (11.1–57).

(x)     La sombra de la cruz (12.1–36a).

(xi)     Epílogo (12.36b–50).

b. La revelación de Jesús a sus discípulos, 13.1–17.26

(i)     La última cena (13.1–30).

(ii)     Las palabras de despedida (13.31–16.33).

(iii)     La oración de Jesús por sus discípulos (17.1–26).

c. La glorificación de Jesús, 18.1–21.25

(i)     La pasión de Jesús (18.1–19.42).

(ii)     La resurrección de Jesús (20.1–31).

(iii)     La comisión a los discípulos (21.1–25).

II. Propósito

Una clara declaración del propósito de este evangelio aparece en Jn. 20.30s. (cf. W. C. van Unnik, TU 73, 1959, pp. 382–411.) Juan seleccionó entre gran número de “señales”, y su propósito al narrarlas fue el de llevar a sus lectores al convencimiento de que Jesús es el Cristo (e. d. el Mesías) y el Hijo de Dios, y lograr que adquiriesen una experiencia de vida eterna.

De esta afirmación podemos sacar ciertas conclusiones ampliamente verificadas por el contenido del evangelio. Primero, que se trata, básicamente, de un documento evangelístico. Segundo, que su método explícito es presentar la obra y las palabras de Jesús de manera que muestren la naturaleza de su persona. Tercero, que la descripción de dicha persona como Mesías indica que probablemente está destinado a los judíos. Como, por otro lado, parecería que Juan escribe para lectores fuera de Palestina, y que en parte ignoran las costumbres judías, resulta una atractiva hipótesis el que escribió especialmente para los judíos de la diáspora y sus prosélitos en las sinagogas helenísticas. (cf. J. A. T. Robinson, Twelve NT Studies, 1962, pp. 107–125). Este punto de vista no excluye, naturalmente, un público gentil, aunque la teoría de que este evangelio fue escrito principalmente para convertir al gentil que piensa (cf. C.H. Dodd, The Interpretation of the Gospel, 1953) es poco probable).

El propósito principal no excluye otros objetos subordinados. Es así como, en primer lugar, Juan hace resaltar conscientemente conceptos que servirían para refutar los puntos de vista falsos o antagónicos sobre Jesús que sostenían los judíos de su época. También puede haber un intento de corregir una veneración excesiva para con Juan el Bautista. En segundo lugar, particularmente en 13–17, Juan se dirige a los cristianos y les proporciona enseñanzas relativas a la vida en la iglesia. Pero la opinión de que el propósito principal de Juan fue corregir la escatología de la iglesia (como piensa C. K. Barrett) no es defendible, aunque no negamos que este evangelio contiene enseñanzas escatológicas. En tercer lugar a menudo se aduce que el Evangelio de Juan se escribió en forma de polémica contra el gnosticismo. Este punto de vista se hace más plausible si consideramos el propósito de 1 Juan, pero no es tan evidente como a veces se supone; no obstante, sin duda Juan tenía conocimiento del peligro del gnosticismo y al escribir su evangelio en realidad proporcionó un arma excelente contra dicha herejía.

III. Estructura y contenido teológico

a. La estructura histórica

Como obra histórica, el Evangelio de Juan es selectivo. Comienza con la encarnación en Jesús del Verbo de Dios preexistente (1.1–18), y luego pasa directamente a los primeros días del ministerio de Jesús: su bautismo por Juan y el llamado de los primeros discípulos (1.19–51), y su regreso del Jordán a Galilea (1.43). Pero el escenario de su obra no se limita fundamentalmente a Galilea, como ocurre en los relatos sinópticos. Sólo algunos de los incidentes mencionados ocurren allí (1.43–2.12; 4.43–54; 6.1–7.9). Una vez el escenario es Samaria (4.1–42), pero más frecuente es Jerusalén, generalmente en ocasión de alguna fiesta judía (2.13; 5.1; 6.4; 7.2; 10.22; 11.55; cf. A. Guilding, The Fourth Gospel and Jewish Worship, 1960). El último de estos incidentes es la resurrección de Lázaro, que impulsó a los dirigentes judíos a deshacerse de Jesús (11.45ss), aunque, como ocurre en los evangelios sinópticos su enemistad había ido creciendo durante cierto tiempo (p. ej. 7.1). A partir de este punto la narración sigue líneas que nos recuerdan a los evangelios sinópticos: el ungimiento en Betania (12.1–11), la entrada triunfal (12.12–19), la última cena (13), registrada sin referencias a sus características sacramentales, el arresto (18.1–12), los juicios y la negación de Pedro (18.13–19.16), la crucifixión y la resurrección (20–21). Pero también en esta sección hay mucho material que no encontramos en los evangelios sinópticos, especialmente las palabras de despedida y la oración (14–16; 17), los detalles del juicio ante Pilato (18.28–19.16), y las operaciones después de la resurrección.

No es necesario dudar de que este bosquejo histórico concuerde en líneas generales con el orden de los acontecimientos, aunque es necesario recordar que Juan se ha limitado a registrar unos cuantos incidentes, y los ha arreglado de acuerdo con su punto de vista, o sea de la presentación de Jesús como el Mesías.

b. El contenido teológico

(i) Juan como revelación. Este bosquejo histórico es vehículo de una presentación teológica de Jesús. El propósito de Juan es revelar la gloria de Jesús como Hijo de Dios. Como el Hijo preexistente compartía la gloria del Padre (17.5, 24), y en su vida terrenal su gloria quedó demostrada ante el mundo—o más bien ante aquellos que tenían ojos para ver (1.14)—mediante la serie de señales que realizó (2.11). Pero aún en dichas señales Jesús no buscaba su propia gloria sino la del Padre (5.41; 7.18). Esta revelación de Jesús ante el mundo es el tema de los cap(s). 1–12, que concluye con un resumen y un claro cambio de pensamiento (12.36b–50). Como en general el mundo no había creído en él (12.37), Jesús se volvió a sus discípulos, y en los cap(s). 13–17 tenemos una revelación de su gloria, vista en servicio humilde, a los discípulos, que también fueron llamados a una vida en la que Dios fuese glorificado (15.8; 21.19). Pero también encuentra expresión aquí un tema que había sido sugerido anteriormente, a saber que la glorificación suprema de Jesús se dio en su pasión y su muerte. La tercera sección de este evangelio (caps. 18–21) nos muestra que ha llegado la hora en que Jesús es glorificado como el Hijo de Dios y, a su vez, glorifica a Dios.

Al mismo tiempo podemos considerar este evangelio como revelación de la verdad (1.14, 17). En este evangelio lo que caracteriza al mundo es el error, la imperfección, y el pecado, debido a que ha perdido contacto con Dios, quien es el Verdadero (7.28); a este mundo trae Jesús la verdad de Dios (18.37). Él mismo es la encarnación de la verdad (14.6), y será sucedido por el Espíritu de verdad (14.17). Él encamina a los hombres a la verdadera adoración de Dios (4.23s), y los libera de los errores del diablo (8.44) mediante el conocimiento de la verdad (8.32). En contraste con las huecas satisfacciones del mundo, él trae el pan verdadero y real para el alma humana (6.32, 55).

(ii) Señales y testigos. Esta revelación ha sido acercada a los hombres de dos maneras. Primero, están las señales u obras de Jesús, siete de las cuales (aparte la resurrección) se relatan con lujo de detalles. Son señales no simplemente porque evidencien un poder milagroso y sobrenatural (4.48), sino más bien porque por su carácter muestran que su autor ha sido enviado por Dios (9.16) como el Mesías y el Hijo de Dios (3.2; 6.14; 7.31); de este modo autentican su persona ante aquellos que tienen ojos para ver (2.23; 12.37).

Estas señales son, generalmente, la base de un discurso o un diálogo en el que se destaca su significación espiritual. Tenemos, sin embargo, lo que podríamos considerar una serie adicional de señales orales. Siete veces (6.35; 8.12; 10.7, 11; 11.25; 14.6; 15.1; a los que quizás debamos añadir 8.24) Jesús dice, “yo soy …”. Jesús recoge aquí una serie de conceptos, todos ellos ya corrientes en el lenguaje religioso, y los utiliza para explicar quién es él y lo que ha venido a hacer. Lo que resulta especialmente significativo es que su uso del “yo soy” contiene una declaración velada de su deidad.

Segundo, la gloria de Jesús es testimoniada por testigos. Jesús mismo vino a dar testimonio de la verdad (18.37), y Juan el Bautista da testimonio de él, como así también la mujer samaritana, la multitud que presenció sus señales (12.17), los discípulos (15.27), los testigos en el lugar de la crucifixión (19.35), y el evangelista mismo (21.24). También sirven de testigos las Escrituras (5.39), el Padre celestial (5.37), y los milagros de Jesús (10.25). El propósito de dicho testimonio es el de acercar a los hombres a la fe (4.39; 5.34).

(iii) Las personas de Jesús. Estas señales y testigos tienen por objeto mostrar que Jesús es el Hijo de Dios que ofrece vida a los hombres. Ya desde el principio este evangelio afirma que él es el Verbo o la Palabra (* Logos) de Dios (1.14, 17). Aunque Juan no vuelve a usar este término técnico, es evidente que el resto del evangelio es una exposición y una justificación de la doctrina de que el Verbo se hizo carne. El uso de “Verbo/Palabra” resulta especialmente adecuado, ya que Juan pudo así hablar con los judíos que ya habían dado pasos tendientes a considerar a la Palabra creadora de Dios (Sal. 33.6), en algún sentido, como un ser aparte de Dios (cf. la descripción figurada de la Sabiduría en Pr. 8.22ss), con los cristianos que predicaban la Palabra de Dios y virtualmente la identificaban con Jesús (cf. Col. 4.3 con Ef. 6.19), y con los paganos cultos que veían en la Palabra el principio del orden y la racionalidad en el universo (estoicismo popular). Pero lo que dice Juan va mucho más allá de todo lo que anteriormente se había expresado.

Segundo, Jesús es el Mesías de la casa de David que esperaban los judíos (7.42). De hecho el gran interrogante para los judíos consiste en saber si Jesús es el Mesías (7.26ss; 10.24), y lo que sostienen los discípulos es, precisamente, que lo es (1.41; 4.29; 11.27; 20.31).

Tercero, es el Hijo del Hombre. Esta expresión es la clave para entender cómo se veía a sí mismo Jesús en los evangelios sinópticos, en los que la expresión está relacionada con tres ideas: el carácter “oculto” de su mesianismo, la necesidad de su sufrimiento, y su función como juez en la parusía. Estas ideas están latentes en Juan (cf. 12.34; 3.14; 5.27), pero se pone el acento en las dos ideas de que el Hijo del Hombre ha sido enviado desde el cielo como revelador de Dios y Salvador de los hombres (3.13; 9.35), y que es glorificado al ser “levantado” para morir (12.23–24).

Cuarto, es el Hijo de Dios. Este es, probablemente, el título más importante de Jesús en Juan. Dado que el corazón del evangelio está en el hecho de que Dios envió a su Hijo como Salvador (3.16), el propósito de Juan es hacer que el lector reconozca lo que Jesús afirma (19.7), y trasmitir la confesión de los discípulos (1.34, 49; 11.27) de que él es el Hijo de Dios. Como Hijo, revela al Padre (1.18), cuyas actividades como dador de vida y juez comparte (5.19–29). Al creer en él los hombres reciben salvación (3.36) y libertad (8.36).

Pero decir que Jesús es el Hijo de Dios significa, en quinto lugar, adjudicarle deidad plena. De este modo el que por ser Palabra de Dios es también Dios él mismo (1.1), es, asimismo, reconocido por los hombres en la tierra como Señor y Dios (20.28, que es la culminación del evangelio; cf. tamb. 1.18, °vha).

(iv) La obra de Jesús. Un grupo adicional de títulos expresa lo que Jesús vino a hacer por los hombres, y lo que les ofrece. Están resumidos en 14.6, pasaje en el cual Jesús afirma que él es el camino, la verdad, y la vida. Este último término, vida, es el término favorito de Juan para la salvación. El mundo de los hombres se encuentra en estado de muerte (5.24s), y su destino es el juicio (3.18, 36). Lo que Jesús ofrece a los hombres es vida, definida por Juan como el conocimiento de Dios y Jesucristo (17.3). A Jesús mismo se lo puede describir, por consiguiente, como la vida (1.4; 11.25; 14.6), dador del agua de vida (e. d. el agua que da vida, 4.14), y del pan de vida (6.33s). Recibir a Jesús al creer en él (3.36; 6.29) es recibir el pan de vida, y comer su carne y beber su sangre (expresión en la que muchos eruditos ven una alusión a la Cena del Señor) es participar de la vida eterna (6.54).

La misma doctrina aparece en la descripción de Jesús como la luz del mundo (8.12), expuesta especialmente en el cap(s). 9. Se considera que el estado actual de los hombres es de ceguera (9.39–41) o tinieblas (3.19; 12.46), y Jesús es el que cura a los ciegos y da la luz de la vida a los que caminan en tinieblas. También se lo muestra como el camino a Dios (14.1–7). Ya se hace alusión a esta idea en 10.9, donde es la puerta del redil, pero aquí otra idea adquiere prominencia: la de que Jesús es el buen pastor que da su vida por sus ovejas y las junta en su redil. Tres ideas vitales están contenidas en esta descripción. Primero, que Jesús es el verdadero cumplimiento de la promesa veterotestamentaria de un pastor para el pueblo de Dios. (Nótese que la vida y la luz son descripciones judías de la ley, que encuentra su cumplimiento en Jesús.) Segundo, que su muerte no se debe simplemente a la oposición de sus enemigos, sino que es un acto de salvación destinado a los hombres (10.11), por medio del cual son atraídos a Dios (12.32). Sólo a través de una muerte con sentido de sacrificio se puede quitar el pecado (1.29) y darle vida al mundo (6.51b). Tercero, el cuadro de un rebaño introduce la idea de la iglesia.

(v) La nueva vida. Así, se presenta a Jesús como el Salvador del mundo (4.42). En su presencia los hombres se ven frente al momento decisivo en el que, o lo aceptan y pasan de muerte a vida (5.24), o permanecen en la oscuridad hasta el día del juicio (12.46–48).

Esa aceptación de Jesús se produce cuando el Padre acerca a los hombres a su Hijo (6.44). Por medio de la obra del Espíritu de Dios, cuya acción está más allá de la comprensión del hombre, se produce entonces el cambio radical conocido nuevo nacimiento (3.1–21), por medio del cual el hombre se convierte en hijo de Dios (1.12).

En lo que respecta al ser humano, este cambio es el producto de la fe, que está centrada en el Hijo de Dios, que fue levantado en la cruz para salvar al mundo (3.14–18). Se hace una distinción entre dos tipos de fe: la aceptación intelectual de las pretensiones de Jesús (11.42; 8.24; 11.27; 20.31), lo que en sí no es suficiente, y la total entrega a él (3.16; 4.42; 9.35–38; 14.1).

Esa fe está estrechamente relacionada con el conocimiento. Mientras el hombre ordinario no tiene un conocimiento real de Dios (1.10; 16.3), por medio del conocimiento de Jesús los hombres pueden conocer al Padre (8.19; 14.7). El contenido de este conocimiento no se indica en Juan; no hay lugar aquí para las revelaciones esotéricas características de las religiones de misterio. Nuestro único indicio es que la forma en que los hombres conocen a Dios, y son conocidos por él, es análoga a la manera en que Jesús conoce a Dios y es conocido por él (10.14s).

Esto podemos decir, sin embargo. La nueva relación está caracterizada por el amor. Los discípulos participan con Dios en una relación de amor mutuo, semejante al que existe entre el Padre y el Hijo (3.35; 14.31), aunque se ha de tener presente que el amor de los discipulos está dirigido al Hijo más bien que al Padre (14.23; 15.9; 17.26; 21.15–17; cf. 5.42; 1 Jn. 4.20s).

También se emplean otras expresiones para formular esta comunión de los discípulos con Jesús. Se dice que permanecen en él (6.56; 15.4–10), y que él permanere en ellos (6.56; cf. 14.17). La preposición en es importante también para la descripción de la estrecha relación de permanencia o residencia mutua entre Dios y Jesús, y entre Jesús y sus discípulos (14.20, 23; 17.21, 23, 26).

(vi) El pueblo de Dios. Aunque no encontramos en Juan la palabra “iglesia”, la idea, por lo pronto, está presente. Ser discípulo significa ser, automáticamente, miembro del rebaño cuyo pastor es Jesús. El Señor también usa el concepto de la vid (15.1–8). Una vida nueva reemplaza a la vieja vida (e. d. al pueblo terrenal de Israel); Jesús mismo es el tronco, y de él fluye la vida hacia las ramas, lo que les permite dar fruto.

La vida de los discípulos está caracterizada por un amor que sigue el ejemplo de Jesús, quien humildemente lavó los pies de sus discípulos (13.1–20, 34s). Tal amor contrasta con la actitud del mundo, que odia y persigue a los discípulos (15.18–16.4, 32s), y cuyo resultado es la unidad que muestra la iglesia y por la que Jesús ora en el cap(s). 17.

Pero la iglesia no es una hermandad cerrada; otros deben llegar a creer por medio de la palabra de los discípulos (17.20). Esto queda confirmado en el cap(s). 21, en el que se elabora la idea de misión o del ser enviado (20.21). Los 153 peces constituyen un símbolo del evangelio que llega a todos los hombres, y la tarea del buen pastor pasa del Maestro a sus discípulos.

(vii) Escatología. Así Jesús se ocupa de la continuidad de la vida en la iglesia después de su glorificación (14.12). Anticipándose a su segundo advenimiento, promete volver a la iglesia (14.18) en la persona del Espíritu. El Espíritu llega al discípulo individual (7.37–39), y a la iglesia (14.16s, 26; 15.26; 16.7–11, 13–15), y su función es la de tomar el lugar de Jesús (como “otro Consolador”) y glorificarlo.

Por eso podemos decir que en Juan el futuro se “realiza” en el presente; Jesús vuelve a sus discípulos por medio del Espíritu, ellos ya disfrutan de la vida eterna, y el juicio ya se está llevando a cabo. Sin embargo, sería erróneo llegar a la conclusión de que en Juan la futura actividad de Dios es reemplazada por su actividad presente. No menos que en el resto del NT se enseña aquí la futura venida de Jesús (14.3; 21.23) y el juicio futuro de todos los hombres (5.25–29).

IV. Problemas textuales y crítica de las fuentes

Dos pasajes de Juan en °vrv2 no pertenecen al texto original, y en algunas vss. mod. se las ha colocado en el margen, o se agregan notas aclaratorias. Nos referimos a su encuentro con la mujer adúltera (7.53–8.11) o Pericope de Adulteria, genuina historia sobre Jesús que se ha preservado fuera de los evangelios canónicos, y que ha aparecido en ciertos ms(s). tardíos de Juan; y la explicación sobre el movimiento del agua (5.3b–4), que se omite en los mejores ms(s).

El cap(s). 21 plantea un problema especial. Mientras E. C. Hoskins afirmaba que formaba parte integral del evangelio original, la mayor parte de los entendidos piensa que fue una adición posterior del autor, o que (esto con menor probabilidad) lo añadió otra mano. El argumento principal es que 20.31 parece ser la conclusión de un libro; además, algunos eruditos encuentran diferencias de estilo entre el cap(s). 21 y los cap(s). 1–20, pero según C. K. Barrett en sí estas diferencias no son decisivas.

Algunos entendidos (p. ej. R. Bultmann) creen que el presente orden del material en Juan no es el que le dio su autor, sino que ha sido considerablemente alterado, quizás por hojas sueltas de papiro que fueron combinadas en algún orden equivocado. Sin embargo, no existen indicios textuales objetivos, aunque el fenómeno no es desconocido en la literatura antigua. Los desplazamientos que aparecen en el cap(s). 18 en ciertos ms(s). son claramente secundarios, y Taciano (ca. 170), que hizo algunas modificaciones del orden cuando combino los evangelios en una sola narración, no apoya las reconstrucciones modernas. Los comentaristas más recientes encuentran que el sentido del evangelio es correcto en la forma en que actualmente lo conocemos.

Además, algunos (R. Bultmann en especial) han tratado de descubrir el uso de fuentes escritas y de actividad editorial en Juan. Mientras que el uso de fuentes es probable, no hay unanimidad con respecto a su extensión. Es posible que el evangelio haya pasado por diferentes etapas de composición, lo que hace que el análisis resulte extremadamente difícil.

V. El trasfondo del pensamiento joanino

Después de un período en el que se consideró al Evangelio de Juan como un libro helenístico, y en el que los más estrechos paralelos habían de encontrarse en un judaísmo fuertemente helenizado, en religiones de misterio, y aun en la filosofía griega, actualmente se ha redescubierto el fondo esencialmente judío de este evangelio.

Se han encontrado muchos indicios de tradiciones arameas en el trasfondo de los evangelios sinópticos y Juan (M. Black, An Aramaic Approach to the Gospels and Acts³, 1967). Es posible que en el trasfondo de Juan exista una fuente constituida por dichos en arameo: el arameo era, desde luego, la lengua materna de Jesús. Con frecuencia el pensamiento de Juan se expresa mediante la parataxis y el paralelismo que constituyen rasgos perfectamente conocidos del arte literario semítico. Todo indica que el fondo lingüístico de Juan es arameo, aunque la teoría de que fue originalmente escrito en arameo no resulta convincente.

Esto significa, naturalmente, que es probable que el pensamiento de Juan sea judaico, lo cual es justamente el caso. Si bien contiene pocas citas relativamente, la mayoría de las ideas fundamentales en Juan provienen del AT (p. ej. palabra, vida, luz, pastor, Espíritu, pan, vid, amor, testigo/testimonio), y a Jesús se lo presenta como el cumplimiento del AT.

Pueden encontrarse paralelos con el pensamiento judaico contemporáneo, especialmente con el judaísmo rabínico ortodoxo, y no sería más que natural que tanto Jesús como sus seguidores coindicieran frecuentemente con los eruditos veterorestamentarios de su época, y que hayan sido influidos—tanto positiva como negativamente—por ellos (cf. 5.39; 7.42). Dado que el judaísmo palestino estuvo sometido a influencias helenísticas durante unos dos siglos, no hay necesidad de buscar influencias más amplias en Juan. El grado de semejanza entre las ideas que aparecen en Juan y en Filón de Alejandría se estima diversamente.

Los textos judaicos sectarios procedentes de Qumrán también contribuyen a completar el trasfondo de Juan, aun cuando su importancia para la comprensión del NT tiende a ser exagerada. Generalmente se llama la atención al dualismo entre la luz y las tinieblas, y a las esperanzas mesiánicas que aparecen en los textos, pero las raíces de dichas ideas están en el AT, y resulta dudoso que sea necesario postular alguna influencia directa de Qumrán en el Evangelio de Juan. (Véase F. M. Braun, RB 62, 1955, pp. 5–44; J. H. Charlesworth (eds.), John and Qumran, 1972.)

C. H. Dodd ha considerado en detalle otras posibles influencias formativas. Con toda justicia rechaza el mandeísmo, tipo de sincretismo pagano-cristiano cuya literatura más primitiva es considerablemente posterior a Juan. Pero dedica considerable atención a la religión de misterio helenística, en especial como ella aparece en Corpus Hermeticum (* Hermética, Literatura), una serie de tratados probablemente salidos de Egipto en el ss. III en su forma actual. Pero si bien encontramos interesantes paralelos conceptuales que demuestran que Juan resultaría accesible a los paganos, y no sólo a los judíos, es poco probable que exista una estrecha relación conceptual. (cf. G. D. Kilpatrick en Studies in the Fourth Gospel, eds. F. L. Cross, 1957.)

En el ss. II existía un *gnosticismo cristiano plenamente desarrollado, e indudablemente debemos considerar la existencia de algún tipo de “pregnosticismo” en el ss. I, que se refleja en la polémica de Col. y 1 Jn. La teoría de que Juan fue influido por los herejes gnósticos a los cuales se opone (cf. II, sup.) fue propuesta por E. F. Scott (The Fourth Gospel², 1908, pp. 86–103); más recientemente todavía, R. Bultmann y E. Käsemann han argumentado que en Juan se presenta a Jesús en función de mitos gnósticos. El punto de vista de C. H. Dodd, de que el cristianismo joanino es completamente diferente del gnosticismo, a pesar de un trasfondo común (op. cit., pp. 114), hace mucha más justicia a los hechos.

Dentro del mundo cristiano primitivo la literatura joanina ocupa un lugar único, y representa una corriente de pensamiento que se formó independientemente. No obstante, sus enseñanzas son las de la iglesia cristiana, en general, y las diferencias con, digamos, Pablo, son más de forma que de contenido. (cf. A. M. Hunter, The Unity of the New Testament, 1943.)

VI. Corroboración externa

El papiro Ryland 457, el fragmento más primitivo que se conoce de los ms(s). neotestamentarios, corrobora, antes de 150 d.C., la existencia del Evangelio de Juan en Egipto. El uso de Juan como evangelio autorizado al lado de los otros tres queda evidenciado por el papiro Egerton 2, también de fecha anterior a 150 C. H. Dodd, New Testament Studies, 1953, pp. 2–52). Fue utilizado por Taciano en su Diatessaron; Ireneo (ca. 180), por su parte, habla de un canon de cuatro evangelios. Por cierto que se conocía y utilizaba el Evangelio de Juan en círculos gnósticos heréticos: p. ej. por Tolemeo, discípulo de Valentino, por el Evangelio de Pedro (ca. 150), y (con bastante probabilidad) por el autor del Evangelio de la verdad valentiniano. Es difícil asegurar que otros autores de este período hayan conocido el Evangelio de Juan. Hay indicios de lenguaje joanino en Ignacio (ca. 115) y Justino (ca. 150–160), pero es cuestionable que indiquen la existencia de dependencia literaria.

Ireneo proporciona tradiciones sobre Juan como autor del cuarto evangelio, y dice que el apóstol, discípulo del Señor, dio a conocer el evangelio en Éfeso. Clemente de Alejandría (ca. 200) repite esta tradición, como así también el prólogo antimarcionita a Juan; el ss. II como fecha de dicho prólogo resulta sospechoso, sin embargo. El canon muratorio (ca. 180–200) ofrece una leyenda según la cual Juan el apóstol es el autor, y Tolemeo aceptó la paternidad apostólica. Pero Papías, que tuvo acceso a las tradiciones apostólicas, no dice nada sobre este asunto, y Policarpo, que estuvo asociado con Juan, según Ireneo, menciona la epístola pero no el evangelio. Tampoco dice nada sobre el particular el apócrifo Hechos de Juan. A principios del ss. III había cierta resistencia a aceptar que Juan fuese el autor apostólico del cuarto evangelio, posiblemente debido al uso que los gnósticos hacían del mismo.

VII. Paternidad

A fines del ss. XIX se aceptaba ampliamente la noción de que Juan el apóstol escribió el cuarto evangelio, tanto por las pruebas externas que mencionamos arriba, como por las pruebas internas. Estas últimas recibieron su formulación clásica por B. F. Westcott y J. B. Lightfoot (Biblical Essays, 1893, pp. 1–198), quienes demostraron que este evangelio fue escrito por un judío, un judío palestino, y testigo presencial de los hechos allí registrados, y, en particular, por el apóstol Juan, a quien se menciona como el discípulo amado”.

Varios argumentos se han esgrimido en contra de dicho análisis. Primero, está la teoría de que *Juan murió como mártir en edad temprana, pero con justicia la mayor parte de los entendidos rechaza este argumento.

Segundo, se sostiene que la supuesta imprecisión geográfica e histórica de Juan descarta la teoría de que fue escrito por un testigo presencial. Sin embargo, los más recientes descubrimientos arqueológicos han demostrado en forma fehaciente la precisión geográfica del autor del evangelio (cf. R. D. Potter, TU 73, 1959, pp. 329–337). Para el problema histórico, véase inf.

Tercero, se afirma que el apóstol Juan era incapaz de escribir este evangelio. Fue un hombre de pocas letras, punto de vista que se apoya única e inadecuadamente, en una cuestionable exégesis de Hch. 4.13 y que ignora analogías tales como la de Bunyan, el hojalatero de Bedford, autor de El Peregrino. Como apóstol no pudo haber escrito un evangelio tan diferente de los otros tres, razonamiento que no toma en consideración el propósito especial de Juan, ni el hecho de que no tenemos otro evangelio escrito directamente por un apóstol para poder hacer comparaciones. Por ser judío no pudo haber dominado el pensamiento helenístico que se evidencia en este evangelio (véase, sin embargo, V, sup.). Finalmente, a nadie se le ocurriría llamarse a sí mismo “discípulo amado”, lo cual, sin embargo, no es más que un argumento subjetivo (y quienes lo consideran de peso pueden atribuir el uso del título al escribiente de Juan).

Cuarto, el argumento de mayor peso es la demora de la iglesia en aceptar el Evangelio de Juan. Se ha cuestionado la confiabilidad de Ireneo (pero con justificación incierta), y se ha observado que las personas que se piensa que podrían haberlo citado no lo han hecho. Contra Pelag esto se debe destacar la debilidad general de los argumentos basados en el silencio (cf. W. F. Howard, The Fourth Gospel in Recent Criticism and Interpretation4, 1955, pp. 273), y el hecho de que las pruebas para la aceptación y el uso de los otros tres evangelios son casi igualmente escasas antes del período en que fueron aceptados todos los evangelios juntos. Además, ignoramos totalmente las circunstancias de la publicación de Juan, excepto en lo que se refiere a la breve nota en 21.24.

Podemos asegurar sin temor a equivocarnos que es posible descartar con un alto grado de certidumbre toda teoría que niegue una relación entre el apóstol Juan y el evangelio que lleva su nombre. Surgen, entonces, tres posibilidades. Primero, que Juan lo compuso él mismo con la ayuda de un amanuense. Segundo, que un discípulo de Juan puede haber utilizado las memorias del apóstol, o una tradición joanina, como base para el evangelio. Una tercera posibilidad, que es una variante de la segunda, es que existió una “escuela” joanina, posiblemente relacionada con el S de Palestina, en la que se elaboró la característica teología joanina, Sin embargo, es difícil aportar pruebas decisivas a favor o en contra de esta teoría. (Podemos comparar la hipótesis de K. Stendahl sobre la existencia de una escuela “de Mateo”, las pruebas de lo cual todavía son tenues).

Es difícil decidir entre estas teorías. Pero la tradición de que Juan dictó el evangelio está muy difundida (cf. R. V. G. Tasker, TNTC, 1960, pp. 17–20), y tiene todas las marcas de ser genuina. Todavía tenemos buenos fundamentos para sostener una estrecha relación entre Juan el apóstol y la composición efectiva del evangelio.

(Véase tamb. * Juan, Epistolas de )

VIII. Origen y fecha

La tradición primitiva relaciona a Juan el apóstol con el Asia Menor, y en particular con Éfeso. Una relación con Asia Menor es lo más adecuado para 1-3 Jn., y la exige el libro de Ap.; ya sea que el autor de este último haya sido el evangelista o alguien asociado con él, este hecho refuerza la argumentación a favor de Asia.

Pero no podemos ignorar, tampoco, la posibilidad de otros lugares. La aparente falta de conocimiento del Evangelio de Juan en Asia apoya la posibilidad de Alejandría; allí este evangelio fue usado por los gnósticos en época muy temprana (cf. tamb. los papiros), la atmósfera intelectual (judaísmo helenístico) podría considerarse adecuada, y la lejanía de Alejandría podría explicar la lenta circulación del evangelio. No hay, sin embargo, tradición que conecte a Juan con esa ciudad. También se ha insistido en Antioquía, pero apenas si tiene consistencia esta teoría. Algunos ubican a Juan en el S de Palestina, por la trama de su pensamiento, pero esto sólo confirma que durante una parte de su vida el autor residió en Palestina.

La fecha del Evangelio de Juan generalmente se ubica en la década del 90. Este punto de vista se basa en la supuesta dependencia de Juan de los evangelios sinópticos (pero véase IX, inf.), y en el supuesto carácter pospaulino de su teología. Si bien no es necesario considerar que Juan tuvo que valerse del paulinismo, es difícil evitar la impresión de que no escribió cartas en época temprana. Si está relacionado con Éfeso debemos colocarlo después de la actividad de Pablo allí, lo que queda confirmado por la fecha de 1-3 Jn., que difícilmente podríamos colocar antes de la década del 60. Si Juan está relacionado con algún otro lugar de composición, p. ej. Palestina, es posible que la fecha haya sido anterior, pero es poco probable. La importancia del “transfondo palestino” radica en que en ese caso no es necesario acordar al evangelio una fecha extremadamente tardía para explicar su desarrollo conceptual. (cf. J. A. T. Robinson, op. cit., pp. 94–106).

IX. Relación con los evangelios sinópticos

a. Conocimiento de la tradición sinóptica

La opinión que se aceptaba hasta hace unos 40 años era la de que Juan conocía los evangelios y que escribió con el objeto de corregirlos, agregar información, o reemplazarlos. Este punto de vista recibió agudas críticas por parte de P. Gardner Smith (St. John and the Synoptic Gospels, 1938), B. Noack (Zur Johaneneischen Tradition, 1954) y C. H. Dood (Historical Tradition in the Fourth Gospel, 1963), quienes afirmaron que Juan dependía de la tradición oral que respaldaba a los sinópticos, y escribió independientemente de ellos. Los contactos más estrechos se notan entre Juan y Lucas, en especial en el relato de la pasión, pero es dudoso que haya habido dependencia literaria; bien puede Lucas haber tenido acceso a las tradiciones registradas por Juan, o aun haber conocido personalmente a su autor (cf. G. W. Broomfield, John, Peter and the Fourth Gospel, 1934).

También debemos tener en cuenta las pruebas externas. La información de Papías sobre Marcos y los Logia provenía de (Juan) “el anciano”, que podría estar relacionado con la composición del Evangelio de Juan. Clemente de Alejandría escribió así: “Finalmente, Juan, al percibir que los hechos externos se habían expresado claramente en el evangelio, ante el pedido de sus amigos, y bajo inspiración del Espíritu, compuso un evangelio espiritual”. Naturalmente que podemos aceptar esta descripción de Juan, como evangelio espiritual, sin tener que creer que el apóstol lo escribió sobre la base es difícil creer que no tenía idea del contenido de los mismos, aun cuando no hubiese tenido copias de ellos en el momento de escribir. Por lo tanto, la cuestión tiene que quedar abierta.

b. Comparación de los relatos

Dos problemas se presentan aquí. El primero consiste en determinar si los relatos de los sinópticos y el joanino son compatibles entre sí pueden resumirse en una sola narración. Es un hecho que podemos tratar de unir los dos tipos de escritos de una manera razonablemente convincente, y de ese modo arrojar nueva luz sobre ambos. (E. Stauffer, Jesus and His Story, 1960.) Esto es posible debido a que los dos relatos describen la actividad de Jesús en diferentes períodos y en distintas localidades; la idea anticuada de que los evangelios sinópticos excluyen un ministerio en Jerusalén (aparte de la narración de la pasión) está muy desacreditada actualmente. Debemos recordar, por supuesto, que ninguno de los evangelios pretende ofrecer una narración cronológica exacta, de modo que es imposible reconstruir detalladamente el orden de los acontecimientos.

El segundo problema se refiere a los casos en que parecería que se producen contradicciones históricas entre los evangelios, incluidos los casos en que se considera que Juan corrige conscientemente los datos que aparecen en los sinópticos. Ejemplos de ello son la causa del arresto de Jesús (en particular la razón por la cual se omite la resurrección de Lázaro en el relato sinóptico; véase una posible respuesta en J. N. Sanders, NTS 1, 1954–5, pp. 34); la fecha de la expulsión de los mercaderes del templo; y la fecha de la última cena y de la crucifixión (véase N. Geldenhuys, Commentary on the Gospel of Luke, 1950, pp. 649–670). Se puede exagerar el grado de dichas dificultades, pero debemos admitir que existen algunos problemas reales para los cuales todavía no se ha podido encontrar respuesta. De todos modos, la sustancia de los hechos registrados en los evangelios no se ve afectada por estas diferencias.

c. Las pláticas en Juan

Las enseñanzas atribuidas a Jesús en Juan tienen una marcada diferencia de contenido y estilo con las de los evangelios sinópticos. Faltan ideas con las que estamos familiarizados, como el reino de Dios, los demonios, el arrepentimiento, y la oración, mientras que aparecen temas nuevos, como la verdad, la vida, el mundo, la permanencia, y el testimonio. Al mismo tiempo hay estrechas e intrincadas relaciones entre ambas tradiciones, y aparecen temas comunes: p. ej. Padre, Hijo del Hombre, fe, amor, y envío. También son diferentes el estilo y el vocabulario. No hay parábolas en Juan, y a menudo Jesús habla en largos monólogos o diálogos que no tienen paralelo en los evangelios sinópticos.

En consecuencia, muchos eruditos piensan que Juan nos ofrece sus propias ideas o sus propios pensamientos sobre las palabras de Jesús, en lugar de su ipsissima verba. Esta conclusión se ve fuertemente apoyada por el hecho de que en 1 Jn. encontramos un estilo y un contenido muy similares. Sin embargo, esto debe tomarse muy cautelosamente. En primer lugar, el Evangelio de Juan contiene muchos dichos similares en forma y contenido a los que aparecen en los sinópticos (cf. B. Noack, op. cit., pp. 89–109; C. H. Dodd, op. cit., pp. 335–349), con igual derecho a ser considerados auténticos. En segundo lugar, hay, por otra parte, un inesperado, aunque muy famoso, elemento joanino en los evangelios sinópticos (Mt. 11.25–27), lo que constituye una advertencia constante en contra de la suposición superficial de que el Jesús de los sinópticos no habla el mismo lenguaje que el que aparece en Juan. En tercer lugar, tanto en Juan como en los evangelios sinópticos encontramos los mismos rasgos de lenguaje arameo, y la misma conformidad a los métodos judíos de discusión.

Por consiguiente podemos decir con considerable confianza que los dichos que encontramos en Juan tienen una firme base histórica en las palabras reales de Jesús. Se han preservado, sin embargo, dentro de un comentario joanino del que sólo con gran dificultad podemos separarlas. (cf. el problema de Gá. 2.14ss; ¿dónde. terminan las palabras de Pablo a Pedro, y dónde comienza su meditación sobre ellas?) Esta no es, de ningún modo, una conclusión radical. Un erudito tan conservador como Westcott, por ejemplo, encontraba palabras de Juan en lugar de las de Jesús en 3.16–21.

X. Historia e interpretación en Juan

El propósito de Juan (véase II, sup.) exige que, en líneas generales por lo menos, consideremos el contenido del evangelio de Juan como historia; fallaría completamente en su cometido si Juan nos diera un relato legendario destinado a sustanciar la predicación de la iglesia acerca de Jesús como el Mesías, en lugar de los hechos históricos que sirven de base a dicha predicación, y la autentican. (Véase C. F. D. Moule, The Phenomenon of the NT, 1967, pp. 100–114.)

Ya se ha sugerido que muchos de los problemas que se esgrimen comúnmente en contra de la historicidad de Juan de ninguna manera son tan serios como a menudo se pretende. En realidad hay una creciente tendencia a reconocer que Juan contiene importantes tradiciones históricas sobre Jesús, y que una adecuada comprensión de su vida terrenal no puede obtenerse tomando como base solamente los evangelios sinópticos (cf. T. W. Manson, BJRL 30, 1947, pp. 312–329; A M. Hunter, According to John, 1968).

Por otra parte, la impresión total que nos da Juan después de leer los evangelios sinópticos es que aquí tenemos una interpretación de Jesús en lugar de un relato estrictamente literal de su vida. Las enseñanzas impartidas por él son diferentes, como también lo es el retrato de su persona, particularmente en lo que respecta a la conciencia que tenía de su mesianismo y su carácter filial. Pero sería poco aconsejable enfatizar estas diferencias. Jesús no es menos humano en Juan que en los otros evangelios, y aun el “secreto mesiánico” de los sinópticos no está totalmente ausente en Juan. F. F. Bruce se atreve a decir que no hay discrepancia fundamental entre el Jesús de los evangelios sinópticos y el de Juan (The New Testament Documents5, 1960, pp.60s).

Lo que esto significa es que Juan no contradice a los otros evangelios, sino que interpreta a la persona que ellos describen. Mientras los otros evangelistas nos dan una fotografía de Jesús, Juan nos ha proporcionado un retrato (W. Temple, op. cit. inf., pp. xvi). En consecuencia, y a la luz de lo dicho, podemos emplear el Evangelio de Juan como una fuente para el estudio de la vida de Jesús y para la interpretación joanina de su vida, aun cuando sea imposible separar completamente ambos aspectos. No es posible comprender completamente la vida terrenal de Jesús independientemente de la revelación que de sí mismo como Señor resucitado hace a su iglesia. Bajo la inspiración del Espíritu (cf. 14.26; 16.14) Juan dio a conocer el significado de la vida terrenal de Jesús; interpreta su historia y al hacerlo nos da, en las palabras de A.M. Hunter, “el verdadero significado de su historia terrenal” (Introducing New Testament Theology, 1957, pp. 129).

Bibliografía. °C. H. Dodd, Interpretación del cuarto evangelio, 1978; °id., La tradición histórica en el cuarto evangelio, 1978; °C. F. D. Moule, El fenómeno del Nuevo Testamento, 1971; J. Blinzler, Juan y los sinópticos, 1968; M. Boismard, El prólogo de San Juan, 1970; R. Brown, La comunidad del discípulo amado, 1983; id., El evangelio de San Juan, 1979, 2 t(t).; J. Mateos, El evangelio de Juan, 1979; id., Vocabulario del evangelio de Juan, 1980; B. Rigaux, Para una historia de Jesús, 1979; J. C. Ryle, Evangelios explicados, San Juan, s/f; R. Schnackenburg, El evangelio según san Juan, 1980, 3 t(t).; A. Wikenhauser, El evangelio según san Juan, 1967.

Comentarios (basados en el texto trad. al inglés): B. F. Westcott, 1882 y post. (tamb. sobre el texto gr., 1908); E. C. Hoskyns y F. N. Davey, ²1947; W. Temple, 1945; R. H. Lightfoot, 1986; R. V. G. Tasker, TNTC, 1960; G. A. Turner y J. R. Mantey, 1964; J. Marsh, Pelican, 1968; J. N. Sanders y B.A. Mastin, BNTC, 1968; R. E. Brown, AB, 1971; L. Morris, NIC/NLC, 1971; B. Lindars, NCB, 1972; (basados en el texto gr.): J. H. Bernard, ICC, 1928; C. K. Barrett, 1955; R. Schnackenburg, t(t). 1, 1968; R. Bultmann, 1971; (en alemán): R. Schnackenburg, HTKNT, t(t). 1, 1965 (véase sup.) ; t(t). 2, 1971; t(t). 3, 1976.

W. F. Howard, The Fourth Gospel in Recent Criticism and Interpretation4, 1955; C.H. Dodd, The Interpretation of the Fourth Gospel, 1953; id., Historical Tradition in the Fourth Gospel, 1963; E. Malatesta, St. John’s Gospel 1920–1965, 1967; J. L. Martyn, History and Theology in the Fourth Gospel, 1968; A. M. Hunter, According to John, 1968; E. Käsemann, The Testament of Jesus, 1968; R. T. Fortna, The Gospel of Signs, 1970; C. K. Barrett, The Gospel to John and Judaism, 1975; J. Painter, John: Witness and Theologian, 1975; S. S. Smalley, John: Evangelist and Interpreter, 1978.

I.H.M.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico