IGLESIAS LUTERANAS

DicEc
 
El gesto simbólico de Martí­n >Lutero (1483-1546), sin duda apócrifo, de clavar 95 tesis en la puerta de la Iglesia de Wittenberg en 1517 marcó el inicio de un movimiento de reforma que se extendió por toda Alemania. La paz de Augsburgo (1555) trajo la tolerancia con los luteranos sobre una base territorial, según el principio Cuius princeps eius religio (la religión del prí­ncipe determina la religión de los súbditos). Por entonces el luteranismo se habí­a extendido ya por el este de Europa y hacia el norte, por Escandinavia; más tarde se difundirí­a por todo el mundo. Desde fecha temprana Lutero y sus seguidores empezaron a proponer declaraciones confesionales que se hicieron normativas en las Iglesias luteranas: el Catecismo menor de Lutero (1529), el Catecismo mayor (1529), la >Confesión de Augsburgo (1530), los Artí­culos de Esmalcalda (1537) y la Fórmula de la concordia (1577), unida al Libro de la concordia (1580).

El luteranismo mantuvo además los tres >credos antiguos: el de los apóstoles, el niceno y el atanasiano. Las doctrinas luteranas más importantes se refieren a cuatro áreas: justificación («sola fe»), perdón («sola gracia»), autoridad («sola Escritura») y soteriologí­a («solo Cristo»). A propósito de la Iglesia, la Confesión de Augsburgo afirma: «La Iglesia una y santa perdurará por siempre. Pero la Iglesia es la congregación de los santos, en la cual el evangelio es predicado rectamente y los sacramentos rectamente administrados. Y para la verdadera unidad de la Iglesia basta coincidir en la doctrina del evangelio y en la administración de los sacramentos» (art. 7). El culto luterano subraya la liturgia de la Palabra, especialmente el sermón, y la cena del Señor. El gobierno de la Iglesia se realiza por medio de sí­nodos de clérigos y laicos.

En los siglos XIX y XX hubo uniones y fusiones de Iglesias luteranas en varios paí­ses. La Federación Luterana Mundial (FLM, 1947) contaba con 105 Iglesias miembros en 1990, fecha en la que adoptó una nueva constitución incluyendo la declaración: «La FLM es una comunión de Iglesias que confiesan al Dios trino, coinciden en la proclamación de la palabra de Dios y están unidas en el púlpito y en el altar». La FLM ha promovido importantes diálogos internacionales con los anglicanos (>Comunión anglicana) y los >baptistas.

Entre 1977 y 1984 se desarrolló un diálogo con los metodistas que dio como resultado la recomendación de que se dieran pasos de cara a la declaración y el establecimiento de la comunión plena en la palabra y el sacramento.

Ya en el siglo XVI hubo contactos entre los luteranos y los ortodoxos, y en el siglo XX se llevaron a cabo varios diálogos de ámbito regional. En 1976-1977 se celebraron varios encuentros internacionales, y entre 1981 y 1989 tuvieron lugar cinco encuentros, estudiando bajo distintos aspectos «La participación en el misterio de la Iglesia». La próxima etapa consistirá en el estudio de «La autoridad en la Iglesia y de la Iglesia».

El diálogo con las Iglesias reformadas ha tenido lugar en distintos paí­ses desde el siglo XVI. Las conversaciones europeas de Leuenberg se iniciaron en 1969 y se centraron en el art. 7 de la Confesión de Augsburgo antes citado. Se propuso la plena comunión eucarí­stica y de púlpito. Un diálogo posterior celebrado en 1981 propuso que se dieran urgentemente pasos hacia la comunión, pero su informe, Una invitación a la acción, resultó controvertido, especialmente en Estados Unidos. En 1985 el diálogo sobre el tema alcanzó dimensiones mundiales con Hacia la comunión eclesial.
El diálogo con la Iglesia católica ha sido intenso, tanto internacional como localmente. Uno de los primeros diálogos mundiales emprendidos por el recién instituido Secretariado para la unidad de los cristianos fue con la FLM en 1967. Este ha dado lugar a una serie de importantes informes, empezando por el Informe de Malta (1972) y siguiendo por La Cena del Señor (1978), Caminos hacia la comunión (1980), Todos bajo el mismo Cristo (1980), El ministerio espiritual en la Iglesia (1981), De cara a la unidad (1985) e Iglesia y justificación (1994). En 1986 se iniciaron diálogos sobre eclesiologí­a. Existen conversaciones a nivel nacional entre luteranos y católicos, por ejemplo en Australia, Canadá, Alemania, la India, Japón, Noruega y Suecia. Una serie de diálogos realmente importante ha tenido lugar en Estados Unidos: Credo niceno (1965), bautismo (1966), eucaristí­a (1967, 1970), primado pontificio (1973) e infalibilidad (1978), justificación (1983), el único mediador, los santos y Marí­a (1992). Se han encargado también estudios sobre Pedro en el Nuevo Testamento (1973), Marí­a en el Nuevo Testamento (1978), La rectitud en el Nuevo Testamento (1982).

Un diálogo ecuménico capital es el que se desarrolla en la actualidad entre luteranos, reformados y católicos; fruto importante de este diálogo ha sido el documento sobre los matrimonios interconfesionales (1976, >Matrimonios mixtos).

La teologí­a del Vaticano II, especialmente sobre la sacramentalidad, ofrece muchas posibilidades para el diálogo con los luteranos». Desde el principio, el luteranismo ha dedicado especial atención a los estudios teológicos y ha estado en primera lí­nea de la investigación cientí­fica en todos los ámbitos de los estudios bí­blicos. La aportación especí­fica del luteranismo al ecumenismo es sobre todo su énfasis en la palabra de Dios, su profundidad teológica, su insistencia en la fe y la justificación, su atención a la cena del Señor y su teologí­a de la cruz.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

1. Concepción de sí­ mismas y de su historia
Lutero no tuvo intención de fundar una nueva Iglesia. Su idea reformista trajo una nueva inteligencia del cristianismo frente a la tradicional, una concentración en el Evangelio de Cristo como fuente de salvación. El movimiento así­ desencadenado no tuvo originariamente por meta la formación de un cuerpo eclesial propio, sino la reforma del existente. Sólo cuando, precipitadamente, ese movimiento fue declarado herético por la curia y no se le concedió posibilidad alguna de acción dentro de la Iglesia tradicional, se procedió por necesidad a la reforma evangélica de la Iglesia independientemente del cuerpo eclesial tradicional en aquellos territorios que se abrí­an a ella. Sin embargo, aun entonces estaba lejos de los reformadores la idea de fundar una «nueva» Iglesia. El movimiento evangélico impulsado por Lutero confesaba y confiesa enérgicamente la «Iglesia una, santa, católica y apostólica» que existe desde el advenimiento de Cristo y existirá como «una» hasta el fin de los tiempos (CA vil). Pero piensa que la estructura de la Iglesia surgida históricamente, ya no es legí­tima sin más. En esta estructura se dieron extraví­os que han desplazado el Evangelio de su puesto central en la Iglesia. Con su llamamiento a una nueva y consciente concentración en el Evangelio, el movimiento reformista quiso hacer que la Iglesia volviera a su verdadera y permanente «ley fundamental». Así­ se esperaba que la correspondiente reforma en las Iglesias particulares serí­a sólo el comienzo por donde el Evangelio se apoderarí­a cada vez más con su propia fuerza de la Iglesia universal. Esta esperanza no se cumplió, y el movimiento desencadenado por Lutero condujo de hecho, contra su primigenia intención, a la consolidación de una Iglesia autónoma al lado de otras. Aparte de la renuncia el sistema eclesiástico papal, el hecho se caracterizó por la no menos aguda separación frente al zuinglianismo y, sobre todo, por el repudio de un espiritualismo anárquico y de los anabaptistas. Después de lo dicho, hemos de distinguir entre la verdadera idea de la reforma luterana: la llamada a concentrarse en el Evangelio como centro de la Iglesia «una» de Cristo, con lo que se querí­a poner delante de la cristiandad entera su verdadero «deber», por una parte, y aquello en que dicha idea (prescindiendo de su «irradiación» más amplia) se ha decantado históricamente, a saber: en una Iglesia aparentemente particular frente a la Iglesia universal, por otra. De ahí­ que la Iglesia luterana no puede ni debe absolutizarse nunca a sí­ misma. Nunca podrá negar en otros cuerpos eclesiales la presencia (por lo menos) de ciertos rasgos de la verdadera Iglesia. Desde su perspectiva lo decisivo es el verdadero y auténtico «deber» de la Iglesia, determinado exclusivamente por el Evangelio, deber que ella pretende cumplir en forma ejemplar a partir de la reforma, si bien bajo la forma impropia de un cuerpo eclesial particular.

Concretamente, la reforma luterana de la Iglesia (es decir, la reforma impulsada por Lutero) se llevó a cabo porque autoridades favorables a ella (señores territoriales) permitieron una nueva ordenación de la Iglesia en sentido reformista. A diferencia de la reforma calvinista y la mayorí­a de las reformas protestantes «de izquierda», en la luterana no se intentó deducir del Nuevo Testamento una ordenación ideal de la Iglesia, sino que se trató de enlazar el orden eclesiástico con la tradición histórica y se dejó subsistir lo que no contradecí­a directamente al Evangelio. Sólo se abolió lo que estaba abiertamente en pugna con éste. Lo restante se orientó de nuevo hacia el Evangelio. Se cuidó sobre todo de su predicación y de que todo estuviera sometido a su norma.

Con ello estos territorios eclesiásticos se separaron prácticamente de la jurisdicción del -> papa y del dominio del derecho canónico romano. Al principio se quiso seguir reconociendo la potestad de jurisdicción y de orden del episcopado histórico, siempre que los obispos no se opusieran al Evangelio. Pero cuando los obispos, que en Alemania eran a la vez prí­ncipes del imperio, quisieron suprimir por la fuerza el movimiento evangélico, se les negó todo ulterior reconocimiento, con lo que se rompió, forzosamente, la cadena del episcopado histórico. Sólo en los paí­ses escandinavos (como también, de momento, en los territorios prusianos y bálticos de la orden teutónica, transformados en un ducado secular), cuyos señores introdujeron la reforma luterana, subsistió el episcopado histórico, si bien desprendido de Roma y sometido a los señores temporales. En los restantes territorios se trató de llenar la laguna creada en la organización de la Iglesia por la desaparición del episcopado a base de una serie de soluciones de emergencia. Como la reforma luterana estructuró la Iglesia partiendo principalmente de los «medios de la gracia» (la predicación y la administración de los sacramentos), por los que, según voluntad de Cristo, ha de proclamarse el Evangelio en la Iglesia y para la Iglesia, en principio fue ajena a ella la idea de un «congregacionalismo» con ambiciones de dirigir la Iglesia en sentido «democrático». En la práctica, superintendentes y consistorios nombrados generalmente por las autoridades civiles vinieron a ocupar el puesto de los obispos, y los señores temporales ejercieron cada vez más el gobierno de la Iglesia.

El hecho se fundó en teorí­as del siglo xv, según las cuales, cuando se da un caso de necesidad en la Iglesia, incumbe a la autoridad civil el ius reformandi. A ello se añadió la idea reformadora de que, caso de fallar la autoridad eclesiástica, la comunidad cristiana ha de actuar por sí­ misma y, en virtud del «sacerdocio universal de los fieles», debe nombrar por autoridad propia órganos rectores de la Iglesia. Como praecipua membra ecclesiae estaban capacitados para ello sobre todo los portadores de la autoridad civil. Así­, pues, los prí­ncipes territoriales y los magistrados de las ciudades imperiales, hasta que se formara un episcopado evangélico independiente, habí­an de tomar en sus manos la reforma de la Iglesia y provisionalmente también el nombramiento (como «obispos en caso de necesidad») de órganos rectores de la misma, pero no en cuanto autoridad civil, sino como miembros responsables de la comunidad cristiana. No faltaron en la época de la reforma tentativas de formar un episcopado evangélico, pero la evolución fue por otros caminos. Los prí­ncipes territoriales consideraron cada vez más la responsabilidad por el orden y gobierno de la Iglesia, que inicialmente se les habí­a atribuido de «hecho», como un derecho inherente por «principio» a la autoridad civil, y acabaron por ejercer un «supremo episcopado» en un sentido abiertamente cesaropapista. En ello vemos hoy dí­a una falsa evolución. El que Lutero tolerara esta evolución que se iniciaba ya en su tiempo, no obstante su clara repugnancia contra ella, depende, entre otras cosas, de su indiferencia en asuntos de organización eclesiástica. Por su confianza en la fuerza creadora del Evangelio, estaba persuadido de que éste se impondrí­a por sí­ mismo en la Iglesia, con tal se le dejara libre el camino. Por qué instancias y ordenaciones debiera regirse la Iglesia, era una cuestión que en el fondo no le interesaba. Su apasionado interés se centraba sólo en el Evangelio mismo. Así­, la Iglesia ordenada nuevamente según los principios de la reforma luterana, en lo relativo a la constitución y al gobierno, se presentó en forma de «Iglesias regionales». Bajo el aspecto del derecho canónico, la «Iglesia luterana» no ha existido nunca; más bien existe cierto número de comunidades eclesiales con organización independiente que se llaman «luteranas», indicando así­ que aceptan la reforma evangélica de la Iglesia impulsada por Lutero y afirman sus principios.

La denominación «luterana» es equí­voca, pues parece expresar que Lutero fundó una Iglesia vinculada a su persona, a sus intenciones y manifestaciones. Así­ se explica que esta denominación surgiera originariamente, como calificativo herético, en el bando contrario. En efecto, la adhesión incondicional a un guí­a humano como el único intérprete verdadero de la revelación ha sido siempre nota caracterí­stica de una secta. Lutero siempre se opuso violentamente a que la Iglesia de Cristo fuera llamada por su nombre, y hasta la Apologí­a de la CA de 1530 se lamenta de que los contrarios «blasfeman motejando de «luterana» la doctrina del querido y santo Evangelio» (BSLK 305). Todaví­a durante todo el siglo xvi y parte del xvii se rechazó la denominación formal de «luterano». Entretanto, sin embargo, el nombre se habí­a ido arraigando, y posteriormente, los que en las escisiones dentro del protestantismo se decidieron por la primigenia doctrina de Lutero («gnesioluteranos»), tomaron en sentido positivo esta denominación, que originariamente tení­a un sentido herético. Sin embargo, al cuerpo eclesial como tal no se le podí­a llamar aún «luterano»; se lo designó como «evangélico» o «partidario de la confesión augustana» o de otros modos. También aparece la designación de «católico-evangélico»; y, de hecho, en el curso de la reforma luterana se mantuvo por mucho tiempo la palabra «católico» para dar a entender que, partiendo del Evangelio, se hací­a referencia conscientemente a la Iglesia una y universal. Sólo desde la paz de Westfalia (1648), partiendo del vocabulario del derecho imperial, se propagó el nombre de «Iglesia evangélica luterana» (y también el de «Iglesia evangélica reformada»). Con la denominación equí­voca de «luterano», que ya ha adquirido carta de naturaleza, se significa la vinculación al contenido de los sí­mbolos evangélicos que salieron de la reforma impulsada por Lutero. Más adecuada fuera la denominación de «evangélico». Sin embargo, como ésta ha palidecido semánticamente para pasar a significar un indeterminado protestantismo general, no cabe eludir, si nos referimos a la vinculación a determinados contenidos de los sí­mbolos evangélicos, la denominación de «evangélico-luterano».

Los credos o confesiones comunes unen entre sí­ a las Iglesias luteranas, independiente cada una en su organización, de forma que, no obstante la pluralidad histórica y canónica, bajo el aspecto de la fe puede hablarse de una Iglesia (en singular) evangélico-luterana. Esta se caracteriza decisivamente por el contenido de sus escritos confesionales, y aquí­ es donde se la puede comprender mejor en su peculiaridad. Los escritos simbólicos luteranos, que afirman los antiguos sí­mbolos de fe, se entienden como una confesión de los puntos centrales y decisivos del Evangelio, en cuanto núcleo salví­fico de la sagrada Escritura. De acuerdo con esto apelan a los testimonios bí­blicos como primigenia testificación canónica del Evangelio y se someten al juicio de los mismos como instancia última (norma norman). En este sentido tales testimonios tienen vigor en las Iglesias luteranas como regla de la predicación y norma de la doctrina. Se da tanta importancia a la recta doctrina porque se trata de la doctrina salví­fica, cuya predicación con espí­ritu de responsabilidad constituye la más importante misión de la Iglesia. Por eso, según convicción luterana, es necesario el consentimiento en la doctrina conforme con la Escritura; y este consentimiento basta para la unidad de la Iglesia, que se manifiesta como comunión eclesiástica. En todo lo demás: en la constitución de la Iglesia, en la forma de la liturgia, en el tipo de piedad, etc., en principio se concede libertad para configurarlo de acuerdo con las exigencias de cada caso. Eso no afecta a la unidad de la Iglesia, aunque, en aras del amor y de la paz, también en estos puntos se aspira a la coincidencia, siempre que pueda lograrse sin violación de las verdades salví­ficas y de la conciencia. Pero esto no puede exigirse como necesario. A base de la unanimidad en los puntos centrales y decisivos de la doctrina, se han desarrollado de hecho en las distintas Iglesias luteranas ciertos rasgos comunes: una piedad antiespiritualista, que acentúa lo corpóreo y concreto y estima particularmente los sacramentos; una fundamental estructura común de la liturgia; alta estimación del ministerio eclesiástico, entendido como medio de la gracia y contrapuesto y ordenado a la comunidad; el aprecio de la tradición eclesiástica frente a un biblicismo abstacto, lo que lleva consigo cierto rasgo conservador, etc.

II. Difusión de las Iglesias luteranas
En el curso del siglo xvi se formó cierto número de Iglesias luteranas en diversos territorios alemanes, en los paí­ses escandinavos y en Finlandia, Letonia y Estonia, entrando en ellas la totalidad de la población, así­ como en partes de Hungrí­a, Eslovaquia y Transilvania. En el sur de Alemania, y en Austria, Bohemia y Polonia gran parte de las Iglesias luteranas volvieron al catolicismo por obra de la contrarreforma, y sólo se conservaron pequeños restos. Así­, al lado de Iglesias luteranas nacionales, hay en Europa minorí­as eclesiales luteranas. En varias partes de Alemania, lo mismo que en paí­ses europeos occidentales, territorios originariamente luteranos desembocaron posteriormente en la reforma calvinista. Durante el primer tercio del siglo xix, en parte de Alemania (sobre todo en la Prusia de entonces, el Palatinado, Baden, Hesse y Anhalt) se llevaron a cabo uniones entre Iglesias regionales luteranas y calvinistas; en ellas no pervive ya el luteranismo en forma eclesiástica independiente, sino sólo dentro de una asociación general eclesiástica en unión con el calvinismo; a partir de ahí­ se va formando poco a poco una Iglesia general «evangélica». Como reacción contra estas uniones, animadas positivamente por los movimientos de despertar del siglo xix, en las Iglesias de Alemania que habí­an permanecido luteranas (sobre todo en Baviera, Hannover, Sajonia, Mecldenburg, Schleswig-Holstein) se desarrolló una nueva conciencia de la «luteranidad» («neoluteranismo»). De este tiempo datan las aspiraciones a una Iglesia luterana pangermánica. En los territorios donde se introdujo la unión protestó contra ella una parte de párrocos y comunidades luteranas, que se organizaron en adelante como Iglesias luteranas libres. Desde entonces hay en Alemania Iglesias luteranas no regionales, las cuales no se organizan ya según el principio territorial, sino que se constituyen como Iglesias libres con el único ví­nculo de los sí­mbolos luteranos. Esta forma de Iglesias luteranas entretanto se habí­a formado también en ultramar, sobre todo en Norteamérica, donde inmigrantes de Iglesias regionales de Europa fundaron una serie de «sí­nodos» luteranos, que actualmente se unen en grandes Iglesias americano-luteranas. Además de Alemania y Escandinavia, Norteamérica forma actualmente el tercer territorio principal del luteranismo. También en Asia, Australia y América Latina se han formado Iglesias luteranas en forma de Iglesias libres, si bien en abierta situación minoritaria. Como consecuencia de los desplazamientos de población de los tiempos recientes, hoy dí­a existen minorí­as luteranas, en forma de Iglesias libres, en casi todos los territorios del mundo. Gracias sobre todo a las misiones de los siglos xix y xx han surgido minorí­as luteranas en forma de Iglesias libres en muchas partes de ífrica (sobre todo en Tanganica y ífrica del Sur) y de Asia (India).

Una Iglesia luterana popular se formó en Sumatra del norte, la Iglesia de Batak, así­ como en partes de Nueva Guinea.

III. Constituciones
Las constituciones de estas Iglesias luteranas no son uniformes, aunque cabe reconocer ciertos elementos estructurales que son comunes: en todas partes la ordenación del cuerpo eclesial se estructura no por la cualidad religiosa de los miembros, sino partiendo de los «medios de la gracia» (objetivos), cuya administración se regula por la profesión de fe, y el oficio de administrar los «medios de la gracia» está coordinado con la comunidad responsable. Sin embargo, la configuración concreta es distinta en cada caso. En las Iglesias luteranas libres se resalta más fuertemente el elemento sinodal para el gobierno de las mismas, mientras en las Iglesias luteranas regionales subsiste una coordinación del episcopado y del sí­nodo. En Alemania, desde la desaparición definitiva en 1918 del «gobierno eclesiástico por parte de los señores territoriales», las Iglesias luteranas regionales (lo mismo que las demás Iglesias protestantes) aprovecharon la ocasión para organizarse independientemente del Estado. Y crearon constituciones que, en conjunto, están definidas por un equilibrio entre obispo y sí­nodo. La mayorí­a de las Iglesias luteranas regionales de Alemania se adhirieron en 1948 a la «Unión de la Iglesia evangélico-luterana de Alemania» (VELKD), dentro de la cual hay comunión ilimitada en la predicación y en la celebración de la cena eucarí­stica, y paso a paso se va realizando la uniformidad en la liturgia, en varias ramas del derecho canónico y en la acción eclesial. A la cabeza de la VELKD están la conferencia episcopal luterana, el sí­nodo general luterano y el gobierno eclesiástico, formado por el obispo regente (elegido por el sí­nodo general) con representantes de la conferencia episcopal y del sí­nodo general. Simultáneamente, todas las Iglesias luteranas regionales de Alemania entraron en la liga, fundada igualmente en 1948, de la «Iglesia protestante alemana» (EKiD), que abarca a todas las Iglesias protestantes regionales de Alemania. También en los paí­ses escandinavos en principio se ha declarado entre tanto la separación de Iglesia y Estado, de forma que en las Iglesias luteranas de allí­ no puede hablarse ya de verdaderas Iglesias estatales. En la constitución eclesiástica de estos paí­ses se acentúa más el episcopado, con el correspondiente cabildo catedral, que los sí­nodos.

La inmensa mayorí­a de estas Iglesias luteranas de todo el mundo, parcialmente distintas en su forma, pero unidas por su credo común, se adhirieron en 1923 al Lutherischer Weltkonvent y, en 1947, al más firme Lutherischer Weltbund (alianza luterana mundial). Esta alianza no pretende ser una Iglesia luterana mundial. Deja a las Iglesias que pertenecen a ella entera independencia jurí­dica, y sólo quiere fomentar su cooperación y acción común. Sin embargo, en dicha alianza se expresa también la comunión eclesial de las Iglesias luteranas del mundo, y dentro de ella se realiza un constante intercambio fecundo y una compenetración espiritual cada vez más fuerte. Algunas Iglesias luteranas con carácter marcadamente confesional, sobre todo la «Iglesia luterana del sí­nodo de Missuri» (EE.UU.), no han podido aún decidirse a ingresar en la «Alianza mundial luterana». Las Iglesias luteranas que son miembros de esta «alianza mundial», han ingresado también en el «Consejo ecuménico de las Iglesias», a fin de participar activamente con la aportación especí­ficamente luterana en el esfuerzo universal por una mayor visibilidad de la esencial unidad de la Iglesia de Jesucristo. Pues, efectivamente, desde la reforma va inherente a las Iglesias luteranas un horizonte ecuménico.

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Ernst Kinder

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica