SUMARIO: I. La Iglesia es «misterio»: 1. El Concilio Vaticano II; 2. Fundamentación bíblica: a. Testimonio de la Escritura, b. La Trinidad en los Concilios, c. La Trinidad se manifiesta al mundo «per Ecclesiam».-II. El Padre y la Iglesia: 1. El Padre y la Iglesia en el AT; 2. El Padre y la Iglesia en el NT; 3. El Concilio Vaticano II.-III. El Hijo encarnado y la Iglesia: 1. La Iglesia, Cuerpo de Cristo; 2. Cristo, Cabeza de la Iglesia: a. Primacía de Cristo sobre todo lo creado, b. Primacía de Cristo sobre la Iglesia; 3. Hijos en el Hijo; 4. Cristo, fuente de vida para la Iglesia; 5. Cristo, fuente del Espíritu para la Iglesia.-IV. El Espíritu Santo y la Iglesia: 1. El Espíritu Santo, alma de la Iglesia; 2. Acción pluriforme del Espíritu en la Iglesia.-V. La Iglesia, Pueblo de Dios Trinidad: 1. La alegoría de «Pueblo»: a. Raíz bíblica de la alegoría, b. En el Vaticano II; 2. La Iglesia, Familia de Dios; 3. Pueblo convocado por la Palabra; 4. Pueblo santo; 5. Comunidad que celebra las «maravillas de la SS. Trinidad»; 6. Comunidad misionera; 7. Comunidad escatológica.
«Creo en Dios Padre todopoderoso… y en Jesucristo, su único Hijo nuestro Señor, que murió y resucitó… y en el Espíritu Santo y en la santa Iglesia» (DS 12). A lo largo de dos milenios de cristianismo, la comunidad cristiana ha asociado su fe confiada en la Iglesia a su fe en la SS. Trinidad. La expresión «creo en la Iglesia», es cierto, tiene otro alcance que «la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo». Propiamente hablando, sólo podemos otorgar nuestra fe a Dios Trinidad, como sentido último de la existencia humana y razón suprema de nuestra esperanza escatológica, mientras que creemos en la Iglesia (mejor habría que decir «creemos a la Iglesia»), en cuanto que ella es «en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión del hombre con Dios» (LG 1), o, en otras palabras, en cuanto es la presencia visible y verificable del Dios Trino en la realización de su designio de amor sobre el hombre.
Esta asociación de la Iglesia a la acción histórica de la SS. Trinidad hizo que los Padres la describieran como «Iglesia de la Trinidad» por su parentesco con las divinas personas.
Es cierto que, sobre todo, a partir de Trento, se obnubiló en buena medida esta vertiente teándrica y trinitaria de la Iglesia. Con el Concilio Vaticano II, sin embargo, se ha adumbrado esta visión complexiva, en la que se ha mostrado la realidad de la Iglesia como «misterio» de comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo y «sacramento» en la transmisión de la vida de los Tres a los hombres. De hecho, la Iglesia que nos muestra el Concilio Vaticano II es la «Iglesia de la Trinidad»: «Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo» (LG 17).
De acuerdo con la línea del Diccionario, vamos a ofrecer esta visión teándrica y trinitaria de la Iglesia.
I. La Iglesia es «misterio»
1. EL CONCILIO VATICANO II. En las peticiones de los obispos y Centros Teológicos a la Comisón antepreparatoria del Concilio, un tema afloraba reiteradamente: que se estudiara a la Iglesia como «misterio» de comunión con las divinas personas4. Pese a ello, el primer esquema De Ecclesia no respondió adecuadamente a las esperanzas de los Padres conciliares. Comenzando por el título De Ecclesiae militantis natura,todo el esquema adolecía de una vertiente mistérica: «No puede delinearse la naturaleza de la Iglesia fuera del Misterio de Cristo; misterio ciertamente de vida, teándrico, pascual, pentecostal, eclesial, eucarístico y escatológico». «La Iglesia no es una mera sociedad humana, cuanto un verdadero y gran misterio».
La Conferencia Episcopal austro-germana no se limitaba a criticar el esquema oficial elaborado por la ComiSión Teológica, sino que avanzó un nuevo proyecto de esquema con el enfoque que pedían numerosos Padres conciliares. Las líneas maestras del primer capítulo ponen de relieve la vertiente mistérica y, por lo mismo, trinitaria, de la Iglesia: 1) La Iglesia es obra de las tres personas. Más aún, es la concreción del proyecto salvífico del Padre, realizado por la misión del Hijo, mediante la comunión en el Espíritu del Padre y del Hijo: «en todas las figuras aparece la Iglesia como el conjunto de la acción salvadora de Dios Padre… realizada plenamente en la vida, muerte y exaltación de Cristo, cumplida ya, pero por consumarse aún al final de los tiempos»; 2) La Iglesia, por tanto, es el efecto (fructus) de la acción respectiva de las tres personas y, por lo mismo, es un misterio: «participa necesariamente del misterio de Dios Padre y de Cristo y del Espíritu Santo, que sólo se puede conocer por la fe». «Lo que Dios, en efecto, obra con su acción salvadora por Cristo, en el Espíritu Santo, es «la Iglesia», es decir, el género humano redimido…». 3) La Iglesia, que es comunión con las divinas personas, está destinada a ser «el medio activo para comunicar la salvación al mundo». 4)
Por eso, la Iglesia tiene una condición sacramental, que hace de ella una realidad «sui generis»: visible e invisible, institucional y carismática, cuerpo social y misterio divino. De ahí que pidieran los obispos austro-germanos que se pusiera de relieve la doble vertiente de la Iglesia, pero acentuado la «res» (el misterio) contenida en el «sacramentum» (signo). Estas sugerencias motivaron un nuevo esquema, en el que era sintomático el cambio de título del primer capítulo, que se denominó De Ecclesiae mysterio. La Comisión indicaba en un breve Comentario al esquema que la intención de sus redactores no fue otra que situar a la Iglesia en el corazón del misterio trinitario: «Por su mismo título se colige que se propone a la Iglesia como objeto de fe y que no se describe únicamente en su manifestación extrínseca. Este cap. I está dividido en tres secciones. La primera (nn. 2-4) muestra que la Iglesia tiene su origen en Dios Trino y Uno, a saber, en el designio eterno del Padre realizado mediante la misión del Hijo y consumado por la santificación del Espíritu Santo; mostrándose así que la doctrina de la Iglesia se basa en el dogma primario del cristianismo». El nuevo esquema, con pequeños retoques, cristalizó en la LG.
Los Padres conciliares, en general, vieron con agrado este enclave de la Iglesia con el misterio adorable de la SS. Trinidad. Los obispos de Francia oriental reconocían que el nuevo esquema «esclarece la relación de la Iglesia con el misterio de la SS. Trinidad y con las misiones divinas, no sólo en su origen, sino también en su fin escatológico». P.P. Meouchi, de Antioquía de los Maronitas, de igual forma, apreciaen el esquema «una gran riqueza bíblica y teológica, por cuanto que vincula la Iglesia a la Trinidad: la Iglesia, en efecto, es obra de las personas divinas»‘.
De hecho, en todos los documentos conciliares, aparece la Iglesia como misterio que participa e irradia la vida de Dios o, con palabras del mismo Concilio, como «pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4, 1).
2. FUNDAMENTACIí“N BíBLICA. Ante los reparos de algunos Padres conciliares, que veían en la «eclesiología trinitaria» del Vaticano II un peligro para una recta comprensión del misterio trinitario», la Comisión doctrinal ofreció como clave hermenéutica la enseñanza que brindan tanto la Escritura como los Símbolos de la fe y los Concilios. «De sobra es sabido que, en san Pablo, la revelación de la salvación por la Iglesia se ofrece de acuerdo con la obra (munus) respectiva de las tres personas».
a. Testimonio de la Escritura. Pablo nos habla en Ef 1, 9 del «misterio» de la voluntad del Padre. En el Apóstol encontramos el término «misterio» con genitivo, referido al Padre y al Hijo: «misterio de Dios» y «misterio de Cristo». Pablo quiere expresar en esta doble acepción el plan salvífico del Padre (cf. Ef 1, 4-11), «oculto en él» desde la eternidad’, pero revelado en los últimos tiempos por Cristo, a saber: constituir a todos los hombres en un único Pueblo, bajo Cristo Cabeza y piedra angular, rrlediante la acción del Espíritu Santo.
Las expresiones paulinas «misterio de Dios» y «misterio de Cristo», aparentemente idénticas, expresan la doble fase del plan divino: la salvación en cuanto presente en la mente divina y la salvación en cuanto entra en la historia y se hace realidad concreta por medio de Cristo y mediante la acción del Espíritu Santo.
El «misterio» del que se proclama Pablo el portavoz destacado, no es, por tanto, en primera línea la revelación del «en sí» de las tres personas, cuanto la manifestación de lo que el Dios Trino quiere ser para el hombre. En otras palabras; podemos decir que «in recto» la revelación del misterio mira a descubrir la relación del Padre, por Cristo, en el Espíritu, con los hombres. Eso sí: en ese «para nosotros» se desvela el «en sí» del Dios Trino. El misterio paulino es Dios (el Padre) mismo en cuanto se da en calidad de Padre a los hombres por su Hijo encarnado, en quien participan su filiación, en la presencia y acción del Espíritu Santo.
b. La Trinidad en los concilios. La Comisión doctrinal se refiere también a la forma que han tenido los Concilios de presentar a la SS. Trinidad («… tum in symbolis fidei, tum in Conciliis adhibetur»).
Las contiendas de los primeros siglos del cristianismo que cristalizaron en los grandes concilios cristológicos y trinitarios tuvieron como objeto primordial la defensa de la «economía», es decir, el misterio de la Iglesia, llevado a cabo por parte del Verbo encarnado de parte del Padre, mediante la acción del Espíritu Santo. Si Cristo no era verdadero Dios, ni el Espíritu Santo pertenecía al ámbito divino, el hombre no había sido salvado, ni poseía la vida divina, ni, por tanto, era hijo de Dios. Los concilios, en otras palabras, trataron de poner de manifiesto la teología de Dios como soporte de la economía y vinieron a clarificar el misterio del Dios Salvador. El símbolo Niceno-Constantinopolitano, «pronto introducido en la liturgia, marcó decisivamente la fe de la Iglesia desde entonces, y supuso, en la Iglesia, la interpretación definitiva de la fe trinitaria. Se puede incluso decir que con este símbolo y con la teología de los Capadocios que le sirve de base llegó a su fin en Oriente, en lo sustancial, la evolución teológica y la penetración del misterio trinitario».
c. La Trinidad se manifiesta al mundo «per Ecclesiam». La respuesta de la Comisión doctrinal, por último, reconoce que la revelación de la Trinidad se realiza «per Ecclesiam». Con ello se expresaba la intención de presentar a la Iglesia como el medio («sacramentum et instrumentum») a través del cual los hombres pueden conocer y experimentar la acción salvífica de las tres personas. El Concilio, que ha eludido un estudio de la Trinidad en sí misma, pero que la ha presentado en clave funcional, ha constituido a la Iglesia en objeto central de su reflexión. Pero a la Iglesia como realidad teándrica, es decir, en cuanto es la concreción del plan del Padre, de la obra redentora del Hijo y de la presencia y acción del Espíritu Santo; a la Iglesia como pleroma de la Trinidad, en la que se manifiesta el genuino rostro de Dios a los hombres y su salvación. La Iglesia viene a ser la realidad primigenia querida por el Padre: el Cristo total como «ser» que participa el misterio mismo del Dios
Trino, lo significa y los comunica. «Según esto podría decirse justamente que la Iglesia es como el protosacramento del Misterio de la SS. Trinidad, en cuanto se comunica a la Iglesia y en ella a todos los hombres».
Esta visión trinitaria de la Iglesia ha estado siempre presente en la reflexión de los Padres y teólogos, desde el comienzo.
1) «La Iglesia está llena de la Trinidad», nos dirá Orígenes y Tertuliano nos mostrará a la Esposa de Cristo como «el Cuerpo de los Tres». El camino que ha escogido el Padre para hacer surgir el «misterio» de la Iglesia han sido las misiones del Hijo y del Espíritu Santo. Ireneo asume una alegoría sugestiva: el Padre lleva a cabo su designio de ampliar su hogar a los hombres mediante la acción histórica de su Hijo encarnado y del Espíritu Santo, que son «como sus dos manos». «Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Lo que imprime en nosotros la imagen divina es la santificación, es decir, la participación del Hijo en el Espíritu»». Es cierto que aquí se refiere Cirilo a la deificación individual del cristiano. De todas formas está presuponiendo la transformación de la Iglesia en las tres personas, ya que únicamente por la Iglesia y en la Iglesia el hombre individual participa la vida filial en Cristo y en el Espíritu.
Para los Padres, por tanto, el misterio de la SS. Trinidad se amplía en la Iglesia, en la que adquiere una dimensión histórica, como pleroma del mismo misterio del ser divino, mediante la presencia y acción del Hijo encarnado y del Espíritu Santo. Toda la Trinidad se hace presente de un modo nuevo en la Iglesia. O mejor, la Iglesia entra en el ámbito de la SS. Trinidad.
2) Tomás de Aquino constituye un hito en la meditación teológica sobre la Iglesia, al haber desarrollado una fecunda reflexión sobre las «misiones trinitarias». Para eJ Angélico las misiones del Hijo y del Espíritu implican la ampliación en la Iglesia de lo propio del Hijo y del Espíritu Santo o, en otras palabras, la ampliación y extensión en el tiempo de la filiación del Hijo y de la «comunión» del Espíritu Santo. En su origen las «misiones divinas» son las mismas «procesiones» personales del Hijo y del Espíritu Santo, y en su término final, la ampliación en la comunidad de los hombres de lo «propio» del Hijo (la filiación) y de lo «propio» del Espíritu Santo (la comunión). El P. Congar, en una línea marcadamente tomista, reconoce que el misterio de la Iglesia es como una extensión y manifestación de la Trinidad: «la Iglesia es Dios que viene de Dios y retorna a Dios llevando consigo y en sí a su criatura humana»2.
Ha sido, sin embargo, H. Mühlen, tal vez, quien mejor ha desarrollado de una forma coherente la dimensión trinitaria de la Iglesia, frente a una visión prevalentemente «cristomonista», que se consideró, sobre todo a partir de J.A. Móhler, como «la permanente encarnación del Hijo de Dios». (Naturalmente, Móhler no piensa que la encarnación del Hijo de Dios se repita en la Iglesia). Para Móhler la Iglesia es la «encarnación permanente» del Hijo de Dios «en la medida en que en ella están unidos lo divino y lo humano, de manera analógica, sin confusión y sin separación, como en el mismo Jesús».
Sin embargo, según Mühlen, habría que decir más bien que la permanencia de la encarnación acontece bajo la acción del Espíritu Santo, como lo ha demostrado el Vaticano II, que no ha hablado de la encarnación en la Iglesia, cuanto de una analogía entre el misterio del Verbo encarnado y el misterio del Espíritu Santo en la Iglesia. «Se compara a la Iglesia, por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación, unido indisolublemente a El, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo» (cf. Ef. 4, 16)» (LG 8, 1).
El Pueblo de Dios aparece en este texto como el «misterio del Espíritu», que se une al cuerpo social de la Iglesia como se une el Hijo eterno a su naturaleza humana. Cristo y el Espíritu actúan de consuno en la edificación de la Iglesia como las «dos manos del Padre». La comunidad de la Iglesia surge por su inserción en Cristo resucitado, en quien recibe el Espíritu «creador de vida nueva: filial y fraterna». El Concilio, en este importante texto, integra la acción respectiva del Hijo encarnado y del Espíritu Santo en una única obra conjunta con el Padre para el surgimiento de la Iglesia.
Dos textos bíblicos importantes fundamentan la reflexión de H. Mühlen: «Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros y todos los miembros del cuerpo… no forman más que un solo cuerpo, así también Cristo» (1 Cor 12, 12; cf. 1, 13). Todos los creyentes en Cristo son uno en El, hecho que les permite participar de su único Espíritu. Por eso, el mismo Pablo en otro texto importante recuerda al Espíritu como principio vivificante de todo el Cuerpo de Cristo: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados para no formar más que un cuerpo… Y todos hemos bebido de un solo Espíritu» (1 Co 12, 13). Por eso, reconoce justamente el Concilio que «el Espíritu Santo es uno y el mismo (unus et idem) en Cristo y en los cristianos» (LG 7, 7). Desde esta fundamentación bíblica y magisterial tenemos dibujado el marco trinitario de la Iglesia (cf. 1 Co 12 4-6), sobre el que H. Mühlen elebora su reflexión teológica. El teandrismo de la Iglesia necesita un punto de partida pneumatológico trinitario. Ahora bien; este punto de partida está en la personalidad misma del Espíritu Santo, que es «una persona en dos personas», Padre e Hijo. De acuerdo con la doctrina trinitaria tradicional (DS 800; 1300; 1330; etc.) el Espíritu Santo se constituye como persona por una misma relación al Padre y al Hijo, dado que procede de ambos, como de un único principio. «Su relación al Padre no es distinta de su relación al Hijo, antes bien, es él mismo, como persona, la relación entre el Padre y el Hijo, al mismo tiempo…». H. Mühlen razona de la siguiente forma: si en consonancia con la revelación divina, las relaciones de origen son las que constituyen a las personas, hay que decir que el Padre se constituye como tal por su relación al Hijo y viceversa; pero no con relación al Espíritu Santo. Por eso, el Padre no es Padre del Espíritu Santo, ni el Hijo se puede decir Hijo del Espíritu Santo.
En cambio, del Espíritu Santo hay que decir que se constituye como Espíritu Santo, con su peculiaridad nocional por su relación conjunta al Padre y al Hijo. «Por consiguiente, en la vida intratrinitaria el Espíritu Santo es una persona en dos personas». Esto se constata aún mejor, si se tiene en cuenta que la procesión del Espíritu Santo se puede describir también como acto común del Padre y del Hijo: ambos son un único principio del Espíritu Santo. Por eso, ni el Padre ni el Hijo pueden decir del Espíritu «mi Espíritu», sino «nuestro Espíritu». «El Espíritu es entonces el «nosotros» del Padre y del Hijo personificado»
H. Mühlen concluye su reflexión en este campo recordando que aquí se encuentra la relación más profunda entre encarnación e Iglesia y a la vez el fundamento trinitario de la fórmula eclesiológica fundamental que propone. «Por lo mismo que el Espíritu Santo es en el interior de la Trinidad UNA PERSONA EN DOS PERSONAS, se manifiesta en la economía de la salvación como ¡UNA PERSONA EN MUCHAS PERSONAS! Su propiedad personal es el unir personas, tanto en la vida trinitaria como en la economía de la salvación».
Esta reflexión teológica tiene una fundamentación bíblica inconcusa, como lo iremos viendo. Cuando Jesús dice: «Nosotros vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23), «en el «nosotros» se remite al Espíritu Santo, haciéndose patente desde un plano histórico-salvífico la exclusiva y dual nostreidad del Padre y del Hijo en la misión del Espíritu Santo, idéntico en el Padre y en el Hijo». Lo mismo cabedecir del «todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu para no formar más que un solo cuerpo» (1 Co 12, 13). Se trata del «nosotros» eclesial constituido por el Espíritu Santo entre gentes de distinta procedencia étnica, cultural y social. De forma semejante a como el Espíritu Santo es una persona en dos personas en la vida intratrinitaria, en el orden histórico-salvífico, es en la Iglesia una persona en muchas personas.
El misterio de la Iglesia, por tanto, queda sí anclado en el Protomisterio de la SS. Trinidad. La Iglesia es la ampliación histórica de la comunión original de las tres divinas personas. La Iglesia es el misterio que se constituye en el tiempo por las misiones respectivas del Hijo encarnado y del Espíritu Santo. «Sea que la Iglesia se manifieste como pueblo de Dios, templo, casa, ciudad de Dios, cuerpo de Cristo o esposa del Cordero; en todas estas figuras aparece como el fin principal y el conjunto de toda la acción de Dios Padre… realizada plenamente en la vida, muerte y exaltación de Cristo, consumada ya y aún por consumar en plenitud en la comunicación del Espíritu del Padre y de Cristo hasta el fin de los tiempos».
Como colofón de este apartado, vaya una pequeña reflexión sobre la relación entre institución y carisma. Frecuentemente se ha creado una oposición -ficticia desde luego- entre institución y carisma, Iglesia jerárquica e Iglesia del Espíritu. ¿Qué decir sobre el particular? Ante todo hay que aclarar qué entendemos por institución y qué por carisma. La Iglesia es institución, porque es algo dadó, previo a la agregación de los cristianos. Ahora bien; lo previamente dado es el misterio de Cristo en todas sus fases hasta su resurrección, en donde queda constituido en fuente del Espíritu (Rm 8, 9-11), y por él, en presencia del Padre y fuente de vida filial para la Iglesia. «La donación del Espíritu hace que la Iglesia-institución sea una institución carismática, sometida a la orientación de fondo, a la fuerza de interiorización y al clima del Espíritu» [cf. IV, 2,d].
II. El Padre y la Iglesia
Por su condición de «enviados», el hombre ha visto al Hijo de Dios encarnado (1 Jn 1, 1-2) y, bajo los símbolos del viento y el fuego, al Espíritu Santo (He 2,1-3). En sus manifestaciones visibles, el hombre ha experimentado la presencia y acción salvífica de Dios. Más allá del Hijo y del Espíritu, o mejor, como origen del Hijo encarnado y, con el Hijo, del Espíritu Santo, se nos muestra, no un Dios neutro y nebuloso, sino el rostro de la persona del Padre como «origen y meta» y «Patria y Hogar» de todos los hombres. El Padre de Jesús es Padre de la Iglesia. Con frecuencia nos quedamos con ese Dios neutro y sin rostro definible al que denominamos, sin más, DIOS, sin ninguna referencia personal. Jesús, sin embargo, nos ha revelado a «su» Padre y «nuestro» Padre (cf. Mc 14, 36; Mt 11, 25s; 23, 8s; Jn 20, 17; etc.).
Pues bien; Dios, Padre del Hijo y, por el Hijo, fuente del Espíritu Santo, «determinó llamar a los hombres a participar de su vida no sólo individualmente…, sino constituirlos en un pueblo, en el que sus hijos, que estabandispersos, se congreguen en unidad» (AG 2, 2; cf. LG 2; 9, 1).
1. EL PADRE Y LA IGLESIA EN EL AT. Para comprender al Dios que se revela en el AT hay que partir de que el mundo, escenario de las actuaciones divinas, es sobrenatural. El Dios que actúa en el AT no es la esencia divina común a las tres personas, sino la persona del Padre, origen del Hijo y, por el Hijo, del Espíritu Santo y, por ellos, de todo lo creado. Desde el principio, es cierto, actúan las tres personas conjuntamente, pero según el orden de sus procesiones. Así es como entiende el ser y actuar divinos la tradición oriental.
Pocos son los textos en los que se aplica a Yahvé el título de «padre» del Pueblo. El más significativo es, sin duda, Ex 4, 22-23: «Así dice Yahvé: Israel es mi hijo, mi primogénito. Yo te digo: «Deja ir a mi hijo, para que me de culto»» (cf. Dt 1, 29-31; 14, 1-2; 32 6-8). Más tarde los profetas reasumen el mismo tema (cf. Is 1, 2-4; 30, 1-9; 63, 16; etc.). Yahvé es el Padre de una nueva creación y de una nueva alianza: «Yo pensé: tú me llamarás «padre mío» y no volverás a separarte de mi»» (Jer 3, 19).
Especialmente significativa es la paternidad de Yahvé respecto del Mesías, como origen del nuevo Pueblo escatológico (cf. 2 Sam 7, 11-16; Sal 2 y 110). Es cierto que Israel no se apercibe de una paternidad formal de Yahvé respecto del Pueblo. Dios es llamado Padre por referencia a la elección de Israel como «Pueblo de Yahvé». «La novedad radical está en que la elección de Israel como primogénito se manifiestaen un acto histórico: la salida de Egipto. Lo que modifica profundamente la noción de padre es que la paternidad de Dios se pone entonces en relación con una acción histórica»».
2. EL PADRE Y LA IGLESIA EN EL NT. a) Jesús comienza su predicación en Galilea despertando el interés del pueblo sobre Dios como «Padre». Una paternidad que desborda el ámbito del Pueblo de Israel para abrazar a todos los hombres (Mt 5, 45). En labios de Jesús el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob cede el paso al «Padre». En boca de Jesús el Dios totalmente otro con relación al mundo es «el Señor del cielo y de la tierra» (Mt 11, 5), que de tal manera se hace cercano a los hombres, que se constituye en su Padre. En su condición de Padre sabe lo que sus hijos necesitan y vela con amor sobre sus vidas (Mt 6, 8.32; Lc 12, 3)). Es misericordioso (Lc 8, 36) e ilimitado en su perdón (Mt 5,45). Como hijos, los hombres han de pedir al Padre el sustento diario (Mt 6, 11-13). «El respeto a Dios como Señor es un elemento esencial del evangelio, pero no es su centro. Se habla raras veces de Dios como creador (Mc 2, 27; 10, 6; 13, 19)… el centro se halla en otra cosa distinta: para el discípulo de Jesús, Dios es el Padre». Jesús desvela a sus discípulos la condición paterna de Dios con su consiguiente fraternidad universal: «No llaméis a nadie «Padre» vuestro en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre: el del cielo… y todos vosotros sois hermanos» (Mt 23, 8s). En este texto Jesús advierte a la par de la condición paterna de Dios respecto de los hombres y de la fraternidad universal, como miembros de la misma Familia. Hablando en rigor, sólo Dios es Padre y nadie puede arrogarse este título como lo hacían los rabinos, que recibían el título honorífico de Abbá.
A cuantos le han acogido, Cristo les ha otorgadq «llegar a ser hijos de Dios» (Jn 1, 12), de suerte que «son con toda propiedad hijos de Dios» (1 Jn 3, 1-3) y, por la fuerza del Espíritu, pueden dirigirse a Dios con el mismo término de abbá, con que Jesús invocaba a su Padre (Rom 8, 15 Gál 4, 4-6). «Se trata de una paternidad de orden ontológico…».
b) Las parabolas. Más que un contenido moral, las parábolas tienen un contenido teológico. A quien muestran es al Padre como bondad, gracia, misericordia y libertad para el hombre. «Dios es definido en movimiento como el que busca, se preocupa, invita, corrige, castiga, ama al hombre: el que se preocupa de su poquedad, el que vela por sus angustias, el que está más allá de sus pecados y a pesar de ellos, sigue siendo su padre y espera». O. González de Cardedal reconoce que los distintos títulos de las parábolas no responden a su temática primariamente teológica. De quien se habla en las parábolas es del Padre. En la parábola del hijo pródigo, por citar un ejemplo, el tema central es el Padre para quien el hijo es todo, «que vive siempre esperando hasta que él retorne de su dispersión, y venga al hogar de sustentación original; del Padre que defiende al hijo perdido… frente al hijo mayor que había quedado en casa; del Padre que vela más por los hombres que el propio hombre por su prójimo y hermano… No interesa primariamente una reflexión moral, cuanto un anuncio teológico».
Incluso en aquellas parábolas en las que aparece Jesús como protagonista principal, su acción misericordiosa con los pobres, enfermos y pecadores mira a manifestar el rostro del Padre: «Quien me ve a mi, ve al Padre» (Jn 14, 9). «Dios es así de bueno, de clemente, lleno de misericordia y desbordante de amor». Todas las parábolas, en definitiva, son un canto al amor, a la ternura del Padre. Cada una de ellas nos ofrece una vertiente de Dios Padre, «que no quiere que los hombres se pierdan y que hace fiesta por un pecador que se convierte y hace penitencia» (Lc 15, 7).
3. EL CONCILIO VATICANO II. El Concilio Vaticano II ha reconocido con absaoluta diafanidad el origen paterno de la Iglesia. «El Padre estableció convocar a quienes creen en Cristo en la santa Iglesia…» (LG 2). «Dios (Padre) formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación y el principio de la unidad y de la paz» (LG 9, 3)52.
En la Iglesia y, por su medio, en el mundo, el Padre ha establecido ya su reino (cf. LG 5, 1; 9, 2). En las diversas figuras bíblicas que el Concilio asume para describir a la Iglesia, aparece siempre la persona del Padre como origen fontal de la misma. El Padre es el «Pastor y Dueño» del redil de la Iglesia (LG 6, 2; UR 2, 5). El «campo» de la Iglesia pertenece también al Padre (LG 3). El Padre es el «Agricultor» que ha plantado la Iglesia como viña escogida (vinea electa) (Mt 21, 33s; cf. Is 5, lss.), en la que ha germinado la vid verdadera que es Cristo (LG 6, 3). Es también la Iglesia la «aedificatio Dei» (1 Cor 3, 9), cuyo cimiento es Cristo, sobre quien únicamente puede edificarse la casa de Dios (1 Tim 3, 15), «en la que habita su Familia» (LG 6, 4). Todavía más; a esta «casa de Dios» la ve venir Juan del cielo como «la casa del Padre» (LG 2, 1).
El Concilio, en efecto, ha afirmado con absoluta rotundidad que el Padre es el término final o la «Patria y Hogar» definitivos de la Iglesia. La Iglesia, por eso mismo, está en este mundo de camino «hacia el reino del Padre» (GS 1) y su misión consiste en lograr que «la totalidad del mundo se incorpore al Pueblo de Dios (Padre)…» (LG 17), y los hombres, «regenerados en Cristo por el Espíritu Santo…, puedan decir «Padre nuestro»» (AG 7, 4).
III. El Hijo encarnado y la Iglesia
Jesucristo es «uno de la Trinidad» (DS 401), el Hijo del Padre, humanado. El Hijo es enviado por el Padre para llevar a cabo su designio salvífico de reunir a todos los hombres «en la Iglesia universal» (LG 2). Cristo lleva a cabo esta misión a través de todo su misterio redentor y con el envío del Espíritu que recibe del Padre, de suerte que todos los hombres, constiuidos uno con él (Ef 2, 14), son «su Cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 23), y así, incorporados a El, «unos y otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu» (Ef 2, 18).
1. LA IGLESIA, CUERPO DE CRISTO. La Iglesia como «Cuerpo de Cristo es uno de los temas principales de las cartas de la cautividad» y «ocupa un puesto central y sirve para designar el objeto mismo de la redención»
La Iglesia como Cuerpo de Cristo aparece por vez primera en los fragmentos eucarísticos de 1 Cor 10-11. Para el Apóstol los sacramentos del bautismo (1 Cor 12, 13) y de la Cena constituyen al hombre en una personalidad corporativa: «Todos los bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo, ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre; ni hombre, ni mujer, y todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 28). En 1 Cor 12, 13 Pablo reconoce que «en un solo Espíritu formamos todos un único cuerpo». «La alegoría «Cuerpo de Cristo» es el fruto más maduro del pensamiento neotestamentario sobre la Iglesia». Pertenece a Pablo, si bien tiene sus paralelos en la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn 15, 8), en la «casa espiritual» (1 Pe 2, 4) e, incluso, en «la esposa del Cordero» (Ap 12, 29; 22, 17). «En el fondo se trata de expresar la unión íntima del Pueblo de Dios con Cristo»; su relación con el Padre en Cristo y sus relaciones, desde Cristo, en el Espíritu Santo, con los hermanos.
La reflexión eclesiológica del «Cuerpo de Cristo» sobre la base trinitaria tiene una dimensión sacramental: en los sacramentos de iniciación el hombre queda incluido en Cristo, de suerte que lo acontecido en Cristo, en su muerte y resurrección, acontece también en el cristiano. Por eso, la vida del cristiano en Cristo implica una comunión en su misterio: compadecer (Rom 8, 17; Gál 6, 17; 2 Cor 1, 5; Col 1, 24); ser con-crucificado (Rom 6, 6; Gál 2, 19); con-morir (2 Cor 7, 3; Col 2, 20); ser consepultado (Rom 6, 4; Col 2,12); con-vivir (Rom 6, 8; 2 Cor 7, 3; 13, 4; 2 Tim 2, 11); ser con glorificado (Rom 8, 17). «El acontecimiento bautismal es su comienzo y en su desarrollo es el acontecimiento de una personalidad corporativa».
La incorporación inicial en el bautismo se plenifica en la Cena, al quedar incorporado el cristiano al Cuerpo real de Cristo, que comporta la inclusión de todos los bautizados, rompiendo todas las barreras y diferencias, con la consiguiente solidaridad en comunión y participación, con Cristo y entre sí. «De esta forma la Iglesia viene a ser una… prolongación de la Eucaristía». La comunidad, incorporada a Cristo, está incluida en el mismo proceso escatológico de su Señor, de suerte que queda determinada por él a vivir su misma solidaridad.
El Vaticano II primó la alegoría de Cuerpo para expresar el misterio de la Iglesia. «Pues en verdad el Cuerpo Místico de Cristo es la comunión (koinonía) divina y humana por la cual los hombres, hechos concorpóreos con Cristo, Verbo encarnado, participan e imitan en cierto modo la inefable comunión en la unidad simple de naturaleza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»» Ha sido en la LG 7 donde el Concilio ha desarrollado ampliamente esta alegoría. Con ella el Vaticano II ha querido poner de relieve la solidaridad vital de Cristo con la Iglesia. En numerosas ocasiones, además, el Concilio ha utilizado la alegoría. La Iglesia es edificada como «Cuerpo de Cristo», «Cuerpo místico de Cristo», «Cuerpo del Señor», «Cuerpo del Verbo encarnado». Mediante esta alegoría el Concilio reconoce que Cristo «instituyó y mantiene continuamente en la tierra su Iglesia santa… como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia, a todos. Mas la sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el Cuerpo Místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino» (LG 8, 1).
2. CRISTO, CABEZA DE LA IGLESIA. Dentro de la alegoría de «Cuerpo de Cristo», el Apóstol sitúa a la persona de Cristo como «Cabeza de la Iglesia» (Ef 5, 23). Dentro de la pluralidad de interpretaciones (complementarias entre sí, dado que el misterio de la Iglesia no se puede agotar en nuestras categorías), «la idea de Cabeza implica la de supremacía y, por consiguiente, transcendencia». Aquí quiero resaltar: a) la primacía de Cristo sobre todo lo creado, y b) la primacía de Cristo sobre la Iglesia.
a. Primacía de Cristo sobre todo lo creado. En Col 1, 15-20 Pablo afirma la primacía de Cristo sobre todas las cosas. «Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas… todo fue creado por él y para él… y todo tiene en él su consistencia» (vv. 15-16). En Col 1, 15-20 «lo que sorprende en una primera lectura de este texto prestigioso, es el lugar único que en él ocupa Cristo». A. Feulliet, estudiando el texto en cuestión, llega a la siguiente conclusión: «todo ha sido creado, no sólo por Cristo y para Cristo, sino más aún, «en Cristo»».
La primacía de Cristo sobre todo lo creado está clara en Pablo. Cristo ha sido lo primero querido por el Padre y todo ha sido querido en orden a El. Cristo posee una absoluta primacía en el plan del Padre y una incuestionable capitalidad. Cristo ha sido y es el alfa y la omega, y todo ha sido creado en orden a El. «En realidad, lo que se pone aquí de manifiesto es que Cristo es el centro y como el fondo de la creación entera. Todo se halla implantado en El; y en El y por medio de El todas las cosas reciben su ser. Ser, ante todo, sobrenatural; luego, y en tanto fundado en éste, el natural».
b. Primacía de Cristo sobre la Iglesia. Por su resurrección Cristo ha quedado constituido en «Primogénito de entre los muertos, para que sea El el primero en todo» (Col 1, 18). Mediante su Pascua «el eón futuro ha irrumpido en el mundo presente por el Cristo resucitado»
El Concilio ha abundado sobre el particular. Cristo es la «Cabeza» de la Iglesia»», la «Cabeza del Cuerpo de la Iglesia»67 y «Cabeza de la humanidad regenerada».
El Vaticano II aplica a Cristo la alegoría de «Cabeza» con distintos contenidos. Cristo es la Cabeza de la Iglesia en un sentido genérico69 o como órgano eminente del Cuerpo, o también como principio rector de todo el Pueblo de Dios». Pero, sobre todo, Cristo es la Cabeza de la Iglesia en cuanto es su principio vivificante. Expresamente reconoce el Concilio en LG 50, 3 que de Cristo «dimana como de fuente y Cabeza toda la vida y gracia del Pueblo de Dios». Es, sin embargo, en LG 7, 4, donde de forma más amplia presenta el Concilio a Cristo como principio capital de la vida de la Iglesia en las dos vertientes que estamos estudiando. De hecho, en LG 7, 4-6, remite a Col 2, 19, que cita literalmente, y a Ef 1, 18-21 y 4, 11-16, en donde muestra a Cristo como origen capital de la Iglesia.
3. HIJOS EN EL HIJO. 1) La expresión «hijos en el Hijo» viene a ser a modo de síntesis que condensa cuanto la Escritura y la doctrina de los Padres han enseñado sobre el contenido de la filiación adoptiva. Somos hijos del Padre en el Hijo, es decir, en cuanto que, incorporados a Cristo, entramos en comunión con todo su misterio redentor. Para el Apóstol las cosas son así: hemos sido predestinados a ser hijos del Padre, en Cristo y por Cristo. Y lo mismo que en su ser humano Cristo, una vez superada su condición «carnal» o «pecadora», es constituido «Señor» e «Hijo de Dios con poder» (Rom 1, 4), de parecida forma, a su Iglesia y en ella a todos cuantos por el bautismo somos injertados en el misterio de su Pascua, nos otorga participar en el misterio de su filiación divina. Resumiendo el pensamiento de Pablo, E. Mersch escribe: «Al igual que Cristo, puesto que es el Hijo, está en el Padre, los cristianos, dado que están en Cristo, estarán también en el Hijo y en el Padre. Por otra parte, la unidad que tiene el Hijo con el Padre tendrán también los cristianos a su modo; serán uno como el Padre y el Hijo son uno; serán uno en el Padre y en el Hijo; serán uno con una perfecta unidad…».
2) Tres son las expresiones básicas a través de las que el NT presenta el carácter mediador de Cristo: «Por Cristo», «con Cristo» y «en Cristo». La expresión «en Cristo Jesús», acaso de Pablo mismo» «expresa la estrecha unión entre Cristo y el cristiano, una inclusión o incorporación que significa una simbiosis de los dos». Es la presentación de Cristo «como personalidad corporativa».
3) Mutua inmanencia. La teología habla de unión hipostática, cuando presenta la unión entre el Hijo eterno y el hombre Jesús de Nazaret. Unión que ha supuesto, «sin confusión ni división», una auténtica comunión entre el Hijo de Dios y el hombre, de suerte que un hombre concreto, Jesús de Nazaret vino a ser Dios y viceversa: el Hijo de Dios vino a ser hombre (DS 301-202).
De forma análoga ha ocurrido en la Iglesia. La incorporación de todos los hombres a Cristo ha establecido una comunión semejante, de suerte que la plenitud de la vida divina que reside en Cristo como Cabeza pasa a ser de la Iglesia, y toda la realidad de la Iglesia, excepto el pecado, viene a ser de Cristo.
4. CRISTO, FUENTE DE VIDA PARA LA IGLESIA. Cuando el Concilio afirma que «Cristo es la vida de la Iglesia» (LG 50, 5), está afirmando la capitalidad absoluta de Cristo. La Iglesia no tiene vida propia; vive de la misma vida de Cristo, como Cristo vive de la vida del Padre. La comunicación de la vida del Padre a los hombres, no tiene otro ca-mino de acceso fuera de Cristo, constituido Cabeza de la comunidad rescatada. La vida divina que el Verbo recibe del Padre, se comunica en plenitud a Jesús y, por Jesús, bajo, la acción del Espíritu, a la Iglesia que es su Cuerpo.
Ahora bien; esta vida que el Hijo comunica a su Cuerpo Místico es su vida filial, que recibe del Padre. Por eso, la Iglesia, en Cristo, es hija del Padre: «Porque son hijos de Dios, constituyen el cuerpo del Hijo único de Dios; siendo él la Cabeza y nosotros los miembros, somos el único Hijo de Dios». E. Mersch, por su parte, describe en estos términos el contenido filial y, por lo mismo, trinitario, de la vida que la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, recibe de su Cabeza: «He aquí la cúspide de la teología del Cuerpo Místico: este Cuerpo tiene su principio en la vida de la unidad trinitaria. Sin lugar a duda este principio, en el Cuerpo Místico, es la humanidad de Cristo, pero es necesario continuar: esta humanidad no tiene su plenitud y su ilimitación mística sino es por su unión con Dios, ni tiene su unión con Dios sino por la unión al Verbo. Es, por tanto, a la vida trinitaria como de golpe e inmediatamente está referida; es por la comunión con esta vida y con esta unidad, dado que toda vida es unidad, que es constituida principio de vida y de unidad para toda la humanidad. En ella, en consecuencia, es en definitiva, la Trinidad su principio vital».
La concorporeidad plena y solidaria entre Cristo y la Iglesia ha hecho que ésta no sólo participe la vida filial del Hijo, sino también sus funciones mesiánicas: a) La condición sacerdotal. Cristo ha hecho partícipe a la Iglesia de su propio sacerdocio, de suerte que pueda ser ,y sea de hecho, al igual que El y con El, bajo la acción del E.S., en todo su ser y en todo su obrar, una hostia de suave aroma para el Padre y una víctima inmaculada para la salvación del mundo (cf. LG 10).
b) La misión profética. La misión profética de la Iglesia es, igualmente, consecuencia de su incorporación a Cristo. Cuerpo de Cristo, la Iglesia participa la misma condición profética de su Cabeza. En su propio ser, que es prolongación en el tiempo de la misma vida trinitaria, debe traducirse, en mol-des humanos, el ser mismo de Dios, que es Amor-comunión. Al igual que Cristo, la Iglesia debe ser la epifanía del Padre en el mundo: ser palabra del Padre a los hombres y palabra de los hombres al Padre. Al igual que Cristo es la Palabra del Padre y todo su ser es Palabra, de igual forma la misión profética de la Iglesia en la que se amplía y prolonga la misión profética de Cristo, debe ser palabra del Padre a los hombres. Lo mismo que Cristo hablaba de lo que había visto y oído al Padre, la Iglesia debe manifestar lo que ha visto y oído, es decir, aquello de lo que es testigo experimental: la vida filial que se le ha comunicado y de la que es portadora.
c) La Iglesia, sacramento de Cristo. Con la vertiente mistérica de la Iglesia, el Concilio ha recuperado también su dimensión sacramental (cf. LG 1; SC 5, 2). No hay, de hecho, otra categoría más adecuada que la sacramental para designar el complejo misterio de Cristo y de la Iglesia. Comprendido teológicamente el término, como lo entendieron la Patrística y el Concilio de Trento, hay que percibir por «sacramento» «symbolum esse reí sacrae et invisibilis gratiae formam visibilem» (DS 1639). Todo el ser humano de Cristo era signo expresivo y manifestativo del misterio del Padre invisible («el que me ha visto a mí ha visto al Padre», Jn 14, 9), asícomo medio causativo de la autodonación del Padre en el Espíritu Santo a los hombres. Cristo es el Hijo del Padre en su propia realidad humana. Y su filiación divina no tendrá otro cauce para comunicarse a los hombres fuera de su ser humano.
Cuando el Concilio afirma la sacramentalidad de la Iglesia, reconoce dos cosas: 1) que su condición sacramental le proviene de Cristo, de quien es su Cuerpo; y 2) que esta condición sacramental es análoga a la sacramentalidad de Cristo. Por eso, la Iglesia es también signo, es decir, realidad visible, en la que se significa el misterio de la vida del Padre invisible, que se comunica por Cristo, a través de todo su Cuerpo (su realidad humana y su Cuerpo místico) a los hombres mediante la acción del Espíritu Santo.
La Iglesia, en efecto, no sólo significa la vida trinitaria, sino que también la comunica. Así como el ser humano de Cristo fue el lugar único en el que se hizo patente el Padre y sigue siendo el vehículo único en el paso de la vida trinitaria a los hombres, así ahora es la Iglesia el ámbito en el que se visualiza y se da el Padre por Cristo, in Spiritu, a los hombres. Por la acción del Espíritu, que Cristo otorga a su Iglesia, la fuerza divinizadora del Resucitado pasa, por la misma Iglesia, a todos los hombres.
5. CRISTO, FUENTE DEL ESPíRITU PARA LA IGLESIA. La resurrección marca para Cristo el punto de arranque de su nueva condición de Kyrios. «Siendo el mismo Hijo -en el interior de la Trinidad- en su plena pertenencia total al Padre el principio vital del Espíritu Santo, no podrá comunicarnos este Espíritu en el plano de la encarnación, en su calidad de hombre, sino cuando esa filiación se realice plenamente en su humanidad y cuando haya expresado al Padre hasta el fin, en un acto humano libre, respondiendo el Padre a esa donación con la resurrección». Esta máxima entrega acontece en su muerte en la cruz, cuando queda destruido el pecado en su carne (cf. Rom 8, 3), que impedía el accesdo del Espíritu de filiación. En ese instante el Espíritu irrumpe en Jesús, que queda constituido en «espíritu vivificante» (1 Cor 15, 15). La plenitud del Espíritu, que se derramó sobre Cristo en su resurrección, lo comunicó el mismo Cristo a los hombres en la tarde de Pascua (cf. Jn 20, 22) y en Pentecostés (He 2, 4) dando origen al nuevo Pueblo de Dios. En su resurrección Cristo ha quedado constituido en fuente del Espíritu para toda la Iglesia, de suerte que el Espíritu es el artífice del Cuerpo de Cristo y de todo su desarrollo.
IV. El Espíritu Santo y la Iglesia
El cambio de clave que se operó en el Concilio, de una visión de la Iglesia de signo societario e institucional, a otra en la que primaba la comprensión de la Iglesia como «misterio» de comunión con el Dios Trino, y «sacramento» de irradiación de la vida trinitaria, trajo como consecuencia el redescubrimiento del Espíritu y su acción en la economía salvífica. Quien es «la comunión personal» entre el Padre y el Hijo es también «la comunión» del Padre y del Hijo con la Iglesia. El Concilio, así, era un claro exponente de la revelación divina sobre la persona y acción del Espíritu Santo. Aquí me limitaré a poner de relieve algunos rasgos más señalados.
1. EL ESPíRITU SANTO, ALMA DE LA IGLESIA. Es cierto que la alegoría «alma de la Iglesia» referida al Espíritu Santo no es bíblica. Su contenido, sin embargo, está expresado claramente en el siguiente texto paulino: «porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados para no formar más que un solo Cuerpo…» (1 Cor 12, 13). Nada de extraño, que muy tempranamente fuera asumida por los Padres de la Iglesia86. San Agustín, uno de los primeros que emplea la alegoría, reconoce que «lo que es nuestro espíritu, es decir, nuestra alma para nuestros miembros, es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo».
La teología asume y se hace eco de la alegoría e incluso el magisterio de la Iglesia. Para León XIII, que cita literalmente al obispo de Hipona, el término alma aplicado al Espíritu Santo tiene el mismo contenido que para los Padres: «Baste afirmar lo siguiente: como Cristo es la Cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma». A propósito de la humanación del Logos reconoce León XIII, que, aun siendo obra común de toda la Trinidad, «se le asigna como propio al Espíritu Santo». Y, aunque no expresa con la misma claridad la función del Espíritu Santo en la Iglesia, estamos autorizados a ampliar esta misma interpretación de los textos en los que habla de la acción del Pneuma en el Cuerpo de Cristo. León XIII reconoce la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia como hontanar del que procede en ella la vida divina, los dones, virtudes teologales y carismas, incluidos los ministerios.
Por lo que hace al Concilio Vaticano II, una vez superada la penuria pneumatológica de la que adolecía el primer esquema, la alegoría «alma» entró en el esquema de Ecclesia muy matizada, para alejar todo peligro de una comprensión formal: «mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef 4, 23) Cristo nos concedió participar de su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el Cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los santos Padres con el servicio que realiza el principio de vida o alma en el cuerpo humano» (LG 7, 7).
2. ACCIí“N PLURIFORME DEL ESPíRITU SANTO EN LA IGLESIA. La alegoría «alma» en la enseñanza del Vaticano II comporta los siguientes aspectos:
1) El Concilio reconoce una acción peculiar del Espíritu Santo en la Iglesia, que le compete como a «Espíritu» que es en la Trinidad, es decir, como «vinculum» entre el Padre y el Hijo. Lo mismo que en la vida del ser divino ad intra corresponde al Espíritu Santo como propiedad peculiar por la que se distingue del Padre y del Hijo, unir a ambos, de idéntica forma en su actuar «ad extra». Misión suya propia es la de unir a todos los hombres con Cristo Cabeza y entre sí, como une el alma a todos los miembros del cuerpo humano. H. Mühlen, que ha desarrollado con amplitud este tema, reconoce que el Espíritu Santo es el «nosotros enpersona»del Padre y del Hijo y el «nosotros» de la Iglesia; es decir, lo que constituye a la tercera persona en su condición de «Espíritu» es el ser Espíritu del Padre y del Hijo. La propiedad personal del Pneuma es la de unir personas, tanto en la vida trinitaria como en la Iglesia, que es el pleroma de la Trinidad.
La alegoría «alma» del Cuerpo de Cristo es necesario entenderla en esta clave trinitaria: lo que el Espíritu Santo es en la Trinidad, lo es en el Cuerpo de Cristo: «unus et ídem in Capite et in membris» (LG 7, 7). El texto conciliar es medular y de una extrema densidad. El Concilio quiere afirmar con él que el fundamento de la misión exuberante del Espíritu Santo en la Iglesia radica aquí: en que el mismo Espíritu del Padre y del Hijo, el mismo Espíritu de Cristo, es el Espíritu de la Iglesia. Y la misma condición del Espíritu en la Trinidad se prolonga en el Cuerpo de Cristo (Cabeza y miembros), de suerte que en Cristo Cabeza y en todos los miembros de su Cuerpo alienta el mismo Espíritu.
La referencia del texto conciliar a Ef 4, 23 indica que todos los hombres constituimos el único Cuerpo de Cristo, porque hemos sido bautizados en el mismo Espíritu, que resucitó a Cristo en su Pascua. El Espíritu que Jesús recibe de su Padre es el mismo que comunica en Pentecostés a su Cuerpo, de suerte que el Espíritu Santo es la raíz de la unión entre Cristo y la Iglesia.
2) La doctrina conciliar sobre el Espíritu como «alma» de la Iglesia por su engarce con la teología de los Padres favorece la comprensión griega de la deificación del hombre. Para los Padres griegos, en general, la presencia del Espíritu Santo en el hombre es lo primero que se da en el proceso de su deificación. La presencia del Espíritu en la Iglesia y en los cristianos es la raíz de todos los dones divinos que advienen al hombre, incluso, de la gracia creada.
La relación del Espíritu Santo con la Iglesia es semejante («non dissimili modo»), a la que media entre la persona del Logos y el hombre Jesús: «Como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano de salvación a El indisolublemente unido, de forma semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espíritu de Cristo, que la vivifica para el incremento del Cuerpo (cf. Ef 4, 16)» (LG 8, 1).
Además de los textos citados (LG 7, 7 y 8, 1) encontramos en el Concilio otros en los que bajo la alegoría paulina de «Templo», se afirma la especial presencia y acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en los cristianos, como raíz de todo otro don del Paráclito. Consecuente con la enseñanza de la Escritura y de los Padres, reconoce una presencia peculiar del Espíritu en la Iglesia, que no es sustancial ni hipostática, pero que dista mucho de ser una mera apropiación.
Esta especial presencia y acción del Pneuma en la Iglesia no obsta a la unidad de operación que compete al ser divino: en las obras ad extra todo es común a las tres personas, pero según el «orden» respectivo de cada una en la vida intratrinitaria. El Espíritu está presente en la Iglesia y la vivifica y anima en cuanto que es el Espíritu del Padre y del Hijo, y el Espíritu del Resucitado, y en cuanto es enviado del Padre por el Hijo para realizar el plan del Padre y la obra del Hijo: el retorno de todas las cosas, «per Christum in Spiritu» al Padre. «No somos vivificados por el Espíritu independientemente de Cristo, que es la Cabeza; somos vivificados por «el Espíritu de Cristo». Espíritu de Cristo no solamente porque es Cristo quien nos da el Espíritu; sino Espíritu de Cristo, porque reside en primer lugar en Cristo Cabeza, de quien se difunde en todo el Cuerpo de Cristo».
El Vatiano II ha superado las insuficiencias pneumatológicas de Petau y Scheeben por haber partido de la Iglesia como Cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu
3) De la presencia y acción del Espíritu de Cristo en la Iglesia brota, como de su fuente, la vida filial de los cristianos y todo su desarrollo. a) La vida filial. El Espíritu Santo «es el Espíritu de la vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39) por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado» (LG 4, 2). La vida eterna que brota en las alturas del seno del Padre se vierte en cascada sobre Cristo, en el misterio de su resurrección, por obra del Espíritu Santo. Pero el mismo Espíritu de Jesús resucitado desciende, mediante los sacramentos, sobre los miembros de su Cuerpo, suscitando en ellos la misma vida del Resucitado.
b) Vida santa. La Iglesia ha sido santificada en el nombre de Jesús «y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11), «mediante la acción santificadora del Espíritu» (2 Tes 2, 13). La santificación es fundamentalmente una transformación interior, fruto de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia. Es obra de Cristo por su Espíritu, «que esel que opera esta nueva creación, esta regeneración espiritual»101.
Pero no sólo proviene del Espíritu la santidad ontológica; el Espíritu es, igualmente, el principio de todo su desarrollo. Si la santidad es la vida nueva en Cristo, pertenece también al Espíritu su desarrollo hasta que llegue a la estatura de Cristo (cf. Ef 4, 13). Si el Espíritu Santo es el «Espíritu de filiación» (Rom 8, 15), a él compete desarrollar esta vida filial de suerte que los hombres seanén plenitud hijos del Padre. Son las virtudes teologales y los dones, los grandes medios de que se sirve el Espíritu Santo para desarrollar la vida filial en Cristo.
c) Misión asistencial del Espíritu Santo. El Pneuma divino asiste a la Iglesia en su tarea de anunciar y transmitir a Cristo: aa) El Concilio ha afirmado en repetidas ocasiones la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia, dirigéndola y asistiéndola en su peregrinar hacia el Padre: «(El Pneuma) conduce a la Iglesia a la unión consumada con su Esposo» (LG 4, 1); bb) Como «Espíritu de la verdad» (LG 12, 1) guía a la Iglesia «a la verdad completa» (Jn 16, 13). El Espíritu no es un maestro que enseña sino que repite y explica las enseñanzas del Maestro… «No hay, pues, nuevas revelaciones del Espíritu, sino una interpretación continua por el Espíritu de la revelación de Cristo, que no cesa de esclarecer los acontecimientos del mundo»; cc) La infalibilidad de la Iglesia es igualmente un don del Espíritu. Un tema en el que ha aflorado en el Concilio la persona y acción del Espíritu Santo en la Iglesia ha sido el del «sensus fidei» o «infalibilidad in credendo»: «La infalibilidad de la fe enla Iglesia es una afirmación tradicionalmente universal». «…A la luz del Nuevo Testamento sería aberrante postular un divorcio entre el Espíritu Santo y la Iglesia. Sería algo contrario a las promesas de Jesús, que anunció juntamente al Espíritu y a la Iglesia (Jn 7, 39; 14, 16; Mt 16, 18); contrario al acontecimiento de Pentecostés, que los vio aparecer juntos en la historia de la salvación (He 2); contrario también a la esperanza cristiana, que ve al Espíritu y a la Esposa suspirar por la parusía (Ap 22, 17)». La raíz profunda que asegura la infalibilidad de la Iglesia en la comunicación y transmisión del misterio de Cristo radica en la presencia-inhabitación del Espíritu Santo en el Cuerpo Místico, afirmada reiteradamente por los autores del NT y también por el Concilio. El Vaticano II, por tanto, de acuerdo con la doctrina revelada y con la interpretación de la Tradición, ha reconocido «que la Iglesia en su conjunto, conducida por el Espíritu hacia la verdad, no puede desviarse del recto camino. Es el Espíritu Santo el que suscita el sentido de la fe y quien lo sostiene continuamente como un don de discernimiento, entre la verdad revelada y el error, en armonía con el magisterio que el mismo Espíritu confiere a los obispos…».
d) El Espíritu Santo y los carismas. Los efectos de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia se concretan en una doble vertiente: la deificación del hombre y otros muchos dones o «carismas», que se ordenan al crecimiento y desarrollo de todo el pleroma eclesial (1 Cor 7, 7; 12, 4-11.28.31).
De todas formas, hay que reconocer que, normalmente, se ha reservado el término «carisma» para los dones particulares que el Espíritu Santo otorga a determinados miembros de la Iglesia en orden a su desarrollo
Al igual que toda la obra salvífica, Pablo reconoce el origen «trinitario» de los carismas: brotan del Padre como de su fuente; se nos dan (objetivamente) en Cristo; pero se otorgan en concreto a cada uno mediante la acción del Espíritu. Proceden, en una palabra, de las tres personas, pero según el orden trinitario en la economía, si bien el Apóstol los refiere primordialmente al Espíritu Santo.
Para el Apóstol, por tanto, toda la Iglesia es carismática. La razón estriba en que todos los bautizados son el Cuerpo de Cristo y están animados por el mismo Espíritu de Cristo, que es el artífice del Cuerpo y que distribuye los dones para su edificación, como a él le place: «cada uno tiene de Dios su gracia particular» (1 Cor 7, 7). «En el fondo de la doctrina paulina (sobre los carismas) se halla la convicción general que tenía la Iglesia primitiva de que la edad mesiánica inaugurada con la muerte y resurrección de Cristo, era la edad del Espíritu Santo, comunicado al nuevo Pueblo de Dios y activo en el mismo».
El tema de los carismas ha sido una novedad en el Vaticano II (LG 12). Existencialmente la Iglesia como realidad institucional se constituye por la «Palabra», por los «sacramentos» y por «el ministerio apostólico». Desde esta perspectiva la Iglesia es una «institución». Pero esta institución es «carismática» es decir, el don del Padre, dado a los hombres en Cristo se hace realidad salvífica en el don del Espíritu, por quien se interioriza lo dado (Cristo resucitado, y en él, el Padre) en la Iglesia y en los cristianos.
Los «carismas», «dones» o «gracias especiales» de que habla el Concilio vienen entendidos como dones distintos de la gracia santificante. No son sacramentos, ni ministerios propiamente dichos, ni virtudes teologales o morales sino «gracias especiales» que el Espíritu Santo otorga a quien y como quiere para común utilidad.
A la hora de especificar cuáles son estos carismas, el Concilio se queda en los principios formales. Habla de modo genérico de «dones jerárquicos y carismáticos» (LG 4, 1; AG 4) o simplemente «dones y carismas» (LG 12, 2; GS 38, 1. AA 3, 4; AG 23, 1), «ministerios» (en plural, aceptándolos en sentido más amplio que el ministerio jerárquico) (cf. LG 7, 3; DV 25, 1; SC 29, 1; etc.), «gracias especiales» (LG 12, 2), etc. No se especifica más. El Concilio se sitúa en una línea intermedia entre la comprensión clásica de los carismas como dones extraordinarios y la manera paulina de entenderlos en calidad de «don gratuito que viene de Dios».
Como procedentes del Espíritu, los carismas deben ser respetados, de suerte que los pastores, a quienes compete vigilar su grey (He 20, 28), han de juzgar la legitimidad de los mismos (LG 12, 2. 30. PO 9, 2; AA 3, 4) pero en manera alguna los deben apagar (LG 12, 2; AA 3, 4).
V. La Iglesia, Pueblo de Dios Trinidad
1. LA ALEGORíA DE «PUEBLO». Es necesario reconocer que la alegoría de «Pueblo» no había logrado mucho eco en la eclesiología de los últimos siglos. La figura, sin embargo, tenía una fuerte raigambre bíblica y, además, ofrecía especiales motivos para ser adoptada en la actualidad. «La noción de Pueblo de Dios sirve, en primer lugar, para expresar la continuidad de la Iglesia con Israel. Nos lleva por sí misma a considerarla en una historia dominada y definida por el designio de Dios para con los hombres, que es designio de alianza y salvación»
a. Raíz bíblica de la alegoría. «Pueblo de Dios» es uno de los temas fundamentales del AT. Israel es el Pueblo elegido por Yahvé; un Pueblo vinculado a Dios de modo singular por ser objeto de su propiedad. Esta pertenencia del Pueblo a Yahvé crea entre ambos unos vínculos únicos que son descritos con diversas alegorías, que expresan unas relaciones de tipo familiar. Israel es «hijo» de Yahvé y su «primogénito» (Ex 4, 22; Dt 14, 1; Is 1, 2.4; etc.).
Como consecuencia de esta elección, Israel es un Pueblo «santo» (Dt 7, 6; 14, 2.21; 26, 19; 28, 9); un Pueblo escogido por Yahvé para ser portador de la esperanza del mundo en la realización del proyecto de Dios. Israel, por tanto, es un pueblo misionero que no tiene una especial significación histórica. Su misión estriba en contribuir a la realización del designio divino sobre el mundo.
Israel encuentra su plenitud en la Iglesia, que es el nuevo Pueblo en el que se cumplen todas las promesas y esperanzas que alentaron al antiguo Israel. Hasta 140 veces aparece en el NT el término «Pueblo» referido a la comunidad fundada por Jesús. Se trata del nuevo Pueblo que ha hecho surgir el Padre por la obra redentora del Señorresucitado, mediante la acción del Espíritu Santo. Nuevo Pueblo en el que ya no hay griego ni romano, siervo o libre, hombre o mujer (Gál 3, 38). Todos cuantos aceptan a Cristo pueden pertenecer a este Pueblo de Dios y heredar las promesas de la salvación (Rom 4, 13ss.). «La diferencia (entre el antiguo y el nuevo Pueblo) tiende esencialmente al hecho de que con la venida de Dios mismo como jefe religioso de los hombres, los bienes prometidos al Pueblo de Dios se revelan nada menos que patrimoniales «del Pueblo de Dios». La herencia verdadera del Pueblo de Dios no es la Tierra prometida, es la vida eterna, es decir, la comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo».
Este nuevo Pueblo es verdaderamente «hijo de Dios», el Padre, en Cristo, mediante la acción del Espíritu Santo, y por eso mismo, un Pueblo «santo», «sacerdotal», «profético» y «real». Un Pueblo salvado, pero en camino, con la misión de ir enrolando en su marcha a todos los hombres, para hacerlos partícipes de la misma salvación. De ahí su condición peregrinante y misionera. «Del Génesis al Apocalipsis la idea de Pueblo de Dios es uno de los hilos conductores de la economía de la salvación»‘.
b. En el Vaticano II. Más de 300 obispos pidieron al Concilio que, tras el cap. I «De Ecclesiae mysterio» se insertara otro que, con el título «De Populo Dei» englobara a todos los estamentos de la Iglesia, y se contemplara el teandrismo de la misma. Y así fue. El nuevo cap. sobre el «Pueblo de Dios» no podía ser más oportuno para expresar el misterio de la Iglesia en su andadura por la historia. La Iglesia, que en el Concilio ha intentado entablar un diálogo con el mundo, ha venido a decir que también ella es un Pueblo. Un Pueblo en marcha. Pero eso sí: un Pueblo que tiene su origen más allá de las fronteras del tiempo, en Dios mismo, el Padre; un Pueblo convocado por la Palabra de Dios, que no está circunscrito por lindes humanos y que transciende todo lo creado. Un Pueblo en el que alienta el Espíritu, que es su principio unificador y el impulsor de su marcha hacia su consumación. Un Pueblo que se mueve en la historia como todos los pueblos, pero con un sentido metahistórico y transcendente. Un Pueblo «sui generis», que no tiene fronteras en este mundo y al que están llamados a pertenecer todos los pueblos de la tierra. Y es que la Iglesia es el «Pueblo de Dios».
Como Pueblo de Dios el Concilio ha tenido buen cuidado de poner de relieve su teandrismo trinitario. Llama la atención a través de todos los documentos conciliares la preocupación del Concilio por describir este Pueblo de Dios por su especial relación con las tres personas [cf. supra I-IV].
2. LA IGLESIA, FAMILIA DE Dios. 1) Como Palabra definitiva del Padre a los hombres y «plenitud de toda revelación» (DV 2), Jesús descubre a los hombres el misterio del ser divino como Familia original: revela a Dios que es Padre suyo (Mt 11, 25-27) y Padre de todos los hombres (Mt 5, 7; Jn 20, 17; etc.). El hombre no es sólo su «visir» en la tierra, sino que es auténtico hijo suyo y, en consecuencia, hermano de todos los hombres (Mt 23, 8-9). Las relaciones del hombre con Dios y con sus semejantes adquieren el rango de «familiares». Cuando Jesús rompe con los fariseos que eran su familia espiritual y con su familia carnal (Mt 12, 46-50), crea en torno suyo una nueva familia (Mc 3, 31-35), en la que los que están con él son su madre y sus hermanos. El verdadero parentesco con Jesús viene por el cumplimiento de la voluntad del Padre. Los discípulos son todos hermanos. Es el título nobiliario más significativo que pueden ostentar, porque los constituye en miembros de la Familia de Dios.
2) Para san Pablo los cristianos son «la Familia de Dios» (Ef 2, 19), la concreción del designio del Padre: creada en Cristo como «plenitud» de su filiación, mediante la acción del Espíritu Santo (Ef 1, 23). En otras palabras, es una Familia de hijos del Padre, de hermanos con el hermano mayor, el Hijo encarnado, animados por el mismo «Espíritu de Familia». El signo visible de esta pertenencia a la Familia de Dios es la «domus» o «Ekldesía», en la que se reúnen los cristianos para la fracción del pan y la instrucción (He 2, 42; 12, 12). «La asamblea cultual en una casa manifiesta que todos los que forman parte de ella son realmente casafamilia».
3) Por lo que hace a la enseñanza del Vaticano II, hay que hacer mención, ya en la fase preparatoria, de varias intervenciones cualificadas de Padres conciliares que abogaban porque el Concilio se pronunciara más abundantemente sobre el particular. Como botón de muestra valga una de las numerosas intervenciones del obispo vietnamita S.H. NGUYEN VAN HIEN: «Hago votos porque, a modo de introducción a las constituciones y decretos,se declare: cómo la Iglesia de Dios es una gran Familia, en la que Dios Padre… por medio de Jesucristo, en su común Espíritu de amor, se ha dignado llamar a todos los hombres, para que vengan a ser sus hijos por adopción y se reconozcan y amen como hermanos».
El Concilio, de hecho, aceptó la sugerencia de los Padres conciliares e introdujo, sobre todo en la LG, el concepto de «Familia» aplicado a la Iglesia, para expresar su dimensión familiar: los cristianos son hijos del Padre, hermanos del Primogénito, unidos por el mismo «Espíritu de Familia», el Espíritu Santo.
Es, sin embargo, en la GS donde con mayor relieve se destaca esta vertiente. Mediante la acción del Espíritu Santo y el servicio fraterno de los hermanos, la comunidad humana se edifica «como familia amada de Dios y de Cristo hermano» (GS 32, 5). Por eso Cristo en su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se traten como hermanos» (GS 32, 3).
Este número responde realmente a los deseos expresados por los Padres que pedían una presentación de la Iglesia como Familia de Dios, en la que se pusiera de relieve que todos los hombres son hijos del Padre, que Cristo es el Hermano Mayor entre una muchedumbre de hermanos, y el Espíritu Santo, el vínculo de amor y de unidad entre todos ellos. En este número, en efecto, se reconoce paladinamente que esta «Familia de Dios» es tal porque todos los hombres, por la aceptación de Cristo y su mensaje, han quedado incorporados a El, participando su propia vida, mediante la acción del Espíritu. El hecho de la incorporación a Cristo por obra del Espíritu crea en todos los hombres un nuevo tipo de relaciones que hay que calificar de «familiares», entre el hombre y las tres personas divinas, y el hombre con sus semejantes: el hombre en Cristo es hijo del Padre, hermano de Cristo, que viene a ser el Primogénito entre muchos hermanos, y queda animado por el Espíritu, que actúa como «Espíritu», es decir, como principio de vida «familiar»: amor, comunión, servicio al Padre por Cristo y en Cristo, y a los hombres, por Cristo y en Cristo, desde el Padre. El Concilio mismo llega a calificar al Espíritu Santo de «Espíritu familiar» (GS 42, 4).
El «Pueblo» y «Familia» de Dios es una «comunidad» «Oyente de la Palabra»; un «Pueblo santo»; «una comunidad que celebra la salvación del Padre, por Cristo y en el Espíritu»; una «comunidad misionera» y una «comunidad en camino hacia la consumación en la Casa del Padre».
3. PUEBLO CONVOCADO POR LA PALABRA. La Iglesia, en efecto, ha surgido por la Palabra del Padre, que es Cristo mismo. «La Iglesia antes de ser comunidad eucarística y bautismal, debe ser comunidad evangélica, es decir, convocada por la Palabra».
Para los Sinópticos la Palabra de Dios funda el Reino (Mt 13, 19. 23. 33; Mc 4, 9; Lc 14, 35) que es la Iglesia. De hecho, la comunidad que surge de la Pascua vive y se desarrolla por la Palabra (He 2, 42). Para el Apóstol la Iglesia es la «reunión» que surge por la Palabra del mensaje cristiano (Rom 1, 6; 1 Cor 1, 2); está fundada en la predicación de los profetas (Ef 2, 30) y mira a la edificación del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia (Ef 4, 11-13). Juan, por su parte, nos muestra a Cristo que por su Palabra hace surgir la Iglesia (Jn 17, 14) como pluralidad en unidad semejante a la comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Jn 17, 17.20-21). Es más; la Iglesia debe manifestar al mundo la comunión de los Tres (Jn 17, 23).
La Palabra convoca y edifica la Iglesia, pero no sola, sino mediante la acción del Espíritu Santo. Por su parte, la Iglesia que surge de la Palabra y del Espíritu, se constituye en presencia verificable de la acción salvífica del Padre. Lo mismo que Cristo, con sus ejemplos y enseñanzas, fue la visualización del Padre (Jn 14, 5. 8), la Iglesia debe traducir en su existencia el misterio del Padre. En su vida de amor y de servicio debe expresar que Dios es Amor (1 Jn 4, 8.16). Pero también con su predicación (He 1, 8; 28, 3; 1 Cor 1, 17; etc.).
La Iglesia ha recibido también la misión de interpretar la Buena Nueva. La revelación divina llega a los hombres a través de estos tres cauces: Escritura, Tradición y Magisterio. Pues bien; la Iglesia ha recibido la misión de guardiana e intérprete de la revelación divina (DS 1793, 1800, 1836, 2145). Para ello cuenta con la asistencia especial del Espíritu Santo, que no sólo la preserva de todo error, sino que la guía a la plenitud de la verdad (Jn 14, 26; 16, 12-13; 15, 26). [C£ supra IV, 2.6].
Para el Concilio Vaticano II la Iglesia es la comunidad suscitada por el Padre, mediante su Palabra encarnada, en la presencia del Espíritu que interpreta el misterio revelado. El Pueblo de Dios es el ámbito en el que se amplían las mismas procesiones del Hijo y del Espíritu Santo. Es la comunidad en la que se transmite lo revelado, a saber, la vida trinitaria, comunicada a través de los cauces de la Tradición y de la Escritura (DV 10). «Así, Dios que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la esposa de su I-Iijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del evangelio resuena en la Iglesia… va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos internamente la Palabra de Cristo (cf. Col 3, 16)» (DV 8, 3). «Así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y trasmite a todas las edades lo que ella es y cree» (DV 8, 1).
4. PUEBLO SANTO. La santidad es una de las notas esenciales de la Iglesia. El Vaticano II ha puesto de relieve, como ningún otro Concilio, la dimensión ontológico-trinitaria de la santidad, en cuanto la Iglesia participa de la santidad misma de Dios Trinidad. «La Iglesia, cuyo misterio está exponiendo el sagrado Concilio, creemos que es indefectiblemente santa. Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado «el único Santo», amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios» (LG 39). «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios Padre… y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo… verdaderos hijos de Dios, y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo, realmente santos» (LG 40, 1).
El Vaticano II ha situado la santidad de la Iglesia en el marco bíblico enel que prima un contenido más ontológico que moral.
a. En la revelación divina el concepto «santo» expresa el misterio del ser divino en sí y su comunicación a los hombres. En el primer caso, «el concepto de santidad se confunde con el de divinidad…; la santidad de Dios viene a ser, por tanto, expresión de su perfección esencial y sobrenatural». En esta línea la santidad de Yahvé adquiere también un significado moral: sólo Yahvé es santo, porque únicamente El está separado de las cosas que son imperfectas e impuras.
La alianza del Sinaí, por otra parte, constituye al Pueblo elegido en un Pueblo santo, que participa de alguna manera la santidad de Yahvé, de suerte que Israel es un Pueblo santo (Dt 7, 6; 26, 19). Por eso «la santidad de Yahvé exige la santidad del Pueblo como condición de la relación con El».
La santidad de Yahvé debe encontrar su correspondencia en la santidad del Pueblo. Yahvé es el «Santo de Israel» (Is 1, 4); pero Israel es, a su vez, el «Pueblo santo de Dios» (Dt 7, 6; 14, 2; 28, 9). La santidad del Pueblo se ha de expresar en una vida de amor, obediencia y justicia (Is 1, 4-20; Dt 6, 4-9). Para el AT la santidad moral es sencillamente una disposición que precede y acompaña al Pueblo para recibir la santidad de Dios.
b. El NT supone el contenido ontológico veterotestamentario de la santidad. Los escritores sagrados raras veces aplican el calificativo de «Santo» a Dios Padre. En labios de Jesús Dios es el «Padre santo» (Jn 17, 11; Cf. 1 Pe 1, 15), y los hombres han de santificar el nombre del Padre (Mt 6, 9). Másabundantemente, sin embargo, se aplica en el NT el calificativo de «Santo» al Mesías. Jesucristo, en efecto, es calificado como «Santo de Dios» (Mc 1, 24; Lc 4, 34; Jn 6, 69), santificado desde su concepción virginal (Lc 1, 35; Mt 1, 18) y en orden a su obra mesiánica (Le 3, 22). Todavía más; Jesús, por ser el «Santo de Dios», es también el que da el Espíritu de santidad (Jn 1, 33; He 1, 5). Por eso, pide al Padre la santificación de los hombres y dice que se santifica por ellos (Jn 17, 17.19). El Espíritu, de igual forma, es denominado «Santo» por su especial misión en la obra del Mesías y en la santificación de la Iglesia (Le 1, 35; Mt 3, 11). «El NT revela la santidad de Dios como expresamente trinitaria».
El Dios Trino, sin embargo, ha querido hacer a los hombres partícipes de su propia santidad. «El Dios de Pablo es… santificador y vivificador». El Apóstol nos recordará que el Padre ha predestinado a los hombres «para ser santos… por medio de Jesucristo… y con el sello del Espíritu Santo» (Ef 1, 4-5. 13) «La expresión «santos e inmaculados»… indica las características objetivas de los cristianos, los cuales, en razón de su bautismo participan de la integridad de la santidad de Cristo… En consecuencia, los cristianos, «elegidos en Cristo» son también santos en Cristo y en el Espíritu».
La santidad de la Iglesia, por tanto, es un nuevo modo de ser: el ser mismo de Dios Trino. Lo mismo que en Dios su ser infinito es su santidad, de idéntica forma ocurre en la Iglesia: su santidad es su participación en el ser divino. Ahora bien; el ser divino subsiste en tres personas. De ahí que la participación del hombre en el ser trinitario de Dios comporte la participación en la única naturaleza divina, pero en cuanto subsistente en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. De ahí el carácter trinitario de la ontología de la santidad. La santidad cristiana es «filial», «cristiforme» y «espiritual». Es «cristiforme» en cuanto que en Cristo participa su misma vida (Jn 1, 16); es «filial» por cuanto la vida que participa la Iglesia en Cristo es la misma vida que El recibe del Padre, y es «espiritual» toda vez que tiene como principio generador al Espíritu. «La Iglesia es santa en el sentido de que ella es Dios mismo santificando a los hombres en Cristo por su propio Espíritu».
5. COMUNIDAD QUE CELEBRA LAS MARAVILLAS» DE LA SS. TRINIDAD. Pío XII nos ofreció en la MI) una visión de la liturgia en clave eclesial. La liturgia es «el culto público integral de todo el Cuerpo de Cristo (Cabeza y miembros) al Padre». La MD venía a ser el eco de la eclesiología de la MC. La MC, punto de llegada del «movimiento eclesiológico», supuso un intento de expresar bajo la alegoría de «Cuerpo Místico de Cristo», la doble vertiente de la Iglesia: misterio de comunión con las divinas personas y sociedad externa y visible. Sobre esta base eclesiológica, la MD, de idéntica forma, superó una visión rubricista de la liturgia. La liturgia que se transparenta en la MD es expresión de la renovada toma de conciencia, por parte de la Iglesia, de su teandrismo trinitario.
El Vaticano II contó con una «eclesiología trinitaria» o de «comunión» y, en consecuencia, sobre esa eclesiología nos ha brindado una «liturgia» prevalentemente «mistérica» y «comunional». O mejor, una liturgia de la Iglesia como comunidad que celebra la presencia y acción respectiva de cada una de las divinas personas.
En su condición de Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo, la Iglesia es un «Pueblo sacerdotal» (Ex 19, 6; Is 61, 6; Ap 1, 6). «Cristo Señor, pontífice tomado de entre los hombres (cf. Heb 5, 1-5), de su nuevo pueblo hizo un reino y sacerdotes para Dios, su Padre (Ap 1, 6; cf. 5, 9-10). Los bautizados en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales…» (LG 10, 1).
Dejaba la liturgia de ser un conglomerado de «rúbricas» para situarse en su verdadero lugar: «el misterio» de la vida del Padre, que se comunica a los hombres por Cristo, muerto y resucitado, en la presencia permanente del Espíritu, a través de los símbolos litúrgicos.
El Concilio, en el marco de una eclesiología de comunión, ha afirmado resuéltamente la condición sacerdotal de todo el Pueblo de Dios, como Cuerpo de Cristo, en quien se prolonga su misma actividad sacerdotal. Toda la vida del Señor fue su sacerdocio en acto y, de parecida forma, la existencia toda de la Iglesia es litúrgica y sacerdotal. A través de ella, vivida en la fe, la esperanza y el amor, la Iglesia tributa todo honor y gloria al Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo (cf. LG 51; UR 15, 1).
a. La Iglesia celebra el «don» del Padre. La afirmación conciliar de que a través de la liturgia «se ejerce la obra de nuestra redención» (SC 2), remite a la SS. Trinidad. La salvación del hombre que se actualiza en la liturgia es común a las tres divinas personas, pero según su «orden» intra y extratrinitario. Es obra del Padre, como fuente original de toda salvación. Ignacio de Antioquía la califica «don de Dios» y el mismo Concilio, evocando a 2 Cor 9, 15, «don inefable» (SC 6). Este «don de Dios» es la «filiación adoptiva», que los hombres reciben en el bautismo por su incorporación a Cristo y que les permite, por la acción del Espíritu de filiación, ser hijos y vivir como verdaderos adoradores del Padre «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23). En la liturgia se anuncia el designio del Padre de convocar a los hombres en la Iglesia (LG 2; 3), y se realiza, por medio de su Hijo encarnado, en el «hoy y aquí» de nuestra historia, en la presencia y acción del Espíritu Santo. En la liturgia, sobre todo eucarística, el Padre habla con sus hijos, por medio de su Palabra, el Hijo encarnado, en la presencia del Espíritu, que hace salvífica para los hombres dicha Palabra (DV 8, 3; cf. 2; 25, 1).
En cuanto Palabra del Padre, es siempre la PALABRA, el Verbo encarnado, que el Padre dice en toda celebración y, en ella, su designio salvífico, realizado en Cristo y actualizado en los símbolos litúrgicos.
La entrega de su Hijo que el Padre hizo al mundo en la encarnación (cf. Jn 3, 16 s.) no es un acontecimiento ya pasado. A través de los signos litúrgicos, el Padre sigue dando a los hombres a su Hijo, para que todos, en Cristo y por Cristo, tengan vida eterna (cf. LG 2-3; AG 2-3). En la liturgia, igualmente, el Padre sigue enviando en el «hoy» siempre actual del tiempo de la salvación, al Espíritu Santo, para que haga realidad concreta en los hombres el designio paterno y los hombres lleguen a poseer la filiación adoptiva (LG 4). En la liturgia, por otra parte, se logra la perfecta glorificación de la SS. Trinidad que es el fin último al que se ordena toda la acción salvífica llevada a cabo por las tres personas. «Realmente, en esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados…» (SC 7, 2), «los fieles…, al tener acceso a Dios Padre por medio de su Hijo, el Verbo encarnado, que padeció y fue glorificado, en la efusión del Espíritu Santo, consiguen la comunión con la Santísima Trinidad, hechos partícipes de la divina naturaleza (2 Pe 1, 4)» (UR 15, 1).
b. Presencia salvífica de Cristo. La frase conciliar citada en a. dice relación directa e inmediata a Jesucristo, por cuanto El actuó como causa instrumental de nuestra salvación (SC 5, 1). Los actos redentores de Cristo (muerte, resurrección, ascensión y envío del Espíritu Santo) se hacen presentes en el «hic et nunc» de cada momento histórico a través de la Iglesia «sacramento» y de los restantes «signos sacramentales». «Para realizar una obra tan grande Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro…, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20)» (SC 7, 1).
La presencia de Cristo en la liturgia implica su presencia glorificada (2 Cor 3, 17) en su nueva condición de Kyrios, que ha venido a ser «nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo» (PO 5, 2). Es la presencia de Cristo, en el Espíritu, que viene a ser «el ámbito de esta misteriosa presencia cultual, entre la Iglesia cultualmente operante y Cristo…». Cristo, en otras palabras, «asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno» (SC 7, 2).
c. Presencia y acción del Espíritu Santo en la liturgia. Pese a la insuficiencia pneumatológica inicial, el Concilio ha reconocido claramente la acción del Espíritu Santo en la liturgia, en consonancia con toda la tradición litúrgica, sobre todo oriental y, más en particular, en los sacramentos del bautismo y confirmación (LG 9, 1; 10, 1; 11, 1-2; 50, 4; etc.). Es en la eucaristía, en donde el silencio del Concilio ha sido casi total, sobre todo en las constituciones más importantes como la LG, la SC y la DV. Estos importantes documentos «sólo de pasada indican la misión eficiente de la tercera persona en la liturgia y, en concreto, en el sacramento que en ella es su corazón (la eucaristía)». Esta laguna pneumatológica, sin embargo, ha sido colmada en buena medida en el PO, en donde se pone de relieve la acción del Espíritu Santo en la eucaristía. El Espíritu que ha vivificado a Jesús, en la eucaristía lo constituye en principio de vida trinitaria para los hombres (PO 5, 2). La presencia de Cristo glorioso en la liturgia y, en concreto, en la eucaristía, comporta la presencia dinámica del Espíritu, que es el realizador en los miembros del Cuerpo, del misterio operado por El mismo en la Cabeza. «De hecho, estos diversos modos complementarios de la presencia de Cristo en la acción litúrgica… son obra del Espíritu Santo. La presencia del Espíritu Santo obra toda santificación en los sacramentos».
Hay que reconocer, eso sí, que la doctrina conciliar contiene en germen todo lo relativo a la praxis y enseñanza de la «epíclesis», como se constata en las «Nuevas Plegarias Eucarísticas», «en las que se ha recuperado la dimensión epiclética del misterio eucarístico tal y como fue entendida por la tradición litúrgica de la Iglesia, tanto oriental como occidental». En las Nuevas Plegarias Eucarísticas «todo está dominado por la visión del gran designio de Dios, cuya unidad, manifestada en la creación y en la historia, procede directamente de la unidad viva del amor del Padre… Dios ha querido crear en la creación, un Pueblo que viva de su vida, que sea el suyo, que conozca y reconozca su amor. Para ello nos ha mandado su Hijo, y el Hijo, hecho hombre de nuestra carne, se ha ofrecido «por el Espíritu eterno», en la cruz. El mismo Hijo, ahora, por el Espíritu, nos reune, nos une consigo y en sí, en la glorificación perfecta del Padre. Su Espíritu hará de nosotros su Cuerpo, y de todas las cosas, con nosotros, una alabanza viva de amor al Padre».
Desde esta perspectiva, la presencia del Padre a la Iglesia en la liturgia se convierte en presencia de la Iglesia en y para el Padre, como lo fue Cristo, de suerte que la Iglesia en su vida litúrgica no hace otra cosa que prolongar la misma vida filial de Cristo al Padre, en el Espíritu. La donación de Cristo al Padre hasta la muerte se prolonga en la donación que, por Cristo y en el Espíritu, hace de sí misma al Padre. De esta forma, la Iglesia se convierte en «signo de la presencia de Dios (Padre) en el mundo» (AG 15, 2), «signo e instrumento de la íntima unión con Dios» (LG 1), que se realiza a través de la liturgia y, más en concreto, de la eucaristía (SC 47), y que consiste en la glorificación del Padre por el Hijo en el Espíritu, que se logra mediante la inserción de todos los hombres en la koinonía del Padre, por su incorporación a Cristo y la acción del Espíritu Santo.
6. LA IGLESIA, COMUNIDAD MISIONERA. En este apartado me remito al artículo «misión, misiones», en donde he recogido los principios teológicos de la misión de la Iglesia. Aquí únicamente pongo de relieve el aspecto «testimonial» de la misión.
Como Cuerpo de Cristo, la Iglesia participa la misma misión que su Cabeza ha recibido del Padre: anunciar y realizar en los hombres el designio paterno, la obra redentora del Hijo y la fuerza filializante y eclesializadora del Espíritu. Esta acción misionera de la Iglesia debe verificarse en su propia vida, que debe estar inbuida «sensu Dei Patris», «sensu Christi» y «sensu Spiritus». El esquema conciliar sobre el apostolado de los laicos intentaba urgir a los cristianos a adoptar los mismos sentimientos del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo en la tarea de la salvación de los hombres. La obra que debe llevar a cabo la Iglesia a través de todos sus miembros es la misma obra salvífica planeada y realizada por el Padre mediante las «misiones» del Hijo encarnado y del Espíritu Santo. El término de dichas «misiones» trinitarias es la salvación integral del hombre. Consciente de una tal «misión», la Iglesia debe adoptar el mismo «espíritu» de amor (que no es otro que el Espíritu Santo, que es el AMOR), que ha movido al Padre a darse a los hombres, tratando de ser en su obra apostólica, la epifanía del amor del Padre, de suerte que, así como el Padre entregó a su Hijo por la salvación del mundo, así ellos se sientan movidos a darse totalmente a sus hermanos, en su acción apostólica.
Igualmente, deben apropiarse los sentimientos de Jesucristo, cuya obra redentora prolongan. Y, al igual que Cristo, para llevar a cabo la obra que le encomendó el Padre, «se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres… y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 6-8), de forma parecida la Iglesia, siguiendo las huellas de Cristo, debe hacer el camino de Cristo en su acercamiento a los hombres, encarnándose en su situación concreta y entregando su vida para manifestar a los hombres el misterio del amor de Cristo.
Por último, debe revestirse del «sensu Spiritus». Cuando los exegetascomentan 1 Cor 2, 16, reconocen que la expresión «nosotros tenemos la mente de Cristo» es consecuencia de la posesión del Espíritu de Cristo. «Nosotros tenemos este sentido, esta mente, porque tenemos el Espíritu de Cristo». Porque tenemos el Espiritu de Cristo, «podemós apropiarnos la mente de Dios, que no es otra que la mente y el sentir de Cristo». Es por obra del Espíritu Santo como la Iglesia puede sintonizar con el amor del Padre y de Cristo para con los hombres y prolongarlo a través de su acción apostólica.
7. LA IGLESIA, COMUNIDAD ESCATOLí“GICA. La renovada conciencia de la Iglesia como «misterio» de comunión con el Padre, por el Hijo encarnado, en el Espíritu Santo, ha traído como consecuencia un paralelo redescubrimiento de su dimensión escatológica. «Uno de los mejores logros de la teología contemporánea es el sentido escatológico del cristianismo y, en concreto, de la Iglesia». El misterio de la Iglesia como «Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo» (LG 17) necesariamente hubo de poner de relieve las diversas fases de su desarrollo: peregrina en la historia, pero domiciliada en la «Casa del Padre» (Jn 14, 2). Frente a una concepción de la escatología «sin el eschaton», se alzó el Vaticano II, en cuya enseñanza «todo habla de escatología», sobre todo, el cap. VII de la LG dedicado por entero a la Iglesia como comunidad escatológica. Ya el título del capítulo: «De índole eschatologica Ecclesiae» pone de relieve que la dimensión escatológica es constitutiva de la naturaleza de la Iglesia y no algo accesorio o marginal.
a. La Iglesia es escatológica, porque procede de la SS. Trinidad. Lo venimos viendo a lo largo de nuestra reflexión. El amor del Padre está en el origen de todo el misterio de la Iglesia (DV 2; AG 2). Está también el Hijo, enviado por el Padre, para hacer de los hombres, convocados en la Iglesia, un «misterio escatológico» (LG 3; DV 4; AG 3). Y, de igual forma, el Espíritu Santo, cuya acción da a conocer el designio del Padre (LG 2) y las obras del Hijo (LG 4), hasta que el Señor vuelva a entregar al Padre el reino (LG 4; AG 4). La Iglesia, por tanto, no trae su origen de ninguna realidad de este mundo que pasa, como tampoco está destinada a desaparecer: «Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente» (LG 40, 2).
b. El destino final de la Iglesia es vivir en comunión con las divinas personas. La koinonía eterna con el Padre, por el Hijo y con el Hijo, en el Espíritu Santo es una constante en la doctrina conciliar (DV 2; LG 2-4; AG 2; etc.). La Iglesia participará con las tres personas «in vita et in gloria» (AG 2), de suerte que «el que es el Creador de todas las cosas ha venido a hacerse todo en todas las cosas (1 Cor 15, 28), procurando a la vez su gloria y nuestra felicidad» (LG 2). La Iglesia está llamada a ser, por el Hijo encarnado y con el Hijo, mediante la acción del Espíritu Santo, el «Hijo único» del Padre, de suerte que pueda vivir en comunión filial con el Padre, por el Hijo, «in Spiritu Sancto», asociada a la misma vida de familia del Dios Trino en la gloria, «en la que seremos semejantes a El, porque le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2).
El destino que le está reservado a la Iglesia no es algo utópico, sino una realidad concreta, plasmada en Cristo (LG 48, 2) y en muchos miembros de la Iglesia, que ya concluyeron su misión en el tiempo. Los bienaventurados, en efecto, han coronado el designio del Padre; han entrado en su hogar y contemplan «claramente a Dios mismo, Trino y Uno, como es» (DS 1305). La meta final de la Iglesia, por tanto, es la SS. Trinidad: vivir en comunión familiar con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu, al haber sido asociada a la misma comunión de los Tres.
c. La Iglesia es «ya», en el tiempo, la misma realidad última que es la SS. Trinidad participada. El Concilio Vaticano II ha sido abundante y reiterativo sobre este particular: «Unidos, pues, a Cristo en la Iglesia y sellados con el Espíritu Santo, que es prenda de nuestra herencia (Ef 1, 14), con verdad recibimos el nombre de hijos de Dios y lo somos (cf. 1 Jn 3, 1)…» (LG 48, 4)
Más significativo es aún cuanto nos dice la DV 1-4. Sobre la base de 1 Jn 1, 3, el Vaticano II, que presenta en otros lugares con tanta amplitud la dimensión final de la Iglesia, en estos números pone la salvación en presente: «…por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, tienen los hombres acceso al Padre y participan la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2 Pe 1, 4)» (DV 2). El Concilio quiere dejar claro en este texto que la comunión con las tres personas, que será plena in domo Patris, es ya una realidad in via, por la participación en la filiación del Hijo.
La Iglesia, en esta fase peregrinante, está «llena de la Trinidad». «La relación con el «tú» divino no está al margen de la temporalidad, como pretende la «escatología consecuente», sino que aquí comienza lo que un día habrá de perfeccionarse por la muerte de cada hombre y por la consumación de la historia».
d. Pero «todavía no» ha llegado a su plenitud. La Iglesia, en su estadio peregrinante, «es» ya el misterio de comunión con la SS. Trinidad, pero «aún no» en su plenitud consumada. Es lo que justifica su condición itinerante. Eso sí; no camina como un aerolito perdido en el mundo sin rumbo definido. La Iglesia conoce su origen: el Dios Trino, y no ignora su meta definitiva: viene del Padre por el Hijo encarnado, en la presencia del Espíritu y está de camino hacia el Padre, por el Hijo encarnado, impulsada y conducida siempre por el Espíritu. Cuando el Concilio reconoce que «la Iglesia se edifica incesantemente aquí, en la tierra, como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo» (PO 1), está reconociendo a un tiempo la condición escatológica de la Iglesia como comunión con las tres divinas personas, iniciada ya en la historia, pero aún por consumarse. La misma temática figura en la GS, cuando define a la Iglesia como una comunidad de personas que han aceptado la salvación, pero que están de camino hacia su consumación en el reino del Padre: «La comunidad humana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre» (GS 1).
Para concluir: la dimensión escatológica de la Iglesia es constitutiva de sumisterio. El texto con el que concluye la LG la descripción de la Iglesia no puede ser más denso: «Así toda la Iglesia aparece como un pueblo reunido por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (LG 4). Un texto prácticamente intraducible, en el que se constata que la Iglesia es una comunidad escatológica porque tiene su origen en la SS. Trinidad; es toda ella, ya en el tiempo, comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo, pero debe lograr la consumación plena más allá de los lindes del tiempo «para gloria de la Santísima e indivisa Trinidad» (LG 69, 1). «Esta Iglesia de la Trinidad… es, en sus comienzos, en el designio eterno del Padre, y en su término, en la consumación final, el corazón y el alma del alma de la congregación de todos los elegidos».
[–> Agustín, san; Bautismo; Biblia; Comunidad; Comunión; Concilios; Confirmación; Creación; Cruz; Encarnación; Encíclicas; Escatología; Esperanza; Espíritu Santo; Eucaristía; Fe; Gracia; Hijo; Historia; Inhabitación; Jesucristo; Liturgia; Logos; Misión, misiones; Misterio; Naturaleza; Padre; Padres (griegos y latinos), Procesiones; Relaciones; Revelación; Sacerdocio; Salvación; Teología y economía; Trinidad; Vaticano II; Vida cristiana.]
Nereo Silanes
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INHABITACIí“N TRINITARIA
Sumario: I. Introducción: 1. Noción; 2. Cuestión de siempre; 3. Importancia de la inhabitación trinitaria; 4. Los silencios sobre la in. tr.; 5. In. tr.-inhabitación del Espíritu Santo=E.S.-II. Enseñanza de las fuentes: 1. Visión de conjunto; 2. En la Escritura; 3. La Tradición de la Iglesia.- III. Enseñanza del Magisterio: 1. Visión de conjunto; 2. Testimonio de León XIII; 3. Testimonio de Pío XII; 4. Valoración.-IV. La reflexión teológica: 1. Teología de la in. tr.; 2. Presencia de inmensidad y presencia de inhabitación; 3. La mística y la inhabitación trinitaria; 4. Razón formal de la in. tr.; 5. Razones personales en la in. tr.; 6. Síntesis y conclusión.
I. Introducción
1. NOCIí“N. La inhabitación trinitaria (= in. tr.) es uno de los modos de la presencia de Dios; es, ante todo, una manifestación de su amor hacia los hombres. Dios creador del universo material y espiritual, está presente a todas las cosas por su acción creadora, una y permanente; por su inmensidad incircunscrita, y por su conocimiento simplicísimo, pleno y perfecto de cuanto existe.
Son estos los tres clásicos modos naturales de la presencia de Dios: por esencia, presencia y potencia. El Papa León XIII, resumiendo la enseñanza tradicional y acogiéndose a la autoridad de santo Tomás, los explica así: «Dios se halla presente en todas las cosas y está en ellas: por potencia en cuanto están sujetas a su poder…; por presencia, en cuanto todas están abiertas y patentes a sus ojos; por esencia, porque en todas se halla como causa de su ser».
Además de estos modos de presencia natural, la palabra de Dios y la teología afirman la realidad de otra presencia más alta, y podemos decir que más íntima: es la presencia por gracia sobrenatural, que no es universal, sino propia de las criaturas racionales. Esta presencia se realiza por la participación de la naturaleza divina, de la misma vida de Dios en las almas. Es la presencia en la que el alma es templo de Dios, amiga de Dios, que siente y percibe su realidad, no sólo como Uno en esencia, sino también como Trinidad de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Es la presencia de inhabitación.
2. CUESTIí“N DE SIEMPRE. La in. tr. ha sido una de las cuestiones clásicas de la teología histórica y especulativa, de la espiritualidad y de la mística. Lo es igualmente en nuestros días, con nuevos matices y orientaciones.
Hasta el Concilio Vaticano II la reflexión sobre este misterio se centró en los aspectos puramente teológicos: inhabitación y presencia de las tres divinas personas, enseñanza bíblica y patrística, razón formal de la presencia de inhabitación, etc. El Vaticano II, a pesar de ser muy parco en esta materia, ha dado una nueva orientación a la acción del E.S. en el marco de la historia de la salvación y de la vida de la Iglesia. Esta orientación ha coincidido con la promoción del movimiento ecuménico y carismático, y con el despertar del misticismo.
La in. tr. es una gracia salvífica, fuente y raíz de las experiencias maravillosas de la vida mística, como han enseñado los grandes maestros santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz. En esas experiencias las almas gozan de las vivencias trinitarias más profundas y luminosas.
3. IMPORTANCIA DE LA IN. TR. La in. tr. es principio, fuente y meta de la acción salvífica de Dios como anticipo de la bienaventuranza. Por eso podemos decir que pertenece a la parte central de la teología, de la vida de las almas y de la Iglesia. D. Bertetto la ha calificado como: «cuestión central de vida cristiana, religiosa, sacerdotal y misionera».
Dios determinó en su plan de salvación hacerse presente entre los hombres en la encarnación de su Hijo redentor, el Emmanuel, el Dios-con-nosotros. La salvación consistiría en restaurar aquella comunión de vida, y aquella alianza que había roto el pecado. La redención fue una restauración de la vida perdida, una recuperación de la comunión de vida con Dios. «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20). Jesucristo por su muerte y resurrección restableció la societas=koinonía del hombre con Dios, que es la comunión con el Padre, el Hijo y el E.S. (cf. 1 Jn 1, 31). La expresión más objetiva y realista de esta koinonía es la in. tr.
En efecto: ¿qué es la vida cristiana, en su sentido más puro y más radical, sino el desarrollo de la autocomunicación de Dios a las almas por la gracia? Este desarrollo se lleva a cabo bajo la acción y la inspiración del Espíritu, que mora en el alma como en un templo, con el Padre y el Hijo. El ápice de esta acción y de ese desarrollo es la santificación, que tiene su origen y fundamento en la inhabitación. Por eso, la in. tr. es la cuestión central del misterio sobrenatural, por su misma naturaleza y por sus dimensiones salvíficas.
La in. tr., por lo que es y significa, hace concreta y luminosa la realidad de Dios en el hombre, evitando así el peligro de convertir ese misterio de amor en una abstracción vaga, o en una ilusión imaginaria. Desde otro punto de vista puede corregir otro peligro bastante difundido: el de identificar el misterio trinitario con un teorema teológico, con poca o ninguna incidencia en la práctica de la vida cristiana, según una afirmación de E. Kant.
La inhabitación es la Trinidad, como historia, o hecha historia en la vida del hombre, según la expresión de B. Forte; una invención y realización maravillosa de su amor infinito hacia los hombres. La Trinidad inmanente no es distinta de la Trinidad salvífica, la que santifica a las almas, si no queremos caer en un dualismo inadmisible y esterilizante de la vida espiritual. Dios mismo se autocomunica a las almas justas y las santifica. Se hace algo nuestro, dentro de nuestra propia historia sobrenatural; o nos hace algo suyo, y nos asocia a su misma historia. La mística abre esta perspectiva enriquecedora para la vida espiritual.
En síntesis: dejando al margen otras consideraciones, podemos decir con A. Milano, que el misterio trinitario representa la totalidad del misterio cristiano. Y dentro de ese misterio de vida y acción, lo más vital e importante, después del misterio de la encarnación, es la inhabitación trinitaria, la autocomunicación de Dios al hombre de forma permanente tal cual es, Uno y Trino, como sabiduría y amor. El objetivo y la meta de toda la actividad cristiana es vivir y desarrollar esa gracia, hasta llegar a la más perfecta unión y transformación espiritual con Dios en la vida mística, anticipo de la bienaventuranza.
4. Los SILENCIOS SOBRE LA IN. TR. A pesar de cuanto hemos dicho, y no hemos hecho más que un apunte de datos, la in. tr. no ocupa el lugar que le corresponde en la teología actual. No quiero decir que se trate de un tema totalmente marginado; pero sí podemos afirmar que goza de poco relieve en los escritos teológicos y pastorales.
Podemos aceptar la afirmación de Serenthá, según la cual «la creciente y renovada atención que se ha prestado a la temática trinitaria es uno de los rasgos característicos del panorama de la producción teológica de estos últimos años. De la observación kantiana sobre la concreta «inincidencia» [no incidencia] de la profundización especulativa del tema sobre la Trinidad, se ha pasado a un redescubrimiento del misterio trinitario, como «misterio que vertebra toda la fe cristiana».
Pero se constata igualmente que en esta constelación de estudios de tema trinitario, la inhabitación apenas tiene presencia, o muy poco relieve. La refleente y en los aspectos carismáticos. La Trinidad salvífica y su acción santificadora ocupan un plano muy secundario.
La bibliografía teológica de las últimas décadas no es muy pródiga con relación al tema de la in. tr. Los estudios sobre la Trinidad y cada una de las divinas personas atienden con preferencia a su acción en la historia de la salvación y en la vida de la Iglesia. El Dios íntimo a las almas, el que mora e inhabita en el interior de los corazones, despierta poco interés.
Los estudios particulares sobre el E.S. presentan esas mismas características. Los autores insisten más y prestan mayor atención a su acción carismática, que a la misma inhabitación, que teológicamente se atribuye a la tercera persona. No deja de sorprender en este sentido que no se presentase ningún estudio sobre la inhabitación en el Congreso Teológico Internacional de Pneumatología (1982), cuyas actas llenan dos volúmenes. Algo parecido se observa en la obra de F. Bourassa y en otras publicaciones recientes’. Ni De Margerie ni Schweizer tratan directamente el tema de la inhabitación’. B. Forte, un clásico de la teología trinitaria hoy, no hace tampoco un tratamiento directo en profundidad de ese problema.
Parece que estamos todavía lejos de superar el teocentrismo y el cristocentrismo, que algunos se atreven a calificar como cristomonismo, que ha imperado en la historia de la teología occidental, y que desplazó a un segundo plano al misterio trinitario y a la persona del E.S. Hizo bien Pablo VI en llamar la atención con insistencia sobre la orientación trinitaria y pneumatológica que era preciso dar a la vida cristiana, a la teología y a la misma liturgia, aparte de su orientación cristológica. Una orientación, doctrinal y vital, que sea algo más que meras fórmulas rituales.
Con esto el Papa quería corregir los silencios que se habían observado en la época del preconcilio Vaticano II, y que la mayor parte de los Padres conciliares guardaron en el desarrollo de sus sesiones.
En efecto: en el período antepreparatorio se registran contadas peticiones, procedentes por lo general de obispos y comunidades de la Iglesia oriental, para que se promueva el estudio de la pneumatología, o que se ponga más de relieve la función del E.S. en la vida de la Iglesia, o que se esclarezcan más sus dones y sus carismas, o que se clarifiquen algunas cuestiones doctrinales sobre el misterio trinitario. Apenas encontramos en estas peticiones una leve referencia al tema de la in. tr. Solamente el Arzobispo Sergio Pignedoli, titular de Iconio, y la Facultad Teológica de los Carmelitas de Roma manifiestan preocupación por este tema.
En el desarrollo de las sesiones conciliares la atención de los Padres se limitó a algunas cuestiones trinitarias y aspectos relativos al E.S. El tema de la inhabitación quedó relegado a un absoluto silencio. En consecuencia, el Concilio no enseñó nada especial acerca de esta verdad. El vocablo inhabitación no aparece en los Diccionarios temáticos del Concilio. Tampoco aparece en diccionarios de teología bíblica. Hay que ser realistas, aunque haya que lamentarlo: la in. tr. no tiene mucho relieve en los esquemas teológicos de hoy ni en las publicaciones de carácter espiritual. Tampoco se lo dio el Concilio.
El 18 de mayo de 1986 el Papa Juan Pablo II promulgó su quinta encíclica: Dominum et vivificantem, «sobre el E.S. en la vida de la Iglesia». La in. tr., que se atribuye y apropia al Espíritu de santificación, no tiene lugar en sus páginas, como tema concreto.
5. INHABITACIí“N TRINITARIA E INHABITACIí“N DEL E.S. La inhabitación es una operación ad extra, común a las tres divinas personas. Aún más; podemos decir que es la Trinidad en el hombre. La misma Trinidad, inmanente en sí misma, es la Trinidad salvífica, la Trinidad que se ha hecho historia en el Verbo y en el alma justificada.
Según la afirmación común de la teología, la Trinidad=las tres divinas personas, son el principio y la razón de la creación, del mundo creado y del orden sobrenatural con todo lo que éste entraña: gracia, dones, carismas…
El principio de inteligencia de este misterio es el clásico aforismo, aceptado en teología trinitaria: en Dios todo es uno y el mismo, excepto en lo que existe oposición de relaciones: omnia sunt unum et idem ubi non obviat relationis oppositio.
La Iglesia ha mantenido inalterable este principio a lo largo de los siglos. Aplicado a la in. tr. significa que ésta, como realidad sobrenatural y maravillosa, es idénticamente común a las tres divinas personas. San Agustín enfatizó fuertemente este hecho. «Ni el Espíritu Santo -dice- habita en cualquiera sin el Padre y el Hijo, lo mismo que el Hijo sin el Padre y el E.S., ni sin ellos el Padre. Porque es inseparable la habitación de quienes es inseparable la operación.
Salvando la comunidad de acción de las tres personas, la in. tr. se apropia o atribuye al E.S., en atención a sus características y a sus efectos: y esto tanto en expresiones bíblicas, como en documentos de la Tradición y del Magisterio eclesiástico. Al mismo Espíritu se atribuye también la santificación y la filiación divina, la caridad, etc. (cf. Rom 5, 5).
Las apropiaciones tienen su fundamento en la naturaleza misma de los efectos apropiados. La in. tr., como autocomunicación de Dios, es una manifestación y un efecto de su amor infinito. El E.S. es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo; es su amor personal. Justamente, pues, le son apropiados todos los dones sobrenaturales, que de manera especial son manifestación del amor y de la caridad de Dios.
Esta enseñanza no es solamente un dato teológico. Es también un principio de metodología, que abre una perspectiva a la estructura de la in. tr. Su lugar teológico es el tratado sobre la Trinidad; pero, puede ser estudiado este tema entre las cuestiones sobre la gracia, o en el tratado sobre el E.S., en la pneumatología. Así lo hacen algunos tratadistas, al explicar la misión santificadora del Espíritu.
II. Enseñanza de las fuentes
1. VISIí“N DE CONJUNTO. La inhabitación del E. S. (que es decir de la Trinidad), es un misterio que conocemos solamente a través de la revelación divina. Aunque no utilice esta terminología, nos da a conocer su realidad y su contenido, incluso su modalidad objetiva.
La Sagrada Escritura se expresa en ocasiones en forma metafórica; pero sin restar realismo ni fuerza al hecho de la inhabitación: «Vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23); «Sois templo del Dios vivo» (2 Cor 6, 16).
La imagen dé templo y morada expresa con precisión la realidad sobrenatural de la inhabitación, tal como la entendieron los Padres de la Iglesia. Ellos explicaron al vivo el sentido de esas imágenes. Según la voz común de la interpretación teológica indican una presencia sustancial y objetiva de Dios en el alma, distinta de la presencia de inmensidad, y superior a lo que puede ser una presencia simplemente metafórica.
2. EN LA ESCRITURA. a) Antiguo Testamento: La in. tr. es un fenómeno típicamente neotestamentario. Pertenece a la plenitud de los tiempos y a la manifestación plena del amor de Dios hacia los hombres, lo mismo que la revelación del misterio de la Trinidad. No obstante, el AT contiene algunas expresiones, símbolos y metáforas, que hacen referencia a una presencia especial de Dios, y que puede ser considerada como una preparación para la inteligencia del misterio de la presencia de inhabitación.
Los exégetas y teólogos han hecho elencos detallados de los textos veterotestamentarios. Están lejos de expresar la in. tr.. Pero dentro de la comunicación de Dios con su pueblo, fueron una lenta preparación para la revelación plena del misterio.
b) Nuevo Testamento: Las referencias y los textos del NT relativos a la in. tr. tienen un aspecto estático y dinámico. Bajo el primer aspecto encontramos algunas referencias que hablan de la unión de amistad del hombre con Dios, fundada en una comunicación interior; de la unión por conocimiento y amor, que produce gozo y fruición interiores, que escapan a una definición concreta. En su dimensión dinámica los textos se refieren a una presencia de Dios, que produce gracia y santidad, conocimiento y aumento del amor, o que es como una fuente viva de otros dones y carismas.
Algunos textos hablan de una venida del Espíritu sobre personas o comunidades, y de su acción e influjo sobre ellas. No aparece claro si se refieren propiamente a la in. tr. o a otras gracias y dones.
-San Juan es el teólogo de la in. tr. en su evangelio y en sus cartas. Su enseñanza se centra en la persona del Hijo en sus relaciones con el Padre, y en la del E.S. en su relación con la Iglesia y los discípulos de Jesús.
En el capítulo 14 de su evangelio, pieza fundamental y clave de su enseñanza, recoge las palabras de Jesús, que en vísperas de la separación violenta de sus discípulos, les promete solemnemente el envío del E.S. «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre y os dará otro Abogado que estará con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad… Vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros y está en vosotros» (Jn 14, 15-16).
Algunos comentaristas interpretan estas palabras en un sentido escatológico, colectivo y eclesial. Pero, se trata de algo más profundo: de una permanencia interior y estable: con vosotros, envosotros… La presencia que Jesús promete es la asistencia del Espíritu desde dentro= in vobis (en hymin), desde la morada interior del corazón. Tal es la interpretación de los teólogos’, y del mismo Magisterio de la Iglesia.
Líneas adelante Jesús amplía esta promesa: El mismo y el Padre acompañarán al Espíritu en esa presencia permanente: «… y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él». A él (pros autón); morada en él (monén par ‘autón).
El fundamento de esta presencia de in. tr. es el amor: Si alguno me ama… Este es un dato fundamental. Todo gira en torno al amor y depende del verdadero amor hacia Dios. El amor es la autocomunicación de Dios a los justos, por la cual él permanece en ellos y mora en su interior. Así lo entendió y explicó el mismo san Juan en la primera de sus cartas: «Carísimos… si nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros y su amor es en nosotros perfecto. Conocemos que permanecemos en él y él en nosotros en que nos dio de su Espíritu… Quien confesare que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios… Dios es amor; y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 12-16).
-San Pablo incluye la in. tr. como uno de los temas capitales de su mensaje espiritual. Lo hace en una doble forma: conceptual y simbólica.
El Apóstol habla del E.S. ante todo como un don personal, que difunde el amor de Dios en el corazón de los justos (cf. Rom 5, 5). Este don es algo permanente y dinámico en ellos.
Fruto de este don, que se comunica como posesión al alma, es su permanencia de inhabitación en ella: «El Espíritu de Dios habita en vosotros» (_ oikei en hymin) (Rom 8, 9.11). Habitar sugiere una localización: la casa o el templo. Pablo utiliza este símil, recordando sin duda la presencia misteriosa de Dios en el Arca de la alianza y en el templo de Jerusalén: «sois templos de Dios y el Espíritu de Dios habita en vosotros» (1 Cor 3, 16): «El templo de Dios es santo y ese templo sois vosotros» (ibid., 17): «¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios?» (1 Cor 6, 19): «Vosotros sois templo del Dios vivo» (2 Cor 6, 16).
El cristiano, como templo vivo de Dios en el que mora el E.S., está santificado por su gracia. Más allá del simbolismo y de la metáfora, la imagen tiene un contenido objetivo: la presencia real de Dios, que es el fundamento de la vida del cristiano. Esta presencia le confiere la dignidad de hijo de Dios, que participa de su misma vida (cf. Gál 4, 6; Rom 8, 14-15).
San Pablo hace varias aplicaciones a la vida de los cristianos, derivadas de una presencia del Espíritu en sus corazones, de su inhabitación en ellos. El Espíritu es el signo del sí que el cristiano ha dado a Dios en Cristo Jesús, ratificando su alianza. Esa presencia es también el principio de su resurrección.
El Apóstol no divide la Trinidad. Profesa su fe en las divinas personas, que presiden su vida y el ministerio apostólico. Para él el E.S. es el Espíritu del Padre y del Hijo. Por eso, concluye D. Bertetto, que se deduce de su enseñanza que «donde habita el Espíritu,habitan también las otras dos personas divinas». La inmanencia del Espíritu hace inmanente e inhabitante a Dios en nosotros. Dios, Uno y Trino, realiza todo cuanto san Pablo atribuye al Espíritu de santificación.
En síntesis: todos los testimonios referidos afirman una presencia especial permanente de Dios en el corazón de los cristianos, que es una acción misteriosa en su interior. Es la presencia de inhabitación.
Francisco Suárez, uno de nuestros teólogos más destacados en esta materia dice que: «estas y semejantes expresiones, repetidas con frecuencia en la Sagrada Escritura, no pueden verificarse por la sola infusión de la gracia creada. Por lo mismo, es necesario que, en algún modo más propio, la misma persona divina del Espíritu Santo sea enviada».
3. LA TRADICIí“N DE LA IGLESIA.
a) La enseñanza de los Padres en esta materia es fundamentalmente bíblica. Ellos son intérpretes y maestros de la Palabra de Dios. Siguiendo la línea y orientación de los testimonios de la Escritura, desentrañaron su contenido, guiados por el Espíritu que dirige y adoctrina a la misma Iglesia.
Los Padres se esforzaron ante todo por explicitar el misterio de la Trinidad y el de la Encarnación. En concreto interpretan los textos bíblicos relativos a la presencia del Espíritu en los justos a favor de una presencia de inhabitación, que en ocasiones designan con el término de deificación, según la observación de Y. Congar.
Muchos teólogos, a partir principalmente de Petau (Petavio), han agrupado cuidadosamente los textos de la tradición patrística, por lo que me parece ocioso recogerlos aquí. Dichos textos pertenecen tanto a los Padres griegos como latinos. Han merecido una atención especial san Ignacio de Antioquía, san Ireneo, Tertuliano, san Atanasio, san Gregorio de Nisa, san Juan Crisóstomo, san Basilio, san Ambrosio, san Agustín, san Cirilo de Alejandría…
La enseñanza de los Padres contiene dos afirmaciones fundamentales: que Dios inhabita sustancialmente en el alma de los justos, y que las tres divinas personas inhabitan en común y sin diferencia ninguna, aunque en ocasiones atribuyan la inhabitación al E.S.
b) Recogeré solamente algunos textos más significativos, a modo de ilustración y confirmación. San Ignacio de Antioquía, notable por su antigüedad, que se llama a sí mismo Teóforo=portador de Dios, dice: «Realicemos todas nuestras acciones con la idea de que Dios habita en nosotros; seremos así templos suyos, y él será nuestro Dios, que mora en nosotros».
San Agustín llena toda una época, y hace autoridad por sí mismo, en particular en la doctrina trinitaria. En sus libros De Trinitate y en otros lugares expone con profundidad la teología del E. S., «por quien se difunde en nuestros corazones el amor de Dios, por el cual toda la Trinidad mora en nostros».
En la carta a Dardano se expresa así: «¿Quién osaría pensar, si no el que ignora la inseparabilidad de la Trinidad, que pueda habitar en alguno el Padre y el Hijo sin que habite en él el Espíritu Santo, o que pueda habitar el Espíritu Santo sin el Padre y el Hijo?». En el Sermón 71 da respuesta a esa pregunta, diciendo: «en nadie habita el Espíritu Santo sin el Padre y el Hijo, como no habita el Hijo sin el Padre y el Espíritu, ni el Padre sin las otras dos personas; pues es inseparable su habitación por ser inseparable su operación».
c) La tradición patrística, con la aportación de los primeros concilios ecuménicos, dejó bién definidos los conceptos básicos del misterio trinitario. San Agustín, haciendo exégesis de la teología de san Pablo y de san Juan, afirmó con nitidez la in. tr. y su razón formal, delineando con precisión los entornos del simbolismo y de la realidad simbólica. El más que nadie abrió la puerta y estableció los principios de una reflexión profunda, que llevaron a cabo los teólogos posteriores, siguiendo sus huellas.
Es verdad que en la tradición patrística el E. S. es considerado como la virtud santificadora del Padre y del Hijo, que santifica por sí mismo. Pero esto, en el ambiente y en la lucha contra los macedonianos, significa que no es un don creado, y que santifica porque es Dios. El mismo san Basilio, que utiliza esas fórmulas, afirma que le compete al Espíritu la virtud santificadora, en cuanto es coesencial con el Padre y el Hijo.
III. Enseñanza del Magisterio de la Iglesia
1. VISIí“N DE CONJUNTO. El Magisterio de la Iglesia no ha sido muy pródigo en afirmaciones sobre la in. tr., menos aún en explicaciones doctrinales. Este tema aparece tratado en documentos importantes en época muy tardía. Es verdad que el Símbolo llamado de San Epifanio (s. IV) utiliza como fórmula de fe: «creo en el Espíritu Santo… que habló en los Apóstoles e inhabitó en los santos» (oikoún en hagíois). Pero hasta la última década del siglo pasado no encontramos en el Magisterio una afirmación concreta y una explicación de este misterio.
El concilio de Trento habló del Espíritu inhabitante, y recogió algunas expresiones de san Pablo, relativas a su acción interior en las almas, que son su templo. Pero su testimonio es irrelevante, desde el punto de vista doctrinal.
2. TESTIMONIO DE LEí“N XIII. El primer documento importante del Magisterio sobre este tema es la carta encíclica del papa León XIII: Divinum illud munus (1897), que trata ex professo de la presencia y de la acción interior del E. S. en las almas. El Papa supone que, antes del nacimiento de Jesucristo, el E. S. estuvo presente de forma permanente en algunos justos por la gracia: inesse per gratiam. Pero no fue más que una preparación y un anuncio; ya que la comunicación del Espíritu después de la resurrección de Jesús fue mucho más abundante: multo est copiosior.
Esta comunicación es un nuevo modo de presencia superior a la presencia de orden natural. El Papa lo afirma y lo explica en la línea común de la teología: Dios está presente «por la gracia en el alma justa como en un templo, de una manera enteramente íntima y singular. De lo cual también se sigue esa exigencia de la caridad, por la cual el alma se une a Dios muy estrechamente,más de lo que un amigo puede unirse a su amigo más querido, y goza plena y suavemente de El. Esta admirable unión, que por nombre propio se llama inhabitación, se diferencia solamente por su condición de aquella con la que Dios se une a los bienaventurados; y si bien al presente se realiza por toda la Trinidad: vendremos a él y haremos morada en él (Jn 14, 23); no obstante se atribuye al Espíritu Santo, como algo peculiar».
3. TESTIMONIO DE PíO XII. El otro documento clásico en esta materia es la encíclica Mystici Corporis del papa Pío XII (1943). En ella el Papa dedica un apartado especial a la inhabitación del E. S. en las almas, al que llama: «alma de la Iglesia».
El Papa recoge la enseñanza tradicional acerca del Espíritu Paráclito (Espíritu de Cristo), dado por él a su Iglesia, como principio de vida y de virtud, y como fuente de todos los dones que dicen relación a la gracia. Es el Espíritu que nos hace hijos adoptivos de Dios (cf. Rom 8, 14-17; Gál 4,6-7), lazo de unión que aglutina a los miembros del Cuerpo Místico entre sí en una unidad misteriosa, y los une con Cristo Cabeza.
El Papa recuerda aquí que se trata de un verdadero misterio, que mientras peregrinamos en la fe no podemos conocer a plena luz, y en cuya interpretación hay que observar las normas metodológicas seguidas por la Iglesia (Vaticano I). El misterio consiste en que con toda verdad las divinas personas inhabitan en el alma justa; en cuanto presentes de modo sobrenatural e impenetrable en ella, dotada de entendimiento, las personas se unen a ella por el conocimiento y el amor.
4. VALORACIí“N. La valoración que podemos hacer de estas enseñanzas es sencilla. No se trata de una definición dogmática, ni de una enseñanza ex cathedra. Pero sí es una enseñanza oficial del Magisterio de la Iglesia, en cumplimiento de su misión docente. Enseñanza oficial y solemne para toda la Iglesia, que por lo mismo no puede ser errónea, ya que equivaldría a inducir a la Iglesia a un error.
Por otra parte, los papas enseñan aquí una doctrina, que es común a la tradición viva de la misma Iglesia. Son conscientes también de conectar, en el espíritu y en la letra, con la Palabra de Dios.
Con estos presupuestos, nadie puede dudar del valor y de la autenticidad de esta enseñanza magisterial, que afirma el hecho de la in. tr. en el alma justa, y que puede ser calificada por lo mismo como perteneciente a la fe de la Iglesia40.
IV. La Reflexión Teológica
1. TEOLOGíA DE LA INHABITACIí“N. La in. tr. es una realidad simple por parte de Dios; pero es sumamente compleja por parte del alma. Podemos destacar en ella estos elementos, como más importantes: el hecho de la inhabitación; la presencia sobrenatural y sustancial de Dios, Uno y Trino, en su realidad infinita en el alma, como objeto de conocimiento y amor; la gracia como fundamento de la misma; cualidades, o matices de esa presencia…
La in. tr. tiene un valor teológico, espiritual y antropológico. Es un contenido de la fe, objetivado en el hombre justificado, que gracias a él no se siente solo en su vida de peregrinación. Puede vivir, comunicarse y gozar con la compañia del Huésped divino. El alma, consciente de esa presencia de Dios, se acostumbra a escuchar su voz cercana y penetrante, a dialogar con él. Es el don más alto y estimable que Dios ha podido hacer a las almas en esta vida: autocomunicarse a ellas, en una donación de amor. Otorga a las almas la participación de su misma naturaleza, de su misma vida, que es El mismo, sin división ni distinción ninguna.
Este don sublime, con todo lo que lleva consigo, es un misterio. ¿Cómo se explica esta realidad? ¿En qué consiste? ¿En qué sentido el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo inhabitan por amor en las almas? ¿Cual es la razón, o la causa formal de esta presencia misteriosa y oculta?
2. PRESENCIA DE INMENSIDAD Y PRESENCIA DE INHABITACIí“N. La teología, como indiqué al principio, reconoce tres géneros de presencia de Dios en el hombre: natural sobrenatural por gracia y sobrenatural por unión hipostática (la Encarnación del Verbo).
Dios, por su presencia natural de inmensidad, según el lenguaje usado ya por los Santos Padres, llena toda la creación, está presente a todas las cosas. Pero no es una presencia muerta e inanimada: El es la vida, que comunica a su modo y según la capacidad de los seres creados. «Todo el cosmos, dice Congar a este propósito, bajo este aspecto es un templo de Dios; pero él lo ignora».
Esta frase apunta al presupuesto de la presencia de Dios por gracia, propia y característica de la criatura racional, capaz de conocer dicha presencia. Dios mora en ella, «como el conocido en el que lo conoce y el amado en el amante», según el conocido aforismo de Santo Tomás
San Agustín dijo algo parecido con la precisión que le caracteriza. «Dios, Uno y Trino, está todo en todo sin división» Esto es en sí mismo admirable y maravilloso. Pero, «hay algo mucho más admirable: que estando Dios presente todo en todas partes, sin embargo no habita en todas las cosas. Pues no se puede decir de todas las cosas lo que afirma el Apóstol: ¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1 Cor 3,16)». ¿Qué falta entonces para que Dios habite como en un templo? Responde el mismo Santo: «… Dios está presente en todas partes por la presencia de su divinidad; pero no está presente en todas partes por la gracia de la inhabitación
La inhabitación es presencia esencialmente por gracia, que supone la presencia de inmensidad. Es como la coronación y la plenitud de la misma, aunque sean de género diverso. Ambas se distinguen en su misma realidad por razón de la criatura y por la diversa forma que cada una tiene de relacionarse con Dios. La realidad de Dios es inmutable e indivisible. En ambos casos está presente el mismo Dios real y verdaderamente. Pero, en la presencia natural, «el templo ignora su presencia». En la presencia por gracia Dios comunica al alma conocimiento y amor. El templo aquí no ignora su presencia.
Esta presencia tiene sus características. En primer lugar, las divinas personas se hacen presentes real y sustancialmente por la comunicación al alma de la gracia. En segundo lugar, se trata de una presencia, que por su misma naturaleza es estable. Dios es objeto de conocimiento por la fe y la experiencia mística, y de amor, como fruto de la caridad»
3. LA MíSTICA Y LA INHABITACIí“N TRINITARIA. La in. tr. es la raíz y el fundamento de la vida y de la experiencia mística. La experiencia mística a su vez es un principio clarificador de la teología de la inhabitación. San Juan de la Cruz acude precisamente en más de una ocasión a ese hecho, para justificar sus experiencias y su enseñanza sobre las más altas vivencias que pueden experimentar las almas en esta vida.
La vida cristiana es un desarrollo progresivo de la gracia santificante, en profundidad y en extensión. La gracia, como comunicación de la misma vida divina, realiza en el hombre una transformación en un nuevo ser; es una divinización, el nuevo nacimiento de los hijos de Dios en el orden sobrenatural. La gracia es amor, caridad y amistad con Dios, iluminada con la luz de la fe.
El desarrollo perfecto de la gracia consiste en un conocimiento iluminado de los misterios de Dios, y en un incremento y purificación del amor, hasta anticipar aquí en la tierra la vida de los bienaventurados en el cielo, como insinuó el papa León XIII, recogiendo la enseñanza de los doctores de la mística.
El grado más alto del desarrollo de la gracia, y la vivencia más profunda de la in. tr. los han conseguido las almas místicas, que han llegado al estado de transformación espiritual. Ahí, según la enseñanza de San Juan de la Cruz, el alma siente y goza como un anticipo de la vida eterna; y por «la unión que tiene con Dios, vive vida de Dios», a semejanza de los bienaventurados. Su entendimiento, memoria y voluntad y todos sus movimientos «en esta unión son trocados en movimientos divinos», pues el alma, «como ya verdadera hija de Dios en todo es movida por el Espíritu de Dios».
Gracias a esta presencia inhabitante del Espíritu y de toda la Trinidad el alma mística vive y experimenta la realidad y la operación de cada una de las divinas personas, que moran en ella y tiernamente la hieren en su más profundo centro. Esa gracia, que es raíz de la inhabitación, habilita al alma «para que ella aspire en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo que a ella le aspira en el Padre y el Hijo en la dicha transformación…».
La experiencia mística es una vivencia profunda y luminosa de la in. tr., acompañada de un conocimiento altísimo del misterio de Dios. Es por lo mismo una ilustración de la fe y un complemento de la enseñanza de los teólogos. Sorprende que la teología trinitaria, en particular con relación a la inhabitación, no haya tomado en consideración hasta ahora sus aportaciones, para esclarecer algunos puntos importantes, como: los grados de conocimiento y amor, y de participación de la naturaleza divina en esta vida; la experiencia de la acción de cada una de las divinas personas, etc..
4. RAZí“N FORMAL DE LA INHABITACIí“N TRINITARIA. a) La teología clásica ha analizado desde antiguo con detenimiento y profundidad los aspectos más diversos de la in. tr. En un intento de penetrar en el fondo del misterio se ha esforzado por desvelar la razón o la causa formal de esa presencia misteriosa de la Trinidad en el alma del justo. ¿Por qué razón, o motivo, o en virtud de qué elemento las tres divinas personas se hacen presentes sobrenaturalmente en el alma?
Los teólogos de todas las escuelas han afirmado que la gracia santificante acompaña siempre a la in. tr. Pero ¿es al mismo tiempo su razón de ser? ¿Y en qué sentido? ¿Bajo qué concepto la gracia es causa de ese efecto?
Antes de adelantar otras explicaciones quiero hacer una reflexión que me parece básica. La gracia santificante, a mi modo de ver, es la raíz y el constitutivo de la in. tr. La gracia es participación de la naturaleza divina; participación por parte de la misma alma, que por su capacidad limitada no puede encerrar en sí misma toda la realidad del Dios infinito. Pero, por parte de Dios, la naturaleza participada, es el mismo Dios, Uno y Trino, sin división ni fragmentaciones. Esto responde al concepto de gracia creada e increada. Y supone al mismo tiempo que la gracia creada, por parte del alma, es la misma gracia increada, mirada desde Dios, porque hace presentes a las tres divinas personas.
En este sentido se puede hablar de una verdadera divinización del alma en el orden sobrenatural, que hoy se designa con otro término más expresivo,aunque un tanto extraño: trinificación, por cuanto la gracia santificante es participación de la naturaleza divina y configuración con Dios Uno y Trino
La gracia es una autocomunicación de Dios al hombre en el orden sobrenatural. Dios no se autocomunica partido ni fragmentado. Se comunica en su totalidad, como lo que es: Uno y Trino, en todo su ser.
b) ¿Existe algún elemento especial en la gracia que la constituya en causa formal de la in. tr.?… Las respuestas de los teólogos han marcado aquí caminos distintos, aunque no muy distantes entre sí.
– San Agustín no planteó el problema en estos términos; pero su genio teológico moldeó algunas expresiones que responden a esta cuestión. La razón de la inhabitación para él parece ser la operación sobrenatural, común a las tres personas, e idéntica al principio o al operator.
– Para Pedro Lombardo, el Magister Sententiarum, la razón cuasiformal de la inhabitación es el mismo E.S., que se identifica con la caridad. El acto por el que el alma ama a Dios procede «directa e inmediatamente del Espíritu, que inhabita en ella», y al que acompañan las personas del Padre y el Hijo
– Santo Tomás de Aquino propone como fundamento de sus explicaciones la gracia santificante. Pero aporta tal riqueza de ideas y de matices y considera la gracia bajo tantos aspectos, que su explicación ha dado origen a diversas teorías, que comentaré más adelante.
El Angélico enseña con claridad que la in. tr. se realiza mediante la gracia santificante, en cuanto principio de conocimiento y amor sobrenaturales. El condensó su pensamiento en esta frase clásica en esta materia: Dios inhabita en el alma del justo como el conocido en el que conoce y el amado en el amante: sicut cognitum in cognoscente et amatum in amante
La inhabitacióii comporta una presencia real y efectiva=objetiva de Dios, por la participación de su misma naturaleza por vía de conocimiento y amor, alimentada por el amor de caridad, que se traduce en amistad. «La caridad no significa solamente amor a Dios, sino tener también cierta amistad con él. La amistad añade al amor que en ella el amor es mutuo y da lugar a una intercomunicación».
La amistad para santo Tomás es la forma más alta y más pura del amor. Y ésta es la razón de la inhabitación. Porque ese amor reclama por su misma naturaleza la presencia objetiva de la persona amada, ya que no puede existir amor mutuo de amistad entre personas distantes, que no pueden tratarse mutuamente (non conversantur simul): El trato mutuo es exigencia de la amistad; y la amistad pide unión=presencia de las personas.
– Francisco Suárez adoptó la explicación de santo Tomás, acentuando el carácter de la gracia como amistad perfecta con Dios y razón formal de la in. tr. en cuanto la amistad reclama en el alma la presencia íntima de la persona amiga y amada. Se trata de una presencia real y objetiva, como objeto de conocimiento y amor
Esta es también la teoría de los Salmanticenses, profundos comentaristas de santo Tomás, que†¢establecen cierto equilibrio entre los diversos estilos y modos de interpretar su doctrina. Consideran también la gracia como razón de la presencia real y objetiva de las divinas personas, bajo el aspecto de caridad y amistad perfectísima entre Dios y el alma; porque la amistad espiritual y divina exige «por propio derecho» la presencia íntima de Dios, como amigo del alma. Se hace presente en ella, con una presencia verdadera y personal, en fuerza de esa amistad
– Los teólogos contemporáneos a Suárez y a los Salmanticenses siguieron en más o en menos esta misma línea. Juan de Santo Tomás acentuó el aspecto de la experiencia espiritual mística del alma, en cuanto su contenido es la realidad objetiva y personal de Dios Uno y Trino. La teología posterior, hasta nuestros días, ha aportado pocas novedades a este problema, que hoy tiene poca resonancia en la enseñanza teológica.
5. RAZONES PERSONALES EN LA INHABITACIí“N TRINITARIA. Desde la segunda mitad del siglo XVII la reflexión teológica sobre la in. tr., sin abandonar las cuestiones clásicas ni las posiciones precedentes, tomó una nueva dirección, apuntada tímidamente por Lessio. Consolidó de manera definitiva esta orientación D. Petau (Petavio), fundado en textos de la Escritura y en testimonios de los Padres, principalmente orientales. El análisis de esos textos le llevó a establecer estas conclusiones: la in. tr., por razón de la naturaleza divina, es común a las tres divinas personas. No obstante, por razón de las personas, que son el sujeto de las operaciones (actiones sunt suppositorum…) es propia del E.S., en cuanto «propiamente y de manera singular está unido con los que santifica, morando en ellos».
No se trata aquí propiamente de determinar la causa formal de la in. tr. El problema apunta más bien a la causa eficiente, al menos a algún género de eficiencia. Algunos teólogos, insatisfechos con la explicación común de las apropiaciones, acogieron con simpatía la teoría propuesta por Petau, resaltando la idea de que el E.S. tiene una razón o una impronta personal, por la que se une al alma justa, como causa cuasi formal de su santificación. El es la fuerza santificadora. El Padre y el Hijo se hacen presentes en el alma en virtud del principio de circuminsesión:
Son partidarios de esta teoría algunos destacados teólogos del siglo XIX, como C. Passaglia (1812-1887) y principalmente J. M. Scheeben (1835-1888), que considera la sigillatio animae como forma de la in. tr. y que atribuye al E.S. Inspirándose en Petau, considera a la tercera persona de la Trinidad, como un don, que se comunica al alma de una manera singular; la sella con su presencia y la santifica, justificando esta explicación con el misterio de la Encarnación y la misión del Espíritu santificador. En esta misma línea se situó T. de Regnon (1831-1893), que considera la santificación como una característica o propiedad del E.S..
La teología moderna, inspirada en estos maestros, ha dado un nuevo giro a este problema. Algunos teólogos, cercanos a la teoría de De Regnon, han abandonado en cierto modo la cuestión de la causa eficiente de la inhabitación, centrando su atención en la búsqueda de ciertas razones personales que la determinan y configuran.
En esta línea, se mantiene como principio común, que cada persona de la Trinidad tiene sus características propias en el orden sobrenatural e inhabita y actúa en el alma, según su peculiaridad. De aquí se deduce que el alma puede tener ciertas relaciones especiales con cada una de las divinas personas, correspondientes a sus rasgos personales. Así M. de la Taille y más propiamente S. Tromp.
Desde la década de los años 40 hasta el concilio Vaticano II la mayor parte de los teólogos han seguido la explicación fundamentalmente tomista, canalizada por Suárez y los Salmanticenses. Así consta de numerosos tratados teológicos sobre la Trinidad y de estudios particulares. Pero no faltaron quienes se manifestaron a favor de la tesis de la existencia de algunas razones personales en la in. tr.
Exponentes de esta corriente teológica son, entre otros: H. Schauf, R. Ernst, S. Beumer, Kuhaupt y J. Ma Alonso, que llega a esa conclusión estudiando la «relación de causalidad entre la gracia creada e increada». Explicación similar proponen T. Urdánoz, que publicó dos interesantes estudios sobre el particular, y Juan José de la Inmaculada, que sigue la línea de Scheeben y busca un apoyo en la semejanza de la presencia del E.S. y la unión hipostática». S. Matellán se manifiesta simpatizante con esas teorías en una serie de estudios sobre las operaciones de Dios ad extra en el orden sobrenatural.
Desde los primeros lustros de este siglo esta teoría había buscado un fundamento y apoyo en la doctrina y experiencia de los místicos. Waffelaert (Gustavo José), obispo de Brujas, teólogo moralista y ascético, es uno de los exponentes más destacados de esta corriente teológica. Esta tendencia, criticada por el P. Galtier como una renovación disimulada de la teoría de Petau, encontró apoyo en otros teólogos posteriores.
En España había iniciado una línea similar el P. Sabino María Lozano, O.P., fundado en principios de la teología tomista y en la mística de san Juan de la Cruz. Suponiendo que las operaciones ad extra son comunes a las tres divinas personas, defendió que esa «acción común es de algún modo distinta; es a saber: en cuanto que las acciones son de la persona y la persona en Dios no es una, sino que son tres».
Después del Vaticano II la reflexión teológica sobre estas cuestiones ha perdido fuerza. No obstante, algunos teólogos han querido conectar con las antiguas teorías, atribuyendo al E.S. alguna acción singular y propia sobre la Iglesia y las almas.
En este sentido se expresa H. Mühlen, en un largo e importante estudio de carácter fundamentalmente eclesiológico. Su idea de base es que el E.S. es quien realiza propiamente la acción unificadora de los miembros del Cuerpo Místico, en armonía y correspondencia con la función característica que tiene en el misterio trinitario: ser lazo de unión de la persona del Padre y el Hijo. El es el nexus entre Cristo y los fieles, «una persona en muchas personas» por su acción santificadora, que fundamenta una relación distinta de la que tienen las otfas dos divinas personas.
El benedictino G. Leblond adopta una postura simular, aunque en otro contexto. Se mueve en el terreno de la espiritualidad mística. Entiende la in. tr. como una presencia especial permanente del E.S. en el alma. Enlaza con las explicaciones de Waffelaert y de Sabino Lozano, acudiendo a la autoridad de san Juan de la Cruz para garantizar su teoría y sus conclusiones, que considera afirmadas particularmente en textos de la canción 39 del Cántico Espiritual: El aspirar del aire…, que ya conocemos.
6. SíNTESIS Y CONCLUSIí“N. Los intentos llevados a cabo para resaltar la acción del E.S. en la inhabitación y santificación de las almas no han muerto en nuestros días. No faltan hoy teólogos, cercanos a la literatura mística, que manifiestan una simpatía no disimulada hacia la postura de quienes afirman la existencia de ciertas razones personales en las acciones sobrenaturales de Dios ad extra. Es una vía que está abierta al desarrollo y al progreso de la teología trinitaria, sobre todo en su vertiente espiritual. No cabe duda de que las explicaciones aquí comentadas pueden despertar en las almas un mayor interés por llegar a vivir la intimidad divina, en una relación peculiar y más personal con cada una de las personas de la Trinidad.
Pero me parece que no son del todo correctas algunas interpretaciones de los textos de san Juan de la Cruz, ni las aplicaciones concretas que han hecho algunos teólogos, en confirmación de sus teorías. Es cierto que el Santo, al igual que otros maestros de la experiencia mística, habla de una participación singular del alma en la vida trinitaria; de un conocimiento por la sabiduría del Verbo, y de un amor que tiene relación especial con el E.S. Pero su enseñanza no rebasa la línea del conocimiento analógico, ni la participación a que el Santo se refiere va más allá de una participación limitada, imperfecta y analógica con relación a Dios.
Por otra parte, todos los datos de experiencia que aportan los místicos encuentran una explicación satisfactoria acudiendo al principio de las apropiaciones, sin necesidad de recurrir a ningún título de propiedad en las divinas personas.
La doctrina de los místicos aporta muchas luces a la teología de la inhabitación. Autentifica y esclarece el realismo de Dios en el alma, su objetividad sustancial y su dinamismo, su presencia transformadora. De ahí que la teología no deba ignorar esta fuente de inspiración y de conocimiento.
La experiencia de los santos y de los místicos puede ser considerada como una continuada revelación de Dios a su Iglesia, que ilumina su camino de peregrinación en la tarea de esclarecer y actualizar su misterio, según los signos de cada época. La teología debe escuchar esta voz, para no perderse en especulaciones vagas y para dar contenido cada vez más vivo y actual a su mensaje.
[-> Agustín, san; Amor; Analogía, Apropiaciones; Atanasio, san y Alejandrinos Biblia; Comunión; Conocimiento; Creación; Encarnación; Encíclicas; Espíritu Santo; Experiencia; Fe; Gracia; Hijo; Historia; Iglesia; Ireneo, san; Jesucristo; Juan de la Cruz; Misión y misiones; Misterio; Mística; Padre; Padres (griegos y latinos); Regnon, de, T.; Revelación; Salvación; Teología y economía; Teresa de Jesús, santa; Tertuliano; Tomás de Aquino, sto.; Trinidad; Vaticano II; Vida cristiana.]
Enrique Llamas
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INSTITUCIONES TRINITARIAS
SUMARIO: I. La Orden trinitaria.-II. Asociación de seglares de la Orden.-III. Terciarios y donados.-IV. Monjas trinitarias.-V. Trinitarias de Valance.-VI. Trinitarias de Mallorca.-VII. Trinitarias de Madrid .-VIII Trinitarias de Valencia.-IX. Trinitariasde Sevilla.-X. Trinitarias del Riposo.-XI. Oblatas de la Santísima Trinidad.-XII. Siervas de la SS. Trinidad.-XIII. Josefinas Trinitarias de Plasencia.-XIV. Misioneros Siervos de la SS. Trinidad.-XV. Sociedad de Nuestra Señora de la SS. Trinidad.
«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).
De esta misión que Cristo recibió del Padre por el Espíritu, participan todos los cristianos, pues en el bautismo quedan consagrados a la Trinidad, en cuyo nombre lo reciben. Dentro de la multitud de carismas e institutos que enriquecen la Iglesia, sin embargo, la vida especialmente consagrada a la Santísima Trinidad constituye un elemento característico del patrimonio de la Orden trinitaria. Sus miembros se consagran en su profesión novo et peculiari titulo a la Trinidad, que se convierte en el principio impulsor y la razón última de la vida y apostolado de estos religiosos, los cuales, por medio de la caridad redentora, «participan y atestiguan el amor de la Trinidad en la obra de la salvación humana’. El misterio de la Trinidad es considerado por ellos como Dios caridad, y por lo mismo, como fuente primera, modelo perfecto y fin último de la caridad redentora para con el prójimo, y a ella le rinden especial culto, que consideran como el núcleo de una vida personal y comunitaria animada por el amor a las tres divinas personas, con una liturgia de alabanza y adoración, en un servicioque revele al Dios Trinidad en cada hombre, sobre todo el cautivo y el pobre. Se trata, pues de contemplar el misterio trinitario como Trinitas redemptrix.
Es natural que así sea. La Iglesia sabe que no se puede confesar el misterio trinitario, el misterio de la comunión de Dios, sin al mismo tiempo subrayar la necesidad de la comunión interhumana. Y, por eso, las innumerables obras de caridad que ha desplegado y despliega la Iglesia entera no pretenden sino «reproducir» la misión redentora de Cristo para que todos los hombres puedan, liberados de la esclavitud del pecado, gozar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios y vivir como hijos de Dios en el Hijo, animados por la fuerza del Espíritu, que nos hace «clamar: Abba, Padre» (Col 1,1) y, por ende, hermanos.
Es imposible reseñar aquí la innumerable cantidad de obras sociales, santuarios, etc., que, intitulados al misterio trinitario, han surgido a lo largo de la historia. Por eso, al hablar de instituciones trinitarias, me limito a referirme a una institución y a las ramas de ella derivadas cuyos miembros han sido reconocidos por la historia como speciales cultores Trinitatis y redemptores captivorum. Al final, recogeré también otras instituciones trinitarias más conocidas en la Iglesia. Los miembros de la Orden de la SS. Trinidad «se definen significativamente como hermanos de la casa de la Trinidad … Habitan formando una familia, reunida en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, de modo que la misma comunión y amor viene a presentarse como signo de Dios en la tierra. Pero, al mismo tiempo, ellos construyen y habitan una casa en favor de los cautivos… De este modo se vinculan, en clave vivencial y en forma práctica a los dos grandes misterios de la fe cristiana: a) El misterio de la Trinidad: Dios es amor, es comunión de personas que se entregan mutuamente la existencia compartiendo en gozo pleno todo lo que tienen. b) El misterio de la redención: Dios se desvela sobre el mundo por el gesto de la entrega de la vida; Jesús libertador es el gran signo trinitario dentro de la historia. Por eso, los hermanos que se unen con Jesús y continúan su gesto en el mundo, vienen a expresarse como redentores, desde el fondo del misterio trinitario. En la Trinidad se apoyan y a la Trinidad caminan, a través de un compromiso de liberación dentro de la historia».
I. La Orden trinitaria
La Orden de la Santísima Trinidad, que nace en un contexto eclesial de marcada devoción al misterio trinitario, fue fundada con regla propia por Juan de Mata (t 1213) y aprobada por el Papa Inocencio III el 17 de diciembre de 1198, con la bula Operante divine dispositionis.
La regla de Juan de Mata es realmente sui generis, ya que no es ni monástica, ni militar, ni mendicante. Estructura el tipo de vida de una Orden de carácter activo, cuya finalidad es la redención de los cautivos. Sus 40 capítulos giran en torno a tres ejes: la consagración a la Trinidad, el estilo de vida y las actividades apostólicas.
Leyendo la bula Operante divine de Inocencio III llaman inmediatamente la atención algunas expresiones que indican una especial devoción a la Trinidad. El documento va dirigido a los amados hermanos Juan, Ministro, y a los hermanos de la Santa Trinidad, en clara expresión de cómo ya desde los orígenes la Orden de Juan de Mata fue consciente de un peculiar compromiso con la Trinidad, con cuyo título nacía y a la cual quería tributar un especial culto’. En confirmación de ello, he aquí algunas referencias trinitarias que se encuentran en el texto de la regla de la Orden.
1. En nombre de la santa e individua Trinidad encabezamiento que enmarca ya todo el texto subsiguiente con un claro matiz trinitario.
2. Todas las iglesias de esta orden se intitulen con el nombre de la Santa Trinidad. Aunque ya existían iglesias dedicadas al Dios Trino, el hecho de que todas las iglesias estén dedicadas a la Trinidad es novedoso. Qué es lo que entendía Juan de Mata con este precepto se entiende teniendo en cuenta el contexto histórico en que nace la Orden: el papa Inocencio III, en una homilía pronunciada en 1208 en la iglesia de Santa María in Saxia, dedicada a la Virgen, decía: «Aquí está la Madre de Dios, porque aquí se venera la memoria de la gloriosa Madre de Dios, a la cual está dedicada la iglesia». Poner, pues, una iglesia bajo la advocación de la Virgen es dedicarle a ella tal iglesia, en la que habrá de recibir una veneración y culto especial; la iglesia queda consagrada a ella y adquiere peculiares obligaciones litúrgico-cultuales. Nada de extraño suponer que Juan de Mata quisiera «asegurar para sus iglesias y sus casas un clima trinitario, que a la par que sirve de culto a la Trinidad, fuera un horno donde se forjase el trinitario apóstol-redentor-caritativo.
3. El Capítulo general se celebre una vez al año, y debe hacerse en la octava de Pentecostés. La fiesta de la Santísima Trinidad, antes de que fuese celebrada en la Iglesia universal, se celebraba ya en la Iglesia gala justamente ese día. Sin duda, Juan de Mata quiso unir un hecho tan capital como la celebración de los capítulos generales en la marcha de la Orden con fecha tan señalada.
4. En las capas de los hermanos se pongan los signos sagrados. Aunque nada se dice de los colores del hábito, seguramente Inocencio III manda llevar un hábito cuyos colores, ya conocidos por los religiosos, no creyó necesario especificar. Este hábito tricolor (blanco, con cruz roja y azul) tenía una simbología trinitaria en la mente del Papa y de Juan de Mata. Los autores contemporáneos, que vieron otros símbolos trinitarios en la regla no reparan en este más visible, probablemente por ser obvio y visible. Los historiadores afirman que en los siglos XII y XIII «todas las cosas tienen un significado oculto, que es preciso no ignorar… Cada color tiene un significado propio… Era éste un lenguaje sencillo y popular, familiar a todos’. Aunque las referencias simbólicas del hábito trinitario que nos han llegado no se remonten al mismo Inocencio III, no es difícil suponer que en el ambiente en que nace la Orden trinitaria, el papa y el fundador quisieran dar al nuevo instituto un hábito que fuese como el emblema de la Trinidad, como de hecho han interpretado los comentaristas de la orden y los expositores de la regla.
Autores de épocas cercanas a la fundación han visto en la regla de la Orden símbolos referidos a laTrinidad, incluso en el uso que hace del número ternario. Así, en el reparto de bienes en tres partes: Todos los bienes… se dividan en tres partes iguales… la tercera parte se reserve para la redención de los cautivos que a causa de su fe en Cristo han sido encarcelados por los paganos «. Nótese la belleza de este texto. Se trata de una pobreza para la caridad. La orden se presenta en la Iglesia como un modo de vida dirigido, verticalmente, hacia la Trinidad y, horizontalmente, hacia quienes sufren a causa de Cristo. Mediante la práctica de la tertia pars el trinitario se lanza a una inseguridad evangélica de fondo. Vivir así la pobreza facilita la referencia al misterio de la Trinidad vivido personal y comunitariamente, en el culto y en la práctica redentora, mientras que el misterio alimenta la vocación redentora, en una visión dinámica de la Trinidad.
Es innegable, pues, la existencia de una semilla trinitaria echada en los primeros surcos de la Orden. Hasta el momento no se ha encontrado una explicación satisfactoria de cuál sea el origen del título de la Trinidad para la Orden. Algunos sostienen que el nombre le viene del hecho de que así se llamase su primera casa, en Cerfroid (Francia), ya antes de que los religiosos de la nueva Orden la habitasen. No sería de extrañar. Sin embargo, «esta interpretación explicaría sólo el título de la Orden, no su trinitarismo peculiar, su contenido trinitario, pues además de un título hay aquí un contenido significativo. Quizá se podría buscar la razón en la devoción de Juan de Mata e Inocencio III a la Trinidad, o bien que las controversias y herejías antitrinitarias del siglo XII, sobre todo la de los judíos y musulmanes entre los que debía desenvolverse mayormente la obra de la Orden movieron, sea al papa como al fundador a escoger este título».
Así pues, con el nacimiento de la Orden trinitaria está presente en la Iglesia una declarada y oficial devoción a la Trinidad, y tal Orden aparece como una aplicación concreta de la presencia de la Trinidad, que ha entrado en la temporalidad a través de la obra de la redención y se convierte en empuje y energía para la caridad. De igual modo, la atención trinitaria en la estructura de la Orden, se convierte en atención redentora. La visión de la Trinidad en la Orden es la de la Trinidad dinámica. El ser de Cristo «enviado a redimir» es un ejemplo imprescindible para el trinitario, enviado por fuerza de la regla a redimir por vocación. De aquí la reflexión esencial para el trinitario: cuanto más se une al misterio de la Trinidad y consiguientemente, es más redimido, más puede redimir.
II. Asociacion de seglares a la Orden»
La Orden fundada por Juan de Mata asoció a sí, desde los inicios, a seglares que, deseando participar en la misión de los religiosos, formaron cofradías que vivían de su espiritualidad y ayudaban en las obras caritativas con sus recursos y participación personal.
Ya en la regla se manda al ministro local que haga alguna instrucción los domingos no sólo á los religiosos, sino también a los familiares del convento:
Non solum fratribus, sed et familiae domus y a los empleados: Eis necessario famulantium.
En los documentos más antiguos se habla de estas agrupaciones, con los términos fraternitas, confratria, confraternitas y luminaria y a sus miembros se les denomina hermanos, cofrades y colegas.
Estas confraternidades nacen con el mismo espíritu y mira de la Orden, para actualizarlos desde su propia circunstancia concreta y personal. Fueron fundadas por Juan de Mata y «agregadas a la Orden para que pudiesen ayudar al instituto a cumplir el sacro propósito , y su finalidad era que «congregados los hermanos y las hermanas se ejerciten en amar, servir y alabar a la Santísima Trinidad, con actos de fe, de esperanza y de caridad, como principio de nuestro ser, fuente perenne de todo el bien y fin de todo nuestro actuar».
Otro autor afirma que la Santa Sede concedió a la Orden «poder instituir, erigir o agregar confraternidades… comunicando a las mismas sus tesoros espirituales para más animarlas a concurrir en la gran obra del rescate y ayuda a los pobres esclavos» , añadiendo en otro lugar que tales confraternidades fueron instituidas para adorar el augusto misterio de la Trinidad y el ejercicio de las obras de misericordia para con aquellos cristianos que están en la mayor necesidad, esto es, los pobres esclavos». Poco a poco, las cofradías fueron atenuando el perfil misericordioso redentor, aunque jamás lo ladearon del todo. Aunque no se tienen noticias específicas sobre la organización de particulares cofradías en los siglos XIII al XV, es evidente que hubo muchas, tanto en los conventos como en otras poblaciones donde no tenían casa los trinitarios. Su época de mayor esplendor fue durante los siglos XVII y XVIII, en que además se agregaron otras innumerables cofradías de distintos títulos, ya preexistentes, con el fin de participar de sus indulgencias y privilegios mediante la cooperación en la obra de la redención de cautivos. Prestaron una ayuda inapreciable a los redentores en la recogida de abundantes limosnas y en las procesiones con los cautivos redimidos. En los siglos XIX y XX su actuación ha sido más bien local, fomentando la piedad y devoción a la SS Trinidad y ejercitando algunas obras de caridad.
III. Los terciarios y donados
Históricamente el nombre de Tercera Orden nace con la Orden de los humillados, reconocidos por Inocencio III, que fue dividida en tres secciones, la última de las cuales la componían personas que vivían en el siglo bajo una regla: era la tercera sección o tertius ordo. Entre los trinitarios aparece por primera vez en 1670 en el título de una regla y estatutos publicados con la aprobación del general de la Orden, Bernardo Dominici. Se explica que aparezca tan tarde si se tiene presente que no ha existido propiamente una Segunda Orden trinitaria, de monjas, hasta principios del siglo XVI. Si el nombre aparece tan tarde, no así la existencia de unos verdaderos terciarios, como lo eran los donados, que eran personas que se daban a sí mismos con sus bienes en posesión de algún convento. La donación como familiares y hermanos se hacía por escrito y constituía como un contrato bilateral entre el donante y la Orden. El donado quedaba ligado jurídicamente en lo espiritual y temporal al convento, y éste le atendía sólo espiritualmente si vivía en el siglo del usufructo de los bienes donados, que eran propiedad de los religiosos; o también en sus necesidades materiales si entraba directamente al servicio del convento y vivía en alguna de sus dependencias.
Tenemos, pues, dos clases de donados: quienes vivían en el convento o en alguna de sus dependencias con hábito religioso y que, por lo general, emitían los tres votos; y quienes, entregando todos sus bienes o parte de los mismos, se reservaban el usufructo durante su vida y seguían en sus casas.
Desde el siglo XVI la palabra donado indica solamente a quienes viven en el convento con hábito, habiendo hecho los tres votos. En Burgos, concretamente, desde 1537 a 1580, profesaron trece beatas y siete donados varones, denominándose respectivamente «criado y familiar donado», «donado profeso» y también «religioso profeso familiar».
Hasta el siglo XVIII no hubo asociaciones particulares de terciarios, que lo eran más bien separada e individualmente.
En relación a los tres votos, no hubo regla uniforme. Las antiguas sorores, freyras y beatas los solían pronunciar en manos del ministro local. Los donados no los emitían, especialmente los que vivían con hábito en el convento; otros se comprometían en general a tender a la perfección, según la regla y constituciones trinitarias. A las beatas que vivían en sus casas (siglos )(VI-XVIII) no se les permitía, salvo raras excepciones, pronunciar los votos antes de los 50 años (reducidos sucesivamente); y para las casadas se requería el consentimiento del marido. En las constituciones de los calzados de 1657, se hace mención de los tres votos en la fórmula de profesión de los terciarios. Después que comenzó a organizarse la OrdenTercera, la profesión se reducía a la promesa de cumplir los mandamientos de la ley de Dios y la regla y constituciones de la Orden.
Entre los trinitarios descalzos la primera regla de los terciarios que se conoce fue aprobada por León XII el6-6-1828 y en ella se habla de la emisión de los tres votos. Esta regla, con breves retoques, fue confirmada en 1925 y sigue en vigor.
IV. Monjas trinitarias
Ya desde el siglo XIII, se encuentran en las casas de los trinitarios las llamadas sorores, dedicadas al culto a la Stma. Trinidad y a la asistencia a los enfermos del hospital anejo al convento. Su disciplina venía regulada por la priora, mas dependían del ministro conventual en lo espiritual y material, y tomaban parte en los actos comunes de la iglesia y en las exhortaciones conventuales, junto con los religiosos .
El primer convento, sólo para monjas con carácter contemplativo, es el de Avingaña (Lérida), fundado por san Juan de Mata en 1201 para sus religiosos y que en 1236 fue cedido a doña Costanza, hija de Pedro II de Aragón, para que lo convirtiera en convento de monjas. En el s. XVI aparecen 10 conventos de este tipo de monjas, sin que se sepa si hubo otros antes. Del s. XVI al XIX, inclusive, se fundan otros trece.
Las monjas trinitarias son un instituto de vida íntegramente contemplativa. Consagradas especialmente a la Santísima Trinidad, viven dedicadas a sólo Dios en soledad, silencio, oración y penitencia.
La regla de san Juan de Mata, enriquecida y actualizada por la tradición de la Orden, es el principio y fundamento del instituto. Representan de modo especial el elemento contemplativo de la espiritualidad y del proyecto trinitario redentor en la Iglesia.
V. Trinitarias de Valance
La congregación de las religiosas trinitarias de Valance nace en el siglo XVII. Un grupo de jóvenes terciarias de la Santísima Trinidad de St-Nizar (Francia), se unieron en 1660 para adorar el augusto misterio y se constituyeron, en 1665, en Valance, como familia religiosa, que fue reconocida como congregación de derecho pontificio el 25 de septiembre de 1891, con la aprobación de sus constituciones por León XIII.
La espiritualidad trinitaria une a la congregación con la Orden mediante vínculos mantenidos a lo largo de los tres siglos de existencia: muchas procesiones de esclavos, en efecto, hicieron un alto en los hospitales de las religiosas. Las constituciones de la congregación traslucen el deseo de las hermanas de participar con su propia vida religiosa en la obra de la redención por la que se desvive la Orden trinitaria. El fin del instituto, además del fundamental y común a todos los demás institutos que han hecho propio el espíritu de san Juan de Mata en el culto a la Trinidad, es el de liberar al hombre de los varios géneros de esclavitud, dedicándose a la educación de la juventud, la asistencia a los enfermos y el apostolado misionero.
VI. Trinitarias de Mallorca
La congregación de las trinitarias de Mallorca fue fundada por Miguel Ferrer, trinitario, quien en 1807, formó en Felanitx (Mallorca) una cofradía de la Santísima Trinidad y más tarde, el 7 de agosto de 1809, la congregación de religiosas, a quienes dio una regla basada en la de los religiosos trinitarios.
Estas religiosas están vinculadas a la Orden trinitaria desde el 16 de mayo de 1865. La congregación fue erigida como de derecho diocesano el 20 de noviembre de 1923.
El culto a la Santísima Trinidad, fuente y origen de todo amor liberador, la oración de alabanza y las obras de misericordia, reflejo de la regla de san Juan de Mata, constituyen su carisma, junto con la dedicación a la enseñanza y otros trabajos asistenciales.
VII. Trinitarias de Madrid
Este instituto de hermanas trinitarias fue fundado en Madrid el 2 de febrero de 1885 por el canónigo Francisco de Asís Méndez Casariego y por Mariana Allsop (de la Santísima Trinidad).
Aprobado el instituto por León XIII el 11 de abril de 1901, fue agregado a la Orden trinitaria el 20 de abril de 1904, adoptando posteriormente su espíritu misericordioso-redentor.
La Trinidad es considerada por ellas como misterio de amor y fuente de caridad redentora, nota característica de su apostolado. A ella se consagran con título especial, buscando que su vida religiosa y apostólica sea prolongación de la obra redentora de Cristo que, bajo la acción del Espíritu, realiza el plan salvífico del Padre, obra que supone la liberación de toda esclavitud. Su finalidad específica es la de buscar, acoger, formar y evangelizar a las jóvenes expuestas a múltiples peligros y dificultades en la vida, por lo que sus casas tienen la puerta siempre abierta para cuantas necesitan hogar y ayuda.
Por su cuarto voto, han de estar dispuestas en todo momento a dar acogida a la joven y, a ejemplo de los primitivos trinitarios, que cuando no tenían fondos para redimir a los cautivos, ellos mismos se quedaban rehenes, estas religiosas han de privarse de su lecho y su alimento, si fuere necesario, en favor de la joven que llega carente de todo.
VIII. Trinitarias de Valencia
La congregación de las religiosas oblatas trinitarias de Valencia fue fundada por Rosa Cuñat, Tomasa Balbastro, Salvadora Cuñat, Ana María Gimeno y Rosa Campos, quienes orientadas por el sacerdote Juan de la Concepción Calvo Tomás se comprometieron, en enero de 1831, a vivir en comunidad y dedicarse a la enseñanza y atención de la infancia abandonada.
Adoptada la regla que los trinitarios habían dado a las religiosas trinitarias italianas, se unen a la Orden trinitaria el 30 de enero de 1882. El 4 de noviembre de 1885 reciben la aprobación diocesana y el 17 de agosto de 1909 la pontificia, después de que el 4 de julio de 1892 fuesen aprobadas sus constituciones y se constituyesen como instituto independiente de las trinitarias italianas.
La espiritualidad del instituto emana de la regla de san Juan de Mata, que toman como principio orientador de toda su misión. El culto a la Santísima Trinidad y la liberación de los hombres de las múltiples formas que hoy reviste la esclavitud, como traducción del amor trinitario, constituyen su carisma. La tarea liberadora la concretizan en la misión de catequizar y educar a los niños pobres, y en la dedicación a los pobres en los hospitales, siempre conforme a la regla primitiva de la Orden trinitaria.
IX. Trinitarias de Sevilla
La congregación de las religiosas del beaterio de la SS. Trinidad fue fundada el 2 de febrero de 1719 en Sevilla por la M. Isabel de la Santísima Trinidad (1693-1774), quien al quedar huérfana descubre la vocación religiosa. Viste el hábito trinitario el 2 de mayo de 1719. Deseando dedicarse a los pobres, como concretización de su amor a la Trinidad redentora, funda, junto con otra compañera y bajo los auspicios de su confesor, el trinitario P. Chacón, un beaterio para cuidar niñas huérfanas, adoptando la regla de las monjas trinitarias.
La congregación, de derecho diocesano, está afiliada a la Orden trinitaria desde la restauración de ésta en España, en 1879. El instituto ha mantenido desde su fundación las vocaciones justas para llevar adelante el beaterio. Actualmente se sigue dedicando a la enseñanza y al cuidado de las niñas huérfanas.
X. Trinitarias del Riposo
La congregación de las hermanas trinitarias del Riposo nace en 1762, siendo su fundadora la madre Teresa de la Santísima Trinidad (Cucchiari) (1735-1810).
Madre Teresa, siendo dirigida por los padres trinitarios de San Carlino (Roma), vistió el hábito trinitario el 8 de septiembre de 1762 y comenzó inmediatamente su trabajo con la juventud pobre y abandonada, intensificando y extendiendo después su apostolado a otras miserias físicas y morales.
Adoptada la regla trinitaria, la congregación nació como Instituto de Maestras Pías Trinitarias. En 1828, adoptaron unas nuevas constituciones, aprobadas por la Santa Sede, y cambiaron su nombre por el de Hermanas Oblatas de la Orden de la Santísima Trinidad.
La legislación actual mantiene el carisma transmitido por la fundadora: la glorificación de la Santísima Trinidad, la extensión de su culto y la educación de la juventud femenina, especialmente la más pobre, y el trabajo en tierra de misiones.
XI. Oblatas de la Santísima Trinidad
Las Oblatas de la Santísima Trinidad, fundadas por el trinitario Luigi Cianfriglia en 1960, viven y trabajan según el estilo propio de los institutos seculares.
Su vida está expresada en el binomio consagración a la Trinidad y a las almas, buscando testimoniar la Trinidad, a la que se consagran con nuevo título, a través de la profesión, la actividad, formas y circunstancias que corresponden a su condición secular en el mundo y por medio del mundo, para transformarlo según el espíritu del Evangelio. Se comprometen de modo especial en la santificación de los sacerdotes y de los consagrados, para que éstos sean dignos ministros y siervos de la Trinidad, y procuran que las familias cristianas se renueven a imagen de la Trinidad.
En sus estatutos se sintetiza su modo se vivir: «El instituto tiene por titular a la Santísima Trinidad, a la cual está consagrado en modo especial; toma como patrona a la Virgen, sierva de la Santísima Trinidad, la cual propone a sus miembros como modelo de vida en total abandono a la voluntad del Padre, en el gustoso seguimiento de Cristo redentor y en la total disponibilidad a la acción del Espíritu; venera de forma especial a san Juan de Mata, en cuyo espíritu de caridad y ardor apostólico inspira la vida de sus miembros»
XII. Siervas de la SS. Trinidad
La congregación de las Siervas de la Santísima Trinidad fue fundada, la víspera de la fiesta de la Santísima Trinidad de 1946, por María Celeste Ferreira, con el favor y apoyo del cardenal Barros Cámara, arzobispo de San Paolo (Brasil). La finalidad del instituto es vivir la semejanza de las Tres Divinas Personas en una sola naturtaleza y, a partir de esa vivencia, anunciar la Palabra por medio del servicio fraterno, con el convencimiento de que todos somos hijos de un mismo Padre. Traducen la experiencia del amor trinitario en la dedicación a la evangelización y a la catequesis, así como inmolándose por la jerarquía, y ayudan a las vocaciones sacerdotales.
XIII. Josefinas Trinitarias de Plasencia
Las Josefinas Trinitarias de Plasencia fueron erigidas canónicamente el 18 de febrero de 1886. Las primeras religiosas se sumaron a Margarita Delgado Leandro (¡ 1 de abril 1906) bajo la dirección del canónigo D. Eladio Moras Santamera, el cual pensó en transformar aquella comunidad en un instituto que se dedicase al culto y adoración de la Santísima Trinidad, mediante la imitación de las virtudes de oración, abnegación, sacrificio, humildad y obediencia de la Sagrada Familia (la Trinidad terrestre). Apóstolicamente manifiestan su especial consagración a la Trinidad dedicándose a las obras de misericordia y a la enseñanza».
XIV. Misioneros de la Santísima Trinidad
Los Misioneros Siervos de la Santísima Trinidad fueron fundados el 22 de enero de 1921 por el P. Thomas Augustine Judge, con la aprobación del obispo de Mobile (USA), Edwin Allen, si bien sus orígenes se remontan a 1916, después de que el P. Judge llamase algunos voluntarios laicos del «cenáculo» que él había fundado en Brooklyn para que ayudasen a los sacerdotes en el trabajo misional. En 1921 un grupo de ellos, que vivían en común, fue reconocido como comunidad religiosa por Mons. Allen. El instituto fue erigido en congregación religiosa de derecho diocesano el 29 de abril de 1929 por el obispo de Mobile y el 24 de abril de 1958 la Santa Sede concedió la aprobación temporal de las constituciones. Finalidad apostólica de la congregación es trabajar por la preservación de la fe en el Dios uno y trino, por lo que sus miembros son especialmente instruidos para promover el conocimiento de la doctrina del magisterio eclesiástico y contrabatir las actividades anticatólicas. Aceptan parroquias donde hay especial necesidad de sacerdotes o se encuentran sectas proselitistas.
XV. Sociedad de Nuestra Señora de la SS. Trinidad
La Sociedad de Nuestra Señora de la Santísima Trinidad se fundó en New México (USA), el año 1958 por un sacerdote diocesano. Adelantándose a la «eclesiología trinitaria» del Concilio Vaticano II, la Sociedad trata de vivir y proclamar en la Iglesia la «comunión trinitaria», a través de los tres sectores de miembros que la constituyen: laicos, religiosos y sacerdotes. Trabajan y oran en «equipos eclesiales» compuestos por sacerdotes, religiosas y laicos, que viven en «relaciones de oposición»; es decir, lo específico de cada vocación es lo que determina su relación con los demás, en consonancia con lo que nos dice la teología trinitaria: la Paternidad del Padre es lo que distingue al Hijo y viceversa. La Sociedad vive la «communio», dentro de la diversidad de sus miembros: no sencillamente semejantes, ni tan sólo distintos, sino complementarios’.
[–> Adoración; Amor; Bautismo; Comunidad; Comunión; Espíritu Santo; Hijo; Historia; Iglesia; Jesucristo; Liberación; Liturgia; Misión, misiones; Misterio; Padre; Pobres, Dios de los; Salvación; Trinidad.]
Arsenio Llamazares
PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992
Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano