JERUSALEN/SION

SUMARIO: I. La ciudad en la Biblia: 1. Los nombres: a) Jerusalén, b) Sión; 2. La topografí­a; 3. La historia de la ciudad: a) Los orí­genes, b) La capital religiosa, c) En la tormenta de los siglos; 4. Los tí­tulos de gloria: a) La ciudad santa, b) Los cánticos de Sión, e) La ciudad inolvidable; 5. Meta de peregrinaciones: a) La historia, h) Los cánticos de los peregrinos. II. El drama religioso de la ciudad: 1. Jerusalén pecadora; 2. La vuelta a Dios; 3. Jerusalén en el centro del mundo. III. Las funciones de Jerusalén: 1. La esposa; 2. La madre. IV. La Jerusalén del NT: 1. Los judí­os de Qumrán; 2. Los nombres de la ciudad; 3. Jerusalén en el evangelio: a) Los evangelios sinópticos, b) Marcos, c) Mateo, d) Jerusalén en el tiempo de Cristo y en el tiempo de la Iglesia: el evangelio de Lucas y los Hechos, e) Juan; 4. La Jerusalén celestial de Pablo; 5. La Jerusalén de la carta a los Hebreos; 6. La Jerusalén nueva del Apocalipsis; V. Marí­a, hija de Sión: 1. Una investigación moderna; 2. Marí­a en la infancia de Jesús; 3. Marí­a en Caná; 4. Marí­a al pie de la cruz; 5. A la luz del Apocalipsis.

I. LA CIUDAD EN LA BIBLIA. 1. Los NOMBRES. a) Jerusalén. Este nombre se encuentra en los textos egipcios desde el segundo milenio a.C. en una forma que responde al semí­tico Urusalim. Como los antiguos semitas acostumbraban designar a las ciudades por el nombre del personaje, y sobre todo de la divinidad a la que se atribuí­a su fundación, el significado primitivo de Jerusalén es «fundación de Salén», nombre divino conocido ya a comienzos del segundo milenio. Salén es el nombre de la ciudad en tiempos de Abrahán, cuando reinaba allí­ Melquisedec (Gén 14:18); otro rey de Salén lleva un nombre semejante: Adonisedec (Jos 10:1). El nombre hebreo de la ciudad más usado en la Biblia es Yerusalaim, con la forma aramaizada de Yerusalem. En los textos griegos tenemos la forma lerusalem o lerosolyma. El nombre Jebús (Jue 19:10) no fue nunca un nombre propio y verdadero de la ciudad, sino que se deriva del nombre de los jebuseos, el clan cananeo que habitaba en ella.

b) Sión. Menos usado en la Biblia es el nombre Sión, de etimologí­a incierta, preferido por los profetas y por los poetas como indicación de toda la ciudad o de parte de ella. Isaí­as lo carga de significado religioso, en cuanto que la ciudad es el monte santo sobre el que mora Dios en el templo: es la «Sión del santo de Israel» (Jue 60:14). Según la mentalidad hebrea, que ind;ea diversos tipos de derivación y de pertenencia mediante el término hijo, sus habitantes son llamados los hijos o las hijas de Sión (Jue 3:16). En singular, «hija de Sión» y «virgen hija de Sión» son una personificación poética de Jerusalén. Unido al nombre Judá, Sión indica el centro polí­tico del reino hebreo del sur.

2. LA TOPOGRAFíA. La ciudad está situada en la meseta central de Palestina, a una altura de unos 770 m sobre el Mediterráneo y de 1.165 m sobre el mar Muerto. Se extiende por dos colinas, separadas por un valle, hoy en gran parte allanado, llamado Tiropeón en la época romana. La colina occidental es más alta y espaciosa, aislada al oeste y al sur por el valle de la Gehenna; la colina oriental, unos 30 m más baja, está aislada al este por el valle del Cedrón, que la separa del monte de los Olivos.
3. LA HISTORIA DE LA CIUDAD. a) Los orí­genes. La primitiva Jerusalén se levantaba sobre el espolón sur de la colina oriental, llamado convencionalmente por los arqueólogos Ofel, junto ala fuente Guijón, y quedaba rodeada a ambas partes por los profundos valles del Cedrón y del Tiropeón. En este lugar las excavaciones arqueológicas han descubierto huellas de presencia humana desde el 3000 a.C. En el 1800 a.C. varias terrazas sólidas que serví­an de apoyo a las construcciones y algunos restos de un muro indican la existencia de una ciudad cananea que alcanzó su mayor desarrollo en el siglo xiv a.C. Por el 1000 a.C. / David arrebató a los jebuseos la fortaleza, que se consideraba inexpugnable, y le dio el nombre de Ciudad de David (2Sa 5:6-8), con la intención de convertirla en la capital de su reino. La ciudad se prestaba muy bien a esta función, ya que se encontraba en el centro geográfico entre los territorios de las tribus de Israel del norte y las del sur. David construyó su palacio en la acrópolis; luego trasladó allá el arca de la alianza, guardada en una tienda levantada expresamente para ello (2Sa 6:7). Más tarde, el rey levantó un altar al Señor en la era de un campesino jebuseo para conjurar el azote de una peste (2Sa 24:25).

b) La capital religiosa. De esta forma Jerusalén se convertí­a también en la capital religiosa del paí­s. Al rey le habrí­a gustado levantar un templo estable; pero el que realizó ese proyecto fue su hijo Salomón (1Re 6), que con esta finalidad ensanchó la ciudad hacia el norte, protegiéndola con un muro. El área del templo ocupaba la cima del Moria, que comprendí­a la era del jebuseo (2Cr 3:1), identificada por la tradición con el lugar adonde se habí­a dirigido Abrahán a sacrificar a su hijo Isaac (Gén 22:1). Sión fue siempre el nombre de la colina del templo. El año 701 a.C. Jerusalén estuvo a punto de caer en manos del rey asirio Senaquerib (2Re 18:13-19); el rey Ezequí­as de Judá construyó un nuevo recinto de murallas, en las que encerró parte de la colina occidental, y ordenó excavar en la roca un acueducto para atender a las necesidades de la ciudad durante un posible asedio.
c) En la tormenta de los siglos. El año 587 a.C. Jerusalén fue asaltada y devastada por los ejércitos de Nabucodonosor, rey de Babilonia; las murallas fueron derribadas y la población deportada (2Re 25:1-21). Al volver a la patria gracias a un edicto promulgado el 538 a.C. por el monarca persa Ciro, conquistador de Babilonia, los judí­os fueron autorizados a levantar de nuevo las murallas tan sólo en tiempos de Nehemí­as (445-443 a.C.), que empleó en ello apenas cincuenta y dos dí­as (Neh 6:15) a pesar de las dificultades y estorbos de las poblaciones vecinas (Neh 2:10). Por aquellos años los habitantes habí­an disminuido mucho en número, y el recinto amurallado resultó mucho más limitado que el erigido por Salomón [l Esdras/ Nehemí­as).

Después del perí­odo de gobierno persa, la ciudad fue ocupada por Alejandro Magno el año 332 a.C., y a su muerte quedó primero bajo el dominio de los reyes Tolomeos de Egipto y luego de los reyes seléucidas de Siria. El 167 a.C. el rey Antí­oco Epí­fanes, que querí­a obligar a los judí­os a aceptar la civilización helenista, profanó el templo y desmanteló las murallas.

Con la sublevación de los / Macabeos, Jerusalén fue reconquistada el 164 a.C. por Judas (IMac 3,1-4,41), que volvió a consagrar el templo (1Ma 4:44-59). Su hermano Jonatán «fijó entonces su residencia en Jerusalén y comenzó a reconstruir y renovar la ciudad. Mandó a los obreros reconstruir las murallas y rodear el monte Sión con piedras de sillerí­a para fortificarla» (1Ma 10:10-11). Simón, hermano de Jonatán, llevó a cabo la empresa (lMac 13,10; 14,37) el año 143 a.C. Bajo los reyes asmoneos de la dinastí­a de los Macabeos, Juan Hircano (134-104 a.C.) y Alejandro Janneo (103-76 a.C.), la ciudad se extendió al oeste y al norte, donde sus murallas conservaron definitivamente su amplitud, mientras que se ensancharon todaví­a hacia el norte y el sur.

El año 63 a.C. el general romano Pompeyo, llamado a dirimir la controversia dinástica de los prí­ncipes asmoneos Hircano y Aristóbulo, conquistó a Jerusalén, poniendo como rey de Palestina a Herodes el Grande (37-4 a.C.). Su padre, Antí­patro, parece ser que hizo construir un muro, fuera del cual se encontraba el lugar del Gólgota donde fue crucificado Jesús. Herodes, por el contrario, se dedicó a enriquecer la ciudad con suntuosos edificios, y sobre todo con la grandiosa reconstrucción del templo sobre una inmensa plataforma. Los trabajos comenzaron el año 20 a.C. y terminaron después de su muerte, en el 64 d.C.

En tiempos de Herodes Agripa (37-44 d.C.) la ciudad alcanzó su máxima extensión hacia el norte y el noroeste, y el rey levantó una nueva muralla septentrional, completada en el 63.

El año 66 estalló la rebelión de los judí­os contra los romanos. El 70 los ejércitos de Tito conquistaron la ciudad, desmantelaron sus murallas e incendiaron el templo. El año 135 se desencadenó una nueva guerra desafortunada: el emperador Adriano destruyó sistemáticamente la ciudad santa y, para acabar con todas las veleidades de los irreductibles judí­os, la reconstruyó según el modelo de las ciudades coloniales romanas, con un trazado que en sus lí­neas generales es el de la actual Jerusalén. Para borrar además el nombre mismo de la ciudad, la llamó Aelia Capitolina. Las murallas se restauraron entre el siglo II y el III d.C.

En tiempos de Herodes se atribuí­a a David la fundación de la ciudad alta en la colina occidental, identificada así­ con el nombre bí­blico de Sión, que era, por el contrario, la colina oriental. Después de la destrucción de la ciudad, los cristianos se asetaron en los barrios de la colina occidental, donde se encontraba el cenáculo, corazón de la Iglesia-madre. El cenáculo se convirtió en la santa Sión, desde la cual, como dice el profeta (Isa 2:3), se habí­a difundido la nueva ley.

Las murallas actuales de la ciudad, restauradas en tiempos de la conquista otomana por Solimán el Magní­fico, entre el 1537 y el 1540, siguen el trazado establecido en el siglo x durante la ocupación árabe.

4. LOS TíTULOS DE GLORIA. a) La ciudad santa. Lo que Jerusalén representó, y sigue representando todaví­a, para todos los israelitas es fácil deducirlo de los innumerables textos bí­blicos, rebosantes de fe heroica y orgullosa y de tierna devoción, así­ como de otros muchos por los que circula una vena de desolación y llanto.

Jerusalén es la ciudad objeto de la predilección del Señor, que la escogió (1Re 11:13; Sal 132:12; Sir 49:6 : 18 veces en la Biblia) para que habitara allí­ su nombre eternamente (2Re 21:4; 2Re 23:27). Es éste un tema tí­picamente deuteronomista (Deu 12:5.21; Deu 14:21; Deu 16:2.6.11; Deu 20:2), vinculado a la restauración religiosa del rey Josí­as, que el año 621 a.C. proclamó al templo como única sede legí­tima del culto para todo el pueblo hebreo. Así­ Jerusalén se convierte en la ciudad de Dios, en la Sión del santo de Israel (Isa 60:14), en la ciudad del gran rey (Sal 48:3), en su trono (Jer 3:17). Desde su santa montaña (Isa 2:3; Sal 2:6) Yhwh hace oí­r su voz (J1 4,14); en efecto, él habita en Jerusalén (Jer 8:19; Sal 9:12; Sal 135:21), que ha dado a su pueblo (Jer 23:39), para el cual será la ciudad santa por excelencia (Isa 48:2; Dan 9:24; Neh 11:18 : en total, 20 veces en la Biblia), un lugar santo (Jer 31:40; Abd 1:17; Zac 14:21). La bendición de Dios da la prosperidad a la ciudad; es él el que sacia a sus pobres, el que reviste de salvación a sus sacerdotes, el que hace saltar de gozo a sus fieles. En el futuro el Señor hará germinar de Jerusalén (cf Isa 11:1), del trono del linaje de David, al mesí­as (Sal 132:15-18) y lo consagrará en el monte santo de Sión, proclamándolo hijo suyo (Sal 2:6-7), bajo cuyo dominio estarán todas las naciones (Sal 110:2); efectivamente, Sión es el centro de la tierra (Eze 5:5) [/ Elección].

b) Los cánticos de Sión. En el Salterio [/ Salmos] los autores han identificado seis himnos a Sión (Sal 48; 76; 84; 87; 122, y en parte 132), que, bajo el signo de la plegaria más ardiente y de la poesí­a más elevada, celebran las glorias de la ciudad santa, sobrecargándola de tí­tulos entusiastas. El más tí­pico es el Sal 48, donde se proclama la grandeza y la alabanza de Dios por haber escogido allí­ «su monte santo, hermosa altura, alegrí­a del mundo» (vv. 23). Entre los poderosos torreones de la ciudad, Dios se presenta como una inexpugnable fortaleza, contra la cual se levanta en vano el odio y la violencia de los más aguerridos enemigos. El Señor de los ejércitos de Israel da solidez a su ciudad eternamente (v. 9). El templo recuerda el amor de Dios a su pueblo (v. 10). Las intervenciones divinas en favor de Jerusalén hacen exultar al monte Sión (v. 12): «Dad vueltas a Sión, enumerad sus torres; admirad sus murallas, fijaos en sus palacios para contar a las generaciones venideras que este Dios es nuestro Dios por los siglos de los siglos» (vv. 1315). En una palabra, Jerusalén es toda la felicidad de cuantos la aman (Isa 60:18; Isa 66:10; Sal 137:6); «su fuerza, la alegrí­a de sus glorias, la delicia de sus ojos, el amor de su alma» (Eze 24:25).
c) La ciudad inolvidable. El entusiasmo religioso por la ciudad de Dios adquiere mayor relieve por el contraste de las calamidades que caen sobre ella. Dramático documento del desaliento que entonces invade al corazón del israelita son las 1 Lamentaciones, que reflejan la tragedia de la destrucción de Jerusalén por obra de los babilonios. La ciudad llora sobre sí­ misma por haber perdido todo su esplendor (Lam 1:2), ver sus calles y puertas desiertas (Lam 1:4-6). Humillada y objeto de burla de sus enemigos, Jerusalén, postrada por un dolor sin consuelo y sin ejemplo (Lam 1:12), lanza profundos lamentos porque el Señor ha derribado por tierra y ha profanado la «majestad de Israel» (Lam 2:1) y ha permitido que fuera destruida su morada, hermosa como un jardí­n (Lam 2:6). De la cabeza del pueblo de Dios se ha caí­do la corona; en su corazón se ha apagado el gozo (Lam 5:15s). La dolorosa nostalgia de los desterrados queda expresada, llegando hasta los vértices de lo sublime, en el Sal 137, que no tiene igual en el Salterio ni en ninguna otra literatura. En Babilonia se atreven algunos a pedir a los israelitas que canten con el arpa los cánticos de Sión, mientras ellos están llorando a la orilla de los rí­os de un paí­s extranjero y enemigo, después de haber colgado de los árboles sus cí­taras, ahora mudas. Piden canciones de alegrí­a a los que están sumergidos en la tristeza y que han jurado: «¿Cómo í­bamos a cantar un cántico del Señor en paí­s extranjero? Jerusalén, si me olvido de ti, que mi mano derecha se me seque; que mi lengua se me pegue al paladar, si no me acuerdo de ti, si no pongo a Jerusalén por encima de mi propia alegrí­a» (vv. 4-6).

5. META DE PEREGRINACIONES. a) La historia. Las peregrinaciones a ciertos lugares que alguna manifestación de la divinidad habí­a convertido en sagrados se conocen en el cercano Oriente ya desde el segundo milenio a.C. Los devotos se dirigí­an a aquellos santuarios para honrar a la divinidad y para implorar sus beneficios. Los israelitas conservaban la memoria de algunos lugares privilegiados donde el Señor se habí­a manifestado a los patriarcas en los más remotos tiempos de su historia para demostrarles su protección y colmarlos de beneficios. Después de la entrada en la / tierra prometida, sus descendientes comenzaron muy pronto a peregrinar a los santuarios patriarcales de Siquén, Betel, Hebrón y Berseba, a los que se añadieron otros en los territorios de las tribus israelitas, por ejemplo Guilgal, la primera etapa de la entrada en Palestina (Jos 4:19; I Sam 7,16; 11,15) y sobre todo Silo, la ciudad entre Betel y Siquén en donde se conservaba el arca de la alianza (Jue 21:19; l Sam 3,3). Cuando ésta fue trasladada por David a Jerusalén y colocada luego definitivamente en el templo mandado construir por Salomón, la ciudad santa fue la meta principal de las peregrinaciones de Israel (lRe 12,27). Los antiguos santuarios, por ejemplo Guilgal y Berseba, seguí­an todaví­a atrayendo a montones de peregrinos (Amó 4:4; Amó 5:5), y cuando, después de la muerte de Salomón, el reino hebreo se dividió en dos troncos, en el reino del norte se establecieron dos santuarios oficiales, en Dan y en Betel (lRe 12,26-30), a fin de impedir que las tribus septentrionales pasasen al reino del sur para dirigirse al templo de Jerusalén.

En los códigos antiguos de la alianza (J, E) [/ Ley / Derecho] se estableció que Israel tení­a que acudir tres veces al año en peregrinación al Señor (Exo 23:27; Exo 34:23). Deu 16:1-17 repite esta prescripción con la misma fórmula, pero añadiendo que el pueblo se dirigirá al lugar elegido por Dios, sosteniendo así­ la centralización del culto, momento principal de la reforma religiosa realizada por el rey Josí­as, que suprimió los antiguos santuarios locales del reino del norte, empezando por Betel (2Re 23:15-20).

La peregrinación a Jerusalén era obligatoria para las grandes solemnidades de la pascua, de las semanas (pentecostés) y de las chozas, cuyas fechas quedaron fijadas de este modo (Lev 23:5.15s.33-35): en marzo-abril para la pascua, cincuenta dí­as después para las semanas y septiembre-octubre para las chozas. Estas fiestas se designan con el término hebreo hag, que tiene el significado de danzar, dar vueltas, y alude a las procesiones y a las danzas que caracterizaban a las peregrinaciones.

Después de la destrucción de Jerusalén en el 587 a.C. los que volvieron del destierro en Babilonia celebraron la fiesta de las chozas en torno al altar erigido de nuevo entre las ruinas del templo (Esd 3:1-5), cuya reconstrucción fue inaugurada con una pascua solemne (Esd 6:19-22), en la que intervinieron también los hebreos que se habí­an quedado en el paí­s.

b) Los cánticos de los peregrinos. Una pequeña colección de quince salmos, del 120 al 134, titulado cada uno de ellos «canción de las subidas» (los peregrinos «suben» a Jerusalén), constituye una especie de manual del peregrino. En efecto, son poemas de diversa extensión, a veces muy breves, que con un lenguaje sencillo y popular expresan sentimientos de serena y vibrante piedad. Su contenido tiene la caracterí­stica de una catequesis poética de fácil inteligencia y memorización, capaz de permitir a los peregrinos reflexionar sobre las realidades fundamentales de la religión hebrea para traducirlas en la vida práctica.

En el momento de la partida, el Sal 120 recordaba a los peregrinos que afluí­an a Jerusalén desde tierras extranjeras que ellos se separaban de un mundo hostil para encaminarse a un lugar de paz: «He vivido demasiado tiempo con gente enemiga de la paz» (v. 6). Los pasos del peregrino en su largo caminar son vigilados por Dios, que habita en el monte santo: «El Señor es tu guardián, el Señor es tu sombra, él está a tu derecha. El sol no te molestará de dí­a ni la luna de noche… El Señor guardará tu partida y tu regreso» (Sal 121:5-6.8). Al divisar a Jerusalén, explota el júbilo: «Â¡Qué alegrí­a cuando me dijeron: `¡Vamos a la casa del Señor!’ Ya estamos en tus puertas, oh Jerusalén; Jerusalén, la bien edificada, la ciudad bien unida. Allí­ suben las tribus, las tribus del Señor, según la norma de Israel, para alabar el nombre del Señor… Pedid la paz para Jerusalén: `Que vivan tranquilos tus amigos, que reine la paz dentro de tus muros y la tranquilidad en tus palacios’. Por mis hermanos y compañeros, diré: `La paz esté contigo'» (Sal 122:1-4.6.8). En las duras travesí­as y en las abundantes aflicciones que le han saciado de amargura, el peregrinó dirige los ojos a Dios con la firme confianza de encontrar misericordia (Sal 123), ayuda y piedad en aquel que ha salvado siempre a Israel en medio de las tempestades (Sal 124). Los buenos y los rectos de corazón, fieles a la ley del Señor, «son como el monte Sión, que es inconmovible y estable para siempre. Jerusalén está rodeada de montes; así­ rodea el Señor a su pueblo desde ahora y por siempre» (Sal 125:1-2).

Reflexionando sobre los prodigios de Dios, el peregrino vuelve a evocar el retorno de los desterrados de Babilonia como un momento en que le parecí­a estar soñando, tanta era su felicidad: «Los que siembran con lágrimas, cosecharán entre cantares» (Sal 126:5). Lo mejor que puede hacer el que se dirige a Jerusalén es abandonarse en manos de su Dios, puesto que él es el que construye su casa, el que guarda la ciudad, el que da a las familias abundancia de hijos (Sal 127), el que bendice el trabajo de los que caminan por los senderos y los hace felices en la intimidad de sus casas: «Que el Señor te bendiga desde Sión, para que veas la prosperidad de Jerusalén todos los dí­as de tu vida» (Sal 128:5). Los que odian a Sión se verán confundidos y se secarán como la hierba de los tejados por haber querido oprimir al pueblo de Dios (Sal 129). Un sincero arrepentimiento de los pecados abre el alma a la esperanza del perdón («Mi alma está pendiente del Señor más que los centinelas de la aurora»: Sal 130:6) y la abandona en manos de Dios como un niño en los brazos de su madre (Sal 131). Dios premió a David por haber llevado el arca de la alianza a Jerusalén, jurándole que harí­a germinar de Sión al mesí­as, descendiente suyo; de aquella Sión a la que prometió la abundancia de sus dones: «Bendeciré con generosidad sus provisiones y a sus pobres los hartaré de pan; revestiré de salvación a sus sacerdotes y sus fieles saltarán de gozo» (Sal 132:15-16). La peregrinación, además, da nuevo impulso al amor fraterno (Sal 133); al despedirse de Jerusalén, sólo queda invocar la bendición de los sacerdotes, que están en la morada de Dios durante la noche (Sal 134).

II. EL DRAMA RELIGIOSO DE LA CIUDAD. 1. JERUSALEN PECADORA. Por inigualable que sea su gloria y exclusivos sus privilegios, la ciudad santa puede degradarse hasta el nivel más bajo e infame si falla en su fidelidad a Dios (Isa 1:21; Jer 22:8-9). En los tiempos más dramáticos de su historia, los profetas atacan a Jerusalén con violentas requisitorias porque ha renegado de su Dios prefiriendo los í­dolos de las naciones que la rodean, trocando la gloria del Señor por otras divinidades que no existen y no sirven para nada (Jer 3:11). La ciudad que tení­a que ser santa se convierte en la personificación de la apostasí­a (Jer 3:6). Fueron traidores los reyes de Israel, que con su mal ejemplo arrastraron al pueblo por el camino de la perdición y persiguieron a los profetas, empeñados con todas sus fuerzas en mantener al rey y al pueblo de Jerusalén en los caminos del Señor. Los castigos con que amenazaron inútilmente a los habitantes de Jerusalén y al pueblo de Judá encontrarán su puntual cumplimiento (36,32). Es una ilusión buscar la salvación en la alianza con otras naciones paganas: Jerusalén caerá en manos de sus enemigos (37,7-8). Ni siquiera los sacerdotes, orgullo de la ciudad, han escuchado a los profetas (20,1-2) y han abierto las puertas del templo a las abominables imágenes de los dioses, ante los cuales queman incienso los prestigiosos ancianos (Eze 8:7-19); el pueblo sigue a sus dirigentes y la casa de Dios se convierte en una cueva de bandidos (Jer 7:9-11). El Señor no vacilará entonces en abandonar la ciudad rebelde y perversa (Eze 9:9), llena de injusticias y de opresiones (Jer 6:6) contra los pobres y marginados (Jer 7:3-10). Si se recorren los caminos de Jerusalén y se busca por las plazas, no se encontrará uno solo que practique la justicia y que no sea perjuro (Jer 5:1-2); el pueblo es necio y no tiene corazón; tiene ojos pero no ve, y oí­dos pero no oye; es rebelde y contumaz (Jer 5:1-2.21). Por eso el Señor destruirá «a la delicada Sión», que se convertirá en una desolación (Jer 6:2.8). Dios da rienda suelta a su indignación y se convierte en el más fiero de los adversarios (Jer 21:10) de la ciudad violenta, sanguinaria e impura (Isa 4:4; Eze 7:23; Eze 22:4; Sof 3:1); hará de ella una perpetua ignominia, una perenne vergüenza (Jer 23:39), hasta llegar a asombrar incluso a los paganos (Jer 22:5). Jerusalén verá cumplirse las palabras de Dios, «palabras de desgracia, que no de ventura» (Jer 39:16), que el Señor le ha dirigido: sobre ella se abatirán sin compasión y sin piedad los más terribles castigos (Eze 14:2).

2. LA VUELTA A DIOS. Todo cambiará si Jerusalén se arrepiente y vuelve a su Dios. Entonces el poder de Dios se despierta (Isa 51:1) y la ciudad purificada se ve invitada a revivir, a vestirse de los más brillantes vestidos, a rejuvenecerse, a sacudirse el polvo, a desatar de su cuello las ataduras de la esclavitud (Isa 52:1-3). No beberá ya el cáliz de la ira de Dios (Isa 51:17.22); se verá limpia de toda escoria de injusticia y será llamada de nuevo «ciudad de la justicia», «ciudad fiel» (Isa 1:26), «ciudad del Señor», «Sión del Santo de Israel» (Isa 60:14). Dios hablará al corazón de Jerusalén para anunciarle que ha acabado la esclavitud y que ha sido expiada su culpa (Isa 40:1-2). El Señor será la vanguardia y la retaguardia de la peregrinación de Israel ( Isa 52:12), que se dirige, como en los tiempos felices, hacia la meta añorada de la ciudad santa. Dios, celoso de ella, la ha elegido de nuevo con un amor jamás desmentido y mide su terreno para reconstruirla de nuevo (Zac 1:14-17; Zac 2:6). Se renovarán los antiguos prodigios del éxodo; en el desierto se abrirá una «via sacra» que llevará a la caravana de los desterrados hasta la ciudad, en la que entrarán con gritos de júbilo (Isa 35:8-10). Dios extenderá por segunda vez su mano, como lo habí­a hecho por primera vez en Egipto (Isa 11:11; cf Exo 3:20), para hacer pasar más allá del rí­o Eufrates a los que «llevan el nombre de la ciudad santa» (Isa 48:2). El cortejo festivo y jubiloso atravesará cantando himnos un desierto florido, regado por aguas milagrosas (Isa 35:1-2.6-7; cf Exo 17:1-7). Un heraldo exhortará a librar de toda aspereza el camino de los peregrinos (Isa 40:3-5), y ellos subirán de nuevo a Sión, hacia el Señor, su Dios (Jer 31:6); exultarán en la altura de Sión; afluirán hacia los bienes del Señor, hacia la prosperidad, y se saciarán de la felicidad de Dios (Jer 31:12-14).

3. JERUSALEN EN EL CENTRO DEL MUNDO. En los anuncios proféticos, Jerusalén se va transfigurando cada vez más, para cumplir en el plano espiritual la misión que se le ha atribuido en el plano divino de la salvación. El mismo sitio de la ciudad asume unas dimensiones no ya topográficas, sino ideales, sí­mbolo de su supremací­a espiritual. En efecto, ella, «en los tiempos venideros», destacará sobre todos los montes y colinas; todas las gentes afluirán al monte del Señor para ser instruidas en la forma de caminar por sus senderos: «Pues de Sión saldrá la ley y de Jerusalén la palabra del Señor». Los pueblos todos depondrán sus armas, transformándolas en instrumentos de paz (Isa 2:2-5; Miq 4:1-5). La ciudad estará «en medio de las naciones» (Eze 5:5), que se reunirán allí­ «en nombre del Señor» y «no seguirán más la obstinación de su propio corazón perverso» (Jer 3:17). La glorificación de la ciudad santa es el tema principal de los cantos lí­ricos de Is 60-62, en el centro de la perspectiva de una renovación total. A la luz de la ciudad sobre la cual brilla la gloria del Señor caminarán las naciones (Jer 60:1-3), llegando desde lejos para traer sus dones (Jer 60:3-9.11.16; Jer 61:1) y para reconstruir sus murallas; los reyes serán sus servidores y todos los extranjeros verán su justicia y su gloria (Jer 62:2). Naciones ilustres y pueblos grandes se unirán a Israel para buscar y hacer propicio al Señor (Zac 8:20-22); y para agradarle celebrarán las fiestas del pueblo de Dios (Zac 14:9.16-19). La ciudad gloriosa será testigo y centro de un misterio que Ezequiel, como conclusión de su inmenso fresco sobre la novedad radical de la Jerusalén futura, definirá con el nombre nuevo que en adelante será el verdadero nombre de la ciudad: «Yhwh Sammah: el Señor está allí­» (48,25). En los siglos más próximos al evangelio, el cántico de Tobí­as dedica un largo párrafo al futuro glorioso de Jerusalén, descrita en términos apocalí­pticos como una ciudad construida y empedrada con profusión de piedras preciosí­simas (Tob 13:10-18).

III. LAS FUNCIONES DE JERUSALEN. 1. LA ESPOSA. Dios le ha revelado a Israel no sólo su propio nombre inefable, Yhwh (Exo 3:14), sino también otros nombres que, apelando a la experiencia humana, resultaban más accesibles y significativos. Del matrimonio, la experiencia más completa del amor, de la unión y de la intimidad, Dios hizo, por medio de los profetas, el sí­mbolo de la calidad y de la profundidad de sus relaciones con el pueblo elegido. / Oseas fue el primero en hablar de Dios como esposo de Israel. El profeta se inspira en una desventura matrimonial -que, real o imaginaria, es de todas formas un sí­mbolo- para hablar de Dios esposo de Israel esposa. Una esposa durante mucho tiempo infiel, porque ha traicionado a su Dios con los í­dolos: por eso el Señor la castigará, obligándola a volver a su «primer marido», que la conducirá al desierto, al abrigo de toda mala seducción. En la soledad le hablará al corazón como un esposo habla a la esposa y la unirá consigo para siempre (Ose 2:11-22). Sí­mbolo del pueblo elegido, Jerusalén es a su vez la esposa de Dios, que ordena a Jeremí­as decirle en su nombre: «Me he acordado de ti en los tiempos de tu juventud, de tu amor de novia» (Jer 2:2). ¿Y cómo podrá la esposa olvidarse de sus joyas y de sus aderezos nupciales? (Jer 2:32).

En una compleja parábola, con acentos realistas hasta la crudeza, Ezequiel (Jer 16:1-46) traza la historia del misterioso amor de Dios a Jerusalén. A comienzos de la historia de la ciudad, en su nacimiento, nadie sintió piedad de ella y quedó abandonada en medio del campo; el Señor la recogió, la educó y cuando estuvo preparada para el matrimonio se enamoró de ella y firmó con ella el pacto nupcial (cf Pro 2:17; Mal 2:14). Habiendo adquirido una inmensa belleza y gran fama, fue coronada reina; pero, valiéndose de su belleza y de su fama, cometió continuos adulterios, prostituyéndose con los í­dolos, pagando incluso a sus amantes con las riquezas de su legí­timo esposo y ofreciéndoles incluso sus hijos.

En el Segundo y Tercer Isaí­as se encuentran los textos más impresionantes sobre el tema de la Jerusalén-esposa. En el destierro de Babilonia aparece como una mujer viuda de su esposo (Isa 49:14; Isa 54:8; Isa 60:15; Isa 62:4; cf Bar 4:12-16). Parece que el Señor la ha repudiado legí­timamente; pero a pesar de todo él se niega a olvidarse de su único amor: «No temas, pues no tendrás ya que avergonzarte; no te sonrojes, pues no serás ya confundida; olvidarás la afrenta de tu juventud y no te acordarás del oprobio de tu viudez. Pues tu esposo será tu creador…, tu redentor, el santo de Israel… Sí­, como a una mujer abandonada y desolada, te ha querido el Señor. A la esposa tomada en la juventud, ¿se la puede rechazar?… Sólo por un momento te habí­a abandonado, pero con inmensa piedad te recojo de nuevo. En un rapto de mi cólera oculté de ti mi rostro un instante, mas con eterna bondad de ti me he apiadado» (Isa 54:4-8). Dios restituirá a Jerusalén los ornamentos nupciales (Isa 61:10) y reanudará sus relaciones amorosas: «Serás una corona preciosa en manos del Señor, una diadema real… No se te llamará más la abandonada ni tu tierra será dicha desierta, sino que se te llamará mi complacencia y a tu tierra desposada, porque en ti se complace el Señor, y tu tierra tendrá un esposo. Como un joven que se casa con su novia, así­ tu constructor se casará contigo; y como el esposo se recrea en la esposa, así­ tu Dios se recreará en ti» (Isa 62:3-5).857
2. LA MADRE. Jerusalén, esposa, es también madre. Este apelativo es común en Palestina para designar a una ciudad de la que dependí­an otras aglomeraciones urbanas (cf 2Sa 20:19, que en la versión griega tiene metrópolis = ciudad-madre). Israel es llamada madre porque es esposa de Dios, y Jerusalén representa lo mejor del pueblo elegido. Después de haberla privado de sus hijos, que al marcharse desterrados la han dejado en medio del luto y del llanto (Bar 4:23.34), Dios volverá a traerlos «con honor, como en un trono real» (Bar 5:6): «Vuelve tus ojos al Oriente, Jerusalén, y contempla el gozo que te viene de Dios. Mira, vuelven tus hijos, los que viste partir; vuelven reunidos desde oriente a occidente, por la palabra del Santo, alegres de la gloria de Dios» (Bar 4:36-37). Jerusalén, infecunda de hijos durante el destierro, da luz ahora a muchos más, alimentándolos y saciándolos «de su seno de consuelo… en sus pechos de gloria» (Isa 66:11). Jerusalén exultará, «pues son más numerosos los hijos de la abandonada que los hijos de la casada, dice el Señor»; por eso ensanchará el espacio de sus tiendas (Isa 54:1-3), y sus muros resultarán estrechos (Isa 49:20), dado que su prole la formarán todos los pueblos de la tierra. Sus puertas permanecerán abiertas dí­a y noche para acoger a las naciones que traen sus dones; sus muros serán llamados «Salvación» y sus puertas «Alabanza» (Isa 60:1-18). Los nuevos hijos llegados de otros pueblos no serán sus esclavos, sino pueblo de Dios (Zac 2:15; Isa 58:3), y también entre ellos el Señor escogerá sacerdotes y levitas (Isa 66:21).

El breví­simo salmo 87, que pertenece a la colección de los cánticos de Sión, alcanza la cima de la revelación profética. Se dicen cosas estupendas de Jerusalén; pero a todas ellas se añadirá una absolutamente nueva, proclamada por Dios mismo, porque será él el que realice el imprevisible prodigio. De repente el horizonte de Jerusalén se ensancha hasta el infinito, hacia el profundo sur, donde está el Egipto orgulloso y cruel, que durante siglos mantuvo en la esclavitud a los hijos de Israel, y la fabulosa Etiopí­a. Al norte Jerusalén divisará a los filisteos, en otro tiempo enemigos implacables, y a Tiro, la reina de los mares; en el Oriente lejano contemplará a Babilonia, que tantas lágrimas y sangre le costó. Pues bien, todos esos pueblos se sentirán felices de saludarla como a madre, ya que el Señor, en su elenco de pueblos, escribirá junto a su nombre: «Este ha nacido allí­», en su ciudad predilecta, de donde brotan las fuentes de una vida misteriosa.

IV. LA JERUSALEN DEL NUEVO TESTAMENTO. 1. Los JUDíOS DE QUMRíN. En la época inmediatamente anterior al anuncio del evangelio en Palestina, la comunidad esenia de Qumrán, reunida en la costa nord-occidental del mar Muerto, estaba en polémica con las instituciones oficiales del judaí­smo. No asistí­an al templo de Jerusalén, ya que lo consideraban profanado por un sacerdocio indigno, infiel a la ley de Moisés y a las normas de la verdadera liturgia. Junto con un nuevo templo donde poder rendirle a Dios un culto debidamente ordenado, esperaban también una nueva Jerusalén. La doctrina y las esperanzas de los esenios están documentadas por varios textos, algunos de ellos todaví­a inéditos, que se conservaban en la biblioteca de la comunidad. El escrito que se ha convenido en llamar La nueva Jerusalén (5Q 15) da una idea de cuál era esa ciudad santa con que soñaban. Inspirándose en Ez, capí­tulos 40-48, habí­an establecido las medidas de las murallas, de las puertas, de las torres, de las construcciones, que encuentran alguna analogí­a con la Jerusalén nueva que nos describe el Apocalipsis. La ciudad nueva preconizada por los esenios tení­a que estar habitada tan sólo por judí­os piadosí­simos.

2. Los NOMBRES DE LA CIUDAD. Se menciona a Jerusalén 139 veces en el NT, exceptuando las cartas apostólicas y las cartas católicas. Sión aparece siete veces, de ellas cinco en citas del AT. Según la costumbre judí­a, Jerusalén es llamada la ciudad santa (Mat 4:5; Mat 27:53; Apo 11:2), la ciudad querida (Apo 20:9), la ciudad del gran rey (Mat 5:35). En la mayor parte de los casos el nombre es una simple indicación topográfica; a veces designa a sus habitantes (Mat 2:3). En las palabras de Jesús, fuera de los textos relativos a la pasión, Jerusalén aparece tres veces como indicación topográfica (Luc 10:30; Luc 13:4) y una vez, con una connotación teológica, como la ciudad que mata a los profetas (Luc 13:33s).
3. JERUSALEN EN EL EVANGELIO. a) Los evangelios sinópticos. En los tres primeros evangelios, Jerusalén llega a asumir progresivamente la función esencial del lugar donde Jesús, en medio de la hostilidad de los dirigentes y la incomprensión de gran parte del pueblo, lleva a su cumplimiento el plan divino de salvación con su muerte redentora.

b) Marcos. En Mc, Jerusalén se entusiasma por el precursor de Jesús (1,5) y acude incluso a Galilea (3,8) para escuchar a Jesús y asitir a sus milagros. Los doctores de la ley acuden allí­ para discutir con Cristo (3,22; 7,1-5). En Galilea Jesús anuncia su trágico y glorioso final en la ciudad santa (8,31; 9,31; 10,32-34), afrontando con extrema decisión, al final de su ministerio, el viaje hacia la meta del Calvario. En Jerusalén va madurando el odio largamente fomentado por sus enemigos; y cuando Jesús llega allá y deja que la gente lo aclame como mesí­as (11,1-11), realizando luego el gesto tan grave de arrojar a los profanadores del templo, los dirigentes del pueblo lo buscan para matarlo (11,25), decididos más que nunca a eliminarlo, al verse acusados de asesinar a los enviados de Dios (12,1-12). Las polémicas de sus agresores se hacen más agresivas y capciosas cuando Cristo los condena como falsos guí­as del pueblo (12,13-40). Jesús anuncia entonces el castigo de Jerusalén, que verá su templo en ruinas (13,1-2). Rechazado por el pueblo y condenado por el sanedrí­n (14,55-65; 15,6-15), Jesús es crucificado fuera de la ciudad; pero a su muerte se rasga la cortina del templo, para indicar el final de la antigua alianza y de la función religiosa de la ciudad que daba alojamiento a la morada de Dios (15,38).

c) Mateo. A este esquema Mt añade algunos otros detalles. Los habitantes de Jerusalén se alarman cuando los magos venidos del Oriente anuncian al rey Herodes el nacimiento del mesí­as (2,3). Las acusaciones implacables de Cristo a los dirigentes espirituales de Israel se recogen en un capí­tulo entero, plagado de amenazas (23,1-39) y que culmina con desgarrador lamento sobre Jerusalén, que muchas veces ha impedido a Jesús recoger a sus habitantes «como la gallina reúne a sus polluelos debajo de las alas» (Mat 24:37).
d) Jerusalén en el tiempo de Cristo y en el tiempo de la Iglesia: el evangelio de Lucas y los Hechos. Lucas presenta un interés particular. El concibió y escribió su evangelio como la primera parte de una obra que comprende además los primeros pasos de la vida de laIglesia (Heb 1:1), fundada por Cristo para realizar la extensión de la salvación fuera de los confines de Israel. A la obra de Lucas debemos las dos terceras partes de las menciones de Jerusalén en el NT (31 en Lc y 59 en He); esto indica que el autor, al hablar del tiempo de Jesús (Luc 1:1-3), piensa también en el tiempo de la Iglesia y se muestra atento no sólo, como los demás sinópticos, a recopilar una historia, sino que escribe también como teólogo. Le distingue la vida de Jesús en dos tiempos: el ministerio en Galilea y los últimos acontecimientos en Jerusalén; pero su relato comienza por Jerusalén, con el anuncio del nacimiento del precursor (Luc 1:5-22), y se concluye en los alrededores de la ciudad santa, con la despedida del resucitado a sus discí­pulos, que «se volvieron a Jerusalén llenos de alegrí­a y estaban continuamente en el templo bendiciendo a Dios» (Luc 24:53).

A lo largo de la historia evangélica, Jesús nacido en Belén es llevado al templo de Jerusalén, donde es acogido con fe y entusiasmo por dos piadosos ancianos, Simeón y Ana, que estaban aguardando al mesí­as; Ana hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Israel (Luc 2:38). A los doce años Jesús acompaña a sus padres en una peregrinación a la ciudad santa y se entretiene en el templo hablando con los maestros de Israel, dando pruebas de su sabidurí­a (2,46s). El tercer evangelio tiene en exclusiva una larga sección caracterí­stica (9,51-19,28), en la que gran parte del contenido que se encuentra en Mt y Mc está dispuesto dentro del marco de un viaje de Jesús de Galilea a Jerusalén, viaje que comienza con una cierta solemnidad: «Al llegar el tiempo de su partida de este mundo, resolvió (lit., en griego: «endureció el rostro») ir a Jerusalén (9,51). La última parte del evangelio (19,29-24,53) está dedicada a Jerusalén, en donde se lleva a cabo la redención, con el último asalto de Satanás a Cristo (22,3-53). Quizá esto explique por qué la última de las tres tentaciones sufridas por Cristo en el desierto, antes de comenzar su ministerio público, se sitúa en Jerusalén (4,9), a diferencia de Mat 4:5, que la pone como segunda. Lucas tiene también como episodio propio el llanto de Jesús sobre Jerusalén y la condenación de la ciudad, insertos en medio de la entrada triunfal del rey Mesí­as y la purificación del templo: «Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella, y dijo: `¡Ojalá en este dí­a conocieras también tú el mensaje de paz! Pero está oculto y no puedes verlo. Porque llegará un dí­a en que tus enemigos te rodearán con trincheras, te cercarán y te estrecharán por todas partes y te echarán al suelo. Matarán a todos tus habitantes, y no dejarán de ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo en el que Dios te ha visitado»‘ (Mat 19:41-44). Es la última y apurada llamada a la ciudad amada por Dios durante siglos. La imagen de la visita, utilizada en los evangelios solamente por Lucas, expresaba en el AT una intervención de gracia (cf Lev 1:68) o de castigo; aquí­ puede tratarse de la venida a Jerusalén de Cristo como rey mesí­as que quiere ofrecer su gracia y se ve obstinadamente rechazado, con lo que llega la condenación irremediable. Esta sentencia se repite de nuevo en el discurso escatológico (Lev 21:20-24) y en el encuentro de Jesús con las piadosas mujeres que lloran por Jesús en el camino del Calvario: Jerusalén es ahora un «leño seco» (Lev 23:31), muerto y preparado para el fuego. La ciudad infiel «será pisoteada por los paganos hasta que llegue a su fin el tiempo de los paganos» (Lev 21:24). Las últimas palabras parecen referirse a la conversión de los paganos, anunciada por Cristo (Lev 24:47).

En Jerusalén comienza, en Lc, el cumplimiento del misterio y de la historia de la salvación; y allí­ comienza también, en He, el tiempo de la I Iglesia, después del retorno de Cristo al Padre. Jesús ordena a los suyos que no se alejen de la ciudad, en donde recibirán el don del Espí­ritu, gracias al cual serán sus testigos en Jerusalén, en Palestina y hasta los últimos confines de la tierra (1,4-8). En Jerusalén se dará testimonio frente a una multitud de judí­os y de prosélitos llegados de todas las partes del mundo para la fiesta de pentecostés (2,9-12). Pedro anunciará a los hombres de Israel el cumplimiento de las promesas divinas hechas a sus padres y se quejará de los dirigentes y de la gente de Jerusalén, que no han comprendido el designio divino; solamente la conversión, el retorno a los pensamientos y a la voluntad de Dios expresados en Cristo puede conducir a la salvación (2,23.38). Todos los que quisieron la condenación de Cristo ignoraron que él era el salvador prometido a sus padres (3,14.17; 4,10-12).

En Jerusalén nace la primera comunidad cristiana, formada por el «resto» de Israel que acogió con fe al mesí­as de Dios; a los demás, Esteban, acusado como Jesús de querer destruir el templo y abolir la ley de Moisés (6,13-14), les resume en un largo discurso la historia de Israel desde Abrahán hasta Salomón, para concluir que los judí­os, al renegar de Jesús, resistieron a Dios como en los tiempos antiguos (7,51-52). Jerusalén matará también al primer mártir cristiano, Esteban, lapidándolo fuera de las murallas (7,58), y desencadenará la primera persecución contra la Iglesia nacida en Jerusalén (8,1).

El gran protagonista de la difusión del mensaje evangélico en el mundo, Saulo-Pablo de Tarso, que se habí­a educado en el más rí­gido judaí­smo en Jerusalén (22,31) y habí­a asistido al martirio de Esteban consintiendo en él (8,1), al convertirse en apóstol de Cristo dará testimonio de él en Jerusalén (23,11), que lo entregará a los paganos (21,11) e intentará quitarle la vida (9,29; 23,12-15). El contraste entre la Jerusalén fiel al plan de salvación y la Jerusalén rebelde dentro de la perspectiva mesiánica concluye esta historia, al mismo tiempo trágica y gloriosa, trazada ya por los profetas.

e) Juan. Si en los evangelios sinópticos la vida pública de Jesús se concentra en Galilea, en el cuarto evangelio se desarrolla casi por completo en Judea, y prácticamente en Jerusalén, en el contexto de las grandes celebraciones litúrgicas del templo. De esta manera, Jerusalén no es sólo el lugar de la pasión y de la muerte de Cristo, sino también aquél en donde él, con firme insistencia y claridad, revela su misterio en relación con la obra de la salvación; es como un nuevo Sinaí­, en el que resplandece la gloria del Hijo de Dios. Jesús defiende el templo como único lugar legí­timo de culto a Dios en la antigua historia de Israel; pero anuncia también que con él ha llegado la hora del fin de los privilegios del antiguo pueblo elegido, ya que los verdaderos adoradores preferidos por su Padre le rendirán un culto nuevo, en espí­ritu yen verdad, por lo cual no tiene ningún sentido la limitación a un área territorial (4,21-24). Para resaltar y desarrollar más este principio teológico fundamental, Jesús toma como punto de partida las solemnidades celebradas en el templo. Desde la primera pascua de su vida pública, cuando él también, como todos los israelitas observantes, se dirigió en peregrinación a la ciudad santa, en respuesta a los que le pedí­an un signo que avalase el gesto graví­simo de la expulsión de los mercaderes del templo, habla del santuario de su cuerpo, que sustituirá al antiguo lugar sagrado: su humanidad será el «lugar» de la presencia y de las manifestaciones de Dios para toda la humanidad (2,19-21). Durante la peregrinación para la fiesta de las chozas, Jerusalén se interesa por él con juicios contradictorios (7,11-13.20.25-27); Jesús, el dí­a más solemne de las celebraciones, refiriéndose al rito en el que se llevaba procesionalmente al templo el agua de la fuente de Siloé para derramarla sobre el altar, «en voz alta» dijo que él era el agua verdadera que apaga la sed de los creyentes (7,37-39). Entre los asistentes se encienden vivas discusiones, e intentan incluso detenerlo. La fiesta de las chozas era también famosa por las antorchas que se encendí­an profusamente en el templo para recordar la nube luminosa que habí­a guiado a Israel por el desierto; Jesús declaró que era él la verdadera luz del mundo (8,12). Jerusalén es así­ una estrella de antiguos resplandores, que se pone al salir un nuevo sol.

4. LA JERUSALEN CELESTIAL DE PABLO. / Pablo es el primer autor del NT que preconiza el nacimiento de una Jerusalén nueva (Gál 4:22-31), recurriendo a una sugestiva alegorí­a, en la que sale a relucir la historia de los patriarcas. Abrahán tuvo dos hijos: Ismael, que le nació de la esclava Agar, e Isaac, que, en virtud de una promesa divina, le dio Sara, no sujeta a la esclavitud. Ismael representa la antigua alianza; Isaac, la nueva y definitiva alianza en Jesucristo. La antigua economí­a religiosa está expresada por la Jerusalén judí­a, que ha permanecido bajo la esclavitud de la ley de Moisés y a la que se muestran todaví­a apegados los cristianos judaizantes, a los que tiene en cuenta el apóstol en su carta. La nueva alianza, por el contrario, está simbolizada por la Jerusalén celestial, libre y heredera de las promesas divinas (cf Gál 6:16), fecundí­sima en hijos, que el evangelio ha liberado de la esclavitud de las observancias judaicas. Ella es realmente la madre de los cristianos, que tienen su ciudad en el cielo (Fip 3,20); es la Iglesia, realidad al mismo tiempo presente y escatológica.

5. LA JERUSALEN DE LA CARTA A LOS HEBREOS. De la fe firme que condujo y sostuvo a Abrahán en su misteriosa aventura, el autor de este singular escrito del NT arguye que el patriarca de Israel no dio un peso excesivo a las cosas terrenas. Efectivamente, en la tierra de Canaán que Dios le habí­a prometido y mostrado, él se comporta como extranjero y peregrino, ya que esperaba una patria más verdadera, «la ciudad de sólidos cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios» (11,10). La tierra prometida se convierte así­ en sí­mbolo de una ciudad «mejor», la ciudad «celestial» (11,16). Los hebreos de la antigua alianza tení­an miedo de acercarse al Sinaí­ sacudido y humeante por la presencia de Dios; el pueblo de la nueva alianza, por el contrario, se acerca ahora «a la montaña de Sión, a la ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, a millares de ángeles, a la asamblea festiva, a la congregación de los primogénitos que están escritos en los cielos» (12,22s), para encontrarse personalmente con Dios y con su Cristo. La Iglesia militante y la Iglesia triunfante se unen como una inmensa y festiva asamblea litúrgica, que evoca a distancia aquellas asambleas hebreas de las grandes solemnidades en el templo.
Vuelve una vez más el tema de la peregrinación. Con una referencia topográfica precisa a la Jerusalén histórica, en donde «fuera de las puertas de la ciudad» Cristo se ofreció en sacrificio, Heb exhorta a los judí­os cristianos a dejar atrás la Jerusalén terrena para vivir una especie de larga peregrinación, con vistas a la ciudad «futura» (13,12-14).

6. LA JERUSALEN NUEVA DEL APOCALIPSIS. A diferencia de Pablo y de Heb, el / Apocalipsis describe una Jerusalén «nueva», que «baja» del cielo. Es el último paso que se da en la sublimación de la ciudad santa en la Sagrada Escritura. Ap se sitúa en la perspectiva total de la Biblia; su lenguaje está plagado de centenares de referencias implí­citas al AT (que suelen indicar las ediciones al margen), del que saca frases e imágenes enteras. El autor tiene la conciencia de ser un profeta, y la inspiración divina le permite comprender las antiguas profecí­as con mayor profundidad y plenitud que la que habí­an alcanzado incluso quienes las pronunciaron antiguamente. Puesto que la suprema y definitiva intervención divina en la historia es el acontecimiento-Cristo, Ap orienta hacia él el pasado, el presente, el futuro y la eternidad. Cristo vendrá a concluir la historia humana bajo el signo de la renovación del universo (21,5), y entonces habrá también una Jerusalén «nueva», que es el último acto del grandioso drama desarrollado por el Ap en un doble registro, terreno y celestial. El nombre de Jerusalén se menciona con las acostumbradas denominaciones bí­blicas de ciudad santa, ciudad de Dios (3,12; 21,2), pero que asumen dimensiones nuevas y más amplias. El mismo término «nuevo» refleja el mensaje escatológico del AT, refiriéndose a una novedad que es el resultado final de la obra redentora de Cristo. En su última fulgurante visión (21,1-27), el vidente del Ap contempla «a la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo del lado de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su esposo», revestida de «lino fino, limpio y brillante», que simboliza las obras buenas de los santos (19,8). Esta Jerusalén es la bienaventurada morada de Dios con su pueblo, en cumplimiento de la promesa que le habí­a hecho de ser el «Dios-con-ellos» (cf Isa 7:14); sus ciudadanos tienen un nombre nuevo, que nadie conoce más que el que lo recibe (Apo 2:17; Apo 3:12): el nombre de hijo de Dios (Apo 21:7). La ciudad nueva es la novia-esposa del cordero, la Iglesia, que Cristo se ha adquirido con su inmolación en la cruz. El vidente contempla desde un monte altí­simo a la Jerusalén que baja del cielo, rodeada de la gloria de Dios, brillante como una perla preciosí­sima, agotando todos los recursos de la imaginación para expresar la trascendencia de una ciudad que ningún hombre en la tierra podrí­a edificar. La ciudad, de oro finí­simo, tiene la forma de un enorme cubo, que mide 2,450 km de longitud, de anchura y de altura; está rodeada de altas murallas de jaspe, en las que se abren doce puertas, que son doce perlas, y llevan los nombres de las doce tribus de Israel, expresión de la plenitud del pueblo de la alianza antigua y nueva (cf 7,4-8), que es la Iglesia. En los fundamentos de las murallas, adornadas con toda clase de piedras preciosas, están escritos los nombres de los doce apóstoles del cordero.

El orgullo de la Jerusalén terrena era el templo construido por el hombre con las piedras de la tierra; la ciudad que baja del cielo tiene como templo a Dios y a su Cordero, ya que el encuentro de la humanidad con su único Señor y salvador no ocurre ya en un sitio reservado, sino que es directo. La ciudad totalmente nueva ni siquiera tiene necesidad de ser iluminada por el sol o la luna, pues su luz es la gloria de Dios y del Cordero. De las puertas de la ciudad, abiertas noche y dí­a, sale una interminable procesión de redimidos de todas las naciones.

El epí­logo de Ap y de toda la Biblia es la ardiente invocación de la Iglesia esposa del Cordero, que implora, junto con el Espí­ritu Santo (22,17-20), la venida del esposo, para que pueda transfigurarse en la ciudad nueva y eterna.

Todos los tiempos de la humanidad están contenidos en el misterio de Cristo, indisolublemente unido a su Iglesia. «La Iglesia es la esposa que participa en la unión de sus bodas de todos los privilegios y riquezas del esposo, en cuanto / pueblo de Dios que ha llegado a la perfección del número de los elegidos, en cuanto ciudad de Dios llevada a su cumplimiento en la consumación de su unidad, al mismo tiempo que la humanidad redimida vuelve al proyecto primitivo de Dios. De este modo el Apocalipsis cristiano termina, no ya con la aparición solamente del Hijo del hombre, sino con la aparición de la Iglesia, es decir, de la humanidad redimida por su sangre y recreada toda ella a su imagen» (L. Bouyer, La Bible et l’Evangile, Cerf, Parí­s 1953, 200).

V. MARíA, HIJA DE SIí“N. 1. UNA INVESTIGACIí“N MODERNA. El Vat. II (LG 55), al hablar de la Virgen Marí­a en la economí­a de la salvación, la llama «excelsa hija de Sión», sin citar ningún texto bí­blico en apoyo de este tí­tulo, pero refiriéndose implí­citamente a la personificación del pueblo de Dios bajo los rasgos de una mujer esposa y madre. La exégesis moderna ha contribuido, con sutiles análisis y con la aplicación de varios textos de la Escritura, a introducir este tema en la mariologí­a. Se trata de paralelismos implí­citos, de ecos y resonancias, que pertenecen a las riquezas de la palabra de Dios.

La madre de Jesús formó parte del pueblo de Israel por su fe y con su práctica religiosa (Luc 2:22.27.41), sin distinguirse externamente de las otras mujeres judí­as. Pero el lugar privilegiado que ocupa en el plan de Dios ha estimulado una reflexión más profunda sobre el modo de presentar a / Marí­a en los evangelios.

2. MARíA EN LA INFANCIA DE JESÚS. El ángel Gabriel que le anuncia la concepción de Jesús, heredero del trono eterno de David, la saluda con una invitación a la alegrí­a: «Alégrate» (traducido ordinariamente por «Ave»: Luc 1:28), que los profetas dirigen a Jerusalén, interpelada como Sión (Sof 3:14-17; Zac 9:9), para anunciarle la liberación mesiánica. Marí­a representa al Israel fiel que acoge al mesí­as (Luc 1:38): exultante por los prodigios que Dios ha realizado en ella, la madre de Jesús recuerda la fidelidad de Dios a las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia, evocando el tema veterotestamentario de los pobres, predilectos del Señor (Luc 1:51.53-55).

3.MARíA EN CANí. En el milagro de Caná se presenta a Marí­a como «la madre» (Jua 2:1.3.5.12), y es designada como «mujer» por Jesús (Jua 2:4): dos apelativos que nos remiten a la tradición profética sobre Jerusalén, representada como una mujer, y a la función maternal de Sión en la historia de la salvación [/ supra, III]. La invitación de Marí­a a los criados para que hagan todo lo que Jesús les diga (Jua 2:5) es quizá una reminiscencia de la fórmula con que Israel, al hacer alianza con Dios, se compromete a obedecerle (Exo 19:8); Marí­a ejerce una función maternal, haciendo comprender al nuevo pueblo de Dios cuál tiene que ser su disponibilidad ante la salvación. Marí­a y Jesús, en las bodas de Caná, son en un sentido profundo los verdaderos protagonistas: san Agustí­n (In Joann.9,2: PL 35,1439) veí­a a Cristo en el esposo homenajeado, y la liturgia de epifaní­a habla de la Iglesia que se une a su esposo cuando el agua cambiada en vino alegra la mesa (antí­fona de laudes y de segundas ví­speras).

4. MARíA AL PIE DE LA CRUZ. El apelativo «mujer» vuelve a aparecer en labios del crucificado, cuando confí­a al discí­pulo predilecto a Marí­a, convertida ahora en la madre de Juan, que como tal la acoge en su vida espiritual (Jua 19:25-27). La Virgen representa a la nueva Jerusalén, que acoge a sus hijos reunidos (Isa 60:4). Cristo ha venido a reunir en la Iglesia, que nace de su costado traspasado (cf Jua 19:34), a los hijos dispersos de Dios (Jua 11:52).

5. A LA LUZ DEL APOCALIPSIS. En este libro, que la tradición atribuye a Juan, la «mujer» revestida de sol que se le aparece en la visión es la madre del mesí­as y de los que creen en él (Apo 12:5-17), como la Sión madre que da a luz al mesí­as y engendra al pueblo mesiánico (Isa 66:7-8); es la Iglesia vista en filigrana a través de Marí­a, madre de Cristo según la carne, y espiritualmente esposa suya en cuanto figura de la Iglesia, que en el agua y en el Espí­ritu hace nacer a los hijos de Dios (Jua 3:5).

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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica