INICIACION CRISTIANA

SUMARIO: 1. Introducción: a) Realidad antigua y nueva; b) Puntualización terminológica. – 2. Naturaleza de la iniciación cristiana: a) La «iniciación» en las religiones, sobre todo, en las mistéricas; b) La iniciación cristiana; c) La iniciación cristiana en el Vaticano II; d) La iniciación después del Vaticano II; e) Dos modelos de iniciación; f) El itinerario paradigmático o tí­pico de la iniciación cristiana de adultos: El precatecumenado El catecumenado. La elección. Los escrutinios. Celebración de los Sacramentos de la Iniciación. La mistagogia. – 3. Agentes de la iniciación cristiana. – 4. Destinatarios. – 5. Mediaciones pastorales: a) No-sacramentales; b) Celebraciones sacramentales. – 6. Luces y sombras

1. Introducción
a) Realidad antigua y nueva. La idea de «iniciación cristiana» es, a la vez, antigua y nueva. Antigua, porque existió en los comienzos de la historia de la Iglesia; nueva, porque durante muchos siglos -desde el VI hasta el concilio Vaticano II-estuvo ausente de la práctica eclesial latina y casi por completo de la reflexión teológica occidental y oriental. Su nueva re-entrada en escena tuvo lugar desde dos perspectivas diferentes: como «memoria histórica» y como «instancia pastoral», que responden a dos ideas precisas. La primera contemplaba el conjunto de ritos con los que se entraba en la sociedad de los adultos y se referí­a sobre todo a las religiones naturales y, por derivación, a los ritos y a los sacramentos que introducen en la vida cristiana. La segunda es, sobre todo, una consecuencia de la anterior: el bautismo no termina con la celebración de este sacramento, sino que se completa, perfecciona y extiende también a los sacramentos de la confirmación y de la eucaristí­a.

El modo de entender el concepto «iniciación cristiana» no ha sido uní­voco. Un primer modo es el que refleja el RICA (Ritual de la Iniciación cristiana de adultos), según el cual «la iniciación cristiana no es sino la participación sacramental en la muerte y resurrección de Jesús» (n.8). Un segundo modo consiste en considerarla como «un proceso» que se desarrolla en el tiempo y se articula en torno a cuatro grandes ejes: el primado de la evangelización, la unidad orgánica y progresiva de los sacramentos de la iniciación cristiana, la referencia a la comunidad y a sus ministerios, y la figura del cristiano adulto. Un tercer modo es verla como un camino permanente, sin perspectiva de conclusión, en la que no se contempla acoger y vivir los misterios en sentido sacramental, y que comporta una formación que acompaña al cristiano durante toda su vida. Mientras los dos primeros modos son plenamente asumibles, el tercero llevarí­a «paradójicamente a la más clamorosa traición de la idea cristiana de iniciación, a saber, el de una libertad humana capaz de una elección definitiva del evangelio» (A. CAPRIOLI, lniziazione cristiana: linee, «La Scuola Cattolica» 114 (1986) 556-560).

b) Puntualización terminológica. Al tratar de la iniciación cristiana, conviene tener en cuenta algunas precisiones terminológicas. La primera se refiere a la misma expresión fundamental «iniciación cristiana». Es imporante advertir que no se le puede atribuir un sentido único, dados los diversos aspectos teológicos, litúrgicos, históricos y pastorales del tema, y que, por ello, se impone tener en cuenta cuál es el punto de vista desde el que se habla. Por otra parte, una cosa es la iniciación cristiana y otra son sus contenidos: el catecumenado con todos los pasos litúrgicos y las entregas del Credo, Padre Nuestro, etc., los sacramentos de la iniciación cristiana, la mistagogia y la pastoral.

Finalmente, aunque en la praxis y modos de hablar pastorales se identifiquen, a veces, catecumenado y catequesis catecumenal, son dos conceptos distintos, puesto que, en sentido estricto, catecúmeno es el que se prepara a recibir el bautismo y aún no lo ha recibido, no el que trata de hacer más consciente lo que dicho sacramento ya ha operado en él. De hecho, parece que llamar «catecúmeno» o «catecumenado» a los niños de la catequesis que se preparan para la Confirmación o la primera Comunión y a los novios que se preparan al Matrimonio, etc. crea una cierta confusión» y que serí­a más conveniente «emplear los términos «catecúmeno» y «catecumenado» en sentido propio» (CONGREGACIí“N PARA EL CULTO DIVINO, Riflessioni sul capitolo V del `Ordo Initiationis christianae adultorum’. Commento, «Notitiae» 7 (1973) 280).

2. Naturaleza de la iniciación cristiana
a) La «iniciación» en las religiones, sobre todo, en las mistéricas. El término «iniciación» -de «in-eo», introducirse, entrar dentro- no es bí­blico sino de origen pagano y alude al fenómeno humano general de adaptarse al ambiente fí­sico, social, cultural, religioso, etc. Desde el punto de vista histórico, tiene una referencia fundamental en la «religión de los misterios» de Eleusis, donde iniciarse era vivir una experiencia que permití­a «entrar en los misterios», participar de su salvación. En sentido general, «iniciación» es el conjunto de ritos y enseñanzas orales que tienen por finalidad realizar una modificación radical en el estatuto social y religioso de la persona que es iniciada. En sentido estricto, ya es clásica la noción, un tanto descriptiva, de M. Eliade: «Por iniciación se entiende generalmente el conjunto de ritos y enseñanzas orales que tienen por finalidad la modificación radical de la concepción religiosa y social del sujeto iniciado.

Filosóficamente hablando, la iniciación equivale a una mutación ontológica del régimen existencial. Al final de las pruebas, goza el neófito de una vida totalmente diferente de la anterior a la iniciación: ‘se ha convertido en otro’. Por tanto, la iniciación modifica el status del iniciado de modo radical. Equivale a un cambio ontológico del modelo de vida del iniciado. El neófito es introducido a la vez en la comunidad humana y en el mundo de los valores espirituales» (M. ELADE, Iniciaciones mí­sticas, Madrid 1975, 10. No es muy diferente la concepción de Meslin: La iniciación es un fenómeno complejo y ambivalente y «consiste en llevar al individuo, mediante ciertas instrucciones especiales, al conocimiento de ciertos datos hasta entonces ocultos, e introducirlo en un grupo determinado, en una sociedad concreta, donde se le llama a vivir una existencia nueva. El contenido de esta instrucción se podrí­a definir como un conjunto constituido por ritos altamente simbólicos y enseñanzas ético-prácticas más o menos desarrolladas, con miras a la adquisición de un cierto poder y una cierta sabidurí­a, basados en el conocimiento esotérico, y que irán a desembocar en la modificación de la posición social o religiosa del individuo», M. MESUN, Hermenéutica de los rituales de iniciación, en J. RiEs (ed), Los ritos de iniciación, Bilbao 1994, 63).

b) La iniciación cristiana. La Iglesia, al anunciar el evangelio en el medio helénico, asumió, purificándolas, algunas expresiones rituales procedentes de la gentilidad; pero era consciente de la diferencia radical entre las propuestas iniciáticas de las religiones mistéricas y las suyas. La iniciación que ella proponí­a tiene su origen en la iniciativa divina y supone la decisión libre de la persona que se convierte a Jesucristo, por la gracia del Espí­ritu, y pide ser introducida en la Iglesia.

Según esto, la iniciación cristiana es la inserción de una persona en el misterio de Cristo, muerto y resucitado, y en la Iglesia por medio de la fe y de los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristí­a. O, si se prefiere, un don de Dios que recibe el hombre por medio de la Iglesia, a quien corresponde actualizar en el tiempo la obra de la Redención y hacer partí­cipes a los hombres de la naturaleza divina por los sacramentos. La persona iniciada cristianamente es una nueva criatura, cuyos comportamientos y relaciones con Dios, con los demás, consigo mismo y con el mundo han de permitir identificarla como discí­pula de Jesucristo.

Los dos grandes actores de la iniciación son Dios y el hombre. Con todo, el verdadero protagonista es Dios, a quien corresponde tomar la iniciativa y realizar en cada hombre concreto su misterio salvador. Dios, no obstante, no actúa inmediatamente, sino por la mediación de la Iglesia, a la que ha entregado la misión de anunciar el Evangelio, bautizar y educar y alimentar la fe de quienes han aceptado a Jesucristo.

La iniciación cristiana no puede reducirse, por tanto, a un mero proceso de enseñanza y de formación doctrinal. Es la persona entera la que viene implicada y es ella la que debe asumir existencialmente que es hija de Dios en Jesucristo y, en consecuencia, que mientras realiza el aprendizaje de la vida cristiana y entra gozosamente en la comunión de la Iglesia, ha de abandonar sus criterios y comportamientos de la vida anterior. La iniciación, por eso, no acontece de golpe, sino que es un proceso, un itinerario, más o menos largo y laborioso, en el que el hombre viejo va muriendo poco a poco, mientras va naciendo el hombre nuevo. Independientemente del número y el modo de recorrer las etapas de ese itinerario, la iniciación cristiana siempre culmina con la recepción de los sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristí­a, pues el Bautismo es el comienzo de la vida nueva, la Confirmación, su afianzamiento, y la Eucaristí­a el alimento que robustece al discí­pulo con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, para ser trasformado en él (cf. ClgC 1275).

La primera gran opción pastoral ha de ser, por tanto, la de incorporar a cualquier proyecto de iniciación cristiana dos ideas fundamentales: que se trata de un proceso vital, y que este proceso pretende madurar en la fe cristiana.

La iniciación cristiana ha conocido los mismos grandes momentos que la Iglesia: el de la primera evangelización, el de la época de cristiandad y el de la nueva evangelización.

– El primer momento (siglos I-VI) estuvo caracterizado por un proceso kerigmático-catequético-litúrgico en el que a los no creyentes se les anunciaba la persona y obra de Jesús, y tras una inicial aceptación, entraban en el catecumenado, durante el cual recibí­an una seria formación catequética, se iniciaban en la vida cristiana, tomaban parte en algunas acciones litúrgicas que la Iglesia realizaba para apoyar con la gracia y el poder de Dios la acción humana del catecúmeno, recibí­an los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristí­a en la noche pascual y después de un tiempo de mistagogí­a, se insertaban plenamente en la vida de la comunidad cristiana. Antes de la paz, el catecumenado duraba tres años, como norma general, y su principal finalidad era la instrucción catequética del catecúmeno y su cambio paulatino de vida, de forma que poco a poco se despojase de los criterios y modos de actuar paganos y aceptase los modos de pensar y actuar cristianos.

Después de la paz, los tres años del catecumenado se redujeron al tiempo de Cuaresma; no obstante, permanecieron invariados su anterior finalidad y orientación, y se introdujeron algunos ritos catecumenales, como los de las «entregas» y «devoluciones» del Sí­mbolo y del Padre Nuestro En ambos periodos la atención pastoral de la Iglesia estuvo centrada especialmente en los adultos. Los niños no formaban parte del grupo de los catecúmenos y sólo se incorporaban a él en el momento de celebrarse los tres sacramentos de la iniciación cristiana durante la noche de Pascua. Estos sacramentos se celebraban según este orden: primero, el Bautismo; inmediatamente después, la Confirmación; finalmente, la Eucaristí­a, durante la cual tanto los adultos como los niños recibí­an la comunión bajo las dos especies. Los ritos de los sacramentos eran iguales tanto en el caso de los niños como en el de los adultos.

– Esta situación experimentó un cambio muy profundo a finales del siglo V y principios del siglo VI como consecuencia de la cristianización masiva de la población que viví­a en las ciudades y la fuerte expansión del cristianismo en los campos, con la consiguiente dispersión del presbiterio. El primer fenómeno supuso la desaparición casi total de catecúmenos adultos y el protagonismo progresivo -y pronto total- de los niños. Eso explica que desapareciese el catecumenado propiamente tal y que tan sólo existiese una especie de catecumenado «ritual», primero con tres y después con siete escrutinios. El segundo planteó en Occidente -donde la Confirmación se reservaba al obispo- el problema de mantener o variar la unidad de los tres sacramentos de la iniciación, optándose por esta solución: si el obispo estaba presente, los tres se celebraban en una misma ocasión y según el orden tradicional; si estaba ausente, el presbí­tero bautizaba y daba la primera eucaristí­a a los niños; la Confirmación se remití­a al momento en el que el obispo realizase la visita pastoral a la comunidad. Al generalizarse el bautismo de los neonatos (s. X) y establecerse que la primera comunión se recibiese a la edad de la discreción (a. 1215, IV concilio de Letrán) los tres sacramentos quedaron desvinculados desde el punto de vista celebrativo, y se dio paso a esta situación: el presbí­tero bautizaba a los niños a los pocos dí­as de su nacimiento y les daba la primera comunión al llegar a la edad de la discreción; el obispo, por su parte, conferí­a la Confirmación, antes o después de la primera comunión, según el tiempo de su visita pastoral. Desde ahora la iniciación cristiana se reduce a los tres primeros sacramentos, que se celebran separadamente en distintos momentos. La situación de cristiandad, por tanto, provocó un cambio muy profundo en la pastoral de la iniciación cristiana e instauró un estado de cosas nuevo, en el que los adultos cedieron el protagonismo a los niños. El modo de celebrar la iniciación cristiana ha permanecido substancialmente invariada en Occidente hasta nuestros dí­as.

– Precisamente, ha sido la nueva situación eclesial la que ha hecho que se reabriera, primero, y se replanteara después el modo de celebrar la iniciación cristiana. El paso de una sociedad de cristiandad a otra polí­ticamente estructurada de forma no confesional llevó a preguntarse: ¿debe la Iglesia seguir manteniendo un estatuto de iniciación cristiana que responde a una situación ya inexistente o debe volver sus ojos a aquellos momentos en los que anunció el evangelio a un mundo pagano, y buscar inspiración en unas estructuras pastorales que se mostraron tan eficaces? ¿No serí­a posible y deseable restaurar -con las debidas adaptaciones- el antiguo catecumenado? Estas preguntas fueron ganando cada vez más espacio y espesor, a medida que avanzaba la desvinculación confesional de la sociedad y se afianzaba la presencia y madurez de la Iglesia en los paí­ses llamados «de misión».

c) La iniciación cristiana en el Vaticano ll. Estas preocupaciones entraron en el aula conciliar de manos del esquema sobre liturgia, que se entregó a los obispos en 1962 (ACTA SYNODALIA SACROSANCTI CONCILII OECUMENICI VATICANI SECUNDI, Schema constitutionis de Sacra Liturgia, volumen 1, pars la, Typis Polyglottis Vaticanis 1970, 262-303, sobre todo pp.284-285. En adelante se citará: Acta Synodalia…, vol. y parte correspondiente, TPV). En él se hablaba de la restauración de un catecumenado de adultos por etapas, dedicado a la catequesis y -a juicio del ordinario del lugar- jalonado y santificado por ritos sagrados (art. 48). Para los paí­ses de misión se pedí­a introducir en el ritual de la iniciación cristiana -hechas las debidas adaptaciones- algunos elementos de las tradiciones culturales de esos pueblos (art. 49).

Dentro de la lógica de estos nuevos planteamientos, se decí­a que el ritual del bautismo de adultos tuviese en cuenta el catecumenado (art. 50) y que el rito de la Confirmación manifestase más claramente su intrí­nseca conexión con la iniciación cristiana, ubicándola para ello en el marco de la celebración eucarí­stica y haciéndola preceder de la renovación de las promesas bautismales (art. 55). No obstante, se advertí­a todaví­a una cierta ambig edad, puesto que la Eucaristí­a no era contemplada en la perspectiva de la iniciación cristiana (cfr. proemio y artí­culos 37-46); más aún, aparecí­a desgajada del Bautismo y de la Confirmación en un capí­tulo independiente.

Este estado de cosas no sufrió variaciones substanciales a lo largo del itinerario sinodal (ACTA SYNODALIA…, Constitutio Sacrosanctum concilium’, vol. II, pars Via, TPV 1973, pp. 424-425, art. 64-71). No obstante, al hablar de la comunión bajo las dos especies, incluí­a entre los supuestos contemplados, el de la comunión que reciben los neófitos en la misa que sigue a su bautismo (art. 55).

El decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia supuso un avance muy importante respecto a la constitución Sacrosanctum concilium. El artí­culo 14 -que lleva por tí­tulo «Catecumenado e iniciación cristiana»- dice expresamente que el catecumenado «no es una mera exposición de dogmas y preceptos, sino formación y noviciado convenientemente prolongado de toda la vida cristiana, con el que los discí­pulos se unen a Cristo, su Maestro», lo cual conlleva que «los catecúmenos sean iniciados convenientemente en el misterio de la salvación, en la práctica de las costumbres evangélicas y en los ritos sagrados, que han de celebrarse en tiempos sucesivos y han de ser introducidos en la vida de la fe, de la liturgia y de la caridad del Pueblo de Dios» (AG 14).

Precisa, además, que la iniciación cristiana alcance su cumbre cuando los catecúmenos reciben los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristí­a y que «restaure la liturgia del tiempo cuaresmal y pascual de forma que prepare las almas de los catecúmenos para la celebración del misterio pascual, en cuyas solemnidades se regenera para Cristo por medio del Bautismo» (Ibidem). Más aún, involucra en la iniciación durante el catecumenado a toda la comunidad cristiana -no sólo a los catequistas o sacerdotes»-, y «de modo especial a los padrinos, con el fin de que ya desde el principio sientan los catecúmenos que pertenecen al Pueblo de Dios» (Ibidem). No es difí­cil escuchar las resonancias del catecumenado de los primeros siglos, tal como lo conocemos por los escritos de Tertuliano, san Hipólito y Orí­genes.

d) La iniciación después del Vaticano II. En los años precedentes al Vaticano II se habí­a llevado a cabo un gran despliegue teológico, pastoral y litúrgico en torno a la iniciación cristiana. Este despliegue se incrementó después del concilio, sobre todo a raí­z de la publicación del Ordo Initiationis christianae adultorum (=Ritual de la Iniciación Cristiana de adultos [RICA]) en enero de 1972. Muchos episcopados, por ejemplo, el alemán, francés, italiano, español y portugués, han realizado una profunda reflexión teológico-pastoral a nivel de Conferencia Episcopal y en sus respectivas iglesias locales. Gracias a ese inmenso esfuerzo disponemos hoy de unas orientaciones doctrinales y pastorales sólidas con las que recorrer el camino recto de la iniciación cristiana.

En este sentido, cabe destacar que se ha clarificado el concepto mismo de «iniciación cristiana» y se han individuado adecuadamente los jalones más importantes de su itinerario, los «lugares eclesiales» en los que se realiza y los sujetos que resultan implicados.

e) Dos modelos de iniciación. Actualmente, al menos en la mayor parte de las naciones de Europa y en concreto en España, se siguen dos modelos de iniciación. El más común consiste en bautizar a una criatura a los pocos dí­as o semanas de su nacimiento, dejando para la niñez y la adolescencia los sacramentos de la Eucaristí­a y de la Confirmación, a los que accede a través de una preparación catequética más o menos catecumenal. El segundo es la iniciación cristiana de personas no bautizadas (niños, jóvenes o adultos) que se lleva a cabo por medio de un catecumenado, que culmina con los tres sacramentos de la iniciación cristiana durante el tiempo de la edad catequí­stica. Este segundo modelo se desdobla en dos modalidades, según se siga el esquema abreviado o tí­pico del Ritual de la Iniciación Cristiana de adultos. Una y otra son cada vez más frecuentes en las naciones de vieja cristiandad, sobre todo en las grandes ciudades.

f) El itinerario paradigmático o tí­pico de la iniciación cristiana de adultos. Tras la
publicación del Ordo Initiationis christianae adultorum se ha hecho clásico el itinerario que él propone como paradigmático para la iniciación de los adultos. Se trata de un itinerario estructurado en las siguientes etapas: precatecumenado; catecumenado; purificación-elección; celebración de los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristí­a; y la mistagogia.

A. El precatecumenado. – El precatecumenado es el perí­odo en el que se realiza la evangelización; es decir, el anuncio claro, valiente y gozoso del Dios vivo y de Jesucristo, enviado por él para salvar a todos los hombres. Es el momento, por tanto, de dar a conocer, aunque sólo sea de un modo básico y fundamental, la persona y la obra de Jesús, para que los no cristianos crean y se conviertan a El. La evangelización provoca, con la gracia de Dios correspondida, la fe y la conversión inicial y, como consecuencia, el deseo de ser cristiano. Los que hasta entonces eran hostiles o indiferentes a Jesucristo y a su Evangelio, se hacen «simpatizantes».

Este paso previo reviste, desde el punto de vista pastoral, una especial importancia, pues exige que la comunidad cristiana de referencia -comenzando por la parroquia- y cada uno de sus miembros sea un cristiano coherente, misionero, con espí­ritu abierto y positivo ante el mundo y las personas que lo habitan, y lleno de confianza en la fuerza salvadora de evangelio y en la voluntad salví­fica de Dios, que continúa deseando eficazmente la salvación de los hombres y no se ha ausentado de este mundo.

Según esto, el precatecumenado no es propiamente una estructura sino una realidad misionera, en la que lo más decisivo es que todos y cada uno de los cristianos, según su propia condición y carisma, anuncie a Jesucristo entre sus hermanos, sean éstos los de la propia familia, los compañeros de trabajo, los amigos o los que la vida hace caminar junto a él. En consecuencia, el precatecumenado está lleno de espontaneidad, imaginación y vibración apostólica. Si existen comunidades vivas, confesantes y gozosas de seguir a Jesucristo existirá una propuesta eficaz de iniciación cristiana, aunque las estructuras sean rudimentarias; en cambio, si faltasen esas comunidades, quedarán valdí­as las más refinadas y sofisticadas estructuras pastorales. El precatecumenado exige, por tanto, una revisión sincera sobre la coherencia de vida y el afán apostólico de nuestras comunidades cristianas y una conversión permanente de los ya cristianos. La revitalización del precatecumenado aparece así­ como un presupuesto esencial de la iniciación cristiana y la piedra de toque para impulsar propuestas catecumenales eficaces y vivas.

El precatecumenado no excluye que haya estructuras especí­ficas para los que, sin creer todaví­a plenamente, muestran su «simpatí­a» y una cierta inclinación hacia la fe cristiana (cf. RICA 12). En cualquier caso, serán siempre muy ágiles, y tan plurales e informales como la vida misma.

B. El catecumenado. – Cuando el «simpatizante» posee «la primera fe, la conversión inicial y la voluntad de cambiar de vida y comenzar el trato con Dios en Cristo y, por tanto, los primeros sentimientos de penitencia y el uso incipiente de invocar a Dios y hacer oración, acompañados de las primeras experiencias en el trato y espiritualidad de los cristianos» (RICA 15), puede ser admitido en el catecumenado.

El catecumenado propiamente tal «es un tiempo prolongado en el que la Iglesia trasmite su fe y el conocimiento í­ntegro y vivo de misterio de la salvación mediante una catequesis apropiada, gradual e í­ntegra, teniendo como referencia el sagrado recuerdo de los misterios de Cristo y de la historia de la salvación en el año litúrgico, y acompañada de celebraciones de la Palabra de Dios y de otros ritos y plegarias, llamados escrutinios» (CONFERENCIA EPisCOPAL ESPAí‘OLA, La iniciación cristiana. Madrid 1999, p. 25, n. 26).

La acción con los catecúmenos se articula en cuatro direcciones: la catequesis, la oración personal y comunitaria, el aprendizaje y práctica de la vida cristiana, y el apostolado. Además, y al objeto de que aparezca la primací­a de la gracia, el proceso catecumenal está jalonado por una serie de acciones litúrgicas.

– La catequesis -dirigida por sacerdotes, diáconos, catequistas u otros seglares- ofrece lo fundamental de la fe y moral cristiana, sigue el desarrollo del año litúrgico y tiene como fundamento la Palabra de Dios, que puede ser también objeto de celebraciones litúrgicas. De este modo, los catecúmenos no sólo reciben el necesario conocimiento de los dogmas y de los mandamientos, sino también el conocimiento í­ntimo del misterio de la salvación, cuya aplicación personal desean. La escuela de los Padres de la Iglesia sigue siendo una fuente de inspiración tanto para los contenidos como para la metodologí­a. Deberí­a ser objeto de reflexión especial, la importancia que ellos concedieron a las catequesis sobre el Sí­mbolo, el Padre Nuestro y los mandamientos, así­ como la fuerte impregnación bí­blica de esas catequesis. Un capí­tulo especialmente sugerente es el de la clave simbólico-sacramental con que leyeron el Antiguo y Nuevo Testamento.

Los contenidos de la catequesis catecumenal comprenden, por tanto, lo básico de toda la doctrina y moral cristiana tal y como se recogen en el Catecismo de la Iglesia Católica y en los catecismos nacionales; eventualmente, en los catecismos diocesanos o incluso parroquiales.

– Este conocimiento de la fe y moral cristiana es teórico y práctico. El catecumenado, en efecto, es menos una escuela que una palestra en la que el catecúmeno forja su vida cristiana al ritmo de los contenidos que va recibiendo. Ese cambio progresivo de sentimientos y costumbres se manifiesta necesariamente en los comportamientos familiares, profesionales y sociales. Semejante aprendizaje cristiano era requisito imprescindible durante los primeros siglos, de tal modo que el catecúmeno no pasaba del grado de «oyente» al de «competente», si el sponsor -una especie de padrino de acompañamiento catecumenal- atestiguaba ante el obispo que no habí­a existido la debida coherencia entre la conducta del catecúmeno y la enseñanza recibida, aunque ésta estuviese fehacientemente atestiguada.

– En este contexto se comprende que el catecúmeno vaya ritmando su vida con la oración privada y comunitaria, puesto que la experiencia cristiana incluye la experiencia oracional. Momentos oracionales fuertes en la vida del catecúmeno son las celebraciones de la Palabra de Dios que se promueven para ellos, acomodadas al año litúrgico, y la liturgia de la Palabra de la Eucaristí­a dominical en la que pueden participar. El ejemplo y la ayuda de sus padrinos de catecumenado y de bautismo y del resto de los miembros de la comunidad cristiana juegan un papel importante, por no decir decisivo, para que el catecúmeno se familiarice con la oración. Quizás sea éste uno de los extremos que hoy deban subrayar especialmente los padrinos, catequistas y comunidad cristiana.

– Por último, como la vida cristiana es esencialmente misionera, el catecúmeno ha de iniciarse en el apostolado, cooperando activamente a la evangelización y edificación de la Iglesia con el testimonio de su vida y la profesión de su fe. Este apostolado lo realiza, sobre todo, a través de su vida ordinaria; por ello, el ámbito de su acción será principalmente el de su propia familia, el de su ambiente de trabajo y el de sus relaciones sociales. Esta iniciación apostólica se lleva a cabo no tanto mediante la realización de acciones relevantes pero puntuales del catecúmeno, cuanto a través de acciones pequeñas pero continuas, que van creando «un estilo de vida misionero». Gracias a ello, su vida verifica la misión asignada por Cristo a sus discí­pulos de actuar con la misma sencillez y eficacia de la levadura en la masa. Esta iniciación misionera del catecúmeno supone obviar la tendencia de algunas comunidades cristianas que se recluyen en el mundo de lo cultual y asistencial, con descuido, cuando no desprecio, de las realidades temporales: el trabajo, la cultura, el sindicalismo, la polí­tica, la educación y la familia, el ecologismo, la promoción de la justicia, etc.

El catecumenado comienza con el rito llamado «Entrada en el catecumenado». Se le designa así­ por ser ése el momento en el que los candidatos se presentan por primera vez a la Iglesia y le manifiestan su deseo, y ella los admite para que puedan ser sus miembros. El Rito tiene la finalidad de agregar al grupo de los catecúmenos al que desea hacerse cristiano y se celebra cuando el «simpatizanteí­ posee una fe inicial y ha expresado su deseo de recibir el Bautismo. El Rito se celebra en algunos dí­as del año litúrgico según las costumbres locales -un momento muy oportuno es el comienzo de la Cuaresma y la Eucaristí­a de un domingo ordinario del año- y con la participación activa de toda la comunidad cristiana o, al menos, de una parte de la misma, compuesta por los amigos, familiares, catequistas y sacerdotes. Asisten también los padrinos del catecumenado -los «sponsores»- que avalarán en su dí­a a los candidatos. Su estructura es tripartita: admisión de los candidatos, una liturgia de la palabra y la despedida. La «Entrada en el catecumenado» es un momento pastoral importante tanto para los propios catecúmenos como para la comunidad parroquial.

A partir de ese momento, el catecúmeno es un candidato «oficial» al bautismo y la Iglesia se responsabiliza de él, hasta llevarle a la madurez que requieren los sacramentos de la iniciación cristiana. La duración de este tiempo depende, sobre todo, de la gracia de Dios, de la respuesta del catecúmeno y de la ayuda de la comunidad cristiana; en menor medida, puede depender también de la organización de todo el proceso catecumenal, del número y disponibilidad de los catequistas, diáconos y sacerdotes. Por tanto, la duración del catecumenado no se puede establecer a priori. La Tradición Apostólica -un escrito de los primeros años del siglo tercero, que es una de las fuentes primarias del actual catecumenado- establece la norma general de tres años; sin embargo, precisa que «si alguno fuera celoso y aplicado en el cumplimiento de sus obligaciones, no se juzgará el tiempo, sino solamente su conducta» (HIPí“LITO DE ROMA, Tradición Apostólica, cap. 17. El texto en castellano puede verse en La Tradición Apostólica. Hipólito de Roma, Sí­gueme, Salamanca 1981, p. 73, n. 17). Esta ha sido la praxis catecumenal de Oriente y Occidente. La determinación del tiempo y la ordenación de la disciplina de los catecúmenos la establece el obispo, aunque las Conferencias Episcopales pueden decidir más en concreto sobre ello.

C. La elección. – Cuando los catecúmenos han realizado la conversión de su mente y de su vida, poseen un conocimiento suficiente de la doctrina cristiana y los debidos sentimientos de fe y caridad, se celebra el «Rito de la elección o inscripción del nombre» al principio de la Cuaresma, preferentemente el primer domingo, con el cual concluye el catecumenado. Dado que los sacramentos pascuales agregan a la Iglesia, corresponde juzgar sobre la idoneidad de los catecúmenos al entero Pueblo de Dios: obispo, presbí­teros, diáconos, catequistas, padrinos y toda la comunidad local, cada uno en su orden y modo. Desde ahora y hasta la próxima Noche de Pascua, la Iglesia intensifica sus cuidados maternales con los catecúmenos para que sigan a Cristo con más generosidad. La Cuaresma se convierte así­ en una especie de gran retiro espiritual, en el que los catecúmenos y toda la comunidad cristiana se entregan a una intensa ascesis del espí­ritu como preparación para las fiestas pascuales y para la iniciación de los sacramentos.

Parte importante de esta preparación bautismal son los escrutinios, los exorcismos y las entregas.

Los escrutinios tienen por finalidad «purificar las almas y los corazones, proteger contra las tentaciones, rectificar la intención y mover la voluntad, para que los catecúmenos se unan más estrechamente a Cristo y prosigan con mayor decisión en su esfuerzo de amar a Dios» (Ritual de la Iniciación cristiana de adultos, n. 154). Los pastores han de ayudar a los «elegidos» a progresar en el sincero conocimiento de sí­ mismos, en la reflexión seria de la conciencia y en la verdadera penitencia. Los escrutinios son tres y se celebran en las misas de los domingos tercero, cuarto y quinto de Cuaresma, cuyos evangelios se leen en clave bautismal y ayudan a comprender a los catecúmenos el misterio del pecado -que afecta a todo el universo y a cada hombre en particular-, y a impregnar sus mentes del sentido de Cristo Redentor, que es agua viva -evangelio de la Samaritana-, luz -evangelio del ciego de nacimiento- y resurrección y vida -evangelio de la resurrección de Lázaro-.

Estos evangelios están tan enraizados en el Bautismo, que incluso cuando existen razones pastorales para celebrar los escrutinios durante otros domingos de Cuaresma o en los dí­as de entre semana más convenientes, la primera misa de los escrutinios ha de ser siempre la misa de la samaritana; la segunda, la del ciego de nacimiento; y la tercera, la de Lázaro. Los escrutinios se celebran después de la homilí­a por un sacerdote o diácono estando presente la comunidad cristiana, siguiendo el formulario señalado en el misal, el leccionario y el ritual de la iniciación de adultos.

Los exorcismos completan los escrutinios. La Iglesia instruye a los catecúmenos sobre el misterio de Cristo que nos libra del pecado, los proporciona su ayuda para que se desprendan de las consecuencias del pecado y del influjo diabólico y obtengan la fuerza necesaria para su itinerario espiritual, y les abre el corazón para recibir los dones de Cristo Salvador. Los exorcismos son también tres, y se celebran inmediatamente después de los escrutinios, con los que ritualmente forman un todo.

Las «entregas» consisten en la consignación por parte de la Iglesia de «los documentos que desde la antigüedad constituyen un compendio de su fe y su oración» (Ritual de la Iniciación cristiana de adultos, n. 182); concretamente, el Sí­mbolo y el Padre Nuestro. La entrega del Sí­mbolo consiste en la recitación del Credo -el Apostólico o el Niceno-constantinopolitano- por el celebrante ñsolo o junto con los fieles- después de la homilí­a de la misa de una de las ferias de la semana que sigue al primer escrutinio (eventualmente, puede celebrarse también durante el catecumenado). Su finalidad es que los catecúmenos la aprendan de memoria y puedan pronunciarla públicamente antes de que el dí­a del Bautismo proclamen su fe según ese Sí­mbolo. La entrega de la’Oración dominical o Padre Nuestro consiste en la proclamación del texto del Padre Nuestro según la fórmula recogida por san Mateo (Mt 6, 9-13), en la misa de una de las ferias durante la semana que sigue al tercer escrutinio.

Esta oración es considerada desde la antigüedad como propia de los que han recibido en el Bautismo el espí­ritu de los hijos de adopción y que los neófitos recitan con los demás bautizados por primera vez en la celebración de la Eucaristí­a que sigue a su Bautismo.

A la «entrega» del Sí­mbolo por parte de la Iglesia corresponde el catecúmeno con su «devolución». Este rito ñque, de suyo, se realiza el Sábado santo- prepara a los «elegidos» para su profesión de fe bautismal y les instruye sobre el deber de anunciar la palabra del Evangelio. El centro del «rito de devolución del Sí­mbolo» es, precisamente, la recitación del Credo por parte de los «elegidos». La fórmula de «la devolución» ha de ser la misma que se empleó en la «entrega».

El rito forma parte de la preparación próxima para los sacramentos pascuales; esta preparación se completa con el «Effeta», la elección del nombre y la unción con el óleo de los catecúmenos. El «rito del effeta» consiste en tocar los oí­dos derecho e izquierdo de los elegidos y la boca, sobre los labios cerrados, con una fórmula, simbolizando la necesidad de la gracia para escuchar fructuosamente la Palabra de Dios. La «unción con el óleo de los catecúmenos» -que por falta de tiempo puede realizarse también en la misma Vigilia Pascual- consiste en ungir con ese óleo el pecho, ambas manos u otras partes del cuerpo de los catecúmenos, «para que, al aumentar en ellos el conocimiento de las realidades divinas y la valentí­a para el combate de la fe, vivan más hondamente el Evangelio de Cristo, emprendan animosos la tarea cristiana y, admitidos entre los hijos de adopción, gocen de la alegrí­a de sentirse renacidos y de formar parte de la Iglesia» (Ritual de la Iniciación cristiana, n. 207).

D. Celebración de los Sacramentos de la Iniciación. – La Noche de Pascua fue desde los primeros siglos el momento elegido para celebrar los sacramentos de la iniciación, por ser éstos una verdadera participación en la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Tertuliano, la Tradición de Hipólito y Orí­genes señalan expresamente que los catecúmenos reciben en ese momento el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristí­a. Tal estado de cosas pervivió durante todo el primer milenio, a pesar de haber desaparecido prácticamente la iniciación de adultos, y sólo se interrumpió cuando el cuarto concilio de Letrán (a.1215) introdujo la norma de dar la primera comunión a la edad de la discreción. El Ritual de la Iniciación cristiana de adultos la ha reimplantado, como norma general (la iniciación puede celebrarse fuera de los tiempos acostumbrados, cfr. RicA, nn. 58-59; pero incluso en ese supuesto, hay que procurar que la celebración revista un carácter pascual, cfr. Ritual de la Iniciación cristiana, nn. 8.209), apoyándose en la misma realidad teológica que la Iglesia de los orí­genes, a saber: que la iniciación cristiana no es otra cosa que la primera participación sacramental en la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Es-tos sacramentos son «el último grado o etapa en el que los elegidos, perdonados sus pecados, se agregan al pueblo de Dios, reciben la adopción de hijos de Dios, y son conducidos por el Espí­ritu Santo a la plenitud prometida desde antiguo, y, sobre todo, a pregustar el reino de Dios por el sacrificio y por el banquete eucarí­stico» (Ritual de la iniciación cristiana de adultos, n. 27).

El Ritual de la iniciación de adultos proyecta una luz muy clarificadora sobre la secuencia de los sacramentos que urge recuperar en el caso de la iniciación de los niños, pues el analogatum princeps del Bautismo es el de adultos, no el de párvulos: la iniciación de adultos esclarece la de los niños, no al contrario. Es ésta una opción de gran calado pastoral. ¿Cómo entender, si no, que la Confirmación «completa» el Bautismo y que la Eucaristí­a es la cumbre de la iniciación?
Así­ lo han entendido y vivido siempre los orientales (que justamente exigen un cambio en la praxis -o, al menos, en la valoración- de la Iglesia Católica). Precisamente, a la luz de la praxis oriental cabrí­a incluso plantearse un eventual cambio de disciplina respecto al ministro ordinario de la Confirmación: permaneciendo el obispo como ministro originario -según indica la constitución Consortium divinae naturaela autoridad de la Iglesia podrí­a establecer que el presbí­tero fuese ministro ordinario. Pero sin necesidad de variar la disciplina en este punto, la naturaleza de los sacramentos y de la iniciación reclaman que la Confirmación preceda a la Eucaristí­a y siga al Bautismo.

Por motivos pedagógicos y para evitar un vací­o pastoral, quizás proceda establecer unos «plazos de cadencia», que podrí­an oscilar entre 6 y 10 años, tiempo en el que se pasarí­a de la situación presente a la nueva. Este planteamiento no parece ajeno al último documento de la Conferencia Episcopal Española sobre la Iniciación, que contempla la posibilidad de optar por el uso actualmente más común en España de celebrar la Confirmación después de la primera Comunión o por el de situar ésta al final de la iniciación (CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y Orientaciones, Edice, Madrid 1999, nn. 91-99).

Los momentos principales de cada uno de los sacramentos de la iniciación cristiana son éstos: a) Bautismo: la bendición del agua, la renuncia y profesión de fe y la ablución del agua con la fórmula trinitaria; b) Confirmación: la imposición de manos, la crismación con la fórmula y el ósculo de paz; c) Eucaristí­a: la oración de los fieles ñen la que los neófitos participan por primera vez-, el Padre Nuestro -que también rezan por primera vez en unión con los demás fieles y en la que manifiestan su condición de hijos de Dios-, y la comunión sacramental.

E. La mistagogia. – La última etapa de la iniciación cristiana es la mistagogia o tiempo en el que los neófitos, junto con la comunidad cristiana, progresa en la percepción más profunda del misterio pascual y en la manifestación cada vez más perfecta del mismo en toda su existencia, ayudado por la meditación del Evangelio, la participación en la Eucaristí­a y el ejercicio de la caridad.

Los Santos Padres concedieron gran importancia a esta etapa, como atestiguan las espléndidas catequesis mistagógicas que nos han legado. Es verdad que hoy no convendrá retrasar hasta ese momento la explicación de los ritos y de su significado, pues actualmente no existe la ley del arcano, entonces vigente. No obstante, perdura el espí­ritu, puesto que los neófitos han de adquirir una inteligencia más plena y fructuosa de los misterios, que es fruto, sobre todo, de una recepción continuada de los sacramentos ñsobre todo de la Eucaristí­a- y de una cada vez más profunda y adaptada explicación de los mismos. Catequizar sacramentalmente a los neófitos partiendo -como ellos hací­an- de los ritos y oraciones y remitiéndose constantemente a la vida, es un método excelente y en lí­nea con lo indicado en el concilio Vaticano II (cf. SC 48).

3. Agentes de la iniciación cristiana
La iniciación cristiana tiene como agentes principales a Dios Trino y al hombre (el todaví­a no cristiano o no plenamente cristiano) y como agentes complementarios al obispo, presbiterio diocesano, comunidad y clero parroquial, catequistas, padrinos familia, escuela, grupo apostólico y cí­rculo amistoso.

El obispo es el gran moderador de la iniciación cristiana, por ser el principal administrador de los misterios de Dios y el máximo liturgo de la iglesia que le ha sido confiada (cf. CD 15). Este posición privilegiada cobra un relieve especial en la iniciación cristiana de adultos, en la que le corresponde, principalmente, establecer la modalidad del proceso catecumenal, hacerse presente en diversos momentos catequéticos y celebrativos del mismo, verificar su desarrollo y celebrar los sacramentos de la iniciación cristiana.

Los Padres de la Iglesia, que tanto en Oriente como en Occidente fueron frecuentemente pastores, dedicaron una parte principal de su ministerio episcopal a la preparación de los catecúmenos, a la mistagogia de los neófitos, a las celebraciones litúrgicas del catecumenado y a la celebración de los sacramentos de la iniciación en la Vigilia Pascual. Es verdad que sus comunidades eran fundamentalmente urbanas y los aspectos burocráticos apenas requerí­an dedicación; no obstante, siguen siendo modelos en la actual situación, que tiene el imperativo y la urgencia de realizar una vigorosa propuesta misionera que llame a la primera fe a los no bautizados y a la renovación de la fe-vida a los no suficientemente evangelizados. El obispo ha de realizar una gran labor de discernimiento con el fin de establecer prioridades entre las múltiples y crecientes acciones y opciones que reclaman su atención pastoral, primando las que tienen relación directa e inmediata con la iniciación cristiana.

El obispo no actúa solo sino con los brazos del presbiterio, y secundado por las comunidades parroquiales, los diversos carismas que viven en su Iglesia local, los catequistas, etc. Su tarea es, sobre todo, de orientación, estí­mulo y verificación de la acción que ellos realizan. El clero parroquial, especialmente los párrocos, instrumenta los medios pastorales adecuados para que los no bautizados sean llamados a la fe, los catecúmenos recorran debidamente las diversas etapas de su itinerario catecumenal y los neófitos se inserten plenamente en la vida de la comunidad.

En el caso de los niños que reciben el Bautismo a los pocos dí­as después de su nacimiento y en el de los que se preparan a él durante el tiempo de la edad catequética, ellos son los responsables principales de la iniciación cristiana, tarea para la que cuentan con la colaboración de catequistas y otros seglares idóneos. Los demás presbí­teros y diáconos, por ser colaboradores del obispo y de los párrocos en su ministerio, prestan su colaboración y celebran los sacramentos de acuerdo con ellos.

4. Destinatarios
Ya hemos señalado que la iniciación admite tres modalidades fundamentales básicas: la de niños bautizados a los pocos dí­as de nacer, la de quienes se bautizan en edad catequética y la de personas adultas. Cada una de estos tres supuestos tiene sus destinatarios especí­ficos.

Limitándonos a las opciones segunda y tercera -de la primera tratamos en las voces Bautismo, Confirmación y Eucaristí­a- los principales destinatarios son los niños-adolescentes y los adultos que piden ser iniciados; subsidiariamente, sus padrinos, catequistas, y la comunidad humana y cristiana de referencia.

La acción pastoral con los catecúmenos se inspira en este criterio: «hacer cristiano al que no lo es». En consecuencia, no trata, única o principalmente, de trasmitirlos un acervo de doctrina y de valores ni crear en ellos una serie de actitudes, sino de ayudarles a que se abran al don de Dios que viene a salvarlos por Cristo en el Espí­ritu y en la Iglesia, mediante unas mediaciones sobre todo sacramentales. Toda la acción pastoral del clero parroquial, catequistas y comunidad cristiana ha de estar encaminada a esa respuesta responsable del catecúmeno. El horizonte es, por ello, más teológico y antropológico que catequético, y la meta de «hacerse cristiano» no traducible por entregar-aprender un mí­nimo de doctrina para recibir los sacramentos de la iniciación. Posiblemente sea éste el principal déficit y la primera urgencia de la pastoral de la iniciación cristiana.

Para ello, es imprescindible repensar y renovar la figura del catequista. El Directorio general de Catequesis determina bien cuáles son los rasgos más salientes de su perfil: «fe profunda», «clara identidad cristiana y eclesial», «honda sensibilidad social», especial «madurez humana, cristiana y apostólica»; y «capacitación catequética» (cfr. DGC 237-245). Los catequistas ha de ser, por tanto, «trasmisores de la fe, y no simplemente unos animadores o monitores que coordinan y acompañan el trabajo del grupo» (CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, La iniciación cristiana, Madrid 1999, p. 42, n. 44).

5. Mediaciones pastorales
Las mediaciones pastorales de la iniciación cristiana son de dos clases: no-sacramentales y sacramentales. Las no-sacramentales son la catequesis, las diversas celebraciones durante el catecumenado y el tiempo de la mistagogia, y la oración personal y comunitaria. Las sacramentales son la liturgia de la Palabra de la misa dominical y los tres sacramentos.

a) No-sacramentales:

– La catequesis. La catequesis al servicio de la iniciación cristiana ha de tener estas cuatro caracterí­sticas: ser una formación orgánica y sistemática de la fe; entregar unos contenidos esenciales y básicos, por lo que ha de centrarse en lo nuclear de la experiencia cristiana; lograr un aprendizaje de la vida cristiana que propicie un auténtico seguimiento de Jesucristo e introduzca en la comunidad eclesial; y, en el caso de los niños-adolescentes, definida por la mistagogia, puesto que el camino de la adultez en la fe -abierto y configurado por el Bautismo- se desarrolla por medio de los demás sacramentos de la iniciación, los cuales dan sentido y vertebran todo el proceso iniciático.

Ha de configurarse, además, según estos cuatro criterios: ser un proceso de maduración y crecimiento de la fe, desarrollado de forma gradual y por etapas; estar esencialmente unida al acontecimiento de la Revelación y tener como fuente y modelo la pedagogí­a de Dios manifestada en Jesucristo y en la vida de la Iglesia, por tanto, esencialmente unida al acontecimiento de la Revelación y a su trasmisión y apoyada constantemente en la acción del Espí­ritu Santo; meditar continuamente la Palabra de Dios, especialmente el Evangelio, y contrastarla practicando la caridad fraterna y el apostolado personal; por último, ha de estar impregnada por el misterio de la Pascua, de modo que sea un constante aprendizaje a pasar del hombre viejo al hombre nuevo, con todo lo que ello comporta de lucha y superación del mal con la ayuda de la gracia, y la experiencia de la alegrí­a de la salvación.

– Las celebraciones litúrgicas. Tradicionalmente, los sacramentos de la iniciación cristiana han estado precedidos de otras celebraciones litúrgicas. Ya nos hemos referido antes a rito de entrada en el catecumenado, al de la elección, a los escrutinios y exorcismo, y a las «entregasí­ y «devolucionesí­ del Sí­mbolo y del Padre Nuestro. A ellas cabe añadir la liturgia de la Palabra de la misa dominical y otras celebraciones de la Palabra, sobre todo de carácter penitencial, tendentes a que los catecúmenos ahonden en el conocimiento de la historia de la salvación, se abran cada vez más a la acción divina y se inserten de modo progresivo y ascendente en el misterio de la Iglesia. La Cuaresma y, en general, el año litúrgico son el marco referencial de tales celebraciones.

– La oración personal y comunitaria La dimensión oracional es esencial para la vida cristiana, puesto que esta vida ha de pautarse según el modelo de Jesucristo, cuyo rostro, tal y como aparece en el Evangelio, es el de un «gran orante» y un Maestro que dio a sus seguidores el mandato de «orar siempre y sin desfallecer». El catecúmeno ha de aprender a hablar con Dios de una manera sencilla pero verdadera y constante. Los caminos y modos de aprendizaje no son uniformes, sino tan variados las situaciones existenciales de los catecúmenos. De todos modos, deberá comenzar por oraciones vocales sencillas -tomadas del Evangelio y del patrimonio oracional de la Iglesia, especialmente de la liturgia-, pasando progresivamente al rezo de salmos sencillos, a la meditación, etcétera. Por lo demás, los catecúmenos habrán de encontrarse con «modelos oracionales vivientes» dentro de la comunidad cristiana de referencia y entre los catequistas. Parece que la naturaleza de las cosas reclama que recen juntos al comenzar y concluir las catequesis -delante del Señor Sacramentado, en el supuesto de que la catequesis se imparta en la Iglesia o en algún lugar anejo a la misma y en algún otro momento. Incluso que se organicen reuniones especiales de oración, en las que tomen parte la comunidad cristiana, los catequistas y los catecúmenos.

b) Celebraciones sacramentales
Los sacramentos del Bautismo, Confirmación y primera Eucaristí­a son las principales mediaciones sacramentales, puesto que son esenciales; sin ellas, por tanto, es imposible que el hombre pueda insertarse en plan salvador de Dios en Cristo. Sin embargo, como estos sacramentos tienen un referencia esencial al Misterio Pascual, la celebración del domingo, de la Pascua y en general, del Año Litúrgico son el contexto necesario de las mediaciones sacramentales.

6. Luces y sombras
Como suele ocurrir con todas las acciones humanas, la pastoral de la iniciación cristiana tiene aspectos positivos y negativos, luces y sombras. Destaquemos los principales.

a) Luces. Entre los aspectos positivos cabe mencionar los siguientes: 1) la recuperación de la categorí­a teológica, catequética y litúrgica de «iniciación cristiana»; 2) la publicación y favorable recepción eclesial del Ritual de la Iniciación cristiana de adultos; 3) la inserción de la iniciación cristiana en un contexto más amplio que el de los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Primera Eucaristí­a, aunque ellos sean el momento culminante y esencial de la misma; 4) la consideración del Bautismo, Confirmación y Primera Eucaristí­a como tres momentos carismáticos de una misma realidad: la inserción sacramental en el Misterio Pascual de Cristo, y, en consecuencia, de su indisoluble unión teológica; 5) el redescubrimiento de la iglesia local como primera y principal mediación eclesial de la iniciación cristiana y de la parroquia como «lugar» primordial, aunque no único, de la misma; 6) la preparación y publicación en muchas diócesis de directorios; y 7) algunos más concretos, como la importancia teórica concedida al catecumenado por etapas y como proceso de maduración que recorre el catecúmeno; el reconocimiento de la existencia de pluralidad de situaciones litúrgico-pastorales; la acentuación de los aspectos litúrgico y mistagógico de la catequesis de iniciación; la celebración de los sacramentos de la iniciación en el contexto de la Vigilia Pascual, en el supuesto de personas que no recibieron el bautismo después de su nacimiento o durante la edad catequética.

b) Sombras. Tres son las sombras principales de la actual pastoral de la iniciación: a) el debilitamiento misionero de no pocos fieles y pastores, que provoca la no propuesta clara, vibrante y gozosa de Cristo, muerto y resucitado, a tantos hombres y mujeres adultos no bautizados o bautizados, pero apartados de la práctica e incluso de la fe de la Iglesia; b) el desconocimiento o minusvaloración del número de niños no bautizados en el momento en que se incorporan a la vida escolar, con la consiguiente falta de propuestas pastorales; y c) la inadecuada selección de los catequistas, así­ como la identificación de la tarea de éstos como mera trasmisión de contenidos.

BIBL. – COMISIí“N EPISCOPAL ESPAí‘OLA DE LITURGIA, Ritual de la iniciación cristiana de adultos, Madrid 1976; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, La iniciación cristiana, Madrid 1999; CONGREGACIí“N PARA EL CLERO, Directorio general para la catequesis, Roma 1977; CONGREGACIí“N PARA LA EDUCACIí“N CATí“LICA, Dimensión religiosa de la educación en la escuela, Roma 1988; J. A. ABAD IBíí‘EZ, La celebración del Misterio cristiano, Pamplona 2000, 200-224, con la bibliografí­a adjunta; J. Lí“PEZ, La iniciación cristiana (notas bibliográficas), «Phase» 171 (1989) 225-240.

José Antonio Abad Ibáñez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

Por iniciación se entiende en general el cumplimiento de ciertas acciones y prescripciones rituales con las que el consagrando se ve apartado de una antigua condición precedente , y transferido a un nuevo estado religioso, cultural o social. La iniciación cristiana es aquel proceso en que uno se hace cristiano, a través de una inserción global en la vida de fe. significada eclesialmente en los tres ritos que marcan y consagran el comienzo de la vida cristiana. Así­ pues, la iniciación cristiana expresa el misterio que introduce al hombre en la vida nueva, transformándolo interiormente, comprometiéndolo en una opción de fe para vivir como hijo de Dios, e integrándolo en una comunidad que lo acoge como miembro (con el bautismo), que le inspira en el obrar (con la confirmación) y lo alimenta con el pan de la vida eterna (con la eucaristí­a).

El primer autor que empleó el término de iniciación cristiana para designar los tres sacramentos del bautismo, de la confirmación y de la eucaristí­a parece ser que fue L. Duchesne (Origines du culte chrétien, Parí­s 1908).

El término «iniciación» se deriva del verbo latino in ire (entrar) .Ya en un texto de Tertuliano, apologista del siglo 11, encontramos una orientación sintética, pero ciertamente eficaz, del rito de la iniciación cristiana, en el que se pone de relieve la realidad que en él se significa Y se produce: «La carne es lavada, para que el alma sea purificada; la carne es ungida, para que el alma sea consagrada; la carne es marcada, para que el alma quede vigorizada; la carne es cubierta por la imposición de las manos, para que también el alma sea iluminada por el Espí­ritu; la carne se alimenta del cuerpo y de la sangre de Cristo, para que también el alma pueda alimentarse abundantemente de Dios» (De resurrectione mortuorum 8, 3: PL 2, 806). Se trata de un rito unitario, que comprende los gestos del lavado bautismal, de la unción, del signo de la cruz y de la imposición de manos, y de la comunión sacramental. Otros textos contemporáneos de Tertuliano o anteriores a él nos informan igualmente de la praxis de iniciación o al menos aluden a ella.

Pero los ritos de iniciación se pueden encontrar en casi todas las religiones, particularmente en las primitivas. La celebración ritual de una iniciación no es, por tanto, exclusiva de la religiosidad cristiana. Además de no ser original, hay que suponer también que los gestos cristianos de iniciación tienen cierta dependencia de la religiosidad natural, tal como se percibe claramente en una confrontación entre las diversas praxis. Pero esto no disminuye la originalidad del cristianismo, sino que pone de manifiesto una dimensión fundamental del mismo (la universalidad de la salvación) y acentúa su especificidad. La etnologí­a y la antropologí­a atestiguan la existencia en pueblos de diversas culturas de un conjunto de ritos y ceremonias, necesarias para entrar a formar parte de una nueva condición de vida; de manera particular hay – que hablar de la iniciación en el mundo de los adultos. Es precisamente ésta la iniciación más importante en la vida del individuo de muchos pueblos primitivos; más aún, constituye el momento más destacado en la vida social de la tribu. El individuo es introducido en una comunidad, en la que llega a asumir un papel concreto; entra a formar parte de un mundo nuevo, anteriormente cerrado a él y que ahora tendrá que conocer e interpretar. En este proceso no hay que olvidar la dimensión religiosa: las divinidades de la comunidad en la que se inserta pasan a ser las divinidades propias del iniciado, que gozará de su protección y tendrá que observar sus leyes. Otra caracterí­stica interesante – la de la discriminación que operan es las iniciaciones no cristianas: se trata realmente de comunidades basadas en el ethos (la raza) y en el ethos (usos, costumbres, tradiciones, cultura, estructuras, etc.), que se contraponen a todos los demás ethos y ethos. No sucede así­ en la iniciacióri cristiana, que introduce en una comunidad «católica», en la que no puede haber discriminación alguna.

La iniciación no coincide necesariamente con la época de la pubertad, pero en casi todas partes se realiza en este perí­odo; sin ella, el muchacho no puede ser considerado nunca como un adulto, no podrá casarse, ni participar en las reuniones de adultos, ni combatir en la guerra. Las etapas de la iniciación consisten en ritos de separación (del grupo de las mujeres y de los niños), de prueba (resistencia fí­sica), de agregación (instrucción sobre las leyes y las costumbres, corte de pelo y cambio de nombre, vestido nuevo, circuncisión, tatuajes).

La circuncisión es uno de los ritos de iniciación más comunes. Impuesta a Abrahán, indica y lleva a cabo la incorporación al pueblo elegido (Gn 17 10-14). La inserción de la circuncisión en el plano de la salvación y el paralelismo circuncisión-bautismo que establece san Pablo (Col 2,1 1) nos ayudan a comprender la originalidad ~ la especificidad de la iniciación cristiana.

Se trata del don hecho por Dios al hombre, un encuentro en que el hombre, con todo su ser, es elevado a participar en la vida misma de Dios. Es un encuentro dinámico que sólo puede desarrollarse sobre la base de un » diálogo» entre la palabra de Dios y la respuesta humana de fe, y que supone la aceptación del hombre por parte de Dios (el cual formula una propuesta de salvación y se dirige al hombre como persona consciente y responsable), y la aceptación de Dios Por parte del hombre (que manifiesta su asentimiento de fe, aceptando la propuesta que se le hace). La fe, respuesta personal del hombre a Dios que llama, es un elemento estructural del proceso de iniciación, y sirve para cualificarlo, no ya como un proceso histórico-cultural o una distribución automática de la salvación, sino como un camino histórico-salví­fico, mediado por la palabra de Dios, que es asumido y aceptado personalmente por el hombre. La unión entre la fe y el acto sacramental se realiza en una iniciación y por medio de ella. La iniciación es así­ el proceso, el camino, la operación, a través de la cual la fe realiza, por medio de acciones rituales simbólicas, la comunión con el misterio de Cristo en la Iglesia. Los sacramentos son, ante todo, actos de Cristo, y llevan consigo una referencia histórica que va mucho más allá del simbolismo natural. El bautismo no es sólo un baño ritual de purificación, sino la memoria eficaz de la muerte y resurrección de Cristo, en la que inserta e incorpora al bautizando. La confirmación no es sólo un rito que introduce en el mundo de los adultos, sino el sello del don del Espí­ritu de Cristo, conferido para una misión de testimonio de la Iglesia en el mundo. La eucaristí­a no es sólo un banquete sagrado, del que es posible encontrar analogí­as en otras religiones, sino el memorial del banquete sacrificial de Cristo y de su muerte redentora. Este es el corazón del misterio, el centro de la fe: la iniciación cristiana es sobre todo sacramentum fidei, porque es don de fe, en la que uno se inicia a través de los sí­mbolos. Así­ pues, la iniciación cristiana es una entrada progresiva y gradual en el misterio de Cristo y de la Iglesia. El mismo término indica la dinamicidad de un camino, que supone varias etapas y estructuras de apoyo. Las estructuras de apoyo (fe-conversión y comunidad cristiana) son las condiciones necesarias para que el itinerario llegue a su término, y son los elementos que sostienen y dan significado y valor a todo el proceso salví­fico. Las etapas que han de seguirse son las de los tres sacramentos.
R. Gerardi

Bibl.: E. Lodi, Iniciación – Catecumenado, en DTI, III, 146-158; U Gianetto, Iniciación cristiana, en DC, 464-466; J, Castellano Cervera, Iniciación cristiana. en NDE, 706-720; AA. VV, El catecumenado de adultos. Madrid 1976; S. Movilla, Catecumenado juvenil de confirmación, Central Catequética, Madrid 1980; J L. Larrabe, Los sacramentos de la iniciación cristiana, Madrid 1969; J Espeja, Para comprender los sacramentos, Verbo Divino, Estella 1994.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Fundamento de la espiritualidad cristiana: 1. Sacramentos iniciales e «iniciáticos»: 2. Una espiritualidad tradicional y moderna; 3. Unidad y riqueza de la espiritualidad cristiana – II. Teologí­a bí­blica de la iniciación cristiana: 1. El bautismo de Cristo en el Espí­ritu: Sinópticos y Juan; 2. El bautismo en la comunidad eclesial; 3. El bautismo en Pablo: experiencia, teologí­a, parénesis; 4. Perspectivas complementarias – III. Teologí­a mistagógica de la iniciación cristiana: 1. Los caminos de la mistagogia patrí­stica; 2. Los contenidos de la liturgia actual: a) El bautismo cristiano, b) La confirmación – IV. Problemas teológicos y pastorales: 1. Problemas teológicos: a) El bautismo de los niños, b) La relación entre bautismo y confirmación; 2. Dimensiones pastorales – V. Perspectivas de espiritualidad: 1. Totalidad y dinamismo; 2. Ascética y mí­stica en perspectiva sacramental.

I. Fundamento de la espiritualidad cristiana
El término «iniciación» pertenece al vocabulario de la primitiva tradición cristiana y designa la «introducción» catequética y sacramental a los misterios cristianos como conocimiento y experiencia; si se habla de una iniciación «cristiana» es para distinguir claramente los contenidos y modos de esta introducción a los misterios, pues en otras religiones, y aun en otras expresiones culturales, hay también formas de iniciación. Esta antigua terminologí­a, emparentada con la palabra «múeo»-«múesis» con sus derivados «misterio», «mí­stica», se encuentra ya en las Constituciones Apostólicas y ha sido con frecuencia usada por los Padres de la Iglesia’. Recientemente ha sido plenamente recuperada por la liturgia posconciliar para designar el proceso de la experiencia sacramental cristiana que va desde el bautismo -precedido por el catecumenado y sus fases- a la eucaristí­a, y encuentra su plena aplicación allá donde se realiza de una manera global este proceso de experiencia, es decir, en lo que oficialmente se llama «Rito de la iniciación cristiana de los adultos». En nuestro caso, la aplicamos en concreto al bautismo y a la confirmación, asumidos globalmente como dos sacramentos distintos pero í­ntimamente unidos entre sí­, como demuestra toda la teologí­a bí­blica y la primitiva tradición patrí­stica y litúrgica. Supone, pues, una referencia implí­cita al catecumenado v a la eucaristí­a.

1. SACRAMENTOS INICIALES E «INICIíTICOS» – Bautismo y confirmación están en la base de lo que podrí­amos llamar la «historia de salvación» de cada cristiano. Con ellos acaece en el hombre la salvación cristiana y se empieza un largo proceso de vivencia del misterio de Cristo y de su Espí­ritu, destinado a germinar plenamente en la gloria a la que hacen alusión tanto el bautismo -con la tensión escatológica de todos sus elementos, como se verá más adelante-como la confirmación, «sello» de Cristo y del Espí­ritu, donación de la «prenda» de la gloria futura en el Espí­ritu Santo. Puestos, pues, al principio de la vida cristiana, la contienen en germen y la condicionan en su totalidad; recibidos una vez para siempre, marcan profundamente el itinerario cristiano; todo discí­pulo de Cristo será siempre fundamentalmente un bautizado y un confirmado; la eucaristí­a llevará a plenitud y renovará constantemente la gracia del bautismo y de la ,unción del Espí­ritu; como ha escrito un teólogo ortodoxo, bautizado a los treinta años de edad: «Tendremos necesidad de toda una vida y de toda una muerte para ser conscientes de la gracia bautismal, para morir y renacer en Cristo» (O. Clément). Toda la existencia cristiana está bajo el signo sacramental del principio de la salvación; en cualquier momento de su vida, en cualquier situación de su vivencia, el cristiano hunde sus raí­ces vitales en las aguas del bautismo, en la unción del Espí­ritu; el carácter sacramental lo configura para siempre, lo mantiene en una vivencia a la que no puede renunciar definitivamente, aunque por hipótesis ignore su situación o reniegue de lo que ha recibido; en sentido positivo, el cristiano está llamado a llevar a plena madurez la gracia de la iniciación cristiana, como un compromiso de vida, una colaboración con Dios, un «pacto» inacabada en sus cláusulas hasta que no sea coronado con la gloria.

Hablamos también de unos sacramentos «iniciáticos», en el sentido que esta palabra tiene en la historia y en la psicologí­a de las religiones. El cristiano está llamado a recibir una «iniciación» a los misterios mediante la escucha del kerigma y de la catequesis; ya esta introducción doctrinal tiene carácter misterioso, «iniciático», requiere la fe; bautismo y confirmación presuponen esta iniciación doctrinal, sin la cual los ritos sacramentales correrí­an el riesgo de un objetivismo mágico. Pero no basta; al discí­pulo de Cristo se le exige, para entrar en el misterio que se le anuncia, la «experiencia sacramental» -semejante a otro tipo de iniciaciones mistéricas anteriores, contemporáneas o posteriores-, el paso por una serie de ritos que evocan, significan, comunican el misterio a través de una prolija serie de simbolismos; la iniciación cristiana es así­ una «mistagogia», introducción y experiencia de los misterios en los cuales se sumerge, por decirlo así­, no sólo aceptando mentalmente lo que ellos quieren expresar, sino también dejándose impregnar exteriormente en su sensibilidad e interiormente en su psicologí­a, hasta quedar incluso impactado en su «psique»; en su conjunto, la iniciación cristiana es una celebración simbólica plenamente objetiva, que implica la conciencia y la responsabilidad del cristiano más allá incluso de lo que por el momento es capaz de entender, asumir, experimentar`. Todo queda inscrito decisivamente, con la seriedad y la eficacia de una obra divina; todo está pidiendo un desarrollo en plenitud. Este carácter iniciático de los sacramentos primordiales está plasmado por el uso de elementos, signos, gestos que evocan los «arquetipos» de la vida y de la muerte, de la esclavitud y de la libertad. Baste pensar en el uso del agua -de amplio significado evocador como simbolismo primordial de la muerte y de la vida-, o en el simbolismo de la luz y de las tinieblas. El discí­pulo de Cristo queda alcanzado totalmente a través del sacramentalismo cristiano, para que en el bautismo y en la confirmación, con la plenitud de realidades salví­ficas que se comunican, se sienta implicado hasta en lo más profundo de su ser, hasta en lo más misterioso de su espí­ritu, en el pleno sentido que tiene su existencia. El bautismo y la confirmación son sacramentos «portadores de sentido»; vehiculan el auténtico peso existencial que, en Cristo y en el Espí­ritu, adquieren todas las experiencias humanas: el dolor y el gozo, la vida y la muerte, la historia y el trabajo. Toda la vida del cristiano está inicial e iniciáticamente marcada por los sacramentos de la iniciación cristiana. Por eso está pidiendo a gritos -con los gemidos del Espí­ritu- que el cristiano viva «en fuerza del bautismo» todas las virtualidades germinalmente presentes desde el principio de su historia de salvación.

2. UNA ESPIRITUALIDAD TRADICIONAL Y MODERNA – LOS Padres de la Iglesia no conocen otra espiritualidad; no hay para ellos otra ascética u otra mí­stica sino la vivencia del bautismo; el testimonio del martirio o las exigencias de la comunión de bienes, el sentido eclesial o el í­mpetu de la oración, la opción por la virginidad o el seguimiento de Cristo en el monaquismo, brotan de la gracia bautismal. Ya Pablo habí­a hecho del imperativo moral del cristiano una especie de «memorial» de la iniciación primitiva: «Cristiano, sé lo que eres», «reconoce tu dignidad», dirá san León Magno. Para los Padres de la Iglesia no hay más moral ni más espiritualidad que la que se desprende obviamente del bautismo cristiano con todos sus compromisos de renuncia a Satanás y adhesión a Cristo en los que se concentra la profesión de fe bautismal. Las catequesis patrí­sticas, como las de Cirilo de Jerusalén, Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia, presentarán el sentido comprometedor en la lí­nea de moral y de espiritualidad que tiene cada gesto, cada palabra. Así­, por ejemplo, Cirilo exhorta a mantener el «memorial» de la nueva vida bautismal: «Instruidos suficientemente en estas cosas, os pido que las recordéis siempre… Dios, que de los muertos os ha llamado a la vida, os concede vivir una vida nueva»; y a propósito de la unción: «Conservad sin mancha la unción que os amaestrará en todo si permanece en vosotros… Es santa y espiritual salvaguardia del cuerpo y salvación del alma… Ungidos con este sagrado crisma, conservadlo puro e irreprensible en vosotros, progresando en las buenas obras y siendo aceptables al autor de nuestra salvación: Cristo Jesús»‘. Una atenta evaluación de la espiritualidad patrí­stica nos permite afirmar que el bautismo está en el centro de la vida cristiana; los elogios de los Padres al bautismo cristiano son suficientemente elocuentes para ponderar la estima que cada fiel debe tener de su condición de bautizado. Lejos de insistir en el aspecto negativo, en las obligaciones del cristiano, los Padres llaman la atención sobre el esplendor de esta condición con un entusiasmo capaz de enardecer los ánimos en una auténtica «mí­stica» del bautismo; se ha observado que el centro de la espiritualidad patrí­stica no es explí­citamente la eucaristí­a, sino el bautismo. Un ejemplo elocuente vale más que muchas palabras: Gregorio Nacianceno, en su célebre homilí­a sobre el bautismo, canta con énfasis sus nombres y sus efectos y ofrece esta hermosa sí­ntesis, en la que se encuentra la esencia de la iniciación cristiana: «El bautismo es el más bello y más sublime de los dones de Dios… Como Cristo, que es el dador de este regalo, tiene muchos y variados nombres; y esto ocurre por una gozosa experiencia de esta realidad, como cuando amamos una cosa nos gusta repetir sus nombres, y también porque la multiplicidad de sus beneficios hace que broten en nuestros labios sus diversos nombres. Lo llamamos don, gracia, bautismo, unción, iluminación, vestido de incorruptibilidad, baño de regeneración, sello y todo lo que hay de más precioso. Don, porque se confiere a aquellos que nada aportan; gracia, porque se da incluso a los culpables; bautismo, porque el pecado es sepultado en el agua; unción, porque es sagrada y real, como los que eran ungidos; iluminación, porque engendra luz y claridad; vestido, porque cubre nuestra vergüenza; baño, porque lava; sello porque nos guarda y es señal de nuestra dedicación a Dios. Los cielos se congratulan con él; los ángeles lo celebran porque es como ellos luminoso; es imagen de la fidelidad celestial; quisiéramos cantarlo con nuestros himnos, pero no podemos hacerlo como merece su dignidad. Esta espiritualidad de la iniciación cristiana, que mantuvo alta la tensión cristocéntrica y eclesial de los primeros siglos, fue decayendo con el correr de los siglos. En la Pení­nsula Ibérica tuvo en Paciano de Barcelona un representante y en Ildefonso de Toledo un testigo de la doctrina de los Padres en su obra De cognitione baptismi. En Oriente perdura la tradición de esta espiritualidad en el libro de Nicolás Cabasilas (s. xiv) La vida en Cristo. Con otro corte espiritual se recupera el valor decisivo de este sacramento en algunos representantes de la escuela francesa, especialmente en san Juan Eudes.

La plena recuperación de la iniciación cristiana como matriz y modelo de la espiritualidad coincide con la renovación bí­blica y litúrgica. Pero no depende sólo de una vuelta a las fuentes; factores socioculturales y movimientos de vitalidad dentro de la Iglesia redescubren en los sacramentos iniciales las esencias de la vida en Cristo y en el Espí­ritu. Así­, por ejemplo, la situación de descristianización ya hizo intuir a Dom Cabrol, a principios de este siglo, la necesidad de una «iglesia confesante», Impregnada de su conciencia bautismal en su testimonio y militancia; la situación precaria de los creyentes en el régimen hitleriano extenderá esta conciencia a todas las iglesias cristianas, como pudo expresarlo D. Bonhoeffer. Este descubrimiento provoca problemas nuevos que nacen de un deseo de valorar al máximo la conciencia de los sacramentos iniciales recibidos no como una obligación o como una garantí­a que favorece la pereza mental y existencial, no como un don del que tranquilamente se puede uno desentender cí­nicamente -como confesaba J. P. Sartre-, sino como una opción lúcida y responsable. Las discusiones sobre el problema pastoral del bautismo de los niños, las tentativas de revitalizar la conciencia del don de la confirmación -no obstante la pobreza teológica de que este sacramento adolecí­a en ciertas proposiciones de pastoral que parecí­a avanzada- tienen una raí­z de espiritualidad: tomar plena conciencia, como en la antigüedad, del valor y compromiso de la iniciación cristiana. Junto al apremio de la situación eclesial que intenta un cambio del cristianismo convencional a una espiritualidad militante, de una iglesia sociológica a una comunidad consciente de sus opciones bautismales, hay una serie de fermentos positivos que favorecen el descubrimiento vital del valor del santo bautismo y la confirmación. Baste pensar en la espiritualidad laical que como experiencia cristiana busca un fundamento mistérico, objetivo, rico y lo encuentra en el bautismo; o en los movimientos apostólicos seglares, entre ellos la Acción Católica, que revalorizan la confirmación como una especie de sacramento del apostolado cristiano; esta última visión es claramente reductiva, pues el fundamento apostólico de los seglares es a la vez el bautismo y la confirmación y privatizar para la Acción Católica la fuerza testimonial del don del Espí­ritu es empobrecer en profundidad y en extensión un sacramento cristiano. Anotamos el hecho como un factor de esta providencial evolución que fructifica en la espiritualidad contemporánea.

Es interesante notar cómo un testigo tan sensible y lúcido de la situación eclesial de nuestro tiempo, Pablo VI, haya dedicado un párrafo luminoso a la importancia de la iniciación bautismal para toda la Iglesia, en su encí­clica programática Ecclesiam suam, al hablar de la conciencia de la Iglesia y de su renovación interior. Vale la pena transcribir este autorizado texto magisterial, que lanza un puente entre la espiritualidad de hoy y la de ayer, entre la Iglesia del s. xx y la de los primeros siglos, con una página digna de un Padre de la Iglesia: «Es necesario devolver al hecho de haber recibido el santo bautismo, es decir, de haber sido injertados mediante tal sacramento en el Cuerpo Mí­stico de Cristo que es la Iglesia, toda su importancia, especialmente en la valoración consciente que el bautizado debe tener de su elevación, más aún, de su regeneración a la felicí­sima realidad de hijo adoptivo de Dios, a la dignidad de hermano de Cristo, a la dicha, esto es, a la gracia y al gozo de la inhabitación del Espí­ritu Santo, a la vocación de una vida nueva, que nada ha perdido de humano, salvo la herencia desgraciada del pecado original, y que está capacitada para dar, de cuanto es humano, las mejores expresiones y experimentar los más ricos y puros frutos. El ser cristiano, el haber recibido el santo bautismo, no debe ser considerado como cosa indiferente u olvidable, sino que debe marcar profunda y gozosamente la conciencia de todo bautizado. Debe ser, pues, considerado por éste como lo fue por los cristianos antiguos, una ‘iluminación’, que, haciendo caer sobre él el rayo vivificante de la verdad divina, le abre el cielo, le esclarece la vida eterna, lo capacita para caminar como hijo de la luz hacia la visión de Dios, fuente de eterna bienaventuranza. Es fácil ver qué programa práctico pone ante nosotros y ante nuestro ministerio esta consideración. Nos gozamos observando que tal programa se encuentra ya en ví­as de ejecución en toda la Iglesia y se ve promovido con celo iluminado y ardiente» (nn. 34-35).

Toda esta riqueza ha sido acogida, como veremos en seguida, en el ancho mar del Vat. II, con consecuencias decisivas para una nueva valoración de la espiritualidad cristiana. Notemos, sin embargo, la continuidad y la creatividad que esta conciencia recuperada de la iniciación cristiana ha tenido y tiene todaví­a con proyección de futuro en los movimientos de espiritualidad, en los grupos eclesiales. Ya desde su fundación, los Cursillos de Cristiandad insistieron en la renovación de la conciencia del propio bautismo. Todos los diversos itinerarios catecumenales de hoy, entre ellos de una manera especial las comunidades neocatecumenales, fundadas por Kiko Argüello, han hecho una opción «totalizante» de este programa de la iglesia antigua. El movimiento carismático, de renovación en el Espí­ritu, acentúa junto con el bautismo la conciencia del don pneumático de la iniciación que ahora parece fructificar plenamente -desde una pneumatologí­a liberada y liberante- en los dones, los frutos, los compromisos de este «Pentecostés» del cristiano que es esencialmente el sacramento de la confirmación. Con diversas acentuaciones, la conciencia de la iniciación cristiana ha pasado al primeil puesto de la espiritualidad cristiana; aunque no haya desarrollado todaví­a, toda su fuerza pastoral y testimonial, ele, otros grupos de espiritualidad y aposto4 lado y en la misma pastoral diocesanas de conjunto.

3. UNIDAD Y RIQUEZA DE LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA – El Vat. II ha consagrada decisivamente esta recuperación de laí­ iniciación cristiana como elemento uní­a tario esencial de la vida cristiana, de la diversidad de las vocaciones, de los posibles aspectos que pudieran determinar lo que llamamos «las espiritualidades». El tono solemne, doctrinal, de la Lumen gentium ofrece estas bases. Et bautismo nos introduce en el misterios sacramento de la Iglesia, Cuerpo Mistico de Cristo (LG 7); bautismo y unción del Espí­ritu son el fundamento de la agregación al Pueblo de Dios, con la plena participación en la gracia y en la misión de Cristo y de la Iglesia (LG 9) y «por la regeneración y la unción del Espí­ritu» participan del sacerdocio real’ de Cristo en su dimensión litúrgica y existencial (LG 10). En un texto rico y sintético se expresa así­ la esencia de la iniciación: «Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espí­ritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y a defender la fe como verdaderos testigos de Cristo, con la palabra y con las obras» (LG 11). Aquí­ radica el fundamento, el modelo y la unidad de esa vocación a la santidad, que es universal para todos los cristianos, abierta a una plenitud que se consigue por los diversos caminos que existen en la Iglesia (LG 39-41). La acentuación de la unidad y el dinamismo tiene su cima en un hermoso texto conciliar que coloca el bautismo en el centro del ecumenismo: «Por el sacramento del bautismo, debidamente administrado según la institución del Señor y recibido con la requerida disposición del alma, el hombre se incorpora realmente a Cristo crucificado y glorioso, y se regenera para el consorcio de la vida eterna según las palabras del apóstol (cf Col 2,12)… El bautismo, por tanto, constituye un vinculo sacramental de unidad, vigente entre todos los que por él han sido regenerados. Sin embargo, el bautismo, por sí­ mismo, es sólo un principio y un comienzo, porque todo él tiende a conseguir la plenitud de la vida en Cristo. Así­ pues, el bautismo se ordena a la profesión í­ntegra de la fe, a la plena incorporación a la economí­a de la salvación tal como Cristo en persona la estableció y, finalmente, a la í­ntegra incorporación en la comunión eucarí­stica» (UR 22). Sólo a través de los innumerables textos conciliares se puede recomponer el mosaico rico de detalles de la espiritualidad bautismal, de la que hemos querido subrayar ahora su unidad y su fuerza sacramental, con referencia a Cristo y a su Espí­ritu, a la Iglesia.

Es sintomático que sean siempre los sacramentos de la iniciación cristiana, y no cualquier otro fundamento superficial. los que determinan el sentido de la espiritualidad y del apostolado de los seglares en la Iglesia con proyección a la renovación de la sociedad en la que viven inmersos (cf LG 31-33 y AA 3); asumiendo las esencias sacramentales de la iniciación, el Vat. II ha desarrollado de una manera peculiar la proyección de los seglares en el mundo mediante la participación del triple oficio sacerdotal, real y profético de Cristo (cf I,G 34-36). La misma vida religiosa está puesta bajo el signo de la iniciación cristiana como terreno único y fecundo en el que pueden desarrollarse los votos y pueden florecer los variados carismas (LG 44).

La orientación del concilio resulta de una gran importancia para la espiritualidad cristiana. Ante todo, ofrece un fundamento objetivo, sacramental, amplio como la riqueza misma de la iniciación, único como única es la fundamental historia de la salvación y la vocación cristiana. De esta riqueza y universalidad, de esta unidad fundamental, brotan las demás espiritualidades, que tienen un ulterior fundamento sacramental -sacerdocio, matrimonio- en conexión y continuidad con el bautismo, o una opción peculiar -la vida religiosa- o una situación global de vida -la espiritualidad laical-. A esta fuente sacramental hay que reducir finalmente cualquier otra espiritualidad resultante de la acentuación de un aspecto ya esencialmente contenido en la riqueza genérica del bautismo cristiano; no hay espiritualidad especí­fica que no seasimplemente el cultivo, la sí­ntesis de alguno o algunos aspectos de la riqueza «genérica» que existe en la iniciación cristiana; esto vale tanto para las espiritualidades «históricas» de diversa denominación (carmelitana, franciscana, ignaciana) como para las que resaltan algún aspecto (oración, acción, trabajo) o alguna categorí­a de personas (jóvenes, ancianos). Cuando se pone el acento sobre lo especí­fico sin reducirlo a lo genérico cristiano, se vuelca la pirámide de los valores con peligro de destruir el equilibrio, acentuar el integralismo de algunas opciones, favorecer una conciencia de «élite», que está contra la unidad y la universalidad de la vida cristiana bautismal, descuidando quizá lo que enriquece y preserva al cristiano de cualquier tendencia sectaria en la espiritualidad eclesial. Nunca un hilillo de agua podrá competir con la riqueza del rí­o: sin embargo, todos los afluentes de la espiritualidad podrán enriquecer la espiritualidad de la Iglesia, contenida esencialmente en la iniciación cristiana y por ello, como vida de la Iglesia, capaz de enriquecerse con la experiencia progresiva del Espí­ritu en las personas y en la historia. La vuelta a los orí­genes es siempre garantí­a de salud objetiva en la espiritualidad de la Iglesia.

En la iniciación cristiana, finalmente, se recupera la unidad de la experiencia cristiana, desgarrada por las diversas divisiones doctrinales que el movimiento ecuménico trata de recomponer. En el bautismo -por no hablar de la confirmación, que permanece un problema ecuménico por parte de los protestantes- las confesiones cristianas encuentran constantemente la amplitud de la espiritualidad cristiana y el estí­mulo para uno de sus objetivos y tareas fundamentales: vivir la unidad en Cristo y dar testimonio de ella ante el mundo. Hemos recogido el texto ecuménico sobre el bautismo del Vat. II (UR 22); no podemos olvidar el recurso constante a este fundamento común, hecho por todos los documentos de diálogo; el último de ellos el documento de «Fe y Constitución» sobre Bautismo, Eucaristí­a y Ministerio (Lima 1982), que subraya fa unidad y la riqueza del sacramento de la fe y de la regeneración en estas lí­neas fundamentales: participación en la muerte y resurrección de Cristo; conversión, perdón y purificación; don del Espí­ritu Santo; incorporación al Cuerpo de Cristo; sello del reino».

II. Teologí­a bí­blica de la iniciación cristiana
La necesaria premisa sobre la actualidad del tema nos lleva ahora a recoger en breve sí­ntesis los datos de la revelación, manantial seguro e inagotable de la espiritualidad del bautismo y de la unción del Espí­ritu. La riqueza de textos y de temas nos obligan a una opción metodológica y a una simple referencia a los contenidos sustanciales; en realidad, bautismo y confirmación como participación del misterio de Cristo y del Espí­ritu en la Iglesia tienen una conexión con toda la doctrina del NT y engarzan, por las tipologí­as y las grandes «maravillas de Dios» de la historia de la salvación, con todo el AT.

1. EL BAUTISMO DE CRISTO EN EL ESPíRITU: SINí“PTICOS Y JUAN – El hecho constitutivo del bautismo cristiano se encuentra en el mandato explí­cito de Cristo: «Id, pues, y haced discí­pulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo» (Mt 28,20); «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea se condenará» (Mc 16,16). En ambos mandatos la unión de la misión, de la predicación y de la iniciación, mediante el bautismo; en Mt la referencia a la economí­a trinitaria, en una fórmula tardí­a; en Mc la necesidad de la fe como premisa del rito del bautismo. Desde este mandato, la teologí­a de los sinópticos se remonta al significado especí­fico de un rito, ya conocido por los judí­os y prosélitos, practicado por Juan, asumido por Jesús en un momento en que se descubre todo su poder mesiánico y su naturaleza de Hijo de Dios (cf Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22; Jn 1,29-34); un hecho fundamental que proyecta luz sobre el rito al que se someterán los cristianos, como imitación del gesto y participación en el misterio bautismal de Cristo; tanto más que desde este hecho Jesús proyecta proféticamente sobre sus discí­pulos la realidad misma en la que él ha sido bautizado: el Espí­ritu (Lc 3,16); una promesa repetida momentos antes de la Ascensión a los cielos (He 1,5). Por otra parte, el bautismo de Jesús, que prefigura el cumplimiento de su misión como Siervo de Yahvé, hace una referencia explí­cita al momento de la Pasión a través de dos textos enigmáticos de Lc 12,50 y Mc 10,38-39, en los que aparece la muerte como una inmersión bautismal: «Con un bautismo tengo que ser bautizado y ¡qué angustiado estoy hasta que se cumpla!».

Juan, el evangelista, completa la revelación sinóptica con una mayor insistencia en el bautismo del Espí­ritu, cae una acentuación del elemento simbólica polivalente del agua; «nacer del Espí­ritu», «nacer de lo alto», «nacer de nuevo», como se expresa Jesús en el coloquio con Nicodemo (cf Jn 3,1-21), indica primitivamente, más que el rito, la nécesidad de una adhesión en la fe y una novedad que es fruto permanente del Espí­ritu en todo su dinamismo; la lectura «del agua y del Espí­ritu» (Jn 3,5), probablemente tardí­a, expresa la ritualización de ese nuevo nacimiento. Pero el don del Espí­ritu -agua en abundancia- es promesa constante de Jesús (Jn 7,37-39), de cuyo seno manarán torrentes de agua viva (según la moderna lectura del texto); promesa realizada simbólica e inicialmente en el Calvario cuando del costado de Cristo brota sangre y agua (Jn 19,34). Juan alcanza aquí­ la teologí­a de los sinópticos en las dos acentuaciones bautismales: la fe como condición de adhesión, el Espí­ritu como autor y don del bautismo cristiano. En las cartas de Juan se hablará más bien de los efectos del bautismo en el Espí­ritu: un nuevo nacimiento, una nueva vida de una semilla divina (cf 1 Jn 2,29; 3,9; 4,7 y passim) con consecuencias en el comportamiento moral del cristiano. Y, además, se hará alusión a la unción interior del Espí­ritu, como capacidad sobrenatural de la fe, que penetra como una nueva sabidurí­a, fruto de la Alianza nueva (cf 1 Jn 2,20-27).

Con la lógica aceptación de la fe y el bautismo, el discí­pulo de Jesús entra, pues, en el misterio de su Evangelio anunciado y en la vida nueva del Reino prometido.

2. EL BAUTISMO EN LA COMUNIDAD ECLESIAL – El mandato de Cristo de bautizar se inaugura solemnemente el dí­a de Pentecostés; la secuencia de momentos claves contenidos en el texto narrativo corresponde con precisión a una primitiva ritualización de la iniciación cristiana: tras el anuncio del kerigma de Jesús, muerto y resucitado, que provoca la compunción del corazón de los oyentes, una pregunta y una respuesta: «¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: Convertí­os y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espí­ritu Santo…» (He 2,37-38); precede el anuncio; siguen la llamada a la conversión, adhesión de fe a Cristo salvador, el bautismo en el nombre de Jesús con los efectos de la remisión de los pecados y el don del Espí­ritu. La vida de la comunidad primitiva tanto en Judea como en la diáspora, como entre los gentiles, documenta ampliamente la misma secuencia de hechos en diversos bautismos personales y colectivos (He 8,12 y ss.; 8,38; 10,48; 16,15 y 33;1 8,8; 9,1-6). La fórmula primitiva «en el nombre de Jesús» indica el sentido especí­fico y mistérico de una adhesión a Cristo como Señor y Salvador. Se realiza en el seno de la comunidad eclesial, por mandato de los apóstoles o por sus enviados. Todo se cumple en virtud del Espí­ritu, que tal vez precede (He 10,44…), tal vez sigue a distancia la ablución bautismal. En dos lugares el don del Espí­ritu se atribuye explí­citamente al gesto de la imposición de las manos; en He 8,15-17, probablemente como gesto de plena comunión eclesial; en He 19,6 como signo, al parecer normal, de una ritualización de la iniciación que completa el bautismo con una imposición de las manos, gesto conocido y practicado por los judí­os. En los Hechos se da más relieve a los acontecimientos en este caso que a los contenidos del bautismo cristiano, aunque no faltan los elementos principales.

3. EL BAUTISMO EN PABLO: EXPERIENCIA, TEOLOGíA. PARENESIS – San Pablo habla de la iniciación cristiana en todo el cuerpo de sus cartas de manera global. En él prevalece la experiencia personal y singular de su conversión y de su bautismo, con los efectos de renovación, iluminación, plenitud del Espí­ritu (cf He 9,17-19; 22,12-16; 26,16-18). Es la experiencia creciente de la nueva vida que lo habilita para exponer doctrinalmente el misterio inefable del bautismo cristiano; no satisface curiosidades a propósito de la ritualización, pero abre perspectivas inmensas acerca de lo que es el misterio del bautismo en Cristo, en el Espí­ritu y en la Iglesia. Desde el punto de vista más cristocéntrico, hay que aludir al texto fundamental en Rom 6,1-11 con su pasaje central: «¿O es que Ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados con el bautismo de la muerte, a fin de que al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así­ también nosotros vivamos una vida nueva» (vv. 3-4); el bautismo es una comunión, inmersión, en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, con efectos idénticos a los prefigurados y adquiridos por el misterio de la muerte-resurrección de Cristo: muerte del hombre viejo y del pecado. vida y resurrección en Cristo. De este planteamiento fundamental se desprenden todas las conclusiones que Pablo propone en innumerables textos en sintoní­a: vida en Cristo, en su muerte y en su nueva vida en el Espí­ritu (cf Gál 2,19-21; 5,24-25; Col 3,1-4; Ef 2,4-8). De aquí­ surge la exhortación a vivir según la «iniciación» recibida, tanto en sentido negativo -lucha contra el pecado (Rom 6,12-14)- como en el sentido positivo -revestirse de Cristo Jesús, de sus obras y sentimientos (Ef 4,17-32)-. En otros textos Pablo pone claramente el bautismo en conexión con la acción y el don del Espí­ritu, en quien somos bautizados (1 Cor 12,13); objetiva su actuación con palabras simbólicas: unción que consagra, sello que marca, prenda que se nos entrega (2 Cor 1,21-22 y Ef 1,13-14; 4,30); o llama al bautismo baño de regeneración y de renovación en el Espí­ritu Santo (Tit 3,5-7). Está claro que las alusiones implí­citas a la iniciación se hallan allí­ donde se habla de los maravillosos efectos de la vida cristiana como filiación divina y don del Espí­ritu (cf Gál 4,6; Rom 8,14-17; Ef 2,4-8…). Finalmente, la perspectiva eclesial del bautismo en las dos metáforas caracterí­sticas de Pablo -el cuerpo y la esposa- está bien clara en 1 Cor 12,13 y Ef 4,4-5 (un solo cuerpo y un solo bautismo) y tiene una hermosa dimensión mí­stica en Ef 5,25-27 cuando se refiere al baño nupcial de la esposa (cf 1 Cor 6,11).

4. PERSPECTIVAS COMPLEMENTARIAS – En otros escritos apostólicos tardí­os encontramos puntos de referencia que, si no enriquecen cuanto Pablo y los evangelistas nos han propuesto, en parte lo confirman. Así­, la primera carta de Pedro -de evidente sabor bautismal, sin llegar a afirmar que describa una primitiva liturgia de iniciación o una homilí­a bautismal- engarza con los temas tradicionales de la vida nueva, del pueblo nuevo, con una invitación a una conducta digna del nombre cristiano (cf 1 Pe 1-2; 3,18-22; 4,1-19). El autor de la Carta a los Hebreos recuerda la doctrina del bautismo y de la imposición de las manos en un texto que podrí­a aludir a los tres sacramentos de la iniciación cristiana: «iluminación» bautismal, alimento de la palabra y de la eucaristí­a, participación del don del Espí­ritu (He 6,2-4); el bautismo se presenta como purificación interior e iluminación (Heb 10,22.32).

Esta simple enumeración de las alusiones más explí­citas al bautismo cristiano nos permite afirmar que constituye como la infraestructura mistérica de toda la revelación del NT. Se afirma claramente la inmersión del cristiano en toda la economí­a o misterio de Cristo y de su Espí­ritu, en la Iglesia, con proyección de conducta moral y exigencias de vida comunitaria; todo desemboca en una vida en Cristo o una existencia según el Espí­ritu, como forma concreta de vivir la iniciación cristiana. Parece prematuro pedir a los textos neotestamentarios, al menos como hoy los ven la mayorí­a de los exegetas, una neta distinción ritual entre el bautismo y la confirmación.

III. Teologí­a mistagógica de la iniciación cristiana
No se puede evocar la iniciación cristiana sin aludir a la opulenta teologí­a que los primeros siglos han acumulado sobre ella, con un maximalismo bí­blico, litúrgico y teológico que está muy lejos de las reducciones posteriores a un problema de materia y de forma, de efectos y de obligaciones morales. Se trata de una teologí­a mistagógica no sólo porque se dedica a iniciar en los misterios o explicarlos después de haberlos experimentado -como en el caso de las catequesis jerosolimitanas de Cirilo-, sino porque constituye una atenta, minuciosa, a veces compleja, explicación de cada palabra y gesto; la Biblia con sus textos y alusiones, la liturgia con el simbolismo de sus ritos ofrecen innumerables pistas para esta teologí­a mistagógica. En parte se puede decir que la liturgia postconciliar, tanto en el bautismo de niños y en la confirmación como en el rito continuo de la iniciación cristiana de los adultos, ha conservado lo esencial de la liturgia primitiva, con ritos y palabras que todaví­a hoy merecerí­an una adecuada «mistagogia» q desvele los contenidos que se comutda; can y los compromisos que se ad; quieren.

1. LOS CAMINOS DE LA MISTAGOGIA PATRíSTICA – Desde los primitivos bautismos judeo-cristianos, evocados por los trabajos de J. Daniélou, confirmados por las investigaciones arqueológicas de B. Bagatti, cantados en fragmentos por las Odas de Salomón, hasta la prolija ordenación de los ritos bautismaleei del Ordo Romanus XI, la iniciación cristiana constituye un auténtico microcosmos de lugares teológicos que desarrollan en abundancia tipologí­as biblicas, contenidos doctrinales, exigencias morales, experiencias espirituales, hasta una auténtica «mí­stica mistérica» del bautismo y de la unción. Aquí­ sólo podemos referirnos a los caminos de la mistagogia tal como la encontramos expresada en los comentarios de los Padres: catequesis, homilí­as, tratados.

Ocupa el primer lugar la ví­a bí­blica: con un análisis exhaustivo de los textos, explí­citos alusivos a la iniciación y a sus, efectos; pero se remonta, con el método tipológico de los Padres, inspirado por la misma tradición neotestamentaria, a una búsqueda de todas las tipologí­as y sí­mbolos del Antiguo y del NT. Así­, por ejemplo, se teje la tipologí­a del agua al través de los libros sagrados (como todaví­a hoy se hace en la oración de la bendición de la fuente bautismal): la creación primordial y el diluvio, el paso del mar Rojo y la peregrinación por el desierto, las aguas de Mará y la fuente de la roca viva, el paso del Jordán, el ciclo milagroso de Elí­as y Eliseo en este rí­o, donde se baña y se cura Naamán el sirio. Se juega con el tema del árbol de la vida y del retorno al paraí­so. Se cumplen en el bautizado los suspiros por el agua viva, o las prefiguraciones sacramentales del Salmo 22, o de las aguas limpias y purificadoras, prometidas por los profetas. Todo el evangelio de Juan, con su carácter «acuático», es evocador de las realidades bautismales: de Caná de Galilea al Cenáculo, donde Jesús lava los pies, del paralí­tico de Betsaida al ciego de nacimiento, de la Samaritana a la promesa de los rí­os de agua viva, de la efusión de sangre y agua en la cruz a la pesca milagrosa en el lago de Tiberí­ades.

Otra ví­a preferida es la explicación simbólica, a veces hasta el exceso, de cada uno de los gestos de la liturgia de la iniciación -en la que se han acumulado ritos de diversa procedencia-. Así­, por ejemplo: la entrada en el baptisterio se interpreta como un retorno al paraí­so; la renuncia a Satanás, vuelto hacia Occidente, y la adhesión a Cristo, mirando a Oriente, como un paso del reino de las tinieblas al de la luz; la deposición del vestido como el despojarse del viejo Adán y sus obras; la unción prebautismal como el fortalecimiento del atleta de Cristo, que tiene que luchar en la piscina bautismal contra el dragón; la inmersión en el agua como la sepultura y la resurrección, la introducción en una tumba sepulcral, que es a la vez seno materno; bajar las gradas del baptisterio y volverlas a subir como una kénosis y una ascensión, semejantes al vaciamiento de Cristo y a su bajada hasta el lugar de los muertos para resucitar victorioso; la unción postbautismal como el perfume que sigue al baño, con la unción del Espí­ritu; la signación con la cruz como la marca de posesión; la vestidura blanca y, como en algunos ritos orientales se hace, la corona que se impone, significan el revestirse de Cristo, el sentido nupcial y real del bautismo cristiano; la imposición de las manos como transmisión del Espí­ritu; el beso de paz como acogida gozosa en la comunidad de la Iglesia, igual que se hace en familia con un recién nacido; la primera celebración eucarí­stica con el ofrecimiento de los dones canta la nueva vida de los bautizados entronizados en el pueblo sacerdotal; la comunión eucarí­stica a la que se añade un cáliz con leche y miel, como la entrada definitiva en la tierra prometida. Todo ello no tiene simplemente el sentido de una experiencia gratificante que se agota en la celebración misma; proyecta en la «parénesis» de los Padres precisos compromisos de vida.

Otro camino recorrido por los catequistas antiguos es la explicación exhaustiva de los diversos nombres del bautismo, tanto en su origen bí­blico como en su derivación litúrgica, como hemos podido apreciar en el texto citado de Gregorio Nacianceno, y como hací­a todaví­a Nicolás Cabasilas en el s. xiv «. Se profundiza en el sentido de las palabras bí­blicas: bautismo (inmersión), purificación, regeneración, renovación, «catarsis», iluminación, unción, sello, prenda o arras… De aquí­ se pasa al amplio comentario de los efectos que produce y de los compromisos que se asumen. Los Padres establecen una lógica continuidad entre esencia y existencia, entre ser cristiano y vivir como cristiano. La literatura patrí­stica ofrece jugosas catequesis mistagógicas tanto en Oriente como en Occidente, donde los excesos, si los hay, no son fruto de un nominalismo o de hojarasca barroca, sino de una profunda fe, de una lectura sapiencial de la Escritura, de una emocionada y vibrante experiencia cristiana llevada, sin romanticismo, hasta el martirio si es necesario.

2. Los CONTENIDOS DE LA LITURGIA ACTUAL – Una sí­ntesis doctrinal de la iniciación cristiana la ofrece la liturgia renovada tanto en las premisas a los ritos como en las palabras y los gestos litúrgicos. La Iglesia ha recuperado en los textos actuales la quintaesencia de la tradición de los primeros siglos. A esta liturgia nos acercamos para obtener una apretada sí­ntesis doctrinal.

a) El bautismo cristiano. Toda la teologí­a del bautismo se puede resumir en una serie de nombres consagrados por la tradición cristiana.

Sacramento de la fe. En el centro de la celebración bautismal tenemos la profesión de fe, requisito esencial según el precepto del Señor (Mc 16,16); en este misterio se subraya que la fe es un don de Dios y un compromiso permanente, una conversión para entrar definitivamente en una historia de salvación, que supone la escucha constante de la palabra, una opción definitiva para llevar la fe a una profesión y a una dilatación con las palabras y las obras. En el bautismo de los niños el sacramento de la fe tiene una primera referencia a la fe de la Iglesia entera, representada por la comunidad eclesial y por los padres y padrinos del bautizado, con el consiguiente compromiso de educación del bautizado en la fe en el momento oportuno. En el bautismo de los adultos la profesión bautismal es la cima de ese camino de fe recorrido a través del catecumenado. En cualquier hipótesis, el bautismo inaugura un camino de fe en la Iglesia en el sentido positivo que le daban los Padres y todaví­a hoy le da la Iglesia oriental a la profesión de fe -contrapuesta a la renuncia a Satanás-; es decir, como una adhesión vital a Cristo.

Iluminación. Es el aspecto positivo de la fe, subrayado por la tradición antigua y hoy presente con el rito del cirio encendido que se entrega al bautizado o a sus padrinos. La fe es conocimiento del misterio, capacidad de penetración en la intimidad de Dios; es luz para la mente y purificación para el corazón. Pablo escribe citando un antiguo himno cristiano: «Despierta, tú que duermes; y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo» (Ef 5,14); Clemente Alejandrino nos ha conservado la continuación de esta pieza: «Porque el Señor es la luz de la resurrección, engendrado antes del lucero de la mañana, con sus rayos nos otorga la vida»’. El cristiano es un «iluminado», un «iniciado» en los misterios, cuyo conocimiento puede penetrar cada vez más en esta vida por la contemplación y la experiencia espiritual, hasta la luz sin ocaso de la gloria.

Nuevo nacimiento. El simbolismo de las aguas bautismales, la gracia de la nueva vida en Cristo, el don filial del Espí­ritu, que habilita para decir «Abbá. Padre», resaltan el don de la regeneración, una nueva vida de la muerte del pecado, afirmada con claridad en los exorcismos; pero vida en abundancia, de la semilla de Dios, del agua y del Espí­ritu con la plenitud del ser hijos de Dios. Vida plena pero en germen, destinada a crecer indefinidamente, a madurar con la experiencia, hasta la vida eterna, de la que el bautismo es semilla y prenda.

Participación en el misterio pascual. La regeneración bautismal es fruto y evocación del misterio de la muerte y de la resurrección de Jesús; una inmersión en este misterio marca definitivamente al bautizado como un discí­pulo que acepta en la fe y en la vida repetir con el bautismo un gesto de adhesión vital a Cristo Crucificado y Resucitado como Señor de su destino; y a la vez empieza una historia, marcada por el «destino» de la cruz gloriosa, por el misterio pascual como «iniciación fundamental» de su existencia, que se desarrollará siempre como una «pascua», un «morir y resucitar» constantemente y conscientemente, hasta la última pascua -morir para vivir definitivamente-en la muerte corporal.

Incorporación a la Iglesia. El bautismo en la fe de la Iglesia tiene múltiples referencias al misterio del Cuerpo del Señor. La Iglesia es la madre fecunda; la fuente bautismal su seno materno, fecundado por el Espí­ritu. La unción posbautismal con el crisma pone de relieve la incorporación del neófito al Cuerpo de Cristo como participación ensu triple oficio real, profético y sacerdotal. El cristiano entra a formar parte de una familia, acogido por el beso de paz de los cristianos, y está llamado a vivir consciente y activamente su inserción en la vida e historia del Pueblo de Dios.

b) La confirmación. La unción posbautismal del bautismo de los adultos que confiere la confirmación y el rito mismo de la confirmación con sus premisas doctrinales, ofrecen una clara teologí­a de este segundo sacramento de la iniciación.

Don del Espí­ritu Santo. Con toda claridad se afirma que el bautismo en el Espí­ritu Santo tiene en la confirmación la ritualización del don pentecostal de este mismo Espí­ritu. Lo indica la nueva fórmula sacramental, inspirada en la oriental: «Recibe por esta señal el don del Espí­ritu Santo». Y lo subraya, desde siempre, el gesto de la imposición de las manos en Occidente y la unción con el crisma en Oriente. Hoy el gesto de la imposición de las manos ha sido integrado en la unción con el crisma, que conserva como sí­mbolo sacramental toda la polivalente evocación de significados: crisma-unción, crisma-perfume, crisma-sello; por lo tanto, consagración interior, a imitación de Cristo, marca de posesión indeleble para la vida eterna, perfume de las buenas obras en el testimonio.

Para la edificación de la Iglesia. El sentido pleno de la unción del Espí­ritu es la participación plena en todo el misterio y ministerio del Espí­ritu, con la doble perspectiva del bautismo de Jesús, momento de su consagración mesiánica para la misión evangelizadora, y la evocación sacramental del dí­a de Pentecostés, como aparece en algunos textos del rito actual. Confirmación como «pentecostés del bautizado»; plenitud del misterio pascual en su efusión y manifestación para la consagración del Cuerpo de Cristo y para la continuación de su misión en la historia de la humanidad. Por este sacramento el bautizado entra en la misión del Espí­ritu, recibe sus dones y en él, que es el Don por excelencia, queda habilitado para los servicios, carismas y misiones que se le pueden asignar en la Iglesia; inserción consciente, vinculación más estrecha, colaboración más generosa para defender y difundir el mensaje, para experimentarlo en la profundidad del Espí­ritu y testimoniarlo con su audacia.

IV. Problemas teológicos y pastorales
La iniciación cristiana no está exenta de problemas teológicos y pastorales, que aquí­ no podemos menos de recordar. sin caer en evidente omisión, aunque sólo sea de manera sintética.

1. PROBLEMAS TEOLí“GICOS – Son dos los temas salientes de una cierta problemática teológica en torno a la iniciación cristiana: el bautismo de los niños y la clara distinción entre el sacramento del bautismo y de la confirmación. En realidad. no son problemas de orden dogmático, pues para la Iglesia católica no existe duda alguna al respecto y tanto la legitimidad del bautismo de los niños como la clara distinción del bautismo y de la confirmación pertenecen al dogma.

a) El bautismo de los niños. Desde la antigüedad, por una tradición apostólica. como afirma Orí­genes, la Iglesia ha bautizado a los niños desde la más tierna edad y lo ha hecho no por el simple motivo de la remisión del pecado original, sino por el deseo de ofrecerle la plenitud de la salvación en Cristo. San Agustí­n, en la carta a Bonifacio, ha dado un fundamento decisivo a esta praxis de la Iglesia al afirmar que los niños, aunque no puedan hacer un acto de fe, son bautizados en la fe de la Iglesia y asumirán en el momento oportuno todas las responsabilidades de esta fe profesada. Lutero, a pesar del planteamiento de la sacramentalidad en términos de fe fiducial, no negó la legitimidad de este bautismo, como no lo hicieron los otros reformadores; sólo la voz discordante de Tomás Müntzer con los anabaptistas se levantó contra esta práctica de la Iglesia, llevando en realidad hasta las últimas consecuencias las tesis de Lutero. A la posesión pací­fica de esta doctrina puso una grave hipoteca K. Barth con sus tesis sobre la inutilidad del bautismo de los niños por la impotencia para proferir un acto de fe, único verdadero elemento de la justificación que Dios ofrece y el hombre acepta cuando a él se entrega. Desde 1942, cuando Barth lanzó su tesis, sus posiciones han influenciado las iglesias cristianas, incluida la católica; no han faltado reacciones negativas dentro del área protestante que han reafirmado a nivel bí­blico, patrí­stico y teológico la posición tradicional; baste pensar en las opiniones de O. Cullmann y J. Jeremias. La «sospecha» barthiana ha abierto brechas en la pastoral con excesivas simpatí­as hacia el bautismo de adultos y criticas excesivas hacia el bautismo de los niños. Tras varios lustros de incertidumbre pastoral en algunos sectores de la Iglesia católica, un documento de la Santa Sede, la Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la fe sobre el bautismo de los niños (1980)», da cumplida respuesta a temores y objeciones. La opción de la Iglesia quiere salvaguardar el principio tradicional del bautismo de los niños y la garantí­a de su educación religiosa para dar al bautismo la plenitud sacramental que exige la fe personal. En todo caso, la Iglesia opta por un maximalismo, favoreciendo, con una buena garantí­a inicial, el hecho de bautizar a los niños, incluso en el caso de que sus padres no sean creyentes, ya que en el caso de familias cristianas se da por descontado el deseo de instruir a los niños en la fe bautismal. Para los católicos no debiera existir en este caso un problema teológico, aunque queden abiertos graves problemas pastorales para responsabilizar a padres y padrinos y garantizar la armoniosa educación en la fe.

b) La relación entre bautismo y confirmación. Sobre el sacramento de la confirmación ha pesado desde el s. xvi su negación como «sacramento inútil» por parte de los protestantes; una reciente polémica en campo anglicano ha hecho recrudecer el problema, suscitando de rechazo un inmenso interés por este sacramento desde el punto de vista bí­blico, litúrgico, teológico y pastoral. El dilema propuesto por el anglicano G. Dix hoy nos parece excesivamente reductivo: o el bautismo confiere el Espí­ritu Santo y entonces la confirmación está de sobra, o da sólo la remisión de los pecados y la confirmación confiere el don del Espí­ritu. La Iglesia católica, con el nuevo rito de la confirmación, ha hecho opciones precisas respecto a múltiples aspectos del sacramento, al menos por cuanto se refiere al futuro, dejando a la historia compleja del sacramento un saldo de cuestiones oscuras. De hecho ha optado por una nueva fórmula sacramental que pone de relieve el don del Espí­ritu; ha elegido la unción con la imposición de las manos en un único gesto como materia del sacramento, no obstante la ambigüedad litúrgica de tal imposición de manos; ha vuelto a la afirmación del obispo como ministro originario del sacramento, como consagrador del crisma, aunque pueda delegar su administración a quienes no son obispos, de manera normal en la iniciación cristiana de los adultos. Ha señalado la edad de la confirmación, según la regla tradicional de los últimos siglos, en torno al uso de razón, dejando a las Conferencias Episcopales la decisión sobre la oportunidad de postergarla. Sin entrar de lleno en una discusión teológica sobre el sentido especí­fico de la gracia de la confirmación, relacionada con el bautismo, ha afirmado claramente su vinculación al hecho de Pentecostés y a la economí­a del Espí­ritu Santo para el crecimiento de la Iglesia. No puede quedar encerrada en un dilema la acción del Espí­ritu, que en la historia de la salvación, en Cristo y en la Iglesia es progresiva, reiterativa, novedosa. Si el bautismo es obra del Espí­ritu, la confirmación supone una ulterior caracterí­stica efusión del Paráclito. Entre los dos sacramentos se puede establecer una cierta analogí­a a nivel cristológico: la encarnación por obra del Espí­ritu Santo, el bautismo en el Jordán con la consagración mesiánica por medio del Espí­ritu; y un parecido a nivel eclesiológico entre el nacimiento de la Iglesia en el Calvario y su manifestación plena en Pentecostés. Bautismo y confirmación confieren el misterio pascual en plenitud, manifestado en el don pentecostal del Espí­ritu. En la iniciación cristiana de los adultos la sucesión de los ritos sigue el orden unitario de la antigüedad cristiana, conservado todaví­a hoy en las iglesias orientales en el bautismo de los niños. La separación ritual de la confirmación -surgida en Occidente al reservar a los obispos la imposición de las manos para el don del Espí­ritu- retrasa en el tiempo el acontecimiento pentecostal. En este hecho hay un cierto inconveniente teológico por una excesiva separación temporal de los dos sacramentos, y con frecuencia por una ilógica anticipación de la eucaristí­a antes de que se haya recibido la confirmación, con una evidente ruptura del nexo tradicional de los tres sacramentos: bautismo, confirmación, eucaristí­a. A la ambigüedad teológica hace de contrapeso la oportunidad pastoral de retrasar la confirmación a un momento oportuno de la evolución en la que se pueda tomar mayor conciencia -mediante una adecuada preparación catequética y espiritual- del don bautismal recibido y de la gracia del Espí­ritu que confiere la confirmación como pentecostés del cristiano. La opción de la Iglesia ha discurrido por estos cauces, dejando abiertas las puertas a una mayor profundización teológica y a una mejor disposición pastoral.

2. DIMENSIONES PASTORALES – Como se ha podido apreciar, los dos problemas teológicos fundamentales de la iniciación cristiana han sido remitidos a una pastoral eclesial, en la que juega un papel decisivo una palabra de la espiritualidad.

En vez de hacer pesar sobre inocentes la problemática de los adultos, como tal vez han parecido ser las objeciones contra el bautismo de los niños, conviene que toda la responsabilidad recaiga sobre la comunidad eclesial. Una adecuada pastoral del bautismo de los niños requiere en primer lugar la formación de comunidades cristianas responsables y maduras, conscientes de la gracia y responsabilidad de su bautismo, gozosas en la transmisión de la misma vida divina, preparadas para acoger en un clima de fe a los niños, que en el momento oportuno empezarán a participar plenamente en la vida de la Iglesia. Allí­ donde las comunidades cristianas han logrado este camino de madurez en la fe, no hay objeciones de principio sobre la oportunidad del bautismo de los niños, asumido con lucidez y con orgullo. Baste pensar en las comunidades neocatecumenales o carismáticas, que desde su misma experiencia, tí­picamente bautismal, y con motivaciones ciertamente no sospechosas de cristianismo sociológico, celebran con renovada belleza el bautismo de los niños y más tarde los integran activamente en la participación litúrgica y en la catequesis. Si citamos este caso es porque se trata con frecuencia de personas que han encontrado el sentido de la fe en la edad madura. No podemos compartir la opinión, en este caso extremista, de J. J. von Allmenn, que preconiza una interrupción del bautismo de niños por parte de todas las iglesias como un signo de salud para el Pueblo de Dios. Si horroriza la hipótesis de un mundo sin niños, debiera asustar la fria opción de una iglesia «sólo para adultos». Mejor serí­a gastar las energí­as pastorales en la promoción pastoral de comunidades maduras sin cargar sobre los niños las culpas eventuales de los mayores. Y ésta es una tarea pastoral que encuentra en los movimientos eclesiales una respuesta convencida. Allí­ donde se preparan grupos cristianos que profundizan comunitariamente en la experiencia de la fe, se están preparando los ambientes de esa educación cristiana que hoy ya no garantizan automáticamente ni la sociedad, ni la escuela, ni tal vez la familia; pero a la que no puede renunciar la comunidad cristiana, que en su tiempo asumió la tarea de hacer fructificar la gracia bautismal.

Análogas consideraciones caben en torno al sacramento de la confirmación. El problema central es el de la preparación adecuada; desde diversas perspectivas, H. Küng y recientemente Y. Congar prefieren mantener el orden lógico de la iniciación cristiana, de manera que la confirmación preceda a la primera comunión en los primeros años de la infancia, cuando se despierta el uso de razón y el niño es capaz de fuertes experiencias religiosas que lo marquen (FI. Küng); pero Congar observa que el ambiente apropiado será el de una comunidad que vive la experiencia del Espí­ritu y favorece así­ una plena conciencia del don recibido. Dada la opción flexible de la Iglesia, no conviene hipotecar con prejuicios teológicos una praxis que continuará siendo pluralista en cuanto a la edad. Sin embargo, es acertada la anotación de Congar; una adecuada catequesis para la confirmación no puede reducirse a una transmisión de nociones sobre el Espí­ritu, sino que requiere una educación a esta sensible docilidad al don de Pentecostés, como se da hoy en algunas comunidades que han descubierto esta dimensión de la vida cristiana.

Los problemas pastorales del bautismo y de la confirmación se remiten de esta forma a una orientación de espiritualidad, a una madurez comunitaria de la Iglesia, que prepara lugares de experiencia y de mistagogia para valorizar en el momento oportuno la preparación a la iniciación cristiana o a recuperar plenamente su dinamismo santificante.

V. Perspectivas de espiritualidad
Podemos completar algunas consideraciones hechas al principio con una serie de anotaciones generales que conciernen directamente a la espiritualidad.

1. TOTALIDAD Y DINAMISMO – Podemos sintetizar en dos consignas la espiritualidad de la iniciación cristiana: «Vivir las virtualidades del bautismo», «vivir en virtud del bautismo». La primera consigna acentúa la totalidad de la vida cristiana; la segunda, su dinamismo hacia la perfección.

Los fundafnentos bí­blicos y la teologí­a mistagógica de la iniciación han evidenciado la riqueza sacramental del principio de la vida cristiana. Basta definir la iniciación como una inserción en el misterio de Cristo y del Espí­ritu para ponderar su fecundidad. En efecto, no hay realidad de la vida cristiana que no tenga su raí­z en la iniciación, su fundamento objetivo en estos sacramentos pascuales: la oración, el trabajo, el testimonio, la fraternidad, el sentido pascual del dolor y de la alegrí­a, el martirio, la contemplación, las virtudes teologales, el cristocentrismo, todo está contenido radicalmente en el bautismo y la confirmación. Todo pertenece a una economí­a de gracia que deposita como en germen la multiforme riqueza de Cristo para ser llevada al pleno desarrollo humano y sobrenatural, en una madurez espiritual y en un esplendor de santidad testimonial.

«Vivir en virtud del bautismo» recuerda el dinamismo creciente de la existencia cristiana. No hay que recordar la iniciación como un acontecimiento que quedó perdido en los recuerdos del pasado; la doctrina del carácter sacramental actualiza providencialmente la conciencia de una realidad siempre presente, de un estado permanente; con la iniciación cristiana coinciden en el cristiano el manantial y el arroyo, la inserción actualizada en Cristo y en el Espí­ritu. Pero también resultarí­a reductiva la visión de la iniciación cristiana como la causa, el manantial de donde brota una vida; es el modelo, la causa ejemplar, por decirlo en terminologí­a escolástica, de la vida cristiana. Bautismo y confirmación como «mimesis», imitación consciente y objetiva del misterio pascual y de la gracia de Pentecostés, constituyen un modo de vivir, un modelo de existencia, un arquetipo sobrenatural de la experiencia del cristiano en dimensión personal y comunitaria. En cada momento de la vida, una actuación de una dimensión cristiana recibida en la iniciación; en cada situación decisiva del crecimiento espiritual, una opción que recuerda la fidelidad a las promesas bautismales, una acogida del don sacramental del Espí­ritu y con él una actualización personal del misterio pascual.

La riqueza espiritual de la iniciación no tiene sólo una dimensión «ad intra» -la experiencia sobrenatural del cristiano-; revierte necesariamente en una expansión que concuerda con la obra de Cristo y del Espí­ritu. El trabajo y el testimonio, la renovación de la sociedad, el influjo liberador de las estructuras mundanas, son dimensiones de la iniciación, proyecciones de la pascua de Cristo y de la acción renovadora del Espí­ritu. Desde la Iglesia, espacio vital de la iniciación, el cristiano proyecta hacia la humanidad las energí­as renovadoras del Resucitado, la fuerza del Espí­ritu que hace nuevas todas las cosas. La plena transformación del cristiano en un hombre nuevo y la comunidad cristiana en una sociedad nueva atestiguan la fuerza de la iniciación y son gemido y profecí­a de la renovación cósmica que en el bautismo se anticipa para todos los cristianos. Hay en la perspectiva de la iniciación la lenta gestación de una «pascua universal», de un «pentecostés sobre el cosmos», que cada cristiano anticipa y en los que colabora hasta que se cumpla el designio de Dios.

2. ASCETICA Y MíSTICA EN PERSPECTIVA SACRAMENTAL – Las etapas clásicas de la vida espiritual -ví­a purificativa, iluminativa, unitiva- evocan su matriz sacramental con el recuerdo explí­cito de la iniciación cristiana. Hay que volver a plantear con precisión el influjo del bautismo en la raí­z misma de la teologí­a espiritual y de sus itinerarios, hasta la ascética y la mí­stica. Con frecuencia se ha hecho teologí­a espiritual sin contar con la iniciación cristiana, que es su base mistérica, objetiva, total, dinámica. Todo el desarrollo de la vida cristiana hasta las cimas de su perfección, todos los itinerarios espirituales reciben del contexto de la iniciación claridad y equilibrio, ya sea que se proponga la cumbre de la santidad como martirio, contemplación o experiencia mí­stica, perfección de la caridad o heroicidad de las virtudes. Todo está contenido en la gracia sacramental como un árbol frondoso en su diminuta semilla. Los Padres lo han dicho; los grandes autores espirituales no lo han ignorado -como veremos más adelante-; la renovación litúrgica ha pedido justamente a la espiritualidad una mayor atención a los datos sacramentales.

La ascesis cristiana recobra todo su sentido positivo, liberador, pascual cuando se mide con la gracia de la conformación con Cristo en su misterio pascual y en docilidad al Espí­ritu para que lleve hasta lo más profundo del cristiano la renovación que purifica e ilumina. Journet ha escrito que las purificaciones de la noche oscura están ya inscritas en la gracia bautismal; habrí­a que añadir que tienen su «fuego vivo» en el don del Espí­ritu de la confirmación..

La mí­stica cristiana es esencialmente mí­stica bautismal. Lo han afirmado los Padres -entre ellos san Juan Crisóstomo- cuando han hablado del bautismo como de la alianza nupcial de Dios con el cristiano; esta afirmación llega hasta la mí­stica de san Juan de la Cruz; el santo de Fontiveros establece una unidad sustancial entre el desposorio de Cristo con la Iglesia en la Cruz, en el bautismo con cada cristiano, en el matrimonio espiritual como culminación de esa «misma gracia» que se va desarrollando al paso del hombre. Santa Teresa dejó escrito que todas las almas están desposadas con Dios por medio del bautismo. La experiencia mí­stica sobrenatural no es más que la conciencia de un desarrollo de los gérmenes de la gracia bautismal como vida en Cristo y en su Espí­ritu, plenitud del amor de Dios y del prójimo, esplendor de la fe y de la esperanza, inhabitación trinitaria y configuración con Cristo hasta la unión transformante. Las descripciones más audaces de los mí­sticos cobran credibilidad cuando se las acerca al fundamento objetivo de la gracia bautismal, que a través de la ascesis y de las purificaciones ha llegado a dar los mejores frutos.

Hoy, sin embargo, habrí­a que poner de relieve -y pocos lo hacen- la relación especial entre la experiencia mí­stica y el don sacramental del Espí­ritu recibido en la confirmación. Si la teologí­a mí­stica más iluminada ha atribuido las sublimes experiencias de Dios al Espí­ritu Santo y a sus dones, si una nueva fenomenologí­a sobrenatural -todaví­a necesitada de discernimiento- parece renovar hoy los prodigios de Pentecostés en la «renovación carismática», el estudio de la mí­stica no puede olvidar la fuente de este Espí­ritu. En la experiencia mí­stica, como vivencia y testimonio, como plenitud de carismas y servicios en favor de la Iglesia, se puede reconocer el don pentecostal del Espí­ritu. La misma fenomenologí­a mí­stica tiene connotaciones evidentes con esas «maravillas de Dios» que son obras de su Espí­ritu.

Desde los principios de la vida cristiana hasta sus cimas más altas todo está marcado por la gracia de la iniciación. Bautismo y confirmación culminan a nivel cristológico, pneumatológico y eclesial en la celebración de la eucaristí­a. En ella se renueva, crece y madura la comunión con Cristo y la vinculación con el misterio y misión del Espí­ritu Santo.

J. Castellano Cervera
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Unidad y carácter orgánico de la iniciación cristiana.
II. El camino sacramental de la vida cristiana:
1. El bautismo;
2. La confirmación;
3. La eucaristí­a.
III. Iniciación y «ethos» cristiano:
1. Liturgia y vida cristiana;
2. El significado teológico-moral del itinerario de iniciación;
3. La estructura sacramental de la vida moral.

I. Unidad y carácter orgánico de la iniciación cristiana
La expresión «iniciación cristiana» es de uso relativamente reciente. Se ha acudido a ella para expresar el carácter unitario y orgánico de los tres sacramentos (bautismo, confirmación, eucaristí­a) mediante los cuales se va produciendo gradualmente el ingreso en la plenitud de la vida cristiana. Estos sacramentos, en efecto, no deben considerarse de manera aislada -como ha venido sucediendo durante mucho tiempo de acuerdo con una visión fuertemente reductora-, sino que constituyen más bien un unicum sacramental. Se los define como sacramentos de la iniciación no sólo por estar situados cronológicamente al inicio de la vida cristiana, sino sobre todo porque representan el momento ejemplar y tí­pico del encuentro con Cristo en la Iglesia. Momento qué, junto con una sincera búsqueda de fe por parte del sujeto receptor de los mismos, comporta la presencia de una comunidad eclesial capaz de acogerle y ayudarle a crecer en la escucha de la palabra, en la experiencia de la celebración litúrgica y en el compromiso de caridad para con los hermanos.

El uso de la categorí­a de iniciación sirve, además, para recuperar una antigua institución pastoral de la Iglesia: el catecumenado, entendido como itinerario de comprensión del misterio cristiano y de participación en la vida de la comunidad eclesial. Pero la fecundidad de esta categorí­a la da sobre todo el hecho de que a través de ella es posible captar con más profundidad la referencia esencial de este itinerario a la eucaristí­a, sacramento que manifiesta plenamente cómo la existencia cristiana tiene sus raí­ces en la comunión en el misterio pascual del Señor. Bautismo y confirmación aparecen así­ como sacramentos de iniciación a la eucaristí­a, como una «condición» para acceder a ella, que es por definición el sacramento del misterio de Cristo y de la constitución de la Iglesia, La acción bautismal y el don del Espí­ritu tienen, en efecto, origen en la voluntad de la Iglesia de extender a otros la comunión-misión con Cristo que ella celebra en la eucaristí­a, contribuyendo de esta forma a su propio crecimiento. En calidad de sacramentos de iniciación son gestos que interesan a la comunidad y de los que la comunidad se constituye en guardiana y garante.

Este planteamiento, cristocéntrico y eclesiológico a la vez, favorece por un lado la superación de una concepción estrecha, que durante mucho tiempo ha servido de base a la definición de la especificidad del bautismo y de la confirmación -concepción que reducí­a el bautismo a sacramento necesario para la salvación (de ahí­ el angustioso problema de los niños muertos sin haberlo recibido) y la confirmación a sacramento de robustecimiento de la fe-, y por otro permite la inserción vital de estos sacramentos en el camino de la madurez cristiana, que tiene como lugar privilegiado la vida de la Iglesia y como centro la eucaristí­a.

En la introducción general al Rito de iniciación cristiana de adultos, que es el texto más significativo para captar la nueva sensibilidad teológica y pastoral de la Iglesia al respecto, se lee lo siguiente: «Los tres sacramentos de la iniciación cristiana están tan í­ntimamente unidos entre sí­, que llevan a los fieles a la madurez cristiana que les permite llevar a cabo en la Iglesia y en el mundo la misión propia del pueblo de Dios» (n. 2). Este mismo texto, tras recordar la unidad de los sacramentos de la iniciación cristiana (nn. 1-2), subraya la relación bautismo-fe (n. 3), la incorporación absolutamente original a la Iglesia que el acontecimiento bautismal efectúa (n. 4) y los dones del Espí­ritu que el sacramento produce, como son la remisión del pecado de origen y la vida nueva que brota de la pascua del Señor.

Es evidente que estos datos constituyen otros tantos puntos de referencia en orden al desarrollo de una acción pastoral centrada en una correcta comprensión del itinerario de iniciación, el cual comporta además la apertura del cristiano a la experiencia de la oración y al conocimiento de la palabra en profundidad, así­ como al testimonio de la caridad en la comunidad cristiana y en el mundo. Son muchos a este respecto los problemas que podrí­an debatirse -piénsese sobre todo en la necesidad de criterios precisos para la celebración del bautismo de los niños-; pero no es éste el lugar para afrontarlos. Nuestro propósito aquí­ es sólo explicar el significado de cada uno de los sacramentos de iniciación en el marco de la visión unitaria mencionada, que tiene su momento culminante en la eucaristí­a, con el fin de dejar claro que la iniciación cristiana, revelando el progreso y múltiple intervención de Cristo, estructura a los creyentes en la vida de comunión con el Señor, habilitándoles para el ofrecimiento —espiritual» de la propia vida al Padre en beneficio de los hermanos.

II. El camino sacramental de la vida cristiana
El camino sacramental de la vida cristiana tiene su comienzo en el bautí­smo, su perfeccionamiento por medio del sacramento de la confirmación y su culminación en la eucaristí­a.

1. EL BAUTISMO. El bautismo cristiano tiene su fundamento y su arquetipo en el bautismo de Cristo en el Jordán (Miq 3:13-17; Mar 1:9-11; Luc 3:21-22; Jua 1:29-34); en él hemos sido bautizados todos nosotros. Los evangelios nos ayudan a captar su profundo significado simbólico. Tiene ante todo -y Jesús es plenamente consciente de ello- valor de cumplimiento de la historia de la salvación (Mat 3:14-15). Las aguas sobre las que sopla el Espí­ritu son el signo de la nueva creación, mientras que el Jordán, evocando el paso del pueblo elegido a través del mar Rojo y la travesí­a del mismo Jordán por Josué, anuncia la realización de la promesa de Dios, el nuevo y definitivo éxodo del pueblo redimido por Cristo.

La consagración de Jesús como «predilecto de Dios» recuerda la elección-consagración de Israel y establece al mismo tiempo una nueva consagración del pueblo, «signo» de la presencia y de la bendición de Dios a todas las naciones de la tierra. Las palabras pronunciadas por el Padre, que se inclina sobre el Hijo amado, y en las que resuenan las expectativas del AT (cf Sal 2:7 : un salmo de entronización del rey; Isa 42:1; Isa 61:1; Isa 63:1516; Isa 64:7), revelan el carácter comunitario de la vocación bautismal. El amor del Padre al Hijo -expresado por medio de la fórmula nada habitual en la Biblia de ho yiós, ho agapetós (en el AT se encuentra únicamente en Gén 22:2.12.16, y en el NT se aplica sólo a Cristo)- va dirigido por medio de él a Israel y, más en general, a la Iglesia y a toda la humanidad. Jesús recibe el Espí­ritu de Dios en orden al cumplimiento de su misión, que es misión de salvación para todos los hombres. Al someterse al bautismo de Juan aun sin tener pecado (Mat 3:14), manifiesta su solidaridad con la humanidad pecadora Y pieanuncia que su realeza es la realeza de la cruz (Mar 10:38; Mar 12:50), es decir, del siervo obediente hasta la muerte (cf Isa 42:1).

El bautismo de Jesús es, pues, el momento en el que él acepta en plenitud su vocación y es consagrado para el ejercicio de su misión. En ese bautismo llega a su cumplimiento la historia de la salvación, porque mediante el «sí­» del nuevo Adán -un «sí­» que es expresión de humildad, de obediencia y de servicio- la humanidad ha sido hecha partí­cipe de la bendición de Dios. Desde ese momento toda la existencia de Jesús se hace obediencia a la vocación bautismal; en otros términos, se hace vida caracterizada por la lógica de la pobreza y del servicio. El Espí­ritu que le fue conferido en el bautismo capacita a Jesús para ganar la batalla contra Satanás (cf el episodio de la tentación en el desierto, Mat 4:1-11; Luc 4:1-12), proclamando así­ su realeza sobre el mal; le confiere la fuerza de anunciar con autoridad la buena noticia (cf Luc 4:16-21), poniéndole en condiciones de ejercer su función profética; por último, le lleva a entregar en la cruz su libertad al Padre hasta la muerte (Heb 9:14), haciendo realidad plena su misión sacerdotal.

La analogí­a entre el bautismo de Jesús y nuestro bautismo resulta evidente. En la Iglesia, llamada a vivir y a hacer transparente en la historia el misterio pascual de Cristo, todo creyente participa, por medio del bautismo, en la misión regia, profética y sacerdotal del Señor, anunciando la victoria sobre el pecado y la llegada del reino y tomando parte, por medio del sufrimiento propio, en la pasión de Cristo, de modo que ésta sea instrumento eficaz de salvación para todo el género humano.

La enseñanza de Pablo profundiza en el kerigma de los sinópticos, evidenciando la profunda transformación que el bautismo opera en el cristiano mediante una serse de sí­mbolos que hacen referencia tanto al gesto bautismal cuanto a los efectos del bautismo mismo. El bautismo es presentado ante todo como un baño (ICor 6,9-19), efectuado en nombre de Cristo y bajo la acción del Espí­ritu. Por su medio el cristiano vive la experiencia del éxodo (ICor 10,lss) y queda revestido de Cristo (Gál 3:27). Los efectos del acto bautismal se simbolizan de diversas maneras: con la circuncisión (Rom 4:9ss), el sello del Espí­ritu (Efe 1:13; Efe 4:30; 2Co 1:21), la luz (Efe 5:14).

Con todo, el sentido profundo del bautismo consiste, según Pablo, en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo), misterio que fundamenta toda la existencia cristiana en sus dimensiones individual y comunitaria (Rom 6:111). Se deriva de ello que la vida cristiana debe desarrollarse según un rito bautismal, es decir, debe hacer suya la ley del morir y del resucitar con Cristo, liberándose del pecado, que es cierre egocéntrico del hombre en sí­ mismo, y acogiendo la vida nueva, que abre al hombre a la donación de sí­ mismo a Dios y a los hermanos. El indicativo de salvación, constituido por el «nuevo ser» en Cristo, se transforma en imperativo de salvación para el individuo y para la comunidad cristiana (cf 1Co 5:1-13; 1Co 6:1-11). Sustrayéndolo al dominio del pecado, de la ley y de la muerte, el bautismo hace del cristiano un hombre reconciliado, abierto a la acción del Espí­ritu y llamado a participar de la vida eterna. El cristiano no está ya sujeto a la concupiscencia (1Co 10:1-3; Jua 6:22-59; Heb 10:1939), que le impulsa a encerrarse en sí­ mismo, sino que está guiado por la fuerza del amor, que libera su existencia eliminando cualquier forma de miedo, incluido el de la muerte. La vocación cristiana asume así­ las connotaciones de una existencia de donación (Rom 14:7); es vida «escondida con Cristo en Dios» (Col 3:3).

Tarea del creyente es abandonarse a la acción del Espí­ritu, dejando que su vida fluya a partir de la participación en la vida de Cristo, como fluyeron de su costado la sangre y el agua sacramentales, y pregustando la comunión de amor que el Padre quiere ampliar a la humanidad entera.

La dimensión cristocéntrica y pascual constitutiva del bautismo no debe llevarnos a infravalorar su esencial dimensión eclesial. Cristo ha confiado el bautismo a la Iglesia para que difunda por el mundo el misterio de la salvación de Dios. El bautismo es, pues, un gesto de la comunidad, que agrega nuevos creyentes a ella (cf Heb 2:41) y se construye como Iglesia. Si es verdad, por una parte, que es toda la comunidad la que bautiza -sin negar por ello la función indispensable del ministro-, no lo es menos, por otra, que es la propia comunidad quien recibe en cierto sentido el bautismo, en cuanto que queda introducida más profundamente en la sacramentalidad de la Iglesia (cf el Rito de iniciación cristiana de adultos, n. 4). Es como decir que el bautizado está llamado a compartir una experiencia comunitaria, asumiendo por tanto un nuevo estilo de existencia, enraizado en el contexto concreto de la propia Iglesia local por cuyo medio él obtiene la salvación (Efe 4:13-16). El ví­nculo con la comunidad cristiana, de la que entra a formar parte, no es un hecho accidental o accesorio; es parte integrante de su vocación, puesto que por medio de ella se realiza la participación en la vida misma de Cristo, la inserción en sus misterios.

Todo esto presupone obviamente la fe como condición. El bautismo es sacramento de la fe, bien porque constituye su proclamación histórica real, bien porque exige un ambiente de fe para que Dios pueda actuar. Esta fe es afirmación de la gracia como negativa de una salvación entendida como autojustificación humana; es esperanza puesta en el misterio pascual de Cristo, aceptando pasar por la cruz, con la certeza de que sólo si la semilla muere puede dar fruto; es acogida cotidiana del proyecto del Señor, que se hace presente en la historia, y compromiso total en la relación con él. El bautismo se convierte así­ en el «signo» por cuyo medio la existencia cristiana, conformándose a Cristo en la Iglesia, queda inmersa en la lógica del reino y con capacidad pMra proclamar y testimoniar la fuerza de liberación que de él proviene.

2. LA CONFIRMACIí“N. El canon $79 del CIC -canon que trasluce influjo del Vat. II- pone de manifiesto que por medio del sacramento de la confirmación el bautizado prosigue el camino de la iniciación cristiana, obteniendo con mayor abundancia la gracia del Espí­ritu Santo y entrando en una vinculación más í­ntima con la Iglesia. Esta vinculación compromete al bautizado a un testimonio más riguroso y a una difusión más valiente de la fe.

Se pone claramente de manifiesto el lazo que une a la confirmación con el bautismo, pero está ausente toda referencia a la eucaristí­a, en la que, en cambio, insiste la enseñanza conciliar. La constitución apostólica Divinae consortium naturae afirma: «La confirmación está tan estrechamente vinculada a la sagrada eucaristí­a, que los fieles, marcados ya por el bautismo y la confirmación, mediante la participación en la eucaristí­a quedan insertos plenamente en el cuerpo de Cristo».

La colocación de la confirmación entre el bautismo, que es el comienzo radical de la vida cristiana, y la eucaristí­a, que constituye su perfección y cumplimiento, es un dato constante de la tradiaión. El Oriente cristiano ha mantenido rigurosamente este orden, considerando al presbí­tero ministro ordinario de la confirmación. En Occidente, en cambio, por motivos de carácter práctico -el primero de ellos el hecho de que la confirmación se reservara normalmente al obispo- se tendió a posponer la confirmación a la eucaristí­a, especialmente cuando se introdujo la práctica de conferir la eucaristí­a a los niños. Aunque dictada por razones pastorales no del todo peregrinas, esta práctica altera, sin embargo, el orden interno que caracteriza a la estructura de la iniciación cristiana al aislar el sacramento de la confirmación del marco del itinerario coherente de crecimiento previsto por el desarrollo del catecumenado. El sentido de. la confirmación debe, en efecto, buscarse en el hecho de que completa al bautismo, no sólo porque fomenta la gracia bautismal confiriendo los dones del Espí­ritu, que habilitan para el testimonio y para la misión de la Iglesia, sino también porque contribuye a proseguir el -desarrollo de la vida cristiana, impulsando al joven a confirmar la fe, que con ocasión del bautismo habí­a sido expresada por medio de los padres y los padrinos. El don del Espí­ritu Santo conferido en la confirmación tiene, en efecto, la función de hacer partí­cipes a los bautizados en la misión mesiánica de Cristo. Si el Espí­ritu conferido en el bautismo es Espí­ritu de adopción como hijos de Dios, aquí­ el mismo Espí­ritu viene otorgado al cristiano para cumplimiento de una misión particular, que lo compromete a continuar la obra misma de Cristo. Como señaló con agudeza Tomás de Aquino, mientras que en el bautismo el cristiano recibe el poder de realizar los actos que pertenecen a su salvación, en la confirmación recibe el poder de realizar los actos que pertenecen al testimonio público de la fe (cf S. Th., III, q. 72, a.5).

La confirmación es, pues, el sacramento que confiere al cristiano una perfecta madurez espiritual, habilitándole para comunicar la propia vida a los demás, sobre todo por medio del testimonio de la fe, y asignándole al mismo tiempo una función oficial en la Iglesia. El «carácter» propio de este sacramento consiste, en definitiva, en la designación del creyente para ser, en virtud de un ministerio especial, apóstol de Cristo, testigo cualificado de su amor y de la «buena noticia» del reino.

3. LA EUCARISTíA. Hemos dicho ya que la eucaristí­a representa la culminación de la iniciación cristiana, aquello hacia lo que ésta converge en último término. Por medio de la eucaristí­a, en efecto, la Iglesia crece en calidad a imagen de su cabeza; pues no sólo confiere la gracia, sino que contiene al autor de la gracia. La gracia eucarí­stica es comunión con la actitud de donación de Cristo y es participación inmediata en su misma misión entre los hombres. En este sentido la eucaristí­a hace de la Iglesia la comunidad de aquellos que, participando en el único pan (el cuerpo del Señor), forman un solo cuerpo (1Co 10:17) y reciben del Espí­ritu de Cristo una tarea y una misión particular para la vida del mundo (I Cor 12,12-31). El misterio eucarí­stico construye y revela la identidad profunda de la Iglesia como comunión de los discí­pulos en la suerte de Cristo, en su condición y en su misión, que hallan su plena expresión en el sacrificio de la cruz.

Se comprende, en este marco, el papel central que ocupa la eucaristí­a en el organismo sacramental cristiano y el carácter de sacramento fuente y culmen de la vida de la Iglesia, que el Vat. II, en expresión feliz, le con= fiere. La experiencia cristiana, como experiencia de encuentro con Cristo en la Iglesia y de asimilación a su misma vida, está como resumida en este sacramento, el cual debe marcar las etapas del desarrollo de la comunidad cristiana en los diversos tiempos del año litúrgico. Contemplándola en la perspectiva de la iniciación cristiana, reviste particular importancia la atención a la dinámica celebrativa, al crear las condiciones para una progresiva asimilación de su significado mediante una «comprensión» cada vez más honda del ritmo interior que la constituye, ritmo que acompaña paso a paso al creyente, ayudándole a percibir la presencia de Cristo en la asamblea convocada, a escuchar la palabra del Señor y, por último, a vivir automáticamente la acción de gracias y la comunión en el cuerpo de Cristo para ser enviado en misión al mundo. En otras palabras, el bautizado debe ser conducido gradualmente, a través del desplegarse de la celebración -cuyo contenido teológico hay que hacer transparente enseguida-, a participar en la vida de la comunidad cristiana, convocada por el Señor resucitado para proclamar su muerte y anunciar su resurrección hasta que él vuelva.

La iniciación cristiana es, pues, iniciación en la eucaristí­a y en la Iglesia al mismo tiempo. Su objetivo es la plena madurez espiritual del creyente, a fin de que sea protagonista para sí­ mismo y para los demás de la salvación, que es don del Señor. Es tarea ineludible de las comunidades cristianas, mediante la riqueza de carismas y de ministerios que en ellas florecen, hacer transparente el sentido de este itinerario, para que la proclamación resulte creí­ble.

G. Colombo
III. Iniciación y «ethos» cristiano
La relación entre sacramentos de iniciación y ethos cristiano se ha convertido en nuestros dí­as en algo particularmente problemático. La desmitificación de lo «sagrado», consecuencia de la acentuación del proceso de secularización y del desarrollo de la cultura tecnológica, reduce el espacio de la actividad simbólica, la cual para muchos no pasa de ser un residuo anacrónico del pasado. Por otro lado, es preciso reconocer que, incluso en el ámbito de las comunidades cristianas, los ritos litúrgicos han quedado reducidos a menudo a expresiones de un formalismo vací­o, privado de todo compromiso histórico-concreto. La liturgia resulta, en su conjunto, poco vinculada a la vida y al acontecer de la historia, incapaz de suscitar nuevas modalidades de presencia en el mundo y de iluminar globalmente el significado de la existencia.

El problema de fondo, que se debe, consiguientemente, afrontar con urgencia, es el del restablecimiento del nexo entre rito, fe y vida cotidiana. Esto comporta, por una parte, la recuperación de una actividad simbólica que responda a las instancias antropológicas propias del actual contexto cultural y, por otra, el redescubrimiento de la relación fecunda entre rito y ethos cristiano, a fin de favorecer el desarrollo de una acción litúrgica realmente encarnada en el acontecer humano, individual y colectivo.

Nuestra reflexión quiere hacer hincapié sobre todo en las condiciones fundamentales para el restablecimiento de una relación correcta entre liturgia y vida cristiana, con el fin de poder captar el profundo significado teológico-moral del itinerario de la iniciación cristiana y la dimensión ética connotada por cada sacramento.

1. LITURGIA Y VIDA CRISTIANA. Es evidente que, para comprender el significado auténtico del rito religioso; hay que salirse de una concepción antropocéntrica rí­gida de la vida. El rito, en efecto, no puede quedar reducido, como quiere la mentalidad iluminista y positivista ampliamente difundida en nuestros dí­as, al simple reflejo de aspectos de la estructura social. La experiencia litúrgica debe medirse en el nivel que le es propio, el simbólico-sacramental, rehusando, por consiguiente, el empleo de parámetros exclusivamente sociopsicológicos.

Esta recuperación esencial de la relación que vincula el sí­mbolo religioso con la realidad trascendente no debe, sin embargo, hacer olvidar la exigencia de atender a las raí­ces antropológicas del sí­mbolo mismo y, consiguientemente, a la necesaria contextualización histórico-cultural. Si se quiere que el sí­mbolo se convierta en el lugar en el que el hombre se abre, en la escucha y el compromiso, a Dios, origen de su existencia y que lo llama a salir de sí­ mismo, es indispensable de todo punto que sintonice con las exigencias más hondas de la experiencia humana en el mundo. Esto equivale a decir que toda celebración debe estar siempre en situación, es decir, guardar relación con la historia concreta de la comunidad cristiana. La tarea de toda celebración es la de establecer la continuidad entre el acontecimiento que se recuerda y su hacerse presente en medio de nosotros, facilitando así­ el paso de la vida de Cristo resucitado por nuestra vida. Para percibir el nexo del sí­mbolo con la vida, en otras palabras, para que el sí­mbolo lleve a la persona a un compromiso existencial efectivo, la condición primera y más fundamental es el equilibrio entre la conservación del significado trascendente del sí­mbolo, es decir, de su relación vital con el pasado, y su actualización en el presente y, consiguientemente, su mediación cultural.

Pero esto sólo no basta. La eficacia de la celebración litúrgica va también vinculada a la relación que se establece entre celebración y práctica cristiana, individual o comunitaria. Es preciso reconocer que una de las razones de la ruptura entre fe y vida, entre ortodoxia y ortopraxis, que caracteriza a la conciencia de los creyentes, se debe a no subrayar suficientemente el valor ético de la celebración litúrgica. El momento celebrativo en cuanto vértice de la experiencia cristiana es, en efecto, el lugar natural en el que deben soldarse existencialmente doctrina y acción; es por su propia naturaleza «el momento explicativo de la lógica de los acontecimientos salví­ficos y el momento de verificación de la fidelidad con la que cada conciencia responde a la acción del Espí­ritu» (E. RUFFINI, Simbolismo…, 301) en la realidad de las situaciones cotidianas.

El significado de este aspecto comporta el que la vida real, con todas sus manifestaciones, entre dentro del horizonte de la celebración. No se trata, ciertamente, de hacer del rito litúrgico un lugar de debate social o de búsqueda de soluciones técnicas a los problemas de la polí­tica; se trata, más bien, de tener en cuenta el compromiso concreto de la persona, llamada, en los diversos sectores de la vida, a dar curso a un orden fundado en la justicia y en la caridad, y de estimularla a que asuma más radicalmente dicho compromiso. En otras palabras, se trata de crear un clima apropiado, que acoja las vivencias de la vida cotidiana de forma que éstas entren sin brusquedades en el contexto celebrativo, contribuyendo a la eliminación del dualismo entre fe y vida cristiana. Esto reclama la superación tanto del riesgo de una abstracción celebrativa que haga del rito litúrgico un tiempo aparte de la vida de las personas, cuanto del peligro no menos grave de una reducción de la celebración a simple expresión de posiciones ideológicas ante los acontecimientos histórico-sociales. La liturgia debe, en efecto, conservar el carácter de lugar de la proclamación de una salvación que, aun estando radicada en la historia, no se agota en ésta. Por ello es necesario que en la liturgia tengan cabida tanto la tendencia hacia los horizontes últimos de la fe cuanto la acogida de la vida real en su desplegarse concreto en el mundo, de manera que se ayude a la persona a comprometerse en la realidad, descubriendo en ella horizontes siempre nuevos y abriéndose a la dinámica del reino.

El lenguaje litúrgico debe hacer transparente el «recuerdo» del acontecimiento de Cristo; pero debe hacerlo de manera tal que suscite en las personas un interrogante permanente sobre el sentido de la historia, haciéndolas conscientes de la tensión existente entre la esperanza en una manifestación del poder de Dios y el impulso a actuar con la ayuda de su Espí­ritu. La historia, lejos de quedar desnaturalizada, queda de esta manera asumida en su potencialidad liberadora. Pasado, presente y futuro se compenetran entre sí­ y se unifican como elementos de un todo que se despliega dinámicamente. El presente, poseedor siempre de algo original e inédito, recibe significado del pasado, es decir, de la fuerza de acontecimientos antiguos que conservan una riqueza inagotable, cuyo descubrimiento se va haciendo poco a poco gracias a las situaciones nuevas de la existencia humana en el mundo. Y el mismo futuro no se presenta como algo aparte, desligado del pasado y del presente, sino como una dimensión que está latente en todas las realizaciones pasadas y presentes.

Sumergiéndose en esta dinámica y haciéndola propia, la celebración litúrgica supera la tentación del mito, de la ideologí­a y de la utopí­a misma, que inducen a lecturas abstractas de la realidad y terminan por emp?brecer la comprensión del misterio cristiano. El elemento unificador de toda la acción litúrgica es, en efecto, el acontecimiento pascual; acontecimiento que da razón del destino humano, a laven que explica las contradicciones presentes, valorando el sufrimiento mismo y haciendo madurar el compromiso ético de construir la justicia y la libertad, a sabiendas de que en ellas y por medio de ellas se abre camino en la historia la presencia del reino.

La vida queda así­ asumida y, al mismo tiempo, juzgada y cuestionada. La liturgia, en efecto, proclama con fuerza la dimensión ética del cristianismo, pero nos recuerda también que el cristiano no se agota en esa dimensión. La experiencia de la fiesta, en laque nos introduce, desmitifica al etleos cristiano en su pretensión de algo absoluto y de totalitario, al igual que desmitificalas lógicas de la eficiencia y de la utilidad hoy predominantes. El compromiso de transformar el mundo no queda anulado, sino asumido en un marco más amplio, que libera al hombre tanto de la resignación como de la desesperación. La esperanza, que la fe reaviva y que encuentra expresión en la pascua de Cristo, tiene su fundamento en el futuro de Dios. Este futuro alimenta en el creyente la responsabilidad para con el mundo y la espera de lo que Dios llevará a cabo al final, cuando, de manera totalmente gratuita e imprevisible, haga irrupción en la historia para reconducirlo todo hacia sí­. La fiesta liberadora, celebrada en la liturgia, es signo y anticipo de este acontecimiento; nos introduce en el mundo nuevo ya comenzado, y a la vez nos abre a la novedad absoluta de los «cielos» y de las «tierras» que Dios entregará a la humanidad el último dí­a.

2. EL SIGNIFICADO TEOLí“GIC0-MORAL DEL ITINERARIO DE INICIACIí“N. La relación entre liturgia y vida cristiana era claramente visible en el itinerario a través del cual la Iglesia de los orí­genes introducí­a a los fieles en la plena asimilación y comprensión del misterio cristiano. La iniciación, que incluí­a la celebración de los sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristí­a, se concebí­a como un todo unitario, aunque caracterizado por el sucederse de una serie de etapas que permití­an a la persona ir ahondando gradualmente en la hondura existencial del acontecimiento cristiano. El catecumenado cumplí­a esta función pedagógica, y la catequesis mistagóglca, centrada en la liturgia, contribuí­a a fundir en una unidad el momento de la captación doctrinal y el de la educación concreta para la práctica ética. La vida cristiana estaba claramente concebida como «vida en Cristo», que tení­a su fuente en la celebración de los misterios. Por medio de ellos la persona se asemejaba a Cristo y se desplegaba en el /seguimiento de él en los diversos contextos de la vida cotidiana. El gran principio paulino de la participación-imitación encontraba su desarrollo natural en la acción litúrgica. En ella y a través de ella, en efecto, la persona participaba en la vida divina, y consiguientemente se veí­a impulsada a hacer suyas las actitudes y el comportamiento de Cristo, su estilo de existencia en el mundo. El indicativo de salvación -eres en Cristo una criatura nueva- se transforma de esta manera en imperativo de salvación: camina en novedad de vida.

El itinerario de la iniciación cristiana respetaba, por otra parte, la historicidad esencial del acontecimiento cristiano. En cuanto acontecimiento histórico-salvador, el cristianismo se desarrolla en una serie de etapas, que van de la creación a la encarnación y de ésta a la resurrección y la parusí­a. Revelándose al hombre en la historia y haciéndose él mismo historia en Jesús de Nazaret, Dios ha aceptado hasta sus últimas consecuencias las dimensiones del espacio y del tiempo, que son las dimensiones propias de la historia; ha hecho suya la ley de la gradación, que caracteriza la experiencia humana en el mundo. Esta historicidad esencial del acontecimiento cristiano comporta como exigencia que el hombre recorra progresivamente los diversos momentos a fin de que pueda hacer suyo el desarrollo concreto de los misterios de Dios.

Pero el itinerario de iniciación, caracterizado por la experiencia del catecumenado, querí­a también tener en cuenta la psicologí­a humana y, más en profundidad, la estructura ontológica misma del ser humano. La asimilación existencial del misterio cristiano, que comporta el logro de un verdadero y genuino estado de connaturalidad expresado en las opciones de vida, no se consigue en un momento, sino que tiene lugar a lo largo de un camino gradual. El conocimiento del acontecimiento cristiano no se reduce a un conocimiento intelectual estéril. Es más bien una experiencia que implica la inserción vital en una comunidad de personas capaces de transmitir con su testimonio el sentido profundo de la verdad de Dios. Es asimilación existencial del evangelio a través de un proceso educativo en el que cuenta la calidad de las relaciones que se establecen con quien tiene la tarea de educar; cuenta el clima general que se respira en la comunidad; cuenta sobre todo la experiencia que se tenga del misterio en el contexto de una celebración que tiene su inserción en la vida y que transparenta la necesidad de conducir la vida a aquella experiencia. Complejas razones históricas, a las que aquí­ sólo es posible hacer referencia escueta, han contribuido, desgraciadamente, a desnaturalizar el sentido de este itinerario. La gradual intelectualización de la fe y de la catequesis cristiana -debida a la separación del dogma y de la moral del ambiente vital de la liturgia en el que originariamente se elaboran-, así­ como el cambio de contexto cultural determinado por el nacimiento del régimen de cristiandad, produjeron la crisis del catecumenado. Consecuencia de ello fue que la vida cristiana dejó de girar en torno al momento celebrativo, con graves consecuencias a su vez para el desarrollo de la identidad cristiana. Al perder contacto con el misterio, la verdad cristiana terminó por empobrecerse, a la vez que la moral quedó reducida a casuí­stica estéril, privada de la capacidad de proclamar la radicalidad del evangelio.

Si es verdad que la moral cristiana no se basa sólo en el mensaje de Jesús y ni siquiera sólo en su práctica histórica, sino, más radicalmente, en el misterio de su persona, en el acontecimiento crí­stico en cuanto participado por el hombre, se comprende entonces la importancia de recuperar el carácter central de la acción litúrgico-sacramental, por cuyo medio se renueva el misterio, a fin de que el hombre, sumergiéndose en él y asimilándose a él, encuentre la fuerza de vivir como Cristo nos ha enseñado. La liturgia se convierte de esta manera en la fuente misma de la vida moral, en el lugar del que el creyente debe partir y al que debe estar haciendo referencia constante para asimilar ontológicamente la vida de Cristo y transparentarla en sus decisiones cotidianas.

El camino de la iniciación adquiere en este contexto toda su riqueza de sentido. A través de esta iniciación el cristiano consagrado, hijo de Dios por el bautismo, es llamado por el don del Espí­ritu, recibido en la confirmación, a participar en la misión de Cristo, que es misión de proclamación y de testimonio del reino, y recibe en la eucaristí­a el sello último de su identidad como discí­pulo del Señor, llamado a seguirle en la aceptación de la cruz y en la proclamación de la resurrección, fundamento de la esperanza escatológica.

Todo esto se hace obviamente realidad en el vivir de la comunidad cristiana, que acompaña paso a paso al cristiano en este camino introduciéndole en la participación de su misma vida y transformándose con él en comunidad caracterizada por el dinamismo del Espí­ritu, el cual, a su vez, la hace instrumento creí­ble y eficaz de salvación para toda la humanidad y para el mundo.

3. LA ESTRUCTURA SACRAMENTAL DE LA VIDA MORAL. El desarrollo del misterio cristiano a través de las diversas fases de la iniciación permite enfocar aspectos diversos y complementarios de la vida moral del creyente que tienen su origen en la dinámica litúrgico-sacramental.

La existencia cristiana es ante todo existencia basada en el bautismo, el cual, liberando al hombre del pecado por medio de la participación en la muerte de Cristo y haciéndolo hijo de Dios, lo capacita para hacer suya la lógica de la cruz a fin de dejarse asimilar al misterio de la resurrección del Señor. La vida moral se caracteriza, pues, por el rechazo permanente del pecado y por la conversión gradual a la vida divina; o, lo que es lo mismo, por la renuncia a la búsqueda de sí­ mismo, de la propia autorrealización, entendida como cerrazón egocéntrica y autosuficiente, para perderse en donación a Dios y a los hermanos. La inmersión en la muerte de Cristo y la configuración con su pasión introducen al cristiano en el flujo abundante de la gracia de la redención; pero al mismo tiempo lo estimulan a asumir responsablemente el compromiso de dar cumplimiento a lo que Dios, en virtud de un don exclusivo suyo, ha comenzado a obrar en él. La existencia cristiana asume de esta manera las connotaciones de una respuesta constante a la acción gratuita del Señor: respuesta hecha de acogida de la intervención divina y de capacidad de hacerla fructificar, explicitando su infinita riqueza en los diversos contextos en los que se desarrolla la vida de los humanos. La conversión que el Señor concede al hombre en el bautismo es el comienzo de un camino que marca por completo la totalidad de la existencia, llamada a volverse a sumergir continuamente en el baño purificador del agua y del Espí­ritu, a fin de llegar a ser cada vez más existencia redimida. La dimensión moral del misterio cristiano queda señalada aquí­ tanto en su aspecto negativo de renuncia al pecado cuanto en el positivo de asentimiento a la gracia y de desarrollo de las potencialidades que ella contiene. El compromiso de crear las condiciones, en sí­ mismo y en el mundo, para la acogida del reino de Dios, que es reino de liberación, va acompañada por la conciencia del valor que revisten también los aspectos de derrota o de fracaso de la experiencia humana, como son el dolor y el sufrimiento, la marginación y la muerte. La certeza de que, en la muerte de Cristo, se recupera también lo negativo, lo cual incluso se transforma paradójicamente en ocasión y ví­a de salvación, guí­a a la persona a dar sentido también a aquellas situaciones que, a la luz de una lógica puramente mundana, continúan revistiendo un carácter trágico y absurdo.

El compromiso de transformar la realidad para liberar al hombre de todas las formas de condicionamien, to material y espiritual se funde casi armónicamente con la disponibilidad para aceptar el lí­mite de cualquier conquista humana y con la precariedad de cualquier forma de cambio histórico. La cruz, en efecto, señala al hombre que el camino de la vida es el camino de la renuncia a sí­ mismo, porque sólo muriendo germina la semilla y da fruto.

Por otra parte, el don del Espí­ritu, conferido por el sacramento de la confirmación, alimenta en el hombre una nueva capacidad de reacción ante la vida y da un impulso nuevo al actuar humano. Liberado de la propia autosuficiencia, es decir, del poder de la «carne», y colocado bajo el régimen de la gracia, el hombre se libera incluso de la opresión de la ley. La vida moral no es ya fruto de una conformidad exterior con las obras prescritas por la ley escrita en piedra, que se ha revelado impotente acusando al hombre de pecado, sino fruto de la acción del Espí­ritu, que actúa como un impulso interior, impulsándole a cumplir espontáneamente la voluntad del Señor. La libertad de los hijos de Dios está toda ella comprendida dentro de esta «novedad» ontológica, que estructura en profundidad al ser humano, caracterizado -como afirma Ireneo- por la copresencia de cuerpo, espí­ritu y Espí­ritu Santo. La acción del Espí­ritu impregna el dinamismo de la existencia gracias a la multiplicidad de dones que cada uno recibe, y a los que debe corresponder haciéndolos fructificar en beneficio de la vida del mundo.

La vida «según el Espí­ritu», que es la connotación propia de la existencia cristiana, es vida sustraí­da al legalismo, al condicionamiento de una casuí­stica árida y despiadada, que conduce al formalismo y a la materialidad de la letra. Es vida plenamente dominada por la conciencia de una realidad interior de la que se es partí­cipe y a la que uno se adhiere con todo lo que es. La ley tiene entonces sólo una función secundaria: ayudar al creyente a verificar si su comportamiento deja espacio y está en sintoní­a con la acción del Espí­ritu, o bien si se opone a esta acción reduciendo, en consecuencia, las Posibilidades de expansión.

Pero, sobre todo, el don del Espí­ritu hace al cristiano partí­cipe de la misma misión de Cristo, es decir, proclamador del evangelio y testigo del reino. La conciencia, adquirida en la fe, de la identidad de hijo de Dios le habilita para proclamar la palabra del Señor, participando de la misma misión profética de Cristo en el mundo. La ética cristiana está toda ella vinculada al ejercicio de esta función, por cuyo medio la historia recupera el sentido del propio destino, abriéndose a la dimensión del futuro absoluto de Dios.

Por último, la entrada en la plenitud del misterio cristiano mediante la recepción del sacramento de la eucaristí­a confiere al creyente la posibilidad de ejercer su sacerdocio en sentido pleno. Participando del único sacerdocio de Cristo mediante el bautismo, el creyente entra a formar parte del gran pueblo sacerdotal que Dios mismo se ha construido y continúa construyéndose, es decir, de la Iglesia, llamada a renovar el sacrificio del Señor en perenne acción de gracias. Las personas, en efecto, participan de la salvación cristiana por la mediación de la comunidad cristiana, la cual, a su vez, se constituye en torno a la mesa eucarí­stica. Todo el itinerario catecumenal, cuyo objetivo es la asimilación a Cristo, es itinerario eclesial, en el sentido no sólo de que tiene lugar en la Iglesia, sino de que implica sobre todo su pleno compromiso como comunidad que tiene su celebración en la eucaristí­a, asumiendo y proclamando a la vez la propia identidad.

La vida moral del cristiano es, pues, esencialmente vida eucarí­stica y eclesial. Es vida eucarí­stica porque es vida eclesial, y es vida eclesial porque es eucarí­stica, pues ambos aspectos se implican recí­procamente, dando lugar a un movimiento vital circular que constituye el meollo mismo del misterio cristiano. La eucaristí­a, en efecto, no es sólo un rito que se celebra; es comunión con Dios y con los hermanos que hay que vivir y testimoniar en la vida diaria por medio de opciones personales y comunitarias caracterizadas por el espí­ritu de servicio. Es recuerdo vivo de un acontecimiento por el que la humanidad, reconciliada con Dios, halla el camino de la propia reconciliación y está llamada a explicitarlo en el mundo mediante la lógica de la comunión y del compartir. En cuanto existencia eucarí­stica, la existencia cristiana está guiada por el compromiso de transformar la realidad según la perspectiva de una convivencia amplia, a través de la realización de la justicia y del amor, de la fraternidad y de la paz. Sin olvidar que la fuente de esta comunión es el amor mismo de Dios, que se ha manifestado en la historia en Jesucristo, sobre todo en el misterio pascual, y que tiene su radicación última en el misterio trinitario.

La participación en la vida de Dios, en la qué el cristiano es introducido gradualmente por medio de la iniciación, es, en definitiva, participación en la caridad, la cual constituye la naturaleza misma del Dios cristiano en cuanto Dios trinitario. La vida cristiana es inhabitación del Padre, del Hijo y del Espí­ritu en la conciencia y el corazón del creyente. El modelo trinitario, que es el modelo de un Dios en relación, en el que la donación recí­proca constituye a las personas, es el arquetipo en el que debe inspirarse continuamente la actuación del creyente; arquetipo que obliga a quien lo hace suyo de verdad a despojarse radicalmente de sí­ para transformarse en pura donación, a ejemplo de Cristo, cuya identidad -como ha señalado agudamente Bonhóffer- está toda ella comprendida dentro de la paradoja de la pobreza de aquel que ha sido por entero ser-para-los-demás.

La Iglesia halla aquí­ su sentido y la lógica de su actuación. Fruto del proyecto del Dios trinitario y fundada por Cristo, participa en la eucaristí­a del misterio de amor que se ha manifestado en la historia por medio de la pascua, para que, a su vez, lo manifieste a la humanidad proclamando la presencia del reino y anunciando proféticamente el cumplimiento futuro. En cuanto vida eclesial, la vida cristiana es vida para el reino. Esto significa que el compromiso moral del cristiano debe tender a la realización del reino, realización que, para poder alcanzarse, implica un compromiso responsable y participativo en la comunidad cristiana, intérprete privilegiada de los signos del Señor en la historia y artí­fice, por medio de la acción sacramental, de la liberación que él trajo a los humanos.

La iniciación cristiana introduce, pues, al creyente en la experiencia cristiana viva, que es al mismo tiempo e inseparablemente experiencia de fe y experiencia moral. A través de una sucesión de etapas progresivas, el creyente es introducido en la plena madurez de la vida cristiana, convirtiéndose en adulto en la fe y adquiriendo la capacidad de testimoniarla en la existencia cotidiana en fidelidad a los valores del ethos evangélico.

[Consejos evangélicos (del cristiano); l Religión y moral; l Sacramentos; l Santificación y perfección].

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G. Piana

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral