IGLESIA: ¿POR QUE?

DicEc
 
El Vaticano II en su orientación sacramental de la eclesiologí­a describe la Iglesia como realidad > visible y espiritual con un texto paradigmático: «la sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo mí­stico de Cristo, el grupo visible y la comunidad espiritual, la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo, no son dos realidades distintas. Forman más bien una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y el humano. Por eso, a causa de esta analogí­a nada despreciable, es semejante al misterio del Verbo encarnado. En efecto, así­ como la naturaleza humana asumida está al servicio del Verbo divino como órgano vivo de salvación que les está indisolublemente unido, de la misma manera el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espí­ritu de Cristo (Spiritui Christi inservit), que le da vida para que el cuerpo crezca (cf Ef 4,16)» (LG 8).

La expresión Spiritui Christi inservit subraya que la analogí­a entre la Iglesia y el Verbo encarnado tiene un elemento nuevo respecto a la precedente tradición teológica y magisterial que se centraba sólo sobre el Espí­ritu Santo como «alma» de la Iglesia o que la veí­a como «prolongación de la Encarnación». Esta novedad radica en afirmar que la Iglesia es querida por Cristo para que sirva a su Espí­ritu, el cual se sirve de la misma Iglesia para crear el cuerpo de Cristo. Así­ LG 8 lo ve todo en continuidad con la obra de salvación realizada por Cristo y en particular con la efusión del Espí­ritu, primer don confiado a los creyentes. En este sentido la Iglesia se puede comprender como «sacramento del Espí­ritu» (cf W. Kasper, G. Sauter, M. Semeraro, M. Kehl, etc.), en el sentido de que está siempre más allá de sí­ misma, orientada hacia el Espí­ritu de Cristo ya que sólo es sacramento.

Este Espí­ritu es el que convierte a la Iglesia en sacramento, ya que «causa» aquello que «significa» (significando causat, de santo Tomás), y así­ posibilita la doble dimensión de esta «compleja realidad»: la dimensión maternal que la identifica con la Madre que convoca y que ofrece siempre los dones santos y permanentes de la Iglesia: el mismo Espí­ritu, con la Palabra y el Sacramento (cf LG 26), y la dimensión fraternal como comunidad convocada peregrina de los cristianos santos y pecadores (cf LG 8s.; UR 6; la ecclesia permixta de san Agustí­n), en camino hacia la «í­ntima unión con Dios y la unidad del género humano» (LG 1).

En este marco conviene reflexionar sobre el «¿por qué?» de la Iglesia, teniendo presente que toda respuesta es fragmentaria por un doble motivo: primero, porque la actuación salví­fica de Dios es un mysterium salutis que no está en nuestras manos, y segundo, porque surge de una decisión que sólo se puede comprender en su globalidad ya que es un ordo/oeconomia salutis. A partir de aquí­ aparece cómo la salvación de Dios es salvación de la humanidad en la historia, ya que por el contrario no serí­a salvación del hombre. Y es en esta concreción donde aparece la Iglesia como actualización real de la salvación de Cristo, por esto los Padres afirmaban que del costado traspasado del crucificado nació la Iglesia, simbolizada en la sangre y el agua —signos del bautismo y de la eucaristí­a— (cf Jn 19,34; LG 3…).

La Iglesia, por tanto, es necesaria porque permite identificar en la historia el principio de la transformación salvadora de la humanidad: Jesucristo. Así­ pues, la necesidad de la Iglesia se fundamenta en la necesidad, inscrita en la manifestación de Dios a los hombres, de dar a conocer a Cristo. Si así­ no fuese podrí­a preguntarse si en verdad la acción de Cristo serí­a accesible a la humanidad sin mediar algún signo histórico de la continuidad de su presencia en el mundo. Este es el sentido de la expresión patrí­stica, retomada por el Vaticano II, ecclesia ab >Abel (LG 2), que precisamente da valor a la mediación de la Iglesia para la salvación de todos.

La encí­clica Redemptoris missio retomando la doctrina del Magisterio reciente sobre este punto afirma además que «la Iglesia es la ví­a ordinaria de la salvación y que sólo ella posee la plenitud de los medios de salvación» (n 55), pero también recuerda que la gracia en virtud de la cual todos se salvan tiene «una misteriosa relación con la Iglesia» (n 10). La afirmación de «ví­a ordinaria» supone que existen ví­as extraordinarias que en la encí­clica son referidas a la acción del Espí­ritu, el cual «distribuye las «semillas del Verbo», presentes en los ritos y en las culturas, y las prepara para madurar en Cristo» (n 28). De esta forma pues, se mantiene la posibilidad de salvarse fuera de la visibilidad eclesial, pero se afirma con claridad la necesidad de la Iglesia para que la humanidad en su totalidad tenga plena conciencia y la esperanza de la salvación. Sin la Iglesia, pues, no habrí­a en la historia la certificación de que Dios quiere conducir a todos a la comunión con El.

Con razón K. Rahner concluí­a: «antes de la encarnación del Logos no existí­a una visibilidad permanente del Invisible. Existí­a un orden jurí­dico, instituido por Dios en el pueblo de Israel, pero ese orden no era una Iglesia, obligaba a aquellos hombres, pero no producí­a gracia ni Espí­ritu Santo. Habí­a un Espí­ritu de Dios, pero no un Espí­ritu del Dios hecho hombre. Existí­a el Espí­ritu, pero no soplaba, no descendí­a a parte alguna, no se hací­a «visible». Ahora en cambio, en la plenitud de los tiempos, se ha producido esa visibilización: en el Logos hecho carne, y en su cuerpo, que es la Iglesia. Ubi est ecclesia, ibi et Spiritus Dei; et ubi Spiritus Dei, illis et ecclesia et omnis gratia, dice san Ireneo. In ecclesia posuit Deus… universam operationem Spiritus. Y donde actúa el Espí­ritu, allí­ se produce, por lo menos desde lejos y parcialmente, la construcción del cuerpo visible de la Iglesia».

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología