INSTITUCIONES (JESUS Y LAS INSTITUCIONES DE SU TIEMPO)

DJN

SUMARIO: 1. Ley a) Las leyes de pureza. b) La ley del shabbat. – 2. El Templo a)- Descripción del templo. b) El Culto y el sacrificio cotidiano. c) Finalidad del culto sacrificial. d) Actitud ante el Templo de los contemporáneos de Jesús. f) Actitud de Jesús de Nazaret respecto al Templo. – 3 La sinagoga.

En la Palestina del primer tercio del s. 1 existí­an varias instituciones que organizaban la vida y regulaban las relaciones de sus ciudadanos: la Ley, el Templo, la Sinagoga, el Sanedrí­n, la Familia. Sin embargo, mientras la Sinagoga estaba llamada a tener un papel fundamental en la supervivencia y conformación del Judaí­smo, tras la guerra del 70, en el último tercio del s. 1, y del Sanedrí­n poco se sabe con seguridad, la Ley y el Templo, junto a la Familia, fueron sin duda las instituciones más transcendentales en la primera mitad del s. 1.

En los Evangelios aparecen numerosos episodios en los que se narran enfrentamientos entre Jesús y diferentes grupos de su tiempo por su posición respecto a alguna de estas instituciones. Estos episodios no pueden ser mero reflejo de las controversias mantenidas por la comunidad postpascual porque son demasiado abundantes y porque algunos de los grupos con los que Jesús se enfrenta ya habí­an desaparecido para entonces (p. e. Saduceos o Herodianos). Además la muerte de Jesús parece exigir un cierto grado de conflictividad con las autoridades.

Estas confrontaciones de Jesús aparecen en los evangelios de modo estereotipado, mediante la forma literaria denominada «controversia» que versa sobre cuestiones de costumbres, leyes, o interpretación de la Escritura, y que tiene los siguientes elementos:

* Presentación de una situación en la que Jesús o sus discí­pulos actúan.

* Acusación de los dirigentes de haber contravenido alguna norma o ley.

* Pregunta de Jesús en la que se hace manifiesto los temas o puntos en discusión bajo una perspectiva nueva.

* Resumen de Jesús, por medio de una frase o sentencia, de la razón de su opción y posicionamiento. Esta frase suele tener grandes probabilidades de historicidad.

Veamos algunas de estas instituciones con las que Jesús mantuvo una actitud crí­tica.

1. La Ley
La Ley era un sí­mbolo de identidad del pueblo judí­o. Habí­a sido dada por Yahveh como consecuencia de la Alianza, aceptada y establecida entre El y el pueblo de Israel, y ratificaba su elección por parte de Yahveh. Era pues el sí­mbolo de esta elección, así­ como de su peculiaridad y separación de Israel de entre los demás pueblos. Su cumplimiento le permití­a ser santo como Yahveh era santo. La Ley estaba recogida en la Escritura. Compuesta por diferentes códigos procedentes de diferentes épocas y situaciones habí­a pasado a denominarse de forma unitaria la Ley. En lí­nea con la tradición bí­blica que habí­a ido releyendo los códigos a la luz de las nuevas situaciones, y añadiendo otros nuevos según las necesidades, en la época de Jesús existí­an diferentes interpretaciones de la Ley y sus preceptos, según escuelas y maestros.

Entre las leyes más importantes estaban la del descanso sabático, las leyes de pureza, o también la del divorcio.

) Las leyes de pureza
Todo grupo humano necesita establecer orden y sentido en su universo. Según la antropologí­a cultural, las normas de pureza establecen una especie de lí­neas que delimitan, definen, y ordenan la realidad, a la vez que adjudican diferentes valores a cada área, determinan cuál es el sitio y el tiempo adecuado a cada cosa, acto y persona, según un orden determinado por cada grupo social, y 10 que no encaja en el lugar y tiempo en el que está, según el mapa compartido, crea confusión y se le considera impuro. Esas lí­neas sociales se aprenden en la socialización y proporcionan una especie de plano compartido que ayuda a las personas a situar en su lugar a personas, lugares, tiempos, acontecimientos… Esas normas varí­an de una a otra sociedad, de una a otra época histórica. La pureza y sus normas tratan de ese tiempo y espacio sociales, y de los criterios para acomodarse dentro de él, así­ como de las fronteras que separan lo de dentro (del grupo) de lo de fuera. Alterar y cuestionar estas normas que organizan el universo de cada grupo supone alterar y cuestionar el orden social que ellas definen.

En Israel algunos de los criterios más decisivos que serví­an para clasificar las personas eran: pertenecer a Israel (por nacimiento fí­sico o ritual), ser capaz de transmitir el propio status y la «semilla santa», así­ como el grado de cercaní­a al templo establecido por nacimiento. Habí­a ciertos estados fí­sicos (cojera, ceguera, lepra o cualquier enfermedad de la piel, tener los órganos sexuales deformes o aplastados), ciertas situaciones (menstruación, parto, polución, haber tocado un cadáver…), o ciertos oficios (pastor, curtidor, prostitución…) que hací­an a las personas impuras, porque por una u otra causa no podí­an simbolizar la perfección, la totalidad, la vida, creaban confusión en una sociedad que se entendí­a obligada a ser una réplica del Dios perfecto entendido como sin mezcla, totalidad, plenitud, perfección, Vida.

Como, en ciertas ocasiones, era inevitable caer en impureza existí­an medidas y ritos para purificarse (después del parto, después de una polución o la menstruación, después de haber tocado un cadáver…, habí­a que lavarse, o lavar las ropas, la casa, las cosas… y exponerse al sol durante un tiempo variable…). Sobre todo, para asistir al Templo, es decir, para ponerse en presencia de aquel que era la Perfección y la Vida era necesario estar puro, con una pureza especial que se llamaba pureza ritual, y que exigí­a unas medidas y unos ritos especiales de purificación. Los fariseos pretendí­an extender estas normas de pureza ritual a la vida diaria.

La base bí­blica para las leyes de pureza de Israel era Dt 14, 3-21 y Lv 11, 1-47. Su cumplimiento era signo de pertenencia al pueblo de Israel como pueblo santo (separado) para Yahveh.

Las leyes de pureza prestaban también mucha atención a las comidas y a la sexualidad, y ello se entiende bien desde la antropologí­a cultural. Las sociedades muy preocupadas por su identidad y su supervivencia vigilan mucho las entradas y las salidas, las fronteras de su grupo, del cuerpo social, con quien se come y con quien se casan; y semejante cuidado lo tienen también respecto al cuerpo fí­sico y personal que constituye un microcosmos del cuerpo social.

Jesús cuestiona estas leyes y las relativiza (Mc 7, 15ss; Mt 15, 11), denunciando la búsqueda formal de seguridad (Lc 11, 39; Mt 23, 25). Pero, sobre todo, era en las comidas donde se hací­a palpable esta actitud. Al contrario de los Fariseos o el grupo de Qumrán que no comí­an sino con los de su grupo y siguiendo unas estrictas reglas de pureza, Jesús y sus discí­pulos comí­an con aquellos que eran considerados impuros e incluso pecadores. Las comidas de Jesús fueron algo muy especí­fico e importante en su ministerio, constituyeron uno de los gestos simbólicos más fundamentales. En las comidas de Jesús se hací­a presente y efectiva la oferta de salvación. Sus dichos, como «no necesitan de médico los sanos sino los enfermos» (Mc 2, 13-17) está hablando de su actitud. Dios está cerca de aquellos que, por diferentes causas, y según las normas de pureza al uso, eran los que más necesitados y lejos estaban. El Dios que anunciaba iba en busca de los que habí­an sido excluidos del sistema socio-religioso que ordenaban esas mismas leyes de pureza. La actitud hacia la ley del shabbat confirma esta posición.

1. La ley del shabbat
Una de esas leyes que ordenaban, en este caso el tiempo, era la ley del shabbat. En ella se decí­a lo que se podí­a hacer o no hacer durante el shabbat.

El shabbat era un signo de identidad judí­o (Ex 20, 8-11; Dt 5, 12-15). Habí­a sido dado por Yahveh y durante el séptimo dí­a no trabajaba ningún Israelita, varón o mujer, ni lo hací­an los siervos o siervas, ni tan siquiera los ganados. Era una ley que les diferenciaba de los pueblos del entorno y del tiempo. Ese dí­a estaba dedicado a dar gracias a Dios y al descanso. Los problemas empezaban al interpretar la Ley, cuando surgí­a la casuí­stica sobre lo que era trabajo. En época de los Macabeos, después de haber sufrido una gran derrota por no pelear en shabbat, los seguidores de aquellos decidieron luchar incluso en el dí­a de descanso. En tiempos de Jesús existí­an diferentes escuelas y grupos con interpretaciones diversas. Por ejemplo, Qumrán tení­a una interpretación sumamente estricta sobre la aplicación del mandato de no trabajar. Este grupo consideraba que estaba prohibido todo trabajo en cualquier circunstancia, incluso si un o una persona caí­an un pozo.

La actitud de Jesús respecto a las leyes de pureza y, en concreto respecto al shabbat, queda reflejada en las controversias que mantiene con diferentes grupos de su tiempo. Es cierto que algunas de éstas reflejan situaciones y controversias de las comunidades postpascuales, pero, aún así­, a través de ellas se puede descubrir la actitud y posición de Jesús.

Jesús realizaba curaciones en sábado, y en algunos momentos se dice explí­citamente que era sábado (Mc 3, 1-6; Lc 13, 10-17; 14, 1-6). Frente a la posición de algunos fariseos Jesús mantiene que la curación de alguien que ha estado sufriendo tantos años, su liberación, es el verdadero culto a Dios, finalidad para la que estaba reservado el sábado.

De igual forma en Mc 2, 23-28 Jesús discute con los fariseos sobre la acción de sus discí­pulos en sábado: arrancar espigas y comérselas. Esta controversia refleja el interés comunitario y los problemas que ésta debió afrontar con los dirigentes de la Sinagoga, pero la actitud y el dicho que la resume tiene muchas probabilidades de remontarse a Jesús de Nazaret: «El sábado ha sido hecho para el hombre, no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27), y en ella queda clara la actitud de Jesús y su criterio.

Tanto en las perí­copas previas sobre curaciones, como en esta última, se plantea el problema del criterio por el que se puede discernir la verdadera voluntad de Dios sobre el sábado. Para Jesús se trata, más que de una norma abstracta, de buscar el bien de la persona necesitada y sufriente. En la lí­nea de los profetas, eso es el auténtico culto a Dios. Su actitud y su frase (Mc 2, 27) constituyen una crí­tica permanente de toda institución y de toda mediación que se convierte-en fin en sí­ misma olvidando aquello para lo que fue creada; en este caso favorecer la relación con Dios, el encuentro y la vivencia de su cercaní­a liberadora y salvadora.

2. El Templo
El -Templo de Jerusalén era el lugar donde se hací­a real la presencia de Yahveh entre su pueblo, pues su gloria habitaba en el Santo de los Santos. El Templo era así­ el sí­mbolo de la elección del pueblo y de su identidad nacional. Después de la destrucción de los santuarios locales y la unificación del culto en Jerusalén, el templo se habí­a convertido en el centro cultual, cultural, polí­tico y económico por excelencia. Ni los templos de la Diáspora egipcia (Elefantina, Leontópolis), ni el del Garizí­n le hací­an sombra.

El Templo, reconstruido muy humildemente después del exilio, habí­a sido engrandecido por Herodes el Grande quien lo alargó hacia el sur y hacia el oeste, rellenando para ello parte de los valles que lo limitaban. Habí­a comenzado las obras hacia el 20 a. C. y sólo se terminó por completo hacia los primeros años de la década de los sesenta, poco antes de ser quemado por los romanos.

) Descripción del templo
El edificio estaba situado en el monte del templo, en la colina oriental de Jerusalén. Allí­ habí­a una enorme explanada rodeada por columnas que sostení­an unos pórticos; y en medio de esa explanada se encontraba el Templo propiamente dicho. Este, a su vez, se hallaba sobre una plataforma elevada y rodeada por una valla donde estaban colocadas inscripciones, en griego y en latí­n, advirtiendo que estaba prohibida la entrada a los gentiles bajo pena de muerte. Constaba de dos patios o atrios sucesivos, a cielo abierto, que daban paso al santuario cerrado.

El atrio más exterior era el llamado «de las mujeres», porque allí­ permanecí­an éstas en las grandes celebraciones, y sólo hasta allí­ les era permitido el acceso, excepto en ocasiones especiales como ciertos sacrificios personales. En este atrio habí­a varias cámaras dedicadas a guardar madera, aceite, o los lugares donde esperaban los leprosos o los nazareos que tení­an que cumplir los ritos prescritos. En este atrio, el Dí­a del Perdón, el Sumo Sacerdote leí­a la Toráh al pueblo; y en la Fiesta de los Tabernáculos, tení­a lugar allí­ una gran fiesta, en la que los hombres bailaban, y para la cual se iluminaba con antorchas todo el patio.

Desde este patio se accedí­a, por unas escalinatas y la puerta de Nicanor, al atrio siguiente, «el atrio interior», más elevado, más grande, y dividido en dos: el de los «Israelitas», donde se quedaban los varones laicos judí­os, y el atrio de los sacerdotes, en medio del cual se situaba el altar donde se realizaban los sacrificios. Al oeste de este atrio se encontraba el santuario propiamente dicho. Elevado en una plataforma a la que se accedí­a por unas escaleras desde las que los sacerdotes bendecí­an al pueblo, era un edificio cerrado con un pequeño atrio, una cámara llamada «el Santo», donde estaba el altar de oro para el incienso que ofrecí­a cada mañana y cada noche un sacerdote; un altar para los panes de la presencia que se cambiaban cada semana; y el candelabro de siete brazos. Separado por una cortina, se encontraba el Santo de los Santos, donde habí­a estado el Arca de la Alianza, pero que ahora estaba vací­o. Allí­ sólo podí­a entrar el Sumo Sacerdote, una vez al año, el Dí­a del Perdón, para ofrecer incienso. Alrededor del Santuario habí­a 13 habitaciones que se utilizaban para diferentes usos (tesoro, vestiduras…).

El Templo albergaba también una especie de Banco Nacional, pues allí­ se depositaba el dinero de los impuestos que cada Israelita debí­a pagar al templo, así­ como dinero privado que personas muy ricas dejaban en depósito para que estuviera más seguro. Además, el Templo recogí­a los diezmos y las primicias de las cosechas con lo que se proveí­a al culto y al sustento del personal del Templo.

En época romana, en la fortaleza Antonia, que estaba situada en la esquina noroccidental, habí­a una guarnición romana que tení­a acceso directo a la explanada del templo y que podí­a intervenir en caso de altercado durante las grandes fiestas.

Tení­a 13 puertas por donde acceder al recinto, pero quizá la entrada más popular fuera la del sur que constaba de una gran escalinata con varias puertas (doble, triple), y que era por donde solí­an acceder la mayorí­a de los visitantes. Allí­ estaban situados también unos baños para las purificaciones. En el lado oeste existí­an otras entradas que por medio de puentes salvaban el valle del Tyropeon que se encontraba entre el templo y la colina occidental o ciudad alta donde habitaba la nobleza y la élite.

En los pórticos de la gran explanada estaban los bancos donde sacerdotes y maestros de la ley enseñaban o discutí­an sobre su interpretación.

b) Culto y el sacrificio cotidiano
Lo fundamental del culto del Templo eran los sacrificios de animales que se hací­an dos veces al dí­a, a la mañana y al atardecer, además de los sacrificios individuales que pudieran ofrecerse. Los sacrificios los ofrecí­an los sacerdotes divididos en 24 grupos que volví­an a sus casas y a sus oficios una vez terminado su turno. El culto del templo requerí­a una multitud de servicios que estaban perfectamente organizados y distribuidos entre el personal del Templo, en los que entraban los sacerdotes, pero también los levitas, incluso algunas delegaciones de laicos cuya labor era rezar mientras los sacerdotes sacrificaban. Tanto las actividades diarias como la organización están descritas detalladamente en el tratado de la Mishná.

Habí­a un encargado de despertar a los demás antes de la salida del sol, y otro de sortear y distribuir las múltiples tareas que suponí­a el culto: limpiar el altar, matar el cordero, recoger la sangre, partirlo en doce trozos… Una vez hechos los preparativos, los levitas abrí­an las puertas, y se encendí­an cinco brazos del candelabro; los sacerdotes y levitas se reuní­an a rezar el Shemá y las bendiciones, después se encendí­an los dos brazos restantes, se ofrecí­a el incienso (se hací­a por suertes) y se bendecí­a al pueblo; después se ofrecí­a el cordero, doce sacerdotes, por suertes, llevaban los trozos al sacerdote que le habí­a tocado oficiar, quien los arrojaba al fuego. Sólo cuando habí­a finalizado el sacrificio oficial se realizaban los sacrificios personales. En ciertos dí­as de fiesta el sacrificio era seguido por la lectura de la Ley. Y los sábados se ofrecí­a un tercer cordero por todo el pueblo.

Todo Israelita varón mayor de doce años tení­a la obligación de acudir al templo al menos una vez al año, preferentemente por la fiesta de Pascua (Ex 23, 17; Dt 16, 16), aunque también se recomendaba acudir en Pentecostés y en Sukkot (las Tiendas). Los judí­os que habitaban en la Diáspora raramente acudí­an, y los que se encontraban en Palestina, normalmente acudí­an en Pascua. Entonces se hací­a el sacrificio de un cordero por familia que habí­a de consumirse esa misma noche, fuera del templo pero dentro de Jerusalén.

La participación en el culto, así­ como el acceso al santuario estaban regulados por las leyes de pureza ritual. Tanto los sacerdotes como los fieles, incluso los animales, debí­an cumplir unos requisitos de pureza y de ritos de purificación que los hiciera aptos para entrar en el recinto y acercarse, en grados diferentes, allí­ donde habitaba la gloria de Yahveh, el Santo de los Santos, el lugar sagrado -separado-por excelencia, el centro del universo.

Para evitar que los animales se dañaran por el camino y quedaran ritualmente impuros solí­an comprarse allí­ mismo. Por eso, en el atrio exterior del templo, y en la explanada sur, donde estaban las principales escalinatas de acceso por donde entraba el pueblo, solí­an ponerse los puestos y las mesas de los vendedores, y también las de los cambistas, pues las transacciones que se hací­an en el Templo requerí­an una moneda especial que habí­a que cambiar en el lugar.

En cuanto al grado de pureza requerido a las personas se podí­a alcanzar mediante ritos de purificación, en el caso de haber quedado impuro por algo como haber tocado un cadáver, una polución, menstruación, dar a luz… En ese caso, abluciones y tiempo de exposición al sol solí­an ser los requisitos. Pero, cada persona, por nacimiento (varón, mujer, no sacerdote, gentil…), estado fí­sico (cojos, ciegos, leprosos…), o por oficio (pastores, curtidores…) poseí­a un grado de pureza que le hací­a acreedor a un puesto u otro respecto al santo de los santos, y por lo tanto, respecto a la presencia de Yahveh: gentiles, lisiados, mujeres, varones laicos, sacerdotes y levitas, y sumo sacerdote eran los grados de cercaní­a al Santo por excelencia.

) Finalidad del culto sacrificial
Habí­a dos tipos de sacrificios, el de expiación para perdón de los pecados; y el de comunión. En el primero la ví­ctima era quemada totalmente, mientras en el segundo, parte de ella era quemada y parte comida por los oferentes, simbolizando, en esa asociación en la comida, la comunión con Yahveh.

El culto sacrificial tení­a una lógica implí­cita y compartida culturalmente. El objeto ofrecido, el animal puro y sin tacha, representaba al oferente que también debí­a estarlo. La impureza era todo aquello que significaba mezcla, quiebra de la totalidad o la perfección, cercaní­a con la muerte. Y la razón era que se pensaba a Dios como lo perfecto, la vida, la totalidad por antonomasia. El sacerdote tomaba la ofrenda y la llevaba a un lugar intermedio (el altar) entre el espacio del oferente y el de Dios. Allí­ era sacrificada, es decir, era separada para Dios y entraba en su espacio. El sacerdote, así­ pues, actuaba como un puente entre Dios y el oferente. Por medio de él y de su actividad en esa zona marginal (el altar), la ofrenda pasaba al mundo de Dios y los beneficios de Dios (perdón, comunión…) pasaban al oferente. El sacrificio significaba una interacción entre Dios y el pueblo de Dios.

) Actitud ante el Templo de los contemporáneos de Jesús
A pesar de que el Templo era uno de los pilares de la religión judí­a, habí­a diferentes posiciones respecto a él. Así­ los saduceos y los sacerdotes estaban muy cercanos a él, pues de hecho, su forma de vida dependí­a en gran parte de él. Los fariseos respetaban el Templo y su culto, y deseaban traspasar su grado de pureza a la vida diaria. Los esenios de Qumrán respetaban el Templo pero no reconocí­an el sacerdocio que lo dirigí­a; consideraban que su comunidad hací­a de verdadero Templo. Juan Bautista y sus discí­pulos eran más bien ajenos y contrarios a la institución del Templo. La mayorí­a de los judí­os tení­a en estima el Templo, incluso el sacerdocio, a pesar de que los últimos sumos sacerdotes no pertenecí­an a la tradicional lí­nea legí­tima sadoquita y habí­an sido nombrados por Herodes, según sus conveniencias.

) Actitud de Jesús Nazaret respecto al Templo
Hay un texto clave para poder decir algo sobre la actitud de Jesús ante el Templo. Se trata de Mc 11, 15-20 y paralelos, donde se narra la acción, sin duda simbólica, en la que Jesús echa por tierra las mesas de los cambistas y los puestos de palomas.

Mucho se ha discutido sobre la significación de este episodio. Desde una intervención armada hasta la interpretación más clásica de la purificación del culto sacrificial por otro más espiritual, o bien la purificación del comercio y los supuestos abusos económicos de los sacerdotes.

Respecto a estas interpretaciones es necesario decir que, por una parte, hubiera sido imposible una intervención armada sin la intervención de la guarnición romana situada en la fortaleza Antonia; y por otra, el culto exigí­a sacrificios, y no se tiene constancia de quejas sobre abusos económicos de los sacerdotes. Por eso, y en consonancia con su vida, hoy se piensa que la acción de Jesús fue simbólica, pues además en la etapa final de su ministerio aparece una intensificación de este tipo de acciones (ej. el lavatorio de los pies, la última cena). Para poder acercarnos al significado del gesto, es preciso analizar los textos que narran el suceso.

En Mc 11, 15-20; Mt 21, 2-13; Lc 19, 45-48 encontramos la acción de Jesús interpretada por la comunidad postpascual mediante citas de Is 56, 7 y Jer 7, 11, en la lí­nea de una crí­tica al uso de la religión y su utilización para la injusticia y la exclusión. Sin embargo, en Jn 2, 14-16 encontramos el episodio de forma algo diferente, pues, además de presentarlo al comienzo de su ministerio y de las citas veterotestamentarias, esta vez Zc 14, 21 y Sal 69, 10, se nos transmiten unas palabras proféticas de Jesús que dan razón de su acción («Destruid este y en tres dí­as lo reconstruiré», 2, 19). Aunque dichas palabras y los versí­culos posteriores dejan ver la interpretación post-pascual de la comunidad y la actividad redaccional del evangelista, tienen muchas probabilidades de remontarse hasta el Jesús histórico. El criterio de múltiple atestación, entre otros, da pie a tal afirmación, pues de hecho las palabras sobre la destrucción (y quizá la reconstrucción, aunque esto es más inseguro) del Templo se encuentran en todos los evangelistas, aunque en diferentes lugares, e incluso varias veces en cada uno de ellos. Aparecen con ocasión del discurso escatológico (Mc 13, 1-3; Mt 24, 1-2; Lc 21, 5-6); constituye una de las acusaciones más importantes en el juicio de Jesús (Mc 14, 58; Mt 26, 61), y una de las burlas que le hacen cuando está en la cruz (Mc 15, 29; Mt 27, 40). En Lucas no se encuentra en el juicio y la cruz, pero lo hace en Hch 6, 14 durante el asesinato de Esteban, y también allí­ aparece como alusión a una acusación hecha a Jesús.

El análisis histórico-crí­tico de los textos anteriores permite afirmar que además del gesto simbólico Jesús debió decir unas palabras alusivas al mismo en las que anunciaba la destrucción del Templo y su sistema cultual. Es más difí­cil decir, y los autores no se ponen de acuerdo y no están seguros, de la historicidad de las palabras de reconstrucción, y si las dijo tampoco es seguro su papel en ella. Pero, parece posible afirmar que los contemporáneos de Jesús tuvieron que entender que Jesús querí­a decir que estaba llegando el tiempo final y que él mismo tení­a algún papel en ello.

Para dar con el alcance de su acción y lo que pudieron entender sus contemporáneos es importante darse cuenta de que su acción iba contra lo que era esencial para el sistema cultual, para los sacrificios. Y las palabras de destrucción parecen confirmarlo. Por eso se puede decir que Jesús está anunciando el final cercano de ese sistema cultual, porque está llegando el reino de Dios que se hace ya presente en su palabra y en su acción. El final del sistema cultual del Templo con todo lo que implicaba porque ha dejado de ser adecuado para la nueva situación que el reino de Dios inicia. Ya no serví­a ese sistema de grados de santidad y de acercamiento a Yahveh, el Santo por antonomasia, en virtud de la raza, el sexo o la clase, muchas de ellas adquiridas por caracterí­sticas fí­sicas, o nacimiento. El Dios que anunció e hizo presente Jesús de Nazaret, no era el Dios que se quedaba encerrado en el Templo, separado y defendido de cualquiera que no se acomodaba a las normas de pureza que ordenaban la sociedad. Por el contrario, el Dios de Jesús de Nazaret se habí­a mostrado como el Dios que salí­a a buscar, precisamente a los que estaban perdidos para aquella sociedad y su orden. Era el Dios que, sin miedo a contaminarse, salí­a al encuentro de mujeres, niños, pecadores, enfermos, posesos, marginados, pequeños… El Dios de Jesús no exigí­a unos ritos de purificación, ni una perfección fí­sica o moral, para que pudieran acercarse a él, sino que era quien daba el primer paso ofreciendo la salvación y la cercaní­a, y con ello se acercaba a los más alejados según el esquema de sacralidades graduales plasmadas en la misma estructura del Templo. Ya no hací­a falta ni el espacio intermedio para entrar en relación con Dios, ni tampoco alguien que hiciera de mediador. Todos tení­an acceso directo al Dios de Jesús que se revelaba como Abba quien, al contrario de lo que hubiera sido normal en un patriarca oriental que velara por su honor, espera y sale al camino del hijo que le habí­a deshonrado ante los ojos de los vecinos (Lc 15, 11-32), y sin dejarle disculparse le acoge y hace fiesta por su vuelta y su recuperación.

El Dios de Jesús no era el Dios que necesitaba sacrificios para conseguir perdón o comunión, ni reglas de pureza que le pusieran a salvo del deshonor, es el Dios que deja el lugar sagrado, separado exclusivo, se va donde está la vida más mezclada. La novedad era que lo importante era que Dios se acercaba a Israel, y sobre todo a los más alejados y excluidos según los criterios establecidos por las normas de pureza vigentes, y no el cómo se acercaba Israel a Dios. El espacio de Dios donde él se revela y entra en relación con las personas ya no es sólo el Templo, donde le habí­an encerrado, sino en otros lugares y relaciones (Juan dirá, después, que el cuerpo de Jesús, su persona, es el verdadero lugar donde se hace presente Dios, y por lo tanto el verdadero templo, Jn 2, 21). Jesús recoge así­ la corriente profética (Mt 9, 13; Mc 12, 33; Os 6, 6; Miq 6, 6-8), en la que la compasión, la misericordia, la justicia estaban por delante de los sacrificios.

3. La sinagoga
Poco se sabe del origen de esta institución que estaba llamada a configurar el Judaí­smo después de la destrucción del Templo en el 70 d. C. Se piensa que fue en el Destierro cuando los deportados se reuní­an para dar culto a Dios leyendo y meditando la Ley.

La primera inscripción en la que se menciona la ->sinagoga data del s. III a. C. y se encontró en Fayyum (Egipto). Los restos arqueológicos más antiguos identificados como sinagogas, en Palestina, datan del s. 1 (Merón, Masada, Herodium). Algunas otras están en discusión, como sucede con la estructura que parece adivinarse bajo la sinagoga del s. IV de Cafarnaún. Quizá esto se deba a que las sinagogas, como las iglesias, en un principio, eran casas particulares que, con el tiempo, fueron reservándose para el culto, hasta llegar finalmente al edificio construido especí­ficamente para ello, y ya con diferentes estilos (proceso muy similar al que experimentaron las Iglesias cristianas). Y quizá esto explique por qué se han encontrado pocas estructuras identificadas especí­ficamente como sinagogas hasta el s. II en que empiezan a proliferar (en realidad, después del año 70 d. C. cunado el Templo es destruido), a pesar de leer en los Evangelios que existí­an sinagogas en muchos de los pueblos de Galilea.

Aparecen dos términos para referirse a la Sinagoga. Uno de ellos es y el otro é. El primero significa lugar (casa) de oración y el segundo lugar (o casa) de reunión. Se discute si el primero es más antiguo que el segundo, pero Hengel opina que la diferencia está en que el primero se usaba más en la Diáspora, mientras el segundo es más propio de Palestina. sea como sea, lo cierto es que en el s. 1 el término sinagoga era el habitual.

Los usos de la sinagoga eran múltiples. Serví­an, además de para el culto para la reunión de la comunidad, para acoger a los que estaban de camino, para organizar la caridad de los necesitados… Aunque una documentación amplia y segura sobre la vida litúrgica de las sinagogas sólo aparece a partir del s. II d. C., por los Evangelios sabemos que en el s. 1, se acudí­a a la sinagoga los sábados, que se leí­a la Ley, y que el que llevaba el culto (hazzan) podí­a ofrecer el rollo de las escrituras a un visitante (normalmente significativo) para que las leyera y comentara.

Se sabe que se leí­a las escrituras en hebreo y que un traductor iba traduciéndolo al arameo que era la lengua que hablaban entonces. Fruto de esta traducción que introducí­a explicaciones actualizadas nacieron los . Parece que se leí­a un pasaje de la áh (el Pentateuco) y se interpretaba mediante la lectura de los profetas. En todas las sinagogas, por pobres que fueran, existí­a un rollo del profeta Isaí­as. También se recitaban varias oraciones como las Bendiciones y la lectura del á.

A partir del s. II se añade a la sinagoga el middrash, o casa de estudio e interpretación de la Ley, además del bet . (Casa del libro o escuela elemental) Muy probablemente también en el s. 1 se enseñaba a leer a los niños en las sinagogas.

Los Evangelios presentan a Jesús asistiendo los sábados a la sinagoga, incluso haciendo la lectura. Aunque en ella se sitúan muchas de las controversias con los fariseos sobre diferentes materias, muy a menudo sobre la interpretación de la ley y de las normas de pureza (algunas de ellas reflejo de la situación postpascual de la comunidad judeo-cristiana), no aparecen palabras o acciones contra la misma institución, como sucede con el Templo. -> ; escrituras; contexto.

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Bernabé Ubieta

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret