El NT no proporciona ningún código detallado de reglamentos para el gobierno de la iglesia, y la mera idea de semejante código podría considerarse repugnante al concepto de libertad en el marco de la dispensación evangélica; pero Cristo dejó constituido un cuerpo de dirigentes en la persona de los apóstoles que él mismo había elegido, y también les confió ciertos principios generales para el ejercicio de sus funciones de gobierno.
I. Los Doce y Pablo
Los doce apóstoles fueron elegidos para que estuviesen con Cristo (Mr. 3.14), y esta asociación personal con él los capacitó para actuar como sus testigos (Hch. 1.8); desde el principio recibieron del Señor poder sobre los espíritus inmundos y las enfermedades (Mt. 10.1), y este poder fue renovado y aumentado, de una manera mas general, cuando descendió sobre ellos la promesa del Padre (Lc. 24.49) en el don del Espíritu Santo (Hch. 1.8); en su primera misión fueron enviados a predicar (Mr. 3.14), y en la gran comisión recibieron instrucciones para enseñar a todas las naciones (Mt. 28.19). De este modo recibieron la autoridad de Cristo para evangelizar en forma amplia.
Pero también se les prometió una función más específica como jueces y encargados de gobernar al pueblo de Dios (Mt. 19.28; Lc. 22.29–30), con poder para atar y desatar (Mt. 18.18), para remitir y retener los pecados (Jn. 20.23). Este lenguaje dio origen al concepto de las llaves, definido tradicionalmente, tanto en la teología medieval como en la reformada, como: (a) la llave de la doctrina, para enseñar la conducta prohibida y la permitida (siendo este el significado de atar y desatar en la fraseología legal judía), y (b) la llave de la disciplina, para excluir y excomulgar a los indignos, como también admitir y reconciliar a los contritos, declarando o suplicando el perdón de Dios, por medio de la remisión de pecados únicamente en los méritos de Cristo.
Pedro fue el primero en recibir estos poderes (Mt. 16.18–19), como también recibió la comisión pastoral de alimentar al rebaño de Cristo (Jn. 21.15), pero lo hizo en calidad de representante más bien que en forma personal; porque cuando se repite la comisión en Mt. 18.18, la autoridad para ejercer el ministerio de la reconciliación es transferida al grupo de discípulos en conjunto, y es la congregación fiel, más bien que un determinado individuo, la que actúa en nombre de Cristo para abrir el reino a los creyentes y cerrarlo contra la incredulidad. No obstante, esta función es ejercida principalmente por los predicadores de la Palabra, y a partir del primer sermón de Pedro se observa cómo funciona la tarea de zarandar, de convertir, y de rechazar (Hch. 2.37–41). Cuando Pedro confesó a Cristo, su fe debe considerarse como típica del fundamento firme como la roca sobre el que está fundada la iglesia (Mt. 16.18), pero de hecho los cimientos de la Jerusalén celestial contienen los nombres de todos los apóstoles (Ap. 21.14; cf. Ef. 2.20); estos actuaron como cuerpo en los albores de la iglesia, y a pesar de la invariable eminencia de Pedro (Hch. 15.7; 1 Co. 9.5; Gá. 1.18; 2.7–9), la idea de que ejercía sobre los demás una constante primacía es refutada, en parte, por la posición preponderante que ocupó Jacobo en el *concilio de Jerusalén (Hch. 15.13, 19), y en parte, porque Pablo resistió cara a cara a Pedro (Gá. 2.11). Fue como cuerpo que los apóstoles proveyeron liderazgo a la iglesia primitiva; y ese liderazgo se hizo efectivo tanto en misericordia (Hch. 2.42) como en juicio (Hch. 5.1–11). Ejercieron autoridad general sobre todas las congregaciones, enviando a dos de sus integrantes a supervisar la evolución de los acontecimientos en Samaria (Hch. 8.14), y resolviendo, juntamente con los ancianos, sobre una política común para la admisión de los gentiles (Hch. 15), mientras que “la preocupación por todas las iglesias” por parte de Pablo (2 Co. 11.28) queda evidenciada tanto por el número de sus viajes misioneros como por la magnitud de su correspondencia.
II. Después de la ascensión
El primer paso, inmediatamente después de la ascensión de Cristo, fue el de llenar la vacante dejada por la defección de Judas, y esto lo hicieron mediante una apelación directa a Dios (Hch. 1.24–26). Posteriormente, otros fueron incluidos en el número de los apóstoles (1 Co. 9.5–6; Gá. 1.19), pero la condición de haber sido testigo ocular de la resurrección (Hch. 1.22), y la de haber sido de alguna manera comisionado personalmente por Cristo (Ro. 1.1, 5), eran de tal naturaleza que no podían comunicarse indefinidamente. Cuando el volumen de las tareas aumentó, nombraron siete ayudantes (Hch. 6.1–6), elegidos por los fieles, y ordenados por los apóstoles, para administrar lo que la iglesia destinaba como ayuda a los pobres; estos siete han sido considerados como diáconos desde la época de Ireneo en adelante, pero Felipe, el único cuya historia posterior conocemos con claridad, se convirtió en evangelista (Hch. 21.8), con la misión de predicar el evangelio en forma irrestricta, y las actividades de Esteban fueron muy parecidas. Funcionarios de la iglesia con nombres específicos aparecen primeramente en el caso de los ancianos de Jerusalén, quienes recibieron las ofrendas (Hch. 11.30) e integraron el concilio (Hch. 15.6). Esta función (* Presbítero) probablemente fue copiada del cuerpo de ancianos de la sinagoga judía; la iglesia misma recibe el nombre de sinagoga en Stg. 2.2, y los ancianos judíos, que parecen haber sido ordenados por imposición de manos, eran responsables de asegurar la observancia de la ley de Dios, con poderes para excomulgar a los que la quebrantaban. Pero los ancianos de las iglesias cristianas debieron asumir, a la vez, como parte de su ministerio evangélico, deberes pastorales (Stg. 5.14; 1 P. 5.1–3) y de predicación (1 Ti. 5.17). Pablo y Bernabé ordenaron ancianos en todas las iglesias del Asia (Hch. 14.23), mientras que Tito recibió instrucciones para hacer otro tanto en las iglesias de Creta (Tit. 1.5); y aunque los disturbios en Corinto pudieran indicar que prevalecía en dicha congregación un ambiente más netamente democrático (cf. 1 Co. 14.26), en general la forma de gobierno de las iglesias en la era apostólica parece haber sido la de un consejo de ancianos o pastores, posiblemente ampliado con profetas y maestros, que ejercía el gobierno de cada una de las congregaciones locales, con la ayuda de diáconos, y con la superintendencia general de toda la iglesia a cargo de apóstoles y evangelistas. No hay nada en este sistema que corresponda exactamente al moderno episcopado diocesano; los *obispos, cuando se los menciona (Fil. 1.1), componen un consejo de funcionarios congregacionales locales, y la posición que ocupaban Timoteo y Tito era la de lugartenientes personales de Pablo en sus actividades misioneras. Lo más probable, según parecería, es que uno de los ancianos asumiera la presidencia permanente del consejo, y que en ese caso recibía el título especial de obispo; pero incluso cuando aparece el obispo monárquico en las cartas de Ignacio, no deja de ser el pastor de una sola congregación. La terminología del NT es mucho más fluida; en lugar de algo que se asemeje a una jerarquía, nos encontramos con descripciones tan vagas como “el que preside”, los que “os presiden en el Señor”, (proistamenoi, ‘presidentes’ ; Ro. 12.8; 1 Ts. 5.12), o “los que tienen el gobierno de vosotros” (hēgoumenoi, ‘guías’; He. 13.7, 17, 24, °vm). Los *angeles en Ap. 2.3 han sido considerados a veces como si fueran obispos, aunque lo más probable es que sean personificaciones de sus respectivas comunidades. Aquellos que ocupan posiciones de responsabilidad son dignos de honor (1 Ts. 5.12–13; 1 Ti. 5.17), de sostén (1 Co. 9.14; Gá. 6.6), y deben estar libres de acusaciones pueriles (1 Ti. 5.19).
III. Principios generales
Del conjunto de enseñanzas del NT se pueden deducir cinco principios generales: (a) toda autoridad proviene de Cristo, y es ejercida en su nombre y por su Espíritu; (b) la humildad de Cristo constituye el modelo para el servicio cristiano (Mt. 20.26–28); (c) el gobierno de la iglesia es colegiado antes que jerárquico (Mt. 18.19; 23.8; Hch. 15.28) ; (d) la enseñanza y el gobierno son funciones íntimamente ligadas (1 Ts. 5.12); (e) se puede requerir la cooperación de ayudantes administrativos para colaborar con los que enseñan la Palabra (Hch. 6.2–3). Véase
Bibliografía. H. Harvey, La iglesia: su forma de gobierno y sus ordenanzas, 1911; J. Delorme, El ministerio y los ministerios según el Nuevo Testamento, 1975; L. Rubio, R. Chamoso, D. Borobid, Los ministerios en la iglesia, 1985; H. Schlier, “Eclesiología del Nuevo Testamento”, Mysterium salutis, vol. IV, t(t). I, 1973, pp. 107–229.
Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico