IGLESIA

v. Asamblea, Congregación, Reunión, Santuario, Tabernáculo, Templo
Mat 16:18 y sobre esta roca edificaré mi i; y las
Mat 18:17 dilo a la i; y si no oyere a la i, tenle
Act 2:47 el Señor añadía cada día a la i los que
Act 5:11 vino gran temor sobre toda la i, y sobre
Act 8:3 Saulo asolaba la i, y entrando casa por
Act 9:31 las i tenían paz por toda Judea, Galilea
Act 11:22 llegó .. a oídos de la i que estaba en
Act 11:26 congregaron allí todo un año con la i
Act 12:1 Herodes echó mano a algunos de la i
Act 12:5 la i hacía sin cesar oración a Dios por él
Act 14:23 y constituyeron ancianos en cada i
Act 14:27 reunido a la i, refirieron cuán grandes
Act 15:4 y llegados a .. fueron recibidos por la i
Act 16:5 así que las i eran confirmadas en la fe
Act 20:28 para apacentar la i del Señor, la cual él
Rom 16:5 saludad también a la i de su casa
1Co 10:32 no seáis tropiezo .. ni a la i de Dios
1Co 11:18 cuando os reunís como i, oigo que hay
1Co 11:22 ¿o menospreciáis la i de Dios, y
1Co 12:28 a unos puso Dios en la i .. apóstoles
1Co 14:4 pero el que profetiza, edifica a la i
2Co 8:1 gracia de Dios que se ha dado a las i
2Co 8:23 mensajeros de las i, y gloria de Cristo
2Co 11:8 he despojado a otras i .. para serviros
Gal 1:13 perseguía .. a la i de Dios, y la asolaba
Eph 1:22 por cabeza sobre todas las cosas a la i
Eph 3:21 a él sea gloria en la i en Cristo Jesús por
Eph 5:23 como Cristo es cabeza de la i, la cual es
Eph 5:27 una i gloriosa, que no tuviese mancha ni
Phi 3:6 en cuanto a celo, perseguidor de la i; en
Col 1:18 y él es la cabeza del cuerpo que es la i
Col 4:15 saludad .. a Ninfas y a la i .. en su casa
1Ti 3:5 casa, ¿cómo cuidará de la i de Dios?
1Ti 3:15 la casa de Dios, que es la i del Dios
1Ti 5:16 no sea gravada la i, a fin de que haya lo
3Jo 1:10 se lo prohibe, y los expulsa de la i
Rev 1:4 Juan, a las siete i que están en Asia


Iglesia (gr. ekkl’sí­a; de ek [«fuera»] y kaléí‡ [«llamar»]). En el griego secular, el término significaba una reunión de gente, tal como un cuerpo polí­tico debidamente citado, o, en general, una asamblea. No se puede presentar algún caso en que se lo usara para una sociedad religiosa. En la LXX ekkl’sí­a es traducción casi exclusiva del heb. qâhâl, «congregación», «reunión», «asamblea» (1Ki 8:14, 22; 1Ch 13:2; etc.). El uso que se le da en el NT parece estar basado en el de la LXX. En tiempos del NT el término se aplica con mayor frecuencia al cuerpo de personas que creen en Jesús como el Mesí­as y lo aceptan, viven sus enseñanzas y están unidos en una organización creada por Jesús (Mat 16:18; cf 1Co 3:11; Mat 28:19, 20; Mar 16:15, 16; Act 2:38, 41, 47; 16:13; Rom 12:4, 5; 1 Co. 12:12). En Act 7:38 se lo usa para referirse a la congregación de los israelitas. Cuando se lo emplea para la iglesia cristiana tiene varios matices de significación: 1. Una reunión eclesiástica (1Co 11:18). 2. El total de cristianos que viven en un lugar (4:17). 3. La iglesia universal (Mat 16:18). Después de la ascensión de Jesús, el liderazgo de la iglesia recayó naturalmente sobre los apóstoles. Cuando surgió una necesidad, 573 se dio cargos directivos a otros (Act 6:2-6). La iglesia se concentró primero en Jerusalén (Luk 24:47; Act 1:8; 10:39; 15:2), pero más tarde se extendió a otras partes (Act 1:8; 8:1; etc.). Aparentemente, los primeros miembros fueron exclusivamente judí­os (Act 11:19), pero más tarde los gentiles se constituyeron en mayorí­a. A medida que surgí­an congregaciones en diversos lugares, se designaron lí­deres locales (Act 14:21-23; 20:17; etc.; cf 1 Tit 3:1-13) El requisito básico para entrar a la iglesia cristiana era aceptar a Jesús como el Mesí­as (Act 2:38; 4:10-12; 5:30, 31; etc,). Con respecto a otras doctrinas, las creencias de la iglesia naciente eran muy similares a las del judaí­smo. Los cristianos, tanto judí­os como gentiles, asistí­an a las sinagogas el sábado para escuchar la interpretación de los escritos de Moisés (13:42-44;15:13, 14, 21). Con el tiempo, al surgir diversos movimientos cismáticos en la iglesia, se vio la necesidad de desarrollar y clarificar las doctrinas (1 Tit 6:20; 2Pe 2:15-19; 1 Joh 2:18, 19; 4:1-3; 5:10; véase Jud_17-19). La iglesia debí­a completar la obra que Israel habí­a dejado sin hacer: representar el carácter de Dios ante el mundo (Mat 28:19; Rom 2:28, 29; Gá. 3:28, 29; Eph 2:8-22; 1Pe 2:5-10) y prepararse para el retorno de su Señor (1Co 1:7, 8; 2Pe 3:14; Rev 14:5; etc.).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

griego ekklesí­a, convocación, de ek-kaleo, llamar fuera. Asamblea pública, convocada por alguien. Con este término se traducen dos voces semí­ticas: qahal, convocatoria, de qôl, voz, la cual se encuentra frecuentemente en el A. T. para referirse a la congregación o comunidad del pueblo elegido, reuniones sagradas, asambleas santas del pueblo de Dios, es decir, hermanos que reconocen al único Dios, convocadas por Dios, comunidad cultual obligada por ciertos preceptos según la alianza establecida; sobre todo en el Deuteronomio se usa este término qahal, como el llamado el dí­a de la promulgación de la Ley, Dt 4, 10; 5, 22; 9, 10; 10, 4; 18, 16; en Dt 23, 2-9, se dice quiénes pueden ser admitidos en la asamblea de Yahvéh; y la otra voz, †˜edah, Israel como comunidad, el pueblo, en muchos casos sin más especificaciones, es decir, Israel como un todo. En el éxodo se constituye la comunidad de Israel, el pueblo, y en la celebración de la primera Pascua están las dos voces, qahal y †˜edah, comunidad cultual y pueblo, Ex 12, 3-6.

En el N. T. la venida de Cristo, el Mesí­as, que fue crucificado, muerto y resucitado, glorificado y sentado a la diestra de Dios Padre, determinó la institución de su I. La I. en el N. T., como en el A. T., también es convocación, comunidad, pero tiene un sentido cristiano, esto es, se refiere tanto a la I. universal como a las iglesias particulares o locales así­ como a las reuniones de los fieles creyentes, Hch 9, 31; 15, 41; 16, 5; Rm 16, 5 y 16; 1 Co 1, 2; 2 Co 1, 1. Esta I., Ekklesí­a, distinta de la sinagoga, algo exclusivo de los judí­os y considerada única depositaria de las promesas de Abraham, es la misma qahal del A, T., convocación, pero este llamado es universal, la †œI. de Dios†, como gusta decir el Apóstol, la I. de Cristo, no tiene en cuenta el origen de los fieles, Hch 2, 39; Rm 9, 6-13; 16, 4; Ga 3, 6-9. También la I. es el pueblo de Dios, como el del A.

T. todos los creyentes en Cristo lo continúan, son sus herederos. El creyente o el fiel es quien ha acogido a Jesús en su vida y esto es un don del Espí­ritu Santo, consecuencia de la conversión y el bautismo, y que lleva a la salvación, Hch 2, 38; Ga 5, 22. Es decir, que la I. es una comunidad mesiánica y escatológica, así­ se toma el término I. en Mt 16, 18, cuando Jesús le dice a Simón: †œTú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi I.†; Mateo se refiere a la comunidad mesiánica juntamente con la referencia al Reino de los cielos, Mt 4, 17, es decir, una comunidad escatológica que se inicia en la tierra con una congregación organizada, con Pedro como jefe instituido por Jesús. La I. formada por aquéllos que acogen a Jesús, son sus hermanos en cuanto cumplen la voluntad del Padre, parentesco éste espiritual, y son, por tanto, hermanos entre sí­, Mt 12, 46-50; Mc 3, 31-35; Lc 8, 19-21; nacidos de Dios, hijos del mismo Padre, Jn 1, 12-13; de donde la I. es una comunidad de hermanos, 1 P 5, 9. En Hechos de los Apóstoles, la I. la forman los †œseguidores del Camino†, la comunidad de los creyentes, Hch 9, 2; 18, 25; 19, 9; 22, 4; 24, 14; Jesús mismo se llamó a sí­ mismo el camino, nos enseña la senda para llegar al Padre, Jn 8, 12; 14, 6.

San Pablo usa el sí­mil del cuerpo al hablar de la I. Los cristianos unidos por el bautismo con Cristo muerto y resucitado son miembros de su cuerpo y de él como de su cabeza vivificante reciben la nueva vida.

Todos los cristianos son miembros de un mismo cuerpo el de Cristo, cada uno a su modo, unos son apóstoles, otros reciben diferentes carismas, es decir, la I. es una unidad orgánica cuya cabeza es Cristo; la pluralidad de miembros forman un solo cuerpo, Cristo es el principio unificador de los diferentes cristianos, los miembros de su cuerpo, de su I.; y la I. es la presencia de Cristo en la tierra en cuanto prolonga su ministerio, 1 Co 12, 12-30; la I., pues, es una comunidad que depende de Cristo, que es su cabeza visible, y en la que a la vez hay una interdependencia entre sus miembros, †œpara el crecimiento y edificación en el amor†, Ef 4, 15-16.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

La palabra en inglés deriva del gr. kuriakos (perteneciente al Señor), pero también deriva de otra palabra gr., ekklesia (de donde †œeclesiástico†), denotando una asamblea. Se usa en su sentido general en Act 19:32 pero ya se habí­a aplicado en la LXX como un equivalente para la congregación del AT (comparar Act 7:38) y en este sentido se adoptó para describir la nueva reunión o congregación de discí­pulos de Jesús.

En los Evangelios, el término se encuentra solamente en Mat 16:18 y 18:17. Esta escasez quizá pueda explicarse por el hecho de que ambos vv. parecen contemplar una situación que seguirí­a al ministerio terrenal de Cristo.

No obstante, los vv. muestran que Cristo tiene esta reconstitución en perspectiva, que la iglesia reconstituida así­ descansará sobre la confesión apostólica y que emprenderá el ministerio de reconciliación.

Cuando volvemos a Hechos la situación cambia. La obra redentora ha sido cumplida y la iglesia del NT puede tener su cumpleaños en Pentecostés. El término se usa ahora regularmente para describir los grupos locales de creyentes. Así­, leemos de la iglesia en Jerusalén (Act 5:11), en Antioquí­a (Act 13:1) y en Cesarea (Act 18:22). Al mismo tiempo, la palabra se usa para todos los creyentes (posiblemente Act 9:31). Desde el principio la iglesia ha tenido tanto un significado local al igual que uno general, denotando tanto la asamblea individual como la comunidad mundial.

Este doble uso también se ve en Pablo. El dirige sus cartas a iglesias especí­ficas (p. ej., 1Co 1:2; 1Th 1:1). A la verdad, a veces parece que regionaliza más refiriéndose a grupos especí­ficos dentro de la comunidad local como iglesias, como si estuviera enviando saludos a congregaciones dentro de una ciudad (p. ej., Rom 16:5). No obstante, Pablo también desarrolla más cabalmente el concepto de una iglesia que consiste de todos los creyentes en todas las iglesias locales (1Co 10:32; Col 1:18; 1Ti 3:15; especialmente Efesios). Los otros libros del NT nos dan mayormente ejemplos del uso local (p. ej., 3Jo 1:9; Rev 1:4; Rev 2:1).

La iglesia no es principalmente una estructura humana como un organismo polí­tico, social o económico. Es básicamente la iglesia de Jesucristo (Mat 16:18), del Dios viviente (1Ti 3:15). Es un edificio del cual Jesucristo es la principal piedra del ángulo o fundamento (Eph 2:20-22), el compañerismo de santos o pueblo de Dios (1Pe 2:9), la esposa de Cristo (Eph 5:25-26) y el cuerpo de Cristo, siendo él la cabeza y los creyentes los miembros (Rom 12:5; 1Co 12:12-13; Eph 4:4, Eph 4:12, Eph 4:15-17). Como el cuerpo, es la plenitud de Cristo quien todo lo llena en todo (Eph 1:23).

La iglesia recibe su vida de Jesucristo por el Espí­ritu Santo; pero lo hace por la Palabra por medio de la cual obtiene vida (Jam 1:18) y por la cual se nutre y santifica (Eph 5:26; 1Pe 2:2). Su función es transmitir la Palabra para que otros también puedan ser vivificados y purificados. Su tarea es predicar el evangelio (Mar 16:15), asumir el ministerio de reconciliación (2Co 5:19) y administrar los misterios de Dios (1Co 4:1).

Finalmente, el trabajo de la iglesia no es meramente el procurar la salvación de la gente; es en primer lugar procurar la gloria de Dios (Eph 1:6; Eph 2:7).

Por tanto, ni la iglesia ni su función cesan con la terminación de su labor terrenal. Por eso, hay base para la antigua distinción entre la iglesia triunfante y la iglesia militante. Toda la iglesia es triunfante en su realidad verdadera. Pero la iglesia que lucha y va en camino todaví­a está comprometida en el conflicto entre la antigua realidad y la nueva. Su destino, sin embargo, es ser llevada a plena conformidad con el Señor (1Jo 3:2). Hacia esto se mueve vacilante pero en expectación, confiada en su gloria futura cuando será totalmente la iglesia triunfante como se describe gráficamente en Rev 7:9 ss., gozando su plena realidad como la novia y el cuerpo del Señor.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(asamblea, apartados por el Senor).

La Iglesia de Cristo es lo más entranable de su corazón, la que continuará su «misión» hasta el final de los tiempos, Mat 16:18-19, Mat 28:18-20, Mar 16:16-18, Luc 10:16, Jua 10:16.

1- Es Una, prefigurada de varias formas en la Biblia.

– Como un «árbol», donde Cristo es el tronco, y los miembros, las ramas, ]n.15:1-7.

– Un «cuerpo», donde Cristo es la cabeza, y nosotros los miembros, ¡un solo cuerpo!, Ro.12, 1 Cor.12, Ef.12.

– Un «edificio», donde Cristo es la piedra angular, y nosotros las piedras de ese único edificio, 1 Ped.2.

– Un «rebano». ¡y habrá un solo rebano y un solo pastor», Jua 10:16, Jua 10:21.

15-17.

– Un «pueblo», 1 Ped.2, Mat 21:33-44.

– Una «red», Mat 13:47-51.

– Una «viña», Mat 21:33-44, Jn.15.

– La «esposa», Jua 3:29, Rev 21:2.

– La «Jerusalén Celestial», Rev 21:2, Rev 21:10.

2- Se llaman «iglesias» las comunidades locales de la única Iglesia de Cristo, Rev 1:4, Rev 1:2 y 3, Gal 1:13, Hec 9:31.

3- Habrá muchas «falsas iglesias»: Promovidas por «muchos» falsos Cristos, Mat 24:5, Mat 24:11, Mat 24:24; por «falsos apóstoles», 2Co 11:9-11; por «falsos maestros», 2 Ped.2.

4- Cómo reconocer la única Iglesia de Cristo: (Ver «Cristianismo», «Religión).

1. Fue fundada por Cristo, hace casi 2.000 años, Mat 16:18, Mat 28:19-20, Mar 16:15-18, Jua 20:23, Jua 21:15-17. Si la suya fue fundada hace sólo 50 o 500 años, ¡no es la de Cristo!. y, si su fundador fue un hombre, ¡no es la única de Cristo!.

2. Tiene los «poderes» que le dio Jesús: De bautizar adultos y ninos, Mat 28:19, Hec 16:15, Hec 16:33.

De «perdonar pecados», Jua 20:23.

De ser «infalible», Mat 16:19, Mat 18:18.

De celebrar la «Eucaristí­a», de ofrecer «realmente» el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Luc 22:19-20, Jua 6:48-58, 1 Cor. l
23-30, Hc,Jua 2:42.

De tener un «pastor» visible e infalible, Jua 21:15-17, Mat 16:19, Luc 22:42.

Donde se puede orar con eficacia por los «difuntos», 1Co 15:29, 1Co 3:13-15, 2Ma 12:46.

Donde se cumple la profecí­a de Luc 1:48 y Sal 45:18 : (17), que dice que «todas generaciones llamarán bienaventurada a la Virgen Marí­a.

3. Es «Católica», en el tiempo y en el espacio, y «acepta» todas los dogmas de la Biblia, Mat 28:19, Stg 2:10, Stg 13:31-38, Stg 20:1-16, Jua 17:21.

4. Es «apostólica», Luc 10:16, Efe 2:20, Mat 16:18-19, Mat 18:18., Jua 21:15-17.

5. Es «santa», pero con mala hierba en ella, Mat 13:47-51, Luc 7:4-15.

6. Es «jerárquica» y «visible»: Mat 16:19Mat 18:18, Luc 10:16, Luc 22:24-30, Jua 21:15.

7. Es «carismática», con poder para expulsar demonios, sanar enfermos, resucitar los muertos por el aburrimiento. Mt.10, Mar 16:17-18, Lc. 10, Jua 14:12-14.

8. Es «espiritual», el Cuerpo Mí­stico de Cristo, de Ro. 12, 1 Cor.12 y Ef.4. Pero es «una sociedad visible tambien», de Mat 18:18, Luc 10:16, Luc 10:1 y 2 de Tim, y Tito.

5- El «Arca de Noé» fue figura de la única Iglesia de Cristo: No se salvaron del Diluvio los muy inteligentes, sino sólo los que estaban en el Arca; lo mismo ocurre con la Iglesia, Mat 24:3741. así­ es que esto de pertenecer a la Iglesia es importantí­simo.

6- Quienes están en la Iglesia: – Los bautizados en la única Iglesia de Cristo, Mat 28:19, Ro.6, Efe 4:4, Col 2:12.

– Los «bautizados de deseo», Mat 8:1112, Luc 23:43.

7- Estados en la única Iglesia: – Iglesia «militante»: Los que vivimos en la tierra, cada uno con distintos dones o talentos o carismas, para ejercer distintas funciones o ministerios, como los distintos miembros de un cuerpo, 1 Cor.12, Ro.12, Ef.4.

– La Iglesia «purgante». Ver «Purgatorio».

– La Iglesia «triunfante», de los que ya están en el Cielo, con Jesús, el buen ladrón. Luc 23:43, Ap.21, Fi12Cr 1:21-23, 2Cr 3:20., Mat 8:11-12.

8- El Espí­ritu Santo la ensena, guí­a, vivifica y santifica: Jua 14:16, Jua 14:26, Jua 16:713, Mat 16:19, Mat 18:18, Hech.2, 10.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El término griego ekklesia, que se traduce como i., significa †œasamblea, congregación, reunión†. Originalmente, se usaba para designar una asamblea de ciudadanos reunida para tratar asuntos comunales o polí­ticos en una ciudad griega. En hebreo habí­a una palabra similar, kahal, que se empleaba para referirse a una asamblea hecha con propósitos religiosos. En el perí­odo helení­stico de la historia de Israel, la palabra griega que se buscó como equivalente fue sunagögë, que quiere decir †œreunir, juntar†. Cuando se hizo la traducción de la Biblia hebrea al griego ( †¢Septuaginta), donde decí­a kahal se puso †œsinagoga†. Pero también se traducí­a como ekklesia, en diversos lugares (†œ… y en ellas estaba escrito según todas las palabras que os habló Jehová en el monte … el dí­a de la asamblea [ekklesia]† [Deu 9:10]; †œNo entrará amonita ni moabita en la congregación [ekklesia] de Jehovᆝ [Deu 23:3]; †œ¿Quién de todas las tribus de Israel no subió a la reunión [ekklesia] delante de Jehová?† [Jue 21:5]; †œPor tanto, no habrá quien a suerte reparta heredades en la congregación [ekklesia] de Jehovᆝ [Miq 2:5]).

De manera que cuando el Señor Jesús dijo: †œ… edificaré mi i.† (Mat 16:18), la palabra era conocida por los que le escuchaban. La epí­stola de Santiago, considerada como de los primeros libros del NT que fueran escritos (entre el 40 y el 60 d.C.), cuando se refiere a una reunión de cristianos usa la palabra sunagögë (†œPorque si en vuestra congregación entra un hombre…† [Stg 2:2]). Pero, en general, los autores del NT utilizan el vocablo ekklesia. En sus orí­genes neotestamentarios, este vocablo es paralelo y casi similar a sinagoga. Ekklesia también se usa para señalar al pueblo de Israel en Sinaí­ (†œEste es aquel Moisés que estuvo en la congregación [ekklesia] en el desierto con el ángel que le hablaba en el monte Sinaí­† [Hch 7:38]). O para indicar a una muchedumbre (†œUnos, pues, gritaban una cosa, y otros otra; porque la muchedumbre [ekklesia] estaba confusa† [Hch 19:32]; †œ… en legí­tima asamblea [ekklesia] se puede decidir† [Hch 19:39]). Pero muy pronto se restringió el uso de la palabra para referirse a la reunión, o asamblea, o congregación de los cristianos. El término así­ utilizado tiene sólo dos sentidos en el NT: uno que habla del conjunto de los cristianos de todos los tiempos y otro que designa lo mismo, pero con un sentido local, aquellos que se reúnen en un sitio. A lo primero se le denomina †œi. universal†, y a lo segundo †œi. local†. En ningún lugar del NT se habla de i. como refiriéndose a un local o un edificio. Este es un uso que se aplicó, por extensión, en perí­odos posteriores. Tampoco se habla de una i. en el sentido regional, o nacional, o internacional. Cuando los apóstoles escribí­an a i. que estaban diseminadas en una región o provincia, les llamaban †œlas i.†

Las i. del NT. ¿Cómo eran las i. del NT? ¿Cuáles cosas sucedí­an en ellas? La primera que conocemos fue la de Jerusalén. Los apóstoles se reuní­an en un †œaposento alto, donde moraban…†; †œ… partiendo el pan en las casas…† (Hch 1:13; Hch 2:46). Una de esas casas era la de †œMarí­a la madre de Juan … donde muchos estaban reunidos orando† (Hch 12:12) cuando Pedro estaba preso. Se hací­an reuniones en el templo judí­o (†œY perseverando unánimes cada dí­a en el templo y partiendo el pan en las casas…† [Hch 2:46]). La forma del lenguaje parece indicar que las reuniones eran diarias. Los apóstoles acudí­an al †¢templo a orar (Hch 3:1). En efecto, los cristianos iban a las sinagogas y participaban de sus cultos. Los creyentes de Jerusalén, cuando oyeron los informes de Pablo acerca de lo que Dios hací­a entre los gentiles, le dijeron: †œYa ves, hermano, cuántos millares de judí­os hay que han creí­do; y todos son celosos por la ley† (Hch 21:20). Fue en el año 90 d.C. cuando los judí­os decidieron, con sentido universal, la expulsión de las sinagogas de todo aquel que confesara que Jesús era el Cristo. Las iglesias de los gentiles también comenzaron reuniéndose en casas. Se mencionan varios ejemplos, como el de †¢Priscila y †¢Aquila (†œSaludad también a la iglesia de su casa† [Rom 16:5; 1Co 16:19]), el de Ninfas (†œ… la iglesia que está en su casa† [Col 4:15]) y el de †¢Filemón (†œ… la iglesia que está en su casa† [Flm 1:2]).
cuanto al gobierno de las i., es evidente que los apóstoles asumieron la dirección de la de Jerusalén. Luego, para ciertos trabajos que les distraí­an de la †œoración y … el ministerio de la palabra† se escogieron siete personas para †œservir a las mesas†, surgiendo así­ lo que se llamó el oficio de †¢diácono (Hch 6:1-6). En su trabajo misionero, los apóstoles se preocupaban de establecer †œancianos en cada ciudad†, esto es, en las i. (Tit 1:5). Los †¢ancianos, pastores u obispos eran los encargados de dirigir las i. Los que †œgobiernan bien†, decí­a Pablo, merecí­an ser sostenidos por la i. (1Ti 5:17). Aunque la i. de Jerusalén no interferí­a en los asuntos de las demás i., se reconocí­a su autoridad moral por ser la más antigua y por la significación histórica de la ciudad y la experiencia de sus lí­deres.
con la predicación del evangelio, las i. se preocupaban por los pobres y marginados sociales. En Jerusalén, †œvendí­an sus propiedades y sus bienes, y los repartí­an a todos según la necesidad de cada uno† (Hch 2:45). Los lí­deres de la i. de Jerusalén pidieron a Pablo que se acordase de los pobres (†œ… lo cual también procuré con diligencia hacer† [Gal 2:10]). Las i. gentiles se preocuparon por ayudar a los necesitados en Jerusalén (†œPorque Macedonia y Acaya tuvieron a bien hacer una ofrenda para los pobres que hay entre los santos en Jerusalén† [Rom 15:26]). También tení­an la costumbre de ayudar económicamente a las viudas de su comunidad (†œSea puesta en la lista sólo la viuda no menor de sesenta años…† [1Ti 5:9]) y se ocupaban de los enfermos (Stg 5:14-15).
personas idealizan las i. del NT, pero éste no encubre los grandes problemas, errores y pecados que existí­an en aquellas comunidades cristianas. En Jerusalén †¢Ananí­as y †¢Safira mintieron (Hch 5:1-11). También †œhubo murmuración de los griegos contra los hebreos, de que las viudas de aquéllos eran desatendidas en la distribución diaria† (Hch 6:1). En †¢Antioquí­a, lí­deres de la envergadura de †¢Pedro y †¢Bernabé tuvieron que sufrir de Pablo un reproche público como hipócritas, por una †œsimulación† que hací­an frente a visitantes judí­os para que no les vieran comer con gentiles (Gal 2:11-13). En †¢Corinto hubo casos de diversos pecados, incluyendo uno de incesto (1Co 5:1). El apóstol Juan menciona a un tal †¢Diótrefes, que se convirtió en un cacique exclusivista en una i. No recibí­a a los hermanos y expulsaba a los que no estaban de acuerdo con él (3Jn 1:9-10. En la i. de los †¢Tesalonicenses habí­a personas que tomaban como excusa la esperanza de la venida del Señor para comportarse como vagos (2Te 3:10-12). Aparecieron maestros falsos en las i., que tení­an †œapariencia de piedad† pero negaban †œla eficacia de ella†, y †œmujercillas cargadas de pecados† (2Ti 3:5-7). En la mayorí­a de las cartas a las iglesias de Asia, a las cuales Juan se dirige en el Apocalipsis, se detectan defectos y pecados que existí­an en ellas.
la observación de estos aspectos de la vida de las i., corrientes en toda la historia hasta el dí­a de hoy, nos asombran las declaraciones apostólicas en cuanto a la i. No †œlas i., sino †la i.†œ Ella es †la casa de Dios … la i. del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad» (1Ti 3:15). Jesucristo es el fundamento de ella (1Co 3:11-12). él es su cabeza y ella es su cuerpo (Efe 1:22-23; Col 1:18). Esta figura se refuerza con otra: la i. es la esposa de Cristo (Efe 5:21-33). Pablo explica que el evangelio era un †œmisterio escondido desde los siglos en Dios† y que †œla multiforme sabidurí­a de Dios† es †œdada a conocer por medio de la i. a los principados y potestades en los lugares celestiales† (Efe 3:9-10). El propósito de Cristo es †œsantificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí­ mismo, una i. gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha† (Efe 5:26-27).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

ver, CARISMAS, CONCILIO

vet, (gr. «Ekklesia», del verbo «ek kaleõ», «llamar fuera de»). (a) Uso del término. En los estados griegos recibí­a este nombre la asamblea de los ciudadanos, convocada por un heraldo para tratar y decidir los asuntos públicos (cfr. la asamblea alborotada de Efeso, Hch. 19:32, 41). La LXX traduce como «ekklesia» el término hebreo «kãhãl», que designa a la asamblea o congregación de Israel. Es en este sentido que Esteban habla de «la congregación» («ekklesia») que estuvo con Moisés en el desierto (Hch. 7:38). El Señor Jesús emplea por primera vez en el NT el término iglesia, que va a recibir un tratamiento tan corriente en el NT. Señalemos ya aquí­ que este término no designa jamás un edificio ni un lugar de culto, como sucede en la actualidad. (b) Definición. En esencia, la Iglesia es la comunidad de todos los creyentes del Nuevo Testamento que han sido unidos por el lazo de la fe y de la acción regeneradora del Espí­ritu Santo, de una manera vital, a Jesucristo. Esta Iglesia «espiritual» es el cuerpo mí­stico del Señor, del que se llega a ser miembro por el bautismo del Espí­ritu, y en este sentido sólo es discernida por los ojos de la fe (1 Co. 12:13). Es «universal» por cuanto todos los hijos de Dios de todos los paí­ses y procedencias forman parte de ella (Hch. 2:47; 9:31), comprendiendo también a todos los rescatados ya recogidos en el Señor (He. 12:22-23). Si bien en cierto sentido es «invisible», es al mismo tiempo «visible», pues se halla en la tierra manifestada por medio de miembros vivos y activos, para que el mundo pueda ver su amor fraternal, constatar sus buenas obras, y comprender su fiel testimonio del Señor (Jn. 17:21; 1 P. 2:12; Fil. 2:15-16). Asimismo, es también «local», ya que en el NT la comunidad cristiana de cada localidad era considerada como una iglesia, lo que permite emplear asimismo el término «iglesias» (Hch. 8:1; 11:26; 13:1; 14:23, 27; 15:41; Ro. 16:4-5; 1 Co. 7:17; 1 Ts. 2:14). (c) Relación entre Cristo y la Iglesia. La relación entre Cristo y la Iglesia queda maravillosamente ilustrada en el NT. Cristo es la Cabeza, el Jefe del Cuerpo de la Iglesia (1 Co. 12:12-13, 27; Ef. 5:23, 30); es el Esposo celestial, que se ha unido tan í­ntimamente a ella que los dos ya no son más que una sola carne (2 Co. 11:2; Ef. 5:31-32). Es la piedra cabecera del ángulo del templo del Señor, cuyas piedras vivas son los creyentes individuales edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Ef. 2:19-22; 1 P. 2:4-5; es así­ como se debe interpretar Mt. 16:18, siendo que Pedro fue el primero en confesar claramente el nombre del Salvador, siendo en este sentido la primera piedra individual puesta sobre el fundamento. Cfr. Hch. 4:11-12). Cristo es asimismo el sumo sacerdote que encabeza el regio sacerdocio constituido por todos los miembros de la Iglesia (1 P. 2:5, 9-10; He. 9:11, 14; Ap. 1:6). (d) Unidad. La unidad de la Iglesia es un don de Dios y un milagro conseguido por la obra de la Cruz y de Pentecostés, reuniendo en uno solo a los hijos de Dios que estaban esparcidos (Jn. 11:52; Ef. 2:13-16; 1 Co. 12:13). Así­ se cumple la oración intercesora de Cristo, pidiendo para los suyos una perfecta unidad de naturaleza, semejante a la del Padre y el Hijo (Jn. 17:11, 20-23). La base séptuple de esta unidad queda indicada en Ef. 4:4-6; esta unidad existe entre aquellos que adoran y sirven al Dios uno y trino, que han venido a ser miembros del cuerpo de Cristo, la Iglesia, por el bautismo del Espí­ritu, teniendo la sola fe que salva y la esperanza viva del retorno de Cristo. Fuera de esta base, es ilusoria toda búsqueda de unidad. De todas maneras, no tenemos que hacer, ni organizar la unidad, que es espiritual, mediante nuestros esfuerzos, sino guardarla en el ví­nculo de la paz (Ef. 4:1-3). Esto demanda un constante esfuerzo de los creyentes, y debe llevarnos a la confesión de que todos hemos pecado gravemente a este respecto. ¡Se deberí­a prestar más atención a la severa advertencia de 1 Co. 3:16-17 ! (e) Dones y ministerios en el seno de la iglesia. En el Cuerpo de Cristo cada miembro recibe uno o varios dones del Espí­ritu, para capacitarle a actuar en bien del resto de los miembros. Una enumeración de los dones y ministerios posibles se halla en 1 Co. 12:7-11, 28- 30; Ro. 12:4-8; Ef. 4:11 (véase CARISMAS). Por cuanto todos los miembros del cuerpo de Cristo son así­ dotados y llamados al sacerdocio, no existe jerarquí­a en la Iglesia, ni división entre clero y laicos. Lo que sí­ existe es una armónica distribución de los dones y ministerios, ejercidos en mutuo amor y sumisión los unos a los otros (1 P. 4:10-11). En la Iglesia del NT los apóstoles ejercieron un papel que era, en un sentido, irrepetible (Hch. 1:21-22; Ef. 2:20); los obispos (gr. «supervisores»), llamados también ancianos (Hch. 14:23; 15:22; 20:17, 18), estaban encargados de velar sobre el rebaño y de asegurar la predicación y la enseñanza (1 Ti. 3:1-7; 5:17); los diáconos ejercí­an un ministerio de servicio (Hch. 3:8-13; 6:2-6; cfr. Ro. 16:1-2: Febe, diaconisa de la iglesia de Cencrea). Estos eran cargos siempre establecidos por la irreemplazable autoridad de los apóstoles bien personal, bien delegada expresamente (1 Ti. 3:1-7, 8-13, 14-15; Tit. 1:5), lo cual es evidencia de que no eran establecidos por las iglesias mismas. Habí­a también profetas, evangelistas, pastores y maestros (Ef. 4:11). Estos son constituidos por la autoridad directa del mismo Señor, cabeza de la Iglesia (cfr. Hch. 13:1-3), ejerciendo sus ministerios en comunión con toda la Iglesia pero no, ciertamente, comisionados por ella, sino por el mismo Señor para edificación mutua. Es además un ministerio plural, y no reducido a un solo hombre, como sucede tan frecuentemente hoy en dí­a. Las actividades y la autoridad quedan así­ en el seno de la Iglesia, de manera que en el Concilio de Jerusalén las decisiones son tomadas en nombre de los apóstoles, ancianos, hermanos y, finalmente, de toda la Iglesia, bajo la dirección del Espí­ritu Santo (Hch. 15:22-23, 28). (Véase CONCILIO DE JERUSALEN.) f) El destino eterno de la iglesia. En esta tierra, la Iglesia es aún imperfecta, incompleta y menospreciada; no es del mundo y marcha, como su Señor, por el camino de la cruz (Lc. 12:32; Jn. 15:18, 20; 17:14-18). Su tarea es dar testimonio de Jesucristo y ganar almas para Su nombre (1 P. 2:9-10; Fil. 2:15-16). Tiene que crecer en la santidad (Ef. 4:12-16); es inminente el momento en que se cumplirá el número de los elegidos (Ro. 11:25) y en que Cristo hará comparecer ante Sí­ a su esposa perfecta, gloriosa e irreprensible (Ef. 5:27). Para ello, su esposa habrá sido arrebatada al cielo al encuentro de su Señor (1 Ts. 4:14-17; cfr. Mt. 25:1-13), purificada y unida a El en las Bodas del Cordero (Ap. 19:7-9). Sentada con Cristo en su trono, reinará con El por los siglos de los siglos (Ap. 3:21; 22:3-5). Entonces aquellos que han sido salvos por la fe del Evangelio, gozarán de su felicidad sin adversidad alguna, en la presencia del mismo Dios, en aquella ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios, gozando de una comunión entrañable con Cristo y con el Padre en una unión eterna por el Espí­ritu (He. 11:10; Jn. 14:1-3; Ap. 21:9-22:5). Las últimas palabras de la Biblia retumban con la esperanza de la Iglesia alimentada por el Espí­ritu: «Y el Espí­ritu y la Esposa dicen: Ven… El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve. Amén, sí­, ven, Señor Jesús» (Ap. 22:17, 20) Bibliografí­a: Chafer L. S.: «Teologí­a Sistemática», tomo II vol. IV. «Eclesiologí­a» (Publicaciones Españolas, Dalton, Ga., 1974 PP 3-256). Darby J N.:»Considerations on the Nature and Unity of the Church of Christ»; «The Character of Office in the Present Dispensation»; «On the Formation of Churches»; «On Ministry, its Nature, Source, Power, and Responsiblity»; «On Discipline»; «Separation from Evil God’s Principle of Unity»; «Grace, the Power of Unity and of Gathering»; «On Gifts and Offices in the Church»; «The House of God; the Body of Christ; and the Baptism of the Holy Ghost»; «The Church – the House arid the Body», en The Collected Writings of J. N. Darby (Ed.: W. Kelly, vols. 1 y 14; Stow Hill Bible and Tract Depot, Kingston-on-Thames, Surrey, reimp. 1972); Kelly, W.: «Lectures on the Church of God» (C. E. Hammond Trust Bible Depot, Londres s/f); Lacueva, F.: «La Iglesia cuerpo de Cristo» (Clí­e, Terrassa, 1973); MacDonald, W.: «Cristo amó a la Iglesia» (Páginas Orientadoras, Tehuacán, 1961); Morgan, G. C.: «Pedro y la Iglesia» (Clí­e, 1984); Nee, W.: «La iglesia normal» (Clí­e, Terrassa, 1983); Nee, W.: «La iglesia gloriosa (Clí­e, Terrassa, 1983); Patterson, F. G.: «Paul’s Doctrine and other papers» (Bible Truth Publishers, Oak Park, Illinois, 1944); Regard, P. F.: «Los ministerios y los dones» (Ed. «Las Buenas Nuevas», Los íngeles s/f); Shaeffer, F. A.: «La Iglesia al final del siglo XX» (Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1973), Shaeffer, F. A.: «The Church Before the Watching World» (Inter-Varsity Press, Londres, 1972).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Jesús quiso dejar a sus discí­pulos organizados en una comunidad o asamblea (Eclesia, Sinagoga) y no sólo en grupo provisional de adeptos.

Esa comunidad de creyentes y seguidores suyos, con capacidad de conservarse a través de los tiempos y abrirse a todas las naciones de la tierra, fue y es una realidad histórica, es decir una de las grandes «religiones» de la tierra, con millones de adeptos y sistemas orgánicos de doctrinas y de normas éticas.

Pero al mismo tiempo es algo más. Es un misterio de presencia de Cristo en la tierra, en cumplimiento de su promesa: «Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí­ estoy yo en medio de ellos.» (Mt. 18.20)

1. Conceptos de Iglesia
En las lenguas germánicas, la palabra con que se designa la Iglesia, Kirche o Church, se deriva de la griega «Kyrion», Señorí­o, que equivale en el lenguaje latino al de imperio o dominio. En las lenguas romances se recoge el término «Ecclesia», Iglesia, Igreja, Eglise, Chiesa, que es a su vez la trascripción de la griega Eklessia con sentido de asamblea, comunidad, congregación, reunión, synagoga.

En ambas preferencias semánticas, el cristiano encuentra en la Iglesia el cauce participativo de su fe. Sin el sentido comunitario, la fe se reduce a un sentimiento individual y fragmentario, que une a cada persona con el Misterio de Dios. Cierta soledad interior, por muy religiosa que parezca, no facilita la maduración de la fe y se refugia en creencias subjetivas y pasajeras. Pero con la riqueza aportada por la fe de los demás, compartida por la fe propia, la vida cristiana se transforma en una vivencia profunda y solidaria, en la que importa tanto lo propio como lo ajeno.

Por eso, los cristianos se definen como hermanos, se declaran hijos del mismo Padre Dios y reconocen al mismo Hermano Jesús. La Iglesia es pues una familia, un hogar, un encuentro de amor. Sin embargo, la dimensión comunitaria de Iglesia no atrofia ni eclipsa las realidades comunitarias más cercanas o concretas: familias, instituciones, grupos, fraternidades, parroquias, movimientos, etc. Todas se integran en una realidad simple y complementadota, a la que llamamos Iglesia y que hoy describimos como «comunidad de comunidades».

2. Jesús quiso una Iglesia

La Iglesia que Jesús quiso formar en el mundo fue un regalo dado a los hombres para ayudarles en el camino de la salvación. A sus primeros seguidores les invitó a formar parte de su grupo de amigos. «En adelante, ya no os llamaré siervos, pues el siervo no sabe lo va a hacer el Señor. Os llamaré amigos, porque os he dado a conocer lo que oí­ a mi Padre.» (Jn. 15.15-16)

Durante su vida de Profeta los fue preparando para que siguieran unidos cuando la hora de su partida llegara. Les prometió la fuerza del Espí­ritu Santo enviado por El mismo y por el Padre. Y les dispuso para que anunciaran el Reino de Dios en la tierra entera, pues para eso El habí­a venido al mundo. «No me elegisteis vosotros a mi, soy yo el que os he elegido y destinado para marchéis y deis muchos frutos» (Jn. 15. 17)

Pero Jesús no pensaba sólo en la pequeña comunidad que le seguí­a de momento. En sus previsiones divinas sabí­a que su mensaje estaba destinado a llegar a todos los hombres. Por eso preparaba la gran familia que se formarí­a con todos los que, creyendo en su nombre, se irí­an añadiendo a sus seguidores a lo largo de los siglos y a lo ancho del mundo. «No te pido sólo por éstos, sino por todos aquellos que creerán en mi por medio de su palabra.» (Jn. 17. 20-21)

Jesús regaló a todos ellos una Iglesia capaz de recibirlos, de alentarlos, de iluminarlos, de servir de camino de salvación. El signo distintivo de esa comunidad quiso que fuera el amor fraterno entre los miembros. Y la fuerza constructiva de esa comunidad habrí­a de ser el celo y la fe de quienes en ella se integraran con sinceridad.

La Iglesia siempre se ha sentido la obra de Jesús. Por eso ha ido por el mundo anunciando y bautizando en el nombre de su divino Fundador y pidiendo para todos la luz a través del amor. Gracias a su acción entre los hombres, Jesús ha vivido en medio de ellos; pues la Iglesia, es decir la comunidad de sus seguidores, siempre fue testimonio y espejo de Jesús.

Jesús recibió de su Padre una misión universal y la comunicó a su Iglesia. Precisamente para ello la estableció en el mundo. No hizo otra cosa que anunciar el Reino de Dios y por eso mandó a sus seguidores hacer lo mismo por todo el universo. Fue el encargo que el Padre le habí­a dado al ser enviado a la tierra.

Presentar lo que es la Iglesia sin referencia a Jesús y a su misión salvadora es entrar en un error, es como definir la luz sin resplandor.

Porque la Iglesia no es una simple sociedad religiosa sin más, no es una multinacional cristiana. Es un misterio de fe, de salvación y un sacramento ante el mundo que la observa

El drama de muchos cristianos es que se sienten sólo socios de una colectividad y por eso no valoran su grandeza. Hasta que no lleguen a entender lo que es ser miembros de un Cuerpo Mí­stico y ciudadanos de un Pueblo de Dios, no podrán experimentar el gozo pleno de su ser cristiano.

3. En la Escritura
La Sagrada Escritura emplea el término de «iglesia» tanto en sentido profano como religioso.

3.1. En el Antiguo Testamento
Aparece en alguna ocasión. En la versión de los Setenta, la palabra eklessia es traducción de la hebraica «kahal» o asamblea.

En sentido profano significa la asamblea popular, la comunidad civil o cualquier reunión de hombres: Deut. 23.1; Sal. 25. 5; Eccli. 23. 34 y 31. 11. Empleada en sentido religioso, significa la comunidad de Dios, es decir, en el Antiguo Testamento, la reunión o sociedad de los israelitas: Salm. 21. 23 y 26; 39, 10; Joel. 2. 16. En el Antiguo Testamento son más las veces que se alude al Pueblo, a Israel, que al de reunión o asamblea.

3.2. En el Nuevo Testamento

En el Nuevo Testamento, la reunión o grupo de los seguidores de Jesús, los presentes (mi pequeña iglesia) y los que vendrán. Hasta 114 veces se emplea el término Eclesia (3 en Mateo, 23 en los Hechos, 62 en la Cartas paulinas, 4 en las otras Cartas y 22 en el Apocalipsis) Siempre alude a la «reunión de fieles» ocasional y en un lugar concreto o a la reunión permanente y general, que será el sentido que se perpetúe a través de los siglos. En ocasiones hace referencia a una comunidad particular: Rom. 16. 5; Hech. 8, 1; Hech. 1 3 y 14. 26; Hech. 19. 32 a 40; 1 Tes. 1.1. Y en ocasiones se refiere a la totalidad de los seguidores de Jesús: Mt. 16. 18; Hech. 9. 1. 31; 20. 28; Gal. 1. 13; Efes. 1. 22; 5. 23 ss; Filip. 3. 6; Col. 1. 18; 1 Tim. 3. 15.

Expresiones sinónimas son: Reino de los cielos o Reino de Dios (Mt. 13.24; Mc. 4.30. Lc. 1.33; Jn 3.5) o expresiones equivalentes, como casa de Dios (1 Tim. 3. 15; Hebr. 10. 21; 1 Petr. 4. 17) o como reunión de los fieles: Hech. 2. 44.

3.3. Gestos de Jesús

La conciencia de unión de los discí­pulos fue aumentando cada vez más. Con sus gestos y sus palabras Jesús tendió a fomentarla. La podemos descubrir si analizamos todo lo que el Maestro manifestó para dar a entender su profunda amistad con ellos.

– Reúne discí­pulos en torno suyo y escoge a los de más variada condición: pescadores, recaudadores, del grupo del Bautista, hasta miembros del Sanedrí­n o gente principal. (Mt. 4.18)

– Selecciona doce que le siguen más estrechamente y los distingue con su amistad singular. (Mc. 3.14)

– Los llama Apóstoles, o enviados, y desarrolla su conciencia de elegidos, amigos no siervo, mensajeros. (Lc. 16.13)

– Les prepara especialmente en el arte de predicar y les da instrucciones sabias. (Mc. 4. 34)

– Les transmite poderes singulares, y hasta divinos, como el perdonar los pecados o someter a los espí­ritus. (Lc. 22. 10. y Jn. 20.23)

– Les enví­a por todo el mundo a predicar y a bautizar en su nombre. (Mc. 16. 20; Jn. 20. 21)

Por sus hechos y palabras, quedó evidente que Jesús querí­a una Iglesia. Mostraba en todo momento el deseo de que sus discí­pulos se mantuvieran unidos con El y se consideraran miembros de su grupo elegido.

3.4. Exigió fidelidad
Jesús reclamó el seguimiento de sus discí­pulos de forma personal. Llamó a cada uno de manera concreta, individual, muy propia de un Maestro que tiene autoridad sobre ellos.

Les decí­a que habí­a llegado el momento de una nueva vida. Y les anunciaba que era preciso encontrar la salvación a su lado, haciendo penitencia.

Se dedicó a anunciar el Reino de Dios a toda clase de gente, dejando a cada uno la libertad de aceptar o de rechazar lo que El enseñaba.

A sus seguidores les llamaba «pequeño rebaño», «amigos», «discí­pulos». El se llamaba «maestro», «camino», verdad», «vida», «luz», «enviado», «vid», etc., expresiones toda que aluden a unidad e interrelación. Recordó que los elegidos por Dios para seguirle reciben nueva vida, don, gracia viva que hay que agradecer.

3.5. Perfiló su conciencia
Las palabras de Jesús, tal como las recordaron sus seguidores, mezclaban el sentimiento de grupo la conciencia de misteriosa comunidad.

Jesús afirmaba que su comunidad estaba destinada a salvar a los hombres de todo el mundo, pero que no era una obra terrena sin más: «Mi reino no es de este mundo. Si de este mundo fuera, mis gentes me habrí­an defendido. Pero mi Reino no es de aquí­». (Jn. 18.36)

Se sentí­a unido a ella, a pesar de la inminencia de su partida. Por eso reclama de sus seguidores la permanencia en la unidad: «Yo soy la vid. Mi Padre es labrador… El que está unido conmigo y yo con él, ese dará mucho fruto… Ya no os llamo siervos…vosotros sois mis amigos.» (Jn. 15. 1-15)

Y la miraba también como una comunidad de vida y compuesta de hombres, en la que el seguirí­a siempre siendo el Pastor: «Yo soy el buen Pastor. Conozco a mis ovejas y mis ovejas me conocen a mí­».(Jn. 10.14)

4. Iglesia en la Historia

La Iglesia ha conservado inmutable esa conciencia de comunidad de Jesús a lo largo de los siglos. Los textos bí­blicos no son adornos en su memoria. Son testamento, compromiso, bases firmes de su constitución.

El Catecismo Romano (1. 10, 2), siguiendo las expresiones de San Agustí­n (Enarr. in Sal. 149. 3), la define como » El pueblo cristiano esparcido por toda la redondez de la tierra».

San Roberto Belarmino definí­a Iglesia en su Catecismo: «La Iglesia es una asociación de hombres que se hallan unidos por la confesión de la misma fe cristiana y por la participación en los mismos sacramentos, bajo la dirección de los pastores legí­timos y, sobre todo, del vicario de Cristo en la tierra, que es el Papa de Roma.» (De eccl. mil. 2).

El Catecismo de la Iglesia Católica de Juan Pablo II no la define, pero reclama su realidad como hecho querido por Jesús. La entiende como misterio, como comunidad de fieles, como ámbito en donde Cristo realiza su salvación, como sacramento ante los hombres, etc.

La Iglesia es en si misma indefinible, pues es sociedad humana, pero es misterio divino. Recuerda la misma Iglesia la fuente de este misterio indefinible al identificarse como nacida del mismo Cristo Señor y ser su prolongación en la tierra en referencia a su misión evangelizadora.

El Concilio Vaticano II recordaba su raí­z: «Nacida del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espí­ritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación. Y sólo en el mundo futuro podrá alcanzarla plenamente.

En el tiempo presente está en la tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena, que tienen la vocación en la propia historia del género humano de ser la familia de los hijos de Dios. Esta familia ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor». (Gaudium et Spes 40) 5. Conceptos y metáforas

La manera como tiene la Iglesia de definir su naturaleza y de explicar su misión en la tierra es emplear las mismas metáforas que el Señor usaba en sus dí­as terrenos y que recogieron los Apóstoles y Evangelistas.

5.1 Cuerpo Mí­stico de Cristo
San Pablo, fue el que explicó la más afortunada de las metáforas eclesiales. Desde sus dí­as se consideró la mejor y más expresiva de referente a la unión de Cristo y de su Iglesia.

Es la de un cuerpo humano que tiene cabeza y miembros. Es la que explica en el capí­tulo 12 de la Primera Carta a los Corintios.

En el Cuerpo Mí­stico, como en el cuerpo natural, Cristo es la cabeza, y cada miembro tiene su carisma o función peculiar.

5.1.1. Iglesia como cuerpo
La Iglesia es el cuerpo mí­stico de Jesucristo. Este concepto quedó ampliamente explicado y popularizado desde la Encí­clica de Pí­o XII Mystici Corporis, de 1943: «Si buscamos una definición de la esencia de esta verdadera Iglesia de Cristo, que es la santa, católica, apostólica y romana Iglesia, no se puede hallar nada más excelente y egregio, nada más divino que aquella frase con que se la llama «Cuerpo mí­stico de Jesucristo».

Sobre todo es en la Epí­stola a los Corintios donde más clarifica esta realidad: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y, considerados como partes, sois sus miembros» (1 Cor. 12. 27). Los textos se multiplican sin cesar: Rom. 1. 2-4; Col. 2. 1; Ef. 4. 15 y 5, 23.

La relación cabezacuerpo sintetiza de forma intuitiva la í­ntima vinculación espiritual que existe entre Cristo y su Iglesia, vinculación establecida por la fe, la caridad y la gracia: «A El[a Cristo] sujetó todas las cosas bajo sus pies; y le puso por cabeza de todas las cosas en su Iglesia, que es su cuerpo». (Ef. 1. 22). Y también: «El[Cristo] es la cabeza del cuerpo de la Iglesia.» (Col. 1, 18).

Lo más expresivo de la idea de cuerpo es la pluralidad de miembros y la unidad de vida, el crecimiento y la dimensión operativa.

5.1.2. Extensión del Cuerpo
En sentido amplio, el Cuerpo Mí­stico de Cristo está formado por la comunidad de todos los santificados por la gracia de Cristo. Pertenecen, por tanto, a este cuerpo los viadores, o fieles de la tierra, los purgantes, o fieles todaví­a no totalmente llegado al cielo, bienaventurado, ya salvados en el cielo. El Cuerpo Mí­stico está formado por la Iglesia militante, la purgante y la triunfante.

Pero en sentido más restringido, se suele hablar en la tradición de Cuerpo de Cristo aludiendo a los fieles de la Iglesia visible en la tierra. Era la terminologí­a preferida por los antiguos Padres: San Agustí­n (Enarr. in Salm. 90. 2) y San Gregorio Magno (Epist. 5. 18),
En el Cuerpo Mí­stico así­ entendido existe un aspecto exterior, que es la Sociedad de la Iglesia; y hay una dimensión interior, que es la Comunión de los Santos. Abarca, pues, el Cuerpo Mí­stico a la organización social, jurí­dica, que se ve en el mundo; y llega a la unión por la gracia, del hombre con Cristo, por medio del Espí­ritu Santo, y de todos los miembros del Cuerpo entre sí­.

El espí­ritu de unión es la vida de la Iglesia como Cuerpo Mí­stico, de modo que hasta la muerte es incapaz de destruir la fuerza cohesiva de los creyentes. Los miembros de la Iglesia habitan la tierra como peregrinos, pero se sienten miembros de una sociedad que transciende este mundo; Saben que siguen miembros del Cuerpo vivo de Cristo cuando fallecen y van al cielo a gozar de Dios o esperan la purificación de sus pecados en el Purgatorio.

El Cuerpo de Jesús, la Iglesia, implica igualdad de todos, de los más nobles y de los más viles, de las manos y del os pies, de los ojos y del corazón. Todos somos iguales en cuanto somos miembros de una realidad viva y comunitaria. Pero todos somos diferentes, originales, responsables de nuestra misión.

5.1.3. Unidad en la variedad.

Decir Cuerpo Mí­stico es lo mismo que decir cuerpo misterioso, espiritual y organizado. Para entender mejor lo que significa la Iglesia hay que tener la referencia de la Autoridad como servicio (Jerarquí­a y Magisterio). Se precisa asumir una variedad de funciones complementarias en armoní­a a la unidad
Lo explica así­ el mismo S. Pablo en su Epí­stola: «Sabido es que el cuerpo, siendo uno, tiene muchos miembros y que los diversos miembros constituyen un solo y único cuerpo. Todos nosotros, seamos judí­os o no judí­os, esclavos o libres, hemos recibido en el Bautismo. A todos se nos ha dado a beber un mismo Espí­ritu.

Por otra parte, el cuerpo no está formado por un solo miembro, sino por muchos. Si el pie dijera: Como no soy mano, no tengo nada que ver con el cuerpo; y el oí­do dijera: como no soy ojo, nada tengo que ver con el cuerpo, ¿dejarí­an por ello de formar parte del cuerpo?…Y si el cuerpo entero fuera todo ojo, ¿cómo podrí­a oí­r? Y, si todo fuera ojo, ¿cómo podrí­a oler?…

Vosotros formáis el Cuerpo de Cristo y cada uno, por separado, constituye un miembro. Es Dios quien ha asignado en la Iglesia a cada uno su puesto. Y por eso hay apóstoles y mensajeros, y encargados de enseñar y los que tienen el don de hacer milagros, de hacer curaciones, de atender a los necesitados, de presidir la Asamblea o de hablar lenguajes misteriosos.» (1 Cor. 12. 1-16)

5.1.4. Vitalidad mí­stica
Es una comparación en la que se habla de la vida, de la unidad, de la solidaridad y del crecimiento.

La idea de vitalidad viene del mismo Señor que nos declara í­ntimamente unidos con El. Como es misterio, no lo podemos entender del todo. Pero podemos acercarnos a lo que significa y sentirnos importantes, ya que somos miembros imprescindibles.

Los seguidores de Jesús estamos unidos a Cristo, que es la Cabeza de los que se sienten vinculados con su vida y con su Persona. Esta realidad la entendemos a través de una metáfora, la cual nos resulta familiar, pues alude a nuestro cuerpo real. Y, como nuestro cuerpo es lo más visible y cercano a nosotros, entendemos fácilmente lo que significa la vida en cada miembro.

De manera especial sabemos lo que es la cabeza que dirige y el corazón que anima el cuerpo; y no sólo lo que valen las piernas para moverse o las manos para valerse.

Así­ pasa en la Iglesia, cuerpo de Jesús. Actuamos con él y servimos a los demás cristianos con nuestras acciones, con nuestras oraciones, con nuestras disposiciones y actitudes.

5.1.5 Conciencia de cuerpo
La Iglesia siempre ha tenido conciencia de ser el Cuerpo de Jesús. Desde los primeros tiempos se sintió reflejada en muchas palabras del Señor y aprendió de los Apóstoles a vivirlas.

En el Catecismo de la Iglesia Católica se dice: «Los creyentes que responden a la Palabra de Dios y se hacen miembros del Cuerpo de Cristo quedan estrechamente unidos al Señor.

Lo dice el Concilio Vaticano II (Lum. Gent. 7): «La vida se comunica a los creyentes unidos a Cristo, muerto y glorificado, por medio de los sacramentos de manera misteriosa pero real…»
En la unidad del Cuerpo Mí­stico no se ha destruido la diversidad de los miembros… Y esa unidad del Cuerpo mí­stico provoca y estimula la caridad de los fieles… Por eso esa unidad sale victoriosa en medio de las diversidades humanas.» (Catecismo 790)

Cuando la Iglesia siente esa conciencia de cuerpo, misterioso y unido, descubre al mismo tiempo el gozo de cumplir con su misión en el mundo. Ayuda a vivir a todos sus miembros el mensaje evangélico. Siente el deseo de que otros muchos entren en la gran familia. La conciencia de Iglesia se intensifica y explí­cita cuando se siente la participación en la misión evangelizadora.

Sólo si nos sentimos miembros activos e importantes del Cuerpo de Jesús, podremos entender el mandato del Maestro: «Id por todo el mundo… y bautizad a todas las naciones en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo…Y enseñadles a cumplir todo lo que os he mandado.» (Jn. 20. 21; Mc. 16. 15; Mt. 28. 19)

5.2. La vid mí­stica
Paralela a la metáfora del Cuerpo, el Apóstol Juan pone en boca de Jesús la metáfora de la vid. Es paralela y equivalente a la del Cuerpo Mí­stico. Con ella querí­a expresar la necesidad de que sus seguidores se mantuvieran unidos a El. «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El Padre poda todos los sarmientos improductivos y los que no dan fruto, a fin de que luego produzcan todaví­a más. Vosotros ya estáis limpios, gracias al mensaje que es he anunciado. Por eso debéis permanecer unidos a Mí­, como yo lo estoy con vosotros.

Ningún sarmiento puede producir fruto si no está unido con la vid. Lo mismo os ocurrirá a vosotros si no estáis unidos conmigo.

Yo soy la vid y vosotros los sarmientos. El que permanece unido a mí­, como yo estoy unido a él, ese produce mucho fruto. Porque, separados de Mí­, nada podéis hacer. Y los que no están unidos a Mí­, son arrancados y echados afuera, como se hace con los sarmientos improductivos » (Jn. 15. 1-7)

5.3. Las otras metáforas
El mismo Jesús, dentro de su sistema catequí­stico y pastoral de sentido parabólico, enseñó a la Iglesia a definirse con metáforas y semejanzas profundas.

5.3.1. En los sinópticos

Por eso, las comparaciones y metáforas sobre la Iglesia se han multiplicado siempre. Es debido esto a que la Iglesia es un misterio que no entenderemos nunca del todo. Por eso lo explicamos con «aproximaciones». Hermosas y claras son las diez siguientes:

– La tierra del Sembrador… Mt. 13. 1-9.

– El hogar con vigilancia. Mt. 24. 45-51.

– El árbol de mostaza y la artesa con buena levadura. Mc. 4. 30-32.

– La gran cena. Mt. 22. 1-10.

– La posada del samaritano. Lc. 30-35.

– Las bodas del rey. Lc 4. 15-24.

– La red barredera. Mt. 13. 46-47.

– La casa de los talentos. Mt. 25. 14-30.

– El edificio sobre roca. Lc. 6. 46-49.

– El terreno con diversos jornaleros pagados de forma desigual. Mt. 20.1-16.

Entre las metáforas salidas de los labios de Jesús, encontramos algunas especialmente tiernas: – La del rebaño, cuyo Pastor bueno es El, dispuesto a dar su vida por sus ovejas y a dejar las noventa y nueve en el aprisco por salvar a la extraviada antes de que la devore el lobo enemigo. (Jn. 10. 11-15) – La del edificio en el que Jesús es la piedra clave del arco, en la cual se apoyan los demás dovelas y sin la cual no hay armoní­a. (Mt. 21. 42) – Incluso la casa del hijo pródigo, en donde siempre hay un padre bueno en espera del regreso. Lc. 15. 11-32.

El común denominador de todas ellas es la presencia de los diversos protagonistas y la confianza en el bien.

5.3.2. En el Apocalipsis
Recuerdo especial merece el Apocalipsis, en donde se recogen estas hermosas palabras: «Y vi la ciudad santa la nueva Jerusalén, que descendí­a del cielo, enviada por Dios, adornada como una novia se prepara con adornos para su Esposo. Ella es la morada de Dios en medio de los hombres… Acampará entre ellos. Y ellos serán su Pueblo y Dios estará con ellos». (Apoc. 21. 2-3
Ciudad santa, nueva Jerusalén, novia adornada, morada, tienda de campaña, barca, campo, tesoro, etc. son figuras que terminan resumidas en una: es Pueblo elegido y se halla en camino.

Los sí­mbolos que nos hablan de la Iglesia nos acercan a la voluntad de Jesús de hacer de sus seguidores un grupo bien unido por el mundo.

Se compara también con un Templo santo en el cual se encuentran los hijos de Dios (Apoc. 21. 3) y en el cual se elevan las oraciones al Señor para recibir la misericordia. Y se la valora como Tienda en donde desciende Dios.

5.3.3 Las metáforas paulinas
Son también de excelente y profunda resonancia eclesial.

– Con resonancia joánica, se la mira como Jerusalén celestial, patria de los creyentes. (Gal. 4.26)
– La llama a veces Edificio o Casa de Dios (1 Cor. 3.9) en la cual se necesitan piedras sólidas y protecciones para cuando llegue la tormenta y para que se mantenga firme.

– Compara la Iglesia con un Campo de labranza, en el cual el mismo Dios es el Labrador (1 Cor. 3.9, Rom. 11. 13-26…). Hay que sembrar y regar, hay que esperar el crecimiento y hay que recoger la cosecha cuando la hora llega.

– Es una Familia (Ef. 2. 19-22) en la que todos viven al abrigo del Señor, que es Padre y en donde todos se sienten hermanos por ser hijos del mismo Padre.

Sin el sentido metafórico, apenas si podremos valorar la realidad de la Iglesia en cuanto familia de Jesús, en cuanto Pueblo de Dios y en cuanto Cuerpo Mí­stico de Cristo.

6. Quiénes componen la Iglesia
Si la Iglesia es un Pueblo de Dios, nos podemos preguntar por quiénes son los que lo forman. En general podemos decir que la Iglesia está formada por todos los cristianos que han recibido el Bautismo y han entrado, por este sacramento, en la Comunidad de Jesús.

Entre ellos hay que resaltar el valor y la influencia de algunos de esos miembros de la Comunidad: – Los que tienen una significación especial, como es el caso de los padres creyentes que educan a sus hijos en la fe o de los educadores que siembra cultura, paz, libertad y amor.

– Los apóstoles y comprometidos en obras de evangelización, como son los misioneros, los catequistas, los dirigentes cristianos, los promotores de obras de caridad, los diversos animadores de grupos y movimientos, etc.

– Los sacerdotes, quienes han recibido el sacramento del Orden y se han comprometido de manera especial a animar a los fieles cristianos en las obras de fe y de caridad, sobre todo por medio de la vida sacramental y por el cultivo espiritual.

– Los Obispos y el Papa, que son los Ministros especialmente queridos por Jesús para dirigir y gobernar a la Iglesia entera y son sucesores de Pedro y de los Apóstoles. No son miembros especiales, sino normales en la marcha de la Iglesia, pues ellos recogen una misión singular.

– Los religiosos y cuantas almas consagradas por compromisos, como son los votos y otras promesas, se entregan al servicio del Reino de Dios con especial y permanente dedicación.

– Los pobres, los enfermos y los marginados, los que sufren o son perseguidos, los que han tenido que dejar sus hogares y sus formas de vida por la violencia o la injusticia, los necesitados de todo tipo, que siempre fueron mirados con especial predilección por el Señor.

– Las autoridades que, desde diversos niveles polí­ticos, económicos, culturales, trabajan por el bien de los súbditos y hacen lo posible por establecer entre ellos la virtudes y valores humanos e incluso los criterios inspirados en la verdadera luz, natural o sobrenatural, de Dios.

6.1. Todos son iguales

En la Iglesia no hay categorí­as ni dignidades, aunque los miembros tengan especial respeto y veneración a los que ejercen determinados ministerios.

Todos son iguales ante Jesús, que es la Cabeza. Y todos han sido llamados a la fe por igual y a realizar su función comunitaria y de servicio al Reino de Dios. Es el fin para el que la Iglesia ha sido preparada por Jesús.

Es una Comunidad de amor, no sólo una colectividad o agrupación de individuos que tienen las mismas creencias religiosas o la misma fe.

Todos son miembros del mismo Cuerpo, del mismo Pueblo, de la misma Casa, de la misma Barca, del mismo Campo de cultivo. En este Pueblo existe el don misterioso, pero al mismo tiempo consolador, de la apertura a todos los hombres. Se es del Pueblo de Dios sin tener en cuenta la raza, la cultura, la profesión, el sexo, la edad, la riqueza, la nación o las ideas diversas.

Se es Cuerpo cualquiera que sea la función que dentro de él se desarrolla y se es Campo de Dios cualquiera que resulte el tipo de cultivo que se atiende.

Lo único que es necesario para entrar y permanecer en este maravilloso Pueblo, Casa, Hogar, Edificio o Campo, es el amor a Jesús. El signo de ese amor es el Bautismo. La fuerza es el amor. La condición es la permanencia en la unidad. El destino es la salvación. Todo lo demás es secundario.

Todos los hombres pueden entrar en la Iglesia de Jesús, pues ella es ante todo y sobre todo un Pueblo vivo y abierto y universal. En este ámbito se trabaja por la salvación de todos. Pues «la vida eterna es que te conozca a ti sólo Dios verdadero y a Jesucristo a quien has enviado.» (Jn 17.2)

6.2. Lo humano en la Iglesia
La Iglesia no es una comunidad puramente interior y espiritual, ya que sus miembros viven en este mundo y tienen que desenvolverse en la tierra. En cuanto humana, también la Iglesia tiene elementos que requieren acomodo terreno y formas y normas que obligan a adaptarse al mundo.

Entre esos elementos podemos hablar de personas, instituciones, leyes y lugares y tiempos. Sobre todo en la Iglesia viven y crecen grupos, pequeñas iglesias, que forman unidad la verdadera Iglesia de Jesús.

La Iglesia ejerce su misión en medio de los hombres, pero precisa, por ejemplo, lugares de culto, que llamamos templos, o recursos humano para hacer el bien a los necesitados y reclama limosnas.

Tiene tiempos especiales como son el domingo y las fiestas religiosas, para orar y para contar con posibilidades de anunciar el mensaje que lleva.

Todos los elementos no tienen sentido por sí­ mismos (el arte, las tradiciones, los usos sociales), sino por el estimulo o cauce que representan para su mensaje y sus valores supremos.

La Iglesia es divina por su origen y su por finalidad, pero es humana por su encarnación en hombres concretos y terrenos.

6.3. Comunidad de comunidades
Hoy tendemos a resaltar el sentido comunitario de la Iglesia. Lo importante en ella no son los cargos, los oficios, los tí­tulos, tradiciones, los derechos, las demarcaciones o las actividades, las leyes que existen en ella. Lo importante es su mensaje y las presencia de Jesús en su caminar terreno. Lo demás es secundario.

El fin de la Iglesia es ayudar a los hombres en la salvación. Esta misión se desarrolla de manera solidaria y nunca aislada. Desde los primeros tiempos se han multiplicado las instituciones que contribuyen a este fin: Parroquias, cofradí­as, asociaciones, movimientos, Instituciones piadosas, congregaciones religiosas y fraternidades.

Los cristianos saben respetar las venerables tradiciones, como también lo hacen con las personas y con sus oficios dentro de la Iglesia. También saben ayudar a quienes más se comprometen en la animación espiritual de los otros o a quienes se entregan silenciosamente a los servicios de caridad.

Incluso, convencidos de que son realidades humanas queridas por Dios, saben respetar las limitaciones y las discrepancias.

8. Nueva visión de la Iglesia
En la medida en que podamos sentirnos miembros vivos de la Iglesia, seremos de verdad cristianos. Para ello tendremos que superar la simple mirada «clerical» de la Iglesia. Lo lograremos si avanzamos con mirada «comunitaria».

Muchos cristianos no han comprendido lo que es la Iglesia. La identifican con el Papa, los Obispos, los sacerdotes, los religiosos. Piensan en una Iglesia distante, señorial, falsa, «clerical». Es el fruto de una mala educación de su fe.

Es preciso reeducar sus criterios y sus sentimientos y ayudarles a revisar su visión de iglesia. En ella todos somos iguales y vivimos del amor de Jesús. Para ello hemos recibido el signo de su amor, que es el Bautismo. Y todos tenemos el mismo destino, que es la salvación.

Desde el Concilio Vaticano II, es frecuente el expresar el sentido de Iglesia aludiendo a los dos hermosos documentos que se prepararon entonces y recogieron el sentir de todos los Papas, Obispos, Santos, Escritores y Teólogos de los últimos tiempos sobre la identidad de la Iglesia.

8.1. La Iglesia ante sí­.

El concepto de la Iglesia sobre su mismo ser quedó recogido en la Constitución dogmática promulgada por el Concilio el 21 de Noviembre de 1964 y conocida por sus primeras palabras: «Luz de las Gentes». (Lumen Gentium).

En este documento se presenta a la Iglesia con diversos rasgos:

– La Iglesia es una Comunidad de seguidores de Jesús, la cual participa de la vida del mismo Hijo de Dios.
– No es sólo una sociedad religiosa, por universal e internacional que se la considere. Es algo mucho más profundo. Es una comunidad establecida por el mismo Jesús.
– Es un Pueblo de Dios que vive y camina en este mundo y es también el Cuerpo Mí­stico de Cristo, en el cual el Señor Jesús es su cabeza viva en medio de todos los demás miembros.
– Por la misma voluntad de Cristo, la Iglesia es jerárquica, lo cual quiere decir que cuenta con el ministerio del Magisterio y con el servicio de la Autoridad, encarnada en el Papa y en los Obispos, sucesores de Pedro y de los Apóstoles.
– La Iglesia es una Familia múltiple y por lo tanto está formada por todos los miembros, laicos y clérigos, religiosos y seglares, casados y célibes, llamados todos a caminar por el mundo, a vivir el mensaje de Jesús y a luchar por llegar a la santidad o unión con Dios.
– El fin de la Iglesia es llevar a los hombres a la salvación y por eso fomenta la esperanza de todos en el Señor Jesús, el cual Reina por los siglos de los siglos y vendrá al final de los tiempos.
– El modelo de creyente es la Santa Madre de Jesús, la Virgen Marí­a, que se presenta en la historia y en la actualidad como modelo y como signo del amor y de la fidelidad al Señor.

Ante estas ideas fundamentales sobre la Comunidad de Jesús, sólo nos queda decir: «La Iglesia está destinada a recorrer los mismos caminos de Jesús para comunicar a los hombres los frutos de la salvación.» (Lumen Gentium 8)

8.2. La Iglesia ante el mundo

El otro gran documento del Concilio Vaticano II presentó la acción iluminadora de la Iglesia en el mundo actual. Es la hermosa Constitución Pastoral que lleva por tí­tulo: «Gozo y Esperanza» (Gaudium et Spes) y fue aprobada el 7 de Diciembre de 1965.

No serí­a suficiente contemplar a la Iglesia tal como se ve a sí­ misma, si queremos una visión suficiente de la misma. Puesto que el mismo Jesús la configuró como mensajera del Reino de Dios en el mundo, ella estudió en el Concilio las circunstancias de cada momento histórico y de cada lugar.

Este documento refleja el mensaje y el testimonio que la Iglesia quiere ofrecer ante los problemas del mundo moderno:

– Alude a los profundos cambios de la cultura, de la ciencia, de la civilización.

– Explora lo que la fe cristiana puede ofrecer al hombre desconcertado de hoy.

– Reclama el reconocimiento universal de la dignidad de la persona humana y de sus derechos radicales.

– Analiza las dificultades espirituales del hombre y de la sociedad: ateí­smo, desconcierto, libertad, inmoralidad. Ilumina la actividad humana: económica, técnica, social, a la luz de los principios cristianos.

– Sugiere análisis profundos sobre cuestiones capitales, como la familia y el matrimonio, sobre los reclamos del progreso y de la economí­a, sobre los nuevos estilos de vida, las discriminaciones frecuentes en la actualidad, el trabajo y el ocio, los desafí­os de la comunidad polí­tica, los riesgos de la guerra y los anhelos de la paz.

– Abre la visión de los creyentes a los desafí­os de un mundo intercomunicado y afectado por diversas revoluciones como la tecnológica o la demográfica.

– Reclama la esperanza como necesidad del corazón humano y solicita la confianza en el hombre como protagonista de su historia y de la vida.

El Documento es un gesto de ilusionada confianza en el hombre real. «El Concilio quiere dialogar con toda la familia humana acerca de los problemas, quiere aclararlos a la luz del Evangelio y pone a disposición del género humano el poder salvador de la Iglesia, que ella ha recibido de su Fundador.» (Gaudium et Spes. 3)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La «familia» convocada por Jesús

La expresión «Iglesia» («ecclesí­a», «asamblea», «convocación») indica una comunidad convocada por el Señor. También se llama la «casa de Señor» («kyriaké», «kirche», «church»). Jesús llama así­ a sus seguidores con el tono de un afecto especial y familiar «mi Iglesia» (Mt 16,18). Es el mismo afecto que manifiesta al decir «mis hermanos», «mis ovejas». Para Jesús es la comunidad «consorte» o esposa amada «amó a su Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5,25). Es el Pueblo convocado por el Señor, propiedad esponsal suya.

Por ser Cristo la «Cabeza» o principio vital de su Iglesia, ésta se llama «cuerpo» de Cristo (Ef 1,22-3). Esta realidad se expresa también con otras imágenes, tomadas algunas del Antiguo Testamento Pueblo, familia, misterio-sacramento, redil, rebaño, campo, templo, nueva Jerusalén, esposa, madre… (cfr. LG 6).

La Iglesia es la «familia de Dios», querida por el Padre a través de la historia, «prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza» (LG 2). Esta Iglesia es la que se ha manifestado en Cristo gracias a la efusión de su Espí­ritu, como inicio del Reino definitivo (cfr. LG 3-4; AG 4). La Iglesia «llegará a su perfección» (LG 48) sólo en la manifestación de Cristo glorioso al final de los tiempos.

Todos los fieles de la Iglesia participan del profetismo, sacerdocio y realeza de Cristo, cada uno según su propia vocación y estado de vida Jerarquí­a, laicos, vida consagrada (cfr. CEC 871-945). En Pedro y en sus sucesores, Cristo estableció el principio y el fundamento de la unidad y comunión. Vocaciones, ministerios y carismas proceden todos del Padre, por Cristo y en el Espí­ritu Santo. Todo tiende a la comunión eclesial, que es «signo e instrumento de la unión í­ntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). Marí­a, «Madre de Dios y Madre de los hombres» (LG 69), es Madre y figura de la Iglesia, «signo levantado en medio de las naciones» (SC 2; Is 11,12).

Universalismo de la Iglesia

En el Credo, profesamos creer en la «Iglesia una, santa, católica y apostólica», indicando sus notas caracterí­sticas. Afirmamos nuestra ve en Dios y, a partir de sus designios salví­ficos en Cristo, creemos que existe esta Iglesia como expresión del mismo Cristo prolongado en el tiempo y presente en ella bajo signos. Por esto, «la luz de Cristo resplandece sobre el rostro de la Iglesia» (LG 1).

Esta Iglesia de Cristo es una sola, universal, esparcida por todo el mundo, con el encargo o misión de convertir en Iglesia (comunidad querida por Cristo) a toda la comunidad humana. Pero se concretiza en diversos lugares (Iglesia local o particular), allí­ donde preside un sucesor de los Apóstoles, especialmente para escuchar la Palabra de Dios, celebrar la Eucaristí­a, y compartir en caridad fraterna la misma vida. También se llama Iglesia a la asamblea litúrgica que celebra los misterios del Señor.

La Iglesia es fruto de la redención, es decir, del Espí­ritu Santo comunicado por Jesús, puesto que «del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de toda la Iglesia» (SC 5). Es la Iglesia de la Trinidad, expresión de la comunión de Dios Amor, uno y trino (cfr. LG 4). Tiene, pues, dimensión trinitaria, teológica, cristológica y pneumatológica, siempre en bien de la humanidad entera (dimensión antropológica, cultural, social e histórica).

Misterio, comunión, misión

Debido a la presencia de Cristo resucitado bajo signos eclesiales, la Iglesia es «misterio» o signo transparente y portador de Cristo («sacramento»). La garantí­a de esta realidad cristológica y pneumatológica depende de su naturaleza de «comunión». La eficacia del misterio de Cristo escondido y manifestado en ella, se convierte en misión. Esta relación profunda entre Cristo y su Iglesia fundamenta la afirmación de que «la fidelidad a Cristo no puede separarse de la fidelidad a la Iglesia» (RMi 89; PO 14). La fidelidad a la Iglesia se traduce en «sentido» y amor de Iglesia.

La Iglesia es misionera «por su misma naturaleza» (AG 2; LG 17). Su acción evangelizadora «no es facultativa», sino «un acto profundamente eclesial» (EN 60). La naturaleza misionera de la Iglesia se basa en su «sacramentalidad» (Iglesia misterio), en su unidad y catolicidad (Iglesia comunión) y en su apostolicidad (Iglesia misión). Ser Iglesia equivale a formar parte de «una comunidad que es evangelizadora» (EN 13). «La Iglesia existe para evangelizar» (EN 14) y, por tanto, «no es fin para sí­ misma» (RMi 19).

Referencias Apostolicidad de la Iglesia, catolicidad de la Iglesia, Cuerpo mí­stico, eclesiologí­a, Iglesia comunión-esposa-madre-particular, misterio, Pueblo de Dios, Reino, sacramento universal de salvación, unidad de la Iglesia.

Lectura de documentos LG; AG 1-2, 5; EN 13-16, 59; RMi 9,20; CEC 748-870; CIC 781-792.

Bibliografí­a AA.VV., Comentarios a la Constitución sobre la Iglesia ( BAC, Madrid, 1966); A. ANTON, La Iglesia de Cristo ( BAC, Madrid, 1977); J. AUER, La Iglesia (Barcelona, Herder, 1986); L. BOUYER, L’Eglise de Dieu (Paris, Cerf, 1970); R. BLAZQUEZ, La Iglesia del concilio Vaticano II (Salamanca, Sí­guieme, 1988); J. CAPMANY, La Iglesia, sujeto de misión, en La Misionologí­a hoy (Madrid, OMP, 1987) 253-300; Y.M. CONGAR, Un peuple messianique, l’Eglise sacrement du salut (Paris, Cerf, 1975); S. DIANICH, Iglesia y misión (Salamanca, Sí­gueme, 1988); Ch. JOURNET, L’Eglise du Verb Incarné (Paris, Desclée, 1969); Idem, Teologí­a de la Iglesia (Bilbao, Desclée, 1960); B. MONDIN, La Chiesa primizia del regno (Bologna, EDB, 1986); G. PHILIPS, L’Eglise et son mystère (Paris, Desclée, 1967); J. RATZINGER, La Iglesia (Madrid, San Pablo, 1992); CH. SCHORNBORN, Amar a la Iglesia ( BAC, Madrid, 1997); N. SILLANES, La Iglesia de la Trinidad. La Santí­sima Trinidad en el concilio Vaticano II (Salamanca, Secretariado Trinitario, 1981); L.L. WOSTYN, Iglesia y misión hoy. Ensayo de eclesiologí­a (Estella, Verbo Divino, 1992).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

En su sentido etimológico, de asamblea o de reunión de fieles, aparece con frecuencia en el A. T. (Núm 19, 20; 20, 4; Dt 23, 1-2; Jue 20, 2; 1 Sam 17, 47; 1 Re 8, 14).

En el sentido del reino de Jesucristo, de comunidad de fieles cristianos, aparece sólo en San Mateo (Mt 16, 18; 18, 17). Jesucristo funda la Iglesia sobre los cimientos sólidos de los apóstoles y en especial de Pedro (Mt 16, 18; Act 5, 11; 8, 3; Rom 16, 1; 1 Cor 4, 7; 11, 16; 12, 28; Gál 1, 13; Ef 1, 22; 5, 23-32; Flp 3, 6; Sant 5, 4).

La Iglesia en San Pablo es el nuevo Israel, el cuerpo mí­stico, cuya cabeza es Jesucristo (1 Cor 12, 27; 2 Cor 11, 2; Ef 1, 22; 5, 25; Col 1, 18; 2, 10; Ap 21, 9). El la adquirió con su sangre derramada en la cruz (Act 20, 28; 1 Cor 6, 20; 7, 23; Ef 2, 13; Col 1, 4; Heb 9, 12; 1 Pe 1,19;1 Jn 1, 7; Ap 1, 5; 5, 9; 14, 4; 5, 9; 14, 4).

Jesucristo es la cabeza de la Iglesia, que la asiste y la vivifica siempre; el Espí­ritu Santo es el alma; por estas razones la Iglesia no puede perecer, ni fallar nunca, ni jamás equivocarse en cuestiones de dogma o de moral (Mt 16, 18; 28, 20; Lc 22, 32; Jn 14, 16; 16, 36; 17, 11-12).

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1. Primera generación

(-> Pedro, Pablo, Santiago). Hay un solo cristianismo (centrado en la figura de Jesús, Mesí­as de Dios), pero se expresa en diversas comunidades de discí­pulos y amigos de Jesús que, en general, tení­an la certeza de que Jesús resucitado iba a manifestarse muy pronto (en su parnsí­a gloriosa), para resolver por sí­ mismo los problemas que habí­a dejado pendientes antes de ser asesinado. Por eso, no se proponí­an crear una institución estable (como la Iglesia católica posterior), ni querí­an organizar de un modo unitario y bien delimitado sus pequeños grupos, sino que procuraban ser fieles al proyecto múltiple de Jesús, anticipando el fin de la historia, es decir, la llegada del Cristo como Mesí­as celeste y victorioso. Esa actitud de provisionalidad constituye un elemento esencial de la experiencia de Jesús y de sus primeros seguidores, que forman la «primera generación» (30 al 70 d.C.), cuyos miembros podemos presentar de un modo esquemático:

(1) Pedro y los Doce habí­an seguido a Jesús durante el tiempo de su vida; le abandonaron al final pero luego retomaron su camino, dirigido en principio a la restauración de las doce tribus de Israel.

(2) Marí­a Magdalena y otras mujeres habí­an acompañado a Jesús durante el tiempo de la vida y no le traicionaron, sino que estuvieron cerca de la cruz y quisieron acompañarle hasta el otro lado de su muerte, llorando por él, guardando su luto (cf. Lc 8,2; Mc 15,40.47; 16,1). A través de un proceso de recuperación personal, ellas creyeron que Jesús estaba vivo.

(3) Discí­pulos de Galilea*, una comunidad abierta. La «cosa» o movimiento de Jesús habí­a empezado allí­ (Hch 9,31), de manera que sus primeros discí­pulos se llamaron galileos (cf. Hch 1,11; 2,7). Las comunidades cristianas de la patria de Jesús recogieron y transmitieron los elementos básicos de la tradición de Jesús. Estaban organizadas de un modo familiar, partiendo del ministerio carismático de los profetas itinerantes, y su recuerdo ha sido acogido por los evangelios.

(4) Parientes de Jesús y la comunidad de Jerusalén. Pedro y los Doce debieron trasladarse a Jerusalén, para reunir allí­ la comunidad rnesiánica y esperar la venida del Señor resucitado; pero todo nos permite suponer que su función y tarea primera fue decayendo, de manera que en Jerusalén se alzaron Santiago*, el hermano de Jesús, y otros parientes, que fundaron ya una iglesia o comunidad estable, fiel al templo de Jerusalén, pero vinculada a la memoria mesiánica de Jesús, que «tiene que venir muy pronto». Así­ se mantuvieron durante unos veinte años (entre el 40 y el 60 d.C.), pero entraron en crisis bien pronto, por conflictos internos y/o por persecución externa (asesinato de Santiago: año 62) y guerra judí­a (67-70 d.C.).

(5) Helenistas*. Hch 6-7 supone que surgieron en Jerusalén muy pronto, animados primero por Esteban*, luego por Felipe y otros, que reinterpretaron el evangelio de un modo centrí­fugo: no hay que reforzar el centro (Jerusalén), para que vengan los de fuera, sino que hay que salir ya hacia fuera, ofreciendo el evangelio a los gentiles. A diferencia del grupo de Santiago (e incluso de Pedro, al principio), pensaron que los cristianos tení­an que salir de Jerusalén, ofreciendo un evangelio que podí­a y debí­a vivirse en cada zona de un modo diferente. Muchos investigadores piensan que ellos fueron los fundadores de la Iglesia cristiana estrictamente dicha.

(6) Pablo* y sus discí­pulos y colaboradores. Algunos han tomado a Pablo como impostor fanático, creador del cristianismo jerárquico, inventor de una iglesia nueva, con sus leyes y organizaciones (en contra de Jesús). Otros le oponen a Pedro y a los partidarios de la iglesia jerárquica romana, presentándole como defensor de la libertad evangélica (en lí­nea protestante). Ambas posturas tienen algo de verdad, pero son exageradas y acaban siendo falsas. Pablo no fundó la Iglesia, sino que vino a formar parte de la iglesia helenista ya fundada, a cuyos representantes habí­a antes perseguido, pues pensaba que destruí­an la unidad del judaismo. Pablo defiende la libertad y la universalidad cristiana, que a su juicio van unidas, pero nunca rompió la comunión con Pedro y sus partidarios, ni siquiera con Santiago y los judí­ocristianos de Jerusalén, sino que quiso mantenerse siempre unido a los diversos grupos de cristianos.

(7) Compendio. Estos (Pedro y los Doce, Magdalena y las mujeres, los galileos y los helenistas, Santiago y Pablo) parecen haber sido los grupos básicos de la primera generación de cristianos, entre los años 30 y el 70 d.C. Ellos fueron y siguen siendo los testigos fundacionales, porque marcan el estado naciente de la Iglesia, apare ciendo así­ como punto de referencia para la historia posterior. En aquellos momentos del principio, las iglesias no se habí­an separado todaví­a de la gran matriz judí­a, sino que, de un modo u otro, seguí­an dentro de ella, de forma a veces tensa, dramática, incluso violenta (en fuerte polémica), pero siempre dentro de la gran identidad mesiánica israelita. Así­ podemos afirmar que todos estos lí­deres (Pedro y Pablo, Esteban y Santiago, con Marí­a Magdalena) murieron sin saber que habí­an creado de hecho una Iglesia que se harí­a independiente del judaismo y perdurarí­a por siglos.

Cf. J. D. CROSSAN, El nacimiento del cristianismo, Panorama, Sal Terrae, Santander 2002; L. SCHENKE, La comunidad primitiva, BEB 88, Sí­gueme, Salamanca 1999; E. W. STEGEMANN y W. STEGEMANN, Historia social del cristianismo primitivo. Los inicios en el judaismo y las comunidades cristianas en el mundo mediterráneo. Verbo Divino, Estella 2001; F. VOUGA, Los primeros pasos del cristianismo. Escritos, protagonistas, debates. Verbo Divino, Estella 2001.

IGLESIA
2. Segunda y tercera generación

(-> evangelios, Hechos, ministerios). En este tiempo (70 al 150 d.C.), los cristianos no tienen todaví­a una organización unitaria, ni instituciones fijas, ni medios económicos significativos. Pero tienen y son algo mucho más grande: cultivan la experiencia del amor de Jesús (amor a Dios, amor mutuo), que les capacita para iniciar y recorrer, de formas convergentes, la gran travesí­a del Reino que Jesús habí­a anunciado, al servicio de la nueva Humanidad, es decir, de la reunión y salvación de todos los pueblos, sabiendo siempre que el fin está cerca y que no se puede absolutizar ninguna estructura social cerrada en sí­ misma. En la lí­nea de lo indicado en el momento anterior (Iglesia* 1), los cristianos siguen formando comunidades, que están vinculadas por una experiencia mesiánica (el evangelio* de Dios) y por un deseo de compartir los dones de su fe y su vida humana. Las iglesias emergen así­ como un proyecto multifocal, que sigue vinculado todaví­a al proyecto del resto del judaismo, pero se introducen cada vez más en las realidades y valores (y los desvalores) de su entorno helenista y romano. De esa forma se consolidan, poniendo de relieve los rasgos anteriores de expansión y unificación, de diferenciación y diálogo (entre Pedro y Pablo, las mujeres y Santiago). Poco a poco, van tomando distancia con respecto al judaismo nacional y establecen sus propias mediaciones simbólicas y organizativas (sacramentos y ritos, funciones administrativas). Lógicamente, tendrán que recrear o reformular las historias sobre su origen, recurriendo a los recuerdos de Jesús. En este proceso, ellas apelan también, de un modo selectivo a los personajes antiguos, ya muertos (entre ellos Pedro y Pablo), a quienes conceden una gran importancia. De esa manera, elaboran una fuerte conciencia de sí­ mismas, que les lleva a descubrirse y expandirse como grupo mesiánico propio.

(1) Focos eclesiales. Las iglesias se configuran según focos entre los cuales pueden citarse, aproximadamente, los siguientes: (a) Hay un foco palestino, que quizá ya no está centrado ni en Jerusalén ni en Galilea, como en los momentos anteriores, sino en los diversos grupos de judeocristianos, vinculados no sólo al entorno de Palestina, sino a la diáspora en la que muchos de ellos extienden su evangelio. Sus tradiciones pueden estar en el fondo de Mt y Jn, por poner dos ejemplos, (b) Hay 1111 foco sirio, vinculado en especial con Antioquí­a, donde la Iglesia ha tenido un fuerte desarrollo, que se expresa por ejemplo en la Didajé y las cartas de Ignacio. En ese contexto se puede hablar de simbiosis de cultura griega y sirí­aca (aramea); aquí­ surgen algunos de los primeros movimientos ascéticos y gnósticos de la Iglesia; desde aquí­ se abre la misión hacia el oriente de cultura aramea. (c) Hay un foco asiático, que podemos centrar en torno a Efeso, pero que se extiende por gran parte de la actual Turquí­a. En este contexto se entiende no sólo el Apocalipsis y los destinatarios de 1 Pe, sino también las referencias de Plinio el Joven y la carta de Policarpo. (d) Hay un foco más griego, vinculado a las iglesias de Filipos, Tesalónica y Corinto, en las que evangelizó Pablo. Conocemos algo de la problemática de la iglesia de Corinto a través de 1 Clemente. En un sentido extenso se podrí­an situar aquí­ (y en Asia) los textos de Lucas y las pastorales, (e) Hay un foco romano, que conocemos ya por las cartas de Pablo (Rom) y por el evangelio de Marcos, redactado posiblemente en Roma. La iglesia romana se expresa en 1 Clemente y Papí­as, lo mismo que en algunos documentos tardí­os del Nuevo Testamento, (f) Quizá podrí­amos hablar también de un foco alejandrino o africano, que en este momento resulta todaví­a poco conocido. Pablo alude a un tal Apolo (1 Cor 1,12; 3,4-6.22; 4,6; 16,12), al que evoca también Hechos (18,24; 19,1). Esta es una iglesia de la que por ahora conocemos poco, aunque debió de tener mucha importancia, pues en el perí­odo siguiente aparece llena de vitalidad, como lugar donde se cruzan y fecundan muchos elementos (entre ellos un tipo de gnosticismo*).

(2) Los primeros escritos. Quizá más que esos «focos» influyen los escritos que la Iglesia va elaborando y codificando, para formar de esa manera su propia Biblia, en la que se incluye no sólo el Antiguo Testamento (Biblia de los LXX), sino el Nuevo Testamento. Entre los escritos que surgen y se afianzan en la Iglesia en este tiempo citamos: (a) Marcos*. Es el primer evangelio conservado y conocido, pues del documento Q* (conjunto de dichos, sin relato biográfico sobre Jesús) sólo podemos hacer suposiciones. Parece que Marcos se opuso a las pretensiones de algunos miembros de la iglesia de Jerusalén, centrada en los parientes de Jesús, que intentaba seguir vinculando el evangelio con el judaismo (cf. Mc 3,20-31). En contra de posibles tendencias entusiásticas, empeñadas en destacar la gloria de Jesús, puso de relieve la importancia de la cruz, (b) Mateo*. Tras algunos años (hacia el 80 d.C.), retomó en otra perspectiva la narración de Marcos, completándola con elementos del documento Q y con sus propias aportaciones, desde la nueva situación de su iglesia, en diálogo con la Ley del judaismo, apoyándose en la lí­nea de Pedro. Su texto culmina con el mandato de la misión universal (Mt 28,16-20). * Lucas*. Evangelio y Hechos. Al mismo tiempo que Mateo, o quizá un poco más tarde, escribió Lucas su obra doble, ofreciendo una especie de biografí­a más ordenada de Jesús y una visión unitaria y teológica de la historia de la Iglesia. Comienza destacando el valor de la Iglesia de Jerusalén (Hch 1-11), para acentuar después la misión helenista (ambas pactan en el llamado Concilio de Jerusalén: Hch 15), tal como supone también Pablo, (d) Evangelio de Juan*. La tradición del discí­pulo amado. Pasados unos años, en torno al 100-110 d.C., se integró en la Gran Iglesia una comunidad de cristianos, de origen judí­o, que habí­an empezado a desarrollarse primero en Jerusalén y después (quizá tras la guerra del 67-70 d.C.) en alguna zona del entorno de Siria-Transjordania o Asia Menor. Para ellos, la autoridad máxima de la Iglesia habí­a sido el Espí­ritu Santo, que Jesús les habí­a prometido y ofrecido, recreando así­ la misma figura de Jesús, en diálogo con la sabidurí­a de su entorno, (e) Corpus de Pablo. En este tiempo se recopilan las cartas auténticas de Pablo, escritas en el perí­odo anterior (1 Tes, Gal, Flp, 1 y 2 Cor, Rom, Flm), y se unen con otras escritas en su nombre: las llamadas cartas de la cautividad (Col y Ef) y, sobre todo, las pastorales (1 y 2 Tim, Tit), que quieren marcar ya una primera organización de la Iglesia, pero sin distinguir aún entre clero y laicado. (f) Otros escritos. El Nuevo Testamento. En este tiempo surgen ya los restantes escritos cristianos recogidos en el Nuevo Testamento: las cartas enviadas en nombre y con la autoridad de Pedro (1 y 2 Pe), de Juan (1, 2 y 3 Jn), de Santiago y de Judas, además de la carta a los Hebreos y el Apocalipsis. Hasta ahora, la Escritura de los cristianos habí­a sido la misma de Israel, tomada básicamente de la traducción griega de los LXX. Pero esa Escritura empieza a tomarse ya como Primer Testamento, al que se añade el Segundo o Nuevo Testamento, con los escritos de los discí­pulos de Jesús.

Cf. R. E. BROWN, Las iglesias que los apóstoles nos dejaron, Desclée de Brouwer, Bilbao 1986; H. KOSTER, Introducción al Nuevo Testamento. Historia, cidtura y religión de la época helenista e historia y literatura del cristianismo primitivo, Sí­gueme, Salamanca 1988; M. Y. MACDONALD, Las comunidades paidinas. Estudio socio-histórico de la institucionalización en los escritos paulinos y deuteropaidinos, Sí­gueme, Salamanca 1994; W. A. MEEKS, Los primeros cristianos urbanos. El mundo social del apóstol Pablo, BEB 64, Sí­gueme, Salamanca 1988; A. PIí‘ERO e I. PELíEZ, El Nuevo Testamento. Introducción al estudio de los primeros escritos cristianos, Córdoba 1995; Ph. VIELHAUER, Historia de la Literatura Cristiana Primitiva. Introducción al Nuevo Testamento, los apócrifos y los Padres Apostólicos, Sí­gueme, Salamanca 2001.

IGLESIA
3. La Gran Iglesia

(-> judaismo). El despliegue del cristianismo está vinculado a la historia del judaismo de los siglos II-IV, y así­ podemos hablar de una separación polémica y creadora entre «judí­os nacionales o rabí­nicos*», cuyo testimonio ha sido recogido en la Misná, y «judí­os cristianizados o mesiánicos», que, a partir de la experiencia de Jesús, recrearon su identidad israelita en formas culturales abiertas al helenismo. Ese cambio forma parte de la crisis del judaismo, que acaba rechazando su simbiosis con el helenismo*, para tomar una forma rabí­nica, más vinculada a la cultura semita (hebrea, aramea) y al cultivo de la Ley que a la sabidurí­a griega.

(1) La Gran Iglesia. Elementos. En contra del judaismo nacional, los cristianos pudieron pactar con la cultura helenista y desarrollarse como la Gran Iglesia, luego triunfadora, porque contaban con unos elementos que marcan su diferencia: (a) Mensaje personal de salvación. En un mundo dominado por el miedo al destino, poblado de fuerzas astrales y poderes demoní­acos, los seguidores de Jesús ofrecieron la confianza en Dios Padre y la certeza de su amor más í­ntimo (dirigido a cada uno de los hombres y mujeres) y más universal (abierto al conjunto de la humanidad, asumiendo y desbordando incluso los esquemas del orden social dominante, representado por un Imperio romano que querí­a extenderse a todo el mundo conocido). En esa lí­nea se entendieron, sobre todo, los textos de Juan y de Pablo, (b) Opción por los pobres y vinculación comunitaria. Gran parte de los habitantes del imperio, por otra parte muy jerarquizado, se sentí­an desamparados y expulsados del orden social. Los cristianos, en cambio, a pesar de haber roto ese orden jerárquico (o quizá por ello), formaban grupos que garantizan identidad y asistencia a cada individuo, especialmente a los marginados, como ha puesto por ejemplo de relieve 1 Pe: la Iglesia puede presentarse como casa para muchos que no tení­an casa, (c) Fidelidad personal, confianza. Dentro de una sociedad donde se habí­an perdido los antiguos criterios morales de las diversas clases y todo podí­a comprarse, venderse y cambiarse (cf. Ap 13-14; 18,12-13), los cristianos se mostraban seguros de su vocación y dignidad, como hijos de Dios y portadores de una fraternidad sagrada que les uní­a a todos los hombres. En esa lí­nea resultaba básico el mensaje de Jesús, recogido especialmente por Mc y Le. * Capacidad de adaptación. Frente a otros grupos (especialmente judí­os) con un mensaje particular, que les aislaba del ambiente, los cristianos asumieron y cultivaron los valores universales del judaismo, del helenismo y del imperio, dialogando así­ con los restantes movimientos de la sociedad. La grandeza del cristianismo se expresaba en su misma «versatilidad», es decir, en su capacidad de apertura y diálogo, tanto en perspectiva social (opción por los pobres) como institucional (en su manera de recrear sus instituciones).

(2) La Gran Iglesia es resultado de una simbiosis. Muchos han dicho que el valor y riesgo del cristianismo oficial posterior está vinculado al «constantinismo», es decir, a la toma de poder. Pero eso es cierto sólo a medias. Antes de unirse al poder (a lo largo del siglo IV d.C.), el cristianismo, que viví­a en una situación de clandestinidad relativa, pudo desarrollar sus elementos distintivos, pactando con los valores y pretensiones de la cultura helenista y del Imperio romano, logrando así­ algo que no habí­an podido realizar los judí­os en tiempo de los macabeos*, cuando se opusieron judaismo y helenismo, Jerusalén y Atenas. Surgió de esa manera lo que suele llamarse la Gran Iglesia y en ella han influido tres rasgos que han determinado hasta el dí­a de hoy su estructura sacral, filosófica y social: un tipo de retomo al orden jerárquico del Antiguo Testamento, la filosofí­a griega y la administración romana: (a) Herencia sacerdotal del Antiguo Testamento. Frente al intento de Marción y de otros que querí­an separar el cristianismo de su fondo bí­blico, la Iglesia en su conjunto defendió su origen israelita, aceptando la Escritura de Israel, pero poniendo de relieve su propia independencia. En esa lí­nea acabó desarrollando un tipo de sacerdocio cercano al del viejo judaismo, (b) Cultura helenista. En general, los judí­os rabí­nicos rechazaron el pensamiento y orden griego; los cristianos, en cambio, lo aceptaron, interpretando el Evangelio como respuesta a las preguntas que la filosofí­a griega no habí­a podido responder. Des de esa perspectiva se pudo expandir un tipo de Iglesia, que vino a presentarse como principio de unificación sacral y de educación de Occidente, (c) Orden romano. En principio, el movimiento de Jesús no era jerárquico, sino mesiánico. No promoví­a un orden sacerdotal, ontológico e imperial, sino una experiencia de trascendencia amorosa, inmediata, vinculada a la comunicación igualitaria entre los hombres y mujeres, desde los marginados del sistema. En su identidad más honda, el movimiento de Jesús siguió siendo lo que era y así­ pudo expandirse en medio de una situación de rechazo e incluso de persecución, entre los siglos II y III, penetrando en las estmeturas del Imperio romano y asumiendo elementos vinculados a la cultura jerárquica del entorno. Pero, al mismo tiempo, se convirtió en una buena religión establecida, con un clero jerárquico y con un estructura sacral, centrada en la celebración de la Eucaristí­a, en la lí­nea de un culto de misterios.

Cf. J. COLSON, L†™épiscopat catholique. Collegialité et primante dans les trois premiers siecles, Parí­s 1963; Ministre de Je’sus-Christ ou le sacerdoce de l†™Evangüe. Tradition paidinienne et tradition Johannique de lepiscopat, des origines a Saint Irénée, Parí­s 1951; A. FAIVRE, Ordonner la Fratemite’. Pouvoir d’innover et retour á l’ordre dans lEglise ancienne, Cerf, Parí­s 1992; Naissance dime hiérarchie, Beauchesne, Parí­s 1977; X. PIKAZA, Una roca sobre el abismo. Historia y actualidad del papado, Trotta, Madrid 2006; H. Von CAMPENHAUSEN, Ecclesiastical Autliority and Spiritual Power, Hendrickson, Peabody MA 1997.

IGLESIA
4. Modelos

(-> amor). En principio, la Iglesia cristiana no implica un modelo único de vinculación, sino que ha tenido y tiene varios, que responden a las circunstancias sociales y culturales de los tiempos y lugares donde ella se ha extendido. A partir de los principios que ofrece el Nuevo Testamento, queremos ofrecer algunos modelos de Iglesia, desde una perspectiva social y de comunión.

(1) Modelos sociales. La Iglesia no nació ya formada, con un tipo de estructura y de organización ya determinada, sino que ella debió tomar los modelos que habí­a en su entorno, para adaptarlos al mensaje de Jesús, (a) Sinagoga. Pablo, judí­o, conoce y asume el modelo de reunión sinagogal, lo mismo que otros muchos cristianos de ori gen igualmente judí­o. Sus iglesias aparecen así­ como sinagogas mesiánicas, abiertas a la libertad y universalidad cristiana. Por eso, tenderán a recibir estructuras y servicios propios de ellas, con ancianos, escribas, servidores, etc. Este modelo está en la base de la Iglesia, pero resulta insuficiente, porque los cristianos no se distinguen por cultura y raza (nación) de las gentes de su entorno. Por eso, junto a la federación* de sinagogas judí­as, surgirá la comunión de iglesias cristianas, (b) Casa: familia ampliada (extensa). Este modelo está vinculado al tiempo del mensaje de Jesús y de sus seguidores galileos. Pablo sigue empleando este modelo: los cristianos se reúnen en la casa de algún «patrono» de cierta fortuna que les ofrece su hospitalidad, no para ser sus «clientes», sino para crear una familia mesiánica, de tipo igualitario y fraterno. De todas formas, es normal que el dueño/a de la casa tienda a verse como dirigente o responsable de la comunidad, en un camino que llevará a la patriarcalización del Evangelio, con el obispo como padre de familia del conjunto de la Iglesia, (c) Asociación voluntaria (club), escuela filosófica. Habí­a otros modelos de vinculación, tomados de las agrupaciones sacrales o culturales, festivas o funerarias: grupos igualitarios de encuentro o trabajo, que solí­an tener sus servidores (diakonoi) e inspectores (episkopoi), con una disciplina interna en plano económico y administrativo. Otras veces, el movimiento cristiano ha podido tomarse como escuela o asociación filosófica, con fines no sólo de conocimiento, sino también de organización social, como han mostrado luego algunos Padres de la Iglesia, (d) Cuerpo mesiánico. Pablo no tiene un modelo previo de iglesia, con estructuras fijas de gobierno y prácticas sociales (sacramentales) bien determinadas. Sus comunidades poseen muchos elementos comunes: predicación y enseñanza, profecí­a y plegaria, bautismo y celebración eucarí­stica, servicios asistenciales y comunicación personal. Pero en otros rasgos (incluidos los de tipo administrativo) pueden variar y han variado, en un proceso en el que Pablo y sus comunidades se influyen mutuamente. Pues bien, en el fondo de todos esos modelos, la Iglesia viene a presentarse en forma de comunidad mesiáni ca, como un grupo de personas a las que vincula y enriquece la palabra y presencia de Jesús resucitado.

(2) Experiencia de comunión mesiánica. Ejemplos fundamentales. Quien más ha desarrollado en el Nuevo Testamento el tema de la Iglesia ha sido Pablo y su escuela, sobre todo en su correspondencia con Corinto (amor*, carismas*). La Iglesia aparece en esa lí­nea como cuerpo* de Cristo y como novia mesiánica de las bodas de Dios (cf. 2 Cor 12,2; Ef 5,23-33; Col 1,18.24). Pero hay elementos eclesiales que han quedado bien delimitados en otros textos como el libro de los Hechos, el evangelio de Mateo y el Apocalipsis, (a) Hechos 2-4. Vida común. La iglesia de Jerusalén, sobre todo la que se desarrolló en torno a Santiago*, aun estando vinculada a la ley nacional de Israel, desarrolló una intensa experiencia de vida común, que Lucas* ha presentado como modelo para todas las iglesias: «Tení­an los bienes en común; vendí­an sus posesiones y las repartí­an entre todos, según la necesidad de cada uno» (Hch 2,44). Aquélla era, sin duda, una comunidad escatológica, en la lí­nea de otros grupos judí­os del entorno; pero ella poní­a de relieve una intensa experiencia de culminación mesiánica, lograda ya por Jesús. Se trataba de una comunidad de «pobres» en el sentido fuerte del término: «la multitud de los creyentes tení­an un corazón y una mente, y ninguno llamaba propios a sus bienes, sino que los tení­an en común…; y no habí­a entre ellos nadie que fuera pobre, pues los que poseí­an campos o casas los vendí­an y poní­an el producto de la venta a los pies de los apóstoles, que daban a cada uno lo que necesitaba» (Hch 4,32-24). Eran los pobres y nadie era pobre. Parece que en esa misma lí­nea se sitúan las referencias de Pablo, cuando alude a la comunidad de Jerusalén como iglesia de los pobres (cf. Gal 2,10; Rom 15,26). Este es para Lucas el modelo de todas las iglesias: una experiencia y proyecto de vida común, en el nivel espiritual y material, en lí­nea de libertad, no de imposición social o doctrinal, (b) Mateo 18. Organización común. La iglesia de Mateo no es congregación de creyentes intachables, compañeros según ley, cumplidores del derecho. Al contrario, ella es comunión de pobres (pequeños) perdonados, que se acogen y ayudan unos a otros (cf. Mt 18,1-14). Desde aquí­ surge el problema: ¿Puede mantenerse una comunidad desde el perdón? ¿Puede estructurarse algún tipo de iglesia desde el principio radical de la misericordia? Mateo no ha querido (ni podido) responder de una manera argumentativa, pero ha destacado tres elementos básicos para la formación de la Iglesia. La Iglesia puede marcar unas fronteras (Mt 18,15-17). En principio, ella se abre a todos, pero si alguno no acepta su apertura ni perdona, si rechaza al grupo entero y si se niega a vivir en actitud de gracia, queda fuera de la unión comunitaria. Así­ lo puede declarar la Iglesia entera, es decir, la comunidad reunida, distinguiendo de esa forma lo que es comunión (vida eclesial) y lo que es ruptura de comunión, es decir, lo que queda fuera de ella, en un mundo que tiene otras normas de conducta y otras formas de imponerse. Dios revela su perdón y amor por medio del perdón comunitario (Mt 18,18-20). Pero la Iglesia no nace de la expulsión, sino del perdón, es decir, de la acogida que se ofrece a los disidentes y distintos, en amor generoso. Ella no es una sociedad de limpios y perfectos, sino una comunidad de perdonados que se aman. Así­ se forma la iglesia rnesiánica, sin más principio de vida interior que el amor y sin más norma que el perdón. Por eso, los cristianos deben perdonar y perdonarse siempre, setenta veces siete (18,21-35). Eso significa que ella puede trazar fronteras, como ya hemos dicho, pero sólo a fin de perdonar mejor a todos.

(3) Apocalipsis. Iglesia novia. La Iglesia es múltiple y es una. La multiplicidad de las comunidades cristianas está representada por las Siete iglesias de Asia (Ap 2-3), simbolizadas por siete candelabros y presididas por siete astros o ángeles (1,9-20). La unidad de la Iglesia está simbolizada por la mujer celeste y perseguida (Ap 12) que se opone a la prostituta (Ap 17) y aparece al final como novia-esposa del Cordero y ciudad de reconciliación (19,7; 21,911), vinculada al Espí­ritu que dice a Jesús: ¡ven! (21,7). Ella se eleva como signo de verdadera humanidad (comunión gratuita de personas), abierta a todos los pueblos de la tierra, superando el nacionalismo de aquellos judí­os que se cierran en los lí­mites del pueblo y oponiéndose a la opresión idolátrica (violenta) de las bestias y la prostituta del Imperio romano.

Cf. R. AGUIRRE, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana. Ensayo de exégesis sociológica del cristianismo primitivo, Verbo Divino, Estella 1998; Ensayo sobre los orí­genes del cristianismo. De la religión polí­tica de Jesils a la religión doméstica de Pablo, Verbo Divino, Estella 2001; L. GOPPELT, Les origines de VEglise, Payot, Parí­s 1961; G. LOHFINK, La Iglesia que Jesils querí­a, Desclée de Brouwer, Bilbao 1986: X. PIKAZA, Sistema, libertad, iglesia. Las instituciones del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 2001; J. ROLOFF, Die Kirche im Nene Testament, GNT 10, Vandenhoeck, Gotinga 1993.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

La red de pescar de Simón Pedro, la Iglesia de Pedro, no es una red hecha para un grupito, para una minorí­a espiritual; es la red para una Iglesia popular, universal, capaz de abarcar a todas las gentes y a todas las categorí­as de personas. Esta enseñanza siempre ha sido muy necesaria en la historia de la Iglesia. Hallándose ante unos preceptos evangélicos tan sublimes, no pocos cristianos han tenido la tentación de reconstruir una Iglesia de pequeños grupos, de minorí­as, de hombres y mujeres muy selectos, casi una Iglesia que se distinguiera de la gran masa por una particular santidad, iluminación sobre los misterios de Dios y elevación de vida. Se trata de un deseo que puede tener detrás una sincera voluntad de expresar la altura de la Iglesia de Cristo. Sin embargo, en la imagen de la red de pescar, nos damos cuenta de que no se nos propone simplemente una Iglesia de minorí­as, sino una Iglesia que, sin quitar nada a las exigencias de los dones del evangelio, está abierta a los humildes, a los pequeños, a los sencillos, a los pobres, a los enfermos, a los que no cuentan, a todos aquellos que de alguna manera pueden encender la llamita de la fe y abrirse al candil de la caridad. Una Iglesia, por tanto, que requiere en sus pastores, en sus responsables, un gran corazón, una gran comprensión, una capacidad de misericordia, una mirada clarividente para proponer un camino educativo capaz de ayudar a todos, incluidos los más débiles, los más desposeí­dos, a dar pasos sinceros hacia esta plenitud de la red de Pedro.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

Este término se deriva del verbo griego kaléo («llamar»). En el uso común, mediante el prefijo ek-, designaba la reunión de los ciudadanos que en la polis griega gozaban de capacidad jurí­dica. En la versión griega del Antiguo Testamento el término traduce con cierta frecuencia el hebreo qahal, que en la tradición deuteronomista designaba a la comunidad de Israel en cuanto constituida por la alianza. Ausente de los evangelios (excepto en Mt 16,18 y 18,17), este término aparece en los Hechos de los Apóstoles y sobre todo en el corpus paulino. En los diversos usos neotestamentarios del término, se entiende a la Iglesia en sentido particular (asamblea en acto para el servicio litúrgico, pero sobre todo para la celebración de la cena del Señor, y comunidad establecida en un lugar o territorio), o bien en un sentido universal, es decir, el pueblo entero disperso por todo el mundo que ha sido reunido en el nombre de la santa Trinidad. Del griego se deriva el latí­n Ecclesia, de donde ha pasado a las lenguas latinas. El nombre Kirche (alemán) y Church (inglés), adoptado en las lenguas germánicas y eslavas, se deriva de la expresión bizantina (oikí­a) kyriaké (» casa del Señor»). Para comprender la realidad designada por este nombre hay que remontarse al designio libre y misterioso de Dios Padre de salvar a todos los hombres, llamándolos a la comunión consigo mediante su Hijo en la fuerza del Espí­ritu Santo. Debido a este origen trinitario, el concilio Vaticano II designa a la Iglesia como «misterio». Se trata de un proyecto eterno que se manifiesta y se realiza gradualmente en la historia desde sus comienzos. En este sentido la Iglesia, «prefigurada ya desde el origen del mundo, preparada admirablemente en la historia del pueblo de Israel y en el Antiguo Testamento, fue constituida en los últimos tiempos y manifestada por la efusión del Espí­ritu Santo, y se perfeccionará gloriosamente al fin de los tiempos» (LG 2).

En particular la eclesiologí­a procurará poner de relieve la raí­z histórica de la Iglesia, considerada en una fase preliminar en la llamada de Israel y de forma de6nitiva en la persona de Jesús, que reunió en torno a sí­ al Israel de los últimos tiempos y que en el misterio de su muerte-resúrrección comunica su Espí­ritu, consitituyendo mí­sticamente como cuerpo suyo a sus hermanos, llamados de todas- las gentes. A la luz del misterio pascual la Iglesia aparece como pueblo mesiánico que, «constituido por Cristo en orden a la comunión de vida, de caridad y de verdad, es empleado también por- él como instrumento de la redención universal y es enviado a todo el mundo como luz del mundo y sal de la tierra» (LG 9). De aquí­ – deduce la eclesiologí­a las grandes nociones con las que se indica el misterio de la Iglesia: pueblo de Dios, Cuerpo (mí­stico) de Cristo, sacramento de Cristo y del Espí­ritu, comunión. En el Nuevo Testamento y en la tradición patrí­stica es posible- encontrar igualmente una multitud de imágenes en las que se encuentra descrita la naturaleza í­ntima de la Iglesia.

Entre éstas recordemos las del rebaño y del redil, las del campo y la viña, las del edificio y el templo, y sobre todo la de Esposa; el valor simbólico de estas imágenes, importante va en el Antiguo Testamento, alcanza su plenitud definitiva en Cristo y en la Iglesia. Del conjunto surge en toda su vitalidad la realidad de la Iglesia, dotada en su conjunto de algunas propiedades esenciales que, indicadas en la expresión del sí­mbolo niceo-constantinopolitano, son: la unidad, la santidad, la catolicidad y la apostolicidad. Estas propiedades, que dimanan de su esencia y que están unidas establemente a ella, asumen también una importancia fenomenológica. Es decir, pueden hacerse visibles en el cuerpo eclesial por el hecho de que la Iglesia, precisamente por ser «misterio» es la actuación en el espacio y en e1 tiempo de los hombres del plan eterno salví­fico de Dios. Por consiguiente, es también un sujeto histórico , es decir, una realidad social y visible, activamente presente en la historia, influida por los hechos históricos y marcándolos a su vez en su camino hacia la meta final, a la que Dios llama desde el principio a la comunidad humana. Por esto la eclesiologí­a, mientras que reflexiona sobre el misterio de la Iglesia, la estudia también en su estructura de comunidad visible, organizada como sociedad según la voluntad del Señor Jesús.

En el evangelio de Cristo se indican las estructuras fundamentales e irrenunciables de la Iglesia. Dentro del único pueblo de Dios, donde subsiste una dignidad común de los miembros por su regeneración en Cristo, la gracia común de los hijos y la vocación común a la santidad (sacerdocio común de los fieles), «algunos, por la voluntad de Cristo, han sido constituidos para los demás como doctores, dispensadores de los misterios y pastores» (LG 32) (sacerdocio jerárquico o ministerial). Esta estructura del único pueblo de Dios se expresa también mediante el binomio «ministros sagrados laicos «. Por otra parte, pertenece también firmemente a la vida y a la santidad de la Iglesia el estado de los que, mediante la profesión de los «consejos evangélicos», se entregan totalmente a Dios sumamente amado, de manera que están destinados por un tí­tulo nuevo y especial al servicio y al honor de Dios (cf. LG 44). Articulada de este modo, la Iglesia se expresa como «comunidad de creyentes» que, en estrecha adhesión a sus propios pastores establecidos por Cristo, son reunidos por él mediante la proclamación del Evangelio, son santificados mediante los sacramentos y son enviados al mundo como testigos de su resurrección. Como tal, la Iglesia se expresa de forma eminente cada vez que celebra la Cena del Señor bajo la sagrada presidencia del obispo, rodeado de su presbiterio y de los diáconos; el obispo es el centro visible de la comunión en la Iglesia particular. Además, cada obispo, por el sacramento que ha recibido con el orden sagrado, está unido en comunión con todos los demás obispos, junto con los cuales forma un Colegio, que tiene al frente como cabeza al obispo de Roma, sucesor de Pedro, en quien Cristo estableció el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad de la fe y de la comunión.

«Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una Sociedad, se realiza en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos, en comunión con él, aunque puedan encontrarse fuera de su comunidad muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia la unidad católica» (LG 8). Esta misma Iglesia, debido al carácter misionero que le ha querido dar Cristo «ora y trabaja a un tiempo para que la totalidad del mundo se incorpore al pueblo de Dios, cuerpo del Señor y templo del Espí­ritu Santo, y en Cristo cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal » (LG 17).

M. Semeraro

Bibl.: Concilio Vaticano II, Const, dogmática «Lumen gentium» (21 de noviembre de 1965); J Auer, La Iglesia, Herder, Barcelona 1986; J Ratzinger La Iglesia, San Pablo Madrid 1992; R, Blázquez, La Iglesia del concilio Vaticano II Sí­gueme, Salamanca 1988; AA. VV , La Iglesia, sacramento de salvación, en R. Latourelle (ed.), Vaticano II Balance y perspectivas, Sí­gueme, Salamanca 1989, 259-450.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Mensaje cristiano sobre la Iglesia: 1. ¿Qué es realmente la Iglesia?; 2. El origen de la Iglesia; 3. La misión de la Iglesia; 4. La pedagogí­a de Dios. II. Presentación catequética de la Iglesia: 1. En la etapa adulta (30-65 años); 2. En la etapa de la infancia (0-5 años) y la niñez (6-Il años); 3. En la etapa de la adolescencia (12-14 y 15-18 años); 4. En la etapa de la juventud (19-29 años); 5. En la etapa de los mayores (65 años en adelante). III. Conclusión.

I. Mensaje cristiano sobre la Iglesia
En el credo, tras confesar que creemos en Dios Padre, en Jesucristo nuestro Señor y en el Espí­ritu Santo, afirmamos que, desde esa entrega confiada a Dios, aceptamos a la Iglesia como objeto de fe. No creemos «en» la Iglesia, pues sólo se cree en Dios, pero creemos que existe la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Y, situándola en este lugar del credo, afirmamos que tiene su origen en el misterio de Dios uno y Trino: en su designio de salvar a los hombres, llamándonos a la comunión de vida con él, por su Hijo, en el Espí­ritu Santo. La Iglesia, obra eminente de Dios, brota de la Santa Trinidad. Como dice el Vaticano II, aparece «prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la antigua alianza»; «se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espí­ritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos» (LG 2).

He aquí­ tres cuestiones que no debemos olvidar: 1) que la Iglesia entra ya en el plan de Dios al crear al hombre (cf Ef 1,10; 3,9), pues «el mundo fue creado en orden a la Iglesia» (Hermas, VI. 2, 4, 1); 2) que tiene tres etapas en tensión hacia el futuro (preparación en el Antiguo Testamento; constitución por Jesucristo y manifestación en pentecostés, y plenitud escatológica al final de los tiempos); 3) que tiene su raí­z y su fundamento en la Santí­sima Trinidad, por lo que es también misterio y comunión.

I. ¿QUE ES REALMENTE LA IGLESIA?
Pablo VI propuso al Vaticano II: «La Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí­ misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio, debe ahondar en la doctrina… sobre el propio origen, la propia naturaleza, la propia misión, el propio destino final» (ES 7). El Concilio asumió el reto y nos dio una doctrina jugosa.

a) Los nombres también hablan: Qahal-Ekklésia-Iglesia. Qahal es un vocablo de la tradición deuteronomista, que, entre otras cosas, significa «el grupo convocado por Dios para el culto, obligado a ciertas leyes y normas según la alianza establecida», una asamblea que está interesada por la alianza. Al traducir la Biblia del hebreo al griego, allá por el año 250 a.C., los LXX emplearon el término griego ekklésia para acoger el significado de qahal; y de él proviene Iglesia.

Casi dos siglos y medio después, san Pablo emplea con frecuencia este vocablo, que habí­a adquirido ya un significado religioso. Lo toma en tres sentidos: 1) para indicar a los cristianos de una ciudad, congregados para el servicio litúrgico (cf 1Cor 11,18); 2) para indicar a la totalidad de los cristianos de ese lugar, a la comunidad local (cf 1Tes 1,1; Gál 1,2; 1Cor 1,2); 3) para referirse a la Iglesia universal, entendida como un todo repartido por el mundo (cf Gál 1,13; 1Cor 10,32; 12,28).

b) La comunión, raí­z de la comunidad. «La Iglesia universal -dice el Concilio- se presenta como un pueblo congregado por la unidad del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo». La unión procede del Espí­ritu, que habita en la Iglesia, la construye sin cesar y la une en la comunión y el servicio (LG 4). Antes de ser una congregación de los fieles entre sí­, la Iglesia es comunión de los hombres con Dios «por la caridad que no pasará jamás» (1Cor 13,8).

El evangelista Juan presenta esta comunión como la unión vital del sarmiento con la vid, e insiste en que la vitalidad de los sarmientos depende de su unión con la vid (cf Jn 15,1-8). El concepto clave es permanecer en, que figura también en otros pasajes (cf Jn 6,56). Permaneciendo en Cristo por la fe viva, «estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (lJn 1,3).

Los santos Padres, cuando hablan de la Iglesia, se refieren a la comunidad de los cristianos bautizados y ungidos, entendida como un todo; es «el pueblo unido en torno al sacerdote y la grey que se adhiere fielmente a su pastor» (san Cipriano, Ep. 66, 8). Esta comunidad creyente alcanza su plenitud, dirá san Agustí­n, por la caridad y la unidad, que proceden de su unión con Cristo por la fe y los sacramentos, y porque la anima el espí­ritu de Cristo (cf Tract. Jo. Ev. 26, 13; 27, 6). Esta idea de la Iglesia-comunión pierde fuerza en los siglos posteriores, pero volverá a encontrar eco en la escuela de Tubinga, durante el siglo XIX, y hallará una bella expresión en la Mystici corporis y en el Vaticano II.

De esta comunión fontal del hombre con Dios, nace la comunión de unos con otros. Y al hablar de la Iglesia comunión, no debemos olvidar que la comunión es, en su dimensión más honda, un don que se nos da en el bautismo. Jesucristo hizo de la Iglesia una comunión de vida, de amor y de unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí­ (cf LG 9). Pero desde la vertiente humana, desde nuestra respuesta, la comunión es una realidad en camino, nunca lograda del todo. El Espí­ritu Santo «realiza esa admirable comunión de fieles y une a todos en Cristo tan í­ntimamente que es el principio de la unidad de la Iglesia» (UR 2). Pero nuestros pecados la retrasan y la destruyen. Y en nuestras relaciones mutuas se refleja, tanto la tensión de nuestra comunión con Dios hacia su plenitud como la debilidad con que acogemos dicho don. Asumir la grandeza del don y, a la par, la pobreza de nuestra respuesta, sin conformismo pero con profunda paz, significa dar un paso de gran alcance en nuestro ser-Iglesia.

Podemos decir que la Iglesia es la prolongación de la comunión trinitaria en nuestra historia humana. Dios Trinidad habita en nuestros corazones y se adueña de ellos, y en la medida en que acogemos su amor y participamos de su vida, reproducimos en nuestras comunidades la imagen de la comunión trinitaria.

Esta Iglesia comunión es la Iglesia cuerpo mí­stico, que tiene a Jesucristo por cabeza (Col 1,18) y al Espí­ritu Santo como alma que la une y vivifica. Mediante esa imagen, san Pablo quiere acentuar la inmanencia de Jesucristo en el Espí­ritu, como origen y principio vital de la Iglesia. Tal es la Iglesia sacramento, la Iglesia misterio: invisible en sus raí­ces, a la vez que sujeto visible e histórico, compuesto por la totalidad de sus miembros.

c) La Iglesia, pueblo de Dios. La presentación de la Iglesia como pueblo de Dios es uno de los logros más fecundos del Vaticano II. Se trata de una imagen bí­blica, recuperada gracias a la renovación de los estudios escriturí­sticos y patrí­sticos.

El término hebreo `am (pueblo) designa un conjunto de personas relacionadas por la consanguinidad. Componen un pueblo que vive en comunión porque entre sus miembros existen ví­nculos familiares. De ahí­ que la imagen bí­blica pueblo de Dios venga a significar una familia, en la que todos se consideran hermanos, porque reconocen a un único Dios como padre del pueblo, como su protector y redentor, su gó’el. Es una concepción que se remonta a los orí­genes (cf Ex 3,7; 8,16-19) y que adquiere su expresión más alta en el Deuteroisaí­as.

En el Nuevo Testamento, la Iglesia es presentada como el nuevo pueblo de Dios. En los escritos de Lucas aparece 80 veces, pero también es frecuente en los escritos de san Pablo y de san Pedro. La Iglesia es el verdadero Israel de Dios (Gál 6,16), el templo de Dios (1Cor 3,16). Con palabras de lPe, «vosotros sois linaje escogido, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad, para anunciar las grandezas del que os ha llamado de las tinieblas a su luz maravillosa; los que en un tiempo no erais pueblo de Dios, ahora habéis venido a ser pueblo suyo» (lPe 2,9-10). Así­, con claras alusiones a diversos pasajes bí­blicos, el autor identifica a los seguidores de Jesús con los herederos legí­timos del pueblo de Dios, y les atribuye las caracterí­sticas del pueblo de Dios del Antiguo Testamento.

Los santos Padres prestan notable atención al concepto pueblo (de Dios). Y sin ignorar el ministerio jerárquico, al hablar de la Iglesia como pueblo de Dios suelen referirse a toda la comunidad de bautizados y ungidos, que celebra la liturgia y ejerce la maternidad espiritual. Los Padres latinos tratan de resaltar, mediante este concepto, el carácter histórico y dinámico de la Iglesia. Pero cayó en desuso a partir del siglo V, aunque sigue presente en el lenguaje de la liturgia.

El Vaticano II vuelve a presentar a la Iglesia como pueblo de Dios, y esta categorí­a se convierte en un pilar básico de su eclesiologí­a (cf LG 9-17). Mediante ella, pone de relieve la continuidad entre Israel y la Iglesia; resalta la dignidad común de los cristianos; ayuda a superar el individualismo y el subjetivismo; ilumina el carácter de sujeto histórico y dinámico de la comunidad cristiana y su condición de pueblo entre los pueblos; y hace posible una articulación más armoniosa entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares. Pero tiene sus limitaciones, pues esta imagen no agota todo el ser de la Iglesia. Para dar su sentido pleno a la Iglesia comunión y para soslayar el riesgo de cierta unilateralidad, hay que vincularla a la noción de cuerpo de Cristo. Si la categorí­a pueblo de Dios pone de relieve el aspecto visible e histórico de la Iglesia, la categorí­a cuerpo mí­stico acentúa su dimensión espiritual e invisible.

2. EL ORIGEN DE LA IGLESIA. Los santos Padres presentan a la Iglesia como nuevo pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espí­ritu Santo, grey del Señor. Mediante estas imágenes bí­blicas tratan de comprender y explicar el misterio de la Iglesia y su origen.

En realidad, la cuestión de su origen y de su fundación por Jesucristo no surgió hasta la Reforma. Alcanzará su máximo interés en tiempos de la Ilustración y más tarde será una cuestión básica para la Apologética.

a) Jesucristo, fundamento de la Iglesia. Desde el siglo IV, la Iglesia se reconoce a sí­ misma, en los sí­mbolos de la fe, como apostólica. Esto quiere decir que está fundada sobre la misión (apostolado) que Dios Padre ha encomendado a su Hijo Jesucristo. El ha sido enviado al mundo (cf Jn 17,18; 20,21) para establecer la asamblea definitiva del nuevo pueblo de Dios. Y lo hace, transfiriendo su misión a los discí­pulos elegidos de antemano. Llamamos a la Iglesia apostólica porque descansa sobre el fundamento de los apóstoles; pero hay que tener en cuenta que la apostolicidad de estos descansa sobre la apostolicidad de Jesús de Nazaret, el Señor resucitado.

En cierto sentido, la Iglesia es el Hijo de Dios, es Cristo que sigue existiendo en el tiempo y en el mundo; es el Cristo entre nosotros (Newman). Pero conviene completar esta afirmación subrayando enseguida las diferencias entre Cristo y la Iglesia. Y aquí­ nos presta una preciosa ayuda la doctrina del Cuerpo mí­stico, pues nos presenta a Cristo como la cabeza, y a los cristianos como los miembros. Así­ pone en claro el señorí­o de Cristo sobre la Iglesia y la necesidad que esta tiene de escuchar, seguir y obedecer a Cristo.

b) Jesucristo, fundador de la Iglesia. Prefigurada desde la creación, empieza a prepararse a partir de la llamada de Abrahán, a quien Dios promete que será padre de un gran pueblo (cf Gén 12,2), y continúa en la alianza del Sinaí­, donde Israel es constituido pueblo de Dios (Ex 19,5-6). Los profetas denuncian la infidelidad de Israel, que ha roto la alianza (cf Os 1; Jer 2), y anuncian una nueva (cf Is 55,3; Jer 31,31-34), que toma cuerpo en la Iglesia.

Esta no viene después de Jesucristo como un movimiento que brota de la libre agrupación de sus seguidores y va tomando forma desde el pueblo. La Iglesia existió, por voluntad positiva de Jesús, después de la resurrección, y ella misma se entendió como fundación divina. El punto de partida fue la elección de los Doce, con Pedro a la cabeza (cf Mc 3,14-15), pues con ellos «formó una especie de colegio o grupo estable». Después de la dispersión producida por su muerte violenta, Cristo resucitado los congrega y los enví­a con la fuerza del Espí­ritu a continuar su misión (cf Jn 20,21-23). Y en pentecostés recibieron la definitiva y plena confirmación de esta misión (cf He 2,1-26).

Numerosas actuaciones de Jesús ponen de manifiesto su voluntad positiva de fundar la Iglesia sobre el núcleo de los Doce, sí­mbolo del nuevo Israel: la elección, su dedicación especial a ellos, su actuación en la última cena, el haberles encomendado continuar su misión… Como dice el Vaticano II, es Jesucristo quien hace de este pueblo mesiánico «una comunión de vida, de amor y de unidad, lo asume también como instrumento de redención universal y lo enví­a a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» (LG 9); pues «antes de ascender al cielo, fundó su Iglesia como sacramento de salvación y envió a los apóstolés al mundo entero, como también él habí­a sido enviado por el Padre» (AG 5).

Esta doctrina no pretende que podamos reconstruir históricamente todos los pasos por los que se llegó desde la función de los apóstoles a la de los obispos, ni que Jesucristo hubiera diseñado la estructura de la Iglesia y el desarrollo del ministerio en todos sus detalles. Como dice el padre Congar, «el Espí­ritu Santo no viene tan solo a animar una institución totalmente determinada en sus estructuras, sino que es verdaderamente cofundador».

c) La Iglesia, comunidad ministerial, es apostólica. Este pueblo de Dios no es un conjunto indiferenciado de personas. Según lCor 12,4-12, en él hay diversos ministerios y carismas, pues «a cada cual se le otorga la manifestación del Espí­ritu para provecho común» (12,7). Y es necesario recalcar este carácter ministerial de toda la comunidad, en la que no debe haber miembros pasivos.

Además, la Iglesia entera es apostólica, porque está edificada sobre «el fundamento de los apóstoles» (Ef 2,20), testigos escogidos y enviados por Jesucristo; porque, con la ayuda del Espí­ritu Santo, guarda y transmite el buen depósito (2Tim 1,13-14); y porque sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles mediante sus sucesores, los obispos. Como dice el Concilio, «con estos apóstoles (cf Lc 6,13), formó una especie de Colegio o grupo estable, y eligiendo de entre ellos a Pedro, lo puso al frente de él (cf Jn 21,15-17). Los envió, en primer lugar, a los hijos de Israel, luego a todos los pueblos (Rom 1,16), para que, participando de su potestad, hicieran a todos los pueblos sus discí­pulos, los santificaran y los gobernaran… y así­ extendieran la Iglesia y estuvieran al servicio de ella como pastores, bajo la dirección del Señor, todos los dí­as hasta el fin del mundo» (LG 19). Son los obispos quienes «por divina institución suceden en su puesto a los apóstoles, como pastores de la Iglesia» (LG 21), y ahora ejercen su misión con la ayuda de los presbí­teros, «juntamente con el sucesor de Pedro y sumo Pastor de la Iglesia» (AG 5).

d) La Iglesia, construida por el Espí­ritu Santo. Esta afirmación no debilita la de que Jesús es el fundador y el fundamento vivo y permanente de la Iglesia, sino que nos recuerda lo que dice el Vaticano II siguiendo a los santos Padres: que el Espí­ritu santifica continuamente a la Iglesia, la rejuvenece y la renueva sin cesar, mediante diversos dones jerárquicos y carismáticos (cf LG 4). Por eso se añadió al sí­mbolo de Nicea, en el concilio del año 381, que el Espí­ritu es «Señor y dador de vida».

Esta presencia activa del Espí­ritu en el pueblo de Dios hace que la Iglesia visible e histórica, hecha con nuestro débil material humano, sea una, santa, católica y apostólica. Durante el siglo pasado, la apologética creí­a poder demostrar estas notas y se basaba en ellas para probar cuál es la verdadera Iglesia. Hoy preferimos decir que dichas notas son objeto de fe. Creemos que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica, porque hunde sus raí­ces en el misterio de la Trinidad. Pero Dios actúa en lo terreno, histórico y débil; y su gracia se pone de manifiesto en la realidad visible de la Iglesia, como puede observar quien analice sin prejuicios su realidad histórica. A través de muchas realizaciones, la Iglesia aparece como signo muy elocuente de la presencia y de la acción de Dios en nuestro mundo. De forma que nuestra razón contempla por sí­ lo que habí­amos aceptado por fe.

3. LA MISIí“N DE LA IGLESIA. Para expresar mejor qué es la Iglesia, hay que hablar de su misión. Siguiendo el Vaticano II, citaremos aquellos datos que consideramos prioritarios.

a) Continuar la misión de Jesucristo. La misión de la Iglesia arranca de las misiones trinitarias, de la misión de Jesucristo, el Hijo, «enviado por el Padre, que nos eligió en el antes de la creación del mundo y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos porque quiso que todo tuviera a Cristo por cabeza» (LG 3).

Después de su muerte y resurrección, «apareció constituido Señor, Cristo y sacerdote para siempre y derramó sobre sus discí­pulos el Espí­ritu prometido por el Padre» (LG 5).

Así­ enriquecida, la Iglesia recibió «la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el reino de Cristo y de Dios» (LG 5). La Iglesia «pretende una sola cosa: que venga el reino de Dios y se instaure la salvación de todo el género humano» (GS 54), pues «la misión de la Iglesia tiende a la salvación de los hombres, que se consigue por la fe en Cristo y por la gracia» (AA 6).

b) Todo el pueblo de Dios es sujeto de la misión. Dice el Concilio que este pueblo mesiánico «es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación», y que Cristo ha hecho de él «una comunión de vida, de amor y de unidad y lo asume también como instrumento de redención universal y lo enví­a a todo el universo como luz del mundo y sal de la tierra» (LG 9). Esta presentación articula la visión de la Iglesia, en cuanto misterio, con su realidad de sujeto histórico verdadero y propio. El conjunto de los bautizados pasa de ser considerado destinatario del ministerio jerárquico a ser contemplado como sujeto activo de la misión de la Iglesia.

– Pueblo de Dios y sacerdocio común. A esta visión de todo el pueblo de Dios como sujeto unitario de la misión, contribuye la realidad enjundiosa del sacerdocio común de los fieles, que brota de la teologí­a del pueblo de Dios (cf LG 10-12). Los bautizados «quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo, para que ofrezcan, a través de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (LG 10). Es decir, «en cuanto incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al pueblo de Dios y hechos partí­cipes, a su modo, del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos les corresponde» (LG 31).

La innovación de Cristo consiste en que se pasa de un esquema de separación entre el sacerdocio y el pueblo en general, a una realidad de comunión y participación solidaria del único sacerdocio de la nueva alianza. Sin olvidar, por supuesto, que cada uno ejerce esta misión según el ministerio recibido, y que existe una diferencia esencial entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común.

– Pueblo de Dios y profecí­a. Pero dicha diferencia no puede hacernos olvidar que este pueblo mesiánico «participa también del carácter profético de Cristo». Además, el Espí­ritu Santo «reparte gracias especiales entre los fieles de cualquier estado o condición, y distribuye sus dones a cada uno según quiere para el bien común (lCor 12,11). Con estos dones, hace que estén preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios, que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia» (LG 12).

– Pueblo de Dios y realeza. Por el bautismo, Jesucristo, vencedor de la muerte y Señor de la historia, nos hace partí­cipes de su soberaní­a: nos da una libertad soberana, capaz de enfrentarse con el reino del pecado (cf LG 36). Libera nuestra libertad y nos convierte en un pueblo de reyes.

Esta realeza nos invita a ser señores de nosotros mismos, sin otro compromiso que el de dejarnos guiar por el Espí­ritu y seguir siempre la voz de Dios, que en eso consiste la santidad. Pero también nos invita a colaborar, cada uno según su ministerio, en la liberación integral de todos los hombres. Y una manera de hacerlo consiste en «dedicarse con empeño a que los bienes creados por el trabajo humano, por la técnica y por la civilización, se desarrollen, según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, al servicio de todos los hombres», y en «sanear las estructuras y condiciones del mundo, de tal forma que, si alguna de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan en vez de impedir la práctica de las virtudes» (LG 36).

c) «La Iglesia existe para evangelizar» (EN 14). Estos tres aspectos (sacerdotal, profético y real) se resumen en una hermosa palabra: evangelizar. Como dijo Pablo VI, «evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda» (EN 14).

Juan Pablo II ha presentado como opción preferente para toda la Iglesia la nueva evangelización. Pero nos ha hecho una advertencia sabia: el hombre es el camino hacia Dios. Si queremos que se nos tome en serio cuando presentamos a Jesucristo, debemos partir del hombre concreto: de sus desengaños, de sus preguntas o falta de preguntas, de sus conquistas, sueños y realizaciones históricas. Y desde ahí­, asumiendo el mundo como creación divina y lugar donde habita el Espí­ritu, la tarea hoy prioritaria es la evangelización.

4. LA PEDAGOGíA DE DIOS. La catequesis toma sus orientaciones fundamentales de la pedagogí­a de Dios, y las desarrolla bajo la guí­a del Espí­ritu Santo (cf Directorio general para la catequesis, DGC 143). La catequesis sobre la Iglesia ha de actualizar principalmente los siguientes principios de la pedagogí­a divina:
a) La salvación en comunidad. Dios inició la historia de la salvación llamando y salvando a Abrahán como padre de los creyentes, para llevar la salvación por la fe a toda la humanidad (cf Rom 4,lss). Jesús, Mesí­as salvador, funda la Iglesia, comunidad de salvados, para extender el Reino de la salvación a todos los hombres (Mt 28,18-29). La Iglesia anuncia y realiza la salvación, orientando hacia el Reino «que está entre nosotros» (Lc 17,21), y hacia ella misma, comunidad-sacramento del Reino (cf DGC 139-141). La salvación y liberación de Dios es comunitaria.

b) La llamada a la vida teologal. Jesús, promotor de la humanidad nueva mediante la predicación del reino de su Padre, invita a un modo de vivir, sostenido por la fe-confianza en Dios, la esperanza en el Reino y la caridad fraterna (cf DGC 140). Esta llamada a la vida teologal alimenta el cuerpo eclesial y realiza la salvación de cada hombre.
c) La Iglesia de la Trinidad. El Concilio (LG 2-5) recuerda la realidad trinitaria subyacente en el misterio de la Iglesia: «Así­ se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo» (LG 4). Por eso la Trinidad se hace visible en la vida y quehacer de la Iglesia: sus personas, su proyecto salvador, sus relaciones interpersonales, su unidad y pluralidad, su igualdad y comunión, su amor (Jn 4,8). Como la Trinidad, la Iglesia es comunión para la misión, comunión misionera (cf Mt 28,18-20), diálogo incansable y generoso con las personas (cf DGC 142-144).

El Vaticano II presenta a la Iglesia tal y como se percibe en los apartados anteriores.

II. Presentación catequética de la Iglesia
Ofrecemos aquí­ algunas pistas metodológicas generales y otras especí­ficas según las edades.

Al abordar esta catequesis, hay que tener en cuenta, quizá más que en otras realidades reveladas: 1) el contexto social, marcado por la comunicación y el mundo audiovisual, que exige una verdadera conversión, especialmente en los adultos. La visión del mundo como aldea global favorece los aspectos de aproximación, integración, unificación, comunicación y liberación de la Iglesia, pero también entraña peligros de individualismo, descomposición de la comunión, introversión, aislamiento y sincretismo; 2) el testimonio de comunidades eclesiales vivas y dinámicas -que resulta, hoy más que nunca, determinante-, que transparenten a la Iglesia en tiempos y espacios determinados.

Las pistas metodológicas especí­ficas según las edades las comenzamos por la etapa adulta, ya que su catequesis es punto de referencia para las catequesis de las otras etapas vitales (cf DGC 171).

1. EN LA ETAPA ADULTA (30-65 Aí‘OS).

En la edad adulta distinguimos dos perí­odos: de 30 a 49 años y de 50 a 65 años.

a) Adultos de 30 a 49 años. En este primer perí­odo, algunos datos a tener en cuenta podrí­an ser los siguientes:
– Maduración humana y religiosa. Esta es una etapa de unificación de la persona, que pretende afirmar su autonomí­a y profundizar en su responsabilidad profesional. Asume riesgos, y lucha ante las dificultades. Siente el reto de la fecundidad: busca abrirse camino y construir su vida, su familia, la sociedad. Tiene capacidad para la relación, potenciada por los medios de comunicación e informáticos. Padece de inseguridad en el trabajo y de dificultad de adaptación a trabajos ajenos a su propia vocación. Todo esto le hace sobrevalorar el bienestar, la felicidad inmediata, el confort egocéntrico, con el riesgo de orillar importantes valores humanos y religiosos.

A esta etapa no le va lo institucional. Confunde la Iglesia con la jerarquí­a y los religiosos. La considera aburrida, no le dice nada. Sin embargo, desde sus raí­ces religiosas, esta etapa se identifica con ciertos ritos y se sirve de ellos, pero sin reconocer su significado cristiano. Su práctica religiosa alcanza un nivel muy bajo.

– Pistas para la catequesis sobre la Iglesia. De cara a una precatequesis, se puede invitar a participar en pequeños grupos -heterogéneos en cuanto a edad y sexo-, de encuentro e intercambio de experiencias y opiniones, compuestos por cristianos adultos, en los que pueda experimentarse el reconocimiento de cada persona, la libertad, la cercaní­a cálida, la presencia viva de Jesús, la acción impulsora del Espí­ritu; es decir, grupos que sean experiencia y expresión de la Iglesia-comunidad, que viven la comunión en el amor fraterno, y los distintos carismas, dinamizadores de actividades, que transforman, de algún modo, la propia comunidad eclesial y el entorno social.

Para realizar una catequesis, se puede proponer a la Iglesia como la obra de Cristo -su fundamento y fundador- y del Espí­ritu; madre que engendra e impulsa la Vida; cuerpo vertebrado, dinamizado por los carismas del Espí­ritu; comunidad viva, no ritualista o costumbrista; pueblo de Dios integrado por personas de todas las edades. En él, estos adultos son sujetos activos para evangelizar, para buscar y encontrar nuevos areópagos donde presentar el evangelio al mundo de hoy, en diálogo abierto y franco con él, en corresponsabilidad con la jerarquí­a, cuya función de servir, alentar, coordinar e integrar en la unidad católica aceptan, así­ como para transformar a la sociedad, según los criterios evangélicos.

Se tendrá en cuenta el sentimiento y la experiencia humana y cristiana como elementos unificadores del creyente. En esta edad se celebran con frecuencia el bautismo, las primeras penitencia y eucaristí­a, e incluso la confirmación, de los hijos; son momentos aptos para vivir una catequesis sobre la Iglesia, como pueblo y familia de Dios, como cuerpo de Cristo y fraternidad en el Espí­ritu. Pero se ha de prever cómo continuar la formación de los adultos que lo deseen, en grupos cristianos.

b) Adultos de 50 a 65 años. En este segundo perí­odo, habrá que tener en cuenta los siguientes datos:
– Maduración humana y religiosa. Enraizada en la adultez, la persona intenta retener su vitalidad fí­sica y demostrar que sigue siendo útil, en un mundo que sobrevalora a los jóvenes. Si sufre la lacra del paro, su sensación de exclusión de inutilidad puede degenerar en depresión, con destrucciones irreparables en sí­ mismo, en la familia y aun en la sociedad. En estas edades, se desmembra la familia -estudios, matrimonio, independencia de los hijos…- y aparecen, en el horizonte, las primeras experiencias de soledad y una mayor consciencia de las propias limitaciones. Buscan evadirse de los problemas; pero se abren también perspectivas más positivas y hondas.

Las personas de estas edades van recuperando valores humanos del pasado; crece su capacidad de relativizar lo que antes consideraban absoluto. Parece resurgir lo religioso: recuperan la Iglesia y las prácticas religiosas, pero, en general, no como consecuencia de un encuentro vivo con Dios, con Jesús, sino atraí­das por lo religioso como misterio, sin captar la hondura de sentirse miembro de la familia de Dios, ni responsable de los otros. Algunos vuelven a colaborar con la comunidad eclesial, en especial la mujer. Es un perí­odo espiritual y pastoralmente interesante.

– Pistas para la catequesis de la Iglesia. Para una precatequesis, se puede proponer la Iglesia como lugar acogedor de encuentro, donde se celebra la vida, donde ño cabe el cumplimiento sino la sincera cordialidad, donde todos somos importantes y útiles y se valora la sabidurí­a de quien aprende con los golpes de la vida. Algunos pasajes bí­blicos de los Hechos de los apóstoles y las Cartas apostólicas pueden ayudar a leer el propio grupo como grupo de Iglesia; también ayuda el testimonio de cristianos que cuenten su experiencia eclesial renovada; todo ello sembrado de momentos oportunos de oración en común.

En una catequesis, será bueno destacar a la Iglesia como familia de Jesús, convocada por su palabra, que crea ví­nculos más fuertes que los de la sangre y se reúne en torno al Padre; como maestra de vida, que ofrece el contenido vital de la fe, enseña a superar dificultades y cansancios y valora la utilidad de todas las edades al servicio del reino de Dios; como comunidad viva, pueblo universal, que tiene en cuenta los carismas personales y la sabidurí­a acogedora, adquirida en la lucha diaria a lo largo de los años.

Hay que partir de la vida y tener en cuenta que esta edad peca de querer quedar bien con todo el mundo, incluso con Dios.

2. EN LA ETAPA DE LA INFANCIA (0-5 Aí‘OS) Y LA NIí‘EZ (6-11 Aí‘OS). a) Maduración humana y religiosa de los pequeños (0-5 años). El niño vive estos años seguro y feliz con los suyos. Es efecto de un estado general de confianza en quienes le atienden, especialmente en la madre, en sí­ mismo y en cuanto se percibe digno de tal confianza básica (E. H. Erikson). Este sentimiento le proporciona una conciencia rudimentaria de su identidad, que consolidará a lo largo de la vida, como base de una personalidad equilibrada. La familia es el ámbito primero donde despierta a ella y a las primeras relaciones grupales; es su primera educadora, como transmisora de valores para su personalización y socialización. Con frecuencia la socialización se amplí­a en las escuelas maternas o parvularios.

La confianza básica y demás valores interiorizados en el niño son condición indispensable para despertar -siempre con la ayuda divina- al sentimiento religioso, para abrirse a Dios. Este despertar conlleva: una actitud de confianza en Dios: «fiarse de él» y la intuición -más tarde convicción- de que la vida tiene sentido: «merece vivirse». El niño con esta confianza básica en la familia está abierto a fiarse de Dios, en quien creen los suyos; si experimenta felicidad, amistad, perdón, cariño incondicional de estos y demás valores, está predispuesto a valorar la vida. El despertar religioso nace en el clima afectuoso creado por los padres, y madura progresivamente con la educación del hogar. A esto llamamos personalización religiosa, que se complementa con la socialización religiosa, que muchos niños amplí­an en parvularios cristianos.

– Pistas para la catequesis (en realidad precatequesis) sobre la Iglesia. Esta edad del despertar de los niños bautizados a la relación afectiva con Dios y con Jesús es la etapa del paso de la fe habitual, sembrada en el bautismo, al acto de fe, mediante realidades significativas de la naturaleza y de la familia. Susurrarle: «Dios lo ha hecho para ti», cuando el niño contempla la flor, el pájaro… Decirle: «Â¡Qué bueno es Dios que nos quiere a todos como una mamá o un papá!», cuando se siente querido, protegido de sus miedos… La precatequesis puede ser comunitaria, si las parvulistas creyentes educan en el despertar religioso. Más aún, unos padres y familiares no creyentes o unas buenas parvulistas, si viven estos valores, aunque no expliciten a Dios, están sembrando en el niño semillas del Verbo, valores del Reino; una verdadera preparación evangélica, propia de la acción misionera.

Esta precatequesis sobre la Iglesia impulsará más el despertar religioso, si en la familia: 1) oran los padres con el niño, con silencios, recogimiento y coloquio afectivo y directo con Dios, aludiendo a cada uno de la familia; 2) se celebran las, fiestas, el domingo…, y en ellas se comenta la asistencia de los adultos a misa, vienen los abuelos, la comida es festiva… para honrar a Dios, a Jesús y darle gracias; 3) se cuentan narraciones bí­blicas -Moisés y el pueblo de Dios, David y el pueblo de Dios, Jesús y los apóstoles- en un tú a tú entre la madre-padre y el niño… Las parvulistas cristianas pueden favorecer el descubrimiento de la Iglesia con celebraciones muy sencillas, empleando expresiones de amor fraterno, etc.

b) Maduración humana y cristiana de los niños (6-11 años). El desenvolvimiento vigoroso de esta etapa lleva al niño a sentirse más integrado, más él mismo, afectivamente más estable, relajado, brillante en sus juicios, activo. Es la etapa de la propia iniciativa, con su planificación para acometer tareas, y de cierto sentimiento de culpa si no consigue las metas planeadas. Desarrolla gradualmente un sentido de responsabilidad moral y goza con el manejo de herramientas y útiles de trabajo (E. H. Erikson); el trabajo y el esfuerzo conformarán su personalidad. A la iniciativa se une el sentido de la industria: se somete a reglas para realizar sus trabajos, con atención y diligencia. La escolarización favorece este inicio de vida social. En ese encuentro con los demás descubre dos valores trascendentales: la justicia y la igualdad (M. Richard).

En su maduración religiosa, la familia continúa siendo el factor principal; sus relaciones con Dios son las aprendidas en la familia: amor y misericordia o lejaní­a y terror, aunque se abre a otros cí­rculos de socialización religiosa: profesores y compañeros cristianos, amigos, grupo de catequesis parroquial. Hoy muchas familias son religiosamente indiferentes y no alimentan el sentido religioso de sus hijos. Por esta increencia práctica o creencia no practicada, muchos niños no interiorizan ni la existencia ni el ser auténtico de la Iglesia. Sin embargo, al prepararse a los primeros sacramentos (penitencia y eucaristí­a), ellos y sus familias (sus madres) encuentran a la Iglesia en la comunidad parroquial. ¿Qué imagen de Iglesia se les ha de ofrecer a unos y a otras?
– Pistas para la catequesis sobre la Iglesia con niños entre 6 y 9 años. En estos niños, por edad y, en muchos casos, por familia, no se puede suponer el despertar religioso, ni la vivencia de sentirse en una comunidad cristiana. La catequesis de iniciación cristiana abre a los niños a las realidades centrales de la fe, entre las cuales está la lglpsia como familia. Esos mensajes centrales se hacen precatequesis de la Iglesia, si hacen referencia a los grupos experimentados por los niños: familia, amigos, compañeros de clase y profesor, grupo de catequesis con su catequista… Así­ captarán que la comunicación real con esos muchos, vivida por ellos mismos, tiene bastante que ver con el propio grupo de los amigos de Jesús. Hay que aludir a la comunidad de adultos y jóvenes de la parroquia y aun presentar a los niños a la comunidad parroquial. Más aún, conviene hacer con los padres una precatequesis de la Iglesia, invitándoles a una reunión con grupos parroquiales, que les ayuden con sus testimonios a descubrir el nuevo rostro de la Iglesia posconciliar. ¡La gran desconocida para ellos!
– Pistas para la catequesis sobre la Iglesia con niños de 9 a 11 años. Tampoco en estos niños podemos suponer, hoy, arraigados ni el despertar a la amistad con Dios Padre y con Jesús ni la vivencia comunitaria de la fe. La catequesis es necesaria, después de la primera eucaristí­a, hasta el final de los 11 años. Por su actividad industriosa hacia fuera, la vida afectiva de estos niños es menos intensa, y su relación con Dios y con lo religioso suele enfriarse. Pero su interés por los conocimientos históricos puede favorecer un acercamiento admirativo a la Iglesia-comunidad de los seguidores de Jesús, con testimonios de creyentes, de ayer y de hoy, de aquí­ o de tierras de misión. Todos ellos, en grupos de Iglesia, desarrollan actividades humanizadoras, convencidos de que Dios está con ellos y ellos son colaboradores de Dios. Convendrá: 1) narrar la historia bí­blica de Jesús en Palestina, dentro de la cultura judí­a: cómo llama a los discí­pulos, cómo estos lo siguen, cómo viven, cómo lo abandonan y cómo Jesús ya resucitado vuelve a reunirlos; cómo se extienden la Iglesia y sus comunidades a partir de pentecostés, y cómo el Espí­ritu sigue actuando hoy en la Iglesia y en el mundo; 2) narrar los hechos de la historia de la Iglesia en que se vea a personas que han seguido a Jesús y han fundado grupos eclesiales, dedicados a los necesitados: san Juan de Dios, san Francisco de Así­s, Santiago Alberione, Teresa de Calcuta…; 3) acabar las sesiones con momentos de oración comunitaria de admiración, de alabanza, de acción de gracias…, porque estas acciones las siguen realizando hoy los seguidores de Jesús.

Estas catequesis serán verdaderas, si el punto de partida no es la indiferencia, sino la fe. En este caso, la fe en la Iglesia crecerá hasta amar a la comunidad de Jesús, donde viven los que lo siguen y le dejan actuar a través de ellos. No olvidar la fuerza del grupo en catequesis, como rodaje de la experiencia de Iglesia y de sus miembros activos y corresponsables, hacia dentro y hacia fuera, para la comunión y para la misión. Si nos encontramos con grupos todaví­a no abiertos a la fe, habrá que hacer estos planteamientos más en lí­nea de precatequesis que de catequesis.

3. EN LA ETAPA DE LA ADOLESCENCIA (12-14 Y 15-18 Aí‘OS). a) Maduración humana y cristiana de los preadolescentes (12-14 años). La preadolescencia es época de reorganización, dolorosa y gozosa, de la personalidad del niño. Como reconoce el Directorio general de pastoral catequética de 1971, en ella empieza la trabajosa búsqueda de una nueva identidad personal (cf DCG 83). Es tiempo de introversión y de confusión en su vida. Para salir de esta desidentificación, tiende a identificarse con los héroes o lí­deres de la pandilla en que se arropa, como modelos de la identidad buscada.

El desarrollo intelectual al final de la niñez (9-11 años) y el brote confuso e incipiente de una nueva personalidad, desestabilizan su vida religiosa, hasta provocarle una crisis: tensión entre razón y fe, entre fe y ética, con perí­odos en que siente el apoyo de Dios y otros en que experimenta su total abandono o un temor sacro hacia él. También en el orden religioso, el grupo es el baluarte del preadolescente; sus confidencias religiosas las compartirá con pocos, pero el apoyo moral lo encuentra en grupos de clima religioso.

– Orientaciones catequéticas sobre la Iglesia. Por lo expuesto, el preadolescente, sobre todo si no ha participado en la catequesis de la niñez adulta (9-11 años), no es apto para una catequesis estricta de iniciación cristiana: orgánica, sistemática, integral y básica (cf DGC 65-68 IC 39ss). La educación de la fe para la mayor parte de los preadolescentes ha de desarrollarse entre la precatequesis y la catequesis, dado que la fe aparece inestable, necesitada de aliento y consolidación, aunque también necesita unos conocimientos sustanciales del mensaje de Jesús.

La precatequesis sobre la Iglesia puede apoyarse, sobre todo, en el grupo preadolescente. Este: 1) realiza acciones periódicas, por ejemplo, en favor de personas necesitadas -juegos con niños enfermos, recogida de papel para el tercer mundo, limpieza del barrio, campañas, funciones de teatro, rastrillos…- con la colaboración de todos; 2) reflexiona sobre lo hecho a la luz de pasajes evangélicos, en que grupos de discí­pulos se entregan a los demás, o a la luz de modelos cristianos de identificación: por ejemplo, Francisco y Clara de Así­s, su tiempo, su obra de reconstrucción de la Iglesia en ruinas; religiosos y seglares en la obra latinoamericana de Fe y Alegrí­a, en favor de niños y jóvenes sin porvenir, etc.; 3) termina orando todos juntos. La figura del animador es capital como modelo de identificación personal y como persona de Iglesia y de Espí­ritu. Hay que ofrecerles también una sí­ntesis del mensaje cristiano sobre la Iglesia en lenguaje significativo (cf DCG 188).

b) Maduración humana y cristiana de los adolescentes (15-18 años). El adolescente adulto persiste en la búsqueda de su nueva identidad. Ensimismado, toma lentamente conciencia de su propio yo, quiere afirmarse a sí­ mismo, autorrealizarse. Esto se da en común con los de la misma edad, de ahí­ su gusto por la vida en grupo. Con frecuencia se afirma a sí­ mismo oponiéndose a actitudes autoritarias, paternalistas, defendiendo su autonomí­a personal. Sufre por su inconstancia. Suele ser radical por una autosuficiencia que lo lleva al protagonismo. Le ilusiona su impulso vital. Por su sensibilidad, percibe hondamente la ternura y la belleza y siente anhelos de amistad sincera. A veces, decepcionado, busca salidas fáciles y placenteras.

Los adolescentes ahondan, con frecuencia, su crisis religiosa de la preadolescencia. Revisan crí­ticamente su religiosidad y construyen su vida religiosa a su gusto: religiosidad a la carta. Aceptan el hecho cristiano, pero con contenidos difusos. Muchos identifican a la Iglesia como una institución del pasado, sin utilidad para sus vidas. Rechazan las prácticas impuestas en su infancia. La mayorí­a de los adolescentes viven en esta nueva evangelización: necesitan ser llamados a la conversión a Jesús, el Señor, y a su causa, el reino de Dios, cuyo signo más cualificado es la Iglesia.

– Orientaciones catequéticas sobre la Iglesia. La precatequesis y catequesis de adolescentes están insertas dentro de una pastoral más amplia. Es frecuente celebrar en esta etapa el sacramento de la confirmación y la catequesis queda teñida por la referencia a él. En todo caso, se puede decir que la precatequesis y la catequesis de adolescentes sobre la Iglesia están muy cerca una de otra.

Hay que partir, en general, con una precatequesis para recuperar la conversión inicial al Salvador. En cuanto a la precatequesis sobre la Iglesia, puede ayudar el valorar entre todos al propio grupo con sus caracterí­sticas. Después se presentará la Iglesia como fraternidad: acogedora, cálida, viva, donde se sientan reconocidos, responsables de una tarea, y donde los adultos, firmes y seguros, son capaces de encontrarse, de dialogar con ellos, sin imposiciones; se rememorarán las comunidades de los Hechos de los apóstoles y de las Cartas apostólicas, y el estilo de vida de los primeros cristianos, y se evocará la raí­z de esta fraternidad y la de aquellas comunidades primeras: el espí­ritu del Padre y de Jesús.

En el último tercio del proceso preconfirmatorio, ya se podrí­a realizar una catequesis de iniciación cristiana, que proponga a la Iglesia como familia, que enriquece la vida recibida en el bautismo con el espí­ritu de testigos por la confirmación; como comunidad orante, en la que se vive una espiritualidad confiada, perceptible por los sentidos, que afirma la identidad de cada uno de sus miembros (contemplación); y como Iglesia al servicio del mundo, que les impulsa a corresponsabilizarse en la transformación del entorno, incluso de las estructuras de la sociedad (lucha).

Tanto en la precatequesis como en la catequesis, se cuidará la participación activa y el lenguaje simbólico, elemento básico del mundo audiovisual en que se mueven.

4. EN LA ETAPA DE LA JUVENTUD (19-29 Aí‘OS). a) Maduración humana y cristiana de los jóvenes. Los jóvenes, reticentes a la ley, a la autoridad y a la institución, se dejan estimular por personas de prestigio (consejeros), para caminar hacia un ideal de vida y abrirse a las relaciones sociales. Para ello es importante la independencia de sus padres, cosa no fácil por la escasez de empleo; la dependencia económica de la familia condiciona su libertad y autonomí­a; pero se esfuerzan por lograrla. El ideal de vida amplí­a horizontes hacia nuevas metas: casarse, tener hijos, asumir nuevas responsabilidades en el trabajo, en ONGs, en polí­tica.

En general, afirman creer en Dios y en Cristo, pero no en la Iglesia. Muchos la consideran como estructura de poder, limitadora de libertad, manipuladora de la personalidad, incoherente con el evangelio. Sus contactos con ella son esporádicos. Muchos se identifican con lí­deres carismáticos, cristianos o no, y con ciertas expresiones de religiosidad -cofradí­as, romerí­as, representaciones de la Pasión- en las que se sienten protagonistas, pero no comprometidos con la auténtica fe y sus consecuencias. Lo llamativo es que, cuanto más necesitan del evangelio para tomar decisiones vitales e iluminar el campo del amor y del trabajo, precisamente más alejados están de la Iglesia.

b) Orientaciones catequéticas sobre la Iglesia. Una precatequesis sobre la Iglesia se ha de presentar como una entrada en ese mundo de los valores que ellos mismos anhelan, distinto al que ofrece la sociedad de consumo. Pero, previamente, habrá que reconocer algunos errores de la Iglesia a lo largo de los últimos siglos: autoritarismo, educación por el miedo a la condenación eterna, vinculación a los poderosos, riqueza de la Iglesia, etc. Después, se puede presentar el rostro de la Iglesia madre, acogedora, samaritana, volcada sobre las miserias de sus hijos, los hombres… mediante obras de Cáritas, voluntarios, misioneros…

En la catequesis, se puede proponer la Iglesia como comunidad de discí­pulos que siguen a Jesús, firme, testimonial, auténtica; como lugar de encuentro de Dios con los hombres, en Jesucristo, cálida, acogedora, fraterna, solidaria con los débiles, liberadora y potenciadora de valores con los que nos invita a servir a los demás, a transformar el mundo: su misión es realizar el reinado de Dios, que es la fraternidad entre sus hijos. Así­, la catequesis ayudará a los jóvenes a pasar de una actitud introspectiva y egocéntrica a una actitud social, según la misión propia de todo miembro de la Iglesia.

Los catequistas serán testigos de los valores humanos y evangélicos y miembros de una comunidad cristiana, que integra todas las edades y testimonia, en la vida, la fe en el Dios de Jesucristo y su obra, una Iglesia para el mundo. A esta edad, de manera privilegiada, es primordial sentir el impacto de los testigos (cf EN 76 y 78). «Sentir es lo primero» (P. Babí­n).

5. EN LA ETAPA DE LOS MAYORES (65 Aí‘OS EN ADELANTE). a) Maduración humana y cristiana. Los mayores tienden a recordar el pasado con añoranza. Tienen necesidad de sentirse queridos, agudizada quizá por largos momentos de soledad, casi siempre no deseados. Necesitan sentirse útiles. Se resisten a los cambios. Cuando estos se producen, suelen acelerar su decrepitud, sobre todo si los sienten como perjudiciales.

Los mayores, en sus conversaciones sobre los acontecimientos, hacen referencia a Dios y a lo religioso en general, de manera espontánea, pero más por costumbre que desde una fe madura. Son pasivos; no se sienten miembros activos de la Iglesia. Para muchos, esta es una institución en la que siempre se aprende algo bueno, que ayuda; una seguridad para el futuro, para la otra vida. Otros, sin embargo, la consideran como una institución rica y poderosa, y la rechazan como algo negativo. Sobre todo a los hombres, les lleva a guardar, respecto de ella, un, escepticismo práctico.

b) Orientaciones catequéticas sobre la Iglesia. Para una aproximación de precatequesis, se les puede ofrecer la Iglesia como una familia cálida, acogedora, de la que frecuentemente están faltos, en la que se les reconoce, se les valora, se les ofrece amor y la calidad de vida que desean, como miembros que tienen mucho que aportar. Ella, como la sociedad, necesita su madurez y su riqueza experiencial. Cuando esto ocurre, los mayores se sienten revitalizados y son capaces de rendir lo increí­ble. La apertura al evangelio podrí­a hacerse con pasajes como las parábolas del Reino y los Hechos de los apóstoles; pero serí­a más eficaz aportar hechos de la historia de la Iglesia en que se palpe su condición de comunidad abierta, como Jesús, a las necesidades del mundo de los pobres, como experta en humanidad.

En un proceso ya de catequesis, se les puede ayudar a descubrir a la Iglesia como expresión de la comunidad trinitaria, la familia de los tres en la que nos integramos como hijos de Dios. Se les ha de recordar la mirada comprensiva de Dios a lo largo de su vida, así­ como la bondad de tantos cristianos y cristianas que los han acompañado en su larga historia. También se les puede ayudar a descubrir a la Iglesia como expresión temporal de la fraternidad plena y definitiva a la que la familia eclesial es invitada por el Padre. La Iglesia es la madre que acompaña en el último tramo de la vida con las celebraciones sacramentales, especialmente de la eucaristí­a, la penitencia y la unción de enfermos.

El catequista favorecerá un clima de confianza, que ayude a compartir y valorar los acontecimientos, y estará atento a la presencia del Señor en la vida de ellos. Potenciará una catequesis que rehabilite el sentimiento, la experiencia y el silencio contemplativo en los encuentros de los mayores con Dios y con Jesús, que les permitan sentirse a gusto cuando rezan y oran, y hasta familiarizarse con Dios, Padre siempre cercano cuando lo necesitamos, y que se manifiesta en quienes los rodean, los ayudan y los quieren.

III. Conclusión
Para terminar la catequesis sobre la Iglesia, conviene advertir que hemos considerado a la Iglesia como objeto especí­fico de catequesis, una realidad revelada que de ninguna manera puede estar ausente en la catequesis cristiana. Es una pieza clave del mensaje de Cristo. Pero la Iglesia no se conforma con ser catequizada de esta manera. La Iglesia es una realidad que impregna todo el mensaje cristiano; es expansiva y abarcante, colorea las otras realidades reveladas.

Por eso, la catequesis de la Iglesia ha de completarse con la catequesis que descubre a los creyentes la dimensión eclesiológica: de Marí­a, de los sacramentos, de la moral evangélica, de los ministerios profético y litúrgico, del servicio de la caridad, de la salvación-liberación cristiana, de la oración, de la vida teologal, de la realidad del pecado, del testimonio cristiano, etc. Esta eclesialidad del mensaje evangélico, incluso con otros armónicos o matices (cf DGC 105), pertenece también a la catequesis sobre la Iglesia.

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Juan Antonio Paredes Muñoz,
Francisco Pérez Pinel y
Francisco Molina de Gabriel

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

SUMARIO: I. La experiencia de la Iglesia en la historia: 1. La espiritualidad eclesial en la Iglesia antigua: a) Liturgia y sacramentos, b) La experiencia del martirio, c) La necesidad pastoral, d) Predicación apostólica y sentido eclesial, e) El diálogo con la cultura, J) El caso de san Agustí­n; 2. Eclipse de la espiritualidad eclesial en el feudalismo: a) El régimen de cristiandad, b) La reforma gregoriana; 3. Movimientos de reforma heréticos y cismáticos: a) La Iglesia entre evangelio de Cristo y reino del Espí­ritu. b) La instancia de lo cualitativo, c) Reino y revolución; 4. Movimientos de reforma ortodoxos: a) La humanidad de Cristo y la santificación de la Iglesia, b) Reforma católica y caridad pastoral, e) Entre obediencia y libertad, d) Piedad popular y representación vicaria; 5. Renacimiento y despliegue de la espiritualidad eclesial: a) La Iglesia, tema explí­cito de espiritualidad, b) Renacimiento eclesiológico y misterio de la Iglesia, c) El despertar de la Iglesia en las almas, d) Espiritualidad laica en época de democracia – II. Los caminos de la espiritualidad eclesial abiertos por el Vat. II: 1. La Iglesia, lugar de experiencia de la comunión con Dios: a) La Iglesia y el Padre, b) La Iglesia y Cristo, c) La Iglesia y el Espí­ritu; 2. La Iglesia, lugar de experiencia de la comunión fraterna: a) El nuevo pueblo de Dios, b) Por ministerios y sacramentos, c) Elite, masa o pueblo, d) Diáspora, unidad y pluralismo, e) Iglesia de pueblo e Iglesia institucional,,f) Colegialidad y comunión, g) Orden y jurisdicción, h) De la diócesis a la iglesia local. i) Autoridad y libertad; 3. La Iglesia. sacramento de salvación para toda la humanidad: a) La Iglesia, inserta en la historia de la salvación, b) La Iglesia, esencialmente en relación al mundo, c) La Iglesia, esencialmente misionera, d) Catolicidad y universalidad pastoral, e) Ecumenismo y sentido de la verdad,,f) Libertad de la Iglesia y libertad de conciencia, g) Iglesia, reino y comunión de los santos; 4. Maria y la espiritualidad eclesial.

I. La experiencia de la Iglesia en la historia
Ni la teologí­a, ni la pastoral, ni el compromiso de testimonio en el mundo agotan la vivencia eclesial, si bien se nutre de todas esas cosas. De ahí­ la importancia de cultivar expresamente la espiritualidad, sin la cual la Iglesia, en especial la Iglesia católica, corre el riesgo de convertirse en un cuerpo sin alma. La dimensión eclesial de la espiritualidad, muy viva en la patrí­stica, experimenta un eclipse durante el feudalismo, traspasa el medioevo en forma de instancia de reforma de la Iglesia, se afirma como caridad pastoral en la época tridentina, pero sólo en la época de las revoluciones, de los totalitarismos y de la democracia explota y se despliega plenamente.

1. LA ESPIRITUALIDAD ECLFSIAL EN LA IGLESIA ANTIGUA – No existe experiencia que no esté estructurada; no existe vivencia eclesial que no esté «informada». Los factores que informan la riquí­sima y viva espiritualidad eclesial de la Iglesia antigua y del perí­odo patrí­stico se pueden sistematizar y ejemplificar como sigue:

a) Liturgia y sacramentos. En la Didajé (fin del s. 1 d.C.) tenemos el testimonio más antiguo de la Iglesia apostólica sobre la liturgia vivida por las comunidades judeo-cristianas de ambiente sirí­aco. En las oraciones eucarí­sticas se dice: «Como este pan partido estaba esparcido por las colinas y, reunido, se ha convertido en una sola cosa, así­ se reúna tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino; porque tuya es la honra y el poder por Jesucristo en los siglos» (n. 9). Y también: «Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y para perfeccionarla en tu caridad, y recógela en tu reino, que le tienes preparado» (n. 10). Sorprende la claridad de algunas verdades vividas. La Iglesia es objeto de oración porque, aun siendo ya un fruto de la redención de Cristo y si bien a ella le pertenecen la gloria y el poder, no obstante debe ejercerse activamente aún sobre ella el señorí­o de Cristo glorioso para librarla del mal, perfeccionar su amor, reunirla en el espacio y en el tiempo y conducirla al reino preparado. Este señorí­o se descubre experimentando la salvación, es decir, siendo y sintiéndose asamblea de individuos salvados, y esta experiencia lo es a la vez de un camino de conversión y de santificación que recorrer para llegar al reino ya preexistente y preparado. Elementos de esta doble experiencia son la liberación del pecado y la santificación, la unidad de la dispersión en el espacio y en el tiempo y el perfeccionamiento del amor al Señor. No importa que esto se viva dentro del dualismo del judaí­smo tardí­o, que se expresa en la invocación: «Venga tu gracia y pase este mundo» (n. 10), o en la concepción apocalí­ptica, que hace del reino invisible y final algo preexistente e hipostáticamente subsistente. Lo que cuenta es que la comunidad es consciente de vivir en su interior la tensión entre iglesia y reino, entre santidad y conversión, entre unidad y diáspora, entre iglesia y mundo. De ahí­ la importancia del nexo iglesia-eucaristí­a. En la asamblea litúrgica, la comunidad, que se reúne para consumir juntos la cena del Señor, para darle gracias e invocar su vuelta, realiza una experiencia concreta de unidad, de salvación, de liberación del pecado, de perfección del amor; experimenta en sí­ el señorí­o de Cristo resucitado, que atrae y se da. La eucaristí­a hace a la Iglesia en su mismo acontecer. Como el grano esparcido por las colinas se convierte en el pan partido, así­ la comunidad dispersa por el mundo se convierte en asamblea de santos, en pueblo de Dios en camino hacia el reino.

La Tradición apostólica, de Hipólito de Roma, compilada en torno al 215, expresa, en cambio, el intento de fijar en la liturgia las adquisiciones tradicionales contra las innovaciones heréticas y de hacer de la liturgia un instrumento para defender la fe ortodoxa y la organización eclesiástica.

La liturgia de la ordenación de los ministros (obispo, presbí­teros, diáconos, etc.) supone la experiencia de una Iglesia como comunidad orgánica de pastores y fieles, en la cual los ministros, mediante la imposición de las manos, desarrollan la acción litúrgica verdadera y propia, y el pueblo participa de un modo articulado en ministerios y servicios no ordenados en el culto único de adoración y alabanza a Dios. La Iglesia, pues, difundida en el espacio y en el tiempo, ofrece dones a Dios por medio del obispo, y Dios, buen pastor, por medio del obispo apacienta al rebaño de Dios para la salvación de toda la humanidad.

Fuertemente integrista es la concepción subyacente a la praxis de la iniciación cristiana: la Iglesia es sociedad de santos; de ahí­ que, para ser plenamente incorporados a ella, es necesario recorrer un largo camino de purificación e iniciación, que culmina, después de la admisión a escuchar la palabra y al bautismo, en la participación de la eucaristí­a. Rigorismo comprensible por el creciente número de candidatos y para evitar el peligro de deserciones. La incompatibilidad de algunos oficios con el «status» cristiano testimonia no sólo el rigor moral, sino también la autosuficiencia cultural de esta tendencia tradicionalista, que deberá moderarse y, en definitiva, retroceder frente a una caridad pastoral más sabia.

b) La experiencia del martirio. En Ignacio de Antioquí­a (t 110 ca.) la experiencia del martirio tiene un profundo sentido teológico y eclesial. Sorprende la voluntariedad de su martirio. Exhorta a los romanos a no dar ningún paso en su favor: «Os suplico que no me mostréis un cariño mal entendido. Dejadme ser pasto de las fieras, por las cuales se alcanza a mi Dios. Trigo soy del Señor, y en los dientes de las fieras debo ser molido para convertirme en pan purí­simo de Cristo» (Ad Rom., 4). Aquí­ no aparece tanto el martirio, según ocurrirá luego, como consecuencia de negarse a sacrificar al emperador. En ese caso la motivación serí­a un testimonio contra la legitimación religiosa del poder, contra el cesarismo de la polí­tica. En las cartas que Ignacio escribe a lo largo del viaje está ausente toda preocupación por la incidencia social y polí­tica del cristianismo o por su incompatibilidad con ideologí­as terrenas. El motivo es exquisitamente teológico; sectas de herejes judaizantes, de tendencias docetistas y gnósticas, niegan la humanidad de Cristo y su pasión por considerar que Dios no puede padecer. Cultivan una interpretación peculiar de las Sagradas Escrituras, no participan con toda la Iglesia en la asamblea eucarí­stica y por eso están separados del obispo y siembran la división entre los presbí­teros. Hablan mucho y enseñan, pero hacen poco. Sólo queda realizar un gesto y motivarlo: el martirio. Es un hecho, no una palabra vana. Y un hecho que se hace palabra (cf Ad Ram., 2; 4d Efes., 15). Su significado no es una conformación genérica con la pasión de Cristo para así­ salvarse. Es demostrar la seriedad y lo concreto de la pasión de Cristo, que se pretende negar: «Si él (Dios) padeció sólo en apariencia… ¿a qué viene el estar yo encadenado? ¿Para qué estoy pidiendo ser echado a las fieras? Inútilmente voy a inmolarme. Si es así­, estoy mintiendo contra el Señor» (Ad Trall., 10; cf Ad Smyrn., 4). Debe ser un gesto voluntario, porque sólo él, al conformar con Cristo, explica el propósito: que él fue obediente al Padre y estuvo unido a él. Padeció en la carne para concordar con El en su espí­ritu, en el amor (cf Ad Magn., 7). Es la intuición infalible, el sentido vivo de una doctrina cristológica y trinitaria, aquí­ apenas esbozada, que desarrollará luego la iglesia antigua. Si Cristo no padeció verdaderamente en unión con el Padre, entonces tampoco la eucaristí­a es una verdadera pasión y resurrección de Cristo, que engendra la unidad de la Iglesia (cf Ad Rom., 7). Pero, entonces, la Iglesia no es una comunidad de individuos salvados y de personas unidas en el amor del Padre y de Cristo. Al obispo no le queda otra cosa que hacerse, con su cuerpo, trigo de Dios en favor de la unidad de su Iglesia. «Expiación vuestra soy yo, y me ofrezco, ¡oh efesios!, en sacrificio por vuestra Iglesia, la que por los siglos es celebradí­sima» (Ad Efes., 8; cf Ad Magn., 14). «Yo ofrezco mi vida por los que están sometidos al obispo, a los presbí­teros, a los diáconos» (Ad Polyc., 6). Sólo el martirio del obispo, «que está sujeto al episcopado de Dios Padre y del Señor Jesucristo», demostrando así­ con los hechos el carácter concreto de la pasión de Cristo llevada a cumplimiento por los cristianos (cf Ad Magn., 5), puede hacer tangiblemente presente en la Iglesia la unidad de amor entre el Padre y Cristo, y exigir, por tanto, que los fieles estén unidos en la obediencia al obispo y en la celebración de la única eucaristí­a (AdMagn., 5; Ad Fil., 4; Ad Smyrn., 8; etc.) [>Mártir 1].

c) La necesidad pastoral. También las necesidades pastorales determinan el desarrollo de la conciencia eclesial. Un caso singular lo tenemos en san Cipriano (t 258). El es un valiente defensor de la necesidad de la Iglesia para la salvación. Suyas son las famosas frases: «No puede tener a Dios por padre el que no tiene a la Iglesia por madre» y «fuera de la Iglesia no hay salvación». Sin embargo, en el curso de la polémica sobre la readmisión de los «lapsi» a la comunión eclesial y eucarí­stica, pasa de una posición inicialmente rigorista a una actitud de comprensión y benevolencia.

Durante la persecución de Decio, muchos cristianos cedieron a las presiones y ofrecieron los sacrificios prescritos (sacr icati), o al menos obtuvieron un certificado falso sobre el cumplimiento del decreto imperial (libellatici). Muchos de estos «lapsi» pidieron, sin embargo, ser readmitidos en la Iglesia. Las posturas dentro de ésta fueron varias, algunas blandas y otras duras. En un primer tiempo, Cipriano se alineó con los intransigentes, aunque admitiendo la posibilidad de una reconciliación. Luego, con ocasión de una devastadora epidemia, estimó que a los «lapsi» se les debí­a readmitir a la eucaristí­a si estaban enfermos. Finalmente, acabada la persecución, mientras se perfilaba en el horizonte otra, decretó que todos los «lapsi» inscritos ya en el orden de los penitentes pudieran reconciliarse inmediatamente.

No se trata de mero ablandamiento de la práctica pastoral, ni menos aún de una cesión en los principios doctrinales. Se trata, más bien, de una respuesta a las necesidades pastorales unida a una profundización de la conciencia eclesial y de la misma comprensión teológica. Como lo han puesto de relieve M. Flick y Z. Alszeghy, Cipriano mantuvo siempre el cuadro ortodoxo de pensamiento, cuya norma es la ley del evangelio, conocida mediante la Sagrada Escritura, interpretada según las directrices del obispo en unión del episcopado regional y con los obispos de todo el mundo, y habida cuenta del parecer del pueblo cristiano, aunque las opiniones sean opuestas. E igualmente mantuvo firmes los criterios de una actuación pastoral correcta, tales como la exigencia de los tiempos, la salvación de todos y la utilidad de curar las heridas. «¿Cómo se puede exigir que den su sangre por Cristo aquellos a quienes se ha negado la sangre de Cristo?» (Ep., 57,2).

d) Predicación apostólica y sentido eclesial. En la formación de la vivencia eclesial no hay que desvalorizar el «contenido» de la fe. No se puede comprender absolutamente la espiritualidad eclesial de la iglesia antigua y de la época patrí­stica sin hacer referencia a las luchas por la defensa y el desarrollo del sentido correcto de la doctrina. Alimentados por la predicación apostólica y por su tradición viviente, así­ como por el contacto con la liturgia y las Escrituras, sentido de la Iglesia y sentido de fe (o sentido tradicional) están indisolublemente entrelazados. Lo que Eusebio de Cesares llamará «sentido eclesial» encuentra su formulación ejemplar en ]reveo de Lyon (+203 ca.).

Erróneamente pretenden los gnósticos acogerse a una interpretación suya de las Sagradas Escrituras, erróneamente apelan a una tradición secreta, erróneamente exaltan la experiencia privada de la verdadera gnosis en cí­rculos iniciados. La verdad cristiana es una experiencia universal y ecuménica, se funda en una tradición pública y se nutre de las Sagradas Escrituras, interpretadas auténticamente a la luz de la predicación apostólica y del sentido eclesial de la universalidad de los fieles. El evangelio, en efecto, no es letra muerta, sino una realidad viva en el corazón de todos los fieles que se adhieren a la predicación de los apóstoles. Por eso la verdad se manifiesta como omonoia, como concordia en la fe de toda la Iglesia, dispersa en el espacio y en el tiempo e í­ntimamente «unida» en la proclamación de la verdad. El consenso interno a algunas proposiciones, creí­das por todos y desde siempre, se convierte en regla de fe, a cuya luz se han de interpretar las mismas Sagradas Escrituras. Pero antes aun que proposiciones recogidas en un credo común «tenemos como regla la verdad misma» (Adv. Haer. 2; PG 41, 1), donde está claro que la verdad es una realidad viviente en el corazón mismo de los fieles, en la totalidad de la Iglesia, que precede a su misma formulación y es capaz de tener en sí­ los instrumentos para rechazar cualquier intento de falsificación.

El sentido de la fe, difundido en la realidad total y orgánica de la Iglesia, se convierte más claramente en sentido tradicional con Vicente Lerí­n (t 450 ca.): «En la Iglesia católica hay que tener gran cuidado de retener lo que en todas partes, siempre y por todos se ha creí­do» (Commonitorium, 2: PL 50, 639). Ello nace de la necesidad de distinguir el patrimonio de la verdad de fe de las opiniones teológicas privadas, aunque lí­citas. La incomprensión de algunas frases del Lerinense ha llevado con frecuencia al inmovilismo: «Nada se ha de innovar, sino lo que se ha transmitido». «Abandonada la antigüedad, ha surgido la novedad» (Ib, 6: PI. 50. 646); o bien, al fixismo lingüí­stico: la inteligencia de la fe crece en cada uno y en todos «eodem sensu, eademque sententia» (Ib, 23: PI. 50, 668). En realidad, el Lerinense se referí­a a la necesidad de una relación reciproca entre el desarrollo, dentro de la identidad, de la inteligencia de la fe y la formulación de la misma, a la manera que el alma se desarrolla en relación con el cuerpo.

e) El diálogo con la cultura. La reflexión teológica en diálogo con la cultura, si bien arriesgada en la medida en que puede alejarse de la viva experiencia de la fe del pueblo de los fieles, es también un factor imprescindible de formación y desarrollo de la vivencia eclesial. Desde que paganos cultos, como Celso (s. u), dirigieron graves ataques al cristianismo basándose en argumentos filosóficos, ha resultado ineludible el diálogo del evangelio con la cultura. Dos momentos significativos de este diálogo están representados por Orí­genes y por el Pseudo-Areopagita.

H. de Lubac ha puesto de manifiesto cómo Orí­genes (185-254), al asumir la representación del mundo y las aspiraciones más auténticas de la cultura helení­stica, repensándolas y corrigiéndolas para hacerlas capaces de expresar la verdad cristiana, vinculó la ascensión intelectual hacia la verdadera gnosis con el proceso de interpretación de las Sagradas Escrituras. De forma que meditar la Biblia y captar en la letra no sólo la enseñanza ética, sino también la sustancia espiritual, se convierte simultáneamente en una liberación del mundo carnal y psí­quico hacia el mundo de la contemplación espiritual. Interpretar significa aplicar la palabra a uno mismo, a la propia alma, y captar el sentido profundo de la Sagrada Escritura (que, por lo demás, es Cristo mismo, Verbo hecho carne) más allá de la letra; significa alcanzar la verdadera gnosis (que es, sin embargo, rigurosamente conocimiento de fe) hasta poseerla con plenitud el último dí­a, cuando se manifieste el evangelio eterno.

El mismo De Lubac ha señalado en otro trabajo la relación, en la hermenéutica de Orí­genes, entre la Iglesia y el alma. Todo lo que en la Sagrada Escritura conviene a la Iglesia puede referirse también al alma. Existe una correspondencia entre el crecimiento espiritual del mundo y el del alma individual. El alma es el microcosmos de aquel macrocosmos que es la Iglesia, de suerte que todas las etapas superadas por la Iglesia en su peregrinación las encuentra el alma en sí­ misma en las vicisitudes de su vida. Podrí­a decirse: la ontogénesis mí­stica reproduce la filogénesis. El motivo es la misteriosa comunicación entre los miembros y el cuerpo entero, del mismo modo que hay comunicación entre Cristo, la cabeza, y la Iglesia. el cuerpo. El valor espiritual de esta indicación es evidente; vivir la iglesia, sentir la iglesia, conduce a un itinerario espiritual más expedito y completo.

Se debe observar que, detrás de la interpretación alegórica del Cantar de los Cantares, la literatura mí­stica posterior tradujo siempre el diálogo Cristo-Iglesia, entendidos como esposo y esposa, como diálogo entre Dios y el alma. Pero a menudo, como en san Juan de la Cruz, el sentido eclesial queda en el fondo y el alma individual ocupa toda la escena.

La reflexión de Dionisio el Pseudo-Ireopagita (hacia 500) para entablar diálogo con el neoplatonismo constituye otro momento delicado de la teologí­a patrí­stica. Su influencia fue grande, no sólo en la Iglesia ortodoxa y en la teologí­a bizantina, sino en todo el Medioevo cristiano y en la espiritualidad de Occidente. Según L. Bouyer, en Dionisio es central y peculiar la noción de jerarquí­a. Reconsidera la visión neoplatónica del ser, concibiéndolo como el Uno que se expande en lo múltiple a través de la escala jerárquica de los seres hasta los inferiores (de manera que sea coherente con la idea cristiana de creación), mostrando con ello el movimiento de los seres como proceso y retorno al Dios trinitario, incesante circulación de vida, de modo que tal jerarquí­a cósmica aspira a la asimilación y a la unión con Dios, aquel Dios uno y trino, inmanente pero infinitamente trascendente e indecible, del cual procede y hacia el cual es atraí­da. Mas es la Iglesia de Cristo la que hace posible y efectiva la aspiración de todo lo creado. Por eso se refleja en la «jerarquí­a celeste» y se modela como «jerarquí­a eclesiástica» en torno a Cristo, Logos encarnado. Con la iluminación de la palabra y con la liturgia terrena, que expresa y actualiza la liturgia celeste, con los varios ministerios jerárquicamente unidos, la Iglesia permite realizar la «conversión» o retorno de todas las cosas a Dios. desde los grados inferiores a los superiores. Entre éstos. los monjes pregustan y anticipan la unión más perfecta en el amor.

Orí­genes vinculó la experiencia de la Iglesia con la lectura de la Biblia; Dionisio, con la concepción del cosmos. Así­ le aseguraron a la civilización occidental el que interpretación del libro e interpretación de la naturaleza no quedaran separadas de la interpretación de la Iglesia, y ésta como el fruto más precioso.

f) El caso de san Agustí­n. Los factores de formación de la conciencia eclesial que hemos ilustrado se pueden encontrar en el singular itinerario de conversión de Agustí­n (354-430).

Es sabido que Agustí­n pasó de la filosofí­a materialista y de la práctica de una vida moralmente irregular al maniqueí­smo, para arribar a la filosofí­a neoplatónica, penetrada cada vez más del mensaje cristiano. J. Maréchal ha señalado la importancia de la experiencia eclesial en el punto decisivo de su itinerario espiritual, precisamente donde su misticismo neoplatónico asume ya sin ambigüedades los rasgos de la fisonomí­a cristiana. La exigencia moral de liberarse de la sensualidad le habí­a conducido al maniqueí­smo y al desprecio de la carne. La exigencia de vivir abiertamente la espiritualidad le habí­a llevado al neoplatonismo y a la búsqueda de la unión con Dios. La predicación de san Ambrosio y las oraciones de su cristiana madre le habí­an conducido al bautismo. Como observa L. Bouyer, todo esto sigue aún demasiado envuelto en el neoplatonismo y en la escisión entre corporeidad y espiritualidad, hasta que la liturgia le hace descubrir lo concreto de la Iglesia y con ello la lógica de la encarnación: «¿Qué necesidad tenéis de buscar a aquel (Dios) que habla, cuando está en vuestro poder ser aquel que buscáis? Sin embargo, no es un hombre solo; es un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, la Iglesia». Para ver a Dios no es suficiente dejar a un lado lo corpóreo, que para el neoplatónico limita al alma. Hay que acoger al Dios que viene en Jesucristo y que se hace en la tierra tabernáculo sensible en su Iglesia. Experimentar la Iglesia es preguntar sensiblemente la visión final de Dios.

La reflexión teológica y el debate pastoral le permiten luego a Agustí­n ampliar esta experiencia. La sustancia de la Iglesia es la caridad. No se trata sólo del tema neoplatónico según el cual el bien es «diffusivum sui», o de que el bien no puede ser poseí­do sino por todos juntos. Se trata más bien de entender que la caridad es participación de la caridad misma de Dios, y por ello la comunión en la caridad que se vive en la Iglesia es reflejo y comunicación de la caridad con que, desde la eternidad. se aman las personas de la Trinidad. Si en el De Trinitate llega a esta altura especulativa, ello no es solamente fruto de la reflexión sobre una experiencia personal y psicológica, sino que se debió asimismo al desarrollo en él de la caridad pastoral.

Es sabido que Pelagio, monje bretón (354-427), querí­a proponer a una cristiandad, no precisamente rigurosa y santa, la ví­a de un esfuerzo ascético para impedir el pecado y conquistar la santidad. Para promoverlo insistí­a en la bondad natural de la naturaleza humana (en orden a las cosas divinas) yen su capacidad de imitar a Cristo. Agustí­n restablece el primado y la necesidad de la gracia para obrar bien, dado el pecado de origen (y la absoluta trascendencia de Dios). Si bien no carente de tonalidades oscuras y dramáticas, la visión del hombre ofrecida por Agustí­n tendí­a exactamente a no hacer de la santidad divina una conquista de pocos, sino un don para muchos, incluso para los más sencillos. La respuesta a la gracia que ilumina, previene y salva es, además, para Agustí­n no tanto el esfuerzo ascético, también requerido, cuanto sobre todo la caridad, con la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a todas las cosas en Dios. El camino del monje no puede sustituir o contradecir la caridad del pastor o el recto esfuerzo mundano del «laico», del hombre del pueblo. No es un azar que el monaquismo instituido por Agustí­n sea «clerical», es decir, ligado a las tareas pastorales. Se puede comprender así­ su frase: «En la medida en que se ama a la Iglesia de Cristo se posee el Espí­ritu Santo» (In Joannem, 32, 8, PL 35, 1846).

2. ECLIPSE DE LA ESPIRITUALIDAD ECLESIAL EN EL FEUDALISMO – No ha faltado ni puede faltar a los cristianos una vivencia eclesial. No obstante, ha habido perí­odos en los cuales parece que no encontró caminos significativos de explicitación temática. De la Regla de san Benito (480-547) a la Imitación de Cristo (s. xiv), del De simplicitate christianae vitae, de Savonarola (1452-1498), a los Directorii, de Scaramelli (1687-1752), con frecuencia está del todo ausente en los escritos de espiritualidad la dimensión eclesial. Puede verse una motivación teológica general en la observación de que la Iglesia no puede anunciarse a sí­ misma, sino que ha de anunciar a Cristo al mundo, de suerte que la conciencia de ser Iglesia puede permanecer en sombra para evidenciar aquella transparencia. El amor a la Iglesia puede llegar a tal grado de purificación e identificación mí­stica, que se convierta en el amor de la Iglesia a su Señor y esposo. Pero también es posible encontrar motivos histórico-sociales e histórico-eclesiales. La conciencia espiritual de la Iglesia no puede nunca desligarse de las relaciones concretas internas del cuerpo eclesial, y éstas referidas a las relaciones más generales de una sociedad determinada.

Desde este punto de vista, el eclipse de la espiritualidad eclesial se debe al régimen de cristiandad y a la identificación práctica, cuando no teórica, entre sujeto eclesiástico y sujeto polí­tico.

a) El régimen de cristiandad. Las etapas de la formación del régimen de cristiandad (así­ como las de su progresiva disolución) son conocidas. Ya en Constantino (+ 337) se pasa del conflicto entre cristianismo e imperio a la reconciliación y al sostén recí­proco, de suerte que la Iglesia se ve forzada a asumir módulos de vida de la organización civil y legitimaciones teológicas del sacerdocio, preferentemente del AT. Cuando, luego, el imperio entra en fase de decadencia interna por la presión de los pueblos bárbaros, Gregorio Magno, papa grande y valeroso (590-604), asume tareas subsidiarias de dirección también social, civil y polí­tica, mientras inicia el proceso de evangelización de los bárbaros, y con ello de la nueva Europa. Entretanto, el cristianismo ha pasado progresivamente de las ciudades al campo, superando las resistencias paganas y acercando el clero al pueblo.

Con Carlomagno (+ 814) se forma el Sacro Imperio Romano, que experimenta, en la depresión cultural general, un cierto reflorecimiento de la teologí­a, la intervención del emperador en los asuntos religiosos y un esfuerzo de la organización feudal de la sociedad.

Es sabida la importancia central del monaquismo en todo este proceso. Nacido como fecunda «fuga del mundo» frente a la disolución civil y moral del imperio, vino a desempeñar un papel no sólo religioso y espiritual, no sólo de continuidad cultural y de civilización, sino también de agregación de la nueva estructura económico-social, providencial al faltar un poder central tanto en la Iglesia como en la sociedad civil.

Nada tiene de extraño que la espiritualidad monástica occidental adoptara un cariz ético-práctico, centrado en la oración y el trabajo, en el perfeccionamiento moral yen la obediencia y la alabanza a Dios Padre. El abad no representa a la autoridad eclesiástica, sino más bien a la autoridad misma de Dios. Esto no quiere decir que el monasterio estuviera aislado o separado en la Iglesia. Testigo de ello es el papel que representa en la disciplina penitencial; hacerse hermano converso es un factor privilegiado de penitencia. La liturgia se extiende a las poblaciones aldeanas vecinas. El abandono social y espiritual en que vive el clero fuerza a los monjes a asumir cada vez más tareas pastorales.

Análogo razonamiento vale para la sociedad civil. La importancia concedida al trabajo hace del monasterio un centro, a menudo poderoso, de vida social y económica, cuya estructura modela el feudalismo. La propiedad de las tierras, los campesinos ligados a la tierra que trabajan, la división del trabajo manual como distinto del intelectual, que los monjes poco a poco se reservan: una estructura autosuficiente y jerarquizada, en la que reina una relación personalista por la ausencia total de un poder público.

Feudalismo no quiere decir sólo régimen de cristiandad y confusión entre sujeto eclesial y sujeto polí­tico. Para la sociedad quiere decir falta de distinción entre lo privado y lo público, dispersión y anarquí­a de los centros económicos y sociales, mantenidos unidos a duras penas por el vasallaje y el control imperial. Para la Iglesia quiere decir falta de una organización unitaria y, por tanto, carencia de condiciones para una conciencia eclesial común. Significa imposibilidad de sostener y cualificar la dignidad del clero y la fecundidad de su ministerio pastoral. Significa, sobre todo, incapacidad de resistir a los abusos de los señores y a las injerencias del poder laico en las cosas religiosas. Como observa Lagarde, «esta edad enseña también que la Iglesia resiste más fácilmente los asaltos masivos de un estado poderoso y unitario que la sorda conquista de una multitud de poderes minúsculos, cada uno de los cuales actúa en su propio ámbito con el impulso irresistible de las fuerzas naturales.

b) La reforma gregoriana. Puede comprenderse entonces la carga revolucionaria de la reforma promovida por el monje Ildebrando; que subió luego al solio pontificio con el nombre de Gregorio VII (1073-1085). El se preocupa de garantizar la libertad y autonomí­a de la Iglesia, forzando la distinción entre poder eclesiástico y poder civil. Dos cadenas habí­a que quebrantar: a) el matrimonio o concubinato de los sacerdotes, con el cual el clero estaba ligado a la estructura feudal por medio de la sucesión hereditaria; b) la compraventa de cargos eclesiásticos, con los cuales los señores feudales controlaban el episcopado. La lucha por las investiduras (de los obispos por parte del emperador, pero también del emperador por parte del Papa) no es más que el fenómeno externo en que descargan aquellas contradicciones; de hecho, todo poder se basaba en una relación personalista de vasallaje y, por tanto, en un ví­nculo de fidelidad garantizado por una motivación sacra. Gregorio VII reserva para sí­ el derecho de nombramiento de los obispos, depone a los obispos simoní­acos (que han comprado el obispado con el feudo anexo), restablece el celibato de los sacerdotes y le recuerda al emperador que el lazo de fidelidad por parte de los súbditos puede disolverlo la autoridad espiritual. La libertad y autonomí­a de la Iglesia no puede garantizarse más que con el desarrollo del ejercicio directo e inmediato del primado de Pedro. Comienza la centralización de la Iglesia en torno a la potestad pontificia a través del instrumento del derecho canónico, al que se otorga vigencia universal, de la ampliación de la curia romana y de los legados pontificios y del sistema fiscal centralizado.

Si la figura de iglesia que sale de ahí­ es exactamente la que hoy, sobre todo con el Vat. II, se intenta redimensionar mediante la recuperación de verdades teológicas y eclesiales quedadas en sombra, no hay duda de que la reforma gregoriana inició un proceso de cambio profundo, tanto en el plano de la sociedad civil como en el interno de la Iglesia.

En el plano temporal echa las bases para la superación del mismo sistema feudal e, indirectamente, estimula la formación del estado moderno. En efecto, all encaminar a la Iglesia y su organización jerárquica hacia motivos más rigurosamente pastorales y a una lógica autónoma, privará de un importante pilar de la vida social a la estructura feudal. Al diferenciar al sujeto eclesial del polí­tico, al promover la autonomí­a organizativa de la Iglesia y darle un poder central, estimulará a la autoridad temporal a hacer otro tanto, a buscar un poder central fundado en principios nacionalistas, a basar la legitimación no ya en un ví­nculo personal y sacro de fidelidad, sino en motivos polí­ticos y autónomos (véase Felipe el Hermoso: 1268-1314). Se establecen las condiciones para el nacimiento del espí­ritu laico. En el plano eclesial da lugar a una dialéctica interna entre los tres estados de vida: monjes, clérigos y laicos. El monaquismo, sostén de la reforma ¡piénsese en la figura de san Pedro Damián (1007-1072) y más tarde de san Bernardo (1091-1153)] agota su función histórica primaria, pero no sale humillado; antes bien, sirve todaví­a de inspiración a la espiritualidad del clero y de los laicos. El clero queda incomparablemente promovido. Es verdad que no posee todaví­a una espiritualidad propia [hay que esperar a la escuela de san Sulpicio (s. xvii) y, más claramente aún, al Vat. II]; pero queda liberado de la sujeción a la tierra y al poder señorial y encaminado hacia un ejercicio desplegado de la pastoral (si bien sólo el concilio de Trento lo conseguirá ampliamente). La libertad del Papa es libertad para los obispos; la libertad de los obispos es libertad para el clero, y viceversa. Mientras se genera una indudable clericalización de la Iglesia (el clérigo vive en un estado de vida «separado»), se abre dialécticamente el espacio a los movimientos laicales y, por tanto, a una espiritualidad laica.

Si los bogomilias y los cátaros tienen una derivación cristiana no genuina, veteada de maniqueí­smo; si la pataria milanesa puede considerarse como un fenómeno limitado de reacción a la corrupción del clero; si algunos movimientos tienen desenlaces heréticos o cismáticos, como los valdenses y los lollardos, mientras otros conservan un carácter ortodoxo y de ví­nculo eclesial, sin embargo, desde los hermanos de la vida apostólica a las beguinas y a la»devotio moderna», los factores comunes parecen ser su carácter laico y, las más de las veces, su organicidad con la nueva clase ascendente, la burguesí­a ciudadana.

Desde este punto de vista, también las órdenes religiosas, en especial la fundada por Francisco de Así­s (ca. 1182-1226). pueden considerarse en sus orí­genes como movimientos laicos atentos a los nuevos fermentos de la vida ciudadana. El que luego la previsora atención de los pontí­fices les confiriera un carácter más «clerical», de inserción en la vida cultural y en la organización unitaria de la Iglesia, es un testimonio de la importancia y de la capacidad de soldadura entre los dos polos de tensión.

3. MOVIMIENTOS DE REFORMA HERETICOS Y CISMíTICOS – Sin embargo, las órdenes religiosas no pudieron impedir que se produjeran aquellas dolorosas rupturas que todaví­a hoy nutren la polémica religiosa y que tienen su raí­z en el alto medioevo, en la Iglesia surgida de la reforma gregoriana: la ruptura entre Cristo y la Iglesia, entre Iglesia institucional e Iglesia del pueblo, entre Iglesia y reino de Dios. Desde el medioevo a la época contemporánea, la espiritualidad eclesial vive preferentemente en forma de anhelo de una reforma de la Iglesia con el intento de conciliar aquellas rupturas. A pesar de la grandeza de la obra de Gregorio VII, la Iglesia que sale de ella se presenta, de hecho, como una Iglesia poderosa, rica, que quiere influir y dirigir la cristiandad, clerical y jurista. No es posible reducir a un único común denominador los diversos impulsos y tendencias reformadoras de la Iglesia. Se puede, en cambio, identificar los rasgos comunes de aquellas aspiraciones, así­ como los gérmenes de su desenlace herético y cismático, o bien ortodoxo y efectivamente regenerador.

a) La Iglesia, entre evangelio de Cristo y reino del Espí­ritu. Los modos y la profundidad de la crisis se pueden estudiar en la obra del monje cisterciense calabrés Joaquí­n da Fiore (1145-1202). El distingue en la historia tres tiempos: el del Padre, que se extiende de la creación a Cristo; el del Hijo, que va del Hijo a la época contemporánea; el del Espí­ritu, que está próximo a llegar y a regenerar el mundo instaurando su reino terreno milenario. Es discutible si entendió realmente la venida del Espí­ritu como totalmente escatológica, o si su evangelio eterno no es otra cosa que la sustancia espiritual del mismo y único evangelio de Jesucristo, que debe desarrollarse en la historia hasta su plenitud. Si es hereje, su error consiste en no haber comprendido que el Espí­ritu se lo dio Cristo resucitado a la Iglesia de una vez por todas y que una división de la historia en perí­odos que distingue (por no decir opone) las personas de la Trinidad divina no es viable, puesto que cada una nunca obra si no es en compañí­a de las otras. De cualquier modo que se lo interprete, su pensamiento es expresión de una desviación del reconocimiento del misterio de la Iglesia. No consigue ver en la Iglesia actual su nexo pleno con el evangelio de Cristo, ni en la comunidad actual de los creyentes a la Iglesia de los santificados por el Espí­ritu, por lo cual establece como expectativa totalmente futura aquel reino milenario que, en realidad, está ya dado, si bien de manera oculta y germinal. Bien mirado, su utopí­a del reino milenario, en el que reinará la justicia, la pobreza y la comunidad de los bienes bajo la guí­a de los monjes, verdaderos hombres espirituales, es bastante regresiva, puesto que tiende a perpetuar un mundo ya en declive y a asegurar un nuevo papel al monaquismo, que está llegando al final de su función hegemónica en la Iglesia y la cristiandad. A pesar de ello, su pensamiento, por más torcido que sea, influirá no al azar en muchos movimientos espirituales y populares, desde los franciscanos «espirituales» de Angelo Clareno (1247-1337) al comunismo de ciertos anabaptistas (s. xvi) y a los furores pauperistas de Savonarola. Habí­a comprendido, finalmente, la dificultad del reconocimiento pleno del misterio de la Iglesia y habí­a encendido el fuego de la tensión entre evangelio e Iglesia, entre Iglesia institucional, poderosa y rica, e Iglesia popular, espiritual y pobre, entre reino de Dios y comunidad histórica.

Mas fue con Wyclef (1320-1384) cuando el malestar y las tensiones adquirieron la forma de una verdadera alternativa histórica. Las clases que surgí­an de la cristiandad medieval hací­a tiempo que presionaban para que se reconociera el derecho de propiedad junto con la exigencia de un estilo de vida más laborioso y evangélico que el ofrecido por clérigos y feudatarios. Entretanto, a pesar de la exaltación del poder pontificio llevada a cabo por Gregorio VII, la Iglesia experimentó una grave crisis en suvértice, debida también a los impulsos nacionalistas y a las teorí­as conciliaristas, crisis que culminará en el llamado «cisma de Occidente» (1378-1449). Se deseaba una nueva ordenación de la misma estructura constitucional de la Iglesia. Resultó fácil recoger en un sistema único de pensamiento las aspiraciones reformadoras tradicionales: la vuelta al evangelio y a la absoluta normatividad de la Sagrada Escritura frente a los sofismas de los escolásticos y los gravosos intereses de la tradición; el rechazo, sutilmente maniqueo, de los ministerios y de los sacramentos en favor de una autogestión laica de la comunidad y de un compromiso ético dimanante del significado de los gestos litúrgicos; la neta oposición entre Iglesia espiritual de los santos (que tienen derecho de propiedad) e Iglesia institucional, poderosa, rica y corrompida (que no tiene derecho a poseer y a ejercer el ministerio). La mecha encendida por Wyclif explotó con J. Huss (1369-1415), el infatigable , reformador bohemio; pero sólo encontró su plena madurez y su desenlace cismático con M. Lutero (1483-1545).

b) La instancia de lo cualitativo. Los rasgos teóricos de la reforma de Lutero no son muy diversos de los de Wyclef y de toda la tradición reformista. En Lotero, sin embargo, son más robustas y profundas las lí­neas de una espiritualidad eclesial. En rigor, ni siquiera se podrí­a hablar de una espiritualidad como disciplina distinta y separada, desde el momento que ésta quedó del todo absorbida en la «fe» que nace de la escucha de la palabra. Unico punto legí­timo de partida para el conocimiento de Dios, la palabra evangélica absorbe toda la calidad de la existencia cristiana. Por eso la vida espiritual es radicalmente sólo la vida de la fe, mediante la cual el hombre, de pecador que era, se reconoce salvado. De suerte que también la Iglesia es radicalmente sólo una criatura de la palabra viviente. Su sustancia es el evangelio mismo, no los creyentes. Es la palabra la que convoca a los creyentes y hace de ellos una comunidad de santos. La escisión tradicional entre Iglesia y Evangelio queda superada de manera radical. Como también es superada la escisión entre Iglesia santa e invisible e institución visible y pecadora. Es la palabra, en efecto, la que constituye a la Iglesia en cuanto santifica a sus miembros pecadores. La verdadera Iglesia, pues, es sólo la de los santos; y las notas que permiten reconocerla son el evangelio puro y la recta administración de los sacramentos. Por eso la ordenación eclesiástica y los ministerios no tienen razón de ser, sino en cuanto y en la medida en que expresan el puro acontecimiento del evangelio y de la santidad que produce. Así­ se supera también la escisión entre clérigos y laicos (lo mismo que el estado de vida monástico); nadie en la Iglesia es objeto de cura pastoral; sólo puede ser objeto de la palabra, puesto que, en definitiva, es la palabra sola la que administra la misericordia de Dios y todos somos sujetos suyos. Se entiende que no existe tampoco separación entre comunidad de los santos y reino de Dios; la historia, en efecto, sólo es inteligible en cuanto movida por la palabra de Dios; y por eso, mientras la humanidad camina corrompida hacia su destrucción, es salvada por el evangelio la porción de humanidad fiel, según se manifestará en los últimos dí­as, que ya están cerca. Entretanto, el reino de Dios vive oculto en una historia y en un mundo ambiguos.

Podrí­a decirse que en Lutero la instancia de lo «cualitativo» cristiano y eclesial asume su forma más radical y exclusiva. Mas esta radicalidad y exclusividad constituyen también el grave lí­mite de la reforma. La cualidad vive a expensas de «reducciones» graví­simas. El evangelio devora por completo la ordenación eclesial; lo propio hace el reino de Dios con la Iglesia; el laico absorbe totalmente al sacerdote (y al monje). La Iglesia se dispersa y se confunde en la cristiandad (que es, por lo demás, la de la clase ascendente, la burguesí­a, con la cual se corresponde la reforma), sin que la distinga apenas otra cosa que la disciplina de la palabra y de la fe interior.

e) Reino y revolución. Quien pierde inexorablemente es el alma revolucionaria y marginada por la reforma que presenta Th. Müntzer (1490-1525). Tenemos aquí­ no el centralismo de la palabra de Dios, sino la experiencia del Espí­ritu vivida por la comunidad eclesial. La Iglesia no es una criatura abstracta y aérea de la palabra, sino un pueblo concreto, una cristiandad llamada a conocer a Dios en una revelación abierta, no fijada en la letra muerta de la Sagrada Escritura, sino que vive en el corazón de los hombres. Müntzer veclaramente que la justicia imputada por la fe desemboca en el quietismo; no cambia moralmente al individuo ni el orden social existente. En realidad, para conocer a Dios en lo í­ntimo del corazón es preciso luchar duramente contra las pasiones carnales. Si no consiguen conducir al pueblo a la santidad y al conocimiento de Dios los ministros de la Iglesia católica (no puede conducir a la experiencia del Espí­ritu el que no tiene experiencia del Espí­ritu), mucho menos pueden conseguirlo los predicadores luteranos, que sustituyen a la Iglesia jurista y papista por el ministerio de las universidades y de la exégesis. Mas la palabra de Dios no es una palabra muerta, cuyo juez es un teólogo carnal, sino una palabra viva al servicio del crecimiento del pueblo. La Iglesia tiende aquí­ a identificarse poco a poco con la clase proletaria. Esta identificación nace de la crí­tica de la doctrina de Lutero de los dos regí­menes. La autoridad polí­tica no tiene, como quiere Lutero, el cometido de mantener el orden exterior, sino de reprimir a los malvados y favorecer la santidad del pueblo. Al establecer una separación abstracta entre Iglesia y autoridad polí­tica, en realidad Lutero legitima el abuso de los poderes y convence con la predicación a los pobres de que estén sujetos a ellos. La autoridad polí­tica controlada por el pueblo debe acelerar, de hecho, el fin del «quinto reino», el de la alianza entre el poder espiritual y el poder temporal, y luchar por la instauración del reino de Dios, en el cual no haya ya conflicto entre Iglesia visible e Iglesia de los santos.

Movido por las preocupaciones decididamente pastorales, rota la unidad con la Iglesia católica, a Müntzer no le quedó otra salida que llevar a las últimas consecuencias los principios de la reforma (frente a sus soluciones conservadoras), hacia una lucha de los campesinos y de los obreros contra los prí­ncipes y los burgueses. Testimonio de que las reformas luterana y müntzeriana, ésta mucho más, permanecen ligadas a la identificación medieval entre iglesia y cristiandad, sin encontrar en la búsqueda de lo «cualitativo» eclesial un camino de salida.

4. MOVIMIENTOS DE REFORMA ORTODOXOS – Caracterí­stico de la tradición reformadora ortodoxa es, por el contrario, el rechazo de la oposición entre Cristo e Iglesia, entre Iglesia institucional e Iglesia santa y/o popular, entre Iglesia y reino de Dios. Ella lucha y sufre por la santidad de la Iglesia histórica y visible y por su reforma, pero sin pensar, en la búsqueda exasperada de lo «cualitativo» cristiano, en trastornar el ordenamiento eclesial recibido normativamente del NT e intentando formular poco a poco nuevas relaciones en la distinción frente al ordenamiento civil y polí­tico. Hay que observar, sin embargo, que esta tradición católica en su desarrollo acentuó excesivamente, a causa también de las tendencias heréticas y cismáticas, la defensa de la Iglesia institucional (véase contrarreforma) y puso sordina a la tensión escatológica lo mismo que a la radicalidad de la referencia evangélica.

a) La humanidad de Cristo y la santificación de la Iglesia. Una figura muy significativa de la reforma católica es la de santa Catalina de Siena (1347-1380)10, en la cual destaca netamente una espiritualidad eclesial auténtica. Es significativo el hecho de que Catalina, como Müntzer, el reformador popular no burgués, parta también de la experiencia espiritual y del problema del discernimiento del Espí­ritu, y que ambos, desde este patrimonio mí­stico, desemboquen en una acción pastoral reformadora, si bien de un resultado muy diverso. La experiencia espiritual de Catalina, en efecto, está fuertemente arraigada en la humanidad crucificada y gloriosa de Cristo.

Ello le permite, en la experiencia del alma individual, no separar el diálogo con el Padre de la palabra evangélica de Cristo o ésta del don del Espí­ritu Santo. Conocimiento mí­stico de Dios, revelación bí­blica y experiencia del Espí­ritu están profundamente unidos en la realidad concreta del costado abierto de Cristo, vivo en la eucaristí­a, en los ministerios y en la Iglesia. Por eso la reforma de la Iglesia brota únicamente de la caridad crucificada del Verbo encarnado, el cual llama al hombre a colaborar y a todos los fieles a trabajar activamente en la viña del Señor para restaurarla. Esto se realiza comprendiendo y amando al corazón de Jesús, que manifiesta el amor del Padre. Hay que pasar del temor servil (el ordenamiento eclesiástico puramente jurí­dico) a la caridad, que acepta sufrir por la salvación de todos. Tenemos aquí­ una vuelta neta a la espiritualidad eclesial centrada en la noción de sustitución vicaria y enla comunión mí­stica entre santos y pecadores. El que es santo pide sufrir con Cristo por la conversión de los pecadores, porque un lazo misterioso une a la comunidad eclesial, e incluso a todos los hombres. No es un lazo puramente invisible, sino orgánico. De hecho lo establece el Verbo encarnado, el cual nos une indisoluble y personalmente a los sacramentos y a los ministerios. De ahí­ que los santos deban rezar por la santificación de los ministros y de los pastores y fustigar con amor sus vicios y sus defectos. Con amor, porque no se puede prescindir de los ministros, aunque pecadores y corrompidos; de hecho, los sacramentos que ellos administran tienen valor en virtud de la acción de Cristo resucitado, y no por su santidad personal. Y mucho menos se puede recurrir al poder temporal para castigar a los pastores corrompidos. El cometido del poder polí­tico, en efecto, es promover la justicia, y no la santificación de la Iglesia. Esta es sólo obra de Cristo y de los fieles que aceptan sufrir con su corazón, haciendo crecer la caridad en el cuerpo mí­stico de Cristo. La misma caridad de Cristo guí­a al discernimiento interior, a la profecí­a exterior, a la caridad social (que es el verdadero problema de la cristiandad y el secreto del mantenimiento de los estados) y a la caridad pastoral.

b) Reforma católica y caridad pastoral. Así­ quedan delineadas las directrices de la reforma católica. Perfección espiritual y compromiso para la santificación de la Iglesia aparecen frecuentemente unidos en los escritos y en las obras de muchos religiosos, desde santa Catalina de Ricci (1522-1590) a santa Marí­a Magdalena de Pazzi (1566-1607). La caridad social encuentra, especialmente en Italia, un fervor de iniciativas asistenciales, que constituirán a la larga el tejido vinculativo de la solidaridad social, ausente en el estado, primero, de los señores, absoluto luego y, finalmente, liberal. Pero, junto al poderoso impulso misionero hacia el nuevo mundo, el dato más caracterí­stico de la reforma católica es la primací­a de la caridad pastoral. La figura de obispo que sale de la reforma tridentina, representada simbólicamente por san Carlos Borromeo (1538-1584), rompe definitivamente con la confusión feudal entre sacerdocio y autoridad polí­tica. Aunque la influencia de la Iglesia en la dirección de la cosa pública tienda a seguir bajo la forma de la «potestas indirecta» (san Roberto Belarmino: 1542-1621), sin embargo, la pastoralidad de los ministerios no da ya lugar a equí­vocos. Los obispos tienen obligación de residir en las diócesis, se combate la acumulación de cargos eclesiásticos, con las visitas pastorales se ejerce el episcopado o la vigilancia sobre la enseñanza del catecismo, sobre la administración de los sacramentos y sobre la cura pastoral de los párrocos. El obispo, en una palabra, vuelve a ser el buen pastor que da la vida para que Cristo crezca en los fieles.

e) Entre obediencia y libertad. Aspectos negativos y limitaciones los hubo. La espiritualidad eclesial tiende, a partir de la contrarreforma, a hacerse inflexible en una defensa apriorista de la jerarquí­a, dando origen a una especie de voluntarismo eclesiástico. Escribe san Ignacio de Loyola (1491-1556) en las «reglas para obtener el verdadero sentido de la Iglesia militante», al término de sus «Ejercicios espirituales»: «Debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así­ lo determina’. Esto se corresponde con el carácter batallador y pragmáticamente apostólico de la espiritualidad ignaciana y, por tanto, jesuí­tica. En los Ejercicios espirituales se pide escoger la bandera, realizar una elección de campo teórica y práctica, de fe y praxis, por la Iglesia y contra sus enemigos históricamente individuados. Y ello incluso en detrimento de las verdades naturales e históricas que pueden encerrarse en la posición de los adversarios. Lo que cuenta es escoger aquella parte históricamente determinada que lo incluye todo en sí­ potencialmente.

Se dice que la frase arriba referida iba dirigida contra el humanismo individualista de Erasmo de Rotterdam (1467-1536), enteramente carente del sentido de Iglesia. Pero nada podrí­a contra el humanismo mucho más ortodoxo de santo Tomás Moro (1478-1535), el cual con su testimonio y su martirio anticipa los derechos de la libertad de conciencia. Desgarrado entre la fidelidad a su rey y la fidelidad a la Iglesia, Tomás Moro acepta subir al patí­bulo no por una fidelidad apriorista a las razones del Papa, sino para no pecar contra la propia conciencia, condenando así­ su alma. Convencido de la verdad de las razones de la Iglesia, conjura a su soberano a mostrarle sus razones y a convencerle de que lo blanco es negro. Al no hacerlo, se inclina bajo el hacha para no contradecir la persuasión de su conciencia. Una desgarradora tensión entre obediencia a la autoridad y libertad de conciencia ha surgido no fuera, sino dentro de la misma espiritualidad eclesial.

d) Piedad popular y representación vicaria. En la época de los estados absolutos y del iluminismo no hay desarrollos significativos de la espiritualidad eclesial. El nuevo equilibrio de alianza entre trono y altar no favorece la explicitación temática de la realidad de la Iglesia en la espiritualidad. Esta, sin embargo, alcanza precisamente en este perí­odo su época clásica. También la teologí­a atiende preferentemente a los temas antropológicos de la relación entre naturaleza y gracia. Mientras en la moral oficial hay que buscar un equilibrio entre laxismo y rigorismo, la piedad popular, ausente de estos excesos y sostenida por una religiosidad humana y afectiva (san Alfonso de Ligorio: 1696-1787), se desarrolla como un filón subterráneo que se inclinará, a través de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y al Corazón Inmaculado de Marí­a, en el s. xix, a coincidir con el movimiento de exaltación del primado del Romano Pontí­fice (1870).

Hay que subrayar el papel de la piedad popular y de la espiritualidad de las devociones, porque en ellas viven y se mantienen presentes temas de espiritualidad eclesial ausentes de la teologí­a docta. J. Ratzinger ha subrayado el valor cristológico y eclesial de la devoción al Sagrado Corazón. En él alienta el tema de la representación por amor que Jesús ejerce ante el Padre en sustitución de nuestra incapacidad de vencer sobre el pecado. La devoción al amor herido de Cristo expresa nuestra voluntad no sólo de reparar por amor las ofensas inferidas por los hombres. sino también de suscitar, mediante nuestra voluntaria aceptación por amor de los sufrimientos, la gracia de la conversión de los pecadores. De este modo se vive antes de ser pensado el misterio de la Iglesia, que es en el mundo servicio de salvación para muchos y signo eficaz de la solidaridad de todo el género humano.

El nexo entre movimiento mariano y principio petrino lo ha destacado H. U. von Balthasar. La devoción a Marí­a y la comprensión viva de su maternidad espiritual respecto a la Iglesia y a los cristianos desarrollan enormemente el sentido eclesial y, de hecho, están í­ntimamente unidas con la comprensión y el amor por el ministerio del Romano Pontí­fice.

Sin embargo, no rara vez estos movimientos populares de devoción adquieren tonos apocalí­pticos y catastróficos con la ingenua tendencia a individuar en la avanzada de las fuerzas históricas innovadoras los signos premonitores de los conflictos entre la Iglesia y el anticristo, que preceden al fin.

5. RENACIMIENTO Y DESPLIEGUE DE LA ESPIRITUALIDAD ECLESIAL – La espiritualidad eclesial experimenta un verdadero y auténtico renacimiento en la época contemporánea. La Revolución francesa (1789), con su fuga hacia un proyecto de sociedad programática y abiertamente laica, con su intento de transición democrática, lleva a la madurez los frutos de la distinción entre poder espiritual y autoridad polí­tica, los frutos del espí­ritu laico, que desde hací­a tiempo se habí­an ido formando. Tampoco el intento de restauración católica puede evitar la novedad revolucionaria, y se ve forzado a asumir elementos de las nuevas concepciones, hasta asimilar la fecundidad positiva de las libertades civiles, de la democracia y de las instancias de la nueva socialización.

a) La Iglesia, tema explí­cito de espiritualidad. La espiritualidad eclesial se convierte en factor no colateral, sino esencial, y a menudo decisivo, de la perfección cristiana. Así­ lo vemos en A. Rosmini (1797-1855). En sus Massime di perfezione, por primera vez después de mucho tiempo de literatura espiritual, enumera entre los «fines del obrar cristiano en simplicidad» no sólo «desear única e infinitamente agradar a Dios, es decir, ser justo» (máxima primera), sino también «dirigir todos los pensamientos y acciones propios al incremento y a la gloria de la Iglesia de Jesucristo» (máxima segunda) y, asimismo, «permanecer con perfecta tranquilidad respecto a todo lo que sucede por disposición divina, no sólo en relación a sí­ mismo, sino también en relación a la Iglesia de Jesucristo, obrando en favor de ella según la llamada divina» (máxima tercera).

Trabajar por la Iglesia, ser Iglesia, mantener la tranquilidad espiritual en los sufrimientos propios y de la Iglesia, a causa de la Iglesia y por parte de la Iglesia, se hace finalidad espiritual explí­cita, lugar en el que se desarrolla la verdadera perfección cristiana.

Se ha de observar también que por Iglesia no se entiende ya, como en santa Catalina de Siena, los ministros sagrados, sino toda la comunidad de los fieles. de la cual los obispos y el Papa son «parte esencial», no caduca. Al ser puesta en tela de juicio toda la Iglesia en su mismo ser por parte de la ruptura revolucionaria, se adquiere entonces conciencia de la totalidad de la Iglesia como cuerpo mí­stico de Cristo (con esta expresión santa Catalina, poco rigurosa en el uso de los términos teológicos, entendí­a, no al azar, la sola jerarquí­a).

Toda la Iglesia, objeto y fin de la espiritualidad, comprende en Rosmini no sólo la militante, como en san Ignacio. sino también la purgante y la triunfante. Así­ no se olvida la tendencia al reino de Dios. «Todas las complacencias del Padre están puestas en el Hijo y las del Hijo en los fieles que forman su reino». Pero hay que orar y desear que todos los miembros de la Iglesia lleguen a la perfección en el reino y así­ venga el reino, que glorifica al Padre.

El principio de pasividad, común a toda la tradición espiritual cristiana, se convierte en un sufrir serenamente en espí­ritu por todo lo que acaece en la Iglesia, seguros de la providencia divina y de la indefectibilidad de la Iglesia prometida por Cristo. Pero significa también sufrir con tranquilidad de espí­ritu por todo lo que acaece a uno a causa de la Iglesia y también por parte de la Iglesia (Rosmini lo experimenta en su propia situación personal).

Pasividad, sin embargo, quiere decir purificación, no inactividad. Al contrario, el obrar cristiano es indispensable y se orienta en estas tres direcciones insustituibles: hacia el perfeccionamiento de sí­, hacia el perfeccionamiento de la Iglesia y hacia el perfeccionamiento de la sociedad. Aunque, y precisamente porque estas tres esferas tienden a independizarse relativamente, es preciso que estén coordinadas entre sí­. De este modo se puede responder al desafí­o iluminista y revolucionario que busca al hombre emancipado y emancipador. Obrar en caridad, en efecto, debe ser un obrar inteligente; es decir, maduro y adulto. El abandono a la providencia es esencial para purificar en sentido cristiano la misma inteligencia.

La caridad y sólo la caridad, nos dice Rosmini en otras obras, es la sustancia y el fundamento de la Iglesia. Su constitución jurí­dica no podrí­a regir los acontecimientos de no estar sostenida por el misterio de la caridad que el Padre tiene a su Hijo, el Hijo a los fieles y los fieles entre sí­ y al mundo. El verdadero ordenamiento de la Iglesia es un ordenamiento espiritual, el de la caridad.

Inteligencia de la historia y penetración del misterio le permiten a Rosmini el salto cualitativo en la espiritualidad cristiana. Consigue romper con muchos lugares comunes del pensamiento católico de la restauración. Animado, como el gran Gregorio VII, de la preocupación por la libertad de la Iglesia, comprende el principio de que ésta sólo queda garantizada dentro de una libertad (social, civil y polí­tica) para todos. Por eso no cae en el equí­voco contrarrevolucionario. Antes bien, rompe con los galanteos medievalistas de los restauradores románticos y cuenta entre las llagas de la santa Iglesia la separación entre el clero y el pueblo verificada en la Edad Media. La reforma de la Iglesia debe realizarse al presente teniendo en cuenta tanto el misterio interno de la caridad y de la unión entre pastores y fieles, como las condiciones históricas externas posteriores a la revolución, no todas ellas malas; y, de todas formas, defendiendo siempre la libertad de la Iglesia.

b) Renacimiento eclesiológico y misterio de la Iglesia. La reflexión de los teólogos no tarda tampoco en hacer objeto de sus preocupaciones al misterio de la Iglesia. Precursores del renacimiento eclesiológico (que se desarrollará en nuestro siglo hasta culminar en el Vat. II) son: en Alemania, J. A. Moehler; en Inglaterra, J. H. Newman; en Italia, la escuela romana y, más tarde, J. M. Scheeben.

Caracterí­stica de este renacimiento es la recuperación del misterio, pero de modo orgánico, en la unidad entre aspecto visible e invisible de la Iglesia, no ya, como en la reforma protestante, como una exasperación de lo «cualitativo», que extenúa el ordenamiento externo, sino superando también decididamente los lí­mites de la eclesiologí­a de la contrarreforma, la cual exalta el momento jurí­dico y el ordenamiento en menoscabo de lo «cualitativo» y, en definitiva, del misterio.

Es conocida la frase con que, irónicamente, resumí­a J. A. Moehler la concepción eclesiológica en vigor desde la contrarreforma: «Dios creó la jerarquí­a y con ello proveyó suficientemente a la Iglesia». Habí­a que recuperar el cuerpo de la Iglesia, el pueblo de los fieles. Pero aún más habí­a que recuperar el misterio. En el volumen L’unitá della chiesa presenta a la Iglesia fundada por el enví­o del Espí­ritu Santo en Pentecostés y, por tanto, como realidad í­ntimamente espiritual, pero que crece y se articula a la manera de un organismo viviente, cuya alma (el Espí­ritu, la comunión, la caridad) impulsa a los miembros a crecer y articularse en órganos cada vez más complejos.

En la obra siguiente, la Simbolica, completa la perspectiva, afirmando que la Iglesia nace ciertamente del Espí­ritu, pero es enviada de manera explí­cita y autorizada por Cristo, con el cual mantiene un ví­nculo mí­stico. Ella es como una encarnación continuada. El aspecto interno, puesto de relieve en L’unitá sella chiesa, se coordina aquí­ con el aspecto externo; la predicación exterior, la administración de los sacramentos, la autoridad y la disciplina están vinculadas de manera visible y verificable con el mandato positivo de Cristo. De suerte que no se puede separar el alma del cuerpo, ni subordinar el cuerpo a las meras exigencias del Espí­ritu. No obstante, subsiste todaví­a en esta visión un marcado acento mí­stico, que hace de la Iglesia en sus aspectos visibles e invisibles, exteriores e interiores, un único misterio de salvación.

También el itinerario de la conversión de J. H. Newman del anglicanismo al catolicismo pone de manifiesto el descubrimiento del misterio de la Iglesia, realidad inseparablemente visible e invisible. No le guí­a otra preocupación que buscar la plenitud de la verdad cristiana y su realización temporal e histórica en la verdadera Iglesia. La encuentra en la Iglesia católica, la cual poco a poco, en el estudio asiduo de los Padres y de la historia, se le revela como el estado adulto del cristianismo, como el punto más alto y completo del crecimiento y del desarrollo de la realidad cristiana.

La experiencia de Dios sólo puede tenerse plenamente en Cristo. La experiencia de Cristo sólo puede realizarse de un modo completo y manifiesto en la Iglesia, que es como una continuación de la lógica de la encarnación; y, concretamente, en esto: en la autoridad y en los sacramentos. Ahora bien, sólo la Iglesia católica ha mantenido a lo largo de la historia la plenitud de estos dos elementos. La autoridad eclesiástica, en efecto, en contra de cuanto afirma el espí­ritu racionalista, está movida en toda su actividad y en toda su razón de ser por la representación del misterio de la pasión de Cristo, el cual se hace siervo y obediente hasta la muerte para salvar a muchos. En cuanto a los sacramentos, ofrecen a lo largo de la historia a los contemporáneos la presencia reveladora de Cristo y permiten de forma concreta un verdadero encuentro con Dios. El aspecto visible e histórico de la Iglesia, que se articula en la autoridad y los sacramentos, es, pues, el instrumento esencial e indispensable para generar la comunidad de los santos, la cual une las almas con Dios a través de Cristo.

El acercamiento a la Iglesia católica no coincide en Newman, como sucede a menudo, con un endurecimiento conservador. Más bien lleva al catolicismo el estí­mulo de instancias renovadoras, desde la concepción dinámica del desarrollo de los dogmas a la instancia a hacer participar a todos los fieles en las definiciones dogmáticas de la Iglesia; desde la atención a una armoní­a entre dogma e itinerario psicológico y subjetivo de la fe al apostolado de los laicos. Historicidad, subjetividad, sentido comunitario entran en la Iglesia católica sin lacerarla, exaltando más bien el descubrimiento del misterio.

Los teólogos de la escuela romana, atentos y no moderadores obtusos de la ortodoxia y del catolicismo, acogieron las nuevas sugerencias, pero repensándolas sin solución de continuidad con la tradición controversista (G. Perrone) y escolástica (C. Passaglia, C. Schrader, J. Franzelin). Es genial la elaboración de C. Passaglia. En el tratado De Ecclesia Christi pone a punto la sustancia teológica de la Iglesia, mostrando su derivación trinitaria, encontrando así­ un nuevo equilibrio entre Iglesia de los justos atraí­da por el Padre, comunidad visible o histórica proveniente de Cristo, y realidad espiritual animada por el Espí­ritu Santo. Rehusa dar una definición uní­voca y exhaustiva de la Iglesia, y emplea la multiplicidad de las imágenes bí­blicas ofrecidas por la tradición patrí­stica. Relaciona luego la Iglesia con la tradición viva, concibiendo la expresión «economí­a de la salvación» y de la transmisión de la verdad. De suerte que la Iglesia es en la historia órgano detransmisión de la revelación y de realización de la salvación transhistórica, pero también órgano de la salvación de todo el género humano en cuanto órgano de la palabra de Dios, la única soberana.

La no total identificación entre palabra de Dios y dogma, la no total identificación entre tradición viva y magisterio, entre Iglesia y jerarquí­a, y menos aún entre Iglesia y cristiandad, no es extraña a las aperturas liberales y conciliadoras de Passaglia, diplomático y escritor polí­tico. De gran relieve es también el hecho de que la doctrina de la gracia sea reconsiderada en él dentro de la eclesiologí­a. La gracia no es sólo la gracia de Cristo transmitida a todo fiel, sino que es la gracia de la cabeza transmitida al cuerpo (la Iglesia) y a cada uno de los fieles. La gracia es eclesioforme. Y consiste no sólo en una presencia ontológica creada en el alma del justo, sino en la inhabitación personal del Espí­ritu, y con él, del Padre y del Hijo, en el corazón del creyente.

Sin embargo, esta gran ocasión teológica no prosperó mucho en la Iglesia, preocupada por la reforma pastoral, por la confutación de los errores filosóficos y polí­ticos del tiempo, por la sacudida social y polí­tica; en una palabra, por los problemas de la «cristiandad».

e) El despertar de la Iglesia en las almas. Entre las dos guerras, al caer en la cuenta del carácter totalizador de la sociedad burguesa e intentar reaccionar globalmente frente a su decadencia, también la espiritualidad se ve estimulada a una reconsideración total del ser de la Iglesia y de su capacidad para responder a la plenitud de los problemas humanos dentro de un mundo concebido ahora como totalidad.

R. Guardini, sacerdote alemán de origen italiano, escribe en 1922 Il seno della chiesa, que comienza con estas palabras: «Un proceso de incalculable alcance ha comenzado: el despertar de la Iglesia en las almas». Intenta presentar a la Iglesia como la respuesta global a la crisis individualista de la sociedad burguesa. La Iglesia, en efecto, como realidad viva y orgánica responde a la necesidad comunitaria del hombre, que la evolución histórica de la sociedad reprime pero no suprime. Esto no quiere decir estrangulamiento de la personalidad. Al contrario, satisface la necesidad de un ví­nculo societario, al cual la persona está constitutivamente abierta y sin el cual no puede realizarse y desarrollarse plenamente. En este sentido, la Iglesia realiza el verdadero humanismo. A pesar de los pecados y de los errores, la Iglesia pone la realización del hombre en lo que le abre a una relación viva con el todo, con lo incondicionado, con lo absoluto. «La Iglesia es la realidad entera vista, valorada y vivida por el hombre total. Solamente en ella está la totalidad del ser… la totalidad de lo real, vivida y dominada por la totalidad de lo humano» (p. 91). Al abrir al hombre a la vida más allá de la historia, libra al hombre de las contingencias, y con ello lo emancipa, dándole un punto de vista nuevo y superior, un principio de vida nuevo e integral.

Si esto es así­, entonces es preciso que la Iglesia sepa renovarse y transformarse en sus expresiones históricas de forma que ponga de relieve: a) La vida comunitaria, «descendencia de la comunidad divina» (p. 110); b) la anterioridad de la Iglesia, realidad sobrepersonal, respecto a la gracia de los individuos; c) la armoní­a entre lazo societario y realización de la personalidad; d) su capacidad de estar próxima a la humanidad; y e) que para gustar la libertad en la Iglesia tienen que tener todos el sentido de ser Iglesia.

El mismo Guardini, en el prefacio a la edición del 33, señalaba los lí­mites de su trabajo, consistentes en su falta de historicidad. Podemos añadir que se resiente de los limites de aquella cultura romántica y vitalista, a la cual querí­a oponerse en sus éxitos individualistas. El movimiento juvenil que suscitó permitió ofrecer una alternativa a la «Freideutsche Jugend», terreno fecundo para el nacimiento del nacionalsocialismo. La comprensión incompleta de las razones de la crisis de la burguesí­a, así­ como el indudable lí­mite integralista, no suprimen el mérito de haber colocado en el primer plano de la conciencia de la Iglesia entera, y sobre todo de los jóvenes, la importancia y la necesidad, en el ambiente atormentado de la historia, de vivir de modo personal, comunitario, liberador y responsable la realidad de la Iglesia, así­ como su papel en la cultura y en la sociedad.

d) Espiritualidad laica en época de democracia. El desarrollo de la democracia y el reforzamiento del movimiento obrero han orientado la atención de la espiritualidad eclesial hacia el significado cristiano y eclesial del estado laico, hacia la relación entre Iglesia y mundo, entre Iglesia y condición obrera.

En la teologí­a del laicado se busca nq sólo aclarar el papel activo, maduro y responsable del laico en la Iglesia, sino también definir los rasgos de una moderna santidad del laico y los valores de una santificación en el mundo. De la idea tomasiana de la magnanimidad (el alma tiene un radio de apertura coinci, dente con el mundo y quiere asimilarse a él, transformándolo; la vida cristiana repite la actitud universalista del geste de Jesús) se pasa a una visión más orgánica, que valoriza la legí­tima autonomí­a de las realidades terrenas, indicando los caminos de una santificación en le profano. Entonces la adhesión a la voluntad de Dios, santa y santificadora, se expresa como vocación, servicio, compromiso y responsabilidad. Se trata, en suma, de hacerse responsable del mundo ante Dios, viviendo aquí­ la experiencia de la cruz y recuperando las funciones profética, sacerdotal y real de Cristo y de la Iglesia en el corazón mismo de la condición de laico, de hombre del pueblo inmerso en las realidades seculares.

Semejante espiritualidad está orientada a llevar a la Iglesia, por encima del ordenamiento jerárquico, al corazón del mundo, de las realidades profanas; pero también, viceversa, las cosas laicas, en su bondad natural y transformadas por la santidad, al interior de la Iglesia en cuanto prolongación de la encarnación de Cristo o anticipo del reino. Semejante espiritualidad, si bien corre el riesgo de ser entendida como la espiritualidad separada de un estado preciso de la Iglesia, el de los laicos, es consciente, sin embargo, de la totalidad de la Iglesia, al tiempo que mantiene la insustituible distinción entre pastores y fieles. derivada de la í­ndole apostólica de la Iglesia no menos que de su articulación constitutiva en sacramentos y ministerios. La orientación actual hacia la ambigua teologí­a de la secularización puede considerarse como una radicalización de la espiritualidad laica, madurada en terreno protestante, no del todo adaptada a la espiritualidad católica.

De mayor actualidad histórica es el estimulo a recuperar una espiritualidad eclesial bajo las incitaciones del movimiento obrero. Son famosas las palabras de Pí­o XI, según el cual el gran escándalo del s. xix es el hecho de haber perdido la Iglesia a la clase obrera. A pesar de los grandes méritos del movimiento social católico, el divorcio se ha consumado. La cuestión es de una importancia tan decisiva, que su solución no puede menos de implicar una reformulación de la «misión» y del «ser» Iglesia en la historia.

La experiencia de los sacerdotes obreros puso al desnudo, con su fracaso, la profundidad de la separación y la amplitud de las tareas que conlleva una reconciliación. Desde una profunda espiritualidad misionera y con el propósito de ganar de nuevo al mundo obrero para la Iglesia, la experiencia demostró, por un lado, la necesidad de una reconversión radical de la Iglesia en su cultura teológica, en su estructuración histórica, en sus métodos pastorales, y, por otro, la necesidad de afrontar el mido histórico del movimiento obrero organizado. Este no ha de entenderse sólo como un movimiento emancipador de las clases proletarias en el plano puramente económico, social y polí­tico, sino como poderoso reformador moral e intelectual, y en cuanto tal capaz de suscitar la cuestión de la verdad humana, filosófica y moral; más aún, de cuestionar la concepción de la religión y la cualidad misma del mensaje cristiano como mensaje de salvación.

La dificultad pastoral, que de momento parece insuperable, consiste en la incapacidad de mostrar con los hechos, por encima de las palabras, que la Iglesia no está ligada, en su razón de ser, a los intereses de los ricos y de las clases dominantes. En otras palabras, la Iglesia aparece de hecho muy poco religiosa y espiritual allí­ donde se cree que la religión no debe alienar de las tareas encaminadas a transformar la tierra y de las luchas en pro de la justicia, y sí­ expresando su rebeldí­a frente a una condición (la de la sociedad burguesa) «privada de espiritualidad» (Marx), favorecer los rectos esfuerzos de emancipación humana, a la vez que mostrar y hacer vivir las cosas divinas (Maritain).

II. Los caminos de la espiritualidad eclesial
abiertos por el Vat. II
No se trata aquí­ de exponer la eclesiologí­a del Vat. II, sino de destacar la toma de conciencia del misterio de la Iglesia y de identificar los caminos para vivir una espiritualidad eclesial concreta según las indicaciones que pueden deducirse del concilio.

Vivir el misterio de la Iglesia significa: 1) experimentar en ella el acontecimiento de la salvación, o sea la comunión con Dios; 2) experimentar en ella la comunión fraterna; 3) hacerse, con ella, sacramento de salvación para toda la humanidad.

1. LA IGLESIA, LUGAR DE EXPERIENCIA DE LA COMUNIí“N CON Dios – Según el Vat. II, misterio no significa sólo una verdad inaccesible a la razón humana, sino más bien el plan de salvación del Padre revelado en Cristo y ofrecido en signos sensibles a todos los hombres. Por tanto, vivir en la Iglesia, comunidad concreta, significa encontrarse con la persona concreta de Jesucristo y, por lo mismo, a través de él, tener la experiencia del Padre, conocer y amar su voluntad salví­fica.

Por eso, vivir la Iglesia como misterio significa tener la experiencia de la comunión con Dios (cf LG 1). La Iglesia, en efecto, es «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo» (LG 4). Es la circulación de amor entre el Padre. Cristo crucificado y resucitado, y el Espí­ritu de pentecostés, el cual hace vivir a la Iglesia como realidad divina y comunica a cada uno la vida teologal.

a) La Iglesia y el Padre. La Iglesia debe sentirse como una asamblea convocada por el Padre, que camina para volver a él (cf LG 2). Tal vocación invisible y eficaz comprende a todos los justos o a los elegidos, aunque no los veamos pertenecer de hecho a la comunidad visible. El Hijo, en efecto, ha sido enviado para reunir a todos los justos; pero esto sólo se manifestará a su vuelta.

Quiere esto decir que la vocación del Padre es universal (cf LG 13) y que se consumará en los últimos tiempos. Vivir como Iglesia en relación con el Padre significa entonces tener el ansia de universalidad pastoral y misionera, tener el ansia de consumación escatológica a través de la paciencia de la historia y del impulso a congregar a los hombres en unidad. El que gusta la comunión con Dios, revelado como Padre, no puede consumar esta comunión para sí­ solo.

b) La Iglesia y Cristo. El Padre realiza a través de Jesucristo, palabra de Dios hecha carne, su voluntad salví­fica (cf LG 3). Por eso la Iglesia, comunidad visible que sigue las huellas de Cristo, vive y se nutre de él, cumpliendo su mandato de transmitir la salvación a todos los hombres y en todo tiempo hasta su vuelta. Vivir la Iglesia como comunidad históricamente determinada supone superar el escándalo de la encarnación. Dios quiere salvar a través de pocos a muchos; a todos los hombres a través de un hombre y a través de algunos a quienes ha llamado a seguirle. La dificultad radical de la aceptación de la Iglesia estriba en este escándalo. Elegir la Iglesia significa superarlo, encontrándose con Cristo, palabra de Dios hecha carne, y no con un simple hombre, por más capaz que sea de suscitar admiración. Elegir la Iglesia, pequeño rebaño, histórica y socialmente «extraño», significa haber captado la realidad invisible (la comunidad llamada y elegida por el Padre) en la realidad visible (la comunidad histórica que continúa la misión de Cristo, no sin defectos y errores).

La separación (querida por la economí­a divina) entre la asamblea visible de los justos y la comunidad históricamente individuada provoca ya de por sí­ sufrimiento y cruz, pero también anhelo de reforma, deseo misionero y santificación. Hoy cuando, más que nunca, el pequeño rebaño histórico se encuentra en un mundo contradictorio, aunque no falto de aspiraciones y obras de justicia, las fricciones entre la Iglesia y la comunidad humana, más amplia, provocan en quien escoge responsablemente la Iglesia, ya en esta elección, la experiencia de la cruz y del consuelo del resucitado. No es posible ser santos sin sufrir por la Iglesia, en la Iglesia y por parte de la Iglesia. Al que acepta la cruz inherente al ser consciente y responsablemente Iglesia se le abre el consuelo de experimentar en la propia carne el carácter concreto del amor del Padre, el cual se complace en su Hijo obediente en su condición humana y lo resucita.

Así­ pues, vivir lo concreto de la comunidad histórica significa conformarse a la «kénosis», a la humillación de Cristo, el cual para servir se despojó de la forma divina y para enriquecer a muchos se hizo pobre. Ser Iglesia es un servicio a la humanidad. Entonces la comunidad puede experimentar en el acontecimiento de la eucaristí­a la pascua del Señor, el cual está presente, glorioso, en medio de ella. Entonces la Iglesia escogerá como estilo suyo de ser y de realizar su misión los medios pobres (cf LG 8), o sea, la pobreza desarmada de la predicación, la fuerza discreta del testimonio, y no permitirá que el uso de los bienes externos, si bien necesario, impida la transparencia de Cristo crucificado.

e) La Iglesia y el Espí­ritu. La pequeña comunidad histórica, en efecto, recibe constantemente el Espí­ritu de complacencia del Padre, que es el mismo Espí­ritu de Cristo resucitado y vivo, enviado de una vez por todas a la Iglesia el dí­a de Pentecostés. Vivir la Iglesia significa realizar la experiencia del Espí­ritu; no solos, sino juntos, porque todos comulgamos en el mismo Espí­ritu, en el mismo cuerpo de Cristo resucitado (cf LG 4). No para nosotros solos, sino para toda la humanidad y para la renovación del mundo, en el cual el Espí­ritu obra misteriosamente.

Vivir el Espí­ritu de la Iglesia y en la Iglesia significa experimentar la filiación de Dios y la libertad a la que hemos sido llamados. Significa pasar del temor servil del Dios de la religión opresiva y de la ley inexorable a la alegrí­a de la confianza y el perdón recibido. Significa también obrar para ampliar los espacios de la libertad y de la dignidad de los hijos de Dios en la Iglesia, tentada siempre de convertirse en «religión» y «ley».

Vivir la libertad del Espí­ritu en la Iglesia no significa oponer el entusiasmo carismático a la opacidad de la institución y a la inercia del pueblo. El mismo Espí­ritu, que se ha dado a toda la comunidad y otorga carismas a los particulares para la edificación de todo. es también el que se ha autovinculado soberanamente a los sacramentos y a los ministerios, garantizando que no faltará. Vivir el Espí­ritu en la Iglesia significa entonces intentar comprender el Espí­ritu de la Iglesia (de la totalidad de los fieles unidos a sus pastores) sin impaciencias ni perezas. Si luego el Espí­ritu conduce a la verdad toda entera, entonces nos da el sentido interior de la fe verdadera e í­ntegra. Pero el sentido de la verdad no es una posesión individual. Es infalible en la medida en que se comunica con la universalidad de los fieles unidos a sus pastores (cf LG 12; 25). Si, finalmente, el Espí­ritu santifica a la Iglesia y la enriquece con los dones del Esposo, impulsándola constantemente a convertirse, entonces vivir el Espí­ritu de la Iglesia no significa sólo creer en la santidad originaria e indestructible de la Iglesia, a pesar de los pecados, sino también recibir de ellanuestra santidad y no negar a ninguno en la Iglesia los instrumentos para su santificación.

2. I.A IGLESIA, LUGAR DE EXPERIENCIA DE LA COMUNIí“N FRATERNA – «Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente» (LG 9). A la Iglesia la define el Vat. II como un pueblo inserto en la sociedad, en camino por la historia, el cual experimenta la salvación como comunión fraterna y hace experimentar en toda comunión fraterna un momento de salvación. Comunión con Dios y comunión entre los hombres son, en efecto, aspectos í­ntimamente correlacionados y necesarios del acontecimiento de salvación único.

a) El nuevo pueblo de Dios. Sin embargo, el pueblo de Dios no se identifica. como el antiguo Israel, por un lazo étnico, ni por una alianza con Dios testimoniada por un signo en la carne, sino que «tiene por cabeza a Cristo… por condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios… por la ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó… como fin la dilatación del reino de Dios» (LG 9). El germen de unidad, de comunión y de salvación que en él se puede experimentar es un signo eficaz, un fermento para todo el género humano hasta la unidad final, cuando no habrá ya Iglesia en la humanidad, sino la humanidad entera salvada en torno a Cristo y la pecadora rechazada.

b) Por ministerios y sacramentos. La carta de identidad del pueblo de Dios no puede ser, pues. sociológica, cultural o polí­tica, sino que su estatuto, arriba definido, hace de él un pueblo que no se distingue de la sociedad en que está inmerso más que por el hecho de ser pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, que crece y se articula mediante los ministerios y sacramentos. No se ha destacado bastante el hecho de que la noción de pueblo de Dios, más histórica o social respecto a la noción jurí­dica de sociedad perfecta, o a la espiritual de cuerpo mí­stico, no justifica algunas interpretaciones sociológicas que se han dado de él. Mediante los sacramentos y los ministerios es como una porción del pueblo se convierte de conjunto sociológico en pueblo de Dios. El organismo sacramental entero, a través de los diversos ministerios, articula y hace crecer a un pueblo amorfo, dándole unidad orgánica y haciéndolo cuerpo de Cristo. Pues bien, todos los sacramentos culminan y están compendiados en la eucaristí­a. Por eso es la eucaristí­a la que hace a la Iglesia. La experiencia litúrgica no puede entenderse, pues, como simple momento de culto que realiza en cada participante la virtud de la religión. Es no sólo lugar privilegiado de la experiencia de la Iglesia, sino vértice al que tiende y fuente de la que mana toda la vida cristiana de la comunidad y de los individuos (cf SC 10).

c) Elite, masa o pueblo. Hay que superar una peligrosa escisión que se está produciendo. Por una parte, pequeños grupos experimentan casi en laboratorio la novedad conciliar de la Iglesia como comunidad, como comunión intensa, pero corriendo el riesgo de olvidar o de eliminar a la gran masa del pueblo cristiano. Por otra, ésta aspira a vivir la espiritualidad eclesial promovida por el Vat. II y tiende a proponer de nuevo a la Iglesia como cristiandad sociológica o bien como sociedad jurí­dica que no se deja reformar por la realidad del misterio. Habrá que superar semejante escisión. Ello supone claridad doctrinal y sensibilidad pastoral. La Iglesia no es una élite de reformadores iluminados, ni una cristiandad, o sea, una masa cultural, social y polí­ticamente identificada. Es un pueblo que del bautismo a la eucaristí­a, en torno a los ministros salidos de su seno y capacitados por el sacramento del orden, sigue un camino orgánico, por lento que pueda parecer, de conformación y de asimilación del Espí­ritu santificador, de vuelta al Padre. Hacer la experiencia de esta comunidad fraterna significa ser solí­citos con toda la Iglesia, atendiendo a los modos especí­ficos de su crecimiento. Esto supone en todos un vivo sentido de la pastoral. o sea, de la obra de auto-construcción de la Iglesia.

d) Diáspora, unidad y pluralismo. Es preciso que todos los bautizados que buscan el reino de Dios sepan buscar el rostro del hermano, sepan gustar la alegrí­a de encontrarse juntos en nombre de Cristo, incluso fuera de la asamblea litúrgica. Aun viviendo como en diáspora en medio del mundo, hecho providencial y querido por Dios, no pueden menos de recibir con gratitud, como don de Dios, la oportunidad de encontrarse juntos incluso con desconocidos, incluso entre concepciones, mentalidades, culturas diversas, y gustar la unidad reforzando la comunión. Unidad y pluralismo, en efecto, no son valores antitéticos (cf LG 13). Precisamente la unidad de los cristianos, incluso en medio de tanta diversidad de pueblos, de clases sociales y de culturas, es un signo potente de credibilidad del acontecimiento cristiano y poderoso fermento de conciliación, de paz y de unidad entre los hombres. Por eso amar a la Iglesia significa buscar siempre su unidad, trabajar por ella. El deseo de unidad no oculta los contrastes reales, ni sofoca en la uniformidad el pluralismo legí­timo, sino que busca lo que une más bien que lo que divide. La unidad de la Iglesia, en efecto, es la unidad misma de Cristo, la unidad de los fines y la unidad misma del Espí­ritu.

e) Iglesia de pueblo e Iglesia institucional. Otro equí­voco que puede surgir de la noción de pueblo de Dios es la contraposición de principio entre Iglesia de pueblo e Iglesia institucional, entre realidad de base y autoridad jerárquica. El Vat. II no puede dar a entender esto. Por ser un pueblo orgánicamente unido y articulado en ministerios y sacramentos debe manifestar siempre la unidad orgánica entre pastores y fieles. Ni reforma, ni contrarreforma. No hay pueblo de Dios sin sucesión apostólica (cf LG 20) y ministerios ordenados (cf LG 21: 28s), igual que no hay cabeza separada del cuerpo o autoridad eclesial que no se nutra de la fe de todo el pueblo y se ponga a su servicio. En esto la autoridad eclesial es a imagen de Cristo, que da la vida por los suyos y está entre nosotros como el que sirve; pero, a diferencia de Cristo, ella se sitúa en religiosa escucha de la palabra de Dios y enseña sólo lo que ha recibido de toda la Iglesia desde siempre (cf DV 10).

f) Colegialidad y comunión. Al definir la colegialidad episcopal y la sacramentalidad del episcopado, el Vat. II ha abierto nuevas y amplias ví­as a la espiritualidad de la Iglesia, pueblo de Dios orgánicamente unido a sus pastores. Decir colegialidad episcopal significa, en efecto, dejar transparentar también a nivel de gobierno pastoral el misterio intimo de la Iglesia, que es misterio de comunión. Los esquemas secularistas de gobierno propios de la sociedad civil no son viables para la Iglesia; no son másque una analogí­a muy extrí­nseca y como tal deben verse. La Iglesia no es ni una monarquí­a absoluta, ni una democracia, ni algún otro sistema mixto. Desde un punto de vista jurí­dico, el gobierno de la Iglesia (el colegio de los obispos con el Papa y bajo el Papa) es un monstruo. Desde un punto de vista teológico y espiritual, es un misterio de comunión y de caridad. Sin embargo, la colegialidad no es algo que se refiere sólo a los obispos en sus relaciones entre sí­ con el Papa. Por una cierta analogí­a, a saber, en cuanto expresa a nivel de gobierno pastoral el misterio de comunión que es la Iglesia, puede extenderse a toda forma de gobierno pastoral, como, por ejemplo, entre fieles y párroco, entre presbiteros y obispo. Esto no ha de entenderse como una concesión al democratismo, sino como una expresión de la participación de todos los fieles, en la medida de su orden y grado, en la resolución de los problemas pastorales de toda la Iglesia. No es cuestión sólo de eficiencia (lo que se decide con la responsabilidad de todos y, por tanto, con consenso, es seguido mejor por todos), sino de espiritualidad: participar en el sufrimiento del servicio de la autoridad estimula la caridad pastoral y el amor hacia la Iglesia.

g) Orden y jurisdicción. También la definición de la sacramentalidad del episcopado tiene gran importancia histórica y espiritual. Significa que el aspecto jurí­dico de la Iglesia, es decir, su articulación jurisdiccional, sin perjuicio de la potestad inmediata y directa del Papa, debe plegarse, reformarse y conformarse a la sustancia teológica de la potestad episcopal, la cual está arraigada y tiene su fuente en el sacramento del orden. Esto quiere decir que el aspecto jurí­dico de la Iglesia, tan temido y tan poco amado, no debe concebirse como algo inmutable y extraño, e incluso opuesto al espí­ritu de la Iglesia o dejado de cualquier forma a una lógica enteramente suya, dado que no se puede prescindir de él. Por el contrario, encuentra en la sustancia teológica y, en definitiva, en el misterio de la caridad, el criterio al que ha de conformarse y servir.

h) De la diócesis a la iglesia local. De la sacramentalidad del episcopado deriva también la noción de iglesia local. Donde hay obispo hay iglesia local. Donde se celebra la eucaristí­a en comunión con el obispo hay Iglesia. En efecto, allí­ están representados todos los elementos que constituyen la esencia de la Iglesia. Un obispo, se entiende, que esté en comunión con todos los obispos y con el Papa. Desde el punto de vista de la conciencia eclesial, hay que pasar de la diócesis (entendida como realidad puramente administrativa) a la iglesia local (pero ¡cuidado con caer en el localismo!). Esto supone no sólo un amor no localista a la propia iglesia local, sino una solicitud y una «koinoní­a» concreta hacia todas las iglesias (aspecto horizontal) y un sentido más vivo que nunca de la Iglesia universal y de su unidad garantizada por el Romano Pontí­fice (aspecto vertical).

i) Autoridad y libertad. La tensión normal entre autoridad y libertad en la Iglesia encuentra en las lí­neas del Vat. II el camino para vivirla con una mayor riqueza espiritual. No hay duda, en efecto, de que él exalta como nunca anteriormente la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, fundada no sólo en el respeto absoluto debido a toda conciencia, incluso invenciblemente errónea, y a la í­ndole radicalmente libre de la adhesión de fe (cf DH 2s; 10), sino también en el sacerdocio bautismal y en la confirmación crismal, que confieren a todo fiel autonomí­a de iniciativa y capacidad de participación en lo que se refiere a toda la Iglesia (cf LG 30-38). Por otra parte, la autoridad eclesial es purificada de preocupaciones extrañas y enriquecida con motivaciones teológicas, y rigurosamente encaminada al servicio pastoral para el crecimiento del pueblo cristiano, a la obediencia exclusiva a Dios y a su palabra de conformidad con Cristo siervo obediente. Se ha puesto en marcha un estilo nuevo. Asumir la tensión entre autoridad y libertad teniendo en gran estima ya sea el valor de la obediencia, ya el respeto de la conciencia, es un medio poderoso de crecimiento espiritual de toda la Iglesia como reino de Dios (no siempre y necesariamente como interés visible). Lo que se sufre a este propósito no se pierde, sino que hace crecer a la totalidad en la verdad y la caridad. Téngase presente que la verdad evangélica, que la Iglesia posee también en plenitud, no se desarrolla en la historia sino progresivamente (cf DV 8), y por ello el tiempo requerido para el reconocimiento de una verdad puede ser largo; y, por otra parte, que un pueblo es tanto más fuerte cuanto más firmes están en el Señor sus pastores; y, viceversa, que los obispos son tanto más libres en su autoridad cuanto más unidos están a ellos los sacerdotes y el pueblo por el consenso.

3. LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIí“N PARA TODA I.A HUMANIDAD – La definición de la Iglesia como sacramento de salvación para la humanidad (cf LG 1; 9) está en continuidad con la noción de economí­a o historia de la salvación de la Constitución dogmática sobre la revelación divina (cf DV 2) y con la nueva comprensión de la misión del mundo en términos de diálogo establecida en la Constitución pastoral (cf GS 40-45).

a) La Iglesia, inserta en la historia de la salvación. La Dei verbum define la revelación como una economí­a de salvación integrada por palabras y acontecimientos í­ntimamente conexos entre sí­ y que culmina en el acontecimiento-palabra-persona, que es Jesucristo. «Economí­a» significa que el plan divino de salvación es realizado por Dios progresivamente en la historia, de modo que todos los pueblos se salven a través de la elección de un pueblo y que todos los hombres reciban la gracia a través de un solo hombre.

Ahora bien, esto quiere decir que la Iglesia, comunidad histórica que sigue a Cristo, realiza su misión salví­fica en un tiempo peculiar de la historia de la salvación que va de la resurrección a la parusí­a; mas con un estatuto especial para ello, que lejos de absorber o negar a la humanidad y al mundo, se sitúa en medio de él como mediación saludable hasta la unidad final en el reino definitivamente manifestado en el retorno de Cristo. Anticipa, pues, para todos lo que seremos todos, mientras que ella misma va perfeccionándose y purificándose en la historia. Por tanto, es germen, fermento y signo eficaz o sacramento de todo el género humano y de su vocación en Cristo, como de su destino escatológico.

b) La Iglesia, esencialmente en relación al mundo. Se sigue de ahí­ consecuentemente que el diálogo entre la Iglesia y el mundo contemporáneo no es una táctica pastoral supletoria y reversible, sino una definición más profunda de su auténtica misión pastoral, consiguiente a una comprensión más profunda, de naturaleza dogmática, del misterio de la Iglesia.

La Gaudium et spes traza las lí­neas de este cambio esencial e insustituible entre Iglesia y mundo, en el cual ocurre la salvación, lo mismo que Cristo salva en cuanto, como Hijo de Dios, asume la carne humana en la historia. No hay sitio para el integralismo. La Iglesia no puede dejar de acoger cuanto de verdadero, de bueno y de bello viene realizando en la historia la actuación autónoma de los hombres, en los cuales la Iglesia reconoce la imagen de Dios creador, que no puede contradecir al Dios salvador. Además de la acogida crí­tica de cuanto hay de bueno en el mundo moderno, la Iglesia anuncia y testimonia la vocación más plena e integral en Cristo de toda la humanidad (cf GS 45) y llama a todos los hombres a entrar en la Iglesia, sin la cual no podemos salvarnos (cf LG 14).

Sin embargo, la necesidad de la Iglesia para la salvación no se entiende en sentido exclusivo, excepto cuando existe un rechazo culpable, sino que indica positivamente la naturaleza í­ntimamente eclesial de toda salvación. El que se salva se salva siempre y sólo a causa de la Iglesia. Su gracia, aunque no se perciba, es no sólo cristiforme, sino también eclesioforme; y por ello dice relación en grado diverso a la única Iglesia visible e invisible y aspira a ella í­ntimamente. Por tanto, los que tienen el don y la responsabilidad de vivir en la plena pertenencia a la Iglesia han de saber que su «ser Iglesia» es un servicio misteriosamente eficaz para todos los que se salvan sin conocer a la Iglesia (o acaso, sin culpa, rechazándola). Se es Iglesia para la humanidad.

b) La Iglesia, esencialmente misionera. La Iglesia, pueblo profético, sacerdotal y real, tiene prefigurada en sí­, como en un sacramento, la plenitud, o sea, el señorí­o escatológico de Cristo (cf LG 17), que es reconciliación de todas las cosas, naturaleza e historia, carne y espí­ritu, ahora y por siempre. Su misión a todos los pueblos hasta el fin de los siglos, al mismo tiempo que se continúa incesantemente para implantar la Iglesia donde no existe y conducir a todo hombre a su seno, ha de reconsiderarse de manera adecuada a la totalidad de las lí­neas vectoriales que conducen en la historia al señorí­o de Cristo, superando el escándalo de lo sectorial o bien del pequeño rebaño que se repliega tras sus propios intereses o en el reducido proselitismo olvidando la totalidad final. El alma misionera tradicional de los pastores, de los «misioneros» y de los contemplativos debe adueñarse de toda la Iglesia, que es esencialmente misionera (cf AG 2), y, por tanto, también de los obreros y de los hombres cul, tos. No sólo en sentido espacial y horizontal (ganar a todos y a cada uno de los hombres), sino también en sentido cualitativo y orgánico (orientar a todos los fieles y todo el trabajo de la historia al señorí­o escatológico de Cristo).

c) Catolicidad y universalidad pastoral. Tener el sentido de la catolicidad no significa tanto vanagloriarse de la representación de todos los pueblos quo la Iglesia contiene en su seno, ni sólo profesar devoción al Romano Pontí­fice, que es jefe y garante visible de la catolicidad y la unidad. El reino de Cristo no es de este mundo, sino del futuro, y por eso «no disminuye el bien temporal de ningún pueblo» (LG 13); al contrario, la Iglesia estimula la necesidad y la ten, dencia a la unidad de esfuerzos, in, cluso temporales, situándose en las naciones como signo de paz y de un orden más avanzado en la justicia. Mas esta función de reconciliación católica en medio de los pueblos no serí­a posible si no se desarrollara dentro de la Iglesia el sentido de la universalidad pastoral, que no se deja limitar por la diversidad de las clases sociales, por orientaciones culturales y polí­ticas, confiando en que es siempre posible una comunicación material y espiritual entre todos los hombres. Somos deudores del evangelio a todos los hombres. Somos deudores de los medios de santificación a todos los bautizados.

e) Ecumenismo y sentido de la verdad. Tener sentido ecuménico no significa sólo tener celo por la unidad del cuerpo de Cristo y trabajar para superar el escándalo de la división de las iglesias, sino que ante todo significa reconocer los elementos de la verdad católica presentes en las iglesias separadas (cf UR 3; LG 15). La catolicidad, en efecto, no se identifica nunca «totalmente» en una sola iglesia visible, si bien la fe atestigua sin sombra de duda que la Iglesia establecida por Jesucristo «subsiste» en la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él (cf LG 8). Además, la integridad y catolicidad de la doctrina no reposa en una adhesión formal y positivista, sino que reconoceuno jerarquí­a de la verdad por su nexo con el fundamento de la fe cristiana (cf UR 11). Sin caer en una fe vaga no formada eclesial y competentemente, el movimiento ecuménico estimula a tener un sentido más vivo y calibrado de las verdades cristianas en la diversidad lí­cita e incluso enriquecedora de las tradicione
f) Libertad de la Iglesia y libertad de conciencia. La Iglesia no debe exhibir los derechos de la verdad cuando la sociedad civil se encuentra en condiciones de fuerza y los derechos de la libertad cuando se encuentra en condiciones de debilidad. Semejante escisión es inadmisible en virtud del principio de que «la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas» (DH 1), o en virtud del principio de que la búsqueda de la verdad y la obediencia a la misma tiene su raí­z en la naturaleza inteligente y libre de la persona humana (DH 2ss), o también en virtud del carácter esencialmente libre del acto de fe (cf DH 10ss). Así­ pues, la Iglesia reivindica para sí­ la libertad religiosa como parte indivisible de la libertad para todos en la sociedad civil (cf DH 13), libertad que es condición externa y polí­tica para la maduración total de toda verdad humana o religiosa, racional o revelada. Esto no debe significar en modo alguno indiferentismo religioso o descuido en el celo por la libertad de la Iglesia, sino reconocimiento de la soberaní­a absoluta de Dios sobre las conciencias y, por lo mismo, de las conciencias, tanto respecto a la sociedad civil como respecto a la Iglesia, y siempre también exigencia de autonomí­a recí­proca entre Iglesia y sociedad civil.

g) Iglesia, reino y comunión de los santos. Si la Iglesia es un pueblo de Dios que, inserto en la familia humana más amplia como signo de salvación, camina en la historia hacia el cumplimiento del reino final, entonces quiere decir que la tendencia escatológica del cristiano no puede entenderse ya sólo en sentido individualista como unión del alma particular con Dios en la visión beatí­fica, sino que debe contener un elemento eclesial e histórico. Esperar en Dios significa desear unirse a los santos en el reino final de Cristo, pero significa también desear que se realice en la historia para que el mundo sea transformado y recapitulado en Cristo. Por tanto, la esperanza se hace ya aquí­ activa no sólo para merecer para sí­ el paraí­so con las buenas obras, sino más bien para acelerar el reino final con la lucha por un mundo humanamente más justo (cf GS 45) y, a la vez, para convertir y santificar a la Iglesia, a fin de que venga el Esposo (cf LG 48). Entre tanto, la piedad de la Iglesia peregrina no puede prescindir de alimentar la comunión con la Iglesia celeste, la de los santos. que esperan impacientes la resurrección y la reconciliación final y por esc interceden por nosotros para que la historia se cumpla pronto (cf LG 49s).

4. MARíA Y LA ESPIRITUALIDAD ECLESIAL – El nexo entre Marí­a y la espiritualidad eclesial debe tratarse aparte y de modo privilegiado. La experiencia espiritual enseña que la comprensión vital de Marí­a y la devoción a ella facilitan el acceso a la verdades católicas y a la espiritualidad eclesial concreta. Pero también, recí­procamente, el que vive en la Iglesia el sentido genuino de la fe, antes o después llegará a la comprensión del misterio de Marí­a y no encontrará dificultad en profesarle devoción. Este nexo entre Marí­a y el sentido de la Iglesia se funda en la maternidad espiritual respecto a la Iglesia, lo mismo que respecto a cada uno de los cristianos y a la humanidad entera, que Marí­a mereció bajo la cruz cuando Jesús la confió a la Iglesia naciente y la Iglesia naciente a ella (cf LG 60-65). Marí­a es ciertamente modelo de fe y figura de la Iglesia, y, por tanto, la primera criatura de la obra salví­fica del Padre y de Cristo. Mas por su estrecha participación y colaboración, totalmente singular, en el plan de salvación del Padre y en los misterios de la vida de Jesús (cf LG 55-59), es también objeto de la devoción de los cristianos debido a la capacidad mediadora que con esto se conquistó (cf LG 66ss).

P. Mariotti
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

SUMARIO: I. AT: la preparación de la Iglesia fundada por Cristo: 1. Las formas veterotestamentarias de la Iglesia: a) Pueblo de Dios, b) Reino: de Dios, de David, de Judá y de Israel, c) Comunidad cultual y santa; 2. Relaciones de la Iglesia del AT con Dios: a) Israel, propiedad de Dios, b) El contrayente de la alianza, c) Israel, morada de Dios; 3. La función de Israel-Iglesia en el mundo: a) Separado de los demás pueblos; b) Israel, al servicio de los pueblos. II. La Iglesia de Cristo en el NT: 1. Los términos expresivos de la Iglesia; 2. Las imágenes figurativas de la Iglesia: a) Presente en el mundo, b) En crecimiento, c) Los diversos llamados, d) En espera de la parusí­a; 3. Las figuras que más directamente dependen del AT: a) La Jerusalén celestial, b) La novia, esposa virgen, madre, c) El rebaño, d) La vida; 4. Las alegorí­as cristianás: a) Algunas indicaciones del Ap, b) Plantación y campo de Dios, c) El edificio o construcción, d) Cuerpo de Cristo; 5. Algunas notas teológicas: a) Comunidad de salvación escatológica, b) Comunidad fundada por Jesús, c) En los escritos joaneos, d) En la teologí­a de Lc-He, e) En el misterio de la providencia divina (Pablo), I) El desarrollo de las pastorales: una Iglesia ministerial, g) Conclusión.

I. AT: LA PREPARACIí“N DE LA IGLESIA FUNDADA POR CRISTO. 1. LAS FORMAS VETEROTESTAMENTARIAS DE LA IGLESIA.

Son las realizaciones que en el AT preparaban la Iglesia del Nuevo y que en cierto modo la prefiguraban.

a) Pueblo de Dios. Aunque sea la indicación más genérica, sin embargo, no está privada de especificidad y es la preferida por la LG para indicar la Iglesia tanto del AT como del NT. El hebreo `am, «pueblo», a diferencia del griego laós, designa un «conjunto», una «comunión». De aquí­ se pasa fácilmente a la idea de parentesco, de hermandad tribal o familiar. «Pueblo de Dios» señala que todos, como hermanos, reconocen al único Dios, el cual a su vez, honrado como padre, establece un mismo grado de parentesco con sus adoradores. / «Pueblo de Dios» supone como una gran familia, de la que Dios es el gó’el, el «redentor» (especialmente en P y en Déutero-Isaí­as). Esta concepción se remonta a los orí­genes: cf, por ejemplo, Exo 3:7.10; Exo 8:16-19; Exo 9:1.13; Exo 10:3; etc.

La naturaleza marcadamente teológica de la denominación «pueblo de Dios» nos hace estar especialmente atentos a dos datos que señalan todo su camino: la diáspora y el «resto». De estas dos realidades, cada una acentúa prevalentemente un elemento (fí­sico o espiritual), que completa con el otro la fisonomí­a esencial de pueblo.

Bajo el aspecto fí­sico, este pueblo se encuentra en diáspora desde siempre, «disperso» como está entre las naciones y mezclado con ellas, pero especialmente en las sucesivas deportaciones de su historia multisecular. Mediante la diáspora el pueblo vive su realidad como una continuación de su perí­odo nómada, «peregrino» y «extranjero»; lo mismo que sus padres (cf Gén 17:8; Gén 28:4; Gén 47:9), será siempre extranjero en la tierra, incluso en su propia tierra, puesto que ésta es «de Dios» (cf Lev 25:23). De este modo la diáspora es ocasión de anuncio (Tob 13:3-6) y de proselitismo (Isa 56:3), así­ como de respuesta de la vocación de Israel entre los paganos (Sab 18:4). Y en la oración del desterrado suena con frecuencia el anhelo por una reunión final, vista como cumplimiento de la salvación (cf Sal 106:47).

Esta reunión final se concibe como fruto de una nueva opción, de una elección siempre nueva. Es «el resto». Su fisonomí­a de escapados del peligro y de salvados pone de relieve, por una parte, el amor fiel de Dios y, por otra, la respuesta fiel del pueblo, de aquella parte del pueblo que creyó en su Dios, que se puso en sus manos y se adhirió a él (cf Isa 10:20s). Con «el resto», el juicio de elección no se desarrolla ya solamente entre el pueblo y las naciones, sino dentro mismo de Israel. La misma calamidad se ha convertido entonces en ocasión/medio de salvación. Además, según la teologí­a del «resto», para aquel momento histórico concreto es él el pueblo de Dios, el que se ha salvado del juicio (y mediante el juicio mismo: cf Isa 10:20-23 = Rom 9:27s; Jer 31:2.7). La noción de «resto» corresponde así­ a la de «pueblo»; éste queda ahora redimensionado en cuanto al número y en cuanto al tiempo, pero se convierte también en una realidad de futuro (Isa 4:3s; Isa 28:5s; cf Dan 12:1). El «resto» será como una especie de «tronco», de «semilla santa» (Isa 6:13), que «se salvará» de todas formas; una semilla que dará origen a todo el futuro pueblo de los salvados (cf Isa 65:8-12; Hab 17; J13,5) y comprenderá también a los paganos (Isa 66:19; Zac 9:7).

b) Reino: de Dios, de David, de Judá y de Israel. La época de la realeza daví­dica se convierte en prototipo de una futura existencia, rica en paz y en sabidurí­a por medio de su rey, el futuro mesí­as heredero del «trono de David, su padre» (Luc 1:32). En el tiempo, el perí­odo daví­dico y salomónico se considerará como una época ideal para Israel, realización de las antiguas promesas de la posesión de una tierra y de un pueblo numeroso y pujante.
El reino prefigura a la Iglesia también en cuanto a su división. El reino daví­dico-salomónico no fue más que un episodio; le sucedió el «gran cisma» (930 a.C.), con el establecimiento de los dos reinos, «las dos casas» (cf Isa 8:14 con 8,17) de Israel y de Judá. Desde entonces esta fecha marcará una época (cf Isa 7:17). La división en la Iglesia está ya presente en su figura (typos) y es efecto no sólo de los hombres, sino de una voluntad concreta de Dios: «Esto ha sucedido porque yo lo he querido»(1Re 12:24; cf 11,29-39; 12,15; 14,7s; 16,2s). Por su parte, los escritos proféticos pensaban en la reunificación como en una promesa, una acción escatológica de Dios salvador, parecida a una nueva creación (cf Isa 11:11-16 [,6]; Jer 3:18; Jer 23:5-8; 30-31; Exo 37:15-22; Ose 2:2; Miq 4:8; Zac 9:10).

c) Comunidad cultual y santa. Comunidad religiosa y santa, la Iglesia del AT se define mediante dos términos: qahal, deuteronomista (convocatoria, bando, de qól, voz), y `edah, sacerdotal (comunidad convocada o reunida, de ya`ad, determinar). La qahal es el grupo convocado por Dios para el culto, obligado a ciertas leyes y normas según la alianza establecida, una asamblea que está interesada sobre todo por la alianza. En la gran extensión de significados de qahal (convocación militar, polí­tica, judicial) destaca de forma especial la convocación cultual. El término ‘edah (sobre todo en el Pentateuco: 147 veces) indica una decisión, un lugar, una situación, una comunidad de personas. Muchas veces no tiene ninguna especificación. La constitución de la comunidad como ‘edah parece estar ligada al éxodo, y más en concreto a la primera I pascua (Exo 12:3.6 con los dos términos): aquí­ por primera vez se constituye en Israel una `edah (comunidad). Es la comunidad nacional, el pueblo en su unidad y su complejidad; comunidad en cuanto reunida, no vinculada a ningún lugar, sino «determinada» simplemente por la función para la que ha sido elegido el mismo pueblo, es decir, la custodia de la presencia y del honor de Dios mediante la institución comunitaria. `Edah, por consiguiente, resume y define a Israel como pueblo en su conjunto y como un todo, sin cualificación alguna (tan sólo en cuatro pasajes se lee el especificativo «de Dios»).

Por tanto, es evidente la diferencia entre qahal y `edah: qahal es la «convocación» de la comunidad, es la reunión solemne que constituye a la comunidad en cuanto tal, es la llamada de aquella comunidad para formar una asamblea ordenada (Núm 10:7; 1Re 12:3), como la del Sinaí­ o su representación actual, una asamblea que celebra una solemnidad («gran asamblea»: Sal 22:26). `Edah, por el contrario, circunscribe al pueblo en su totalidad: es el pueblo en cuanto comunidad de la alianza, en su conjunto y en cuanto unitario.

En los LXX, debajo de ekklésí­a (unas 100 veces) está siempre qahal (que, sin embargo, se traduce también 21 veces por synagóghl). SynagóghM (225 veces), con muy pocas excepciones, es, por el contrario, la única voz para traducir `edah.

Son cuatro los elementos que hacen de Israel una comunidad cultual: 1) La llamada por parte de Dios: de qól, «voz», a qahal, «llamada, convocatoria», de donde quizá también, por asonancia, ekklesí­a, «convocación» (de ek-kaleo). Israel ha sido convocado por Yhwh; es la comunidad de Dios, Iglesia del Señor. 2) Esta comunidad se alinea por completo en torno a Dios, como en el desierto (según P), donde el centro del campamento estaba ocupado por la tienda de la reunión; de esta manera todo lo que afecta a la comunidad y todo lo que ella realiza guarda relación con lo sagrado, es religioso. 3) La manifestación de Dios y de su voluntad en medio de la comunidad y para ella; de este modo pasa a ser la comunidad que escucha, la de la palabra de Dios. 4) Las alabanzas del Señor, que celebra la comunidad recogida y reunida precisamente para eso; es precisamente esta actividad de alabanza la que, en definitiva, cualifica a la comunidad en cuanto cultual, la renueva y la santifica.

2. RELACIONES DE LA IGLESIA DEL AT CON Dios. a) Israel, propiedad de Dios. El pueblo es de Dios en una medida muy especial; simplemente, le pertenece. Las motivaciones son tantas como las variedades de expresión, vehí­culo de enorme riqueza. En el ámbito de la creación -toda ella propiedad de Dios, según el catecismo más elemental de la Biblia- a Israel se le aplican de manera especial los tres verbos caracterí­sticos del crear: Dios lo ha «creado» (Isa 43:1.7), lo ha «hecho» y «formado» (Isa 43:1.7.21; Isa 44:2.21.24; Isa 45:11). Por consiguiente, Israel es una criatura peculiar, término especial de la intervención divina en la historia. Al liberarlo de Egipto, Dios lo crea como pueblo y se hace fiador del mismo.

Son diversas las imágenes para expresar esta misma pertenencia: Israel es la vida de su Dios (Sal 80:9-16; etc.; cf Jua 15:1-8), su viña (Isa 5:1-7; Jer 2:21; Jer 5:10), «las primicias de su cosecha» (Jer 2:3), su rebaño (Sal 25:7; etc.), su siervo (Lev 25:42.55; Isa 41:8; Isa 44:1.21), su hijo (Exo 4:22; Sab 18:13; Ose 11:1), su esposa (Isa 50:1; Isa 54:4-8; Isa 61:10; Jer 2:2; Ez 16; Os 1-3; «Dios celoso» en Exo 20:5).

b) El contrayente de la alianza. Puesto que es de Dios y mantiene con él tales relaciones que es exclusivamente suyo, Israel es el pueblo de la / alianza de Dios. Es muy frecuente en el AT el recuerdo de este «compromiso» o «disposición»: «Yo seré tu Dios, tú serás mi pueblo». Estamos así­ en el corazón de todo el entramado entre Dios y el pueblo que forma el AT: Dios no sólo está con el pueblo, sino que es su Dios exclusivo, y sólo a él le pertenece el pueblo. De aquí­ una constante y articulada reciprocidad, que se expresa globalmente en una comunión de vida y de destino entre los dos contrayentes.
c) Israel, morada de Dios. «Habitaré en medio de los israelitas y seré su Dios…; los saqué de Egipto para habitar en medio de ellos»(Exo 29:45s; cf Lev 26:11s). Israel es el lugar de la presencia de Dios en el mundo. Dios está en medio de su pueblo, con él y «para» él (Exo 33:16; Exo 34:9; Núm 35:34; Deu 2:7; Deu 31:6). A ese pueblo se le ha confiado manifestar la acción de Dios, es decir, que Dios está presente y vela por los suyos, los guarda, los protege, los salva (cf Deu 32:6b-14). Por su parte, en cuanto contrayente de esa alianza y con ese pueblo, Dios se confí­a a la historia de aquel pueblo, y la historia de Israel se convierte así­ en la historia de Dios.

3. LA FUNCIí“N DE ISRAEL-IGLESIA EN EL MUNDO. a) Separado de los demás pueblos. En la pluralidad de expresiones del AT -unas veces un universalismo palpable, otras una cerrazón extrema- destaca y permanece constante la separación de Israel de los demás pueblos, juntamente con su santidad; por otra parte, «santificar» es lo mismo que «separar».

b) Israel al servicio de los pueblos. Elegido («separado», «santificado»), Israel tiene que manifestarse digno de la misión que Dios le ha confiado. Elección que es también juicio permanente de responsabilidad: «Sólo a vosotros escogí­ entre todas las familias de la tierra; por eso os pediré cuentas de todas vuestras iniquidades» (Amó 3:2). La misión y la responsabilidad conducen a Israel a atestiguar y a propagar la salvación. Es misionero por el mero hecho de habitar entre los pueblos, pero lo es más aún en cuanto constituido en fuente de bendición para todos ellos (cf Gén 12,Iss).

Instrumento de servicio a Dios para la mediación salví­fica, Israel ha recibido las dotes tí­picas para ello: mediador real (Dan 7:13; Isa 55:3ss), sacerdotal (Exo 19:5s) y profético (Sab 18:4; Isa 42:6.19; Isa 49:8). Esta mediación, además, se ejerce en provecho de todos los pueblos, y especí­ficamente en la intercesión, como Abrahán (Gén 20:7.17; cf 18,23-32), o Moisés (Exo 8:4.8s.24-27), o el «siervo de Dios», que «intercedió por los pecadores» (Isa 53:12). Del mismo modo, Israel «reza» por el paí­s de su destierro (Jer 29:7; cf Bar 1:11) y alaba a Dios delante de todas las gentes (Isa 12:4s; cf Tob 13:3s; Sal 96:3; Sal 105:1; Isa 43:21; Isa 48:20). De este modo se convierte en evangelizador y todos los pueblos se ven implicados en la salvación (Salmos; Jer 1:10; Jer 16:21; Déutero-Isaí­as). Todas las naciones tendrán así­ la experiencia del Dios de Israel y le honrarán (1Re 8:43; Sal 87:4; etc.).

II. LA IGLESIA DE CRISTO EN EL NT. La llegada del mesí­as, Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, glorioso y sentado ahora a la derecha de Dios, determinó el NT y la fundación de su Iglesia.

1. LOS TERMINOS EXPRESIVOS DE LA IGLESIA. Iglesia. Equivale a «convocación», «comunidad» (Del AT / supra I, lc). Excepto Heb 19:32.39s, en el NT tiene siempre un sentido cristiano; es decir, indica, bien la Iglesia universal, bien la Iglesia local (también en plural), bien las reuniones de los fieles. Frente a synagóghé, que se definí­a siempre más bien como cuestión de los judí­os y casi como sí­mbolo del judaí­smo, ekklésí­a identificaba a la nueva comunidad como lugar de salvación escatológica, aunque manteniéndola profundamente vinculada a los datos del AT. Ekklésí­a actualiza así­ el valor de «comunidad convocada» por Dios (AT) mediante Cristo Jesús y su obra. «Iglesia de Dios» subraya la continuación con la qahal de la antigua economí­a, sea cual fuere el origen de esos creyentes; «Iglesia de Cristo» o «mí­a» pone de relieve el dato escatológico que ha llegado con el mesí­as y «su» comunidad, incluida la efusión del Espí­ritu ya prometido.

Pueblo de Dios (o «mí­o»). Más bien raro: gracias a la referencia constante a citas del AT, esta denominación identifica a los creyentes en Jesús con los datos atribuidos al «pueblo de Dios» del AT, haciéndolos así­ herederos y continuadores suyos.

Los creyentes, los fieles. Estos dos términos son bastante frecuentes y equivalentes: son las diversas formas del verbo pistéuo, que se usa con diversos matices. Se pone de relieve la confianza que el hombre tiene en Jesús o en «el Señor», haberlo acogido en la propia vida como orientación y elemento vital de la propia existencia. Creer o hacerse fiel es un don del Espí­ritu Santo (Gál 5:22), que sigue a la conversión y al bautismo (Heb 2:38) y que lleva consigo la salvación.

Los discí­pulos. Este término pone de manifiesto que la vida del cristiano recoge las caracterí­sticas del propio maestro, Jesús Señor, copiando su existencia (cf Mar 8:34s 10,21.43ss; Luc 22:26ss; Jua 12:26). Al mismo tiempo se insinúa la mera funcionalidad del / apóstol y del didáskalos, se confirma la presencia constante y activa en la tierra del Señor en quien se cree, y que no sólo se celebra en la eucaristí­a, sino que se guarda siempre como presente en uno mismo durante toda la vida, al cual se pertenece y del cual se recibe la salvación.

Los hermanos. Es el apelativo quizá más frecuente entre los cristianos (unas 100 veces). Ciertamente se observa en él la influencia hebrea. «Hermanos» de Jesús son los creyentes que le acogen y que cumplen la voluntad del Padre (Mat 12:46-50; Mar 3:31-35; Luc 8:19-21), nacidos también de Dios (Jua 1:13) e hijos del Padre (Jua 1:12), de manera que toda la comunidad cristiana resulta ser una verdadera «comunidad de hermanos» (IPe 5,9), de los que Jesús es el «primogénito» gracias a la resurrección (Rom 8:29).

Los salvados. Más que el término (sólo Heb 2:47), es la idea de salvación la que está difundida en todas partes. Se comprende a la luz del AT y de las esperanzas escatológicas ligadas al mesianismo, configuradas, por tanto, en Jesús mesí­as y constituido Señor en la resurrección; los que lo aceptan y se hacen suyos, recibiendo el bautismo en su nombre (Heb 2:38) pueden llamarse «los salvados»;-sin embargo, sólo están salvados «en esperanza» (Rom 8:24) [I Redención].

«El camino»: El uso absoluto del «camino» para indicar la comunidad de los creyentes es una caracterí­stica de los Hechos (Rom 9:2.5.14.21; Rom 19:9.23; etc.). Al designar a la Iglesia como «el camino» y al definirse como «los del camino», los cristianos intentan representar gracias a su fe ese modo de ser y de obrar que asegura la salvación. «El camino de Dios» es el que se identifica con el cristiano.

«Santo»; «los santos». Teológicamente esta denominación se relaciona con todo lo que el AT decí­a del «pueblo santo», de la «asamblea santa», de los «santos» en relación con el culto, etc. Es lógica la conexión de esta denominación con Dios el santificador, con Cristo santificador y, especialmente, con el Espí­ritu Santo, al que se atribuye la santificación en particular.

«Los elegidos». Término relacionado con la santidad; sirve para subrayar hasta qué punto la Iglesia y sus miembros son el fruto de la libre voluntad divina que actúa en ellos [/ Elección].

«Los llamados». Toda la vida del cristiano está bajo el signo de la t vocación; la misma raí­z verbal vincula la «llamada» con la «Iglesia» o convocación, asamblea reunida para el culto de Dios. Este nombre subraya particularmente el origen de esta «convocación»: la voluntad de Dios y su obra.

«Los que invocan el nombre del Señor». De JI 3,5 (LXX) = Heb 2:21 (cf 2,39s). Expresa la «salvación» mediante Jesús Señor. El acento recae bien en la unidad de fe y la identidad de «credo», bien en la adhesión del hombre -de cualquier hombre- al plan salví­fico de Dios.

«Los cristianos» Derivado del nombre Christós, «ungido» o mesí­as, describe a los «cristianos» como los que acogen al mesí­as, es decir, los indica como «mesianistas». La comunidad (de ámbito helenista) manifiesta también así­ su propio convencimiento escatológico respecto al mundo.

2. LAS IMíGENES FIGURATIVAS DE LA IGLESIA. El lenguaje figurado, tan caracterí­stico del mundo semita, nos revela no poco sobre el misterio de la Iglesia.

a) Presente en el mundo. «Vosotros sois la luz del mundo» (Mat 5:14-16). Mediante los cristianos, la Iglesia está puesta en el mundo y para el mundo, cumpliendo lo que estaba previsto para el futuro Israel. Por otra parte, Jesús es «la luz del mundo» (Jua 1:5-9; Jua 8:12; Jua 12:35s.46; cf Mat 4:16 = Isa 9:1). El compromiso de la Iglesia en las vicisitudes del mundo aparece ya en los relatos sinópticos de la vocación de los primeros discí­pulos (Mat 4:19; Mar 1:17). Lo mismo se deduce del discurso de misión que ve a los discí­pulos enviados como «ovejas entre lobos» (Mat 10:6; Luc 9:2), proclamadores del reino (Mat 10:7; Luc 9:2) como lo fue Jesús (Mar 1:15 y Mat 4:17) y continuadores de su obra (Mat 10:17-22; Mar 13:9-13; ; Heb 7:59s), presencia en la tierra del Padre celestial (Mat 5:16), ejecutores de la misión recibida del Señor (cf Mat 10:7; Mat 28:18-20). La Iglesia tiene su sede en el mundo, está presente en él como una realidad concreta y visible; pertenece al tiempo, interesa a los hombres y a su existencia actual terrena. Pero, lógicamente, con vistas al reino de Dios, del que vive de alguna manera, pero del cual está también a la espera, cuando se constata que su misma oración lo invoca todos los dí­as con el «venga a nosotros tu reino» (Mat 6:9; Luc 11:2).
b) En crecimiento. «El reino de Dios es como un grano de mostaza… Es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece, es la mayor de las hortalizas y se hace árbol…» (Mat 13:31s; cf Mar 4:30ss; Luc 13:18s). Su desarrollo es tan grande que «las aves vienen y anidan en sus ramas» (v. 32; para esta imagen, cf Dan 4:7-9.17-19; Eze 7:1-10.22ss; Eze 31:1-14). El objeto de la semejanza es el crecimiento: la institución tendrá unos comienzos muy modestos, pero le espera un gran desarrollo. Y éste, a su vez, parece asegurar una profunda cohesión y una total continuidad entre los mismos comienzos -Cristo, su enseñanza y su obra- y las sucesivas expansiones.

Es análoga la enseñanza sobre el crecimiento de la Iglesia que nos ofrece la parábola del sembrador, con los diversos rendimientos de la semilla caí­da en tierra buena (Mat 13:1-9 y su relectura en 13,18-23). Los terrenos diferentes son un mundo humano, visible y sumamente concreto, pero también heterogéneamente dispuesto para con «la palabra del reino» (Mat 13:19); en él, tan sólo una parte, quizá la menor, presta verdaderamente atención y comprensión a la palabra (v. 23a), y también en ésta «el fruto» que se produce no es más que el «ciento, sesenta y treinta por uno» (v. 23b). En esta misma dirección va igualmente la breve alusión o ejemplo parabólico de la levadura (Mat 13:33), figura de aquella virtualidad inicial escondida en lo í­ntimo del corazón humano y destinada a crecer y a manifestarse como reino de Cristo en la tierra, como Iglesia en crecimiento gracias a la acción escondida e interior de Dios y de su Hijo que derraman sobre la humanidad el don escatológico del Espí­ritu.

c) Los diversos llamados. Muy instructiva es la parábola de los invitados a las bodas: Mat 22:1-14 y Luc 14:15-24. En las tres etapas a través de las cuales fue pasando -en labios de Jesús, en la tradición de la comunidad, en el evangelista-, la enseñanza es siempre la misma: Dios llama gratuitamente a la salvación mediante Jesús. La respuesta es negativa por parte de los privilegiados del reino, mientras que-los excluidos, los que carecen de derechos (los pobres, los pecadores, las meretrices; luego los paganos, en la segunda etapa: vv. 6-7 de Mt), dan una respuesta positiva; ni los que se resisten ni los que no se convierten pero no obran en consecuencia (el traje nupcial de la tercera etapa) se salvarán de hecho; por su parte, la Iglesia recoge en su seno a todos los llamados para presentarlos ante el rey para el examen escatológico (tercera etapa) antes del banquete eterno (que tiene su anticipación sacramental en el banquete eucarí­stico). De este modo los marginados serán -y lo son de hecho-los privilegiados del Dios de la misericordia. Bastante. parecida a la anterior es la parábola de los viñadores infieles: Mat 21:33-44 (Mar 12:1-11; Luc 20:9-18). La parábola de Mat 20:1-16-los obreros de la viña- se fija en aquel (Dios) que los llamó y en su í­ndole inconcebible e inexplicable de bondad generosa.

d) En espera de la parusí­a. También las parábolas (o ejemplos) que acabamos de mencionar contienen algunas indicaciones sobre 1.a. esperanza de la parusí­a. Pero sobre todo aparecen en el llamado apocalipsis sinóptico (Mat 24:1-36) con las parábolas-imágenes del retorno (Mat 24:37-51; Mat 25:1-46 par). Esos dos capí­tulos son una evidente invitación a la vigilancia de los creyentes respecto a los acontecimientos últimos o la «venida del Hijo del hombre». En ellos se propone todo en imágenes y con diversas escenas según su género literario. Sin embargo, es posible captar ahí­ no pocas lí­neas de mensaje; por ejemplo, la dimensión terrena o temporal de la Iglesia y su vida en el tiempo y en el mundo, a pesar de ser también celestial; su ser humano, cargado de seriedad, tanto a nivel personal corno comunitario; la parusí­a vista como el momento decisivo de la historia del hombre, el momento en orden al cual se emplea toda la vida, momento que abre un futuro, mientras escruta y sopesa el pasado, es decir, el tiempo de la existencia terrena. Consiguientemente, el elemento escatológico continuamente presente en la existencia terrena del hombre, y por tanto la necesidad de la vigilancia para no vernos sorprendidos en el dí­a del juicio final, así­ como la necesidad de la actividad y de la diligencia para equiparnos con obras idóneas en orden al juicio. La fidelidad, la perseverancia, la confianza, la prudencia son las virtudes que animan a la Iglesia y que distinguen a los cristianos, poniéndolos en condiciones de actuar con suma tranquilidad y sin desasosiego, serenos frente a la imprevista irrupción final.

3. LAS FIGURAS QUE MíS DIRECTAMENTE DEPENDEN DEL AT. a) La Jerusalén celestial. Largamente preparada en el AT, especialmente después del destierro, mediante una creciente idealización teológica y espiritualización (cf Isa 27:13; Isa 60:1-9.11.18; Tob 14:5; Sir 36:12s; cf también Exo 25:40 para el santuario) hasta hacerse invisible, celestial, etc., la Jerusalén ideal es identificada con la Iglesia, misterio escondido en Dios y manifestado ahora mediante el ministerio de los apóstoles (Rom I6,25s; Col 1:26-29; Efe 3:10ss), Jerusalén celestial a la que ya desde ahora tienen acceso los cristianos (cf Heb 12:22s, especialmente en el contexto). Lo mismo vale para Gál 4:24-29 (cf Flp 3:20). Es bastante rica esta temática en Ap (Flp 3:12; Flp 12:1s; Flp 21:2; etc.). Hay que añadir además los numerosos textos proféticos: el nuevo cielo y la nueva tierra (Isa 65:17; Isa 66:22), la nueva creación (Isa 41:4; Isa 43:18s; Isa 44:6), los nuevos nombres (Isa 62:2), la nueva paz entre los hombres y los animales (Eze 34:25)…, que encuentran su cumplimiento en la nueva Jerusalén que baja del cielo, presencia de Dios entre los hombres, constitución de un pueblo que sea de Dios y del que Dios toma posesión: «El habitará con ellos, ellos serán su pueblo» (Apo 21:3). También Mat 24:29.35; Heb 3:21; 2Pe 3:13, y Apo 21:1 se expresan en términos de cielo nuevo y de tierra nueva. Mientras lleva ya en sí­ misma la realidad de la Jerusalén celestial, la Iglesia experimenta ampliamente -y todo el Apocalipsis es testimonio de ello- las dificultades de un recorrido erizado de obstáculos, persecuciones y tentaciones, a las que se ve expuesto el creyente antes de formar parte del cortejo del cielo.

b) La novia, esposa virgen, madre. Las tres imágenes tienen matices propios, pero todas ellas se derivan de la misma representación veterotestamentaria de la nación o del pueblo como una mujer de la que son hijos los creyentes -el pueblo-(cf 2Sa 20:19; Sal 87:5; Isa 54:1) o de la que Dios mismo es novio y esposo.
En las grandes cartas paulinas, la Iglesia como novia está presente sólo en 2Co 11:2s: «Os he desposado con un solo marido, os he presentado a Cristo como una virgen pura». Más conocido es Efe 5:24-32, donde la relación de la mujer con el marido se equipara a la de Cristo con la Iglesia bajo diferentes aspectos, aunque su verdadera realidad sigue siendo todaví­a un «misterio» calificado como «grande» (Efe 5:32). En el Apocalipsis la Jerusalén escatológica, la «nueva», «bajada del cielo del lado de Dios» y «dispuesta como una esposa ataviada para su esposo» (Apo 21:2), se representa como desposada no de Dios, sino del Cordero (Apo 19:7s; Apo 21:9; cf 22,17). En Gál 4:26, en el conjunto de la alegorí­a de 4,21-5,1, Pablo ve en Sara el sí­mbolo del testamento nuevo, de la comunidad de los creyentes o Iglesia: identificándola con la «Jerusalén celestial», la llama «nuestra madre»: la ciudad celestial es aquella que engendra a los creyentes, que son sus hijos y sus testigos en la tierra (cf Apo 12:2.17).

c) El rebaño. «No tengáis miedo, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha decidido daros el reino» (Luc 12:32): el reino de los santos, el escatológico (cf Dan 7:27). «Como corderos en medio de lobos» (Mat 10:16; Luc 10:3), ese rebaño es enviado en medio de asaltantes que intentarán dispersarlo, como dirá más tarde Pablo en Mileto (Heb 20:17.28s). Otros enemigos, otros lobos se vestirán incluso de ovejas para dañar al rebaño desde dentro (Mat 7:15). El mismo Jesús se considera el enviado a las ovejas perdidas de Israel (Mat 15:24; cf 10,6), pastor que acude en ayuda de las ovejas perdidas (Mat 9:36; Mar 6:34; cf Eze 34:5) y que tendrá que ser herido, según la profecí­a de Zac 13:7, citada en Mat 26:31. Un pastor que tendrá también la función de juez, puesto que al final de los tiempos se colocará entre las ovejas y las cabras para pronunciar la sentencia eterna (Mat 25:32s).
Esta imagen es bastante elocuente: los creyentes en Jesús son ahora objeto de las atenciones que el AT describí­a en relación con el rebaño-Israel. En el AT era Dios el que guiaba el rebaño de su pueblo, unas veces de forma directa (Sal 74:1; Sal 79:13; Sal 100:3; Miq 7:14) e incluso asumiendo el tí­tulo de «pastor» (Sal 23:1; Sal 90:2; cf Gén 48:15; Gén 49:24), y otras veces guiándola «por mano de Moisés» (Sal 77:21) o de otros (Josué, David…). Ahora, en cumplimiento de Eze 34:23s (cf Jer 2:8), Jesús es el nuevo pastor, y los suyos en tanto se llamarán y serán pastores en cuanto que reciban de él la misión, anunciando como él la venida del reino (Mat 10:7; Luc 9:2; cf Mat 4:17; Mar 1:15).

Jn 10 destaca sobre los demás textos en cuanto a la imagen del rebaño. En realidad, más que el rebaño, es el pastor el que se encuentra en el centro de la atención; sin embargo, de rechazo, se dice mucho sobre el rebaño, y la parábola-alegorí­a pasa de ser cristológica a ser igualmente eclesiológica. El rebaño recuerda al de Eze 34:3, oprimido e instrumentalizado por los intereses de personas indignas, a las que se opone y sustituye Jesús, mediante el cual el rebaño «tendrá la vida» y la tendrá «en abundancia» (Jua 10:10). Efectivamente, él, y no los otros, es el «buen pastor» (Jua 10:11), tan amante de su rebaño (que es también «rebaño del Padre»: v. 29) que «da su vida por las ovejas» (vv. 11.15), lo cual se transforma para ellas en «vida eterna», de manera que «no perecerán jamás» (v. 28). Todo esto garantiza al rebaño la continua presencia del Padre y del Hijo, la seguridad de permanecer en Dios, y se refiere además a las ovejas «que no son de este redil», es decir, a las que provienen del mundo pagano (v. 16): todas ellas formarán «un solo rebaño» bajo «un solo pastor».

d) La vid. La vid (o la viña) encuentra ya una discreta presencia en el NT en las parábolas antes mencionadas [ Jua 111:2c]. La viña, aclara Mat 21:43, es «el reino de Dios». Esta imagen se articula y resulta fecunda ya en el AT: véase, por ejemplo, Ose 10:1; Isa 5:1-7; Isa 27:2s; Sal 80:9-19; Jer 2:21; Jer 5:10; Jer 8:13; Jer 12:10; Eze 15:6; Eze 19:10-14 (supra ! I,2a). Las atenciones de Dios para con su pueblo no tienen lí­mite, lo mismo que su amor y su fidelidad. También los castigos tienden a avivar la conciencia del pueblo en cuanto elegido y amado por Dios, rodeado de atenciones y de ternura sin lí­mites.

La alegorí­a de la viña, o mejor de la vid, alcanza su forma más expresiva en Jua 15:1-6 con el apéndice eventual de los versí­culos que siguen y que en cierto modo le hacen eco. «Yo soy la vid verdadera y mi Padre el viñador» (v. 1). La alegorí­a carece de ambigüedad; es aclarada por el que la propone: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (v. 5); y se completa en los personajes que la animan. La Iglesia está unida a Cristo, lo mismo que el sarmiento a la vid; por la Iglesia corre la savia vital de Cristo, vive la misma vida de Cristo. El estar separado de Cristo-vid es la muerte, la perdición, «el fuego» (v. 6); unidos a él, damos «mucho fruto» (v. 5); más aún, la relación con Cristo, a diferencia de lo que sucede entre el sarmiento y la vid, es recí­proca: «Seguid unidos a mí­, que yo lo seguiré estando en vosotros» (v. 4), como para indicar que la figura de la vid no es más que una imagen, y que la realidad que intenta tansmitir es mucho más profunda. Se trata realmente del amor eficaz de Cristo a su Iglesia (vv. 9-17), según la voluntad y la obra salví­fica querida por el Padre («el viñador», al que se refieren, de forma propia, tanto la vid como los sarmientos). Un amor que garantiza la escucha de toda plegaria (v. 7) que se exprese en nombre del Hijo (v. 16); un amor que pasa primero por entre el Padre y el Hijo, luego une al Hijo con los suyos y, finalmente, los califica a éstos por el intercambio mutuo del mismo amor (vv. 10.12s.15.17).

4. LAS ALEGORíAS CRISTIANAS. a) Algunas indicaciones del Apocalipsis. La Iglesia terrena (Ap 2-3) está contemporáneamente presente en el cielo, «alrededor del trono», representada por los veinticuatro ancianos (4,4), es decir, los doce patriarcas más los doce apóstoles que ejercen conjuntamente el servicio sacerdotal y real. La liturgia celestial (Apo 5:6ss) es el prototipo de la que la Iglesia terrena desarrolla entre los hombres. Para el Ap no existe una clara distinción entre el ahora y el futuro. El cordero, el Cristo muerto y resucitado, tiene en sus manos los destinos de la historia en el tiempo; lo que se va realizando aquí­ abajo no es más que la manifestación de un plan victorioso de salvación, el aspecto visual de lo que sucede gracias a aquel «que nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados con su propia sangre» (Apo 1:5).

Hay que recordar además la larga serie de los 144.000 sellados, los «servidores de nuestro Dios» (Apo 7:3s), los preservados (y por tanto salvados) de los azotes simbolizados en los siete sellos; y sobre todo, la alegorí­a de la «mujer vestida de sol» (Apo 12:1), en lucha, ella y su hijo, contra el «dragón color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos» (Apo 12:3), junto con toda la compleja simbologí­a sobre la Iglesia, los creyentes, el desierto, etc.

b) Plantación y campo de Dios. 1Co 3:6-8 ofrece una breví­sima parábola-alegorí­a: Pablo ha plantado, es decir, fundado, la comunidad de Corinto, Apolo regó el terreno, «pero quien hizo creer fue Dios»; los cristianos, en cuanto comunidad, son el jardí­n, el huerto, «el campo de Dios», en el que se trabaja constantemente (griego, gheórghion, v. 9, ya raro en los LXX y sólo aquí­ en el NT). Más que a la metáfora veterotestamentaria de la plantación-viña, 1Co 3:6-8 parece referirse a la del «plantar y edificar» (cf Jer 1:9s; Jer 18:7-9; Jer 24:6; 38 [TM 31],45; etc.), como se afirma expresamente en el versí­culo 9b: «Vosotros, labrantí­o de Dios, edificio de Dios»; y como los versí­culos 6-8 introducen la metáfora del cultivo, así­ los versí­culos 10-15 desarrollan la de la construcción. Dios mismo es el que comienza y prosigue la obra y el que trabaja continuamente en ella; cualquier otro, incluso Pablo, no es más que colaborador. La intervención directa de Dios se contrapone a la actual situación de abandono y de opresión, y acentúa de este modo la gracia y la bondad del salvador.

En otro pasaje Pablo recurre expresamente a la imagen de la plantación; en Rom 11:17-24, cuando habla del olivo silvestre injertado en el olivo bueno. De forma análoga al pasaje de 1 Cor 3, l a, metáfora de la plantáción, insiste en la unidad del pueblo cristiano, cuyo cultivo y cuyos frutos corresponden propiamente a Dios, no sin la «colaboración» de los predicadores o apóstoles.

c) El edificio o construcción. La metáfora ya mencionada de 1Co 3:9 se desarrolla y se determina en los versí­culos siguientes: su «fundamento (…) es Jesucristo» (v. 11). Se pensará, pues, en un edificio sagrado, en un templo. Lo cual se subraya en el versí­culo 16: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espí­ritu de Dios habita en vosotros?». Y refiriéndose probablemente al lenguaje del edificar-destruir, continúa en el versí­culo 17: «Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo» (cf 1Co 6:19; 2Co 6:16).

La imagen de Cristo como piedra de construcción aparece varias veces. Ella es la que afianza el edificio levantado por encima, la que le da solidez y santidad. En esta imagen concurren tres textos del AT interpretados en clave cristológica (eclesiológica). El Sal 117:22 (LXX): Israel es la piedra descartada y sin valor alguno, pero que ha quedado altamente valorada y honrada por la salvación experimentada que ha recibido de Dios. Mat 21:42 (Mar 12:10; Luc 20:17s) y Heb 4:11 : Jesús es piedra angular y fundamental gracias a su resurrección y exaltación, después de haber sido «descartado» y «reducido a la nada» en su pasión y muerte. Para IPe 2,4-8 tenemos un acento cristológico diferente (cf Mat 21:44). El segundo texto es el de Isa 28:16 : es Dios el que salva al pueblo; él es el que ha construido a Sión, poniendo de cimiento «una piedra probada, una piedra angular, preciosa, bien asentada. El que crea, no vacilará». lPe 2,4-7 asocia a los cristianos a Cristo, «piedra escogida angular». También Isa 8:14 se le aplica a Cristo en lPe 2,8: en-el AT la «piedra de tropiezo» era Dios: contra él iban a chocar todos los que no creí­an; aquí­, por el contrario, y en Rom 9:32s el que se convierte en tropiezo es Jesús, escándalo para los que «no quieren creer en el evangelio».

Gracias a esta imagen de Cristo, piedra puesta como fundamento, también la predicación misionera de Pablo es un edificio sagrado que es construido (Rom 15:20), mientras que la relación de mutua caridad de los cristianos es definida como un «edificar» (Rom 15:2). Al mismo tiempo, los cristianos, como «piedras vivas» adheridas ala «piedra viva» (lPe 2,4s), forman todos juntos una Iglesia que puede compararse con un edificio sagrado, con el templo. En esta edificación concurrirán no sólo el Cristo fundamento, sino también la obra de Dios y la del Espí­ritu (cf también Efe 2:19-22).

d) Cuerpo de Cristo. Es la expresión más densa que en el NT encierra todo el sentido de la Iglesia en sus relaciones de unión con Cristo. Su formulación se limita solamente a la teologí­a paulina; pero tendremos que recordar también aquí­ todos esos sí­mbolos o figuras que aparecen en el NT y que de alguna manera la clarifican: por ejemplo, la vid y los-sarmientos (Jua 15:1-8), el edificio espiritual, la esposa y el cordero… Habrí­a que tener también en cuenta las expresiones de la unión fieles-Cristo mediante las preposiciones «en» o «con». Sobre todo habrí­a que considerar el valor del cuerpo individual de Jesús, del Jesús terreno y glorioso, con el que los cristianos se identifican de manera ciertamente mí­stica, pero también muy real, en la eucaristí­a, experiencia de la que se aprovecha la Iglesia y de la que vive desde que Jesús le confió este memorial (1Co 11:24ss), orientación y anticipación del encuentro escatológico que la Iglesia aguarda y prepara (1Co 11:26).

Experiencia que desde siempre ha acompañado a la vida de la Iglesia, es posible que la eucaristí­a, cuerpo de Cristo partido y distribuido a los fieles bajo el signo del pan, no haya tenido alguna repercusión en estos textos. Más aún, es probable que la metáfora-alegorí­a de la Iglesia cuerpo de Cristo haya encontrado su punto de partida precisamente en esta experiencia. Es un hecho que el primer testimonio de la Iglesia cuerpo de Cristo se encuentra a propósito de la eucaristí­a: «Puesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan» (l Cor 10,17). La unión, aunque mí­stica, es tan real como lo es el cuerpo del Señor en la eucaristí­a. Y se da una especie de analogí­a entre la eucaristí­a y el bautismo. Ya desde el principio de la Iglesia, también el bautismo, aunque bajo otra forma, nos une con la muerte de Cristo (Rom 6:3), nos «sepulta junto con él» (v. 4), nos permite «llegar a ser una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya» (v. 5), causándonos una verdadera muerte al pecado y a la ley (Rom 7:4ss). Así­ pues, hemos sido bautizados en el único cuerpo de Cristo, formamos una unidad fundamental con él (cf Gál 3:28). Es evidente la analogí­a con los efectos de la eucaristí­a. Esto mismo podrí­a repetirse a propósito de la resurrección: la resurrección de Jesús lleva consigo la nuestra. San Pablo lo expresa con claridad cuando afirma que el Espí­ritu -el mismo que resucitó a Jesús- deposita en nosotros una semilla de resurrección tal que resucitaremos a imagen del cuerpo resucitado de Jesús (cf 1Co 15:40; Rom 8:11).

Animados por el mismo Espí­ritu que está también en Jesús y alimentados del mismo pan que es el cuerpo real, aunque espiritual, de Cristo, los cristianos forman juntos un solo cuerpo, que es el cuerpo del Señor. Ciertamente Pablo utiliza el conocido apólogo helenista del cuerpo y de los miembros, recogido de Esopo y aplicado al orden social por Menenio Agripa. Podemos volver a escucharlo de forma transparente, pero totalmente centrado en el «solo cuerpo de Cristo», en Rom 12:3-6. Análogamente, y quizá todaví­a más especí­ficamente, se habí­a expresado en 1Co 12:11s. El cuerpo humano reduce a la unidad la pluralidad de miembros de que está compuesto el cuerpo. La frase «así­ también Cristo» del versí­culo 12c tiene que completarse de este modo: así­ también Cristo tiene muchos miembros y reduce a la unidad en su cuerpo a todos los cristianos (como en Rom 12:5). El desarrollo de los versí­culos 13-14 confirma esta interpretación: Cristo es el principio de unidad de su cuerpo. Si luego, en el versí­culo 13b, se lee una referencia a la eucaristí­a («todos hemos bebido…»), entonces estos dos sacramentos de la unidad -bautismo y eucaristí­a- se mencionan aquí­ para afirmar la evidencia de nuestra unión espiritual y real con Cristo (como ya en 10,17; cf 10,4). El largo desarrollo figurado de los versí­culos 15-26 y la conclusión en el versí­culo 27 lo vuelven a remachar: «Ahora… vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte es miembro de ese cuerpo».

En las cartas de la cautividad resulta todaví­a más importante y variado el uso de la fórmula «cuerpo de Cristo». Por una parte, se conserva el tema precedente (cf Col 3:12-16; Efe 4:1-7; Efe 5:30). Pero se ensancha la perspectiva, poniendo de relieve al Cristo resucitado y glorioso, acentuando sus funciones como «cabeza» del cuerpo (y por tanto de la Iglesia) en su función cósmica como creador y como ser superior a los ángeles. Véanse especialmente Col 1:24 y Efe 1:22s, donde la Iglesia universal se identifica con el cuerpo resucitado del Señor. Otro tanto puede decirse de Col 1:18(«cabeza del cuerpo de la Iglesia») y de Efe 5:23 («cabeza de la Iglesia» y «salvador del cuerpo»). Cristo es kephalé, «cabeza», respecto al cuerpo, que es la Iglesia. Este término es propio de las cartas de la cautividad. Probablemente hay que entenderlo en el sentido de «cabeza jefe», leyendo por tanto en él una especie de primací­a o de dominio o de causalidad de Cristo respecto a la Iglesia.

La Iglesia es «la plenitud» de Cristo (griego, pléróma) (Efe 1:23), una plenitud dinámica que tiende a la santificación de los cristianos mediante el mismo Cristo, ya que en él «habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2:9). Por consiguiente, la Iglesia, cuerpo suyo, no podrá menos de estar repleta y perfeccionada en la santidad de Cristo y mediante él (Efe 4:16).

5. ALGUNAS NOTAS TEOLí“GICAS. a) Comunidad de salvación escatológica. Tal es la Iglesia desde sus comienzos. Esto se basa y corresponde a la convicción de que Jesús es el mesí­as prometido, que ha sido levantado ahora por la diestra de Dios y ha enviado el Espí­ritu: así­ Pedro en Heb 2:14-36 (especialmente los vv. 38-40; cf 4,11s; 5,31s). Análogamente, Pablo en su primer discurso -programático- en Antioquí­a de Pisidia (Heb 13:23.26.38s): al rechazar el anuncio de Jesús mesí­as y salvador, los judí­os rechazan la «vida eterna» que está contenida en ese mensaje (v. 46).

«Jesús es el Cristo» es la fórmula más primitiva de fe, reconocida antes de la resurrección: por ejemplo, Mar 8:29 (y variantes en par); Mat 16:20; Mat 16:16; frecuentí­sima en el relato de la pasión, no menos que en los escritos de Juan, aunque con diferentes versiones, en las cartas pastorales y en los demás escritos del NT.

La Iglesia remacha constantemente su propia fe fundada en Jesús de Nazaret y en su misma experiencia en el tiempo. Proclama que ha superado ya las fronteras de la escatologí­a y que vive actualmente en un tiempo que es ya salvación, salvación escatológica, realización de las promesas y manifestación del plan salví­fico divino. «Pero cuando se cumplió (gr., llegó la plenitud, tó pléróma, del tiempo, Dios envió a su Hijo…»(Gál 14:4). El, «nacido bajo la ley» O.), satisfizo con la cruz las exigencias de muerte de esa misma ley: «Se entregó a sí­ mismo por nuestros pecados para sacarnos de este mundo perverso» (Gál 1:4). Con su cruz y después de ella ha dejado de existir todo aquello que constituí­a el mundo antiguo, marcado por el pecado (cf 2Co 5:21; Gál 3:13). Recogiendo una distinción corriente en el judaí­smo, en donde «este mundo actual perverso» se opone al mundo venidero, es decir, escatológico, que ha de inaugurar el mesí­as, Pablo declara que Jesús ha sido precisamente el que ha realizado este cambio: con Jesús y su muerte, el mundo actual ha encontrado su propio fin, su propia muerte. El nuevo mundo es una realidad en Cristo, gracias a su muerte, que ha «crucificado» al mundo actual y, consiguientemente, ha hecho del cristiano, por así­ decirlo, un «crucificado para el mundo» (Gál 6:14).

b) Comunidad fundada por Jesús. Es precisamente esta fe mesiánico-escatológica, por la que la Iglesia tiene conciencia de ser la comunidad final de salvación, la que explica la manera con que ella elige, transmite y orienta las noticias relativas a la «vida» de Jesús, su actividad y su propia fundación. En la actividad de su Maestro ella capta la realidad de su fundador, de aquel que con su acción y con su enseñanza lleva a su cumplimiento las antiguas promesas de salvación, confiándolas a la historia concreta de su comunidad. Antes de santificarla y de manifestarla mediante la efusión del Espí­ritu en pentecostés (Heb 2:23) y de confiarla a «sus testigos» (Heb 1:8) con un mandato de evangelización universal (Mat 28:18-20), Jesús la fue preparando esmerada y atentamente durante su vida terrena.

De esta preparación de la Iglesia como comunidad hemos de ver una primera referencia en la «gente» o «multitud» que rodeaba a Jesús: son «las ovejas dispersas de la casa de Israel» (Mat 10:6; cf 10,23; 15,24), «el pueblo que yace en las tinieblas» (Mat 4:16; cf 13,15; 15,8). Pero son sobre todo indicativos los evangelios cuando hablan de los discí­pulos, para los cuales la caracterí­stica esencial es la llamada o / vocación, la acogida de la palabra de Jesús y su seguimiento. Lo mismo hay que decir de los «doce», con su múltiple significado, especialmente mesiánico-escatológico [/ Apóstol/ Discí­pulo], y con todas aquellas indicaciones embrionales, pero fundamentales, sobre aquello que nosotros llamamos «los sacramentos». Al encargarse personalmente de preparar a «su Iglesia» (Mat 16:18), Jesús poní­a en camino a aquella comunidad de fe que a distancia de algunos decenios (y ahora de varios siglos) se habrí­a de reconocer en aquella realidad del tiempo de Jesús, en aquellas enseñanzas, en aquellas experiencias. Gracias a la permanencia entre «los suyos» (Mat 18:20; Mat 28:20), él continúa la obra que fundó, la hace creer y desarrollarse, la va llevando poco a poco a su cumplimiento.

La Iglesia se manifiesta abierta a todos los hombres desde el tiempo de Jesús. A pesar de la afirmación de estrecho rigorismo nacionalista de Mat 15:24 (cf 10,5s y 8,12), lo que cuenta para encontrar a Jesús y ser su seguidores la fe (Mat 8:5-10; Mat 15:28). Al final, cuando tenga lugar la segunda venida, en la parusí­a, «todos los pueblos serán llevados a su presencia» (25,32), mientras que los ángeles del juicio «reunirán de los cuatro vientos a los elegidos desde uno a otro extremo del mundo» (24,31). Pero para toda la tradición evangélica el Hijo del hombre ha venido ya y ha comenzado también «la cosecha» (el juicio). Para Mt, el nuevo Israel tiene ya en «los doce» sus epónimos y sus jueces, y en los discí­pulos (Mat 13:38) «los hijos» del reino que, gracias a la fe, provienen también del mundo de los paganos (Mat 12:18 = Isa 42:1; Mat 12:21 = Isa 42:4 LXX). Esta universalidad se hará manifiesta en la resurrección.

La escena final en el monte (Mat 28:16-20) es intencionalmente muy instructiva: «a los once discí­pulos», «postrados en adoración», Jesús se les revela como el Señor universal, dotado de «todo poder en el cielo y en la tierra», y por tanto autorizado para fundar por medio de ellos una comunidad universal de discí­pulos entre todos los pueblos: «Id y haced discí­pulos mí­os en todos los pueblos». Son enviados, y por consiguiente constituidos «apóstoles» para todos, sin excluir a nadie, para que todos puedan llegar a ser discí­pulos de Jesús. La Iglesia del evangelio es tanto la del Jesús terreno como la del Jesús resucitado.

c) En los escritos joaneos. El Jesús terreno y su obra de preformación de la Iglesia quedan filtrados por la vida de una Iglesia que ya ha evolucionado y que vuelve a proponerlos en términos de actualidad y de historia. Aunque nunca nos hablan explí­citamente de la Iglesia, estos escritos no pierden nunca de vista su naturaleza í­ntima, que consiste en la perfecta comunión entre sus miembros y por parte de éstos con Jesús. En estos escritos la Iglesia es siempre el grupo de discí­pulos, que en Ap se tiñe con el martirio. De suyo, la Iglesia equivale a «creyentes» (Jua 1:12; Jua 3:16.18.36; Jua 5:24; etc.), aunque no todos los creyentes sean discí­pulos (Jua 4:39.41.53; Jua 9:38; Jua 11:27; etc.). Sólo la fe une con lo que fue «desde el principio» (lJn l,lss; 2,7s; 3,11; 2Jn 1:4ss). Entre los creyentes hay algunos que sólo creen superficialmente (en los signos: Jua 2:23), o tan sólo a escondidas (Jua 12:42; Jua 19:38); la verdadera fe, la de los discí­pulos auténticos y la de la Iglesia, se caracteriza por la relación con la palabra de Jesús (Jua 5:38; Jua 8:31; Jua 15:7; Un 1,1), por el «conocimiento» que viene de la fe (Jua 6:69) y que «da mucho fruto» (Jua 15:8). Los «doce» son el modelo adecuado para los verdaderos discí­pulos (cf Jua 6:70, referido a los doce, con 15,16, dicho para los discí­pulos en general).

Entre Jesús y «los suyos» se da una unión muy í­ntima, en virtud de una presencia constante de Jesús y del / Espí­ritu con, por y en los discí­pulos (Jua 14:16s; Jua 15:13; etc.). El es «desde el principio» la «palabra de la vida» para los creyentes en la Iglesia (lJn 1,1ss). Como comunidad de los creyentes, la Iglesia es la morada de Jesús y del Padre (Jua 14:23; Apo 21:3). La misma muerte de Jesús no es considerada, ni mucho menos, como separación o como lejaní­a de Jesús respecto a su comunidad; al contrario, mediante el Espí­ritu Jesús vuelve y permanece continuamente presente en su Iglesia. Ese Espí­ritu es dado por Dios (1Jn 3:24); pero es también enviado ‘por Jesús (Jua 15:26), como «otro Paráclito» («otro» respecto a Jesús) y permanece «para siempre» con los discí­pulos (Jua 14:16); más aún, está «dentro» de ellos (Jua 14:17). Esta intimidad tan grande y tan vital entre el creyente y Jesús se pone de manifiesto en el lenguaje figurado de la parábola alegórica del buen pastor (Jua 10:1-17) y en la metáfora de la vid y los sarmientos (Jua 15:1-8): la Iglesia recibe su vida de Jesús; más aún, lleva dentro de sí­ la vida misma de Jesús.

Este lazo tan estrecho que la une a Jesús impone a la Iglesia la necesidad absoluta de la unidad interior’y exterior. Tal es el objetivo de la obra de Jesús pastor (Jua 10:14ss), el objeto de su oracion (Jua 17:20), el fruto de su muerte (Jua 11:51s) y al mismo tiempo el instrumento elegido de evangelización en manos de los discí­pulos (Jua 17:21.23).

Unida y también única, es decir, Iglesia universal. Según Jn 4, la universalidad de la Iglesia formaba ya parte de la enseñanza terrena del Maestro, aun cuando hay claros indicios que atestiguan en el texto una evolución y una clave escatológica difí­cilmente originales (pero que al mismo tiempo confirman la interpretación universalista que hay que dar a todo el episodio). También tiene un aire universalista Jua 12:12-28 : «Mirad cómo todo el mundo se va tras él», es el comentario amargo de los fariseos (v. 19); pero también la interpretación universal del evangelista, que habla de «algunos griegos» (v. 20) y de la necesidad del ministerio’ apostólico para «ver a Jesús» (v. 21s).

Es evidente la misión: la Iglesia recoge y desarrolla en ella los datos originales de Jesús. Por medio de Juan Bautista (Jua 1:6.33; Jua 3:28), por medio de Jesús (enviado de Dios: Jua 3:17; Jua 4:34; etc.) y por medio de los discí­pulos (enviados por Jesús: Jua 4:38; Jua 13:20). Estos continúan la misión misma de Jesús, el enviado del Padre; así­ pues, resalta allí­ el carácter mesiánico-escatológico, y al mismo tiempo teológico, de su enví­o (cf Jua 17:18 y especialmente 20,21).

También está presente en Juan el principio de la tradición: la enseñanza está garantizada por el Espí­ritu (Jua 16:13s); más aún, es él mismo el que «enseñará» (Jua 14:26) y el que «dará testimonio» (Jua 15:26) de Jesús a través de todo lo que digan luego los discí­pulos, que serán también testigos suyos, puesto que «están con él desde el principio» (Jua 15:27).

Es además interesante la referencia al nuevo culto, es decir, a la era escatológica, representada aquí­ por la Iglesia: cf las bodas de Caná (Jua 2:1-11), leí­das en paralelo con la referencia al templo y con la interpretación siguiente (Jua 2:13-22); véase la afirmación sobre los «verdaderos adoradores», los actuales, esto es, los del tiempo de Cristo y de la Iglesia, que «adorarán al Padre en espí­ritu y en verdad» (Jua 4:23). Jesús inauguró la hora escatológica de la verdadera adoración, la que continúa entre los que creen en él y en su misión. Entre los sacramentos, se habla particularmente del / bautismo (III) con agua y Espí­ritu (Jua 3:1-12); al bautismo y a la eucaristí­a juntamente se alude en Jua 19:34 y en 1Jn 5:6ss: los dos brotan de la muerte de Jesús; a la / eucaristí­a (V) se dedica todo el capí­tulo 6. Hay que recordar igualmente el perdón de los pecados (Jua 20:23) [/ Reconciliación], verdadera y propia habilitación para un acto judicial por parte de los discí­pulos/ apóstoles dentro de la comunidad.

También el mundo tiene su peso en la teologí­a de la Iglesia, aunque como contraste. «Elegidos y sacados del mundo» (Jua 15:59) y hasta en oposición a él (1Jn 2:15ss), los discí­pulos no son «del mundo»(Jua 17:14), sino que, como Jesús, sólo han sido enviados al mundo (Jua 17:18). «En el mundo» están «las pasiones carnales, el ansia de las cosas y la arrogancia» (1Jn 2:16), la mentira, el pecado y la muerte (cf Jn 8). «Nosotros sabemos que somos de Dios, y que todo el mundo está en poder del maligno» (lJn 5,19); los creyentes, o la Iglesia, son «hijos de Dios» (1Jn 3:10) y cumplen la voluntad de Dios (1Jn 2:17). Los caminos y los objetivos del mundo son fatales para los discí­pulos (Jua 12:35; Jua 14:4s), para que no se hagan «del mundo», Jesús le pide al Padreque los «preserve del mal» (Jua 17:15). También hay que luchar contra el demonio: Jesús ha venido a «destruir las obras del diablo» (lJn 3,8), es decir, el pecado, «porque el diablo es pecador desde el principio» (1Jn 3:8). Los creyentes, gracias a su fe, «han vencido al mundo» (1Jn 5:4), mientras que la palabra de Dios que mora en el cristiano es la que «ha vencido al maligno» (Un 2,14).

Pero el mundo y el maligno han logrado, sin embargo, penetrar en la Iglesia mediante las herejí­as. En la comunidad hay muchos «anticristos» (1Jn 2:18.22; 1Jn 4:3.6; 2Jn 1:7) y muchos falsos profetas (1Jn 4:1), que son un motivo de perversión para los miembros de la Iglesia (1Jn 2:26; cf 3,7). El error recae sobre Jesús (docetismo: Un 2,22; 4,2s) y manifiesta una falsa concepción del pecado (lJn 1,8; 3,4.7s). Estos falsos profetas son excluidos de la comunión eclesiástica (2Jn 1:10s); es natural que así­ sea, puesto que «no tienen a Dios» (2Jn 1:9). La Iglesia, sin embargo, aunque tentada y sometida a la prueba, permanece fiel: «Se disipan las tinieblas y la luz verdadera brilla ya» (lJn 2,8).

Fiel y victoriosa sobre las tentaciones y en medio de las tribulaciones, triunfante gracias a Dios y al Cordero, segura en el tiempo y para siempre, la Iglesia es el tema constante y la idea central del Ap. Heredera del antiguo Israel, consciente de realizar el plan divino de la salvación, es presentada desde el principio como la comunidad de los redimidos (1,5b; cf 1,8), convertida en un «reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (1,6 = Isa 61:6; cf 5,9s; 14,3s; 20,6). Es la Iglesia de Jesucristo. Realiza todo lo que habí­a sido dicho del antiguo Israel, del «pueblo de Dios» (18,4; cf Isa 52:11). La alianza antigua con Israel, formulada en los tiempos y en los términos más variados, se establece ahora de manera definitiva con la Iglesia considerada como el nuevoy eterno Israel, tan totalmente representativa que figura como la ideal «ciudad santa, la nueva Jerusalén, que baja del cielo del lado de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su esposo» (21,2; cf Isa 61:2) [/ Juan: evangelio, cartas; / Apocalipsis].

d) En la teologí­a de Lc-He. Aquí­ la Iglesia aparece en continuidad con todo lo que antes se ha ido dibujando. Especí­ficamente, la Iglesia es el anuncio kerigmático para el presente y para el futuro; es una «Iglesia en el tiempo», guiada por el Espí­ritu Santo y convertida en anuncio de salvación para todos los hombres de esta historia ya cristiana.

Según una concepción totalmente hebrea, la Iglesia es obra de Dios. Es su prodigio escatológico, conocido por él ya desde la eternidad (Heb 15:38) e insuprimible (Heb 5:38s). Jesús y su obra se sitúan en esta historia de Dios, y por tanto están prefigurados y prometidos (Heb 3:22-26; etc.). La Iglesia comprende tanto a los judí­os como a los paganos; es con toda claridad el «nuevo» Israel, el «verdadero» Israel o el de los últimos tiempos, injertado en el antiguo y prolongación suya, pero también su cumplimiento, su superación y su meta (Am9,llss=Heb 15:15s).

La Iglesia, obra de Dios, comprende como su propia esencia la historia terrena de Jesús, incluidas su muerte y su resurrección. El acento se pone en el Jesús resucitado, en el Señor: él es «el viviente» (Luc 24:5), o «aquel que vive» (Luc 24:23), que dio «muchas pruebas evidentes de que estaba vivo» y que «se apareció durante cuarenta dí­as y les habló de las cosas del reino de Dios» (Heb 1:3). En el centro, el acontecimiento-resurrección atrae y ordena en torno a sí­ todos los demás hechos de Jesús. La Iglesia queda fundada desde que Jesús resucitó y se manifestó; está escondida, peropresente, y durará hasta la parusí­a. El alma de la Iglesia es la presencia del Señor en la «palabra» y en la eucaristí­a; su garantí­a es la presencia y la fuerza del Espí­ritu derramado según la promesa (Luc 24:49; Heb 1:4s.8) sobre los apóstoles (Heb 2:3s.11.17s; etc.) por el Kyrios Jesús resucitado (Heb 2:23s). De él es de quien «Pedro y los once» (Heb 2:14) recibirán la fuerza para ser testigos del resucitado «en Jerusalén, en toda Judea, en Samarí­a y hasta los confines de la tierra» (Heb 1:8; cf 5,31s).

Los prodigios y los signos (Heb 2:22.43; Heb 4:16.22) son igualmente expresión de la presencia activa del Espí­ritu Santo y se ponen al lado de la «palabra» como apoyo y como demostración (Heb 4:29s; Heb 8:6ss): son las curaciones (Heb 4:16.22.30; etc.) y los exorcismos (Heb 5:16; Heb 8:7; Heb 16:18). Realizados por los apóstoles, no son de ellos, sino de Dios (Heb 3:12), que de esta forma y por medio de ellos realiza su plan de salvación y su propia obra, o es también el mismo Jesús en acción (Heb 4:29s), sobre todo el «nombre» de Jesús (Heb 3:6ss.16; Heb 4:10. 12.29s; etc.).

Las persecuciones (Heb 5:41; Heb 9:16) van también ligadas al «nombre» y forman parte de la existencia cristiana, como anuncio y difusión de la palabra. Para Pablo las tribulaciones son necesarias (griego, dei) «para entrar en el reino de Dios» (Heb 14:22). Los Hechos están saturados desde el principio de diversas vejaciones contra los cristianos y los testigos de la palabra (Heb 4:1ss.25; Heb 5:17ss), pero que son también la ocasión privilegiada y providencial para la «edificación» o el crecimiento de la Iglesia (cf Heb 8:4; Heb 11:19ss).

Ocupa un lugar preeminente la fe y su camino: los cristianos se reúnen para «escuchar la palabra»(Heb 10:44; Heb 13:7.44) y la «acogen» (Heb 2:41; Heb 8:14; Heb 11:1; Heb 17:11). Marí­a es precisamente la que de manera ejemplar acoge la palabra y cree (Luc 1:45; Luc 11:28). Los términos de la fe, que algunas veces no se especifican (Heb 13:48; Heb 14:1; Heb 15:5), se refieren todos ellos al acontecimiento-Jesús, que nació, vivió, murió y resucitó en Palestina y que está ahora glorioso en los cielos (Heb 10:36-43). Se supone ciertamente un conocimiento, un saber (Heb 18:25-28); pero se requiere esencialmente un ser nuevo y un vivir de la nueva realidad, así­ como su manifestación en formas concretas de vida y de comunión. Esto se lleva a cabo sólo mediante una previa conversión profunda, total, una verdadera transformación de la persona (Heb 9:35-42; Heb 11:21; Heb 20:21). Hay que convertirse de las «malas obras» (Heb 3:26) o del «mal» (Heb 8:22) y hay que dirigirse «a Dios, observando una conducta de arrepentimiento sincera» (Heb 26:20). La llamada a la conversión (griego, metánoia) se dirige a todos los hombres (Luc 24:45-49; Heb 17:30), aunque bajo formas diversas. Su sello es el bautismo, que lleva unido el don del Espí­ritu Santo mediante la imposición de las manos (Heb 8:17s; Heb 9:17).

Esta Iglesia de los primeros tiempos pretende encarnar comunitariamente, y como efecto que se remonta a la primera hora, el mensaje del Maestro; de este modo se convierte en parámetro y en fuente de vida cristiana para la Iglesia de todos los tiempos. El primer elemento que se destaca en esa Iglesia es su reunión: cf desde el principio Heb 1:4.6.13s.15; luego en 2,1.42.44.46; 4,23s.31.32; etc. El lugar de encuentro es a veces el templo (Luc 24:53; Heb 2:46), pero también las casas privadas (Heb 2:46; Heb 5:42; Heb 12:12; etc.). De esta manera la Iglesia «se edifica» (cf Heb 9:31; Heb 20:32) y sobre todo «crece», mientras que los discí­pulos «se multiplican» (Heb 2:41.47; Heb 4:4).

Por lo que se refiere al culto en particular [! Bautismo I; ! Eucaristí­a II], son frecuentes en los Hechos las oraciones por parte de la comunidad (Heb 1:14; Heb 2:42; Heb 12:5.12; Heb 13:3; etc.) y de los individuos, por ejemplo Pedro y Juan (Heb 8:15-24), Pablo (Heb 9:11), etcétera. En ella se presta atención a la acción de gracias y a la alabanza (Luc 24:53; Heb 1:24), a la intercesión (Heb 12:5; Heb 13:3), a la petición (Heb 1:24s; Heb 4:29s), al culto en general (Heb 13:1).

El culto cristiano y la oración no serí­an genuinos y resultarí­an incompletos si prescindieran de las exigencias de los hermanos. Lo recuerda la koinoní­a de Heb 2:42 y todo el sumario de Heb 2:32-35, con la figura de Bernabé (Heb 4:26s), al que se contrapone el dí­ptico del comportamiento de Ananí­as y Safira y de su destino (Heb 5:1-11). Los cristianos se manifiestan realmente como «hermanos» (Heb 1:15; Heb 9:30; etc.).

Una última nota se refiere a los que en la Iglesia de los Hechos parecen ejercer un cierto ministerio y tener los llamados carismas. No se trata de la presencia o no del Espí­ritu Santo; en efecto, éste está sobre toda la Iglesia y sobre cada uno de sus miembros (Heb 2:1.4.17s; etc.). Pero dentro de la Iglesia se mueven algunos personajes que nosotros llamarí­amos carismáticos, en cuanto que no están constituidos propiamente en un ministerio y gozan, sin embargo, de ciertos dones particulares espirituales al servicio de la comunidad: por ejemplo, el «profeta» Agabo (Heb 11:27s), el grupo de profetas que se recuerda en Antioquí­a de Siria (Heb 13:1ss); también son «profetas» Judas y Silas (Heb 15:32); por el don del Espí­ritu destacan también Esteban (Heb 6:8; Heb 7:55), Felipe (Heb 8:29) y sus cuatro hijas «profetisas» (Heb 21:9), Bernabé (Heb 11:24), Apolo (Heb 18:25). Pero hay además una ministerialidad propia y verdadera, aunque privada de contornos precisos. Hay que señalar, por ejemplo, la función primacial de / Pedro sobre los once, tanto dentro de ellos como en el interior de la Iglesia, o también la de todos los apóstoles (definidos en Heb 1:8 y 1,21s), que ciertamente son distintos de los «hermanos» (11,1); algo debió suceder con la institución de los «siete» (6,5s) a quienes se les impusieron las manos; lo mismo ocurre en el caso de la misión que se menciona en Heb 13:2ss. Santiago preside la comunidad de Jerusalén (Heb 15:13-21). También destacan los «presbí­teros» o «ancianos» (Heb 11:30), que forman en Jerusalén un gran consejo alrededor de los apóstoles (Heb 15:2; Heb 16:4), llamados «hermanos» de los apóstoles, con los que están asociados. También fuera de Palestina son establecidos algunos «presbí­teros»(Heb 14:23) por obra de Pablo y Bernabé. A estos «presbí­teros» se les reconoce abiertamente el sello del Espí­ritu Santo para «ser inspectores» o episkopein (Heb 20:28). De esta manera se afirma que no sólo el carismático depende del Espí­ritu, sino también todos los que ejercen algún ministerio; éstos tendrán que «apacentar a la Iglesia de Dios», defendiéndola además de los errores y de la perversión respecto al depósito apostólico transmitido (Heb 20:29ss). Por consiguiente, se puede afirmar que ya en este nivel los Hechos atestiguan la presencia de la tradición e incluso la de la sucesión, es decir, la de una gestión de tipo ministerial [! Lucas; / Hechos de los Apóstoles].

e) En el misterio de la providencia divina [/ Pablo]. «Todos nosotros fuimos bautizados en un solo Espí­ritu, para formar un solo cuerpo» (1Co 12:13). Es el cuerpo de Cristo (1Co 12:27), cuya cohesión viva manifiesta, asegura e incrementa el pan eucarí­stico, junto con el evangelio (1Co 10:17). Para Pablo, el cuerpo de Cristo es sobre todo el cuerpo de Jesús, el del crucificado. De aquí­ el interrogante: ¿Cómo es que la misma expresión «cuerpo de Cristo» indica también a la Iglesia? ¿Qué relación existe entre el «cuerpo de Cristo» y la Iglesia?
Este problema es especí­fico de Ef (y de Col). Para Ef, la Iglesia no se deriva del mundo ni pertenece de suyo esencialmente a la historia de aquí­ abajo. Si realmente está aquí­ abajo, esto no hace más que manifestar el misterio profundo e insondable de la providencia divina y de su eterna salvación. Para Ef, la Iglesia ha existido desde siempre en la eterna voluntad salví­fica del Padre, que quiere «recapitular» todas las cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra» (Efe 1:10). Su «plan secreto, escondido desde todos los siglos en Dios, creador de todas las cosas» (Efe 3:9), «no se dio a conocer a los hombres de las generaciones pasadas, y ahora se lo ha manifestado a sus santos apóstoles y profetas por medio del Espí­ritu» (cf 3,5). Este misterio tiene un contenido concreto, realmente inaudito: «Este secreto consiste en que los paganos comparten la misma herencia con los judí­os, son miembros del mismo cuerpo y, en virtud del evangelio, participan de la misma promesa en Jesucristo» (Efe 3:6).

Así­ pues, ya desde la creación tiene ante sus ojos a la Iglesia: al crear, manifiesta su bondad (Gén 1) y conduce a la salvación, lo cual se realizará precisamente en la Iglesia (y en Cristo). Lo mismo que Dios es creador según un módulo «escondido» en él, igualmente hay que decir esto de Cristo, ya que «todo ha sido creado en él» y todo existe «mediante él y con vistas a él» y «él mismo existe antes que todas las cosas y todas subsisten en él» (Col 1:16-17). Conjugando como es debido la relación Cristo-Iglesia con el «misterio de Dios» (también Cristo, como la Iglesia, es «el misterio de Dios»: cf Col 2:2), habrá que concluir que la presencia de Cristo y de la Iglesia cumple el misterio de la creación y al mismo tiempo manifiesta el de Dios [/ Misterio III, 4].

El Espí­ritu edifica y hace crecer a la Iglesia como «cuerpo de Cristo» gracias a tres elementos principales, lógicamente unidos entre sí­: a) el evangelio o la predicación, es decir, la palabra: actualización y revelación de la cruz-resurrección, llamada de Dios a la salvación; b) los sacramentos, es decir, el / bautismo (IV), la / eucaristí­a (II-III), el / sacerdocio (II), el / matrimonio (VI), en cuanto acciones o signos que santifican al hombre y que lo edifican como cuerpo vivo y santo de Cristo; c) el crecimiento de sus mismos miembros, bien en general, bien de los carismáticos, bien en los ministerios constituidos, puesto que la Iglesia crece y se edifica en la medida en que crecen y se edifican sus miembros en sus respectivas funciones, viviendo de la vida misma de Cristo. De esta forma la Iglesia, gracias al Padre y al Espí­ritu, es el cuerpo salvador de Cristo en la tierra.

f) El desarrollo de las pastorales: una Iglesia ministerial. Más que por otros temas, igualmente centrales, en las pastorales la Iglesia se caracteriza sobre todo por una concepción de tipo ministerial. Se la representa como una familia terrena (ITim 3,5), como una verdadera y propia «casa de Dios» (lTim 3,15; cf 5,1s), especificada mejor como «columna y fundamento de la verdad» (ibid). También se la representa como una «gran casa», donde «no sólo hay vajillas de oro y plata, sino también de madera y barro» (2Ti 2:20), es decir, en donde conviven creyentes y menos creyentes, buenos y malos.

En el contexto general de una Iglesia pueblo de Cristo (Tit 2:14), formada por hombres con diferente grado de fe y considerada como una familia, se ejerce el ministerio confiado a Timoteo y a Tito. Estos se conciben como prototipos: desempeñan un ministerio que se confiere y se ejerce continuamente dirigido al oficio apostólico, puesto en continuidad con el mismo y como en su lugar (cf ITim 3,15; 4,13; 2Ti 4:5s.9; Tit 3:12). Por eso mismo las pastorales hacen hablar muy frecuentemente al apóstol, interpretándolo y autorizándolo; de esta forma todo gravita en torno al ministerio apostólico, expresamente en torno a Pablo (son también muy numerosas las referencias personales). Su enseñanza se ha hecho ya normativa (Tit 1:9; 2Ti 1:12s). Sus destinatarios, Timoteo y Tito, no hacen más que guardar lo que fue enseñado por el apóstol y volver a proponerlo como repetidores (ITim 4,16; 6,2.20; etc.). La prolongación del oficio apostólico en el ministerio afecta también a su interioridad: el amor, la fe, el Espí­ritu, la dulzura, la paciencia, etc. No solamente el ministerio ha de ser «espiritual», sino también el que está revestido de él (ITim 6,11s; etc.); habrá de imitar al apóstol en el sufrimiento por el evangelio (2Ti 1:8); tendrá que ser un verdadero typos para la comunidad (lTim 4,12; Tit 2:7); será como un alistado para una «buena milicia» (ITim 1,18; 2Ti 4:5), como en un auténtico «servicio» (1Ti 1:12; 1Ti 4:6; 2Ti 4:5). Y lo mismo que hizo el apóstol, también el oficio ministerial edifica la Iglesia; más aún, la hace crecer y la cumple, puesto que está puesto para llevar a su cumplimiento el mismo oficio apostólico. Este oficio ministerial afecta también a la administración responsable de la «casa de Dios», a la vigilancia y a las directivas varias -también de orden disciplinar- para los diferentes ministerios (p.ej., para las viudas: lTim 5,3-16; para los presbí­teros: 1Ti 5:17-22); constituye a otros en el oficio de presbí­teros (ITim 5,22; Tit 1:5), algunos de ellos con funciones de inspección (epí­skopoi: 1Ti 3:1-7; Tit 1:5-7) y a otros sólo como auxiliares (diákonoi: lTim 3,8-13). También éstos, a su vez, enseñan, presiden, ordenan (ITim 4,13; 5,17; 2Ti 2:2). De esta manera la Iglesia se presenta monolí­tica, siempre ligada al apóstol; escucha sus instrucciones y es dirigida por ellas; las aplica y automáticamente las desarrolla [/ Timoteo: / Tito].

g) Conclusión. Misterio salví­fico de Dios, escondido antes del tiempo y revelado sucesivamente mediante el Hijo Jesús, pero de una forma realmente sublime que se ha verificado en el don de su muerte y resurrección, la Iglesia realiza en términos bí­blicos la etapa de la nueva y eterna alianza, en términos cuantitativos la llamada universal de Dios a todos los pueblos y en términos cristológicos el don estable e imperecedero de toda la divinidad.

Su ser en el mundo la pone en constante peregrinación hacia aquel que llama y hacia la patria de arriba; en continuación natural, por otra parte, con la Iglesia del AT, totalmente sometida a su Dios, en plenitud de fe y en completa y alegre esperanza.

Así­ pues, con su existencia, la iglesia está proyectada hacia el futuro; un futuro del que no solamente prepara la llegada, sino del que ya goza anticipadamente en el presente, gracias al don del Espí­ritu que le ha enviado el Padre por medio de su Señor. Cristo es siempre ayer, hoy y mañana (Apo 1:8; Apo 22:13). Y hoy está en su Iglesia, es la cabeza de la Iglesia, cuerpo suyo, lo mismo que es también su vida, su pastor, su fundamento, etc. Así­ pues, ella es, lo mismo que su Señor, ahora y siempre, el misterio salví­fico de Dios.

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L. de Lorenzi

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

SUMARIO:
I. Eclesiologí­a fundamental (S. Pié-Ninot).
II. Jesús y la Iglesia (S. Pié-Ninot).
III. Motivo de credibilidad (R. Latourelle).
IV. La ví­a empí­rica (S. Pié-Ninot).
V. Notas de la Iglesia (F.A. Sullivan).
VI. Intérprete de la Escritura (J. Wicks).
VII. Iglesias evangélicas (D.G. Bloesch).
VIII. Iglesias orientales (A. Amato).
IX. Iglesia ortodoxa (A. Amato).

I. Eclesiologí­a fundamental
1. EL NACIMIENTO DEL TRATADO «DE ECCLESiA». El problema de la demostración cientí­fica de la verdad de la Iglesia católica, y por tanto la verificación de que el cristianismo católico romano está en continuidad total con las intenciones y la obra de Jesucristo, fundador de la Iglesia, fue una cuestión que se planteó ya al principio desde que aparecieron los primeros cismas. Ahora bien, el capí­tulo de la eclesiologí­a apologética clásica que se designa como demonstratio catholica es una creación moderna; en efecto, ni las herejí­as de 1a antigüedad ni la separación en la Edad Media del Oriente y el Occidente cristianos habí­an provocado la crisis religiosa que apareció en el siglo XVI, oponiendo diversas comuniones rivales que pretendí­an ser las verdaderas herederas de Cristo: catolicismo, anglicanismo y protestantismos de diversos tipos. El tratado De vera Ecclesia, a pesar de ciertas anticipaciones, como la inicial de Jaime de Viterbo (1301-1302), no se elabora hasta el siglo xvi; y se consolida, desarrolla y transforma sin cesar durante varios siglos, hasta su gran relanzamiento en el concilio l Vaticano I (1870).

Tres son las formas tradicionales de esta eclesiologí­a, tipificada en tres ví­as. La ví­a histórica, que intenta mostrar a través del examen de los documentos antiguos que la Iglesia católica romana es la Iglesia cristiana de siempre, que aparece en la historia como una sociedad una, visible, permanente y organizada jerárquicamente. Esta ví­a se reduce en la práctica a la llamada vio primatus, que es una simplificación de la ví­a histórica, ya que se limita a mostrar la verdad de la Iglesia romana a partir de la prueba de que su cabeza, el obispo de Roma, es el legí­timo sucesor del Pedro, prescindiendo de todos los otros aspectos de continuidad histórica.

La segunda ví­a es la vio notarum, que se desarrolla siguiendo este silogismo: Jesucristo dotó a su Iglesia de cuatro notas distintivas: la unidad, la santidad, la catolicidad y la apostolicidad; ahora bien, la Iglesia católica romana es la única que posee estas cuatro notas; por tanto, es la verdadera Iglesia de Cristo, excluyendo así­ las restantes confesiones cristianas, tales como el luteranismo, calvinismo, anglicanismo y ortodoxia, que no las poseen. Finalmente, la tercera ví­a es la ví­a empí­rica, asumida por el concilio Vaticano I, gracias a su promotor, el cardenal Dechamps, que sigue un método más simple: abandona toda confrontación de la Iglesia romana actual con la antigüedad para escapar a las dificultades que suscita la interpretación de los documentos históricos, así­ como a la verificación concreta de las notas (/Iglesia: notas), y valora la Iglesia en sí­ misma como milagro moral, que es como el signo divino que confirma su trascendencia.

El tratado sobre la Iglesia, pues, tras sus primeros escarceos en el siglo xiv con Jaime de Viterbo, en el siglo xv con Juan de Ragusa y Juan de Torquemada, aparece ya de forma común en el siglo XVI con dos grados: después del tratado De vera Religione se constituye el De Ecclesia. Este último asume una clara perspectiva introductoria y apologética, ya que aparece en el momento en que se libran las primeras luchas contra el luteranismo y el calvinismo, de tal forma que hacia el año 1550 ya circula por toda Europa ese tratado, aunque con matices bien diferenciados.

A partir de esta formulación inicial, el tratado sobre la Iglesia, especialmente a través de su ví­a más divulgada, la vio notarum, sufre diversos cambios de acuerdo con la sensibilidad del momento. Así­, en los siglos xvi y xvn las notas se presentan como tomadas más bien de la Escritura y de los padres. En cambio, en los siglos xviH y xix se prefiere subrayar que las cuatro notas se imponen por sí­ mismas a la sociedad eclesiástica. A finales del siglo xix y primera mitad del siglo xx -es decir, entre el Vaticano I y el Vaticano IIse describen tales notas de forma primordialmente romántica y se subraya la expansión mundial del catolicismo, la cohesión y la fecundidad de la Iglesia.

De estas tres ví­as, la ví­a notarum ha sido la más utilizada en los tratados eclesiológicos y, aunque es distinta de las otras dos, no siempre se las ha distinguido claramente, ya que su espí­ritu debe sacarlo de la ví­a histórica por razón de referencias constantes en la verificación histórica de las notas, y su materia va muy ligada a la ví­a empí­rica, ya que, en definitiva, las notas son percibidas como un milagro de orden moral.

En este proceso aparece como relevante el legado eclesiológico del concilio Vaticano I por su doble aporte, el referido a la vio primatus, centrado en la infalibilidad pontificia (DS 3053-3074) y el propio de la ví­a empí­rica, orientado a la Iglesia como signo y, por tanto, motivo de credibilidad (DS 3012-3014). El texto conciliar, aunque cita de paso la ví­a notarum = `Ecclesiam `notis’ instruxit» (DS 3012)-, no la elabora.

2. PERSPECTIVAS ECLESIOLóGICO-FUNDAMENTALES DEL VATICANO II. La categorí­a Iglesia-sacramento de comunión, propia del Vaticano II, es fecunda para una orientación teológico-fundamental. En efecto, se trata de una expresión que opera una descentralización de la Iglesia respecto a sí­ misma, ya que queda centrada totalmente en Cristo. Este concepto muestra su doble valor: el interno, ya que la Iglesia, sacramento primordial, es raí­z de los sacramentos; y el externo, ya que visualiza la misión y mediación significativa de la Iglesia para el mundo, unidos ambos en «una complexa realitas» (LG 8). Tal afirmación ya replantea los silogismos clásicos de las tres ví­as de demostración apologética de la verdadera Iglesia, puesto que manifiesta la «dificultad» de captar su «globalidad» externo-interna por su mismo carácter sacramental, es decir, por ser «signo» no «demostrativo», sino indicativo y mostrativo, y, el máximo, revelador del misterio -sólo perceptible a los ojos de la fe-.

A su vez, el Vaticano II hace una referencia explí­cita a las notas de la Iglesia de esta forma: «Esta es la única Iglesia de Cristo que en el sí­mbolo profesamos como una, santa, católica y apostólica… » (LG 8); y precisa que «esta Iglesia, establecida y estructurada en este mundo como una sociedad, subsiste en (subsistit in) la Iglesia católica» (LG 8b). Como puede observarse, tanto el lenguaje como la misma intención del texto rechazan toda exclusividad e identidad de la verdadera Iglesia concebidas de modo cerrado, mientras que se abre el espacio para la positividad y el reconocimiento. En efecto, el subsistit -que sustituye al texto primitivo, que usaba el est- subraya no tanto la exclusividad -más propia del es¡- cuanto el carácter abierto y positivo. De esta forma el subsistit tiene la intención y desempeña la función de evitar una identificación incontrolada de la Iglesia de Cristo con la Iglesia católica romana, manteniéndose abierto a la realidad eclesial presente en las otras confesiones cristianas.

Además, la categorí­a «sacramento» usada por el Vaticano II recuerda la expresión del Vaticano I: Ecclesia, signum levatum in nationes (Di 3013). De hecho, esta fórmula es citada en SC 2; LG 50; AG 36; UR 2, y se orienta siempre hacia el signo de la unidad en la caridad. La Iglesia, pues, es signo de la llegada de la salvación entre los hombres en la medida en que refleja en nuestro mundo la unidad y el amor de la vida trinitaria. El Vaticano II, por un proceso de personalización que se extiende a toda la economí­a de la revelación y de su transmisión, habla de testimonio personal y comunitario allí­ donde el Vaticano I habla de atributos milagrosos de la Iglesia, dando así­ un nuevo enfoque a toda la eclesiologí­a fundamental.

Conclusión: el testimonio es signo eclesial de credibilidad y paradigma para la eclesiologí­a fundamental. La categorí­a testimonio ha aparecido de forma progresiva en el lenguaje teológico y eclesial, especialmente a partir del Vaticano II, en el cual es omnipresente (133 veces). En los sí­nodos de los obispos sobre la evangelización (1974) y sobre el laicado (1987), el tema se manifiesta con fuerza, así­ como en las exhortaciones apostólicas correspondientes: Evangelii nuntiandi y Christiftdeles laici. En esta perspectiva se convierte en signo eclesial de credibilidad y paradigma para la eclesiologí­a fundamental.

En efecto, la categorí­a testimonio, además de tipificar la vida cristiana y eclesial por excelencia, es asumida por la filosofí­a reflexiva actual (J. Nabert, E. Levinas, P. Ricoeur) en su triple dimensión empí­rica, jurí­dica y ética, como lugar hermenéutico que «revela» la doble confluencia presente en el testimonio: su vertiente de constatación histórica y su vertiente de expresión autotestimonial. Con razón, pues, se puede hablar de una verdadera «metafí­sica del testimonio», capaz de mostrar la posibilidad racional de un testimonio del absoluto que sea al mismo tiempo plenamente histórico.

A su vez, la reflexión teológica recuerda que para que el testimonio sea signo eclesial de credibilidad se deberá referir siempre a la Iglesia apostólica, como vertiente históricoobjetiva, transmisora del «depósito de la fe» (DV 10; GS 62, UR 6). En este marco y desde esta perspectiva es como podemos hablar de la EccIesia water congregans, que vehicula de este modo el testimonio fundante, que es la Iglesia apostólica, como presencia del Señor resucitado hasta el fin de los tiempos (cf Mt 28,26-30). Por otro lado, este testimonio fundante posibilitará la realización de su correlativo en la Ecclesia fraternitas congregata, formulación de la vertiente autotestimonial y subjetiva que es el testimonio viviente de los cristianos a través de su vida e historia (cf 1Cor 1,2; Rom 1,7; Ef 5,27; ITes 4,7; 2Tes 2,13s…). Como mediación entre ambos: el testimonio del Espí­ritu, que anima a la Iglesia en cuanto Spiritus in Ecclesia (cf LG 4).

Emerge así­ la función decisiva del testimonio como camino de credibilidad eclesial y sí­ntesis de lo mejor de las tres ví­as clásicas de acceso a la verdadera Iglesia. Este no se reduce ni a una credibilidad meramente externa y extrí­nseca -riesgo de la apologética eclesiológica clásica- ni a una credibilidad meramente interna y subjetiva -riesgo fideí­sta frecuente para compensar el anterior-, sino que centra su atención en una comprensión de la credibilidad como invitación a la fe -externa e interna a la vez-, por razón de su carácter integrador. Así­ pues, en esta credibilidad del testimonio eclesial se entrecruzan la dimensión externa, fruto de la conexión histórica con el testimonio apostólico fundante de la Iglesia; la dimensión interiorizada, surgida de la experiencia eclesial del testimonio vivido, y la dimensión interior e interiorizadora, gracias al testimonio del Espí­ritu, que es quien anima y santifica la Iglesia.

BIBL.: ANTí“N A., El misterio de la Iglesia I-II, Madrid 1986-1987; CONGAR Y., La Eclesiologí­a de San Agustí­n a nuestros dí­as, Madrid 1976; GARIIO-GUEMBE M.M., la comunión de los santos, Barcelona 1991; LATOURELLE R., Le témoignage chrétien, Montreal 1971; ID, Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Salamanca 1971; ID, Evangelí­sation et témoignage, en M. DHAVAMANONY (ed.), Evangelisation, Roma 1975, 77 110; PI£-NINOT S., Hacia una ecí­esiologiafundamental basada en el testimonio, en «RCT» IX (1984) 401-461; ID, La chiesa come tema teologico fondamentale, en R. FISICHELLA (ed.), Gesú Rivelatore. Teologí­a Fondamentale, Casale Monferrato 1988, 140-163; ID, Tratado de Teologí­a Fundamental, Salamanca 1989, 307-406; ID, Eclesiologí­a Fundamental: `status quaestionis’; en «RET» 49 (1989) 361-403; SULLIVAN F.A., The Chureh We Believe In. One, Holy, Catholic and Apostolic, Dublí­n 1988.

S. Pié-Ninot

II. Jesús y la Iglesia
1. ESBOZO HISTóRICO DEL TEMA. El tema de Jesús y la Iglesia, y especialmente el de la formación de ésta, es básico para la fe cristiana. De hecho, ya en los escritos del NT, aparece esta formación, con trazos germinales y pluriformes, a partir de una descripción creyente de la propia autocomprensión de la misma Iglesia. Lugar preeminente de tal desarrollo es el acontecimiento de pentecostés y el protagonismo de los apóstoles, particularmente el de Pedro, como pionero de la primera comunidad cristiana, que, unido al Pablo misionero de los gentiles, se convierten en los grandes portadores del desarrollo y formación de la Iglesia. Para ser miembros de esta primera comunidad cristiana se necesitan estas exigencias: la conversión a la fe en Cristo, el bautismo, el don del Espí­ritu de pentecostés, la celebración eucarí­stica, el amor operativo y comunitario (cf He 2,38.42-47). En los mismos evangelios, a través de la narración sobre Jesús, encontramos muchos elementos de la formación de la Iglesia, como continuidad de su predicación y misión, especialmente mediante los apóstoles. De forma más relevante aún en la literatura paulina y en el resto de escritos del NT aparecen ya elementos teológicos y organizativos de esta Iglesia naciente.

Sólo a partir de la etapa de los padres, tales como san Ignacio, san Ireneo, Orí­genes, san Juan Crisóstomo y, particularmente, san Ambrosio y san Agustí­n, el tema de la formación de la Iglesia se convierte en un planteamiento teológico de la fundamentación de la Iglesia, manteniéndose ese enfoque prácticamente hasta la ilustración y la disputa modernista de principios del siglo xx. En efecto, a partir de los grandes padres, la formación de la Iglesia se ve en la imagen misteriosa del nacimiento de la Iglesia del costado dei crucificado igual que Eva del costado de Adán (SAN AMBROSIO, In Psalm. 36.37: PL 14,986; Epist. 76,3s: PL 16,1260; SAN AGUSTíN In ¡ah. Tract. IX, 2,10; XV 4,8; CXX 19,2: PL 35: 1463.1513. 1953…). La importancia de este simbolismo es tal que es retomado en la Edad Media; en particular lo cita el concilio ecuménico de Viena de 1312 (DS 901).

En el perí­odo siguiente, caracterizado por las luchas eclesiásticas por el poder, a esta reflexión se añade otra sobre la fundamentación teológica de la Iglesia. Se trata de la elección y misión de los apóstoles, especialmente de Pedro, como iniciadores de la jerarquí­a eclesiástica. Por influencia del pensamiento jurí­dico se introduce el concepto «ius divinum» como garante de la fidelidad histórica y fundacional de la Iglesia y sus instituciones, que con la disputa sobre la Escritura como «norma non normata», se convierte en piedra de toque del/ luteranismo con la fórmula «sola Scriptura». El concilio de / Trento tratará con atención y situará en su justo lugar estos dos conceptos. La contrarreforma posterior acentuará fuertemente el ministerio de Pedro y el papado como garantí­a de continuidad entre Jesús y la Iglesia.

Ahora bien, hasta la ilustración y la controversia modernista propiamente dicha no se plantea la cuestión crí­tica de la «singular fundación de la Iglesia por Jesús de Nazaret». Ya el concilio /Vaticano I (1870) declaró que Cristo «decidió edificar la santa Iglesia» (sanctam aedificare ecclesiam decrevit: DS 3050), pero este tema lo afrontaron más los documentos magisteriales en torno al modernismo, concretamente el decreto Lamentabili (DS 3452) y la encí­clica Pascendi (DS 3492), ambos del 1907, resumidos en el juramento antimodernista de 1910, que dice así­: «La Iglesia fue instituida inmediata y directamente por Cristo mismo, verdadero e histórico, mientras viví­a entre nosotros» (DS 3540).

A partir de estos textos magisteriales los manuales de teologí­a y eclesiologí­a fundamental introducen un importante apartado sobre este tema, que sirve de prolegómeno apologético a toda la teologí­a. Se divulgan así­ las expresiones «instituir», «fÚndar» y «edificar» para significar la relación entre Jesús de Nazaret y la Iglesia, y se enumeran sus principales actos: la vocación y misión de los doce, la institución del primado de Pedro y su sucesión, la transmisión de la triple potestas de Cristo («potestas docendi, sanctificandi et regendi’~ a los apóstoles y la institución de la eucaristí­a como nueva alianza (J.B. Franzelin, H. Dieckmann, A. Tanquerey, J. Salaverri, T. Zapelena, M. Schmaus, F.A. Sullivan…).

Sólo con el Vaticano II esta temática encuentra un enfoque más completo y articulado. En efecto, en los cuatro números de la LG 2-5 se dibuja toda una visión procesual de la institución de la Iglesia; en el último se usan por única vez las palabras «fundación» y «fundador». En la etapa posconciliar debe señalarse un importante documento de la Comisión Teológica Internacional del 7 de octubre de 1985, con motivo del XX aniversario de la conclusión del Vaticano II, sobre «temas escogidos de eclesiologí­a», que se inicia precisamente con el de «la fundación de la Iglesia por Jesucristo» (EV 9,16731680) y que representa tanto una respuesta a ciertos planteamientos quizá demasiado escépticos o crí­ticos (H. Küng, L. Boff…) como una ajustada sí­ntesis católica actualizada sobre esta cuestión. Repasemos ahora los puntos teológicos más relevantes de esta panorámica histórica, ya que para articular un planteamiento propio de la teologí­a y eclesiologí­a fundamental sobre la relación originaria y fundante de Jesús con la Iglesia conviene tener presentes diversas cuestiones teológicas implicadas en tal tema.

2. DOS BINOMIOS, CLíSICOS DE LA RELACIóN JESÚS-IGLESIA. De hecho, la pregunta propia de la ilustración y la controversia modernista sobre la fundación de la Iglesia, a pesar de su novedad, que la hace paralela al nacimiento de la teologí­a fundamental como disciplina, hunden sus raí­ces en dos cuestiones teológicas de largo alcance debatidas en la historia de la teologí­a y ya antes apuntadas. Se trata de la relación entre Escritura e Iglesia y entre «tus divinum» y «tus ecclesiasticum» como binomios clásicos de nuestro tema: Jesús y la Iglesia. Será bueno, pues, apuntar los elementos más sobresalientes de estos binomios, que nos proporcionarán puntos de base para nuestro tema con vistas a un planteamiento teológico correcto.

a) Escritura e Iglesia. La Escritura fue considerada desde los inicios de la vida de la Iglesia como un instrumento normativo de toda actividad comunitaria y privada; de ahí­ la famosa expresión «norma normans-norma non normata», ya que la Sagrada Escritura es la objetivación literaria de la fe de la Iglesia apostólica, norma y fundamento de la Iglesia de todos los tiempos. Por esta razón, la Escritura asumió una función de importancia excepcional para la, definición y conservación del depósito de la fe, en razón del significado básico que se dio a tal depósito de la fe como componente fundamental y caracterí­stico de la verdadera Iglesia de Cristo. Ahora bien, tanto en los padres como en la teologí­a medieval existí­a una conexión í­ntima entre la Escritura y la tradición. Será a partir de la crisis protestante cuando esa conexión se cuestionará, suscitando el famoso axioma de Lutero: «sola Scriptura».

Esta cuestión fue debatida en el concilio de Trento y retomada de nuevo en el Vaticano II. Sobre el decreto tridentino (DS 1501) y su interpretación existe en el momento actual un notable consenso entre los investigadores católicos en el sentido de afirmar que, por lo que a la fe se refiere, la Sagrada Escritura es materialmente suficiente, y que la tradición ejerce en este caso función de traditio interpretativa. Respecto a los mores et consuetudines de la Iglesia, la Escritura es insuficiente y necesita ser completada materialmente (en su contenido) por la tradición, que en este caso es traditio constitutiva (J. R. Geiselmann, G. Tavard, Y. Congar, J. Ratzinger, J. Beumer, J. M. Rovira Belloso…).

Esta interpretación del texto de Trento -no común antes del estudio pionero de Geiselmann sobre la cuestión- ayudó a la formulación del Vaticano II para superar dualismos entre Escritura y tradición. Así­ DV 9 evita los extremos subrayando la integración de ambos, ya que no se habla de dos fuentes, sino de «un mismo manantial» (ex eadem scaturigine promanantes), de la cual surge la Escritura como única palabra de Dios transmitida por la tradición eclesial. Esta tiene fundamentalmente una función criteriológica decisiva, apuntada explí­citamente en el concilio con tres aspectos; en efecto, la tradición, a) dice cuál es el canon de los libros sagrados (DV 8c); b)precisa la certeza de todas las verdades reveladas (DV 9; este punto es el que suscitó más debate conciliar), y c) actualiza y profundiza la Escritura (DV 8c; 12; 21; 24s). Queda, pues, ya anacrónico el sentido que se dio en el siglo xvi a las fórmulas polémicas como la teorí­a de las «dos fuentes» entre católicos y la de la «sola Scriptura» entre los protestantes (cf los comentarios conciliares de U. Betti, P. Lengsfeld, B.-D. Dupuy, A. Franzini…).

b) «lus divinum » y «ius ecclesiasticum «. El tema del «ius divinum» fue abordado ya por el concilio de Trento y se convirtió en punto de controversia del luteranismo, especialmente en las cuestiones directamente sacramentales para justificar o no su «institución» por parte de Jesús. En efecto, Trento, más que una perspectiva eclesiológica y una definición del cuadro teológico de los ministerios de la Iglesia, determina el poder sacerdotal en orden a los sacramentos. En este contexto la cuestión del «ius divinum» aparece como argumento relevante en pro del carácter revelado de la cuestión correspondiente, cuestión que de nuevo aparecerá en el Vaticano I con el tema del primado. El Vaticano II, recogiendo las afirmaciones de estos dos concilios previos, las enmarcará en una clara perspectiva eclesiológica y ecuménica. Veamos ahora los puntos más importantes de esta cuestión, generalmente relegada a los tratados de derecho, quizá por su misma forma expresiva («ius»), pero que tiene una importancia teológica y eclesiológica fundamental.

De forma general se puede decir que la expresión «ius divinum» designa frecuentemente una realidad de institución divina positiva, para la que se puede invocar una referencia escriturí­stica. Ya san Agustí­n lo definió como lo equivalente a lo atestiguado en la Escritura: «Divinum ius in Scripturis habemus» (In tr. loh. VI, 25: PL 35,1436); más aún, existe «ius divinum» porque existe Escritura (PL 33,665, n. a). Santo Tomás de Aquino se situará en esta lí­nea -«ius divinum est quod pertinet ad legem novam» (I-II, q. 107 a. 4…)y precisará que éste no suprime el «ius humanum», o «ius ecclesiasticum», ya que el «ius divinum quod est ex gratia non tollit ius humanum quod est ex naturali ratione» (II-II, q. 10 a. 10).

La reforma luterana y el mismo Lutero usaron frecuentemente la noción de «ius divinum»: se trata de lo que está legitimado por la Escritura. Así­ Lutero escribí­a: «Sacra Scriptura, quae est proprie ius divinum» (WA 2279,23,). De hecho la equivalencia entre «ius divinum» y Escritura queda muy clara en el artí­culo de Esmacalda -redactado por Lutero-, que dice así­: «Quod Papa non sit iure divino seu secundum verbum Dei…», y el comentario de Melanchton, que introducí­a el concepto de «ius humanum» al hablar de la superioridad del papa sobre los obispos.

Esta expresión de «ius humanum» tiene gran similitud con la perspectiva apuntada por el voto del franciscano Juan Antonio Delphino en el concilio de Trento, que lo sitúa en el tercer grado del «ius divinum»: el primero designa todas las cosas que se encuentran en la Escritura; el segundo grado se refiere a todo aquello que se encuentra implí­cita o concomitantemente en la Escritura; el tercer grado son los estatutos de la Iglesia y de los concilios, y puede calificarse como «ius humanum».

Como referencia significativa se puede constatar la asusencia de la expresión «ius divinum» referida directamente al episcopado en los concilios de Trento (DS 1776) y del Vaticano II (LG 28a); pero, por otro lado, todo el contexto y las fórmulas que sustituyen tal expresión, especialmente divina ordinatio/institutio, apuntan a una comprensión más amplia. En cambio la expresión explí­cita se usa en el Vaticano I al hablar de la perpetuidad de la sucesión de Pedro, calificada como de iure divino (DS 3058). En este caso la fórmula concluye el capí­tulo segundo, donde no se invoca ningún texto evangélico explí­cito, aunque se hace una paráfrasis de Mt 16,18 y 28,20, y se transcribe una larga cita de Felipe, del legado papal del concilio de Efeso y textos de san León Magno, san Ireneo y san Ambrosio. Es claro, pues, aquí­ que la lectura de la Escritura interpretada por la Iglesia (cf DS 3054: «esta doctrina tan clara de las Escrituras, tal y como la ha entendido siempre la Iglesia católica’~ es un camino legí­timo para reconocer que una institución es de «ius divinum». De hecho parece obvio que no debe identificarse ni la «institución-ordenación divina» de Trento y Vaticano II ni el «ius divinum» del Vaticano 1 con una exclusiva fundación explí­cita del Señor, ya que diversas estructuras pueden ser instituidas por la Iglesia apostólica guiada por el Espí­ritu Santo, como lo atestiguan las Escrituras, o por la providencia divina que dirigí­a la Iglesia posapostólica.

En esta lí­nea de comprensión amplia del «ius divinum» se encuentran diversos teólogos católicos, que subrayan cómo una serie de estructuras eclesiásticas (p.ej., una constitución monárquico-episcopal y un permanente ministerio de Pedro) pueden entenderse como procedentes de Jesús y «iuris divini», aunque no puedan reducirse a una palabra propia de Jesús inequí­vocamente aprehensible para nosotros en el plano histórico. Se presupone solamente que pueda hacerse comprensible que tales decisiones (tales actos de la Iglesia creadores de una constitución) se hallan dentro de las auténticas posibilidades dadas por Jesús y la fe en él. También tales actos pueden ser irreversiblemente obligatorios, y. en este sentido «iuris divini», para las generaciones posteriores en los presupuestos ya mencionados (K. Rahner, Y. Congar, C.J. Peter, A. Dulles, A. Antón, M. Miller…).

En este planteamiento, pues, se subraya que la forma en que se determina este «ius divinum» es humana e histórica, ya que el derecho divino sólo existe en un enunciado o en una realización histórica llamada con frecuencia «ius ecclesiasticum». Es lo que afirma la «Relación luteranocatólico romana» en el documento de Malta de 1972: «El `ius divinum’ no se distingue nunca totalmente del `ius humanum’. Sólo poseemos el `ius divinum’ en la mediación de formas que llevan siempre el sello de la historia. Estas formas de mediación no deben ser consideradas un producto puro del proceso sociológico de desarrollo, sino que se las puede percibir como un fruto del Espí­ritu en razón de la naturaleza pneumática de la Iglesia» (n. 31). Más adelante prosigue: «La Iglesia, en sus instituciones, permanece constantemente ligada al evangelio, que tiene sobre ella una prioridad ineluctable. En atención a ello, la tradición católica habla de `ius divinum’. Sin embargo, para las instituciones de la Iglesia, el evangelio sólo puede ser un criterio en la relación viva con la realidad social propia de cada época. Así­ como se puede legí­timamente explicar el evangelio en dogmas y confesiones de fe así­ también se da una realización histórica del derecho en la Iglesia» (n. 33).

Como complemento de este texto puede ser útil referirse también a la declaración sobre la «Autoridad en la Iglesia II» (Windsor), de 1981, de la Comisión mixta anglicano-católico romana, que se refiere al significado del «derecho divino» propio del «servicio petrino» como uno de los «cuatro problemas de importancia en este tema que requerí­an un estudio posterior» (n. 1). Entresaquemos los puntos más relevantes de su reflexión: «Aunque no hay una interpretación universalmente aceptada de esta expresión (`ius divinum), todo confirma que… expresa el designio de Dios para su Iglesia. No hace falta entender que el `ius divinum’ en este contexto implique que… haya sido fundada directamente por Jesús durante su vida terrena» (n. I 1). Y más adelante se continúa: «Considerada la interpretación de la frase acerca del derecho divino en el concilio Vaticano I, como hemos hecho antes, es razonable preguntarse si existe realmente diferencia entre la afirmación de una primací­a por derecho divino (`iure divinos y el reconocimiento de su emergencia por providencia divina (`divina providentia’) (n. 13).

Para concluir este punto anotemos que es importante distinguir entre el «hecho» de la institución por parte del Señor y el uso de un argumento de la Escritura. De ahí­ que pueda ser útil tal distinción -no siempre presente en los tratadistas del temapara poder superar la frecuente ambigüedad de la expresión «ius divinum», especialmente si no se tiene en cuenta la tradición teológica y el contexto confesional en la cual se usa.

3. LA HISTORIA TEOLí“GICA RECIENTE. En la primera obra que adoptó una concepción histórico-crí­tica sobre la vida de Jesús del luterano H.S. Reimarus (1694-1768), se afirma que el objetivo de Jesús, compartido por sus apóstoles, no era el de establecer una Iglesia o una comunidad religiosa separada, sino el de restablecer el reino daví­dico en tierra palestina. Después del fracaso de Jesús y de su ejecución, y como resultado de la decepción de sus discí­pulos, se propagó la noción de una Iglesia. Esta visión ha sido tan frecuentemente repetida como justamente refutada en la edad contemporánea, y, como sugieren ya sus inicios, va ligada a la interpretación escatológica de la predicación de Jesús. En efecto, la controversia de inicios de nuestro siglo, asociada al modernismo y al descubrimiento del significado escatológico del reino de Dios, es el trasfondo de la discusión contemporánea de la relación entre Jesús y la Iglesia. He aquí­ brevemente las etapas más significativas de esta cuestión, dividida en diversos momentos:
a) El primer «consenso «de la investigación histórico-liberal 1932 (inicialmente A. Harnack, los modernistas A. Sabatier, G. Tyrrell, A. Loisy y, posteriormente, R. Bultmann y seguidores). Estos autores niegan cualquier forma de Iglesia organizada en el pensamiento y predicación de Jesús. Así­ sintetizó O. Linton en 1932 el «consenso» logrado en esta etapa sobre este tema: la Iglesia global surgió como una confederación posterior de comunidades locales. Más aún, la Iglesia en su forma católica como comunidad sacramental se forjó bajo el influjo del helenismo y el imperio romano, ante la tardanza de la parusí­a. Recordemos aquí­ la famosa formulación de A. Loisy: «Jésus annoní‡ait le royaume, et c’est l’église qui est venue», que, debido a la polémica con Harnack, no tení­a un sentido originario negativo, ya que subraya que la existencia de la Iglesia es una condición necesaria para la posibilidad de continuar la predicación del reino. Posteriormente esta afirmación se ha convertido en eslogan paradigmático del modernismo en la consideración negativa sobre la Iglesia (cf F.M. Braun, O. Cullmann, H. Conzelmann, H. Fries, L. Boff…; en cambio, han reivindicado su sentido originario no negativo los estudios monográficos de E. Poulat y G. Heinz).

b) El «nuevo consenso» de la investigación escatológico-neotestamentaria: 1942 (F, Kattenbusch, K.L. Schmidt, A. Nygren, T. W. Manson, V. Taylor, F.J. Leenhardt, W.A. Visser’t Hooft, L. Goppelt, E. Stauffer… y, más recientemente, J. Jeremí­as). Esta etapa, calificada como de «nuevo consenso» por el católico F.M. Braun en 1942, define la Iglesia como el pueblo de Dios del fin de los tiempos, reunido por el mesí­as-Hijo del hombre, constituido a partir de la muerte y resurrección de Jesús y confirmado por la donación escatológica del Espí­ritu en pentecostés. En este contexto el cí­rculo de los doce anuncian ya antes de la pascua la instauración del pueblo escatológico de Dios, hacia el cual habrí­an de afluir también los gentiles, según la expectativa de Jesús.

c) La «sí­ntesis de E. Kdsemann: el protocatolicismo (Frühkatholizismus). Se trata de un planteamiento ya presente en R. Bultxnann, pero divulgado y ampliamente presentado por E. Kí­isemann a partir de 1963, que subraya el contraste entre la eclesiologí­a paulina orientada únicamente a los carismas, y la más tardí­a, atestiguada especialmente en las cartas deuteropaulinas y en la obra lucana, centrada en la autoridad de los ministros ordenados y que la identifica como una esclesiologí­a de tipo católico, y no atribuible a la voluntad del Jesús histórico. Estas afirmaciones comportan una revisión del concepto tradicional de l canon, ya que imponen lo que Kí­isemann califica como el «canon dentro del canon» en un intento radical de aplicar el axioma luterano: «Urgemus Christum contra Scripturam», y que toca al epicentro de la relación entre Jesús y la Iglesia. El planteamiento del protocatolicisino ha tenido gran influencia en diversos exegetas protestantes (F. Hahn, L. Goppelt, S. Schulz, U. Luz… -e inicialmente en H. Schlier que, precisamente al valorar positivamente esta evolución pasó del protestantismo al catolicismo-), y es relevante en los estudios eclesiológicos más polémicos de H. Küng.

d) El «nuevo planteamiento» de la investigación y las posiciones de los teólogos católicos. A partir de las etapas anteriores fundamentalmente protestantes, dentro de la teologí­a católica aparecen los inicios de un «nuevo planteamiento» de la cuestión que asume los elementos más válidos de los métodos histórico-crí­ticos. Así­, dos grandes exegetas católicos: R. Schnackenburg y A. Vógtle, ya poco antes del Vaticano II afirmaban que, estrictamente, sólo se puede hablar de la Iglesia después de la glorificación y pentecostés. Pero a su vez subrayaban con la misma fuerza que la manifestación de la Iglesia después de pascua está en continuidad con Jesús y con sus obras y palabras; de ahí­ que hablen también de «kirchenstifenden Akte Jesu». Esta postura ya habí­a sido intuida por l R. Guardini en 1937; ha sido difundida de forma generalizada por el reconocido comentarista exegético J. Schmid en sus colaboraciones en el «Comentario de Ratisbona al NT», y ha tenido una reformulación más reciente en la afirmación de los ` kirchenrelevante Akte» de Jesús de Nazaret en el fundamentalista H. Fries.

Existen unas voces más crí­ticas dentro de la teologí­a católica como son las planteadas por H. Küng (1967) y L. Boff (1980). Ambos autores, siguiendo el «nuevo planteamiento» de la cuestión, tienden a acentuar unas conclusiones más radicales en el sentido de no hablar de actos propiamente «eclesiales» de Jesús, aunque ambos coinciden en afirmar que su predicación y su acción puso «los fundamentos para que surgiera la Iglesia pospascual (cf las observaciones criticas sobre H. Küng en la declaración de la Congregación para la doctrina de la fe de 15 de diciembre de 1979= EV 6,1942-1951, y la carta de Juan Pablo II de 15 de mayo de 1980=EV 7,374-399; sobre L. Boff, en la notificación de la Congregación para la doctrina de la fe de 11 de marzo de 1985=EV 9,1421-1432).

e) La «nueva sí­ntesis exegéticoteológica: la eclesiologí­a «implí­cita» de Jesús de Nazaret. A partir de las etapas y dificultades citadas y, en similitud con la expresión «cristologí­a implí­cita» referida a Jesús de Nazaret, se ha sugerido lo que podemos llamar una «nueva sí­ntesis» exegético-teológica con la fórmula de «eclesiologí­a implí­cita». Tal expresión ha sido consagrada por el documento del 1986 de la Comisión Teológica Internacional sobre la conciencia de Jesús (n. 3,2). Este enfoque recoge los resultados de diversos estudios católicos de estos últimos años (A. Descamps, H. Schlier, seguido por A. Antón, que hablan de una «Prüformation er Kirche» en Mateo; W. Trilling, H. Frankemólle, M.M. Garijo-Guembe). La «eclesiologí­aimplí­cita» significa que Dios lleva adelante el reino de Dios iniciado por Jesús, y que el mismo Dios permanece fiel a «este» inicio cuando lo confí­a, después de la pascua, a la Iglesia, ligada a la vez a ese inicio (Trilling). Merece particular mención G. Lohfink, crí­tico respecto a algún tipo de explicitación, pero defensor de la identidad del pueblo de Dios escatológico y la Iglesia: Jesús, en efecto, no fue tanto el fundador de una nueva institución cuanto el salvador de Israel; el que congregó al Israel verdadero de los últimos tiempos: la Iglesia. Notemos aquí­ también las sugerentes reflexiones de F.S. Fiorenza que no restringe el concepto «fundar» a la intención explí­cita del sujeto, sino que lo sitúa en una interpretación a posteriori de la historia a partir de la hermenéutica de la recepción. Dentro de este marco son de especial relevancia los estudios sociológicos sobre los inicios de los seguidores de Jesús, especialmente los de G. Theisen y . Aguirre, que consideran el cristianismo naciente como un movimiento intrajudí­o de renovación, que progresivamente consumó su ruptura con el judaí­smo farisaico «oficial».

4. PERSPECTIVAS TEOLí“GICAS. El Vaticano II ha sido el primer concilio que ha ofrecido un amplio planteamiento teológico de la relación originaria y fundante de Jesús con la Iglesia. He aquí­ un análisis detallado del tenor de estos textos comprendidos en la Lumen gentium 2-5. En efecto, la Iglesia, según la constitución dogmática sobre la Iglesia, está ligada a las tres personas divinas como «un pueblo unido por la unidad del Padre (n. 2), y del Hijo (n. 3) y del Espí­ritu Santo (n. 4)» (texto de san Cipriano; cf también san Agustí­n, san Juan Damasceno, san Fulgencio, san Cirilo…: LG 4 al final), y además se relaciona con el reino de Dios (n. 5). Más adelante, en LG 18, al tratar de la institución de la jerarquí­a se refiere al párrafo ya citado del Vaticano I («edificó la Iglesia santa»: DS 3050) y recoge sus textos y pruebas en pro de la vocación y misión de los apóstoles en su conjunto (LG 18-29).

En LG 2 se habla del designio salvador de Dios Padre, que es quien convoca la santa Iglesia, «prefigurada desde el origen del mundo, preparada en la historia de Israel, constituida en los tiempos últimos, manifestada por la efusión del Espí­ritu y que se consumará al fin de los siglos». En este contexto LG se refiere a la famosa expresión patrí­stica «ecclesia ab Abel» (san Gregorio M., san Ireneo, Orí­genes, san Agustí­n, san León M., san Juan Damasceno; cf la sí­ntesis de santo Tomás: «patres antiqui pertinebant ad idem corpus Ecclesiae»: III. q. 8, a. 3, ad 3).

En LG 3 se habla de la misión y obra del Hijo que «inauguró en la tierra el reinado de Dios, nos reveló su misterio y nos redimió por su obediencia». Es aquí­ donde se lo relaciona con la Iglesia mediante una formulación significativa al afirmar: «La Iglesia, o remo de Cristo presente ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios»; y, a su vez, tal «comienzo y expansión se simbolizan en la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo crucificado», imagen mistérica recordada por los grandes padres (san Ambrosio, san Agustí­n), retomada por el concilio de Viena del año 1312 (DS 901) y por la constitución conciliar del Vaticano II sobre liturgia (SC 5).

En LG 4 se habla del Espí­ritu que santifica la Iglesia en una lí­nea parecida a la de LG 2, centrándose todo en la dinámica mostrada por la frase «de esta forma los que creen en Cristo pueden acercarse al Padre en un mismo Espí­ritu», que manifiesta toda la economí­a de salvación y hace comprender cómo «el Espí­ritu vive en la Iglesia» («Spiritus in Ecclesia’~. Esta observación recuerda a su vez la distinción entre verdades de medio y verdades de fin de Tomás de Aquino al comentar el credo apostólico y observar que la Iglesia está entre las primeras y que más que «creer en la Iglesia» se debe preferir la formulación «creer en el Espí­ritu Santo que santifica la Iglesia» (II-II, q. 1, a. 9). Finalmente, el texto conciliar señala el carácter escatológico de esta presencia del Espí­ritu y de la Iglesia, que «dicen al Señor Jesús: ¡Ven!», y concluye con la referida cita-sí­ntesis de san Cipriano sobre la «Ecclesia de Trinitate».

En LG 5, el texto conciliar se centra en la relación entre Iglesia y reino de Dios; es aquí­ donde por única vez se usa la palabra «fundación» y «fundador». En efecto, dice el texto: «El misterio de la santa Iglesia se manifiesta en su fundación»; y se enumeran los siguientes «actos fundantes»: «inicio de la Iglesia proclamando el reino prometido»; «su manifestación se realiza a través de la palabra, las obras y la presencia de Cristo»; «los milagros comprueban la venida del reino sobre la tierra»; «sobre todo, el reino se manifiesta en la persona dei mismo Cristo»; «Jesucristo resucitado derramó en sus discí­pulos el Espí­ritu»: De esta forma «la Iglesia, dotada de los dones de su fundador…, recibe la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios… y constituye en la tierra el germen y el inicio (germen et initium) de este reino».

Vemos, pues, cómo el Vaticano II se sitúa en la lí­nea de la reflexión actual sobre los datos del NT, según la cual lo más acertado es la idea de una fundación de la Iglesia a lo largo de toda la actividad de Jesús, tanto del terreno como del exaltado. En el movimiento de convocación del Jesús terreno, en su cí­rculo de discí­pulos, en sus comidas, especialmente su última cena antes de su muerte, etc., hay «vestigia ecclesiae» prepascuales (cf W. Kasper), quizá explí­citos o más probablemente implí­citos. Todos los elementos y perspectivas se utilizaron como materiales de construcción en la nueva situación después de la pascua.

En el marco de la comprensión de estos «vestigia ecclesiae» prepascuales, y como avance y precisión, se sitúa el documento más reciente de la Comisión Teológica Internacional de 7 de noviembre de 1985, sobre algunas cuestiones de eclesiologí­a, que enumera con detalle el desarrollo y las etapas en el proceso de fundación de la Iglesia, sintetizadas en diez:
1) «las promesas veterótestamentarias sobre el pueblo de Dios, que se presuponen en la predicación de Jesús y que conservan toda su fuerza salví­fica»;
2) «la amplia llamada de Jesús a todos los hombres á la conversión y a la fe»;
3) «la vocación é institución de los doce como signo del futuro restablecimiento de todo Israel»;
4) «la imposición del nombre a Simón Pedro y su lugar preeminente en el cí­rculo de los discí­pulos y su misión»;
5) «el rechazo de Jesús, por, parte de Israel y la ruptura entre el pueblo judí­o y los discí­pulos de Jesús’,
6) «el hecho de que Jesús, al instituir la cena y afrontar su pasión y muerte, persiste en predicar el reino universal de Dios, que consiste en el don de la vida a todos los hombres»,
7) «la restauración, gracias a la resurrección del Señor, de la comunidad rota entre Jesús y sus discí­pulos, y la introducción después de pascua de la vida propiamente eclesial (`proprie ecclesialem’)»;
8) «el enví­o del Espí­ritu Santo, que hace de la Iglesia una verdadera `creatura de Dios’ (cf la narración de `pentecostés’ en los escritos de san Lucas)»;
9) «la misión a los paganos y la constitución de la Iglesia de los paganos»;
10) «la ruptura definitiva entre el `verdadero Israel’ y el judaí­smo»;
El texto, a su vez, concluye de forma bien clara: «Ninguna etapa, tomada separadamente, es totalmente significativa, pero todas unidas muestran con evidencia que la fundación de la Iglesia debe entenderse como un proceso histórico, como el devenir de la Iglesia en el interior de la historia de la revelación. El Padre `ha querido llamar a todos los que creen en Cristo para formar la santa Iglesia, que prefigurada desde el principio del mundo admirablemente preparada en la historia del pueblo de Israel y en la antigua alianza, establecida en los últimos tiempos se ha manifestado gracias a la efusión del Espí­ritu y, al fin de los siglos, se consumará en la gloria’ (LG 2). En este mismo proceso se constituye la estructura fundamental permanente y definitiva de la Iglesia» (= EV 9,1677-1679).

Como complemento existe un documento posterior de la misma Comisión Teológica Internacional referente a la conciencia de Jesús, del 31 de mayo de 1986, que en su tercera proposición dedicada a esta temática afirma: «Para realizar su misión salví­fica, Jesús quiso reunir los hombres en orden al reino y reunirlos entorno a sí­. Para realizar este propósito, Jesús realizó actos concretos, cuya única interpretación posible, si se toman conjuntamente, es la preparación de la Iglesia, que se constituyó definitivamente con los acontecimientos de la pascua y de pentecostés. Es, pues, necesario afirmar que Jesús quiso fundar la iglesia (Iesum voluisse EccIesiam fundare’)». En el comentario a tal proposición se habla de la categorí­a «eclesiologí­a implí­cita» como expresión de la intención de Jesús, ya que «no se trata de afirmar que esta intención de Jesús implique una voluntad expresa de fundar y establecer todos los aspectos institucionales de la Iglesia, tal y como se han desarrollado en el curso de los siglos». Más adelante se precisa que «Cristo tení­a conciencia de su misión salví­fica. Esta comportaba la fundación de su `Iglesia’, esto es, la convocación de todos los hombres en la `familia de Dios’. La historia del cristianismo se apoya, en última instancia, en la intención y la voluntad de Jesús de fundar su Iglesia» (n. 3,2) (=»Greg» 67[19861413-428.422-424).

5. CONCLUSIí“N. Para concluir y sintetizar la relación entre Jesús y la Iglesia, podemos iluminar con una visión teológica tripartita el comienzo de la Iglesia sacramental a imagen de la estructura esencial de los sacramentos, que se .establece mediante tres determinaciones: la «institución por Cristo» (1), el «signo externo» (2) y el «efecto interno de la gracia» (3).

Esta visión teológica tripartita es la que surge de los textos conciliares, especialmente de LG 2-5, los cuales más que centrarse únicamente en la cuestión suscitada por el modernismo sobre la «fundación» histórica de la Iglesia por Jesús de Nazaret, aportan un planteamiento teológico global de la relación fundadora, originaria y fundante de Jesús con la Iglesia. En este sentido hemos de afirmar que las tres determinaciones aportadas por la sacramentologí­a deben tenerse en cuenta conjuntamente para dar una correcta solución teológicofundamental a la relación entre Jesús Y la Iglesia:
a) «La institución por Cristo’:Jesucristo `fundador» de la Iglesia. Está primera determinación va ligada profundamente, tal como ya hemos observado, a las cuestiones relativas a la persona y ala conciencia personal de Jesús. En este sentido aparece con fuerza, a partir del desarrollo y las etapas de la vida y ministerio de Jesús de Nazaret, la génesis de una «eclesiologí­a implí­cita y procesual», ya que esta fórmula expresa que el reino de Dios iniciado por Jesús permanece en continuidad fiel a `este’ inicio cuando se confí­a, después de la pascua, a la Iglesia, ligada a su vez a ese inicio. Así­ se manifiesta la forma concreta como Jesucristo es con propiedad «fundador» de la Iglesia (cf LG 5 y los documentos de la CTI de 1985 y 1986).

b) «El signo externo «.- Jesucristo «origen» de la Iglesia. Esta segunda determinación queda iluminada por el origen de la Iglesia como formación en la historia. En efecto, la acción sálvadora de Jesús sólo se desarrolla en este mundo a través dedos hombres y de su historia. En esta transmisión histórica ocupan una misión relevante los apóstoles y sus sucesores, que tienen el ministerio de conservar í­ntegro el «depósito de la fe» (DV 10). De esta forma la «Iglesia en su doctrina, vida y culto perpetúa a través de los tiempos todo lo que es y todo lo que cree» (DV 8). Por esta razón puede ser descrita como «universale sacramentum salutis» (LG 1.9.48.59; GS 42.45), formada por elemento divino y humano en analogí­a con el misterio del Verbo encarnado, «sancta simul et semper purificanda» (LG 8). En esta lí­nea se debe subrayar que la Iglesia es «misterio» y a su vez «sujeto histórico» con la consiguiente «plenitud y relatividad» que esto comporta en su «existencia histórica». Esta-debe ser analizada también con la ayuda de la métodologí­a histórica y sociológica, como «pueblo de Dios `in via’ en una situación nunca completa aquí­, en la tierra» (CTI: 1985, n. 3), pero a su vez consciente de que «es el reino de Dios ya presente en el misterio» (LG 3) y, de alguna forma, «sacramento del reino» (cf las precisiones sobre esta fórmula de la CTI: 1985, n. 10,3).

c) «El efecto interno de la gracia’:- Jesucristo ‘fundamentador»de la Iglesia. Esta tercera determinación encuentra su realización en la fundamentación de la Iglesia en los misterios salví­ficos de Cristo, preparados ya desde los orí­genes (cf «Ecclesia ab Abel»: LG 2), articulados en su encarnación, su misterio pascual y el enví­o del Espí­ritu. En efecto, la «encarnación» del Verbo le convierte en padre de la «nueva humanidad» (cf Rom 5,12.25) y posibilita «la recapitulación de la historia universal en Cristo» (cf Ef 1,10) por mediación de la Iglesia «creatura Verbi» (cf DV 1).

El segundo acontecimiento fundamentador es el misterio pascual de Cristo, como máxima expresión de su servicio para todos los hombres (cf Mc 10,45;14,24), ya que «para eso murió y resucitó Cristo: para ser señor de vivos y muertos» (Rom 14,9), que crea una nueva economí­a sacramental (cf SC 61); de ahí­ la imagen del nacimiento de la Iglesia del costado de Cristo (cf LG 3; SC 5). El tercer acontecimiento de la vida de Cristo es «el enví­o del Espí­ritu» (cf He 2), verdadero protagonista fundamentador de toda la historia y de la vida de la Iglesia, de la cual es su «alma» (cf LG 7), y que manifiesta plenamente su ser propio como «Ecclesia de Trinitate» (cf LG 4).

Queda así­ determinada y mejor precisada la relación fundadora (1), originaria (2) y fundante (3) de Jesucristo respecto a la Iglesia, entendida desde su estructura sacramental, verdadero quicio de la eclesiologí­a del Vaticano II. De esta forma su misterio, histórico y trascendente a la vez, que forma «una realidad compleja» (LG 8), está totalmente referido e iluminado a Cristo, que es el único «Lumen gentium»del cual la Iglesia, fundada-originada-y-fundamentada en él, es «como un sacramento o signo e instrumento de la unión í­ntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1).

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S. Pié-Ninot

III. Motivo de credibilidad
1. DEL VATICANO I AL VATICANO II. En un sentido general puede decidirse que la Iglesia es signo de la salvación por representar y comunicar la gracia invisible de la salvación. Es el signo, y el signo eficaz de una realidad espiritual, a saber: la unión de los hombres con Dios y, mediante esta unión, la unión de los hombres entre sí­.

En la medida en que este misterio de salvación o de comunión irradia entre los hombres con intensidad, se convierte, incluso para los no-creyentes, en signo perceptible de la llegada de la salvación al mundo. Se habla entonces de la Iglesia como motivo de credibilidad. En efecto, cuando el pueblo de Dios, reunido en la unidad, es fiel a su vocación a la santidad y vive en plenitud su vida de unión con Dios y de unión entre los hombres, testifica por su misma presencia que la salvación anunciada y predicada por la Iglesia ha visitado realmente a la humanidad para transformarla y santificarla. En otras palabras, cuando la vida de unidad y de caridad de los miembros de Cristo está de acuerdo con el evangelio, esa vida se hace signo, no solamente alusivo, sino expresivo de la realidad significada: manifiesta, en la visibilidad, que la Iglesia es verdaderamente el lugar de la salvación en Jesucristo y que el Espí­ritu de Cristo habita realmente entre los hombres. La Iglesia se convierte entonces en el signo visible e histórico del Espí­ritu de Cristo, principio invisible de la unidad de la Iglesia.

La idea de que la presencia de la Iglesia en el mundo a lo largo de los siglos, con todos los bienes que ella representa, constituye un signo de su origen divino no es un descubrimiento del primer concilio Vaticano. Se trata realmente de un argumento tradicional en la Iglesia. Tiene sus raí­ces en los Hechos, donde se describe la vida de la comunidad primitiva (He 2, 44-45), y parece que se encuentra una prefiguración de la misma en el AT, en la presencia del pueblo de Dios, signo elevado a la vista de las naciones. Desde los primeros siglos los padres, especialmente Ireneo, Tertuliano, Orí­genes y Agustí­n, invocan en favor del cristianismo su expansión milagrosa, la constancia de sus mártires, la luz de su santidad. En el siglo xv es Savonarola el que desarrolla este argumento. Más tarde fueron Bossuet y Pascal en el siglo xvn, Fénelon en el siglo XVIII, Balmes, Lacordaire, Bautam y Dechamps en el siglo xIx e, inmediatamente antes del Vaticano I, J. Kleutgen y J.B. Franzelin. El 1 Vaticano I sancionó con su autoridad el valor de este signo y le dio su formulación, si no definitiva, al menos la más importante. «La Iglesia -dice el concilio-, debido a su admirable propagación, a su eminente santidad, a su inagotable fecundidad en todos los bienes, debido a su unidad católica y a su solidez invicta, es por sí­ misma un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su misión divina» (DS 3013-3014).

Así­ pues, el proceso sugerido por el concilio es distinto del proceso histórico que establece la fundación de la Iglesia por Cristo y la continuidad de esta Iglesia con la Iglesia católica actual. En otras palabras, no se trata de la ví­a llamada de las notas de la Iglesia, que consiste en reconocer en la Iglesia actual las propiedades esenciales y exclusivas que dio Cristo a la institución fundada por él. Se trata más bien de un proceso empí­rico que parte de la Iglesia como fenómeno espacio-temporal observable e insólito. En la ví­a de las notas se trata de la esencia de la Iglesia de Cristo. En la ví­a propuesta por el Vaticano I se trata directamente de la imagen de la Iglesia, de los rasgos de su rostro, tal como se manifiestan al observador, incluso no creyente, y sin apelar a la fundación histórica de la Iglesia por Cristo.

En la enumeración que hace, el concilio propone cinco de esos rasgos observables que pertenecen al fenómeno de la Iglesia, a saber: su expansión admirable, su santidad eminente, su fecundidad inagotable, su unidad católica y su estabilidad invicta. Los cinco calificativos que acompañan a los sustantivos insisten en el carácter no común de estas manifestaciones. La Iglesia se presenta en el mundo como un fenómeno insólito, excepcional, milagroso. Esos rasgos deben considerarse, no aisladamente, sino juntos y cualitativamente. Como en el caso de Cristo, se trata de una convergencia multiforme.

La formulación del Vaticano I no pretende ser definitiva ni irreprochable. En este sentido podemos preguntarnos si, tal como se presenta, manifiesta una conciencia suficiente de la complejidad real del signo de la Iglesia. En efecto, este signo es más ambiguo e infnitamente más dificil de presentar que el signo de Cristo. La unidad de la Iglesia es real, pero es una unidad herida y que hay que reparar, una unidad que proteger y continuamente perfeccionable; su estabilidad se ve siempre amenazada; su catolicidad está sometida a perpetuas tensiones; su santidad surge en tierra de pecado. La formulación del Vaticano I debe comprenderse sin duda en el contexto sociológico del siglo xlx, cuando se concebí­a a la Iglesia como una sociedad perfecta, autónoma, trascendente, libre de las vicisitudes de las sociedades humanas. Lo cierto es que apenas deja suponer que el signo de la Iglesia se parece a una trama deparadojas, que hacen de la Iglesia un enigma cuya clave hay que encontrar. La Iglesia del Vaticano I parece una Iglesia abstracta, ideal, con atributos absolutos, más que una comunidad de fieles, itinerante, frágil, pecadora. Los calificativos que se añaden a los rasgos de la Iglesia (admirable, eminente, inagotable, invicta) son del orden de la intensidad más que del de la paradoja. De ahí­ que la formulación del Vaticano I no pueda utilizarse en teologí­a fundamental, sobre todo en el contexto del siglo xx.

Por eso el Vaticano II, sensible a esta diferencia de contexto, ha modificado las perspectivas y la formulación, aunque manteniendo la realidad del signo. En efecto, el Vaticano II alude con frecuencia al texto del Vaticano I, pero sin citarlo nunca por completo. También es notable el hecho de que, en las páginas en cuestión, el signo de la Iglesia se reduzca en la práctica al signo de la unidad en la caridad. La Iglesia es signo de la llegada de la salvación entre los hombres en la medida en que refleja en nuestro mundo la unidad de amor de la vida trinitaria. Además, el Vaticano II, por un proceso de personalización que se extiende a toda la economí­a de la revelación y de su transmisión, habla de I testimonio personal y comunitario donde el Vaticano I habla de los atributos milagrosos de la Iglesia. Son las mismas personas con su vida santa, las comunidades cristianas con su vida de unidad y de caridad, todo el pueblo de Dios con su vida de acuerdo con el evangelio, quienes hacen entender a los hombres que la Iglesia es el lugar de la salvación.

2. EN BUSCA DE UN CAMINO DE APROXIMACIí“N. No cabe duda de que el signo de la Iglesia ha sido valorado en los dos últimos concilios, aunque las perspectivas y la formulación son distintas en cada caso: formulación más abstracta en el Vaticano I, formulación personalista y de tono más discreto en el Vaticano II.

También hemos de confesar que sentimos cierto malestar en proponer el signo de la Iglesia a los hombres de nuestro tiempo. En efecto, debido a una publicidad que convierte el más pequeño suceso local en un acontecimiento mundial, conocemos mejor las debilidades de los hombres de Iglesia y de las instituciones eclesiales. Por las revistas, los periódicos, la radio y la televisión conocemos todas las acusaciones que se dirigen continuamente contra la Iglesia. Somos igualmente más sensibles a los errores históricos de la Iglesia y a sus actitudes de una sinceridad a veces dudosa.

En el estudio de la Iglesia como motivo de credibilidad hemos de descartar dos aproximaciones que nos parecen inadecuadas, aunque por motivos diferentes. Descartamos primero la aproximación comparativa (al menos como aproximación directa), que consiste en comparar la Iglesia con las otras comunidades religiosas (comunidades cristianas separadas o grandes religiones históricas: l budismo, /hinduismo, /islamismo), declarando que la Iglesia manifiesta sobre esas comunidades una superioridad sin igual, sobre todo a nivel de la unidad, de la universalidad, de la duración y de la santidad. Esta aproximación supone evidentemente que se reconocen fuera de la comunidad católica ciertos elementos de salvación y de Iglesia. Sin embargo, la Iglesia representa una excelencia, una plenitud de santificación y de salvación que no parecen realizarse en tanto grado en las otras comunidades de salvación. Esta ví­a nos parece complicada, poco satisfactoria, expuesta a peligros muy graves. En particular, difí­cilmente se libra de la acusación de ignorancia, de inexactitud, de prejuicio y hasta de injusticia, ya que el que la practica siente siempre la tentación de minimizar los hechos positivos encontrados en los otros para destacar la superioridad católica. Creemos que esta aproximación tiene sobre todo un valor confirmativo.

Descartamos igualmente la aproximación de la trascendencia, al menos tal como la formula el Vaticano I, que ve en la Iglesia un fenómeno de superación análogo, en el orden moral, al del milagro fí­sico, y que atestigua directamente el origen divino de la Iglesia y de su misión. Describir ante el hombre de hoy la expansión admirable, la santidad eminente, la fecundidad inagotable, la unidad católica y la estabilidad invicta de la Iglesia es provocar inútilmente una alergia incontrolable. Será imposible apartar de él el fantasma de una Iglesia triunfante.

Proponemos más bien una aproximación por ví­a de inteligibilidad interna, de búsqueda de l sentido. Este método toma como punto de partida no ya los atributos absolutos y gloriosos de la Iglesia, sino las paradojas y las tensiones que la constituyen en su realidad concreta. Estas paradojas y tensiones intenta comprenderlas en sí­ mismas y en sus mutuas relaciones, así­ como en relación con la explicación que la Iglesia propone de sí­ misma. La coherencia de la explicación propuesta con los hechos observados (naturaleza y dimensión) induce a pensar que el testimonio de la Iglesia es verí­dico: ella es realmente entre los hombres signo de la salvación en Jesucristo. La inteligibilidad del fenómeno está en el misterio que atestigua. No partimos entonces de los atributos milagrosos de la Iglesia; la trascendencia de la Iglesia aparece más bien como la clave de inteligibilidad para comprender el fenómeno en su totalidad y complejidad.

Podemos entonces distinguir en la Iglesia al menos tres grandes paradojas: la paradoja de la unidad, la paradoja de la perennidad, la paradoja de la santidad. No se trata de unas simples paradojas. En efecto, cada una de ellas está constituida por un conjunto de tensiones, de las que algunas son lo bastante fuertes para hacer explotar toda sociedad que tuviera que sufrirlas y arrostrar al mismo tiempo la prueba de la duración. Este conjunto de paradojas y tensiones hace de la Iglesia un signo enigmático cuya cifra o clave es preciso encontrar.

Por la existencia simultánea de rasgos aparentemente incompatibles a los ojos de la experiencia y de la historia humanas, y sin embargo armonizados en ella, la Iglesia evoca algo de las grandes paradojas de la presencia de Cristo en el mundo: sencillez y autoridad, humildad y pretensiones absolutas de aquel que se declara Hijo del Padre, juez escatológico, sin pecado, y sin embargo teniendo más que cualquier otro el sentido del pecado y de su universalidad. La Iglesia como Cristo, es un enigma por descifrar.

3. PARADOJAS Y TENSIONES DE LA UNIDAD. La primera de las grandes paradojas de la Iglesia es la de la unidad. A los ojos superficiales, la unidad de la Iglesia se reduce a la unidad del bautismo, del credo y de la autoridad. En realidad, esta unidad cubre múltiples y prodigiosas tensiones. Hubo épocas en la Iglesia en que la teologí­a subrayó la unidad católica, pero sin percibir demasiado su complejidad. La nuestra es más sensible a ladiversidad y ala complejidad que constituyen esa unidad.

a) Una unidad compleja. El primer hecho observable en la Iglesia es que su unidad no es una unidad cualquiera, superficial, sino una unidad de complejidad. En efecto, la fe católica no es simplemente una vaga actitud religiosa, sentimental y poco exigente, m simplemente la adhesión a unas cuantas observancias exteriores, sino una fe en unos misterios desconcertantes para la razón humana: Trinidad, encarnación, divinización de los hombres, resurrección corporal, etc. Esta unidad de complejidad es también una unidad de exigencia, que invita al hombre a someter a la palabra de Cristo no sólo sus actos exteriores, sino incluso sus pensamientos más secretos, sus deseos más í­ntimos. Es la exigencia de una preferencia que puede llegar hasta la eventualidad del !martirio.

Pues bien, a pesar de esta unidad de complejidad y de exigencia, la Iglesia ha ido acogiendo e incorporando a lo largo de los siglos a muchedumbres humanas. Esta pertenencia a la Iglesia que va acompañada generalmente de una integración profunda de las personalidades, establece entre todos los miembros de la Iglesia, aunque se desconozcan entre sí­ y estén aislados en el espacio y en el tiempo, una verdadera «comunión». Según el testimonio de los mismos fieles, el principio de esta cohesión y de esta comunión de la Iglesia es la unión de todos los miembros con Cristo y con su Espí­ritu.

b) Fidelidad y actualización. Palabra dirigida a un ambiente determinado, en un momento preciso de la historia, la revelación debe llegar sin embargo a los hombres de todos los tiempos en su situación histórica siempre única, y responder a sus cuestiones, a sus inquietudes, para encaminarlos hacia Dios (! Teologí­a fundamental, II). La Iglesia debe estar atenta a la palabra de Dios y a la voz de las tiempos.

La Iglesia puede ser ví­ctima del estancamiento, del inmovilismo o de las formas pasajeras de la moda y del tiempo. Lo cierto es que se da una tensión inevitable entre el dato pací­ficamente poseí­do y la adaptación necesaria al presente y al futuro inminente. La Iglesia está condenada a vivir en la precariedad; porque una Iglesia que vive en la esperanza es una Iglesia que inventa sin cesar el porvenir en el presente, que inventa hoy su fidelidad del mañana.

De hecho, la Iglesia manifiesta en su predicación la voluntad de no dejar que caiga nada del mensaje recibido, de no alterarlo; pero al mismo tiempo reconoce la obligación de comprender el evangelio con un frescor siempre nuevo para sacar de él respuestas inéditas a las cuestiones inéditas. Debe, declara la Ecclesiam suam, «insertar el mensaje cristiano en la circulación del pensamiento, de la expresión, de la cultura, de las costumbres, de las tendencias de la humanidad, tal como vive y se agita hoy por toda la tierra».

Que la Iglesia sea fiel al pasado, sin ser su esclava; que manifieste una misma y tenaz voluntad al único mensaje de la fe y de actualización de ese mensaje para responder a las cuestiones de cada época, no es uno de los menores aspectos de esta paradoja de la unidad de la Iglesia.

c) Unidad de fe y pluralismo teológico. Con el problema de la actualización de la palabra va í­ntimamente ligado el de la interpretación de la fe y el de la pluralidad de expresiones que traducen esta inteligencia de la fe. ¿En qué medida la fe católica es capaz de dejar sitio a un cierto pluralismo teológico?

El pluralismo es una cuestión de hecho, que siempre .ha existido. Ya en el nivel de la revelación hay, si no pluralismo, al menos pluralidad y complementariedad de perspectivas en la presentación del mismo misterio. Así­, existe un perspectiva sinóptica, joánica y paulina del misterio de Cristo. Cuando comienza, no ya la revelación, sino la reflexión teológica, el «pluralismo» es aún más acusado. En la época de la patrí­stica, los problemas de la inculturación del evangelio suscitaron presentaciones del evangelio muy diferentes por el lenguaje y los horizontes filosóficos. En la Edad Media se forman; proliferan y hasta se oponen diversas escuelas: tomistas, escótistas, suarezianos.

El pluralismo teológico se debe a múltiples factores: 1) Diferente mentalidad y ambiente cultural; así­ el Oriente desarrolló una eclesiologí­a de la comunión, mientras que el Occidente elaboró una eclesiologí­a de la institución. 2) Opciones filosóficas de base: platonismo, aristotelismo, personalismo, existencialismo. 3) Intuiciones y preocupaciones iniciales, que engendran luego sistematizaciones diferentes: dominicos, jesuitas, carmelitas, franciscanos, benedictinos… 4) Hoy, en virtud de los lenguajes y de la marcha propia de las diversas disciplinas (exégesis, historia, semiótica, etc.), la teologí­a presenta una figura cada vez más compleja y diversificada. 5) Más que antaño, la teologí­a quiere estar «situada» (l Teologí­a, VII) en-un área cultural determinada, «en contexto», más atenta a la jerarquí­a de las verdades.

En otros tiempos, ortodoxos y heterodoxos podí­an enfrentarse y contradecirse, pero al mismo tiempo identificarse e identificar los motivos de sus desacuerdos. No ocurre lo mismo en nuestros dí­as. Hoy nos encontramos ante unas teologí­as que se dicen cristianas, pero que constituyen un universo diferente. ¿Cómo situar a Bultmann respecto a la teologí­a católica, e incluso simplemente respecto a la fe cristiana? Observamos el mismo vocabulario cristiano, pero que no encierra ya sangre cristiana, sino más bien cianuro racionalista.

El pluralismo teológico es inevitable; es incluso un beneficio. Y el Vaticano lI reconoce su legitimidad y su fecundidad (UR 17; GS 62; LG 23; AG 22). Pero es indudable que el pluralismo teológico provoca una tensión continua que puede alcanzar un punto crí­tico. En un pluralismo multiforme y multidireccional se corre el riesgo de disolver la razón fundamental de la fe, a saber: la persona de Cristo, Hijo de Dios entre nosotros. En ese momento la unidad corre el peligro de explotar. Entonces podemos preguntarnos legí­timamente cómo una sociedad sometida durante siglos a estas tensiones puede subsistir sin disolverse y desaparecer.

d) Unidad herida y voluntad ecuménica. Que las tensiones interiores de la unidad pueden alcanzar un punto crí­tico y comprometer el equilibrio de la Iglesia no es una simple hipótesis, sino un hecho que pertenece a la historia.

La unidad de la Iglesia se mantuvo durante un largo milenio. Luego conoció rupturas históricas de especial gravedad: el cisma con el Oriente en 1054 y la reforma protestante de Lutero en el siglo xvi. En esas rupturas, las responsabilidades se comparten. Así­ lo reconoce abiertamente el decreto sobre el ecumenismo: «Comunidades no pequeñas se separaron de la plena comunión de la Iglesia católica, y a veces no sin culpa de los hombres de una y otra parte» (UR 3).

Si la Iglesia logró mantener su unidad interna, no se sigue que no se haya visto afectada por esas grandes rupturas históricas. Si la tempestad no aplastó a la Iglesia, sí­ que la debilitó y empobreció, como al árbol que pierde alguna de sus mayores ramas por el vendaval y ve a veces comprometido su equilibrio. Por otra parte, las comunidades separadas no son ramas muertas. Siguen viviendo del Espí­ritu de Cristo y de su evangelio. Muchas veces incluso han valorado más que nosotros los tesoros que han conservado: sentido de la Escritura y de la palabra de Dios, sentido de la trascendencia de Dios y de la gratuidad de la salvación en los protestantes, sentido del misterio y de la plegaria litúrgica en los orientales.

La Iglesia no se ha resignado a esta ruptura de su unidad. La fundación de un Secretariado para la unidad en 1960 y el decreto sobre el ecumenismo del Vaticano II manifiestan por parte de la Iglesia una voluntad firme y sincera de restablecer el diálogo y la comunión con las Iglesias separadas. Los gestos de amistad de Pablo VI con el patriarca Atenágoras y con el arzobispo Ramsey concretan esta actitud que expresan los textos. En el decreto sobre el ecumenismo, la Iglesia católica asume su parte de responsabilidad en las grandes rupturas de la historia; reconoce las riquezas de salvación y de vida de las diversas comunidades; evita los apelativos hirientes de cismáticos y herejes; habla de comunidades eclesiales o de Iglesias; invita a todos los fieles a la conversión del corazón o al testimonio de la vida santa.

Así­ pues, la Iglesia tiene conciencia de que su unidad está herida»én parte por culpa suya, y de que esta división es escandalosa. Por tanto, no se trata de una unidad triunfante y definitiva, sino de una unidad interna real y, sin embargo, activa y suplicante, no solamente para incorporar nuevos miembros, sino también para recuperar a quienes lo fueron: es una unidad total que hay que restaurar y perfeccionar. Si la Iglesia no manifestase este dinamismo ecuménico, le faltarí­a a su unidad la conciencia de la gravedad de las rupturas ocurridas, así­ como la conciencia del precepto de Cristo: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Esta ausencia de voluntad ecuménica serí­a la condenación de la Iglesia. Pero el que la Iglesia sea consciente de sus heridas y esté al mismo tiempo preocupada de recobrar la plenitud de su unidad es el signo en ella de una tensión saludable.

e) Unidad y catolicidad. Estos dos substantivos parecen estar en contradicción. En efecto, la unidad dice eliminación de los elementos de diferenciación. Una unidad, sobre todo si quiere ser fuerte y consistente (como la unidad del pueblo judí­o, al que Dios imponí­a el rechazo de todo lo que fuera extranjero), se convierte fácilmente en autoritaria, intransigente, centralizadora, y sacrifica los elementos de legí­tima diversidad; o bien, para protegerse, se transforma en secta cerrada. La catolicidad, por el contrario, dice acogida, comunión, y admite de buena gana las divergencias, sacrificando si es preciso la unidad interna. La catolicidad está dispuesta a simplificar, con tal que haya un denominador común, y hasta inferior, que permita acercarse a la mayor parte.

La paradoja está en que la Iglesia persigue a la vez la unidad y la catolicidad. No solamente la Iglesia es convocada y reunida (unidad interna), sino que además -como atestigua la historia de las misiones- convoca a todos los hombres de la tierra. Intenta construir, por encima de la geografí­a terrena, una geografí­a nueva, que reúna a todos los hombres, sin distinción de lengua, de color, de raza, de institución. Edifica el cuerpo de Cristo, reúne a los hijos del Padre, que «han bebido del mismo Espí­ritu» (I Cor 12,13). La Iglesia se edifica no contra los hombres, sino en unión de amor con todos los hombres.

Lo que importa señalar en esta universalidad no es tanto el fenómeno (espacio conquistado y número de adhesiones) como su calidad. Se trata de una expansión que va acompañada de una transformación profunda del espí­ritu y del corazón a partir de una opción libre, obtenida no por la fuerza de las armas, sino por una seducción de amor: el amor de Dios en Jesucristo.

f) Iglesia universal e Iglesias locales. La unidad y la catolicidad son causa de tensiones múltiples y multiformes dentro mismo de la Iglesia. Tensión primero entre Iglesias locales. Ya el NT manifiesta en la Iglesia la coexistencia de la unidad en la pluralidad. Existen Iglesias locales, estructuradas y relativamente autónomas: Iglesias de Jerusalén, de Corinto, de Antioquí­a, etc.; Iglesias regionales: Asia, Palestina Grecia. Más aún, algunas Iglesias tienen su propio evangelio: Marcos para los romanos, Mateo para los judeocristianos, Lucas para los griegos, Juan para el Asia Menor. Hay además pluralidad de lenguas, de costumbres, de mentalidades. Unidad no es uniformidad. Hay incluso tensiones entre Jerusalén y la diáspora, entre judeocristianos y cristianos de la gentilidad. A pesar de este regionalismo, las Iglesias guardan entre sí­ la comunión de fe y de sacramentos, la comunión de los obispos, la comunión fraterna. Hay Iglesias locales, y sin embargo comunión de las Iglesias.

Una tensión semejante se manifiesta entre las Iglesias locales y la Iglesia universal formada por la comunión de todas las Iglesias. Estas dos lí­neas de fuerza, a lo largo de los siglos, han conocido aproximaciones, sí­ntesis, pero también concurrencias y oposiciones. A medida que la Iglesia como sociedad se fue organizando y estructurando, con su administración central y todos sus organismos, con su derecho y sus juristas, se presentó la tendencia a concebir las Iglesias locales como sucursales de la gran Iglesia universal, estando ésta compuesta por el conjunto de fieles reunidos bajo la autoridad del papa. Occidente destacó en la Iglesia el aspecto de unidad, de universalidad, pero sin prestar siempre suficiente atención a la diversidad de las iglesias locales. Para el Oriente, por el contrario, la unidad de base es la iglesia local, que realiza plenamente la esencia de la Iglesia, reunida por la palabra, la eucaristí­a, el Espí­ritu Santo y por el obispo, fundamento de la unidad. La colegialidad está en el diálogo de las Iglesias locales. El sucesor de Pedro es el que preside esta sinergia.

Es inevitable cierta tensión entre una eclesiologí­a de la Iglesia universal y una eclesiologí­a de las Iglesias locales, entre el primado del papa y la colegialidad de los obispos. Es verdad que la Iglesia está dotada de todos los organismos capaces de asegurar a la vez la unidad y la diversidad. Así­, la función del primado es la de mantener la unidad, mientras que la colegialidad garantiza la universalidad en la pluriformidad de las Iglesias locales y salvaguarda la unidad por la comunión de los obispos entre sí­ y con el papa.

Sin embargo, sigue siendo inevitable una tensión dialéctica, imposible de reabsorber por completo, entre la unidad y la diversidad. Una preocupación exagerada por la unidad conduce al autocratismo y a la nivelación; un exceso de diversidad conduce a la desintegración de la unidad y a la anarquí­a. Es preciso que haya unidad sin uniformidad, pluriformidad sin división. Este movimiento pendular entre Iglesia universal e Iglesias locales, entre primado y colegialidad, pertenece a la realidad misma de la Iglesia. Las prescripciones más previsoras del derecho canónico no lograrán nunca impedir conflictos inevitables. La paradoja está más bien en que la Iglesia pueda sobrevivir a tan numerosas y tan grandes tensiones.

g) Unidad interna y unidad misionera. La unidad pertenece a la Iglesia como un don de Cristo a su esposa. Sin embargo, esta unidad exige ampliarse a todas las dimensiones de la tierra y abrazar todos los siglos. Esta unidad dinámica y misionera de la Iglesia no es simple proselitismo, deseo de crecimiento numérico, sino una exigencia natural. La Iglesia no serí­a ella misma, es decir, «sacramento universal de salvación» (LG 9.13.48; AG 1), si se manifestara en un solo continente, en una sola nación. No manifestarí­a visiblemente su verdadera naturaleza. Si la Iglesia no fuera una, no serí­a el nuevo pueblo de Dios que Cristo vino a reunir; por otra parte, si no fuera misionera, no serí­a ya sacramento de salvación para todos los hombres.

La historia muestra que, de hecho, la actividad misionera es uno de los rasgos dominantes de la Iglesia, aunque es posible distinguir en esta historia tiempos fuertes y tiempos débiles, que se parecen a la muerte.

El primer siglo, con el prodigioso impulso dado por los apóstoles, en particular por san Pablo, es a la vez la primavera de la Iglesia y de la misión. El siglo iii y el comienzo del iv marcan la evangelización de Africa. A partir del siglo vii se produce cierta lentitud debido a la barrera del Islam y también a la ignorancia en la que se estaba respecto al nuevo mundo. A finales del siglo xvi, con los grandes descubrimientos y la reforma de Trento, vino la explosión misionera: en la India, en China, en Japón, en las Filipinas, en las dos Américas. El siglo xviii es un tiempo muerto, debido a las persecuciones y a la supresión de la Compañí­a de Jesús. En el siglo xix la actividad misionera conoce un nuevo impulso con la fundación de más de veinte comunidades misioneras. En el siglo xx asistimos a un debilitamiento debido a la crisis de vocaciones, así­ como a la actitud poco iluminada de ciertos teólogos que, con el pretexto de valorar la gracia salví­fica universal, llegaron a poner entre paréntesis la necesidad de una Iglesia «en misión». El decreto del Vaticano II sobre la actividad misionera de la Iglesia, así­ como una reflexión más profunda sobre la misión, sobre la inculturación, sobre las formas y fases variadas del proceso de l evangelización, vuelve a dar vida a la unidad dinámica de la Iglesia.

h) Unidad perseguida y siempre huidiza. La unidad de la Iglesia está siempre por rehacer, ya que siempre está amenazada: interiormente por el escándalo de los católicos, y fuera por la persecución. La tarea de reunir a los hombres en la unidad de la caridad parece abocar continuamente al fracaso. La acción de los cristianos parece chocar con la muerte; nunca llega a imponerse. Su unidad es precaria. Y también incansable. En efecto, la Iglesia no se cansa, no desespera jamás, no cede nunca al escepticismo, a pesar de estar siempre comenzando de nuevo debido a la guerra, la persecución, la pereza o la traición de los hombres. La Iglesia no renuncia jamás. Se sitúa a medio camino entre la utopí­a y la desconfianza. Tiende a «recapitular» a todos los pueblos y renueva su tarea siglo tras siglo. Ha tenido cien veces motivos para desesperar y abandonar. Pensemos en los esfuerzos de la Iglesia por implantarse en China, de donde siempre se ha visto expulsada. Contradicha, rechazada, expulsada, pisoteada, aplastada, la Iglesia vuelve a comenzar y se empeña, por los mismos caminos del amor y con una obstinación paciente, en seguir edificando el cuerpo de Cristo.

i) Una paradoja que interroga.

Esta unidad de complejidad y de exigencia, basada en la libertad y en el amor; esta unidad que es a la vez fidelidad al mensaje de Cristo y actualización constante para estar a la escucha del mundo y de sus llamadas; esta unidad de credo en la pluralidad de perspectivas, de formulaciones y de sistematizaciones; esta unidad herida, pero seguida del arrepentimiento, de la.reforma y de nuevos intentos de restablecer la comunión con las Iglesias separadas; esta unidad en la catolicidad, a pesar de todos los particularismos; esta unidad de la Iglesia universal en la pluriformidad de las Iglesias locales; esta unidad interna, pero al mismo tiempo misionera; esta unidad precaria, siempre amenazada, pero nunca desanimada, que prosigue desde hace dos mil años: todo esto constituye una paradoja, un enigma. Todas las tensiones enumeradas pertenecen al fenómeno de la Iglesia; todas son observables y están sometidas a la mirada de los testigos. Una sola de ellas bastarí­a para provocar la explosión de la iglesia. Sin embargo la Iglesia sigue adelante. De Cristo decí­an: «¿Quién es este hombre?»; de la Iglesia se puede decir: «¿Quién es ésta?»
4. PARADOJA Y TENSIONES DE LA TEMPORALIDAD. En su encuentro con el tiempo y con la historia, la Iglesia se ve constantemente amenazada por dos peligros, de los que no se sabe cuál es más grave: una inserción demasiado profunda o una falta de inserción. En efecto, por una parte la Iglesia tiene que insertarse en la vida de los hombres: tiene que encontrarlos a nivel de sus problemas, captarlos en su ambiente de vida y de trabajo, en las estructuras que los reúnen. Pues bien, si esta inserción es una fuerza para la Iglesia, es también una amenaza. Porque cuanto más se inserta la Iglesia en la historia de una época y más adopta su ritmo, sus estructuras, sus modos de pensar y de obrar, tanto más se arriesga a perder su identidad y a disolverse con ellos. Por otra parte, si la Iglesia, para escapar de los riesgos de la temporalidad, se aí­sla del mundo y vive como un gueto, corre el peligro de no comprender ya a los hombres a los que se dirige, de hablarles un lenguaje indescifrable y de perderlos. Corre el peligro de hacerse una Iglesia absorbida por la temporalidad y digerida por ella, o bien el riesgo de una Iglesia separada del mundo y finalmente reducida al silencio: la historia demuestra que esta doble amenaza ha pesado siempre sobre la Iglesia. Veamos brevemente algunos de esos momentos de la historia de la Iglesia en los que alcanzó un punto crí­tico la tensión entre un exceso de inserción y una falta de inserción.

a) La amenaza del judaí­smo. El primer peligro que tuvo que arrostrar la Iglesia para hacerse religión un¡versal le vino de la misma nación en donde se habí­a arraigado. Desde el principio tuvo que superar un doble escollo: la defección de los judeocristianos que, bajo la presión del nacionalismo judí­o, corrí­an el peligro de volver al judaí­smo; y por otra parte, la presión de los pagano-cristianos, que corrí­an el riesgo de abandonar la fe nueva antes que verse apresados en los cuadros del judaí­smo antiguo. Si la Iglesia primitiva hubiera escuchado a los judaizantes, se habrí­a quedado en una miserable secta judí­a, convertida en una curiosidad histórica, como la de los esenios. Al romper su solidaridad con la sinagoga y el judaí­smo rigorista, la Iglesia superó su primer escollo.

b) El peso del imperio romano. Tras librarse del peligro de una inserción excesiva en su ambiente de origen, la Iglesia tuvo que enfrentarse con las persecuciones, sobre todo por parte del paganismo del imperio. Durante más de tres siglos, con ciertas alternancias de calma relativa, la Iglesia vivió en un clima de ironí­a, de sospecha y de odio. Esta amenaza constante explica el semi-apartamiento voluntario de la Iglesia de la vida oficial de la época. Sin embargo, si la vida cristiana no puede actuar abiertamente en la vida pública, no por ello es menos activa. Va ganando a las personas una a una. Penetra en la sociedad en todos los niveles. Transforma su alma. Llegará el dí­a en que el imperio se reconozca cristiano.

Históricamente, este cambio de situación coincide con el edicto de Milán, en el 313, que pone fin a las persecuciones y reconoce oficialmente a la Iglesia. Libre ya, la Iglesia se inserta en la vida del imperio. Va creciendo con él, acepta su protección y lo sostiene. Comparte la creencia universal en la eternidad de la civilización romana y del imperio. Situación comprometedora. Al asociarse a la polí­tica centralista y totalitaria del imperio, la Iglesia corre el peligro de caer en el estatismo cristiano. Ella misma serí­a entonces la primera ví­ctima de la protección del emperador: cadenas doradas, pero verdaderas cadenas. En su estructura, la Iglesia adopta las estructuras de la sociedad civil. La sede civil y la sede eclesiástica están í­ntimamente unidas y gozan de un prestigio igual. Así­, cuando el signo del imperio se desplaza de Roma a Constantinopla, la sede eclesiástica de esta última ciudad se convertirá en rival de la sede pontificia de Roma. Esta vinculación de la sede eclesiástica con la sede civil conducirá finalmente al cisma de Oriente. Añadamos que el cristianismo, al volverse omnipotente por el favor de Constantino y de sus sucesores, se hizo a su vez intolerante y perseguidor: acosando a los paganos, asemejando el cisma y la herejí­a al crimen y haciéndolos castigar por el Estado. Apenas liberada de la opresión, la Iglesia tiene que atravesar una prueba más terrible todaví­a, la de la protección del Estado, y se hace a su vez opresora.

c) Sumisión de la Iglesia al feudalismo. Identificada con el imperio, la Iglesia parecí­a destinada a perecer con él. Pues bien, en el momento mismo en que se hunde el imperio, por una especie de salto misterioso, la Iglesia emprende la evangelización de los conquistadores y abre a los pueblos nuevos el camino de la salvación. En menos de tres siglos los llamados bárbaros son conquistados para el cristianismo. En este sentido, el bautismo de Clodoveo tiene un valor de sí­mbolo: la Iglesia de Occidente rompe su solidaridad con el imperio en el momento en que éste se extingue. De nuevo la Iglesia se inserta en la vida de los pueblos, pero no sin correr otro peligro, el más grave quizá de su historia. La Iglesia llevó a los bárbaros al evangelio de Cristo. En retorno, los monasterios, las Iglesias locales y los santuarios se benefician de la magnanimidad de los grandes. Los reyes comparten su autoridad con los prelados, que se convierten en prí­ncipes temporales. Tantas riquezas y honores, lejos de ser una fuerza para la iglesia, se convierten en un peligro supremo. Después de enriquecer a la Iglesia, los señores feudales intentaron absorberla y someterla. Debido a la dignidad de prí­ncipes temporales que les confiere, el rey ejerce una autoridad cada vez mayor en el nombramiento de los obispos y abades, escogiéndolos entre sus amigos más fieles. Más aún, durante un siglo (a partir del 962) los reyes de Alemania se atribuyen el nombramiento de los romanos pontí­fices. La Iglesia se convierte en un anejo del Estado y es ví­ctima del engranaje feudal. La Iglesia del feudalismo corre hacia el abismo. Después de perder la facultad de escoger ella misma a sus ministros y a su jerarquí­a, desde el papa hasta el último sacerdote, no es ya dueña de su destino. Al hacerse más importante el beneficio que el oficio, se cae en la simoní­a y en la inmoralidad. Señores más que obispos, estos últimos no tienen ninguna preocupación pastoral y dejan sumirse al pueblo en la ignorancia. Apenas existe una práctica sacramental. Están maduros los tiempos para la herejí­a. De hecho, en el siglo xi explota la herejí­a albigense, acompañada de un pulular de sectas y supersticiones. Quizá nunca fue tan desesperada la situación de la iglesia. La inserción de la Iglesia en las estructuras sociales y polí­ticas de la época se convirtió en una absorción por las estructuras, en una pérdida de su libertad y en una ruina de su dinamismo espiritual.

d) Grandeza y ambigüedades de la cristiandad medieval. La situación era desesperada. Pero la Iglesia se recuperó y cobró nueva vida. El movimiento parte de Cluny, abadí­a benedictina del siglo x, y gracias a sus abades, algunos de los cuales fueron auténticos santos, se extiende progresivamente por los monasterios de Francia, de Italia, de España, de Inglaterra y de Portugal. Fundada en el 910, la abadí­a de Cluny cuenta en 1100 con más de 10.000 monjes, repartidos por 1.450 casas diseminadas por todo el Occidente. Poco a poco va irradiando la reforma y se extiende por toda la cristiandad, sostenida y propagada por algunos santos, como san Romualdo, san Juan Gualberto, san Pedro Damiano, san Bernardo, y algunos papas, como León IX, Gregorio VII, Urbano II. Gregorio VII fue el principal artí­fice de esta reforma. De una energí­a prodigiosa, de un celo incandescente, comprendió enseguida que, para salvar a la Iglesia, era necesario hacerla libre. Tras cincuenta años de lucha, la Iglesia obtuvo la libertad de las elecciones canónicas, desde la del papa hasta la de los dignatarios inferiores.

Libre, finalmente, de los prí­ncipes temporales, la autoridad del papa crece de dí­a en dí­a. La iglesia tiende a organizarse como monarquí­a fuertemente centralizada, con su curia y sus nuncios. Cabeza de la cristiandad y rodeado del esplendor imperial, el papa decide como soberano en materí­a de fe y de disciplina. Puede juzgar al emperador, deponerlo, excomulgarlo, desligar a sus súbditos de todo ví­nculo de fidelidad a él. No sólo eso, sino que es soberano del Estado pontificio y señor de otros muchos Estados. La cruzada es una guerra santa, suscitada por el papa y dirigida por él. Todo eso lo convierte en el primer hombre de su tiempo, el jefe de la cristiandad y de todo el Occidente.

Así­, durante casi tres siglos, de 1050 a 1350, la Iglesia parece haber logrado construir en la tierra una morada de Dios: la cristiandad. Se levantan catedrales, se parte a la conquista del santo sepulcro, se lucha contra el Islam, se lanza a la conquista del nuevo mundo. El impulso de las órdenes monásticas es realmente admirable; cistercienses, premonstratenses, franciscanos, dominicos. Es la época de las grandes sí­ntesis teológicas de san Buenaventura y santo Tomás, la época de Dante y de Roger Bacon. Pero en esta sociedad el no creyente no tení­a más consideraciones que el cristiano en el sistema pagano. El hereje era tratado como un traidor. Después de haber estado dominada por el Estado, la Iglesia se hace a su vez dominadora. La herencia de la Edad Media fue pesada. Sumergió a la Iglesia en una profunda ambigüedad. Como las actividades humanas y profanas se desarrollaban bajo el signo de la Iglesia, ésta resultaba solidaria de todo lo que se hací­a en su nombre. La Iglesia tardó siglos en disipar las ambigüedades creadas por semejante situación en el plano de la guerra, de la ciencia, de la polí­tica, de la filosofí­a, de la teologí­a. Las cruzadas, la Inquisición, Copérnico, Galileo, Descartes, Pascal, Leibniz son otros tantos hechos y nombres que expresan esta situación ambigua, a veces dolorosa y trágica.

e) Las naciones modernas y el neocesarismo. A partir del siglo xiv el poder del Estado, eclipsado en parte por la fuerza universal y dominadora del papado medieval, recobra en el concierto de las naciones una autonomí­a y luego una autoridad, que pronto se hizo absoluta y después agresiva y hostil. Además, en todos los terrenos se debilita el impulso de la Iglesia. Las cruzadas pertenecen al pasado. Disminuye el celo de los constructores de catedrales. La teologí­a se repite y pierde creatividad. El gusto por el lujo gangrena al clero y hasta a las órdenes religiosas. Y sobre todo la unidad de la cristiandad empieza a disgregarse. La imagen grandiosa de una sociedad intelectual y religiosamente unida, que se sirve del latí­n para su liturgia y sus escuelas, está en plena decadencia.

Se abre la era de los nacionalismos, y la Iglesia ha de tenerlo en cuenta. En el marco de las naciones es donde la Iglesia tiene que proseguir su tarea e insertarse. Nueva inserción, que supone nuevos riesgos, En Francia y en España sobre todo, en el seno del régimen centralizante y autoritario del rey, vice-Dios, la Iglesia no es más que un instrumento del Estado. Desde 1516 los obispos son nombrados por el rey, provistos de beneficios, señores, duques, pares y consejeros del rey. Una vez más la Iglesia, después de insertarse en la vida de las naciones es domesticada por ellas. Esta tutela del clero las separa prácticamente de Roma. El movimiento pendular juega ahora en favor del Estado.

f) Renacimiento, humanismo e inserción cultural. Más aún que un simple retorno al estudio de las letras y de las artes antiguas, el renacimiento designa una revolución que alcanza a la sociedad occidental en todos los niveles: social, moral, estético, filosófico. Caracteriza a una época (del siglo xiv al xvi) y se define por un nuevo impulso del espí­ritu, en oposición a la época y a la sociedad medievales. El renacimiento no es aún una liberación total del hombre respecto a Dios y al mensaje cristiano, sino una afirmación vehemente del hombre y de su valor propio.

El humanismo es el elemento literario y cultural de esta revolución. Se propone formar al hombre (al gramático al orador, al poeta, al pedagogo, al filósofo) por medio de la literatura clásica latina y griega. El humanista se caracteriza por el culto a las letras, el amor a la sabidurí­a, la confianza en el hombre, la preocupación por unir la cultura y la piedad. No rechaza el pecado ni la gracia, pero subraya todo lo que hay de hermoso y de bueno en el hombre. Tomado en su conjunto, el movimiento humanista no es un movimiento pagano y no es posible hacerlo directamente responsable de la inmoralidad del renacimiento, que existí­a mucho antes y proliferaba en ambientes muy extraños a la cultura humanista. Sin embargo, hay que reconocer que los humanistas, al dejar que coexistieran en ellos el ideal cristiano y el ideal pagano, se situaban en una ambigüedad permanente.

De suyo, la Iglesia tuvo razón para asociarse al movimiento cultural de su tiempo y mantener contacto con la elite. Desgraciadamente, no supo resistir a los elementos disolventes que llevaba consigo esta cultura. Con el arte y el culto de la antigüedad, absorbió el espiritó de esta antigüedad y se dejó ganar por un estilo de vida en el que los valores dominantes eran el dinero él lujo, el fasto, el placer. Los. efectos desastrosos de este cambio se inaiiifiestan en los mismos papas. Durante cincuenta años, con Sixto IV, Inocencio VIII, Alejandro VI, la corte pontificia dio ejemplo de los mayores escándalos y de lujo provocador. La Iglesia tocó los bajos fondos de la inmoralidad y del crimen. Es la época en que los venenos y los puñales actúan con extraña eficacia. Durante este tiempo, en Florencia, Savonarolaexigió la reforma y anunció los castigos de Dios sobre la Iglesia adúltera. Los peregrinos que pasaban por Roma volví­an a sus paí­ses profundamente desalentados por la venalidad, el lujo, la codicia y el desenfreno de los hombres de Iglesia y hasta de los papas. El escándalo de la Roma pontificia arroja un inmenso descrédito sobre toda la Iglesia.

La reforma llegará, pero tarde, después de unas iniciativas que escaparon al control de la Iglesia y desembocaron en el drama de Lutero y en la pérdida de la mitad de Europa. La Iglesia se insertó en la cultura y en el estilo de vida del renacimiento, pero hundiéndose en él.

g) El siglo XIX y la falta de inserción. Tras un perí­odo de inserción excesiva en la cultura y en la vida polí­tica de las naciones, la Iglesia del siglo xix y de comienzos del XX conoció un nuevo peligro, pero más sutil: el de una falta de inserción. En efecto, durante siglo y medio la Iglesia estuvo como extranjera en el mundo, quedando por tanto retrasada. Frente a la filosofí­a y la ciencia moderna, desarrolló un extraño y penoso complejo de inferioridad. Se encontró ante una civilización que la desconcertó y luego la inquietó. Abominó de las nuevas ideas. Se apoyó en la burguesí­a, que representaba la nueva forma del poder, pero al mismo tiempo perdió a las clases obreras.

Por otra parte, a lo largo de todo el siglo xix, la irreligión ganó en extensión y en profundidad. Se hizo sectaria, agresiva, decidida a eliminar no sólo a Cristo y a la iglesia, sino a Dios mismo. Todo el humanismo del siglo xix es ateo. La concepción cristiana del hombre se sintió como un yugo. Fruto de una evolución que empezó con el renacimiento, esta actitud se desarrolló en el siglo XVIII y se formuló en el siglo xix en la filosofí­a y los escritos de Hegel, Feuerbach, Karl Marx, Comte, Taine y Littré.

Ante esta marea ascendente del racionalismo, la Iglesia no disponí­a sino de una apologética más cargada de buena voluntad que de solidez. Polémica y mal equipada cientí­ficamente, acude a lo más urgente, se limita a cerrar brechas. Para responder a la crí­tica histórica de la época hubiera sido menester una exégesis, una filosofí­a y una teologí­a vigorosas. Pues bien, la ciencia católica del siglo xix es débil y decadente. La Iglesia está en retraso y es incapaz de realizar la sí­ntesis entre lo antiguo y lo nuevo. No puede hacer más que oponer un rechazo a las tesis del racionalismo. En las ideas laicas del siglo xix (libertad, igualdad, democracia, separación entre lo polí­tico y lo religioso, crí­tica histórica y literaria) habí­a indudablemente, con ingredientes dudosos, algunos elementos válidos y asimilables. Pero ante los ataques, la Iglesia lo rechazó todo en bloque. Durante casi un siglo multiplicó las condenaciones.

Sin duda es posible encontrar explicaciones a la actitud de la Iglesia. Pero el hecho sigue en pie: la Iglesia del siglo xix, ante el mundo en construcción, realizó un movimiento de repliegue. Se fue aislando progresivamente. Después de haberse comprometido demasiado en las estructuras sociales, polí­ticas y culturales del pasado, corrió entonces el riesgo de no comprometerse suficientemente, de no hacerse comprender por ese mundo al que tení­a que llevar el evangelio y de interrumpir todo diálogo con él. Su vida se concentra en sí­ misma y sobre sí­ misma, pero está cada vez más ausente dei mundo, cada vez más aislada y, por consecuencia, sin un impacto verdadero sobre el mundo. La falta de inserción, para la Iglesia, es un riesgo no menos grave que el exceso de inserción.

h) El siglo XX en busca de nuevas formas de compromiso. Tras un largo perí­odo de protesta contra el mundo moderno y luego de aislamiento, la Iglesia del siglo xx, sobre todo después del Vaticano II, ha realizado una verdadera conversión en su actitud frente al mundo. Conversión multiforme en sus manifestaciones. De desconfiada como era, la Iglesia se ha hecho accesible y acogedora: pensemos en los gestos de Juan XXIII y de Pablo VI (ante la ONU). Pasó de una polí­tica de prestigio a una polí­tica de discreción, y hasta de olvido de sí­ misma. Antes pretendí­a dar sin recibir; saberlo todo sin tener nada que aprender. Ahora reconoce que tiene mucho que recibir y que aprender del mundo. Reconoce al mundo como interlocutor libre de un diálogo abierto. Reconoce las otras culturas, las otras mentalidades, y pone confianza en ellas. El diálogo, largo tiempo interrumpido con las ilosofí­as del tiempo presente, vuelve a establecerse. La Iglesia entabla además diálogo con las comunidades cristianas separadas, con las grandes religiones mundiales y hasta con el l humanismo ateo moderno.

Más consciente de su verdadera naturaleza y de sus relaciones con el mundo, la Iglesia del siglo xx está en busca de nuevas formas de compromiso: búsqueda difí­cil, ya que el mundo con el que tiene que comprometerse está también en situación de búsqueda: buscando un lenguaje, buscando unas nuevas estructuras sociales y polí­ticas, buscando una representación nueva del cosmos. Con ese mundo, en donde el único elemento definido es lo indefinido y lo imprevisible, es con el que la Iglesia se tiene que comprometer. Además, la Iglesia vive en un contexto cultural, cí­vico, polí­tico, cientí­fico, económico y artí­stico que no es ya obra sólo de los cristianos. Los cristianos viven en situación de diáspora en un mundo secularizado. Entonces, la vida de fe no es ya cuestión de herencia y de ambiente, sino de decisión personal, de conquista incesante. En este mundo nuevo, la Iglesia ha de ser una Iglesia de miembros vivos, activos, que lleven consigo el evangelio y el espí­ritu de Cristo en medio de sus ocupaciones familiares, profesionales, sociales. Semejante acción pertenece a ese tipo de influencia que se llama testimonio, compromiso vital, y que se ejerce por infusión y por irradiación personal. Esta acción tiene que penetrar y vivificar todos los ambientes y todos los niveles de la sociedad.

Este compromiso en un mundo secularizado encierra también peligros, que se pueden descubrir. Por ejemplo: reducción del cristianismo a una forma de humanismo so pretexto de apertura al mundo; tendencia a hacer del hombre la medida y el criterio de las iniciativas de Dios: peligro por acercarse a los hombres, de reducir a Cristo a la í­nter-subjetividad; peligro de reducir la religión a la ética; peligro deponer a la jerarquí­a entre paréntesis, en provecho de la base; peligro de un relativismo generalizado y de una indiferencia práctica. El compromiso de la Iglesia en el mundo que se está formando está todaví­a demasiado poco definido para que pueda hablarse con certeza de la profundidad de estos peligros o de su carácter transitorio.

i) Una paradoja que interroga. Así­, distinta del mundo, pero comprometida con el mundo y con la historia de los hombres, la Iglesia no puede librarse de los riesgos de la temporalidad. El problema del equilibrio que hay que mantener entre un exceso de inserción y una falta de inserción en la historia es sin duda uno de los problemas más arduos que la Iglesia tiene que resolver; y si no se ha encontrado nunca una solución satisfactoria, es sin duda porque no existe.

Dicho esto, ¿cómo explicarla perennidad de la Iglesia, a pesar de todos estos riesgos de la temporalidad que la rodean como otros tantos factores de decadencia y de muerte? Aunque cada momento de la historia puede o podí­a encontrar una explicación coherente y plausible en el contexto de la época, ¿cómo explicar que las circunstancias favorezcan siempre a la Iglesia y le permitan sobrevivir? Si se quiere apelar al azar, ¿cómo explicar que el azar juegue siempre en su favor? Considerada en cada etapa, la Iglesia aparece como una realidad improbable, defectiva, vulnerable, superada, un montón de ruinas y de gérmenes, ocupada en fallar y en renacer. La Iglesia sigue siendo un enigma. Hace ya tiempo que deberí­a estar muerta. Y sin embargo, perdura. Más que la religión judí­a, que no supo desprenderse jamás de sus condiciones de raza, de instituciones y de ritos, la Iglesia se compromete y deja de comprometerse. No tiene miedo, en cada época, de comprometerse en un mundo inédito, terrible, que hace pesar sobre ella la amenaza de la asimilación y corre el riesgo de arrastrarla en su ruina.

Insertada, metida en las estructuras de la vida polí­tica del imperio romano, del feudalismo, de la cristiandad medieval y de las naciones modernas, la Iglesia deberí­a haber perecido y muerto como ellas. Por el contrario, en los últimos siglos, cada vez más libre respecto al poder temporal, pero cada vez más ausente del mundo, la Iglesia, como una noble dama, pero de otros tiempos, deberí­a haberse apagado en un aislamiento peor que la muerte. Pues bien, lo extraño, lo paradójico, es que sigue existiendo y que encuentra siempre la fuerza para renovarse y rejuvenecer. Veinte siglos no han logrado acabar con su vitalidad. En la historia humana, tal como la conocemos, semejante perennidad en la temporalidad constituye un verdadero enigma. Es verdad que por la fe sabemos que la Iglesia no perecerá, ya que el principio de su perennidad no está en el hombre, sino en Dios y en su Espí­ritu. Sin embargo, la floración histórica de esta acción es asombrosa. Porque todo el que es consciente de cuanto hay de frágil y de caduco en la historia humana, se extrañará de que una institución tan insertada, tan comprometida en la historia de los hombres y sometida a tantas tensiones durante veinte siglos haya logrado mantener su identidad y su dinamismo. El fenómeno parece desembocar entonces en un misterio.

5. LA PARADOJA PECADO-SANTIDAD DE LA IGLESIA. La tercera y la mayor paradoja de la Iglesia es la de la coexistencia en ella del pecado y de la santidad. Es también la que plantea más preguntas, incluso entre los creyentes, ya que para muchos es piedra de tropiezo, escándalo, auténtico sinsentido. Sin embargo, los textos del magisterio afirman con la misma seguridad la santidad y el pecado de la Iglesia.

Santa es el primer atributo que se añade a la palabra Iglesia. En el sí­mbolo bautismal de Jerusalén, por el año 348, el fiel declara su fe en la Iglesia santa (DS 41). En el 374, el sí­mbolo de Epifanio declara igualmente santa a la Iglesia (DS 42). El sí­mbolo niceno-constantinopolitano del 381 repite a su vez: «Creemos en la Iglesia santa» (DS 150). Más cerca de nosotros, el Vaticano II señala que la Iglesia es santa (LG 2.5.8.10. 48). Por otra parte, el magisterio declara con la misma seguridad que la Iglesia es una Iglesia peregrina de pecadores, vulnerable, asaltada por las tentaciones, continuamente necesitada de penitencia y de reforma (LG 8.9.15.65; GS 43).

Ya las cartas de san Pablo atestiguan que hay, en las comunidades primitivas, faltas de fe y de caridad, envidia mentiras, codicia, impureza. No puede escapar a ello; a no ser que se conciba a la Iglesia como una hipóstasis idealizada, separada de los mismos creyentes, es preciso decir que los pecados de los miembros de la Iglesia son los pecados del pueblo de Dios, que los pecados de los cristianos afectan a la misma iglesia. Debilitan y manchan el cuerpo misterioso y santo de Cristo.

De este modo, la Iglesia es una comunión de pecadores y una comunión de santos. A pesar de su pecado, la Iglesia es llamada santa; y, aunque santa, está marcada por el pecado. Según la expresión tan sugestiva de los padres de la Iglesia, la Iglesia es una casta meretrix, una «casta prostituta». Esta es la paradoja. Se plantea entonces la cuestión: ¿Cómo una Iglesia manchada por el pecado puede seguir siendo signo expresivo de la salvación que anuncia? ¿No será más bien un antisigno, un contra-testimonio? Algunas consideraciones sacadas de la Escritura y de la reflexión teológica pueden ayudarnos a «redimensionar» el problema y a precisar la relación que existe entre el pecado y la santidad en la Iglesia.

a) Iluminación de la Escritura. En la santidad, en sentido bí­blico, se puede distinguir un doble aspecto: 1) Sólo Dios es santo y toda santidad viene de Dios. El pueblo de Dios es santo, la Iglesia es santa, porque ha sido elegida, llamada por Dios, consagrada a Dios y a Cristo por el bautismo. 2) Esta santidad de iniciativa y de gracia de parte de Dios exige una santidad de respuesta por parte del hombre, es decir, una santidad ética. Estas precisiones iluminan ya la paradoja pecado-santidad de la Iglesia. Nos sitúan en un contexto personalista de gratuidad y de amor por parte de Dios, de respuesta libre y amorosa por parte del hombre.

Las imágenes empleadas por la Escritura para describir el misterio de la Iglesia nos iluminan más sobre la paradoja pecado-santidad de la Iglesia.

Así­, el Vaticano ll ha adoptado la imagen del pueblo de Dios como imagen fundamental para presentar a la Iglesia. Esta imagen subraya la iniciativa de Dios. Israel no existe más que en virtud de la iniciativa graciosa y decisiva de Dios. Ha nacido de la nada y está formado por aquellos a los que Dios ha agraciado. La elección, la salvación, la alianza, la ley son puros dones. Esta imagen subraya también que la Iglesia es un pueblo peregrino, una caravana en marcha hacia el reino escatológico. La Iglesia está en tránsito. Como está en camino, este pueblo se ve sometido a las vicisitudes del tiempo; es deficiente y pecador; tiene continua necesidad de reforma y de perdón. Después del éxodo, el pueblo de Dios murmura, es infiel. Pero esta imagen subraya también que la Iglesia se encamina hacia un término que será su descanso y su gozo.

La imagen del esposo y de la esposa insiste igualmente en la iniciativa de Dios; él es el primero en amar y elegir a su esposa. Le sigue siendo fiel a pesar de las infidelidades de ella. Esta imagen insiste también en el carácter interpersonal de las relaciones entre Dios y su Iglesia. Subraya el carácter de libertad en el amor y de reciprocidad en el don. Al amor de iniciativa de Dios tiene que responder el amor de la Iglesia, porque ¿qué serí­a un amor sin respuesta, sin reciprocidad? Finalmente, la imagen insiste en los dones permanentes del esposo a la esposa: el evangelio, los sacramentos, el Espí­ritu sobre todo. En el AT, el Espí­ritu era un don episódico; en el NT es un don permanente; por eso la Iglesia no traicionará nunca enteramente a su esposo.

Aunque muy sugestiva, la imagen del pueblo de Dios no agota toda la riqueza del misterio de la Iglesia. Puede decirse de esta imagen que constituye el elemento genérico que sirve para expresar la continuidad de las dos alianzas. Pero el estatuto de la Iglesia bajo la nueva alianza se expresa por la imagen del cuerpo de Cristo. Desde la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana en la encarnación y desde la resurrección de Cristo, la Iglesia es el cuerpo de Cristo. Puesto que Cristo ama a la Iglesia, su esposa, como a su cuerpo, ésta permanece indisolublemente unida a él. El esposo y la esposa no se separan. Los miembros pueden sustraerse libremente de la influencia vivificante y santificadora de Cristo y del Espí­ritu, y la enfermedad puede afectar a algún que otro miembro del cuerpo humano, pero nada puede separar a Cristo esposo de su esposa la Iglesia. Nada puede debilitar o manchar la fuente de vida que no deja de vivificar al cuerpo de Cristo, puesto que esta fuente es Dios mismo.

En cada una de estas imágenes se advierte un aspecto de iniciativa, de vocación, de llamada, de santificación activa que viene-de Dios; y, por otra parte, se advierte un aspecto de libre respuesta a esta iniciativa y a esta llamada. La unión y la comunión con el Dios santo exigen un estilo de vida conforme con una vocación tan alta.

b) Reflexión de los teólogos. En las investigaciones de la teologí­a reciente (cf C. Journet, A. de Bovis, Y. Congar, K. Rahner, G. Martelet, H. Küng, etc.) encontramos, junto con sus divergencias de perspectiva, cierto número de puntos en los que el acuerdo es cada vez más firme: 1) A no ser que se conciba a la Iglesia como una hipóstasis irreal, hemos de hablar de la Iglesia como pueblo de Dios, y por tanto como asamblea de santos y asamblea de pecadores. 2) La nota decisiva de la Iglesia, sin embargo, no es el pecado, sino la santidad, y esto en virtud de la elección, de la vocación y de la acción de Dios, que, por Cristo y su Espí­ritu, suscita a la Iglesia y no deja de vivificarla. 3) La Iglesia es subjetivamente santa, como totalidad, en virtud de la fidelidad indefectible que le ha merecido Cristo, que la unió consigo para siempre como su esposa y su cuerpo. 4) La Iglesia participa del misterio general de la sacramentalidad de la economí­a cristiana; a pesar de sus miserias, sigue siendo siempre, en su fuente, instrumento de salvación para el mundo. 5) En sus miembros, la santidad ética depende de la respuesta más o menos generosa de sus miembros. 6) La Iglesia totalmente pura y totalmente santa no se realizará más que en la escatologí­a.

c) Una paradoja que interroga. No se puede negar que la Iglesia es una comunidad visible, cuyo testimonio asume una forma no sólo personal, sino también comunitaria. La calidad de los miembros de esta comunidad afecta a la calidad de la comunidad misma y a la calidad de la imagen que presenta ante el mundo. Si esta comunidad vive del evangelio, afirma de este modo el poder que tiene sobre ella el evangelio reconocido como valor supremo. De aquí­ resulta una imagen fiel a Cristo y a su Espí­ritu. Por el contrario, el pecado establece entre los miembros de una comunidad unas relaciones interpersonales pecaminosas. Una comunidad que tiene a sus miembros divididos; que son egoí­stas, crueles, recelosos, inmorales, mentirosos y ladrones, es justamente calificada de pecadora. Si presenta un cuerpo y un rostro de pecado, constituye un antisigno de la salvación, ya que contradice al evangelio que anuncia.

No es posible silenciar o reducir la importancia de este aspecto de la Iglesia. Porque, en definitiva, es la imagen que la Iglesia presenta al mundo la que la convierte en signo expresivo y contagioso o en signo negativo de la salvación que predica. En el plano de la teologí­a fundamental, es legí­timo, por consiguiente, hablar de la Iglesia pecadora, precisando que se trata de la imagen dE la Iglesia que resulta del testimonios comunitario.

Dicho esto, ¿cuáles son esos hechos, que pueden observar incluso los hombres de fuera, capaces de suscitar la admiración y hacer nacer la pregunta: si la salvación está en el mundo, ¿no estará en esa comunidad que se dice fundada por Cristo para salvar a los hombres? En otras palabras, ¿cuáles son en la Iglesia las manifestaciones visibles de santidad que, a pesar del pecado de sus miembros, pueden atraer la mirada incluso del no creyente? He aquí­ algunos de estos hechos: 1) La Iglesia no deja de predicar el evangelio y los medios de la salvación. 2) La Iglesia no deja de trabajar por la elevación del nivel moral de la persona y de la humanidad. 3) La Iglesia acoge a los pecadores. 4) La Iglesia no cesa de proponer el ideal de la perfección evangélica. 5) La Iglesia no deja de engendrar santos en todas las épocas: Pablo y Pedro, Ignacio de Antioquí­a, Basilio, Gregorio, Atanasio, Ambrosio, Agustí­n, Bernardo, Benito, Clara, Francisco, Domingo, Tomás de Aquino, Buenaventura, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Vicente de Paúl, Juan Marí­a Vianney, Juan Bosco, Juan de la Cruz, Francisco de Sales, Teresa de ívila, Teresa de Lisieux, Juan de Brébeuf, Isaac Jogues, M. Kolbe, etc. Estos santos y santas pertenecen a la historia universal. 6) La reforma periódica de la Iglesia; en efecto, la Iglesia cuenta, junto a santos heroicos, con una pesada masa de pecadores. Tanto en su cuerpo entero como en sus miembros tiene constantemente necesidad de reformarse. El Vaticano II ha expresado con vehemencia esta necesidad. La Iglesia precisa constantemente reformarse y es perfectamente consciente de ello. Periódicamente, para ser fiel al evangelio que pide una constante conversión, la Iglesia procede a su propio rejuvenecimiento por medio de reformas sucesivas. Por ejemplo: reformas de Cluny, en el siglo xI, extendida y prolongada hasta el siglo xIII; reforma tridentina del siglo xvi, prolongada por san Ignacio, san Carlos Borromeo, san Francisco de Sales, san Vicente de Paúl; reforma actual del Vaticano II, verdadera revolución a nivel de los textos y de las actitudes, imprevisible todaví­a en sus repercusiones.

En una palabra, incluso en sus miserias, la Iglesia sigue siendo una paradoja. Se constituye ella misma en juez y reformadora de sus debilidades. En el seno del abismo encuentra la fuerza para recuperarse. La paradoja es que los hombres, tan débiles, tan miserables, encuentran la fuerza de mirar hacia adelante y hacia arriba. La paradoja es que la Iglesia, a pesar de sus debilidades, no cesa de producir regularmente santos suficientemente grandes y suficientemente fieles para ser propuestos a la imitación de todos.

6. EN BUSCA DEL SENTIDO: DEL FENóMEN0 AL MISTERIO. En su globalidad, con todos sus rasgos paradójicos, el fenómeno de la Iglesia se presenta como un enigma por descifrar. No entrega de antemano su secreto, sino que actúa sobre el espí­ritu como una provocación, como una llamada a una búsqueda de inteligibilidad, en busca de un sentido. Guarda parentesco con otra paradoja, a la que apela por otra parte: la de Cristo.

La Iglesia, como hemos visto, presenta a los ojos del observador, incluso no creyente, un conjunto de rasgos paradójicos, constituidos a su vez por tensiones múltiples y un potencial explosivo tan grande que una sola de ellas bastarí­a para provocar la explosión de la Iglesia. No se trata de amenazas teóricas, sobre las cuales podrí­a elucubrarse como sobre inocentes problemas de álgebra, sino de realidades históricas que han estado a punto de tragarse a la Iglesia. El fenómeno Iglesia, en su totalidad, plantea un problema; exige una explicación, una explicación suficiente y proporcionada. Remite a algo distinto. Porque hay que encontrar el principio de inteligibilidad de las grandes antinomias de la Iglesia: unidad-catolicidad, perennidad-temporalidad, pecado-santidad. ¿Cuál es entonces la clave de este enigma?

La Iglesia, por su parte, propone como explicación de ella misma el hecho de que todo su ser y su obrar proceden de una intervención especial de Dios en Jesucristo. Atestigua que, por sí­ misma, ella no es nada, sino que toda su fuerza de expansión y de cohesión, de santificación y de salvación le viene de Dios en Jesucristo, epifaní­a del Padre. El sentido real del fenómeno Iglesia es la presencia activa en ella de Cristo y de su Espí­ritu, fuente de unidad y de caridad.

Semejante explicación no debe rechazarse sin examen, puesto que parece ser la única explicación adecuada de los hechos observados. Si se la admite, todo queda claro, todo se hace coherente, inteligible. Si no, por mucho que algunos se empeñen en buscar explicaciones «naturales», la Iglesia con todas sus paradojas, con todas sus tensiones y sus veinte siglos de historia, sigue siendo un enigma indescifrable. Ante el carácter y la importancia de los hechos observados, es prudente reconocer como verí­dico el testimonio de la Iglesia sobre sí­ misma; ella es, entre los hombres, la comunidad de la salvación en Jesucristo querida por Dios.

Esta conclusión es tanto más razonable cuanto que existe una armoní­a maravillosa entre los hechos observados y el mensaje de Cristo, al que apela la Iglesia. En efecto, la Iglesia proclama que Cristo es el Hijo de Dios venido entre los hombres para inaugurar en la tierra el reino de Dios; es decir, para transformar el corazón del hombre en un corazón filial y para reunir a todos los hombres en un solo, pueblo de Dios, para hacer de él un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, animado por el Espí­ritu de amor, que une al Padre y al Hijo. Pues bien, la Iglesia aparece en la tierra como la presencia visible y al menos incoativa de esta transformación anunciada. En el santo, concretamente, aparece un nuevo tipo de humanidad, es decir, un hijo de Dios que vive y actúa bajo el poder del Espí­ritu. Por otra parte, en la Iglesia aparece un nuevo tipo de sociedad, que deja vislumbrar, con algunos indicios de su condición humana y terrena, ciertos rasgos más luminosos, que son como el esbozo de una humanidad finalmente reunida en la unidad y la caridad, a imagen de la comunión trinitaria. Esta coherencia entre el evangelio de Cristo y los rasgos paradójicos de la Iglesia lleva a concluir que la Iglesia es verdaderamente, entre los hombres -como ella misma declara-, el signo de la venida de Dios, el lugar de la presencia de la salvación en Jesucristo. La paradoja encierra un misterio.

Insistimos: el método que hemos empleado procede por ví­a de inteligibilidad interna. Toma como punto de partida no ya los atributos absolutos y gloriosos de la Iglesia, sino las paradojas que la constituyen. Este método intenta comprender estas paradojas, en sí­ mismas y en vinculación con la explicación que la Iglesia propone de sí­ misma y de su relación con Cristo. La coherencia de la explicación propuesta y su aptitud para dar cuenta de los fenómenos observados inducen a pensar que el testimonio de la Iglesia es verí­dico: la Iglesia es verdaderamente, entre los hombres, «sacramento universal de la salvación» en Jesucristo. La explicación del fenómeno reside en el misterio que atestigua. Este camino de aproximación, lo mismo que los otros, no conduce a la evidencia, sino a una certeza moral, que puede motivar una decisión prudente. Para abrirse a la presencia que se oculta en la carne del fenómeno y en la fragilidad de la institución Iglesia, hay que aceptar perderse: hay que dejarse llevar por el Espí­ritu que murmura en nosotros en lo más í­ntimo de nuestro ser.

En definitiva, la Iglesia es signo en la medida en que tiende a acercarse a la realidad que ella figura, es decir, a Cristo en su caridad universal. Cuanto más refleje a Cristo con fidelidad, como un puro espejo, tanto más la santidad de la esposa tenderá a reproducir la del esposo, y tanto más significará y atraerá. Lo mismo que Cristo fue la epifaní­a de Dios para los judí­os de su tiempo, también la Iglesia tiene que ser la epifaní­a de Cristo para los hombres de hoy. En esta perspectiva, el Vaticano II ha subrayado, con una insistencia que es casi una obstinación, la necesidad del testimonio de una vida santa. La Iglesia, en cada uno de sus miembros y en las comunidades que la componen, tiene que ser el testigo vivo de Cristo a través de los siglos. Cuanto más visible y brillante sea la comunión de los hombres entre sí­ y de los hombres con Dios, más atractivo será también el signo.

BIBL.: OBRAS GENERALES: Documentos del Vaticano II, especialmente LG, GS AG, AA; JEDIN H., Handbuch der Kirchengeschichte, Friburgo 1966 FLICHE A. y MARTIN V., Historia de la Iglesia, 30 vols., Valencia 1978; PAs-róR L., Historia de los Papas desde fines de la Edad Media, 39 vols., Barcelona 1910-1961. MONOGRAFIAS: ADAM K., Le vrai visage du catholi* cisme, Parí­s 1934; BALTHASAR H.U. von, Ensayos teológicos II, Sponsa Verbi, Madrid 1965; CONGAR Y., Santa Iglesia, Barcelona 19682; COTUGNO :N., La testimonianza del Popolo di Dio; segno di Rivetazione alla luce del Concilio Vaticano II, en R. FISICHELLA (ed.), Gesú Rivelatore, Casale Monferrato 1988, 227-240; FISICHELLA R., H. U. von Balthasar. Amore e credibilitá cristiana. Roma 1981; GuITTON J., La Iglesia y el Evangelio, Madrid 1961; GRANDMíISON M., L Eglise par elle-méme mótif de erédibilité, Roma 1961; HAMER J., La Iglesia es una comunión, Barcelona 1965; HOLSTEIN H., LEglise, Signe parmi les Nations, en «Etudes» (oct. 1962); KÜNG H., La Iglesia, Barcelona 1970; LATOURELLE R., La testimonianza della vita, segno di salvezza, en Laici sulle vie del Concilio, Así­s 1966, 377-395; ID, Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Salamanca 1971; LuBAC H. de, Paradoxe el Mystére de PEglise, Parí­s 1967; MANARANCHE A., Je crvis en` Jésus-Christ aujourd huí­, Parí­s 1968; MARTELET G., Sainteté el vie religieuse, Toulouse 1964 MÜHLEN H., El Espí­ritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974; RAHNER K., Sobre la posibilidad de la fe hoy, en Escritos de Teologí­a V, Madrid 1964, I1-31; SCHILLEBEECKx E., Cristo, sacramento del encuentro con Dios, Pamplona 19715; SCHuTz R_., Dynamique du provisoire, Taizé 1965.

R. Latourelle

IV. La ví­a empí­rica
La ví­a empí­rica, calificada como ví­a ascendente, método regresivo o analí­tico, aparece como propia de la eclesiologí­a fundamental (/ Iglesia, I), ya que parte de la consideración de la Iglesia católica tal como hoy existe y vive para mostrar su credibilidad. Así­, mientras que las otras dos ví­as -la histórica y la notarum- siguen un proceso común: de Cristo a la Iglesia, la ví­a empí­rica sigue un proceso inverso: de la Iglesia se «asciende» a Jesucristo.

Esta forma de reflexión se vislumbra ya en san Agustí­n: «El poder divino no se nos manifiesta ya en la vida de Cristo que no vemos ya más, sino en la Iglesia viviente, presente bajo nuestros ojos: Nosotros que vemos el cuerpo, creemos eh la cabeza» (PL 38,659-660). Tomás de Aquino muestra a su vez que la conversión al cristianismo constituye un «milagro máximo y obra manifiesta e indicio cierto de inspiración divina» (CG 1,1, c. 6).

En el siglo xv, Savoranola o.p. inauguró el método apologético con el que mostró la verdad de la Iglesia a partir de su vida. En el siglo xvll, los principales autores de tal método fueron J.B. Bossuet y B. Pascal. En el siglo xlx, J. Balmes, H. Lacordaire y, especialmente, el cardenal Dechamps, que vio en esta ví­a el centro de su obra apologética a partir del método de la «Providencia» e influyó decisivamente en el Vaticano I.

Este concilio es crucial para la potenciación de la ví­a empí­rica, ya que declaró que la Iglesia católica es «por sí­ misma» (per se ipsa) un motivo de credibilidad que la convierte en «signo levantado entre las naciones» (signum levatum in nationes, cf 1s 11,12), aunque no se trata de una prueba demostrativa sino indicativa (DS 3013s). A partir del De Ecclesia 1 (1925), de H. Dieckmann tal ví­a será calificada como «empí­rica»: Esta tendrá por fundamento su naturaleza de «milagro moral», que tipifica el hecho extraordinario de la Iglesia e infiere así­ su trascendencia y divinidad.

A partir del Vaticano II, ciertos rasgos-del signo Iglesia propios del Vaticano I quedan difuminados, percibiéndose un nuevo enfoque a partir de la «sacramentalidad» de la Iglesia, visible y espiritual, y que forma «una complexa realitas «(LG 8). En efecto, el centro de la constatación del signo de la Iglesia se sitúa progresivamente en la categorí­a del testimonio. Se trata de todo un proceso de personalización, ya que lo que el Vaticano I entendí­a por signo de la Iglesia con sus atributos milagrosos, el Vaticano II lo refiere al t testimonio personal y comunitario. Tal testimonio se convierte en signo eclesial de credibilidad y en paradigma para la eclesiologí­a fundamental, perfilándose actualmente en estos cuatro acentos:
1. VíA HAGIOFíNICA. Presenta a la Iglesia como testimonio de hagiofaní­a. El milagro ya no es considerado como efecto del poder de Dios, sino como signo de la presencia y la llamada divina que invita a la conversión. La Iglesia es, pues, una hagiofaní­a más ostensiva que probativa (Y. Congar, G.C. Berkouwer).

2. VIA SOCIOLí“GICO-INSTITUCIONAL. Se parte de la constatación de que la institución es la única forma de salvar la «libertad concreta» (cf G.W.F. Hegel) y de su valor empí­rico-sociológico (P. Berger, Th. Luckmann, J. Habermas). Así­ la institución eclesial se manifiesta como signo identificador, integrador y liberador de la fuerza del Espí­ritu (M. Kehl, L. Dullaart) y de su visibilidad profética (P. A. Liégé).

3. VíA AUTOEXPLICATIVA. Procede por ví­a de inteligibilidad interna, de búsqueda de sentido (K. Rahner). Como punto de partida se basa no ya en los atributos gloriosos de la Iglesia, sino en las paradojas que presenta: la explicación de este testimonio paradójico reside en el misterio atestiguado (H. de Lubac, A. Dulles). No se parte de la Iglesia como milagro moral: se finaliza precisamente en este punto. Tampoco este examen, como los demás, lleva a la evidencia, sino a una certeza moral, suficiente para motivar una decisión prudente (R. Latourelle).

4. VíA SIGNIFICATIVA. Muestra que las verdaderas notae ecclesiaeson las notae christianorum (H. Küng), en la lí­nea fundamental de la Iglesia-sacramento-signo (O. Semmelroth, L. Boff, W. Kasper). La significatividad de tal testimonio se manifiesta en la coherencia doctrinal (G. Baum, J. Ratzinger), la catolicidad (W. Beinert, J. Meyendorff, A. Dulles), la visualización del amor (G. Thils, H. von Balthasar, R. Fisichella), la percepción de la comunión (J. Hamer, H. de Lubac, S. Dianich, J. M. R. Tillard, M. M. Garijo-Guembe), la dimensión eucarí­stica (J. Zizioulas, B. Forte), la incidencia polí­tica (J. B. Metz, J. Moltmann), el compromiso liberador (teólogos de la liberación), la apertura y diálogo ecuménico (Y. Congar, H. Fries, K. Rahner, H. D6ring) y, finalmente, su ser signo del reino de Dios (H.J. Pottmeyer, G. Ruggieri, C. Duquoc), que la convierte en peregrinante en el mundo (W. Pannenberg, F.A. Sullivan). Especial mención merecen los sí­nodos de los obispos sobre la justicia en el mundo (1971), sobre la evangelización (1974), sobre el posconcilio (1985), sobre los laicos (1987) y sobre el sacerdocio (1990), así­ como las exhortaciones apostólicas Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, y la Christifideles laici, de Juan Pablo II.

Buena sí­ntesis de la comprensión posconciliar de la ví­a empí­rica es la conclusión del sí­nodo de 1985: «La evangelización de los no creyentes presupone la autoevangelización de los bautizados y también de los mismos diáconos, presbí­teros y obispos. La evangelización se hace por testigos; pero el testigo no da sólo testimonio con las palabras, sino con la vida. No debemos olvidar que en griego testimonio se dice `martirio»‘ (TI: B-2 = EV 9,1795).

BIBL.: BOFF L. Die Kirche als Sakrament im Horizont der Welterfahrung, Paderborn 1972; GIANFROCCA G., La vio empí­rica del concilio Vaticano 1 a no¡, Roma 1963; HIDEER B., GlaubeNatur-Übernatur. Studien der «Methode der Vorsehung»von Kardinal Dechamps. Frankfurt 1978; LATOURELLE R., Cristo y la Iglesia, signos de salvación, Salamanca 1971; PIE-NINOT S., Tratado de Teologí­a Fundamental, Salamanca 1989, 19912, 340-354.363-366.

S. Pié-Ninot

V. Notas de la Iglesia
Prácticamente, todos los cristianos están unidos al profesar su fe en la «Iglesia una, santa, católica y apostólica». Esta cuádruple descripción de la Iglesia forma parte del credo bautismal que fue adoptado como su profesión de fe por el primer concilio de Constantinopla, fue confirmado por el concilio de Calcedonia y más tarde se convirtió en el credo litúrgico de las Iglesias de Oriente y de Occidente. Estos cuatro atributos son profesados, como la Iglesia misma, en el credo como objetos del acto de fe, compartiendo la naturaleza de la Iglesia en cuanto misterios. Por eso, como la Iglesia, son realidades complejas, siendo en algunos aspectos experimentalmente verificables, y en otros conocibles sólo por la fe. Los eclesiólogos consideran estas propiedades de la Iglesia en todos sus aspectos, buscando una comprensión más plena de lo que creemos acerca de la Iglesia. Los apologistas católicos, especialmente a partir del siglo xvii, han centrado su atención en aquellos aspectos de los cuatro atributos del credo que pueden conducir a una persona que está buscando sinceramente la verdadera Iglesia de Cristo a identificarla sólo como la Iglesia católica.

Con esta finalidad, los apologistas han seleccionado aquellos aspectos de las cuatro propiedades de la Iglesia que pueden funcionar como las «notas» o «marcas» distintivas de la única Iglesia verdadera. Tales notas tendrí­an que ser: 1) más fácilmente identificables que la Iglesia misma; 2) propias de la verdadera Iglesia; 3) inseparables de ella, y 4) reconocibles por cualquiera que busque sinceramente, aunque no sea instruido.

El argumento apologético conocido como la ví­a notarum implicaba dos pasos básicos: 1) la demostración de que por la voluntad de Cristo, su divino fundador, la Iglesia debe ser visible y reconocible como una, santa, católica y apostólica, con un tipo especí­fico de unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad que es propio sólo de la verdadera Iglesia, y 2) la demostración de que precisamente tal unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad caracterizan a la Iglesia católica romana y no a otra.

En el transcurso de los siglos xviii y xix, la ví­a notarum se convirtió en un rasgo normal de la apologética católica, experimentando varias evoluciones y adaptaciones a medida que los problemas inherentes a ella llegaron a ser mejor conocidos y se tomaron medidas para abordarlos. Un problema de este tipo residí­a en el hecho de que era claramente imposible afirmar que sencillamente no era en absoluto posible hallar unidad, santidad, catolicidad o apostolicidad en las Iglesias no católicas. Esto era particularmente evidente con respecto a las Iglesias separadas de Oriente, cuyos sacramentos ciertamente podí­an producir santidad en aquellos que los recibí­an devotamente y cuyas órdenes episcopales eran de origen apostólico. Problemas como éstos hicieron necesario especificar nuevamente las nociones de unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad que son propias de la verdadera Iglesia, de tal modo que se pudiera concluir que se encuentran únicamente en la Iglesia católica romana. En otras palabras, el uso católico de la ví­a notarum dependí­a de una comprensión tí­picamente católica de las cuatro propiedades del credo de la Iglesia. Naturalmente, otros cristianos podí­an afirmar estas mismas cuatro propiedades a sus Iglesias, al entenderlas de modo que correspondieran a su realización en sus Iglesias.

La debilidad de este procedimiento residí­a en el hecho de que inevitablemente la descripción de la unidad, santidad, etc., que la Iglesia debe tener tendí­a a estar determinada por el tipo de unidad, etc., que la propia Iglesia de cada uno poseí­a realmente. Conscientemente o no, se comenzaba con la presunción de que la propia Iglesia de uno tení­a el verdadero tipo de unidad santidad, etc:, y después se volví­a al NT y a los documentos de la Iglesia primitiva para demostrar que ése era el tipo de unidad, santidad, etc., que Cristo querí­a que tuviera su Iglesia. Así­ la via notarum traí­a consigo todos los problemas de un uso estrictamente confesional de las fuentes. Significaba volver a las fuentes para demostrar una tesis preestablecida, más que una investigación que permitiera que las propias fuentes determinaran qué tipo de propiedades debe tener una Iglesia para ser fiel a sus orí­genes neotestamentarios.

Una solución a este problema fue propuesta por V.A. Dechamps, arzobispo de Malinas, y fue adoptada por el concilio Vaticano I. Esta solución obviaba la necesidad de volver a las fuentes, al insistir en que la unidad, santidad y universalidad que son únicas de la Iglesia católica constituyen un milagro moral, y por tanto, por sí­ mismas, aportan una prueba suficiente de que ésta es la verdadera Iglesia de Cristo (DS 3013). Desde luego esta solución no carece de dificultades, ya que implica la necesidad de demostrar no sólo que la Iglesia católica goza sólo ella de estas propiedades, sino también que su posesión es prueba innegable de su origen divino.

A pesar de la aprobación de esta ví­a empí­rica por el Vaticano I, los apologistas católicos continuaron proponiendo la ví­a notarum, bien incluyendo el primado romano en ella, al tratar de la unidad y apostolicidad, o bien proponiendo dos aproximaciones distintas, la via notarum y la via primatus.

Sin embargo, los progresos a lo largo del siglo xx han conducido, si no al total abandonala ví­a notarum, al menos a una aproximación totalmente diferente a la cuestión de identificar la «verdadera Iglesia de Cristo»: En primer lugar, los trascendentales avances realizados en los estudios bí­blicos, patrí­sticos e históricos han llevado a una creciente insatisfacción por el uso de las fuentes, que era caracterí­stico del método apologético. Al proyectar más luz sobre la Iglesia primitiva, se hizo cada vez más evidente que los apologistas católicos habí­an estado encontrando en esas fuentes con demasiada facilidad lo que querí­an encontrar, y no lo que objetivamente habí­a en ellas. La debilidad del uso de las fuentes como «texto-prueba» fue cada vez más patente.

La evolución que más radicalmente ha afectado a la apologética católica en esté siglo es la apertura de la Iglesia católica al movimiento ecuménico; aprobada por el Vaticano II. Esto ha llevado a una profunda revisión de algunas de las premisas básicas del viejo argumento apologético. Una de estas premisas fue formulada en su forma más enfática en el Schema de Ecclesia, redactado por la Comisión teológica preparatoria del Vaticano II, que declaraba no sólo que la Iglesia católica romana es la única Iglesia verdadera, sino que no existe otra que tenga en absoluto derecho a llamarse a sí­ misma Iglesia (AS I/4, 15). Sin embargo, este esquema preliminar encontró una crí­tica tan severa durante el primer perí­odo del concilio que fue retirado sin someterlo a votación. El nuevo esquema discutido por el concilio en 1963, aunque continuaba identificando a la Iglesia de Cristo con la Iglesia romano-católica, reconocí­a la presencia, fuera de ella, de «elementos de santificación» que por naturaleza pertenecen a la Iglesia. Con posterioridad, el concilio aprobó una enmienda por la que la afirmación de que la Iglesia de Cristo es la Iglesia católica se cambió diciendo: subsiste en la Iglesia católica. La razón dada para el cambio fue «que la expresión pudiera concordar mejor con la afirmación acerca de los elementos eclesiales que se encuentran en otra parte» (AS III/ 1, 177).

Prácticamente, todos los comentaristas han visto en este cambio de redacción una significativa apertura al reconocimiento por parte de la Iglesia católica de la realidad eclesial en el mundo no católico. Esto se confirmó en LG 15, donde el concilio reconocí­a la función de las iglesias no católicas y comunidades eclesiales de administrar el bautismo y otros sacramentos a sus miembros. Esto se desarrolló más tarde en el decreto sobre el ecumenismo, que declaraba que estas Iglesias y comunidades no católicas eran utilizadas por el Espí­ritu Santo cómo medios de gracia y salvación (UR 3).

¿Cuáles son las consecuencias para la apologética católica de este trascendental cambio de actitud concerniente al status eclesial de las Iglesias y comunidades eclesiales separadas de Roma? Primero: no se trata ya de la cuestión de tener que demostrar que la Iglesia romano-católica es la «única Iglesia verdadera» con exclusión del derecho de cualquier otra a ser llamada Iglesia. El Vaticano II, al reconocer la naturaleza eclesial de esas otras Iglesias y comunidades, claramente reconocí­a que la única Iglesia de Cristo está presente y salví­ficamente operativa también en ellas. En otras palabras, la tarea de la apologética católica no consiste ya en probar que la Iglesia de Cristo, en un sentido exclusivo es la Iglesia romano-católica, sino más bien en justificar la afirmación de que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica. Lo que esta tarea implica depende de cómo se entienda la expresión subsiste en.

Un importante indicio de la mentalidad del concilio sobre esta cuestión se ofrece en la afirmación del decreto sobre ecumenismo: «Creemos que aquella unidad de una y única Iglesia que Cristo concedió desde el principio a su Iglesia subsiste indefectible en la Iglesia católica y esperamos que crezca cada dí­a hasta la consumación de los siglos» (UR 4). Por otra parte, el mismo decreto habí­a establecido que las Iglesias y comuniones separadas «no disfrutan de aquella unidad (…) que la Sagrada Escritura y la venerable tradición de la Iglesia confiesan» (UR 3). Podrí­a parecer plenamente de acuerdo con lo que el concilio ha dicho acerca de la unidad que Cristo dio a su Iglesia, «que subsiste» en la Iglesia católica, concluir que puede decirse que las otras tres propiedades del credo «subsisten» en la Iglesia católica también.

De esto se sigue que el uso de la via notarum.en la apologética católica, desde el Vaticano II, serí­a para demostrar que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica precisamente porque es ahí­ donde las cuatro propiedades del credo de la Iglesia de Cristo siguen subsistiendo.

La cuestión entonces es: ¿en qué diferirí­a una via notarum católica leí­da a la luz del Vaticano II de la apologética preconciliar? Existirí­an varias diferencias importantes. La primera nace del hecho de que la expresión subsiste en no tiene el sentido exclusivo de la palabra es, a la que sustituyó en el texto conciliar. Decir que la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica no significa que no se encuentre en otra parte; ciertamente el concilio reconocí­a que está presente y operativo en otras Iglesias y comunidades también en virtud de los medios eclesiales de gracia que otorgan a sus miembros. Asimismo, decir que la unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad que Cristo concedió a su Iglesia subsisten en la Iglesia católica no implica que se encuentren exclusivamente ahí­. Una clave de la apertura del concilio al ecumenismo reside en el reconocimiento de que cosas tales como la comunión eclesial admiten grados de plenitud en su realización de modo que afirmar una cierta plenitud de eclesialidad, unidad, etc., de la Iglesia católica no significa una negación de su presencia en otra parte. Lo que el apologista católico tiene que justificar ahora es la afirmación de que su Iglesia tiene una cierta plenitud de lo que significa ser Iglesia, y una plenitud de las propiedades esenciales de la iglesia, de modo que se pueda decir con todo derecho que la Iglesia de Cristo subsiste ahí­ de una manera que no se encuentra en otras Iglesias.

Dos nuevas diferencias deben también resaltarse. La primera es que, a la luz del Vaticano II, una afirmación de esa «plenitud» no es lo mismo que una afirmación de realizar la naturaleza de la Iglesia o sus propiedades en su absoluta perfección. El concilio declaraba, por ejemplo, que aunque la Iglesia es «indefectiblemente santa» (LG 39), no obstante aquí­, en la tierra, «está adornada de verdadera santidad, aunque todaví­a imperfecta» (LG 48). De modo similar reconocí­a que el estado de división de la Iglesia no le permite realizar la plenitud de catolicidad que le es propia (UR 4). Su unidad es algo que «debe crecer hasta la consumación de los siglos» (UR 4). Los apologistas católicos después del Vaticano II no pueden permitirse el triunfalismo que caracterizó a algunas apologéticas preconcilares.

Finalmente, como se ha señalado antes, uno de los problemas del primitivo uso de la via notarum era que dependí­a de un caracterí­stico modo católico de entender las cuatro «notas» de la Iglesia. A partir del Vaticano II se han dedicado importantes estudios ecuménicos a la elucidación de las cuatro propiedades del credo de la Iglesia. Por eso hay motivos para esperar que en el futuro un apologista católico será capaz de basar su via notarum en un modo de entender estas propiedades que representarí­a al menos una convergencia, si no un pleno consenso, logrado a través del estudio y el diálogo ecuménicos.

BIBL.: CONGAR Y., Propiedades esenciales de la Iglesia, en Mysterium Salutis IV/ 1, Madrid 1973, 371-699; PO7TMEYER H.J., Die Frage nach der wahren Kirche, en W- IiERN, H.J. hOTlMEYER y M. SECKLER (eds.), Handbueh der Fundamental-theologie, vol. 3, Traktat Kirche, Friburgo 1986, 212-241′ SULLIVAN F.A. 7&e Church We Relieve In, One, Holy, Catholic and Apostolic, Mahwah-Dublí­n 1989; Txn.s G., Les Notes de l E`glise dares l ápologétique catholique depuis la réjorme, Gembloux 1947; W1Tre J.L., One, Holy, Catholic and Apostolic, en H. VORGRIMLse (ed.), One, Holy, Catholic and Apostolic, Londres 1968, 3-43.

F.A. Sullivan
VI. Intérprete de la Escritura
Como asamblea de creyentes, la Iglesia vive de la palabra de Dios. En la oración, la liturgia y el estudio, los cristianos buscan guí­a y sustento diario en la privilegiada expresión de la palabra en la Escritura. En consecuencia, la interpretación bí­blica es de vital importancia, y el concilio Vaticano IIpuso especial cuidado en explicar los principios de la l «exégesis integral» de la Biblia. La principal declaración hermenéutica del concilio, DV 12, anima a la recuperación histórico-crí­tica del sentido original o literal de los textos; pero después continúa insistiendo en una interpretación teológica más amplia del significado de la Biblia en la perspectiva de la fe. DV 12 concluye luego afirmando que la interpretación bí­blica «queda sometida al quicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios».

Este papel de la Iglesia en la interpretación bí­blica, especialmente a través de la enseñanza auténtica por parte del magisterio eclesial, puede ser mal entendido. Una aproximación simplista, por ejemplo, podrí­a contraponer los principios protestantes del «libre examen e interpretación privada a la obligación de los católicos de aceptar la instrucción autorizada de la Iglesia sobre el significado de la Biblia. En realidad, sin embargo, la mayorí­a de los protestantes leen la Escritura bajo la guí­a de la catequesis y predicación que les transmite la tradición teológica de su denominación particular.

La fe católica incluye un compromiso explí­cito con la tradición de la Iglesia, especialmente tal como está formulada en la enseñanza solemne. Pero el l dogma es esencialmente protector de la revelación de Dios en Cristo tal como ésta ha sido originalmente transmitida por los apóstoles y evangelistas y más tarde explicada en la Iglesia. La tradición, sin embargo, es más que el dogma, puesto que es también el proceso por el cual el /depósito de la fe en su conjunto se hace presente en cada época (DV 8,1). Así­, la tradición es también la atmósfera comunitaria formada por la liturgia y la espiritualidad, y los católicos creen que este ambiente tiene una afinidad natural con la Escritura y es de hecho el contexto en el que el texto escrito es leí­do, entendido y vivido con provecho, como testimonio inspirado de la palabra de Dios dirigida a la fe (DV 9).

Por último, la conexión que los católicos establecen entre la interpretación bí­blica y la autoridad magisterial de la Iglesia descansa sobre la convicción de que Cristo proporcionó unos medios institucionales para asegurar la transmisión, protección y explicación í­ntegras de lo que ha sedo revelado para nuestra salvación (DV 10; cf /Magisterio). Esta convicción, sin embargo, tiene una historia que muestra tanto la continuidad a través de las épocas como una considerable variedad en los modos de articular y ejercer el papel arbitral de Iglesia en la interpretación de la Escritura.

Los padres de los siglos II y ni estaban seguros de que las Iglesias, especialmente aquéllas de fundación apostólica, tení­an en su /»regla de fe» un cuerpo de doctrina que expresaba el sentido global de la Escritura de forma sumaria. Orí­genes podí­a decir que la verdad de la palabra de Dios, realidad más profunda que la letra del texto, es conocida por la Iglesia ahora convertida a su Señor. Pues el Espí­ritu Santo ha transmitido el sentido inspirado (Spiritalem sensum) a la Iglesia (In Leviticus 1,1; 5,5). En consecuencia, los antiguos concilios evaluaron repetidamente doctrinas, incluyendo las propuestas con el apoyo de textos bí­blicos, en función de su conformidad con la fe transmitida y su confesión en las Iglesias (cf l Sí­mbolo de la fe). La cristologí­a adopcionista fue rechazada porque sus partidarios, aunque citaban los evangelios, no los entendí­an de acuerdo con la sana doctrina, es decir, en la forma en que los padres católicos habí­an confesado su fe y explicado los textos. Las Escrituras, efectivamente, eran la fuente de la enseñanza y alimento diario, pero el sí­mbolo de la fe se fundí­a con la doctrina de los padres para constituir la norma por la cual se valoraban las interpretaciones de la Escritura.

Una nueva situación se creó en torno al 1500, debido tanto a la creciente difusión de biblias impresas para la lectura personal como a estallidos esporádicos de fervor y expectación apocalí­pticos. Un decreto del concilio Lateranense V (sesión XI, 19 de diciembre de 1516) censuraba a aquellos que torcí­an el significado de la Escritura en sermones tejidos de interpretaciones temerarias y muy particulares. El individualismo en la predicación bí­blica estaba excluido, y a los predicadores se les asignaba como mandato anunciar y explicar la verdad del evangelio de acuerdo con la enseñanza de los doctores acreditados.

Cuando el concilio de l Trento emprendió su tarea de responder a la reforma, su primer acto solemne fue la recepción formal del sí­mbolo tradicional de la fe como principio y fundamento, anterior a la Escritura y las tradiciones apostólicas, para la enseñanza y la reforma (sesión III, 4 de febrero de 1546). La declaración de Trento sobre la interpretación bí­blica (sesión IV; DS 1507) forma parte de un decreto de reforma contra abusos en la predicación y educación clerical, pero tiene implicaciones doctrinales a largo plazo. Trento afirma que el sentido de la Escritura transmitido por la Iglesia, por ejemplo, en su tradición conciliar, es la norma negativa de interpretación. La Biblia no deberí­a ser interpretada de una manera contraria ni a la herencia doctrinal central ni al consenso de los padres. Trento modificó una propuesta de formulación que decí­a que la Iglesia es la única intérprete legí­tima de la Biblia, pero siguió afirmando que la Iglesia está ciertamente autorizada .para valorar y juzgar aquello que los intérpretes bí­blicos proponen como enseñanza de la Biblia en relación con la fe y las formas concretas de culto y vida cristiana.

La constitución dogmática del concilio Vaticano I Dei Filius reafirmó Trento, pero cambiando la formulación negativa de Trento, que excluí­a interpretaciones contrarias al sensus de la Iglesia, por una declaración positiva de que el sentido eclesial es verdadero para la Escritura en asuntos de fe y de la vida cristiana (DS 3007). La principal preocupación del Vaticano I en la Dei Filius era exponer tanto las diferencias como las relaciones entre la razón natural y la revelación y la fe sobrenaturales. Especialmente a través de las intervenciones del obispo Meignan de Chálons, el concilio tomó conciencia del peligro de una aproximación demasiado restrictiva a la Escritura que pudiera perjudicar a los investigadores católicos en su defensa de la revelación y de la Biblia contra ataques radicales. Así­, aunque el Vaticano I es más enérgico que Trento en su declaración del carácter normativo de la tradición doctrinal, no afirmó que la enseñanza de la Iglesia agote el significado de la Escritura. El Vaticano I no cerró la puerta a la adhesión católica final a esa obra de la razón que es la aplicación de métodos crí­ticos en la recuperación de la intención comunicativa original de determinados autores bí­blicos.

El posterior desarrollo de la doctrina católica sobre la inspiración e interpretación de la Escritura entre los dos concilios vaticanos, con la represión de la investigación tras la condena del modernismo, ha sido expuesto en otra parte (Beumer, Grelot, Brown-Collins). Las encí­clicas papales de 1893, 1920 y 1943, junto con los decretos de la Pontificia Comisión Bí­blica (especialmente 19051915), son ahora de interés histórico como trasfondo de la Dei Verbum. Citamos antes la concisa reafirmación del Vaticano II en DV 12 de la afirmación tradicional del papel de la Iglesia como instancia arbitral en la interpretación. Lo que el mismo texto dice sobre la recuperación exegética del sentido original y sobre la interpretación teológica a la luz de la fe indica que el magisterio es ciertamente una instancia última de interpretación. También la afirmación tradicional, con laque DV 12 concluye, va inmediatamente precedida por una elogiosa declaración sobre la tarea de los investigadores bí­blicos al contribuir a la maduración del juicio de la Iglesia cuando cumple su misión de preservar e interpretar la palabra de Dios.

Ciertamente no se ha dicho la última palabra sobre el papel de la Iglesia en la interpretación de la Escritura, pero pueden afirmarse dos puntos en conclusión:
1) En las intervenciones doctrinales del magisterio se debe distinguir entre el uso de textos bí­blicos para ilustrar la doctrina y una auténtica declaración sobre un pasaje bí­blico. La primera práctica no pretende ofrecer una interpretación de los pasajes citados o aludidos. Pero otras declaraciones magisteriales se refieren al sentido original de pasajes bí­blicos especí­ficos: Casos de lo último serí­a el capí­tulo de Trentosobre las palabras de la institución de la eucaristí­a (DS 1637) y sobre la fundamentación en Sant 5,14 del sacramento de la unción de los enfermos (DS 1695,1716). Estos ejemplos ilustran el papel arbitral del magisterio en arreglar disputas sobre interpretaciones de la Escritura. Sin embargo, tales declaraciones no parecen identificar formalmente el contenido del dogma posterior con el sentido literal del pasaje original. Lo que está en juego es, en cambio, la homogeneidad entre el significado original y lo que se ha desarrollado en la Iglesia. Los dos sentidos están unidos por una trayectoria de evolución orgánica y legí­tima, como aparece claramente en las declaraciones del Vaticano Isobre los textos petrinos y la primací­a papal (DS 3053-55).

El Vaticano II fundamenta la explicación anterior cuando subraya la distancia entre los autores bí­blicos, con su cultura medio-oriental antigua y sus modos de pensar, y lo que vino después como fruto del desarrollo doctrinal. La recuperación del sentido literal de los textos exige la aplicación de un estudio atento y de los métodos crí­ticos (DV 12,2). Esto parece excluir una retroproyección del significado del dogma posterior sobre el propósito comunicativo de los autores bí­blicos.

2) DV 12,3 insiste en una lectura «con el mismo Espí­ritu» que une a los textos bí­blicos particulares con el campo completo de la revelación y con su actualización interpretativa en la tradición eclesial. La historia hasta Trento indica que la expresión primaria de esta tradición interpretativa es el complejo objetivo del sí­mbolo de la fe, el dogma y la liturgia. Por ejemplo, los grandes ciclos de la práctica litúrgica, centrados en navidad y pascua, ofrecen una expresión inequí­voca de lo que la fe asume como central en la Biblia. El movimiento ascendente de’ la plegaria eucarí­stica muestra una fe que llega a su expresión auténtica al dar todo honor y gloria al Padre, por medio del Hijo, en el Espí­ritu. El sensus Scripturae de la Iglesia tiene un contenido identificable, y éste no deberí­a oscurecerse interpretándolo sólo en términos de autoridad formal que interviene con un juicio auténtico.

BIBL.: BEUMER J., Die katholische Inspirationslehre zwischen Vaticanum I und II. Stutgart 1965; BRANDMOLLER W., Die Lehreder Konzilien über die rechte Schrijtinterpretation biszum 1. Vatikanum, en «Annuarium Historiae Conciliorum», 19 (1987) 13-61; Bnowrr R. E., Biblical Exegesis and Church Doctrine, Nueva York-Mahwah 1985; In, Introducción crí­tica al NT, en A. GEORGE y P. GaELOT (eds.), vol. 6,P, i7REL0T, Los evangelios y la historia, Herder, Barcelona 1988; BeowN R.E. y SCHNEIDI:RS S., Hermenéutica, y Beowrr R.E. y CoLLns’r.A., Pronunciamientos de la Iglesia, en R. E., BRflWN y otros (eds.), Comentario bí­blico San Jerónimo, Cristiandad, Madrid 1972; KÜMMERINGER H., Fs¡si Sache der Kirche, «iudicare de vero sensu el interpretatione scripturarum sanetarum» : Zum Verstándnis dieses Satzes aujdem Tüdentinum und Vaticanum I, en «Theologische Quartalschrift» 149 (1969) 282-296; MIDALI M., Rivelazione, chiesa, scrittura e tradiztone alla IV sessione del Concilio di Trento, Roma 1973 POTTMEYER H.J., Die historisch-kritische Methode und die Erkldrung zur Schrijtauslegung in der dogmatischen Konstitution «Dei Filius»des 1. Vatikanums, en «Annuarium Historiae Conciliorum», 2 (1970) 87-111; SíNCHEZ CARO J.M., Hermenéutica bí­blica, en A.M. ARTOLA y J. M. SíNCHEZ CARO, Biblia y Palabra de Dios, Estella 1989,245-435.

J. Wicks

VII. Iglesias evangélicas
El evangelismo como movimiento religioso tiene su origen tanto en la reforma protestante del siglo xvi como en las variadas formas de despertar evangélico entre los siglos xvii y XIX. Abarca, por tanto, los diversos cuerpos eclesiales que surgieron de estas importantí­simas conmociones espirituales.

Las Iglesias que brotaron directamente de la reforma protestante constituyen cuatro ramas caracterí­sticas: luterana, reformada, anglicana y anabaptista. La reforma luterana produjo estas importantes confesiones de fe: la Confesión de Augsburgo, los Artí­culos de Smalkalda, Pequeño catecismo de Lutero y la Fórmula de concordia. Del movimiento reformado tenemos el Catecismo de Ginebra, el Catecismo de Heildelberg, la primera y segunda Confesiones helvéticas, la Confesión belga, la Confesión escocesa, los Cánones de Dort y la Confesión de Westminster. La Iglesia anglicana adoptó las Treinta y nueve artí­culos, que reflejan hasta cierto punto la teologí­a de la reforma calvinista.

El protestantismo evangélico sólo puede entenderse plenamente en el marco de los movimientos de purificación espiritual posteriores a la reforma: pietismo, puritanismo y el evangelismo asociado a Wesley y Whitefield. Estos movimientos buscaban completar la reforma exigiendo una reforma en la vida así­, como en la doctrina. Era evidente una inclinación iconoclasta entre los puritanos, que presionaban por una sencillez en el culto. Fue a partir de este espí­ritu de renacimiento cuando el protestantismo experimentó un más notable aumento de interés y actividad por las misiones extranjeras.

Aunque su propósito era reformar las Iglesias desde dentro, los movimientos de renovación, sin darse cuenta, contribuyeron a la aparición de nuevas denominaciones. Grupos eclesiales que remontan sus orí­genes al puritanismo separatista incluyen a los baptistas, congregacionalistas, y los hermanos de Plymouth. El pietismo dio origen a la iglesia morava, la Iglesia de los hermanos, los Hermanos evangélicos unidos (ahora parte de la Iglesia metodista), las Iglesias de Dios de Norteamérica, la Iglesia de la alianza evangélica y la Iglesia evangélica libre (estos dos últimos grupos, originados en Suecia). De los esfuerzos restauradores de Wesley Whitefield en el siglo xviii británico nacieron las Iglesias metodistas, y más tarde el movimiento de Santidad, que exigí­a el retorno a las raí­ces de Wesley. Entre las Iglesias que muestran el impacto de la teologí­a de Santidad están: la Alianza cristiana y misionera, el Ejército de salvación, la Iglesia del Nazareno, la Iglesia metodista libre, la Iglesia de Wesley, la Iglesia de Santidad peregrina, la Iglesia misionera unida, la Iglesia de Dios (Anderson, indiana) y la Iglesia congregacional evangélica. Las Iglesias provenientes del movimiento de restauración del siglo xix que mantuvieron el modelo neotestamentario de la Iglesia incluyen a los Discí­pulos de Cristo y a las Iglesias de Cristo.

El movimiento más significativo de renovación espiritual de los últimos años es el pentecostalismo, que tiene su origen en reactivaciones de males dei siglo xlx y principios del xx. Originado principalmente dentro de la familia de las Iglesias de Santidad, el pentecostalismo se distingue por su énfasis en los dones carismáticos -especialmente profecí­a, curación y don de lenguas-. También comparte con la mayorí­a de los grupos evangélicos un sentido de la urgencia de la evangelización.

Las Iglesias que pertenecen a esta última corriente de conciencia religiosa comprenden las Asambleas de Dios, la Iglesia de Dios (Cleveland, Tenn.), la Iglesia de Dios en Cristo, la Iglesia común de la Biblia abierta y la Iglesia internacional del evangelio de las cuatro esquinas, todas afincadas en América; las Asambleas pentecostales y las Iglesias evangélicas de Pentecostés, en Canadá; la Iglesia apostólica y la Iglesia Elim, en Gran Bretaña; la Comunidad de asambleas cristianas y la Asociación Mülheim de comunidades cristianas, en Alemania; la Iglesia pentecostal cristiana en Yugoslavia; la Iglesia apostólica, en Nigeria; la Misión de fe apostólica y la Iglesia de Dios del evangelio pleno, en Sudáfrica; la Iglesia pentecostal evangélica, la Congregación de Cristo y las Asambleas de Dios, en Brasil; la Iglesia pentecostal metodista, en Chile, y la Iglesia pentecostal, la Iglesia de Betel del evangelio pleno y la Iglesia de Jesucristo, en Indonesia. A causa de su extraordinaria expansión por los paí­ses del tercer mundo, los pentecostales constituyen en la actualidad la familia individual de Iglesias más grande dentro del protestantismo.

Debido a la multitud de Iglesias diferentes, la teologí­a evangélica muestra una notable diversidad; existen, no obstante, puntos comunes que reflejan el impacto de la corriente principal de la reforma protestante. Entre los temas a los que se da especial prominencia en la teologí­a evangélica están la soberaní­a de Dios, la autoridad y primací­a de la Sagrada Escritura, la invasión radical del pecado, la expiación sustitutiva, la salvación por la gracia (sola gratia), la justificación por la fe (sola fide), la experiencia de la conversión, la llamada a la santidad personal, el sacerdocio de todos los creyentes, la urgencia de la misión y el fin cercano del mundo.

Además de las notas clásicas de la Iglesia -unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad-,los evangélicos de la tradición de la reforma valoran estas dos notas prácticas de la Iglesia: la predicación de la palabra y la recta administración de los sacramentos. Bajo el impacto del pietismo y del puritanismo, muchos evangélicos mantienen también la disciplina eciesial, el compromiso en la misión y la comunión de amor (la koinonia) como auténticos signos de la Iglesia en su plenitud.

Entre los teólogos que han llevado a cabo una contribución significativa a la vida y pensamiento evangélicos se cuentan Martí­n Lutero, Juan Calvino, Ulrico Zuinglio, Felipe Melanchton, Martin Chemnitz, John Wesley, Jonathan Edwards, Abraham Kuyper, Charles Hodge, y en el siglo XX, P.T. Forsyth, Karl Barth, Emil Brunner, Anders Nygren, G. C. Berkouwer, Dietrich BonhZiffer y C.S. Lewis. Indudablemente, los tres pensadores más influyentes han sido Calvino, Lutero y Wesley. La obra de Calvino Instituciones de la religión cristiana ha alcanzado una amplia difusión no sólo en los cí­rculos reformados y presbiterianos, sino también entre los congregacionalistas, anglicanos de la Iglesia baja, baptistas, Hermanos de Plymouth, Iglesias evangélicas libres e Iglesias de la Biblia independientes. Los puntos teológicos destacadas por Wesley han sido cruciales no sólo para el metodismo, sino también para las ramas de Santidad y pentecostal del cristianismo.

De vez en cuando, los teólogos evangélicos se han inspirado en la herencia teológica de la Iglesia romano-católica, aunque con discernimiento. Entre los pensadores católicos tenidos en gran estima por los evangélicos están Atanasio, Ireneo, Agustí­n, Bernardo de Claraval y Pascal. Tomás de Aquino también ha sido recomendado por el énfasis dado a la prioridad de la gracia y su firme confianza en la autoridad bí­blica, aunque su teologí­a natural ha sido criticada por los evangélicos de inclinación neo-ortodoxa. Está demostrado que la mí­stica de la Renania, incluyendo a Juan Taulero y al autor anónimo de la Theologica Germanica, ha tenido una influencia palpable en el pensamiento y espiritualidad de Martí­n Lutero.

El protestantismo moderno se halla actualmente dividido en dos campos: el liberal y el evangélico. El liberalismo protestante tiene su fuente en la ilustración del siglo xvIII, cuando una crí­tica radical comenzó a socavar la autoridad bí­blica. Entre las lumbreras teológicas de la tradición liberal están Friedrich Schleiermacher, Albrecht Ritschl, Wilhelm Herrmann, Adolf von Harnack, Ernst Troeltsch, Horace Bushnell, Paul Tillich, Rudolf Bultmann, Henry Nelson Wieman, Jürgen Moltmann y Wolfhart l Pannenberg. Reinhold Niebuhr y su hermano H. Richard Niebuhr (ambos americanos) fueron crí­ticos duros de la teologí­a liberal dentro de esta tradición, pero su pensamiento también tuvo una notable tendencia bí­blica, lo que explica que hayan llegado a ser apreciados por muchos evangélicos.

Entre los acentos distintivos de la teologí­a liberal están la prioridad de la experiencia religiosa sobre la revelación bí­blica, una visión naturalista o idealista del mundo por encima del sobrenaturalismo, un agudo sentido de la relatividad histórica de la doctrina, una ética de situación o contextual sobre una ética revelada, una fe en el progreso y la nueva concepción de la revelación como penetración racional o anuncio de la trascendencia más que como manifestación divina definitiva de significado en la historia particular narrada en la Biblia.

Las divisiones en el protestantismo actualmente no lo son tanto entre denominaciones como entre posiciones teológicas que cruzan las lí­neas de denominación. La polaridad entre teologí­a liberal o modernista por una parte y teologí­a evangélica por otra, en vez de disiparse, se está haciendo más profunda. Como el conflicto se intensifica, los evangélicos buscan cada vez más el contacto con carismáticos y conservadores romano-católicos y ortodoxo-orientales para establecer un frente común contra el secularismo y el modernismo.

Gran parte de la fuerza actual del movimiento evangélico reside en las organizaciones evangelistas paraeclesiales, que hacen un esfuerzo especial por trabajar con jóvenes de enseñanzas medias o de los campus universitarios. Entre éstos están la Comunidad cristiana interuniversitaria, Vida joven, los Navegantes, Jóvenes por Cristo, Unión bí­blica y Cruzada del campus por Cristo.

Dentro del movimiento evangélico, algunos han abogado por un evangelismo católico, en el que el compromiso con el evangelio está unido al respeto de la tradición y la autoridad de la Iglesia Este empuje ecuménico es perceptible en buen número de teólogos de la época actual: Wilhelm Ltihe, Philip Schaff, John Nevin, P.T. Forsyth, Nathan Stiderblom, Gustaf Aulén, Friedrich Heiler, Thomas F. Torrance y Karl Barth. Entre los teólogos contemporáneos de América que adoptan una postura evangélica católica se cuentan Jaroslav Pelikan, Robert Webber, Richard Neuhaus, Carl Braaten, Richard Lovelace y Donald Bloesch. Algunos de estos eruditos ven la necesidad de una restauración de la vida religiosa comunitaria sobre el fundamento evangélico, así­ como de nuevos planteamientos sobre los sacramentos, la Iglesia, los santos y el papel de Marí­a como madre de todos los cristianos.

BIBL.: BLOESCH D.G., The Futuro of Evangelical Christianity: A Call for Unity Amid Diversity, Doubleday, Nueva York 1983; ELLINGSEN M., The Evangelical Movement, Augsburg, Minneápolis 1988; HOLLENWEGER W.J., Enthusiastisches Christentum: -Die Pfingstbewegung in Geschichte und Gegenwart, Zwingli Verlag, Zurich 1969; MEAD F.S., Handbook of Denominations in the United States, Abingdon Press, Nashville 19756; PELIKAN J., The Christian Tradition, vol. 4, Reformation of Chúrch and Dogma (1300-1700), Univeisity of Chicago Press, Chicago 1984; PIEMOPN A.C., Profiles in Belief:: The Religious Bodies of the United States and Canada, vol. III, Holiness and Pentecostal,; vol. IV, Evangelical, Fundamentalist, and Other Christian Bodies, Harper & Row, San Francisco 1979; RAMM B., The Evangelical Heritage, Word Books, Wavo, TX, 1973; $CHAFF Ph. (ed.), The Creeds of Christendom, vol. III, Evangelical Protestant Creeds, Harper & Bros., Nueva York 1919′.

D. G. Bloesch

VIII. Iglesias orientales
1. UNA MIRADA HISTí“RICA. Las «Iglesias orientales» reciben este nombre por haber nacido en Oriente (más concretamente, en la parte oriental del imperio romano) de las escisiones debidas al rechazo de las fórmulas dogmáticas de los concilios de Efeso en el 431 y de Calcedonia en el 451 (cf UR 13). Es decir, se trata de comunidades eclesiales que se separaron por no aceptar ni la orientación ciriliana de Efeso ni la nueva fórmula cristolágica de Calcedonia. A finales del siglo v la Iglesia sirio-oriental de Persia rechazó la doctrina de Cirilo de la mia physis loü Theoü Logoú sesarkomené («única naturaleza encarnada del Dios Verbo»), dando lugar a los llamados cristianos «nestorianos», que ejercieron una gran actividad misionera, sobre todo en la India. La fórmula calcedonense de la «única persona o hipóstasis de Jesucristo en dos naturalezas» fue rechazada, a su vez, en Alejandrí­a (y en la Iglesia etiópica dependiente) por la mitad del patriarcado de Antioquí­a y por la Iglesia armenia. Son las Iglesias «no calcedonenses», llamadas impropiamente «monofisitas», porque mantienen la formulación de Cirilo, que, después de la purificación del lenguaje realizada en Calcedonia (es decir, distinción entre «naturaleza» y «persona»), resulta fuertemente ambigua. Sin embargo parece injusto adscribir este fracaso parcial a la fórmula conciliar. Hubo otros factores, no siempre de orden teológico, que determinaron escisiones, oposiciones y rechazos. Una atenta revisión de la llamada cristologí­a no calcedonense no logra realmente determinar diferencias sustanciales de contenido respecto a la fórmula del 451. La cristologí­a del «monofisismo siriaco», por ejemplo, más que teológicamente impropia puede considerarse tan sólo como «extraña a Calcedonia», como «precalcedoniana» y «antinestoriana».

2. EL DIíLOGO. A pesar de sus innegables diferencias teológicas, rituales, jurí­dicas y experienciales, estas Iglesias aceptan los dogmas de la Trinidad y de la encarnación, el misterio de la Iglesia, la vida litúrgica y sacramental, la experiencia monástica. Por esto, también con estas Iglesias orientales, a partir del Vaticano II ha prevalecido una actitud de diálogo. Hubo algunos exponentes de estas comunidades presentes en el concilio. El Papase encontró con algunos de los patriarcas orientales en Roma o durante los viajes de Pablo VI y de Juan Pablo II al extranjero. Citemos algunos ejemplos concretos del diálogo «bilateral» entre la Iglesia católica y algunas de estas Iglesias orientales. En 1973, Pablo VI y Shenuda III, patriarca copto de Alejandrí­a, firmaron en Roma una declaración común, con una parte cristológica absolutamente correcta, aunque evitando la expresión calcedoniana «una persona en dos naturalezas». En ella, entre otras cosas, se afirma: «En lí­nea con nuestras tradiciones apostólicas transmitidas a nuestra Iglesia y conservadas en ellas, y en conformidad con los tres primeros concilios ecuménicos, confesamos una única fe en un solo Dios uno y trino y en la divinidad del único Hijo encarnado de Dios, la segunda persona de la santí­sima Trinidad, la palabra de Dios, el fulgor de su gloria y la imagen manifiesta de su sustancia, que por nosotros se encarnó, asumiendo por sí­ mismo un cuerpo real con un alma racional, y que comparte con nosotros nuestra humanidad, pero sin pecado. Confesamos que nuestro Señor y Dios y salvador y rey de todos nosotros, Jesucristo, es Dios perfecto respecto a su divinidad, y hombre perfecto respecto a su humanidad» (EV 4,2500).

El diálogo entre la Iglesia católica y la Iglesia copta continuó mediante una comisión mixta, cuya primera sesión plenaria (El Cairo, 26-30 de marzo de 1974) elaboró una relación conjunta relativa a la cristologí­a. En ella se precisan las respectivas fórmulas cristológicas. Así­ queda ilustrado el mantenimiento, incluso después de Calcedonia, de la fórmula ciriliana de la «única naturaleza encarnada del Verbo de Dios»: «Cuando los ortodoxos (en este caso los coptos) profesan que la divinidad y la humanidad de nuestro Señor están unidas en una naturaleza, toman la palabra `naturaleza’ no como una pura y simple naturaleza, sino más bien como una naturaleza compuesta, en la que la divinidad y la humanidad están unidas inseparablemente y sin confusión» (EO 1,2225). La misma comisión mixta recomendó un estudio ulterior de los concilios cristológicos, los sacramentos en su relación con la Iglesia y con la economí­a de la salvación, el reconocimiento de los santos y otras cuestiones prácticas relativas a la cooperación entre las dos Iglesias (EO 1,2230-2242). El informe de la segunda sesión plenaria (El Cairo 27-31 de octubre de 1975), después de reafirmar la propia tendencia a la unidad efectiva en la fe, en la vida sacramental y en la armoní­a de las mutuas relaciones, destaca algunas divergencias eclesiológicas entre la Iglesia copta (Iglesia local como realidad constitutiva de la universalidad de la Iglesia; concilio ecuménico como instancia suprema de la Iglesia universal) y la Iglesia católica (Iglesia local, comunidad de los fieles reunida en torno al obispo; Iglesia particular, reunión de una serie de Iglesias locales; Iglesia universal, constituida por las Iglesias locales y en las Iglesias locales; ministerio de unidad universal al servicio de la comunión entre las Iglesias locales, ejercido por el obispo de Roma). El informe enumera a continuación un conjunto de temas que necesitan una mayor profundización, entre ellos la estructura de la unidad de la Iglesia antes del 451, el papel especí­fico de Pedro y de sus sucesores, los dogmas marianos, los sacramentos (EO 1,2243-2260). Las reuniones de esta comisión mixta prosiguen con cierta regularidad (la última, la sexta, estaba en programa para diciembre de 1989).

En 1984 hubo una declaración común entre el papa Juan Pablo II y el patriarca de Antioquí­a Mar Zakka 1 Iwas. Estos diálogos oficiales van acompañados además por diálogos locales y por encuentros no oficiales entre teólogos. En los Estados Unidos de América, por ejemplo, hay algunas declaraciones conjuntas de la Consulta Ortodoxa Oriental y la Católica Romana sobre la finalidad, el método y los temas del diálogo intereclesial (1982: cf EO 2,30803097) y sobre la eucaristí­a (1983: EO 2,3098-3099).

Del 18 al 25 de septiembre de 1988 se celebró en Viena el V Coloquio no oficial entre teólogos orientales y católicos que reafirmaron, entre otras cosas: la posibilidad de un cierto pluralismo en las fórmulas cristológicas, la aceptación de una plataforma de fe común dada por los tres primeros concilios ecuménicos, un estudio ulterior sobre la recepción de los otros concilios y sobre el primado del papa.

BIBL.: EO = Enchiridion oecumenicum. Documenti del dialogo teologico interconfessionale: 1. Dialoghi internazionali 1931-1984; 2. Dialoghi locali, 1965-1987 (eds. S.J. Voicu y G. Ceretti), Bolonia 1986-1988 (ed. española, A. GONZíLEZ MONTES, Documentos 1964-1984, Salamanca 1986; DE VRIES W., Der christliche Osten in Geschichte urul Gegenwart, Würzburgo 1951; In, Rom und die Patriarchate des Ostens, Friburgo 1963; GREGORIOS P., LAZARETH W.H. y NISSIOTIS N.A., Does Chalcedon Divide or Unite? Towards Convergente in Orthodox Christology. Ginebra 1981; KOTTJE R. (ed.), Storia ecumenica della chiesa I / III, Brescia 1980-1981; SíNCHEZ VAQUERO J., Ecumenismo, Salamanca 1971 In, El oriente próximo y la unidad cristiana, Flors, Barcelona 1962; SANTOS HERNíNDEZ A., Iglesias de Oriente. Puntos especí­ficos de su teologí­a, Sal Terrae, Santander 1959; UQBIT T., Current Christological Positions of Ethiopian Orthodox Theologians, Roma 1973.

A. Amato

IX. Iglesia ortodoxa
I. UNA MIRADA HISTí“RICA. Suele fijarse en 1054 la fecha del primer gran cisma entre Iglesia oriental e Iglesia occidental, que marca oficialmente la división entre Iglesia ortodoxa (que significa literalmente «Iglesia que mantiene la fe recta’ e iglesia católica romana (que significa literalmente «Iglesia universal», que tiene como guí­a supremo al papa, obispo de Roma). Forman parte de la ortodoxia aquellas Iglesias orientales que reconocen los siete primeros concilios ecuménicos (de Nicea I a Nicea II) y que tienen además en común el rito bizantino y el derecho canónico, y no están en comunión con Roma. Aunque mantienen su independencia intrí­nseca, las Iglesias ortodoxas consideran como su centro espiritual y su guí­a al patriarca de Constantinopla, el cual, por ejemplo, dirige la preparación del gran sí­nodo panortodoxo de inminente celebración. Las Iglesias ortodoxas se distinguen en nueve patriarcados, que han ido surgiendo a lo largo de los siglos -de los más antiguos a los más recientes, como el de Rumania, que surgió en 1925-, y en varias Iglesias autocéfalas («autónomas’. Hasta el 1989 la Iglesia ortodoxa más grande que existí­a en el mundo libre era la de Grecia, con más de ocho millones de fieles. Con la apertura y la liberación gorbachoviana de la Unión Soviética y con el hundimiento de los regí­menes comunistas en los paí­ses satélites de la URSS a finales de 1989, también las otras Iglesias ortodoxas -sobre todo el patriarcado de Moscú, que surgió en 1589- parecen haber recobrado la libertad de culto, junto con sus fieles (más de 120 millones).

A partir del cisma de 1054 -que es llamado por los occidentales «cisma de Oriente» y por los orientales «cisma de la Iglesia occidental»- la historia de las relaciones entre Roma y Constantinopla ha registrado no pocos acontecimientos traumáticos, que a veces no han sido advertidos como tales en Occidente. Además del cisma, fueron acontecimientos muy dolorosos para la ortodoxia las cruzadas (con la conquista de Jerusalén en 1099 y de Constantinopla en 1204), los intentos de unión de los concilios de Lyon (1274) y de Florencia (1439), la conquista de Constantinopla por los turcos (1453) y el funesto perí­odo posterior del poder turco. Este último acontecimiento, que concluyó con la liberación de Atenas en 1821 y de Salónica en 1912, supuso la práctica imposibilidad de una expresión teológica y cultural libre de la ortodoxia, sobre todo griega. Esto contribuyó a ahondar más todaví­a el surco de la desconfianza y de la defensa contra la Iglesia católica y, a partir de finales del siglo xvl, también contra el protestantismo.

A ello hay que añadir las diferencias que aparecieron ya en el primer milenio entre Oriente y Occidente: diversidad en los ritos litúrgicos; en la estructura jerárquica, con la formación de los patriarcados; en la concepción de la Iglesia y de la comunión intereclesial. Después del cisma se afirmaron otras divergencias: el contrastre entre la teologí­a escolástica y el palamismo; el énfasis casi absoluto de la antigua tradición patrí­stica y conciliar (la «parádosis’~; el rechazo de la infalibilidad papal y de su primací­a de jurisdicción universal; la oposición a los dogmas marianos más recientes (la Inmaculada y la Asunción); el significado que hay que dar a la epí­clesis en la liturgia eucarí­stica; la perplejidad sobre la fórmula de la absolución sacramental utilizada en Occidente. Otro motivo de contraste y de incomprensión entre la Iglesia ortodoxa e Iglesia católica se deriva de aquellas Iglesias que, unidas a Roma desde hací­a siglos, fueron condenadas a la extinción legal por los regí­menes comunistas del este europeo (p.ej., la Iglesia ucraniana en 1946, la rumana en 1948) y absorbidas a la fuerza por las Iglesias ortodoxas. Con el reciente hundimiento de estos regí­menes, los católicos están reivindicando ahora sus derechos sobre los edificios sagrados y sobre los bienes confiscados, pero ante todo sobre la libertad de culto y de pertenencia a la Iglesia católica.

A pesar de este conjunto de divergencias y sinsabores, existe entre las dos Iglesias un patrimonio común muy vasto, dada su esencial referencia a la Escritura y a los padres, su aceptación de los dogmas fundamentales de la fe (Trinidad y encarnación), su vida litúrgica y espiritual, su admisión de los siete sacramentos, su experiencia monástica, su devoción mariana, su vida de apostolado, de misión y de santidad. El hecho de que estos elementos de base sean vividos e interpretados de forma propia y original en Oriente y en Occidente mediante una disciplina, una tradición jurí­dica y una teologí­a legí­timamente diferentes entre sí­ (cf UR 15-17) debe verse como un motivo de complementariedad y de armoní­a, no de oposición y de contraste.

2. EL DIíLOGO DE LA CARIDAD. Fue el patriarca Atenágoras de Constantinopla, en octubre de 1958, quien rompió el silencio secular oficial entre la Iglesia católica y la ortodoxa, motivado además por móviles contingentes de supervivencia polí­tica (contrastes con el gobierno turco, clausura de la escuela teológica de Chalkis, supresión de algunas revistas del patriarcado, reducción de los ortodoxos de Estambul a su mí­nimo histórico). En dos comunicados de prensa (7 y 10 de octubre de 1958) manifestó su profunda tristeza por la enfermedad de Pí­o XII y tomó luego parte «en el gran dolor de la venerable Iglesia de Roma» por la muerte del papa. El mismo patriarca se felicitaba por la elección de Juan XXIII y respondí­a afirmativamente a la llamada a la unidad lanzada por el papa. Juan XXIII, por su parte, instituyó el 5 de junio de 1960 el «Secretariado para la unidad de los cristianos» (llamado desde 1989: «Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cnstianos’~. Comienza así­ el diálogo de la caridad, caracterizado por gestos concretos de respeto, de estima y de apertura. Señalamos algunos de estos hechos: el encuentro en Jerusalén entre Atenágoras y Pablo VI (5-6 de enero de 1964); el decreto conciliar sobre el ecumenismo (21 de noviembre de 1964); la abrogación simultánea en Roma y en Constantinopla de las excomuniones de 1054 (7 de diciembre de 1965); la visita valiente de Pablo VI a Constantinopla (25-26 de julio de 1967) y la entrega al patriarca de la bula Anno ineunte (25 de julio de 196?), donde se desarrolla una «teologí­a de las Iglesias hermanas» original, con el deseo de apertura de un diálogo teológico fraternal; la visita a Roma del patriarca Atenágoras (26-28 de octubre de 1967); la publicación en 1971 del Libro de la caridad ( = Tómos agápis) con los testimonios de esta densa red de relaciones cordiales entre Roma y Constantinopla (traducido al inglés y puesto al dí­a en 1987 por la Pauhst Press con el tí­tulo: Towards the Healing of Schism); el extraordinario gesto de reconciliación y de perdón de Pablo VI, que en la ceremonia de conmemoración del decenio de la abrogación de la excomunión (1975) se arrodilló de forma imprevista y besó el pie del metropolita Melitón, representante del patriarca de Constantinopla Dimitrios I, que sucedió en 1972 a Atenágoras; el enví­o de delegaciones, a partir de 1978, para las fiestas de los patronos de las dos Iglesias (el 29 de junio -fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo- y el 30 de noviembre -fiesta del apóstol san Andrés-); la visita del papa Juan Pablo II a Constantinopla (30 de noviembre de 1979) y su gran atención al problema de la unidad de la Iglesia; las celebraciones centenarias de algunos concilios (Constantinopolitano I en el 381, Efeso en el 431, Niceno II en e1787) y del i l centenario de la muerte de san Metodio (6 de abril de 1985), que dio lugar a múltiples contactos entre católicos y ortodoxos en reuniones de estudio y de oración; la participación de observadores ortodoxos en el sí­nodo extraordinario de obispos para el 20 aniversario de la clausura del Vaticano II (1985); la visita del patriarca Dimitrios I a Roma (3-7 de diciembre de 1987); la celebración del milenio de la conversión y del bautismo de los rusos (6-16 de junio de 1988), con la participación de una delegación católica invitada por el patriarca moscovita Pimen.

3. EL DIíLOGO DE LA VERDAD. Este diálogo de la caridad, que continúa hoy con todas las Iglesias ortodoxas, va acompañado también de la investigación teológica en común, para la comprensión y el arreglo de los problemas que los tiempos y los prejuicios han ido endureciendo más de lo debida. El 30 de noviembre de 1979, en el Fanar, Dimitrios I y Juan Pablo II firmaron una declaración común con la que anunciaban el comienzo del diálogo de la verdad entre las dos Iglesias hermanas. Se nombró además una comisión mixta católico-ortodoxa encargada de realizarlo. Este diálogo, todaví­a en curso, representa la garantí­a más sólida de una marcha concreta hacia la unidad entre las Iglesias. La primera etapa de planteamiento tuvo lugar en Patmos y en Rodas del 29 de mayo al 4 de junio de 1980: se definió el procedimiento a seguir, se escogieron algunos temas de estudio para las reuniones plenarias. En la segunda reunión plenaria en Munich, del 30 de junio al 6 de julio de 1982, la comisión mixta aprobó por unanimidad el texto sobre el «misterio de la Iglesia y de la eucaristí­a a la luz del misterio de la santí­sima Trinidad». Este documento, que no puede reducirse a ninguna escuela teológica particular, presenta un auténtico lenguaje de unidad, sobre todo con la acentuación de la eclesiologí­a eucarí­stica. La tercera reunión plenaria en Creta, del 30 de mayo al 8 de junio de 1984, tuvo como tema: «Fe y comunión en los sacramentos. Los sacramentos de iniciación y su relación con la unidad de la Iglesia». No se aprobó ningún texto común. Del 29 de mayo al 7 de junio de 1986 se celebró en Bar¡ el cuarto encuentro, sobre el tema: «El sacramento del orden en la estructura sacramental de la Iglesia. En particular, la importancia de la sucesión apostólica para la santificación y la unidad del pueblo de Dios». Tampoco aquí­ se aprobó ningún texto final, e incluso se retiraron algunos representantes. Sin embargo, un año después (16 de junio de 1987), también en Bar¡, se aprobó por unanimidad el segundo documento de la comisión mixta internacional sobre el tema: «Fe, sacramentos y unidad de la Iglesia». En la parte final de este documento, relativa a los sacramentos de la iniciación cristiana, se afirma la unidad teológica y litúrgica del bautismo, de la confirmación y de la eucaristí­a. Se destacan también las diferentes modalidades de administración de estos sacramentos: el bautismo por inmersión en Oriente, por infusión en Occidente; la colación simultánea de los tres sacramentos en Oriente (incluso para los niños), la (primera) comunión dada a los niños antes de la confirmación en Occidente. Del 19 al 27 de junio de 1988 la comisión mixta internacional celebró su quinta reunión plenaria en Valamo (Finlandia), sobre el tema: «El sacramento del orden en la estructura sacramental de la Iglesia». El documento, aprobado por unanimidad, después de haber puesto de relieve la relación entre Cristo y el Espí­ritu Santo, destaca la función del sacerdocio en la economí­a divina de salvación, expone el ministerio del obispo, del sacerdote y del diácono, y subraya, finalmente, la sucesión apostólica como presencia incesante en la historia del mismo y único ministerio de Cristo y de los apóstoles. El documento señala además que en el curso de los siglos la Iglesia ha conocido en Oriente y en Occidente diversas formas de vivir la comunión entre los obispos, dando vida a órdenes especiales de preeminencia entre las Iglesias, entre las que destacan las cinco sedes principales de Roma, Constantinopla, Alejandrí­a, Antioquí­a y Jerusalén. El documento concluye subrayando la función de los concilios ecuménicos, como expresión de la comunión entre las Iglesias locales, dentro de la cual es urgente afrontar el problema de la primací­a del obispo de Roma, «que constituye una divergencia grave entre nosotros y que se discutirá ulteriormente» (n. 55). El tema de la sexta reunión, en Munich en 1990, fue: «Las consecuencias eclesiológicas y canónicas de la estructura sacramental de la Iglesia. La conciliaridad y la autoridad en la Iglesia».

4. LAS DIFICULTADES DEL DIíLOGo. La rapidez de. este proceso de acercamiento mutuo no podí­a menos de provocar incomprensiones y a veces el rechazo, sobre todo en comunidades habituadas a un cierto inmovilismo secular. No hay que olvidar que, mientras que la Iglesia católica vivió con sustancial optimismo la aceleración histórica que le imprimió el Vaticano II, las otras Iglesias cristianas -si exceptuamos el patriarcado de Constantinopla- no mantuvieron el mismo paso. Pero hay que reconocer que en estos últimos treinta años las dos Iglesias hermanas han recuperado siglos de distancia espiritual. Es un dato de hecho adquirido que hoy las dos se encuentran, se comprenden, se aceptan, dialogan con sinceridad y verdad. Por estas caracterí­sticas de libertad fraternal, el diálogo teológico no ha resultado nada fácil. Más aún, se presenta en concreto difí­cil y exigente. Ya se han registrado frenos, interrupciones y momentos de gran tensión. A pesar de la importancia y de la novedad del acontecimiento -hací­a siglos que no habí­a textos teológicos oficiales aprobados por las dos Iglesias-, el impacto en el mundo ecles¡al no ha s¡do muy espectacular. La falta de un documento final en las sesiones plenarias de Creta y de Bar¡, respectivamente en 1984 y en 1986, provocó no pocas desilusiones.

Como ejemplo de las dificultades presentes en el contencioso teológico del diálogo, nos referiremos a las que surgieron en Creta y que hoy se han superado felizmente. Se admití­a que las dos Iglesias, la ortodoxa y la católica, aunque profesaban la misma fe, podí­an tener sí­mbolos bautismales diversos. También se estaba de acuerdo en el hecho de que la Iglesia oriental usaba en su ritual bautismal el sí­mbolo n¡ceno-constant¡nopol¡tano, mientras que la occidental usaba el antiguo texto del sí­mbolo llamado «de los apóstoles». S¡n embargo, por parte de los ortodoxos se planteaba una pregunta no formulada expresamente: la Iglesia latina, al añadir el «F¡lioque» al sí­mbolo n¡ceno-constant¡nopol¡tano (a comienzos del siglo xI), realizó un acto un¡lateral. ¿No serí­a entonces oportuno quitar este añadido del credo? Además, m¡entras que en Oriente los tres sacramentos de la iniciación cristiana van un¡dos litúrgicamente según la sucesión bautismo-confirmación-eucaristí­a, en Occidente se administran por separado y, por motivos pastorales, tras el bautismo v¡ene (primero) la comunión y luego la confirmación. Hay que responder enseguida que, a pesar de las objeciones ortodoxas sobre el uso de dar la comunión a los bautizados antes de su confirmación, se puede demostrar históricamente que la praxis litúrgica católica es antiquí­sima (se remonta incluso a la formación de los grandes sacramentarios) y perfectamente justificable. También en este caso los ortodoxos defendí­an el uso griego, según el cual todos los sacerdotes (y no sólo los obispos) pueden conferir la confirmación (el sacro myron) inmediatamente después del bautismo. De todas formas, por parte católica, el decreto conciliar sobre las Iglesias orientales católicas (1964) habí­a admitido ya oficialmente la legitimidad de esta facultad por parte de los sacerdotes (OE 13-14). Estas y otras dificultades se han superado ya por fortuna, reconociendo la presencia de usos litúrgicos y pastorales diversos en Oriente y Occidente y aceptando el hecho de que la misma fe, basada en la Escritura y en los santos padres, puede tener formulaciones y prácticas diversas.

Con este mismo espí­ritu de comprensión y de aceptación se enfrentan los otros temas del contencioso teológico entre las dos Iglesias, como, por ejemplo, el problema de los católicos orientales en comunión con Roma, los modelos de la unidad de la Iglesia en la futura comunión plena, la interpretación del primado del papa y de su infalibilidad. A propósito, por ejemplo, de las relaciones entre ortodoxos y católicos de rito oriental en Ucrania occidental, en un encuentro que se celebró en Moscú del 12 al 17 de enero de 1990 entre los representantes del patriarcado de Moscú, la sede que absorbió a la fuerza a los ucranianos católicos en 1946, y una delegación de la Santa Sede dirigida por el cardenal J. Willebrands, presidente emérito del Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, y por monseñor E.I. Cassidy, presidente del mismo Consejo, se llegó a las siguientes recomendaciones como primer paso para regular toda la cuestión: la normalización debe garantizar a los católicos de rito oriental el derecho a la actividad religiosa reconocido por la constitución y la legislación de la Unión Soviética y, consiguientemente, debe proporcionarle los edificios destinados al culto.

Las dificultades que plantea el diálogo de la verdad no pueden resolverse más que dentro del diálogo de la caridad, con la promoción por parte de ambas Iglesias de gestos de absoluta gratuidad, como el del encuentro en Jerusalén entre Atenágoras y Pablo VI, los dos grandes profetas del ecumenismo. Recordemos el icono bizantino de un monje pintor del monte Athos regalado por Atenágoras a Pablo VI en recuerdo de este encuentro histórico celebrado el 5 de enero de 1964. Representa el abrazo fraternal entre san Pedro y san Andrés. Bajó la mirada del Cristo Pantocrátor, que abre los brazos para atraer a todos hacia sí­ (Jn 12,32), está la frase «Los santos hermanos apóstoles». A la izquierda de -Pedro está el sí­mbolo de la cruz invertida, en la que fue martirizado el apóstol Pedro, «el corifeo». Y a la derecha está la cruz llamada de san Andrés, con la inscripción «Andrés el primer llamado» (el «protoklito»: cf Jn 1,31). La intención teológica del icono es evidente: las Iglesias hermanas se abrazan en sus obispos. La mirada de los dos apóstoles a los fieles es una invitación a hacer lo mismo.

BIBL.: ALAMEDA J., Las Iglesias de Oriente y su unión con Roma, Eset, Vitoria 1960; AMATO A., Der ókumenfsche Dialog zwischen Katholiken und Orthodoxen. Situation und entstandene Probleme, en «Forum Katholische Theologie» 2 (1986) 184-200; CONGAR Y.-M., Cristianos ortodoxos, Estela Barcelona 1962 ID Diversité et communion Parí­s 1982, 126-141; DE VRIES W., Ortodossia e cattolicesimo, Brescia 1983; DESsEAUx J.-E., Lessico ecumenico, Brescia 1986; ESTERAN ROMERO A.A., Juan XXIII y las iglesias ortodoxas, Atenas, Madrid 1961; SíNCHEZ VAQUERO J., Ecumenismo, Salamanca 1971; SANTOS HERNíNDEZ q., Iglesias de Oriente. Puntos especí­ficos de su teologí­a, Sal Terrae, Santander 1959; SCHULTZE B., Teologí­a latina y teologí­a oriental, Herder, Barcelona 1961; STORMON E.J. (ed.), Towards the Healing ojSchism. The Sees of Rome and Constantinople: PubHc Statements and Correspondance between the Holy and the Ecumenical Patriarchate 1958-1984, Mahwah 1987. Tienen especial utilidad las crónicas del boletí­n del Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, titulado «Service d’information», y los estudios y documentos publicados por las revistas de í­ndole ecuménica (señalamos, entre otras, «Irénikon, Pastoral ecuménica’).

A. Amato

IGLESIA PRIMITIVA

En los evangelios la expresión «Iglesia» aparece sólo dos veces. En Mt 18,17 se refiere a la comunidad local al tratar la corrección fraterna, y en Mt 16,18 recuerda que Jesús habló de la Iglesia en sentido amplio: «Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia». Además de esta breve referencia terminológica al ministerio de Jesús, en la segunda mitad del siglo i, Ef 5,25 afirma: «Como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella». De esta forma germinal se expresa la relación fundadora, originaria y fundante entre l Jesús y la Iglesia. Ya en los inicios del siglo ii, Ignacio de Antioquí­a habla claramente de la «Iglesia católica» (Smyrn. 8,2), y a finales de este mismo siglo, Celso distingue entre los conventí­culos gnósticos y «la gran Iglesia» (Orí­genes, Contra Celsum, 5,59).

Toda esta etapa configura la Iglesia primitiva en su época apostólica, cuyo testimonio inspirado es el NT (I Inspiración), redactado en su mayor parte en el siglo I d.C. En la primera mitad del siglo II d.C. aún se incorpora al canon del NT alguna obra -posiblemente 2Pe-, en coincidencia con los primeros escritos no canónicos. Algunos de estos últimos, como los «Padres apostólicos» y los ! «Apologetas», sirven de guí­a teológica para la Iglesia en los siglos sucesivos. Otros son clasificados como /apócrifos e incluyen una teologí­a que es calificada como herética, ya sea gnóstica o doceta. Ya en la segunda mitad del siglo II d.C, se cierra definitivamente tal época, y con l Ireneo (obispo de Lyon en el 177 d.C.), empieza el perí­odo propiamente patrí­stico.

La importancia de la época apostólica de la Iglesiá primitiva para la teologí­a fundamental es decisiva por razón del .carácter definitivo de la revelación plena que es Jesucristo, puesto que después de 1 «no hay que esperar ya ninguna revcación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo» (DV 4; cf 2.17): de ahí­ que esta época sea norma y fundamento para la Iglesia de todos los tiempos (cf K. Rahner). Precisamente el concilio Vaticano II al hablar de esta época engloba a «los apóstoles» y a los llamados «varones apostólicos» (DV 7 y 18), y así­ reafirma el origen apostólico de los evangelios, cuyo proceso de formación triple -Jesús/apóstoles/evangelistas-posibilita la recta comprensión de su carácter histórico (cf DV 19). Este origen apostólico también es propio de los restantes escritos del NT (cf DV 20). De esta forma e1 Vaticano IIrecoge la tesis del decreto Lamentabili,que sustentaba que con los apóstoles se cerró la revelación (c€ DS 3421). Ya desde un punto de vista más sociológico-histórico, esta época apostólica puede dividirse en tres perí­odos, que coinciden aproximadamente con tres generaciones (cf R.E. Brown): el perí­odo apostólico (ca. 30-65), el perí­odo subapostólico (ca. 66-100) y el perí­odo posapostólico (ca. 100-150).

I. EL PERíODO APOSTí“LICO: CA. 30-65 D.C. 1) La comunidad y su vida. Aunque inicialmente Jesús no tuviese un interés explí­cito en crear una sociedad formalmente distinta, a pesar de que existí­a en su predicación y vida una clara «eclesiologí­a implí­cita» y procesual (cf CTI de 1986, n. 3,2; t Jesús y la Iglesia), muy pronto los cristianos se convirtieron en una comunidad reconocida, en la cual el bautismo tení­a la función de designar los seguidores de Jesús. El amplio uso de la expresión koinonia, comunidad/ comunión, en el NT -13 veces en la literatura paulinamanifiesta la forma de vida de estos bautizados, y quizá sea reflejo del nombre esenio de Qumrán dado a su comunidad, yahad: «la única», «la común-unidad» (1QS 1:1.16; 5:1.2. 16…). Otras designaciones son los «discí­pulos» (27 veces en He), los «santos» (tres en He 9 y 26,10), el «camino» (seis en He, que recuerda también Qumrán 1QS 8:12-14), los «cristianos» (He 11,26) y la «.`Iglesia» (28 en He). Será esta última la expresión progresivamente prevalente, y se usará tanto para significar las comunidades locales (He 15,45; 16,5) como para -un ámbito más amplio (He 5,11; 9,31). En su trasfondo puede verse una referencia al momento en que Israel se convirtió en pueblo de Dios a través de la alianza, y que en Dt 23,1-9 es calcado como qahai, -asamblea-, expresión que los- LXX traducen por ekklesia -Iglesia-. Otro signo claro de la continuidad con Israel viene dado por la expresión «los doce», referida a las doce tribus de Israel como expresión-sí­ntesis de todo el pueblo y que está también presente en Qumrán (cf el «Consejo de los doce hombres»: IQS 8,1).

El modelo de vida de esta «comunidad» cristiana está bien descrito en He 2,42, y refleja un claro trasfondo judeo-cristiano en sus cuatro aspectos. Por un lado, la oración: los evangelios se refieren primariamente a la oración judí­a Shema (cf Mc 12,29); a su vez, los himnos cristianos primitivos, tales como el Magní­ficat y el Benedictus (Le 1,46-55.68-79), son un mosaico de referencias del AT y manifiestan grandes similitudes con los himnos de Qumrán; los mismos himnos cristológicos primitivos tienen amplias citas judí­as (Flp 2,5-11; Col 1,15-20; Jn 1,1-18), y en la oración del Señor resuena claramente la oración judí­a (Lc 11,2-4; Mt 6,9-13). Por otro lado, se celebra la fracción del pan: en He se habla de la asistencia al templo para orar; así­ Pedro y Juan (2,46; 3,1; 5,12.21). Esto muestra cómo en los primeros pasos de los judeo-cristianos se mantení­an sus prácticas judí­as. La «fracción del pan» se impuso además como actualización de la fiesta pascual judí­a en clave eucarí­stica. También el modelo judí­o afectó el tiempo de tal celebración. En efecto, a la caí­da de la tarde del sábado ya era permitido reunirse a los judeo-cristianos, que así­ celebraban juntos la eucaristí­a cristiana en espera del «primer dí­a de la semana», conocido ya desde finales del siglo I d.C. como «el dí­a del Señor» (Ev. Pedro 9,35; 12,50; Didajé 14,1).

El tercer aspecto es la enseñanza de los apóstoles: a partir de la ley, los profetas y los otros escritos, «los apóstoles y los varones apostólicos» completaron esta Sagrada Escritura enraizados en la enseñanza de Jesús y progresivamente redactaron una segunda parte con el tí­tulo de Nuevo Testamento, que se completó definitivamente durante el siglo II. A su vez se produjo un proceso similar en el judaí­smo a través de la «Misná», una segunda enseñanza a través de las Escrituras, publicada a finales del mismo siglo, base de todo el desarrollo posterior del judaí­smo.

Finalmente, el cuarto aspecto es la comunidad de bienes: era la puesta en común de los bienes atestiguada en He 2,44s; 4,32-37; 5,1-6. Aunque puedan encontrarse elementos de «idealización» en esta descripción lucana, la perspectiva encaja con la tradición de Qumrán, que ve en esto un signo escatológico (1QS 1:11-15). A su vez, Pablo parece confirmar esta situación al hablar de la colecta a favor de los pobres de Jerusalén (Rom 15,26; Gál 2,10; 1 Cor 16,1-3). Por otro lado, tal forma de proceder es vista como caracterí­stica de la ética cristiana, que condena la riqueza y ensalza la pobreza (Lc 1,53; 6,24; Mc 10,23; 2Cor 8,9; Sant 5,1), y es requisito para los ministros el que sean buenos administradores (1Pe 5,2; 1Tim 3,4s).

2) Diversidades en la comunidad. Progresivamente, la comunidad primitiva se encontró con un nuevo y decisivo desafí­o: la entrada de gentiles, que suscitó un vivo debate entre tres principales portavoces: Pedro, Santiago y Pablo. Hacia la mitad del siglo I d.C. se produjeron unas actitudes diferentes entre la comunidad cristiana, que reflejan diferencias teológicas atestiguadas en el NT y que dieron varios grupos de cristianismo judeo-gentil: el primer grupo insistí­a en la plena observancia de la ley mosaica, incluida la circuncisión (He 11,2; 15,2; Gál2,4; Flp 1,15-17…). El segundo grupo mantení­a la importancia de la observancia de algunas prácticas del judaí­smo, pero sin la circuncisión (He 15; Gál 2; Pedro y Santiago…). El tercer grupo, en cambio, negaba la necesidad de prácticas judí­as, especialmente en las comidas (He 15,20-39; Gál 2,11-14; 1Cor 8; Pablo). Finalmente, el cuarto grupo no daba importancia al culto y a las fiestas judí­as, y se oponí­a claramente al templo, como refleja el discurso de Esteban (He 7,47-51) y, con más radicalidad, la carta a los Hebreos (8,13) y algunos textos joánicos (Jn 8,44; 15,25; Ap 3,9).

Este dibujo de la comunidad primitiva en el perí­odo apostólico hasta el año 65 d.C. es fuertemente apostólico, ya que los evangelios, Hechos y Pablo indican la importancia de los apóstoles como grupo o como individuos en este perí­odo formativo. De ahí­ las observaciones ya presentes en el documento cristiano más antiguo, como es la 1Tes, que pide respeto «a los que os presiden en el Señor» (5,12), y a su vez en escritos posteriores se subraya la diversidad de funciones en las primitivas Iglesias paulinas (Flp 1,2: «los inspectores/obispos y diáconos»; 1Cor 12: los numerosos carismas).

II. EL PERíODO SUBAPOSTí“LICO (ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO I) Y POSAPOSTí“LICO (INICIOS DEL SIGLO II). 1) La gran transición. A partir del año 66 d.C. las tres figuras más conocidas de la Iglesia primitiva (Santiago, Pedro y Pablo) ya han muerto como mártires. En este último tercio del siglo 1, más que conocer nuevos nombres de «varones apostólicos», éstos se cubren bajo el manto de los apóstoles ya desaparecidos: de ahí­ la nomenclatura de perí­odo «subapostólico» (cf R.E. Brown). Así­, Col, Ef y las cartas pastorales hablan en nombre de Pablo. El evangelio más antiguo, Mc, asume el nombre de un compañero de Pedro y Pablo. Mt se atribuye a uno de los doce, y Lc, al compañero de Pablo. El cuarto evangelio se refiere a la tradición del discí­pulo amado. Las cartas de Sant, Pe y Jds son ejemplos de una trayectoria subapostólica. En definitiva, el testimonio cristiano del perí­odo subapostólico se convierte en menos misionero y móvil, y más pastoral y estable para consolidar las iglesias constituidas en el perí­odo apostólico anterior (entre los años 30 y 60 d.C.).

Otra transición interna fue el progresivo dominio de los gentiles. De hecho, la destrucción de Jerusalén comportó que la Iglesia de Jerusalén no perpetuase su función preeminente como antes del año 65 d.C. (cf Gál 1-2, y la colecta paulina). Si He 15,23 describí­a la Jerusalén del año 50 d. C. como interlocutora de los cristianos de Antioquí­a, Siria y Cilicia -y quizá también de los de España, de acuerdo con la voluntad de Pablo de visitarla (Rom 15,24.28) y del testimonio de tal realización (1 Clem. 5,7; Frag. Muratori, hacia el 180 d.C.)- al final del siglo 1 d.C. la Iglesia de Roma habla a los cristianos del norte de Asia Menor y de Corinto (1 Pe 1,1; 1 Clem.) y es calificada como «preeminente en la caridad» (IGN., Rom.). Así­, mientras que a finales del 50 d.C. Pablo confiaba aún en la plena incorporación de Israel (Rom 11,1116: «mi linaje’, en este perí­odo subapostólico, He nos transmite las últimas palabras de Pablo sobre este pueblo que no ha querido entender y que por esto la salvación ha sido enviada a los gentiles que la acogerán (28,25-28). A pesar de la afirmación de la ruptura del muro de hostilidad que les separaba (Ef 2,13-16), se acrecienta una dura polémica contra «la sinagoga de Satán» (Ap 2 9; 3,9) y contra el templo (He 7,47-51; Heb 8.13; Jn 8,44; 15,25).

Esta transición va ligada también a la del judaí­smo. La revuelta judí­a del 66/70 d.C. no tuvo un soporte uniforme dentro del judaí­smo, especialmente entre el sector más selecto de los fariseos, que se convirtieron entonces en los más dominantes. Progresivamente los judeo-cristianos fueron considerados como secta y excluidos de la sinagoga (la airesis -secta- de He 28,22; cf H. Cazelles). La comunidad de Jn atestigua este proceso al recordar que quien confesaba a Jesús era expulsado de la sinagoga (9,22.34;12,42) y aun ejecutado (16,2), en el sentido de que sin la protección de la sinagoga los cristianos eran vistos como ateos según confirma en el año 112 d.C. Plinio el Joven, gobernador de Bitinia.

Progresivamente, pues, el cristianismo apareció como una nueva religión al crecer los procedentes de los gentiles y al ser excluidos sus seguidores de las sinagogas. Los antiguos privilegios de Israel según el AT: «un pueblo escogido, un sacerdocio real y una nación santa» (Ex 19 5s; Ez 43,20s) se convierten en calificativos propios de los cristianos (cf 1Pe 2,9s.). Como ejemplo de radicalización de esta postura se encuentra Marción a mitad del siglo H d.C., que prescinde del AT, extremo no aceptado por la gran Iglesia. Can todo, también quedaron judeocristianos en este perí­odo. En efecto, parece que los que rehusaron la revuelta cruzaron el Jordán hacia la zona de la ciudad de Pella (cf EUSEBIO, Hist. Ecle. 111, 5.3), y así­ pudieron preservar un vibrante testimonio del judeo-cristianismo. Dentro de este perí­odo, entre los años 65/95 d.C., el evangelio de Mt se mueve entre la misión «a las ovejas de la casa de Israel» (10,6) hasta la que llega a todas las naciones (28,19). Pablo va contra la imposición de la ley, «ya que el hombre es justificado por la fe y no por las obras» (ltom 3,28). Santiago en cambio dice: «por las obras es justificado el hombre y no por la fe sola» (2,24). Será Pedro quien se presenta como amigo de ambos (2Pe 3,15s; Clem.); y aunque es criticado también por ellos (Gál 2,11-14), emerge como la imagen de figurapuente en esta Iglesia apostólica (l Ministerio petrino).

2) La vertebración de la eclesiologia tardí­a del NT. La desaparición de los grandes apóstoles, la destrucción de Jerusalén y la creciente separación del judaí­smo produjo varias reacciones en los cristianos del perí­odo sub y posapostólico que configuraron los elementos base de la eclesiologí­a naciente en una institución eclesial ya regularizada, que se dibuja en tres etapas en la misma literatura paulina (cf M.Y. Mac Donald). Este proceso es calificado frecuentemente de forma negativa, y no sin poca precisión, como l «protocatolicismo». Mejor serí­a reconocer que cada religión necesita una tradición y una institucionalización reguladora para poder transmitirse (cf N. Brox). Así­, las primeras y grandes cartas de Pablo manifiestan los comienzos de esta institucionalización que construye la comunidad: es un momento en el que prevalece una cierta autoridad carismática -que la persona misma de Pablo visibiliza-, aunque bien enraizada en su origen divino y apostólico. En la segunda etapa, tipificada por Col y Ef, se percibe la institucionalización, que progresivamente estabiliza la comunidad: la ausencia del apóstol conlleva un establecimiento de una cierta autoridad y vertebración según el modelo familiar en las Iglesias y la acentuación de la unidad en la Iglesia dentro de la diversidad en el texto paradigmático de Ef 4,46: Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, una sola esperanza, un solo cuerpo un solo Espí­ritu, un solo Dios y Padre» (cf PONT. CoM. BIBLICA, Unidad y diversidad en la Iglesia de 1988). Finalmente, las cartas pastorales muestran la institucionalización que protege definitivamente la comunidad: de ahí­ el papel decisivo de Timoteo y Tito, a quienes se dirigen estas cartas, así­ como el papel emergente de los presbyteroi (presbí­teros/ ancianos) y de la episkopé (supervisión/ obispo) en cada ciudad.

Así­ la desaparición de la generación apostólica creó de forma especial una situación totalmente nueva para la Iglesia que, de acuerdo con el principio de la «tradición por sucesión» (la famosa fórmula de IRENEO, Adv. Haer. III, 3.1), la obligó paulatinamente a encontrar «sucesores» del particular «ministerio» que ejercí­an los apóstoles. Esta transición entre el perí­odo apostólico y el perí­odo sub y posapostólico se hizo de forma relevante con la ayuda de la función de la episcopé. Las comunidades locales sub y posapostólicas experimentaron la necesidad primera de consolidarse en un «lugar» y de mantenerse en la «catolicidad» de la Iglesia una. Esta misión, este ministerio, fue asumido por aquellos que sucedí­an a los apóstoles en su particular episcopé, se llamaran obispos o presbí­teros, tal como se manifiesta en Tit 1,7-11 y ITim 3,1-7, así­ como en la 1 Clem. de finales del siglo i d.C.

Correlativamente se pasa de un apostolado misionero al episcopado local. Cada comunidad tení­a un colegio de ministros locales y de forma preeminente, a partir de la presidencia única de la celebración eucarí­stica, se asumió el episcopado monárquico. Así­ pues, progresivamente se condensó en una misma persona aquello que vení­a de la episcopé apostólica y aquello que definí­a ya al obispo local. De esta forma, hacia el 110 d. C., Ignacio de Antioquí­a da ya el testimonio consolidado del triple grado del ministerio apostólico: los obispos, los presbí­teros y los diáconos, establecidos «hasta los confines de la tierra» (1GN, Eph. 3,2).

3. CONCLUSIí“N. Con el último escrito del NT, la 2Pe, se concluirá propiamente la Iglesia primitiva en su época apostólica, y por tanto en su fase constitutiva y fundante (cf DV 4), probablemente hacia inicios del siglo n d. C. y no más allá de su mitad (en el caso de confirmarse que la 2Pe refleja la discusión con Valentiniano y Marción hacia el 140 d.C.). Epoca apostólica que se refleja en el testimonio inspirado que es el NT, el cual completa al reconocido desde entonces como su primera parte o AT, especialmente en su versión griega usual de los LXX. Epoca marcada por una progresiva institucionalización de la koinoní­a naciente, en la cual emerge la función progresiva de los sucesores de los apóstoles, cuyo «ministerio eclesiástico de institución divina es ejercido por aquellos que desde antiguo fueron llamados obispos, presbí­teros y diáconos»(LG 28). A su vez, la imagen final de Pedro en 2Pe, que abraza Pablo y Santiago, a través de Judas (y si su origen fuera Roma, cosa que no debe excluirse, -cf 3,1-,esta imagen quedarí­a aún más confirmada con la función clave de esta Iglesia en la segunda mitad del siglo u d. C.), sirve de nuevo como figura-puente entre ambas tendencias y a su vez como palabra final y autorizada de la Iglesia primitiva, norma y fundamento de la Iglesia de todos los tiempos.

BIBL.: AcmexE R., La Iglesia de Antioquí­a de Siria, Bilbao 1988; La Iglesia de Jerusalén, Bilbao 1989; La Iglesia de los Hechos, Madrid 1989; BeowN R. E., La comunidad del discí­pulo amado. Salamanca 1987; Antioch and Rome, Londres 1983; Las Iglesias que los Apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986; Early Church: The New Jerome Bí­blica¡ Commentary, Nueva Yersey 1990, 1338-1346 (§ 80: 1-33); Baox N., Historia de la Iglesiaprimitiva, Barcelona 1987; CAZELLES H., La naissance de l’!r`glise, secte juive rejetée, Parí­s 19832; COMISSION BIBLIQUE PONTIFICALE Unité et Diversité dans 1 Eglise. Texte officiel de la C.B.P. (1988) et travaux personnels des membres, Ciudad del Vaticano 1989; CWIExowstcl F.J., The Beginnlngs ojthe Church, Nueva Jersey 1988; LEG1D0 M., La Iglesia del Señor. Un estudio de ec%siologí­a paulina, Salamanca 1978; LOnEMANN G., Das jrühe Christenturn nach den Traditionen der Apostelgesehichte, Gotinga 1987; MACDONALO M.Y., The Pauline Churches, Cambridge 1988; MEEKS W.A., Los primeros cristianos urbanos Salamanca 1987 PtE-NINO f S., La apostolicidad de la Iglesia y el ministerio del obispo, en «Diálogo ecuménico»

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Sumario: 1. AT: la preparación de la Iglesia fundada por Cristo: 1. Las formas veterotesta-mentarias de la
Iglesia: a) Pueblo de Dios, b) Reino: de Dios, de David, de Judá y de Israel, c) Comunidad cultual y santa;
2. Relaciones de la Iglesia del AT con Dios: a) Israel, propiedad de Dios, b) El contrayente de la alianza, c)
Israel, morada de Dios; 3. La función de Israel-Iglesia en el mundo: a) Separado de los demás pueblos; b)
Israel, al servicio de los pueblos. II. La Iglesia de Cristo en el NT: 1. Los términos expresivos de la Iglesia;
2. Las imágenes figurativas de la Iglesia: a) Presente en el mundo, b) En crecimiento, c) Los diversos
llamados, d) En espera de la parusí­a; 3. Las figuras que más directamente dependen del AT: a) La
Jerusalén celestial, b) La novia, esposa virgen, madre, c) El rebaño, d) La vida; 4. Las alegorí­as cristianas:
a) Algunas indicaciones del Ap, b) Plantación y campo de Dios, c) El edificio o construcción, d) Cuerpo de
Cristo; 5. Algunas notas teológicas: a) Comunidad de salvación es-catológica, b) Comunidad fundada por
Jesús, c) En los escritos joaneos, á/En la teologí­a de Lc-Ac, e) En el misterio de la providencia divina
(Pablo), 19 El desarrollo de las pastorales: una Iglesia ministerial, g) Conclusión.
1310
1. AT: LA PREPARACION DE LA IGLESIA FUNDADA POR CRISTO.
1311
1. Las formas vetero-TESTAMENTARIAS DE LA IGLESIA.
Son las realizaciones que en el AT preparaban la Iglesia del Nuevo y que en cierto modo la prefiguraban.
1312
a) Pueblo de Dios.
Aunque sea la indicación más genérica, sin embargo, no está privada de especificidad y es la preferida por la LG para indicar la Iglesia tanto del AT como del NT. El hebreo †˜am, †œpueblo, a diferencia del griego laós, designa un †œconjunto†, una †œcomunión. De aquí­ se pasa fácilmente a la idea de parentesco, de hermandad tribal o familiar. †œPueblo de Dios† señala que todos, como hermanos, reconocen al único Dios, el cual a su vez, honrado como padre, establece un mismo grado de parentesco con sus adoradores. / †œPueblo de Dios†™ supone como una gran familia, de la que Dios es el gó †˜el, el †œredentor†™ (especialmente en ? yen Déutero-lsaí­as). Esta concepción se remonta a los orí­genes: cf, por ejemplo, Ex 3,7.10; 8,16-19; 9,1.13; 10,3; etc.
La naturaleza marcadamente teológica de la denominación †œpueblo de Dios† nos hace estar especialmente atentos a dos datos que señalan todo su camino: la diáspora y el †œresto. De estas dos realidades, cada una acentúa prevalentemente un elemento (fí­sico o espiritual), que completa con el otro la fisonomí­a esencial de pueblo.
Bajo el aspecto fí­sico, este pueblo se encuentra en diáspora desde siempre, †œdisperso† como está entre las naciones y mezclado con ellas, pero especialmente en las sucesivas deportaciones de su historia multisecular. Mediante la diáspora el pueblo vive su realidad como una continuación de su perí­odo nómada, †œperegrino†™y †œextranjero†™; lo mismo que sus padres (Gn 17,8; Gn 28,4; Gn 47,9), será, siempre extranjero en la tierra, inclu- : so en su propia tierra, puesto que ésta es †œde Dios† (Lv 25,23). De, este modo la diáspora es ocasión de J anuncio (Tb 13,3-6) y de proselitis-mo (Is 56,3), así­ como de respuesta de la vocación de Israel entre los paanos (Sb 18,4). Y en la oración del desterrado suena con frecuencia el anhelo por una reunión final. vista como cumrlimiento de la salvación LSaI 106,471.
Esta reunión final se concibe como fruto de una nueva opción, de una elección siempre nueva. Es †œel resto†™. Su fisonomí­a de escapados del peligro y de salvados pone de relieve, por una parte, el amor fiel de Dios y, por otra, la respuesta, fiel del pueblo, de aquella parte del pueblo que creyó en su Dios, que se puso en sus manos y se adhirió a él (cf Is 10,20s). Con †œel resto†™, el juicio de elección no se desarrolla ya solamente entre el pueblo y las naciones, sino dentro mismo de Israel. La misma calamidad se ha convertido entonces en ocasión/medio de salvación. Además, según la teologí­a del †œresto, para aquel momento histórico concreto es él el pueblo de Dios, el que se ha salvado del juicio (y mediante el juicio mismo: cfls 10,20-23 = Rom 9,27s; Jr31,2;Jr31,7). La noción de †œresto corresponde así­a la de †œpueblo†™; éste queda ahora redimensionado en cuanto al número y en cuanto al tiempo, pero se convierte también en una realidad de futuro (Is 4,3s; 28,5s; Dn 12,1). El †œresto será como una espe-cie,de †œtronco†™, de †œsemilla santa† (Is 6,13), que †œse salvarᆝ de todas formas; una semilla que dará origen a todo el futuro pueblo de los salvados (cfls 65,8-12; Ha 17; J13,5) y comprenderá también a los paganos (Is 66,19; Za 9,7
1313
b) Reino: de Dios, de David, de Judá y de Israel.
La época de la realeza daví­dica se convierte en prototipo de una futura existencia, rica en paz y en sabidurí­a por medio de su rey, el futuro mesí­as heredero del †œtrono de David, su padre† (Lc 1,32). En el tiempo, el perí­odo daví­dico y salomónico se considerará como una época ideal para Israel, realización de las antiguas promesas de la posesión de una tierra y de un pueblo numeroso y pujante.
El reino prefigura a la Iglesia también en cuanto a su división. El reino daví­dico-salomónico no fue más que un episodio; le sucedió el †œgran cisma†™ (930 a.C.), con el establecimiento de los dos reinos, †œlas dos casas†™ (Is 8,14 con 8,17) de Israel y de Judá. Desde entonces esta fecha marcará una época (Is 7,17). La división en la Iglesia está ya presente en su figura (ty†™pos) y es efecto no sólo de los hombres, sino de una voluntad concreta de Dios: †œEsto ha sucedido porque yo lo he querido†(lRe 12,24; cf 11,29-39; 12,15; 14,7s; 16,2s). Por su parte, los escritos proféticos pensaban en la reunificación. como en una promesa, una acción escatológi-ca de Dios salvador, parecida a una nueva creación (Is 11,11-16 [8,23-9,6]; Jr3,18; Jr23,5-8; Jr30-31; Ex 37,15-22; Os 2,2 Miq Os 4,8; Za 9,10).
1314
c) Comunidad cultual y santa.
Comunidad religiosa y santa, la Iglesia del AT se define mediante dos términos: qahal, deuteronomista (convocatoria, bando, de qól, voz), y †˜edah, sacerdotal (comunidad convocada o reunida, de ya†™ad, determinar). La qahales el grupo convocado por Dios para el culto, obligado a ciertas leyes y normas según la alianza establecida, una asamblea que está interesada sobre todo por la alianza. En la gran extensión de significados de qahal (convocación militar, polí­tica, judicial) destaca de forma especiál la convocación cultual. El término †˜edah (sobre todo en el Pentateuco: 147 veces) indica tmaxiecisión, un lugar, una situación, una comunidad de personas. Muchas veces no tiene ninguna especificación. La constitución de la comunidad como †˜edah parece estar ligada al éxodo, y más en concreto a la primera ¡pascua (Ex12;3.6 con los dos términos): aquí­ por primera vez se constituye en Israel una †˜edah (comunidad). Es la comunidad nacional, el pueblo en su unidad y su complejidad; comunidad en cuanto reunida, no vinculada a ningún lugar, sino †œdeterminada† simplemente por la función para la que ha sido elegido el mismo pueblo, es decir, la custodia de la presencia y del honor de Dios mediante la institución comunitaria. †˜Edah, por consiguiente, resume y define a Israel como pueblo en su conjunto y cómo un todo, sin cualificación alguna (tan sólo en cuatro pasajes se lee el especificativo †œde Dios†).
Por tanto, es evidente la diferencia entre qahaly †˜edah: qahales la †œconvocación† de la comunidad, es la reunión solemne que constituye a la comunidad en cuanto tal, es la llamada de aquella comunidad para formar una asamblea ordenada (Nm 10,7; IR 12,3), como la del Sinaí­ o su representación actual, una asamblea que celebra una solemnidad (†˜gran asamblea†: Sal 22,26). †˜Edah, por el contrario, circunscribe al pueblo en su totalidad: es el pueblo en cuanto comunidad de la alianza, en su conjunto y en cuanto unitario.
En los LXX, debajo de ekklesí­a (unas 100 veces) está siempre qahal (que, sin embargo, se traduce también 21 veces por synagoghi). Syna-góghé (225 veces), con muy pocas excepciones, es, por el contrario, la única voz para traducir †˜edah.
Son cuatro los elementos que hacen de Israel una comunidad cultual: 1) La llamada por parte de Dios: de qól, †œvoz†, a qahal, †œllamada, convocatoria†, de donde quizá también, por asonancia, ekklesí­a, †œconvocación† (de ek-kaleó). Israel ha sido convocado por Yhwh; es la comunidad de Dios, Iglesia del Señor.
2) Esta comunidad se almea por completo en torno a Dios, como en el desierto (según P), donde el centro del campamento estaba ocupado por la tienda de la reunión; de esta manera todo lo que afecta a la comunidad y todo lo que ella realiza guarda relación con lo sagrado, es religioso.
3) La manifestación de Dios y de su voluntad en medio de la comunidad y para ella; dé este modo pasa a ser la comunidad que escucha, la de la palabra de Dios. 4) Las alabanzas del Señor, que celebra la comunidad recogida y reunida precisamente para eso; es precisamente esta actividad de alabanza la que, en definitiva, cualifica a la comunidad en cuanto cultual, la renueva y la santifica.
1315
2. Relaciones de la Iglesia del AT CON Dios.
1316
a) Israel, propiedad de Dios.
El pueblo es de Dios en una medida muy especial; simplemente, le pertenece. Las motivaciones son tantas como las variedades dé expresión, vehí­culo de enorme riqueza. En el ámbito de la creación -toda ella propiedad de Dios, según el catecismo más elemental de la Biblia- a Israel se le aplican de manera especial los tres verbos caracterí­sticos del crear: Dios lo ha †œcreado† (Is 43,1; Is 43,7), lo ha †˜hecho†™ y †œformado† (Is 43,1; Is 43,7; Is 43,21; Is 44,2; Is 44,21; Is 44,24; Is 45,11). Por consiguiente, Israel es una criatura peculiar, término especial de la intervención divina en la historia. Al liberarlo de Egipto, Dios lo crea como pueblo y se hace fiador del mismo.
Son diversas las imágenes para expresar esta misma pertenencia: Israel es la vida de su Dios
Sal 80,9-16 etc.; Jn 15,1-8), su viña (Is 5,1-7; Jr2,21; Jr5,10), †œlas primicias de su cosecha† (Jr2,3), su
rebaño (Sal 25,7 etc. ), su siervo (Lv 25,42; Lv 25,55; Is 41,8; Is 44,1; Is 44,21), su hijo (Ex 4,22;
Sb 18,13; Os 11,1), su esposa (Is 50,1; Is 54,4-8; Is 61,10; Jr 2,2; Ez 16; Os 1-3 †œDios celoso† en Ex 20,5).
1317
b) El contrayente de la alianza.
Puesto que es de Dios y mantiene con él tales relaciones que es exclusivamente suyo, Israel es el pueblo de la / alianza de Dios. Es muy frecuente en el AT el recuerdo de este †œcompromiso† o †œdisposición†: †œYo seré tu Dios, tú serás mi pueblo. Estamos así­ en el corazón de todo el entramado entre Dios y el pueblo que forma el AT: Dios no sólo está con el pueblo, sino que es su Dios exclusivo, y sólo a él le pertenece el pueblo. De aquí­ una constante y articulada reciprocidad, que se expresa globalmen-te en una comunión de vida y de destino entre los dos contrayentes.
1318
c) Israel, morada de Dios.
†œHabitaré en medio de los israelitas y seré su Dios…; los saqué de Egipto para habitar en medio de ellos† (Ex 29,45s; cf Lev 26,1 is). Israel es el lugar de la presencia de Dios en el mundo. Dios está en medio de su pueblo, con él y †œpara†™él (Ex 33,16; Ex 34,9 Núm Ex 35,34; Dt 2,7; Dt 31,6). A ese pueblo se le ha confiado manifestar la acción de Dios, es decir, que Dios está presente y vela por los suyos, los guarda, los protege, los salva (Dt 32,6-14). Por su parte, en cuanto contrayente de esa alianza y con ese pueblo, Dios se confí­a a la historia de aquel pueblo, y la historia de Israel se convierte así­ en la historia de Dios.
1319
3. La función de Israel-Iglesia en EL mundo,
1320
a) Separado de los demás pueblos.
En la pluralidad de expresiones del AT -unas veces un universalismo palpable, otras una cerrazón extrema- destaca y permanece constante la separación de Israel de los demás pueblos, juntamente con su santidad; por otra parte, †œsantificar† es lo mismo que †œseparar†™.
1321
b) Israel al servicio de los pueblos.
Elegido (separado, †œsantificado†), Israel tiene que manifestarse digno de la misión que Dios le ha confiado. Elección que es también juicio permanente de responsabilidad: †œSólo a vosotros escogí­ entre todas las familias de la tierra; por eso os pediré cuentas de todas vuestras iniquidades†™ (Am 3,2). La misión y la responsabilidad conducen a Israel a atestiguar y a propagar la salvación. Es misionero por el mero hecho de habitar entre los pueblos, pero lo es más aún en cuanto constituido en fuente de bendición para todos ellos (cf Gen 12,lss).
Instrumento de servicio a Dios para la mediación salví­fica, Israel ha recibido las dotes tí­picas para ello:
mediador real (Dn 7,13 1s55,3ss), sacerdotal (Ex 19,5s)y profético (Sb 18,4; Is 42,6; Is 42,19; Is 49,8). Esta mediación, además, se ejerce en provecho de todos los pueblos, y especí­ficamente en la intercesión, como Abra-hán (Gn 20,7; Gn 20,17 cf Gn 18,23-32), o Moisés (Ex 8,4; Ex 8, Ex 24-27), o el †œsiervo de Dios, que †œintercedió por los pecadores† (Is 53,12). Del mismo modo, Israel †œreza† por el paí­s de su destierro (Jr 29,7; Ba 1,11) y alaba a Dios delante de todas las gentes (Is 12,4s; cf Tob 13,3s; Sal 96,3; Sal 105,1; Is 43,21; Is 48,20). De este modo se convierte en evangelizador y todos los pueblos se ven implicados en la salvación (Salmos; Jr 1,10; Jr 16,21 Déutero-lsaí­as). Todas las naciones tendrán así­ la experiencia del Dios de Israel y le honrarán (IR 8,43; Sal 87,4 etc. ).
1322
II. LA IGLESIA DE CRISTO EN EL NT.
La llegada del mesí­as, Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, glorioso y sentado ahora a la derecha de Dios, determinó el NT y la fundación de su Iglesia.
1323
1. LOS TERMINOS EXPRESIVOS DE la Iglesia.
Iglesia. Equivale a †œconvocación†™, †œcomunidad†™ (Del AT/supra 1, le). Excepto Ac 19,32.39s, en el NT tiene siempre un sentido cristiano; es decir, indica, bien la Iglesia universal, bien la Iglesia local (también en plural), bien las reuniones de los fieles. Frente a synagoghe, que se definí­a siempre más bien como cuestión de los judí­os y casi como sí­mbolo del judaismo, ekklesí­a identificaba a la nueva comunidad como lugar de salvación escatológica, aunque manteniéndola profundamente vinculada a los datos del AT. Ekklesí­a actualiza así­ el valor de †œcomunidad convocada† por Dios (AT) mediante Cristo Jesús y su obra. †œIglesia de Dios† subraya la continuación con la qahalde la antigua economí­a, sea cual fuere el origen de esos creyentes; †œIglesia de†™ Cristo† o †œmí­a†™ pone de relieve el dato escatológico que ha llegado con el mesí­as y †œsu comunidad, incluida la efusión del Espí­ritu ya prometido.
Pueblo de Dios (o †œmí­o†). Más bien raro: gracias a la referencia constante a citas del AT, esta denominación identifica a los creyentes en Jesús con los datos atribuidos al †œpueblo de Dios† del AT, haciéndolos así­ herederos y continuadores suyos.
Los creyentes, los fieles. Estos dos términos son bastante frecuentes y equivalentes: son las diversas formas del verbo pistéuo, que se usa con diversos matices. Se pone de relieve la confianza que el hombre tiene en Jesús o en †œel Señor, haberlo acogido en la propia vida como orientación y elemento vital de la propia existencia. Creer o hacerse fiel es un don del Espí­ritu Santo (Ga 5,22), que sigue a la conversión y al bautismo (Hch 2,38) y que lleva consigo la salvación.
Los discí­pulos. Este término pone de manifiesto que la vida del cristiano recoge las caracterí­sticas del propio maestro, Jesús Señor, copiando su existencia(cfMc8,34s10,21 .43ss;Lc 22,26ss; Jn 12,26). Al mismo tiempo se insinúa la mera funcionalidad del / apóstol y del didáskalos, se confirma la presencia constante y activa en la tierra del Señor en quien se cree, y que no sólo se celebra en la eucaristí­a, sino que se guarda siempre como presente en uno mismo durante toda la vida, ai cual se pertenece y del cual se recibe la salvación.
Los hermanos. Es el apelativo quizá más frecuente entre los cristianos (unas 100 veces). Ciertamente se observa en él la influencia hebrea. †œHermanos† de Jesús son los creyentes que le acogen y que cumplen la voluntad del Padre (Mt 12,46-50; Mc 3,31-35; Lc 8,19-21), nacidos también de Dios (Jn 1,13) e hijos del Padre (Jn 1,12), de manera que toda la comunidad cristiana resulta ser una verdadera †œcomunidad de hermanos† (IP 5,9), de los que Jesús es el †œprimogénito† gracias a la resurrección (Rm 8,29).
Los salvados. Más que el término (sólo Hch 2,47), es la idea de salvación la que está difundida en todas partes. Se comprende a la luz del AT y de las esperanzas escatológicas ligadas al mesianismo, configuradas, por tanto, en Jesús mesí­as y constituido Señor en la resurrección; los que lo aceptan y se hacen suyos, recibiendo el bautismo en su nombre (Hch 2,38) pueden llamarse †œlos salvados†; sin embargo, sólo están salvados †œen esperanza† (Rm 8,24) [1 Redención].
†œEl camino †œ. El uso absoluto del †œcamino† para indicar la comunidad de los creyentes es una caracterí­stica de los Hechos (9,2.5.14.21; 19,9.23; etc.). Al designar a la Iglesia como †œel camino† y al definirse como †œlos del camino†, los cristianos intentan representar gracias a su fe ese modo de ser y de obrar que asegura la salvación. †œEl caminó de Dios† es el que se identifica con el cristiano.
†œSanto†, †œlos santos†. Teológicamente esta denominación se relaciona con todo lo que el AT decí­a del †œpueblo santo†, de la †œasamblea santa†, de los †œsantos† en relación con el culto, etc. Es lógica la conexión de esta denominación con Dios el san-tificador, con Cristo santificador y, especialmente, con el Espí­ritu Santo, al que se atribuye la santificación en particular.
†œLos elegidos†™ Término relacio-nadocon la santidad; sirve para subrayar hasta qué punto la Iglesia y sus miembros son el fruto de la libre voluntad divina que actúa en ellos [1 Elección].
†œLos llamados †œ. Toda la vida del cristiano está bajo el signo de la ¡vocación; la misma raí­z verbal vincula la †œllamada† con la †œIglesia† o convocación, asamblea reunida para él-culto de Dios! Este nombre subraya particularmente el origen de esta †œconvocación†: la voluntad de Dios y su obra.
†œLos que invocan el nombre del Señor†, De JI 3,5 (LXX) = Ac 2,21 (cf 2,39s). Expresa la †œsalvación† mediante Jesús Señor. El acento recae bien en la unidad de fe y la identidad de †œcredo†, bien en la adhesión del hombre -de cualquier hombre- al plan salví­fico de Dios.
†œLos: cristianos†. Derivado del nombre Christós, †œungido† o mesí­as, describe a los †œcristianos† como los que acogen al mesí­as, es decir, los indica como †œmesianistas†. La comunidad (de ámbito helenista) manifiesta también así­ su propio convencimiento escatológico respecto al mundo.
1324
2. Las imágenes figurativas de la Iglesia.
El lenguaje figurado, tan caracterí­stico del mundo semita, nos revela no poco sobre el misterio de la Iglesia.
1325
a) Présente en el mundo.
†œVosotros sois la luz del mundo† (Mt 5,14-16). Mediante los cristianos, la Iglesia está puesta en el mundo y para el mundo, cumpliendo ló que estaba previsto para el futuro Israel. Por otra parte, Jesús es †œla luz del mundo† (Jn 1,5-9; Jn 8,12 12,35s. Jn 46; Mt 4,16 = ls9,1). El compromiso de la Iglesia en las vicisitudes del mundo aparece ya en los relatos sinópticos de la vocación de los primeros discí­pulos Mt 4,19; Mc 1,17). Lo mismo se deduce del discurso de misión que ve a los discí­pulos enviados como †œovejas entre lobos† (Mt 10,6; Lc 9,2), proclamadores del reino (Mt 10,7; Lc 9,2) como lo fue Jesús( Mc 1,15 y Mt 4,17) y continuadores de su obra (Mt 10,17-22; Mc 13,9-13; Lc 21,12-8 Ac 7,59s), presencia en la tierra del Padre celestial (Mt 5,16), ejecutores de la misión recibida del Señor (Mt 10, 7 Mt 28,18-20). La Iglesia tiene su sede en el mundo, está presente en él como una realidad concreta y visible; pertenece al tiempo, interesa a los hombres y a su existencia actual terrena. Pero, lógicamente, con vistas al reino de Dios, del que vive de alguna manera, pero del cual está también a la espera, cuando se constata que su misma oración lo invoca todos los dí­as con el †œvenga a nosotros tu reino† (Mt 6,9; Lc 11,2).
1326
b) En crecimiento.
†œEl reino de Dios es como un grano de mostaza… Es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece, es la†™mayor de las hortalizas y se hace árbol…† (Mt 13,31s;cf Mc 4,3Oss; Lc 13,18s). Su desarrollo es tan grande que †œlas aves vienen y anidan en sus ramas† (y. 32; para esta imagen, Dn 4,7-9; Dn 4,17-19; Ez 7,1-10; Ez 7, Ez 31,1-14). El objeto de la semejanza es el crecimiento: la institución tendrá unos comienzos muy modestos, pero le espera un gran desarrollo. Y éste, a su vez, parece asegurar una profunda cohesión y una total continuidad entre los mismos comienzos -Cristo, su enseñanza y su obra- y las sucesivas expansiones.
Es análoga la enseñanza sobre el crecimiento de la Iglesia que nos ofrece la parábola del sembrador, con los diversos rendimientos de la semilla caí­da en tierra buena (Mt 13,1-9 y su relectura en 13,18-23). Los terrenos diferentes son un mundo humano, visible y sumamente concreto, pero también
heterogéneamente dispuesto para con †œla palabra del reino† (Mt 13,19); en él, tan sólo una parte, quizá la menor, presta verdaderamente atención y comprensión a la palabra (y. 23a), y también en ésta †œel fruto† que se produce no es más que el †œciento, sesenta y treinta por uno† (y. 23b). En esta misma dirección va igualmente la breve alusión o ejemplo parabólico de la levadura (Mt 13,33), figura de aquella virtualidad inicial escondida en lo í­ntimo del corazón humano y destinada a crecer y a manifestarse como reino de Cristo en la tierra, como Iglesia en crecimiento gracias a la acción escondida e interior de Dios y de su Hijo que derraman sobre la humanidad el don escatológico del Espí­ritu.
1327
c) Los diversos llamados.
Muy instructiva es la parábola de los invitados a las bodas: Mt 22,1-14 y Lc 14,15-24. En las tres etapas a través de las cuales fue pasando -en labios de Jesús, en la tradición de la comunidad, en el evangelista-, la enseñanza es siempre la misma: Dios llama gratuitamente a la salvación me-idiante Jesús. La respuesta es negativa por parte de los privilegiados del rei-???, mientras que †œlos excluidos, los que carecen de derechos (los pobres, los pecadores, las meretrices; luego los paganos, en la segunda etapa:
vv. 6-7 de Mt), dan una respuesta positiva; ni los que se resisten ni los que no se convierten pero no obran en consecuencia (el traje nupcial de la tercera etapa) se.salvarán de hecho; por su parte, la Iglesia recoge en su seno a todos tos llamados, para presentarlos ante el rey para el examen escatológico (tercera etapa) antes del banquete eterno (que tiene su anticipación sacramental en el banquete eucarí­stico). De este modo los marginados serán -y lo son de hecho- los privilegiados del Dios de la misericordia. Bastanteparecida a la anterior es la parábola de los viñadores infieles: Mt 21 33-44 (Mc 12,1-11; Lc 20,9-18 ). La parábola de Mt 20,1-16 -los obreros de la viña- se fija en aquel (Dios) que los llamó y en su í­ndole inconcebible e inexplicable de bondad generosa.
1328
d) En espera de la parusí­a.
También las parábolas (o ejemplos) que acabamos de mencionar contienen algunas indicaciones sobre la esperanza de la parusí­a. Pero sobre todo aparecen en el llamado apocalipsis sinóptico (Mt 24,1-36) con las parábolas-imágenes del retorno (Mt 24,37-51; Mt 25,1-46 par). Esos dos capí­tulos son una evidente invitación a la vigilancia de los creyentes respecto a los acontecimientos últimos o la †œvenida del Hijo del hombre†. En ellos se propone todo en imágenes y con diversas escenas según su género literario. Sin embargo, es posible captar ahí­ no pocas lí­neas de mensaje; por ejemplo, la dimensión terrena o temporal de la Iglesia y su vida en el tiempo y en el mundo, a pesar de ser también celestial; su ser humano, cargado de seriedad, tanto a nivel personal como comunitario; la parusí­a vista como el momento decisivo de la historia del hombre, el momento en orden al cual se emplea toda la vida, momento que abre un futuro mientras escruta y sopesa el pasado, es decir, el tiempo de la existencia terrena.
Consiguientemente, el elemento escatológico continuamente presente en la existencia terrena del hombre, y por tanto la necesidad de la vigilancia para rio vernos sorprendidos en el dí­a del juicio final, así­ como la necesidad de la actividad y de la diligencia para equiparnos con obras idóneas en orden al juicio. La fidelidad, la perseverancia, la confianza, la prudencia son las virtudes que animan a la Iglesia y que distinguen a los cristianos, poniéndolos en condiciones de actuar con suma tranquilidad y sin desasosiego, serenos frente a la imprevista irrupción final.
1329
3. Las figuras que más directamente DEPENDEN DEL AT.
1330
a) La Jerusalén celestial.
Largamente preparada en el AT, especialmente después del destierro, mediante una creciente idealización teológica y espiritualización (Is 27,13; Is 60,1-9; Is 60,11; Is 60,18; Tb 14,5 Si 36,12s; cf también Ex 25,40 para el santuario) hasta hacerse invisible, celestial, etc., la Jerusalén ideal es identificada con la Iglesia, misterio escondido en Dios y manifestado ahora mediante el ministerio de los apóstoles (Rom 16,25s; Col 1,26-29 Ep 3,lOss), Jerusalén celestial a la que ya desde ahora tienen acceso los cristianos (cf Heb 12,22s, especialmente en el contexto). Lo mismo vale para Gal 4,24-29 (Flp 3,20). Es bastante rica esta temática en Ap (3,12; 12,ls; 21,2; etc.). Hay que añadir además los numerosos textos pro-féticos: el nuevo cielo y la nueva tierra (Is 65,17; Is 66,22), la nueva creación (Is 41,4 43,18s; Is 44,6), los nuevos nombres (Is 62,2), la nueva paz entre los hombres y los animales (Ez 34,25)…, que encuentran su cumplimiento en la nueva Jerusalén que baja del cielo, presencia de Dios entre los hombres, constitución de un pueblo que sea de Dios y del que Dios toma posesión: †œEl habitará con ellos, ellos serán su pueblo† (Ap 21,3). También Mt 24,29.35; Ac 3,21; 2P 3,13, y Ap 21,1 se expresan en términos de cielo nuevo y de tierra nueva. Mientras lleva ya en sí­ misma la realidad de la Jerusalén celestial, la Iglesia experimenta ampliamente -y todo el Apocalipsis es testimonio de ello- las dificultades de un recorrido erizado de obstáculos, persecuciones y tentaciones, a las que se ve expuesto el creyente antes de formar parte del cortejo del cielo.
1331
b) La novia, esposa virgen, madre.
Las tres imágenes tienen matices propios, pero todas ellas se derivan de la misma representación veterotestamentaria de la nación o del pueblo como una mujer de la que son hijos los creyentes -el pueblo2S 20,19; Sal 87,5; Is 54,1) o de la que Dios mismo es novio y esposo.
En las grandes cartas paulinas, la Iglesia como novia está presente sólo en 2Co 1 l,2s: †œOs he desposado con un solo marido, os he presentado a Cristo como una virgen pura†. Más conocido es Ep 5,24-32, donde la relación de la mujer con el marido se equipara a la de Cristo con la Iglesia bajo diferentes aspectos, aunque su verdadera realidad sigue siendo todaví­a un †œmisterio† calificado como †œgrande† (Ef 5,32). En el Apocalipsis la Jerusalén escatológica, la †œnueva†, †œbajada del cielo del lado de Dios† y †œdispuesta como una esposa ataviada para su esposo† (Ap 21,2), se representa como desposada no de Dios, sino del Cordero (1 9,7s; 21,9; cf 22,17). En Gal 4,26, en el conjunto de la alegorí­a de 4,21-5,1, Pablo ve en Sara el sí­mbolo del testamento nuevo, de la comunidad de los creyentes o Iglesia; identificándola con la †œJerusalén celestial†, la llama †œnuestra madre†: la ciudad celestial es aquella que engendra a los creyentes, que son sus hijos y sus testigos en la tierra (Ap 12,2; Ap 12,17).
1332
c) El rebaño.
†œNo tengáis miedo, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha decidido daros el reino† (Lc 12,32): el reino de los santos, el esca-tológico (Dn 7,27). †œComo corderos en medio de lobos† (Mt 10,16; Lc 10,3), ese rebaño es enviado en medio de asaltantes que intentarán dispersarlo, como dirá más tarde Pablo en Mileto (Hch 20,17; Hch 20, . Otros enemigos, otros lobos se vestirán incluso ovejas para dañar al rebaño desde dentro (Mt 7,15). El mismo Jesús se considera el enviado las ovejas perdidas Israel (Mt 15,24; cf 10,6); pastor que acude en ayuda las ovejas perdidas (Mt 9,36; Mc 6,34; cf Ez 34,5) y que tendrá que ser herido, según la profecí­a Za 13,7, citada en Mt 26,31; Mt 26, pastor que tendrá también la función juez, puesto que al final los tiempos se colocará entre las ovejas y las cabras para pronunciar la sentencia eterna (Mt 25,32s).
Esta imagen es bastante elocuente: los creyentes en Jesús son ahora objeto de las atenciones que el AT describí­a en relación con el rebaño-Israel. En el AT era Dios el que guiaba el rebaño de su pueblo, unas veces de forma directa (Sal 74,1; Sal 79,13; Sal 100,3 Miq Sal 7,14) eincluso asumiendo el tí­tulo de †œpastor† (Sal 23,1; Sal 90,2; Gn 48,15; Gn 49,24), y otras veces guiándola †œpor mano de Moisés† (Sal 77,21 o de otros (Josué, David…). Ahora, en cumplimiento de Ez 34,23s (Jr2,8), Jesús es el nuevo pastor, y los suyos en tanto se llamarán y serán pastores en cuanto que reciban de él la misión, anunciando como él la venida del reino (Mt 10,7; Lc 9,2; Mt 4,17; Mc 1,15).
Jn 10 destaca sobre los demás textos en cuanto a la imagen del rebaño. En realidad, más que el rebaño, es el pastor el que se encuentra en el centro de la atención; sin embargo, de rechazo, se dice mucho sobre el rebaño, y la parábola-alegorí­a pasa de ser cristológica a ser igualmente eclesiológica. El rebaño recuerda al de Ez. 34,3, oprimido e instrumentalizado por los intereses de personas indignas, a las que se opone y sustituye Jesús, mediante el cual el rebaño †œtendrá la vida† y la tendrá †œen abundancia† (Jn 10,10 ). Efectivamente, él, y no los otros, es el †œbuen pastor† (Jn 10,11), tan amante de su rebaño (que es también †œrebaño del Padre†: y. 29) que †œda su vida por las ovejas† (vv. 11.15), lo cual se transforma para ellas en †œvida eterna†, de manera que †œno perecerán jamás† (y. 28). Todo esto garantiza al rebaño la continua presencia del Padre y del Hijo, la seguridad de permanecer en Dios, y se refiere además a las ovejas †œque no son de este redil†, es decir, a las que provienen del mundo pagano (y. 16): todas ellas formarán †œun solo rebaño† bajo †œun solo pastor†.
1333
d) La vid.
La vid (o la viña) encuentra ya una discreta presencia en el NT en las parábolas antes mencionadas [111, 2c]. La viña, aclara Mt 21,43, es †œel reino de Dios†. Esta imagen se articula y resulta fecunda ya en el AT:
véase, porejemplo, Os 10,1; 1s5,1-7; 27,2s; Ps 80,9-19; Jer2,21; 5,10; 8,13; 12,10; Ez 15,6; 19,10-14 (supra / 1 ,2a). Las atenciones de Dios para con su pueblo no tienen lí­mite, lo mismo que su amor y su fidelidad. También los castigos tienden a avivar la conciencia del pueblo en cuanto elegido y amado por Dios, rodeado de atenciones y de ternura sin lí­mites.
La alegorí­a de la viña, o mejor de la vid, alcanza su forma más expresiva en Jn 15,1-6 con el apéndice eventual de los versí­culos que siguen y que en cierto modo le hacen eco. †œYo soy la vid verdadera y mi Padre el viñador† (y. 1). La alegorí­a carece de ambigüedad; es aclarada por el que la propone: †œYo soy la vid, vosotros los sarmientos†(v. 5); y se completa en los personajes que la animan. La Iglesia está unida a Cristo, lo mismo que el sarmiento a la vid; por la Iglesia corre la savia vital de Cristo, vive la misma vida de Cristo. El estar separado de Cristo-vid es la muerte, la perdición, †œel fuego† (y. 6); unidos a él, damos †œmucho fruto†(v. 5); más aún, la relación con Cristo, a diferencia de lo que sucede entre el sarmiento y la vid, es recí­proca: †œSeguid unidos a mí­, que yo lo seguiré estando en vosotros† (y. 4), como para indicar que la figura de la vid no es más que una imagen, y que la realidad que intenta tansmitir es mucho más profunda. Se trata realmente del amor eficaz de Cristo a su Iglesia (vv, 9-17), según la voluntad y la obra salví­fica querida por el Padre (†œel viñador†™Val que se refieren, de forma propia, tanto la vid como los sarmientos). Un amor que garantiza la escucha de toda plegaria (y. 7) que se exprese en nombre del Hijo(v. 16); un amor que pasa primero por entre el Padre y el Hijo, luego une al Hijo con los suyos y, finalmente, los califica a éstos por el intercambio mutuo del mismo amor (vv. 10.12s. 15.17).
1334
4. Las alegorí­as cristianas.
1335
a) Algunas indicaciones del Apocalipsis.
La Iglesia terrena (Ap 2-3) está contemporáneamente presente en el cielo, †œalrededor del trono†, representada por los veinticuatro ancianos (4,4), es decir, los doce patriarcas más los doce apóstoles que ejercen conjuntamente el servicio sacerdotal y real. La liturgia celestial (Ap 5,6ss) es el prototipo de la que la Iglesia terrena desarrolla entre los hombres. Para el Ap no existe una clara distinción entre el ahora y el futuro. El cordero, el Cristo muerto y resucitado, tiene en sus manos los destinos de la historia en el tiempo; lo que se va realizando aquí­ abajo no es más que la manifestación de un plan victorioso de salvación, el aspecto visual de lo que sucede gracias a aquel †œque nos ama y nos ha lavado de nuestros pecados con su propia sangre† (1,5).
Hay que recordar además la larga serie de los 144.000 sellados, los †œservidores de nuestro Dios† (7,3s), los preservados (y por tanto salvados) de los azotes simbolizados en los siete sellos; y sobre todo, la alegorí­a de la †œmujer vestida de sol† (12,1), en lucha, ella y su hijo, contra el †œdragón color de fuego, con siete cabezas y diez cuernos† (12,3), junto con toda la compleja simbologí­a sobre la Iglesia, los creyentes, el desierto, etc.

1336
b) Plantación y campo de Dios.
1 Co 3,6-8 ofrece una breví­sima parábola-alegorí­a: Pablo ha plantado, es decir, fundado, la comunidad de Corinto, Apolo regó el terreno, †œpero quien hizo creer fue Dios†; los cristianos, en cuanto comunidad, son el jardí­n, el huerto, †œel campo de Dios†, en el que se trabaja constantemente (griego, gheorghion, y. 9, ya raro en los LXX y sólo aquí­ en el NT). Más que a la metáfora vetero-testamentaria de la plantación-viña, 1 Co 3,6-8 par,eqe referirse a la del †œplantar y edificar† (cf Jer l,9s; 18,7-9; 24,6; 38 [TM 31],45; etc.), como se afirma expresamente en el versí­culo 9b: †œVosotros, labrantí­o de Dios, edificio de Dios†; y como los versí­culos 6-8 introducen la metáfora del cultivo, así­ los versí­culos 10-15 desarrollan la de la construcción. Dios mismo es el que comienza y prosigue la obra y el que trabaja continuamente en ella; cualquier otro, incluso Pablo, no es más que colaborador. La intervención directa de Dios se contrapone a la actual situación de abandono y de opresión, y acentúa de este modo la gracia y la bondad del salvador.
En otro pasaje Pablo recurre expresamente a la imagen de la plantación; en Rom 11,17-24, cuando habla del olivo silvestre injertado en el olivo bueno. De forma análoga al pasaje de ICar 3,la, metáfora de la plantación, insiste en la unidad del pueblo cristiano, cuyo cultivo y cuyos frutos corresponden propiamente a Dios, no sin la †œcolaboración† de los predicadores o apóstoles.
1337
c) El edificio, o construcción.
La metáfora ya mencionada de 1 Cor 3,9 se desarrolla y se determina en los versí­culos siguientes: su †œfundamento (…) es Jesucristo† (y. 11). Se pensará, pues, en un edificio sagrado, en un templo. Lo cual se subraya en el versí­culo 16: †œ,No sabéis que sois templo de Dios y que el Espí­ritu de Dios habita en vosotros?†. Y refiriéndose probablemente al lenguaje del edifi-car-destruir, continúa en el versí­culo 17: †œSi alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él; porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo† (1Co 6,19; 2Co 6,16).
La imagen de Cristo como piedra de construcción aparece varias veces. Ella es la que afianza el edificio levantado por encima, la que le da solidez y santidad. En esta imagen concurren tres textos del AT interpretados en clave cristológica (ecle-siológica). El Ps 117,22 (LXX): Israel es la piedra descartada y sin valor alguno, pero que ha quedado altamente valorada y honrada por la salvación experimentada que ha recibido de Dios. Mt 21,42 (Mc 12,10 Lc 20,17s) y Ac 4,11: Jesuses piedra angular y fundamental gracias a su resurrección y exaltación, después de haber sido †œdescartado† y †œreducido a la nada† en su pasión y muerte. Para 1P 2,4-8 tenemos un acento cristológico diferente (Mt 21,44). El segundo texto es el de Is 28,16: es Dios el que salva al pueblo; él es el que ha construido a Sión, poniendo de cimiento †œuna piedra probada, una piedra angular, preciosa, bien asentada. El que crea, no vacilarᆝ. 1 P 2,4-7 asocia a los cristianos a Cristo, †œpiedra escogida angular†. También 1s8,14 se le aplica a Cristo en 1P 2,8: end AT la †œpiedra de ttopiezo† era Dios: contra él iban a chocar todos los que no creí­an; aquí­, por el contrario, y en Rom 9,32s el que se convierte en tropiezo es Jesús, escándalo para los que †œno quieren creer en el evangelio†.
Gracias a esta imagen de Cristo, piedra puesta como fundamento, también la predicación misionera de Pablo es un edificio sagrado que es construidor(Rm 15,20), mientras que la relación de mutua caridad de los cristianos es definida como un †œedificar†(Rm 15,2). Al mismo tiempo, los cristianos, como †œpiedras vivas† adheridas a la †œpiedra viva† (1 Pe 2,4s), forman todos juntos una Iglesia que puede compararse con un edificio sagrado, con el templo. En esta edificación concurrirán no sólo el Cristo fundamento, sino también la obra de Dios y la del Espí­ritu (cf también Ef 2,19-22).
1338
d) Cuerpo de Cristo.
Es la expresión más densa que en el NT encierra todo el sentido de la Iglesia en sus relaciones de unión con Cristo. Su formulación se limita solamente a la teologí­a paulina; pero tendremos que recordar también aquí­ todos esos sí­mbolos o figuras que aparecen en el NT y que de alguna manera la clarifican: por ejemplo, la vid y los sarmientos (Jn 15,1-8), el edificio espiritual, la esposa y el cordero… Habrí­a que tener también en cuenta las expresiones de la unión fieles-Cristo mediante las preposiciones †œen† o †œcon†. Sobre todo habrí­a que considerar el valor del cuerpo individual de Jesús, del Jesús terreno y glorioso, con el que los cristianos se identifican de manera ciertamente mí­stica, pero también muy real, en la eucaristí­a, experiencia de la que se aprovecha la Iglesia y de la que vive desde que Jesús le confió este memorial (1 Co ll,24ss), orientación y anticipación del encuentro escatológico que la Iglesia aguarda y prepara
ico 11,26).

Experiencia que desde siempre ha acompañado a la vida de la Iglesia, es posible que la eucaristí­a, cuerpo de Cristo partido y distribuido a los fieles bajo el signo del pan, no haya tenido alguna repercusión en estos textos. Más aún, es probable que la metáfora-alegorí­a de la Iglesia cuerpo de Cristo haya encontrado su punto de partida precisamente en esta experiencia. Es un hecho que el primer testimonio de la Iglesia cuerpo de Cristo se encuentra a propósito de la eucaristí­a: †œPuesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan† (1Co 10,17). La unión, aunque mí­stica, es tan real como lo es el cuerpo del Señor en la eucaristí­a. Y se da una especie de analogí­a entre la eucaristí­a y el bautismo. Ya desde el principio de la Iglesia, también el bautismo, aunque bajo otra forma, nos une con la muerte de Cristo (Rm 6,3), nos †œsepultajunto con él† (y. 4), nos permite †œllegar a ser una misma cosa con él por una muerte semejante a la suya† (y. 5), causándonos una verdadera muerte al pecado y a la ley (Rom 7,4ss). Así­ pues, hemos sido bautizados en el único cuerpo de Cristo, formamos una unidad fundamental con él (Ga 3,28). Es evidente la analogí­a con los efectos de la eucaristí­a. Esto mismo podrí­a repetirse a propósito de la resurrección: la resurrección de Jesús lleva consigo la nuestra. San Pablo lo expresa con claridad cuando afirma que el Espí­ritu -el mismo que resucitó a Jesús- deposita en nosotros una semilla de resurrección tal que resucitaremos a imagen del cuerpo resucitado de Jesús ico 15,40;Rm 8,11).
Animados por el mismo Espí­ritu que está también en Jesús y alimentados del mismo pan que es eí­ cuerpo real, aunque espiritual, de Cristo, los cristianos forman juntos un solo cuerpo, que es el cuerpo del Señor. Ciertamente Pablo utiliza el conocido apólogo helenista del cuerpo y de los miembros, recogido de Esopo y aplicado al orden social por Menenio Agripa. Podemos volver a escucharlo de forma transparente, pero totalmente centrado en el †œsolo cuerpo de Cristo†, en Rom 12,3-6. Análogamente, y quizá todaví­a más especí­ficamente, se habí­a expresado en ico 12,11 s. El cuerpo humano reduce a la unidad la pluralidad de miembros de que está compuesto el cuerpo. La frase †œasí­ también Cristo† del versí­culo 12c tiene que completarse de este modo: así­ también Cristo tiene muchos miembros y reduce a la unidad en su cuerpo a todos los cristianos (como en Rm 12,5). El desarrollo de los versí­culos 13-14 confirma esta interpretación: Cristo es el principio de unidad de su cuerpo. Si luego, en el versí­culo 13b, se lee una referencia a la eucaristí­a (†œtodos hemos bebido…†™), entonces estos dos sacramentos de la unidad
-bautismo y eucaristí­a- se mencionan aquí­ para afirmar la evidencia de nuestra unión espiritual y real con Cristo (como ya en 10,17; cf 10,4). El largo desarrollo figurado de los versí­culos 15-26 y la conclusión en el versí­culo 27 lo vuelven a remachar: †œAhora… vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno por su parte es miembro de ese cuerpo†.
En las cartas de lá cautividad resulta todaví­a más importante y variado el uso de la fórmula †œcuerpo de Cristo†. Por una parte, se conserva el tema precedente (Col 3,12-16; Ef 4, 1-7; Ef 5,30). Pero se ensancha la perspectiva, poniendo de relieve al Cristo resucitado y glorioso, acentuando sus funciones como †œcabeza† del cuerpo (y por tanto de la Iglesia) en su función cósmica como creador y como ser superior a los ángeles. Véanse especialmente Col 1,24 y Ep 1,22s, donde la Iglesia universal se identifica con el cuerpo resucitado del Señor. Otro tanto puede decirse de Col 1,18 (†œcabeza del cuerpo de la Iglesia†) y de Ep 5,23 (†œcabeza de la Iglesia† y †œsalvador del cuerpo†). Cristo es ke-phale, †œcabeza†, respecto al cuerpo, que es la Iglesia. Este término es propio de las cartas de la cautividad. Probablemente hay que entenderlo en el sentido de †œcabeza-jefe†, leyendo por tanto en él una especie de primací­a o de dominio o de causalidad de Cristo respecto a la Iglesia.
La Iglesia es †œla plenitud† de Cristo (griego, ?leroma) (Ef 1,23), una plenitud dinámica que tiende a la santificación de los cristianos mediante el mismo Cristo, ya que en él †œhabita corporalmente toda la plenitud de la divinidad† (Col 2,9). Por consiguiente, la Iglesia, cuerpo suyo, no podrá menos de estar repleta y perfeccionada en la santidad de Cristo y mediante él (Ef 4,16).
1339
5. Algunas notas teológicas.
1340
a) Comunidad de salvación escalológica.
Tal es la Iglesia desde sus comienzos. Esto se basa y corresponde a la convicción de que Jesús es el mesí­as prometido, que ha sido levantado ahora por la diestra de Dios y ha enviado el Espí­ritu: así­ Pedro en Ac 2,14-36 (especialmente los vv. 38-40; cf 4,lis; 5,31s). Análogamente, Pablo en su primer discurso
-programático- en Antioquí­a de Pisidia (Hch 13,23; Hch 13,26; Hch 13, , ai rechazar el anuncio Jesús mesí­as y salvador, los judí­os rechazan la †œvida eterna† que está contenida en ese mensaje (y. 46).
†œJesús es el Cristo† es la fórmula más primitiva de fe, reconocida antes de la resurrección: por ejemplo, Mc 8,29 (y variantes en par); Mt 16,20; 16,16; frecuentí­sima en el relato déla pasión, no menos que en los escritos de Juan, aunque con diferentes versiones, en las cartas pastorales y en los demás escritos del NT.
La Iglesia remacha constantemente su propia fe fundada en Jesús de Nazaret y en su misma experiencia en el tiempo. Proclama que ha superado ya las fronteras de la escatologí­a y que vive actualmente en un tiempo que es ya salvación, salvación escato-lógica, realización de las promesas y manifestación del plan salví­fico divino. †œPero cuando se cumplió (gr., llegó la plenitud, topleroma, del tiempo, Dios envió a su Hijo…†™(Ga 4,4). El, †œnacido bajo la ley†Q, satisfizo con la cruz las exigencias de muerte de esa misma ley:
†œSe entregó a sí­ mismo por nuestros pecados para sacarnos de este mundo perverso† (Ga 1,4). Con su cruz y después de ella ha dejado de existir todo aquello que constituí­a el mundo antiguo, marcado por el pecado (2Co 5,21; Ga 3,13). Recogiendo una distinción corriente en el judaismo, en donde †œeste mundo actual perverso† se opone al mundo venidero, es decir, escatoló-gico, que ha de inaugurar el mesí­as, Pablo declara que Jesús ha sido precisamente el que ha realizado este cambio: con Jesús y su muerte, el mundo actual ha encontrado su propio fin, su propia muerte. El nuevo mundo es una realidad en Cristo, gracias a su muerte, que ha †œcrucificado† al mundo actual y, consiguientemente, ha hecho del cristiano, por así­ decirio, un †œcrucificado para el mundo† (Ga 6,14).
1341
b) Comunidad fundada por Jesús.
Es precisamente esta fe mesiánico-escatológica, por la que la Iglesia tiene conciencia de ser la comunidad final de salvación, la que explica la manera con que ella elige, transmite y orienta las noticias relativas a la †œvida† de Jesús, su actividad y su propia fundación. En la actividad de su Maestro ella capta la realidad de su fundador, de aquel que con su acción y con su enseñanza lleva a su cumplimiento las antiguas promesas de salvación, confiándDIAS a la historia concreta de su comunidad. Antes de santificarla y de manifestarla mediante la efusión del Espí­ritu en pen-tecostés (Hch 2,23) y de confiarla a †œsus testigos† (Hch 1,8) con un mandato de evangelización universal (Mt 28,18-20), Jesús la fue preparando esmerada y atentamente durante su vida terrena.
De esta preparación de la Iglesia como comunidad hemos de ver una primera referencia en la †œgente† o †œmultitud† que rodeaba a Jesús: son †œlas ovejas dispersas de la casa de Israel† (Mt 10,6 cf Mt 10,23; Mt 15,24), †œel pueblo que yace en las tinieblas† (Mt 4,16 cf Mt 13,15; Mt 15,8). Pero son sobre todo indicativos los evangelios cuando hablan de los discí­pulos, para-los cuales la caracterí­stica esencial es la llamada o / vocación, la acogida de la palabra de Jesús y su seguimiento. Lo mismo hay que decir de los †˜doce†™, con su múltiple significado, especialmente mesiánico-escatológi-co [1 Apóstol! Discí­pulo], y con todas aquellas indicaciones embrionales, pero fundamentales, sobre aquello que nosotros llamamos †œlos sacramentos†. Al encargarse personalmente de preparar a †œsu Iglesia† (Mt 16,18), Jesús poní­a en camino a aquella comunidad de fe que a distancia de, algunos decenios (y ahora de varios siglos) se habrí­a de reconocer en aquella realidad del tiempo de Jesús, en aquellas enseñanzas, en aquellas experiencias. Gracias a la permanencia entre †œlos suyos† (Mt 18,20; Mt 28,20), él continúa la obra que fundó, la hace creer y desarrollarse, la va llevando poco a poco a su cumplimiento.
La Iglesia se manifiesta abierta a todos los hombres desde el tiempo de Jesús. A pesar de la afirmación de estrecho rigorismo nacionalista de Mt 15,24 (cf lO,5s y 8,12), lo que cuenta para encontrar a Jesús y ser su seguidores la fe (Mt 8,5-10; Mt 15,28). Al final, cuando tenga lugar la segunda venida, en la parusí­a, †œtodos los ?peA?R .serán llevados a su presencia† (25,32), mientras que los ángeles del juicio †œreunirán de los cuatro vientos a los elegidos desde uno a otro extremo del mundo† (24,31). Pero para toda la tradición evangélica el Hijo del hombre ha venido ya y ha comenzado también †œla cosecha† (el juicio). Para Mt, el nuevo Israel tiene ya en †œlos doce† sus epó-nimos y sus jueces, y en los discí­pulos (Mt 13,38) †˜los hijos† del reino que, gracias a la fe, provienen también del mundo de los paganos (Mt 12,18 = Is 42,1; Mt 12,21 = Is 42,4 LXX). Esta universalidad se hará manifiesta en la resurrección.
La escena final en el monte (Mt 28,16-20) es intencionalmente muy instructiva: †œa los once discí­pulos†, †œpostrados en adoración†, Jesús se les revela como el Señor universal, dotado de †œtodo poder en el cielo y en la tierra†, y por tanto autorizado para fundar por medio de ellos una comunidad universal de discí­pulos entre todos los pueblos: †œId y haced discí­pulos mí­os en todos los pueblos†. Son enviados, y por consiguiente constituidos †œapóstoles† para todos, sin excluir a nadie, para que todos puedan llegar a ser discí­pulos de Jesús. La Iglesia del evangelio es tanto la del Jesús terreno como la del Jesús resucitado.

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c) En los escritos joaneos.
El Jesús terreno y su obra de preformación de la Iglesia quedan filtrados por la vida de una Iglesia que ya ha evolucionado y que vuelve a proponerlos en términos de actualidad y de historia. Aunque nunca nos hablan explí­citamente de la Iglesia, estos escritos no pierden nunca de vista su naturaleza í­ntima, que consiste en la perfecta comunión entre sus miembros y por parte de éstos con Jesús. En estos escritos la Iglesia es siempre el grupo de discí­pulos, que en Ap se tiñe con el martirio. De suyo, la Iglesia equivale a †œcreyentes† (Jn 1,12; Jn 3,16; Jn 3,18; Jn 3,36; Jn 5,24 etc. ), aunque no todos los creyentes sean discí­pulos (Jn 4,39; Jn 4,41; Jn 4,53; Jn 9,38; Jn 11,27 etc. ). Sólo la fe une con lo que fue †œdesde el principio†(Unl,lss;2,7s;3,1l;2Jn4ss). Entre los creyentes hay algunos que soló creen superficialmente (en los signos: Jn 2,23), o tan sólo a escondidas (Jn 12,42; Jn 19,38); la verdadera fe, la de los discí­pulos auténticos y la de la Iglesia, se caracteriza por la relación con la palabra de Jesús (Jn 5,38; Jn 8,31; Jn 15,7 Un Jn 1,1), por el †œconocimiento† que viene de la fe (Jn 6,69) y que †œda mucho fruto† (Jn 15,8). Los †œdoce† son el modelo adecuado para los verdaderos discí­pulos (cf Jn 6,70, referido a los doce, con 15,16, dicho para los discí­pulos en general).
†œEntre Jesús y †œlos suyos† se da una unión muy í­ntima, en virtud de una presencia constante de Jesús y del! Espí­ritu con, por y en los discí­pulos (Jn 14,16s; 15,13; etc.). El es †œdesde el principio† la †œpalabra de la vida† para los creyentes en la Iglesia (1Jn 1,1 ss). Como comunidad de los creyentes, la Iglesia es la morada de Jesús y del Padre (Jn 14,23; Ap 21,3). La misma muerte de Jesús no es considerada, ni mucho menos, como separación o como lejaní­a de Jesús respecto a su comunidad; al contrario, mediante el Espí­ritu Jesús vuelve y permanece* continuamente presente en su Iglesia. Ese Espí­ritu es dado por Dios (1Jn 3,24); pero es también enviado por Jesús (Jn 15,26), como †œotro Paráclito† (†œotro† respecto a Jesús) y permanece †œpara siempre† con los discí­pulos (Jn 14,16); más aún, está †œdentro† de ellos (Jn 14,17 ). Esta intimidad tan grande y tan vital entre el creyente y Jesús se pone de manifiesto en el lenguaje figurado de la parábola alegórica del buen pastor(Jn 10,1-17) y en la metáfora de la vid y los sarmientos Jn 15,1-8): la Iglesia recibe su vida de Jesús; más aún, lleva dentro de sí­ la vida misma de Jesús.
Este lazo tan estrecho que la une a Jesús impone a la Iglesia la necesidad absoluta de la unidad interiory exterior. Tal es el objetivo de la obra de Jesús pastor (10,l4ss), el objeto de su oración (Jn 17,20), el fruto de su muerte (Jn ll,51s) y al mismo tiempo el instrumento elegido de evangeliza-ción en manos de los discí­pulos(Jn 17,21;Jn 17,23).
Unida y también única, es decir, Iglesia universal. Según Jn 4, la universalidad de la Iglesia formaba ya parte de la enseñanza terrena del Maestro, aun cuando hay claros indicios que atestiguan en el texto una evolución y una clave escatológica difí­cilmente originales (pero que al mismo tiempo confirman la interpretación universalista que hay que dar a todo el episodio). También tiene un aire universalista Jn 12,12-28: †œMirad cómo todo el mundo se va tras él†, es el comentario amargo de los fariseos (y. 19); pero también la interpretación universal del evangelista, que habla de †œalgunos griegos† (y. 20) y de la necesidad del ministerio apostólico para †œver a Jesús† (y. 21s).
Es evidente la misión: la Iglesia recoge y desarrolla en ella los datos originales de Jesús. Por medio de Juan Bautista (Jn 1,6; Jn 1,33; Jn 3,28), por medio de Jesús (enviado de Dios: Jn 3,17; Jn 4,34 etc. ) y por medio de los discí­pulos (enviados por Jesús: Jn 4,38; Jn 13,20). Estos continúan la misión misma de Jesús, el enviado del Padre; así­ pues, resalta allí­ el carácter mesiánico-escatológico, y al mismo tiempo teológico, de su enví­o (Jn 17,18 y especialmente 20,21).
También está presente en Juan el principio de la tradición: la enseñanza está garantizada por el Espí­ritu
(Jn 16,13s); más aún, es él mismo el que †œenseñarᆝ (Jn 14,26) y el que †œdará testimonio† (15,26) de
Jesús a través de todo lo que digan luego los discí­pulos, que serán también testigos suyos, puesto que
†œestán con él desde el principio† (15,27).
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Es además interesante la referencia al nuevo culto, es decir, a la era esca-tológica, representada aquí­ por la Iglesia: cf las bodas de Cana (Jn 2,1-11), leí­das en paralelo con la referencia al templo y con la interpretación siguiente (2,13-22); véase la afirmación sobre los †œverdaderos adoradores†, los actuales, esto es, los del tiempo de Cristo y de la Iglesia, que †œadorarán al Padre en espí­ritu y en verdad† (Jn 4,23). Jesús inauguró la hora escatológica de la verdadera adoración, la que continúa entre los que creen en él y en su misión. Entre los sacramentos, se habla particularmente del / bautismo (III) con agua y Espí­ritu Jn 3,1-12); al bautismo y a la eucaristí­a juntamente se alude en Jn 19,34 y en 1Jn 5,6ss: los dos brotan de la muerte de Jesús; ala / eucaristí­a (V) se dedica todo el capí­tulo 6. Hay que recordar igualmente el perdón de los pecados (Jn 20,23) [1 Reconciliación], verdadera y propia habilitación para un acto judicial por parte de los discí­pulos! apóstoles dentro de la comunidad.

También el mundo tiene su peso en la teologí­a de la Iglesia, aunque como contraste. †œElegidos y sacados del mundo† (Jn 15,59) y hasta en oposición a él (1Jn 2,l5ss), los discí­pulos no son†delmundo†(Jn 17,14), sino que, como Jesús, sólo han sido enviados al mundo (Jn 17,18). †œEn el mundo† están †œlas pasiones carnales, el ansia de las cosas y la arrogancia† (1Jn 2,16), la mentira, el pecado y la muerte (Jn 8). †œNosotros sabemos que somos de Dios, y que todo el mundo está en poder del maligno† (1Jn 5,19); los creyentes, ola Iglesia, son †œhijos de Dios†(Un 3,10) y cumplen la voluntad de Dios (1Jn 2,17). Los caminos y los objetivos del mundo son fatales para los discí­pulos (Jn 12,35 14,4s), para que no se hagan †œdel mundo†, Jesús le pide al Padre que los †œpreserve del mal† (Jn 17,15). También hay que luchar contra el demonio: Jesús ha venido a †œdestruir las obras del diablo† (1Jn 3,8), es decir, el pecado, †œporque el diablo es pecador desde el principio†(Un 3,8). Los creyentes, gracias a su fe, †œhan vencido al mundo† (1Jn 5,4), mientras que la palabra de Dios que mora en el cristiano es la que †œha vencido al maligno† (1Jn 2,14).
Pero el mundo y el maligno han logrado, sin embargo, penetrar en la Iglesia mediante las herejí­as. En la comunidad hay muchos †œanticristos† (1Jn 2,18; 1Jn 2,22; 1Jn 4,3; 1Jn 4,6; 2Jn 7) y muchos falsos profetas (1Jn 4,1), que son un motivo de perversión para los miembros de la Iglesia (1Jn 2,26 cf 1Jn 3,7). El error recae sobre Jesús (docetismo: Un 2,22; 4,2s) y manifiesta una falsa concepción del pecado (1Jn 1,8; 1Jn 3,4; 1Jn 3, . Estos falsos profetas son excluidos la comunión eclesiástica (2Jn lOs); es natural que así­ sea, puesto que †œno tienen Dios† (2Jn 9). La Iglesia, sin embargo, aunque tentada y sometida la prueba, permanece fiel: †œSe disipan las tinieblas y la luz verdadera brilla ya† (1Jn 2,8).
Fiel y victoriosa sobre las tentaciones y en medio de las tribulaciones, triunfante gracias a Dios y al Cordero, segura en el tiempo y para siempre,, la Iglesia es el tema constante y la idea central del Ap. Heredera del antiguo Israel, consciente de realizar el plan divino de la salvación, es presentada desde el principio como la comunidad de los redimidos (1 ,5b; cf 1,8), convertida en un †œreino de sacerdotes para su Dios y Padre† (1,6 = 1s61 ,6;cf5,9s; 14,3s; 20,6). Es la Iglesia de Jesucristo. Realiza todo lo que habí­a sido dicho del antiguo Israel, del †œpueblo de Dios† (18,4; Is 52,11). La alianza antigua con Israel, formulada en los tiempos y en los términos más variados, se establece ahora de manera definitiva con la Iglesia considerada como el nuevo y eterno Israel, tan totalmente representativa que figura como la ideal †œciudad santa, la nueva Jerusalén, que baja del cielo del lado de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su esposo† (21,2; Is 61,2) [1 Juan: evangelio, cartas; ¡Apocalipsis].
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d) En la teologí­a de Lc-Ac.
Aquí­ la Iglesia aparece en continuidad con todo lo que antes se ha ido dibujando. Especí­ficamente, la Iglesia es el anuncio kerigmático para el presente y para el futuro; es una †œIglesia en el tiempo†, guiada por el Espí­ritu Santo y convertida en anuncio de salvación para todos los hombres de esta historia ya cristiana.
Según una concepción totalmente hebrea, la Iglesia es obra de Dios. Es su prodigio escatológico, conocido por él ya desde la eternidad (Hch 15,38) e insuprimible (Ac 5,38s). Jesús y su obra se sitúan en esta historia de Dios, y por tanto están prefigurados y prometidos (Hch 3,22-26 etc. ). La Iglesia comprende tanto a los judí­os como a los paganos; es con toda claridad el †œnuevo† Israel, el †œverdadero† Israel o el de los últimos tiempos, injertado en el antiguo y prolongación suya, pero también su cumplimiento, su superación y su meta (Am9,llss = Ac 15,15s).
La Iglesia, obra de Dios, comprende como su propia esencia la historia terrena de Jesús, incluidas su muerte y su resurrección. El acento se pone en el Jesús resucitado, en el Señor: él es †œel viviente† (Lc 24,5 ), o †œaquel que vive† (Lc 24,23), que dio †œmuchas pruebas evidentes de que estaba vivo† y que †œse apareció durante cuarenta dí­as y les habló de las cosas del reino de Dios† (Hch 1,3). En el centro, el acontecimiento-resurrección atrae y ordena en torno a sí­ todos los demás hechos de Jesús. La Iglesia queda fundada desde que Jesús resucitó? se manifestó; está escondida, pero presente, y durará hasta la parusí­a. El alma de la Iglesia es la presencia del Señor en la †œpalabra† y en la eucaristí­a; su garantí­a es la presencia y la fuerza del Espí­ritu derramado según la promesa (Lc 24,49 Ac l,4s. Hch 8) sobre los apóstoles (Ac 2,3s.ll.17s; etc.) por el Kyrios Jesús resucitado (Ac 2,23s). De él es de quien †œPedro y los once† (Hch 2,14) recibirán la fuerza para ser testigos del resucitado †œen Jerusalén, en toda Judea, en Samarí­a y hasta los confines de la tierra† (Hch 1,8 cf Hch 5,3 Is).
Los prodigios y los signos (Hch 2,22; Hch 2,43; Hch 4,16; Hch 4,22) son igualmente expresión de la presencia activa del Espí­ritu Santo y se ponen al lado de la †œpalabra† como apoyo y como demostración (Ac 4,29s; 8,6ss): son las curaciones (Hch 4,16; Hch 4,22; Hch 4,30 etc. ) y los exorcismos (Hch 5,16; Hch 8,7; Hch 16,18). Realizados por los apóstoles, no son de ellos, sino de Dios (Hch 3,12), que de esta forma y por medio de ellos realiza su plan de salvación y su propia obra, o es también el mismo Jesús en acción (Ac 4,29s), sobretodo el †œnombre† de Jesús (Ac 3,6ss. 16; 4,10. 12.29s; etc.).

Las persecuciones (Hch 5,41; Hch 9,16) van también ligadas al †œnombre† y forman parte de la existencia cristiana, como anuncio y difusión de la palabra. Para Pablo las tribulaciones son necesarias (griego, deí­) †œpara entrar en el reino de Dios† (Hch 14,22). Los Hechos están saturados desde el principio de diversas vejaciones contra los cristianos y los testigos de la palabra (4,lss.25; 5,l7ss), pero que son también la ocasión privilegiada y providencial para la †œedificación† o el crecimiento de la Iglesia (Hch 8,4, Hch 11
Ocupa un lugar preeminente la fe y su camino: los cristianos se reúnen para †œescuchar la palabra† Hch 10,44; Hch 13,7; Hch 13,44) y la †œacogen† (Hch 2,41; Hch 8,14; Hch 11,1; Hch 17,11). Marí­a es precisamente la que de manera ejemplar acoge la palabra y cree (Lc 1,45; Lc 11,28). Los términos de la fe, que algunas veces no se especifican (Hch 13,48; Hch 14,1; Hch 15,5), se refieren todos ellos al acontecimiento-Jesús, que nació, vivió, murió y resucitó en Palestina y que está ahora glorioso en los cielos (Hch 10,36-43). Se supone ciertamente un conocimiento, un saber (Hch 18,25-28); pero se requiere esencialmente un ser nuevo y un vivir de la nueva realidad, así­ como su manifestación en formas concretas de vida y de comunión. Esto se lleva a cabo sólo mediante una previa conversión profunda, total, una verdadera transformación de la persona (Hch 9,35-42; Hch 11,21; Hch 20,21). Hay que convertirse de las †œmalas obras† (Hch 3,26) o del †œmal† (Hch 8,22) y hay que dirigirse †œa Dios, observando una conducta de arrepentimiento sincera† (Hch 26,20). La llamada a la conversión (griego, metánoia) se dirige a todos los hombres (Lc 24,45-49; Hch 17,30), aunque bajo formas diversas. Su sello es el bautismo, que lleva unido el don del Espí­ritu Santo mediante la imposición de las manos (Ac 8,17s; 9,17).
Esta Iglesia de los primeros tiempos pretende encarnar comunitariamente, y como efecto que se remonta a la primera hora, el mensaje del Maestro; de este modo se convierte en parámetro y en fuente de vida cristiana para la Iglesia de todos los tiempos. El primer elemento que se destaca en esa Iglesia es su reunión: cf desde el principio Ac 1,4.6.13s. 15; luego en 2,1.42.44.46; 4,23s.31.32; etc. El lugar de encuentro es a veces el templo (Lc 24,53; Hch 2,46), pero también las casas privadas (Hch 2,46; Hch 5,42; Hch 12,12 etc. ). De esta manera la Iglesia †œse edifica† (Hch 9,31; Hch 20,32) y sobre todo †œcrece†, mientras que los discí­pulos †œse multiplican† (Hch 2,41; Hch 2,47; Hch 4,4).
Por lo que se refiere al culto en particular [1 Bautismo 1; / Eucaristí­a II], son frecuentes en los Hechos las oraciones por parte de la comunidad (Hch 1,14; Hch 2,42; Hch 12,5; Hch 12,12; Hch 13,3 etc. ) y de los individuos, por ejemplo Pedro y Juan (Hch 8,15-24), Pablo (9,11), etcétera. En ella se presta atención a la acción de gracias y a la alabanza (Lc 24,53; Hch 1,24), a la intercesión (Hch 12,5; Hch 13,3), a la petición (Ac l,24s; 4,29s), al culto en general (Hch 13,1).
El culto cristiano y la oración no serí­an genuinos y resultarí­an incompletos si prescindieran de las exigencias de los hermanos. Lo recuerda la koinoní­a de Ac 2,42 y todo el sumario de Ac 2,32-35, con la figura de Bernabé (Ac 4,26s), al que se contrapone el dí­ptico del comportamiento de Ananí­as y Safira y de su destino (Hch 5,1-11). Los cristianos se manifiestan realmente como †œhermanos† (Hch 1,15; Hch 9,30 etc. ).
Una última nota se refiere a los que en la Iglesia de los Hechos parecen ejercer un cierto ministerio y tener los llamados carismas. No se trata de la presencia o no del Espí­ritu Santo; en efecto, éste está sobre toda la Iglesia y sobre cada uno de sus miembros (Hch 2,1; Hch 2,4; Hch 2, etc. ). Pero dentro de la Iglesia se mueven algunos personajes que nosotros llamarí­amos carismáticos, en cuanto que no están constituidos propiamente en un ministerio y gozan, sin embargo, de ciertos dones particulares espirituales al servicio de la comunidad: por ejemplo, el †œprofeta† Agabo (1 l,27s), el grupo de profetas que se recuerda en Antioquí­a de Siria (13,lss); también son †œprofetas† Judas y Silas (15,32); por el don del Espí­ritu destacan también Esteban (6,8; 7,55), Felipe (8,29) y sus cuatro hijas †œprofetisas† (21 9), Bernabé (11,24), Apolo (18,25). Pero hay además una ministerialidad propia y verdadera, aunque privada de contornos precisos. Hay que señalar, por ejemplo, la. función primacial de / Pedro sobre los once, tanto dentro de ellos como en el interior de la Iglesia, o también Ja de todos los apóstoles (definidos en Hch 1,8 y 1,21s), que ciertamente son distintos de los †œhermanos† (11,1); algo debió suceder con la institución de los †œsiete† (6,5s) a quienes se les impusieron las manos; lo mismo ocurre en el caso de la misión que se menciona en Ac 13,2ss. Santiago preside la comunidad de Jerusalén (15,13-21). También destacan los †œpresbí­teros†o †œancianos† (11,30), que forman en Jerusalén un gran consejo alrededor de los apóstoles (15,2; 16,4), llamados †œhermanos† de los apóstoles, con los que están asociados. También fuera de Palestina son establecidos algunos †œpresbí­teros† (14,23) por obra de Pablo y Bernabé. A estos †œpresbí­teros† se les reconoce abiertamente el sello del Espí­ritu Santo para †œser inspectores† o episkopein (20,28). De esta manera se afirma que no sólo el carismático depende del Espí­ritu, sino también todos los que ejercen algún ministerio; éstos tendrán que †œapacentar a la Iglesia de Dios†, defendiéndola además de los errores y de la perversión respecto al depósito apostólico transmitido (20,29ss). Por consiguiente, se puede afirmar que ya en este nivel los Hechos atestiguan la presencia de la tradición e incluso la de la sucesión, es decir, la de una gestión de tipo ministerial [/Lucas; /Hechos de los Apóstoles].

1345
e) En el misterio de la providencia divina [1 Pablo].
†œTodos nosotros fuimos bautizados en un solo Espí­ritu, para formar un solo cuerpo†™ (1Co 12,13). Es el cuerpo de Cristo (1Co 12,27), cuya cohesión viva manifiesta, asegura e incrementa el pan eucarí­stico, junto con el evangelio (1Co 10,17). Para Pablo, el cuerpo de Cristo es sobre todo el cuerpo de Jesús, el del crucificado. De aquí­ el interrogante: ¿Cómo es que la misma expresión †œcuerpo de Cristo† indica también a la Iglesia? ¿Qué relación existe entre el †œcuerpo de Cristo† y la Iglesia?
Este problema es especí­fico de Ep (y de Col). Para Ep, la Iglesia no se deriva del mundo ni pertenece de suyo esencialmente a la historia de aquí­ abajo. Si realmente está aquí­ abajo, esto no hace más que manifestar el misterio profundo e insondable de la providencia divina y de su eterna salvación. Para Ep, la Iglesia ha existido desde siempre en la eterna voluntad salví­fica del Padre, que quiere †œrecapitular† todas las cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra† (Ef 1,10). Su †œplan secreto, escondido desde todos los siglos en Dios, creador de todas las cosas† (Ef 3,9), †œno se dio a conocer a los hombres de las generaciones pasadas, y ahora se lo ha manifestado a sus santos apóstoles y profetas por medio del Espí­ritu† (cf 3,5). Este misterio tiene un contenido concreto, realmente inaudito: †œEste secreto consiste en que los paganos comparten la misma herencia con los judí­os, son miembros del mismo cuerpo y, en virtud del evangelio, participan de la misma promesa en Jesucristo† (Ef 3,6).
Así­ pues, ya desde la creación tiene ante sus ojos a la Iglesia: al crear, manifiesta su bondad (Gn 1) y conduce a la salvación, lo cual se realizará precisamente en la Iglesia (y en Cristo). Lo mismo que Dios es creador según un módulo †œescondido† en él, igualmente hay que decir esto de Cristo, ya que †œtodo ha sido creado en él† y todo existe †œmediante él y con vistas a él† y †œél mismo existe antes que todas las cosas y todas subsisten en él† (Col 1,16-17). Conjugando como es debido, la relación Cristo-Iglesia con el †œmisterio de Dios† (también Cristo, como la Iglesia, es †œel misterio de Dios†: Col 2,2), habrá que concluir que la presencia de Cristo y de la Iglesia cumple el misterio de la creación y al mismo tiempo manifiesta el de Dios [1 Misterio III, 4].
El Espí­ritu edifica y hace crecer a la Iglesia como †œcuerpo de Cristo† gracias a tres elementos principales, lógicamente unidos entre sí­: a) el evangelio o la predicación, es decir, la palabra: actualización y revelación de la cruz-resurrección, llamada de Dios a la salvación; b) los sacramentos, es decir, el / bautismo (IV), la ¡eucaristí­a (11-111), el ¡sacerdocio (II), el / matrimonio (VI), en cuanto acciones o signos que santifican al hombre y que lo edifican como cuerpo vivo y santo de Cristo; c) el crecimiento de sus mismos miembros, bien en general, bien de los carismá-ticos, bien en los ministerios constituidos, puesto que la Iglesia crece y se edifica en la medida en que crecen y se edifican sus miembros en sus respectivas funciones, viviendo de la vida misma de Cristo. De esta forma la Iglesia, gracias al Padre y al Espí­ritu, es el cuerpo salvador de Cristo en la tierra.
1346
f) El desarrollo de las pastorales: una Iglesia ministerial.
Más que por otros temas, igualmente centrales, en las pastorales la Iglesia se caracteriza sobre todo por una concepción de tipo ministerial. Se la representa como una familia terrena (lTm 3,5), como una verdadera y propia †œcasa de Dios† (lTm 3,15 cf lTm 5,1 5), especificada mejor como †œcolumna y fundamento de la verdad† (ibid). También se la representa como una †œgran casa†, donde †œno sólo hay vajillas de oro y plata, sino también de madera y barro† (2Tm 2,20), es decir, en donde conviven creyentes y menos creyentes, buenos y malos.
En el contexto general de una Iglesia pueblo de Cristo (Tt 2,14), formada por hombres con diferente grado de fe y considerada como una familia, se ejerce el ministerio confiado a Timoteo y a Tito. Estos se conciben como prototipos: desempeñan un ministerio que se confiere y se ejerce continuamente dirigido al oficio apostólico, puesto en continuidad con el mismo y como en su lugar (lTm 3,15; lTm 4,13 2Tm 4,5s. 2Tm 9; Tt 3,12). Por eso mismo las pastorales hacen hablar muy frecuentemente al apóstol, interpretándolo y autorizándolo; de esta forma todo gravita en torno al ministerio apostólico, expresamente en torno a Pablo (son también muy numerosas las referencias personales). Su enseñanza se ha hecho ya normativa (Tt 1,9 2Tm 1,12s). Sus destinatarios, Timoteo y Tito, no hacen más que guardarlo que fue enseñado por el apóstol y volver a proponerlo como repetidores (lTm 4,16; lTm 6,2; lTm 6,20 etc. ). La prolongación del oficio apostólico en el ministerio afecta también a su interioridad: el amor, la fe, el Espí­ritu, la dulzura, la paciencia, etc. No solamente el ministerio ha de ser †œespiritual†, sino también el que está revestido de él (lTm 6,1 Is; etc.); habrá de imitar al apóstol en el sufrimiento por el evangelio (2Tm 1,8); tendrá que ser un verdadero ty†™pos para la comunidad (lTm 4,12; Tt2,7); será como un alistado para una †œbuena milicia†(lTm 1,18 2Tim4,5), como en un auténtico †œservicio (lTm 1,12; lTm 4,6; 2Tm 4,5). Y lo mismo que hizo el apóstol, también el oficio ministerial edifica la Iglesia; más aún, la hace crecer y la cumple, puesto que está puesto para llevar a su cumplimiento el mismo oficio apostólico. Este oficio ministerial afecta también a la administración responsable de la †œcasa de Dios, a la vigilancia y a las directivas varias -también de orden disciplinar- para los diferentes ministerios (p.ej., para las viudas:
lTm 5,3-16;†™ para los presbí­teros: lTm 5,17-22); constituye a otros en el oficio de presbí­teros (lTm 5,22; Tt 1,5), algunos de ellos con funciones de inspección (epí­skopoi: lTm 3,1-7; Tt 1,5-7)y a otros sólo como auxiliares (diákonoi: lTm 3,8-13). También éstos, a su vez, enseñan, presiden, ordenan (lTm 4,13; lTm 5,17; 2Tm 2,2). De esta manera la Iglesia se presenta monolí­tica, siempre ligada al apóstol; escucha sus instrucciones y es dirigida por ellas; las aplica y automáticamente las desarrolla [1 Timoteo: / Tito].
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g) Conclusión.
Misterio salví­fico de Dios, escondido antes del tiempo y revelado sucesivamente mediante el Hijo Jesús, pero de una forma realmente sublime que se ha verificado en el don de su muerte y resurrección, la Iglesia realiza en términos bí­blicos la etapa de la nueva y eterna alianza, en términos cuantitativos la llamada universal de Dios a todos los pueblos y en términos cristológicos el don estable e imperecedero de toda la divinidad.
Su ser en el mundo la pone en constante peregrinación hacia aquel que llama y hacia la patria de arriba; en continuación natural, por otra parte, con la Iglesia del AT, totalmente sometida a su Dios, en plenitud de fe y en completa y alegre esperanza.
Así­ pues, con su existencia, la Iglesia está proyectada hacia el futuro; un futuro del que no solamente prepara la llegada, sino del que ya goza anticipadamente en el presente, gracias al don del Espí­ritu que le ha enviado el Padre por medio de su Señor. Cristo es siempre ayer, hoy y mañana (Ap 1,8; Ap 22,13). Y hoy está en su Iglesia, es la cabeza de la Iglesia, cuerpo suyo, lo mismo que es también su vida, su pastor, su fundamento, etc. Así­ pues, ella es, lo mismo que su Señor, ahora y siempre, el misterio salví­fico de Dios.
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L. de Lorenzi

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

I. La fundación de la Iglesia en la perspectiva del Nuevo Testamento
A la cuestión de si Jesús fundó una I. y en qué sentido lo hizo, si la quiso o al menos no la excluyó para el futuro, sólo puede responderse indirectamente explicando algunos aspectos parciales y una serie de cuestiones previas. La causa principal de esta situación estriba en que ya en las más primitivas tradiciones del NT se da una yuxtaposición de diversas experanzas judí­as para el fin de los tiempos, que hubo que conciliar posteriormente en el plano teológico: la tradición sobre la efusión del Espí­ritu al final (Joel), la tradición sobre la reunificación de Israel y la conversión de los gentiles (Deuteroisaí­as, Ez) y la del juicio que amenazaba con su inminencia. Por consiguiente no se podrá partir de un concepto abstracto de I. obtenido en el NT, para interrogar si Jesús quiso algo así­ como una I. Pues los escritos neotestamentarios presuponen ya una I. en el lugar de su nacimiento y una idea de la misma extendida por doquier; y la propia concepción teológica de cada escrito es con frecuencia producto de la reflexión teológica y de la acomodación redaccional. El problema de la fundación de la Iglesia consiste más bien en saber qué continuidad existe entre Jesús (su predicación, su cí­rculo de discí­pulos) y los dos grupos de la comunidad primitiva (-> cristianismo, A), los hebreos y los helenistas.

1. Generalmente se sobrevalora el papel de las apariciones del Resucitado en orden a la fundación de la I. (especialmente en R. Bultmann), pues se cree que éstas fueron la ocasión para que volvieran a congregarse los discí­pulos dispersos. La frase «Jesús ha resucitado» es ya una afirmación de fe propia de una comunidad creyente. Cada una de las apariciones del Resucitado debe asimismo legitimar a sus autoridades (cf. 1 Cor 15, 3ss). Pero la cuestión es saber con respecto a quién Pedro y los demás eran autoridades. En todo caso el propósito de los autores de tales relatos no es fundamentar la institución de la I. También en el caso de la aparición ante los 500 hermanos (1 Cor 15, 6) se presupone ya la existencia común de estos 500. Esa visión legitima aquí­ la comunidad, su fe, etcétera, pero no la crea.

2. La efusión del Espí­ritu sobre los discí­pulos y el prodigio del don de lenguas son acontecimientos de los últimos tiempos, que se realizan en el cí­rculo de los discí­pulos y en los creyentes de Jerusalén. Según la concepción de Lucas, en adelante la función histórico-salví­fica de los doce consiste en transmitir la posesión del Espí­ritu. En el tiempo de la I. la posesión del Espí­ritu se comunica por la imposición de manos que hacen los -> apóstoles. De este modo surge la -a tradición en general, pues el cí­rculo de los apóstoles se caracteriza frente a los presbí­teros y obispos posteriores por su proximidad a los comienzos, así­ como por su singularidad histórica (-> episcopado r). Para Lc la Iglesia está siempre allí­ donde se transmite por tradición lo recibido al principio en la convivencia con Jesús y en la efusión del Espí­ritu. De donde se deduce claramente que para Lc el acontecimiento de pentecostés no es lo único que constituye la fundación de la I. sino solamente una etapa de la misma. Para Lc el acontecimiento decisivo es la vocación de los discí­pulos o la elección de los doce (Lc 6, 13). Como la vocación de Pedro en Lc 5, 1-11 se describe según el esquema lucano de la conversión, y como además en Lc precisamente los apóstoles son aquellos que se caracterizan por su fe (Lc 17, 5; 22,30s), ellos aparecen como los «justos» y los «prototipos de cristianos». Lc considera de hecho el cí­rculo de los apóstoles como la I. en germen, que después se va desarrollando. La vocación de los discí­pulos es una llamada al estado cristiano (elección y conversión para Lc son solamente actos que se corresponden del estado de justificación). Naturalmente, con ello el tiempo de la 1. se define por el hecho de que ésta se halla edificada sobre el fundamento singular de los apóstoles.

3. El considerar los acontecimientos en torno a Jesús de Nazaret como hechos históricos e insertarlos por principio en el curso de la historia como sustrato capaz de ser transmitido, es evidentemente el presupuesto más esencial para la posibilidad de una I. ¿Contó el mismo Jesús con algo parecido? W.G. Kümmel ha defendido de la manera más clara la antigua posición de que Jesús contaba con la llegada de un final muy próximo y, partiendo de aquí­, tuvo que excluir naturalmente la idea de una institución. De acuerdo con esta doctrina, la I. posterior a pascua es considerada como una solución secundaria que surgió con una cierta necesidad: la I. serí­a el resultado de la experiencia de la dilatación de la parusí­a, por una parte, y de la institucionalización de la posesión del Espí­ritu, por otra. La posesión del Espí­ritu concebida institucionalmente por la Iglesia, viene a sustituir al Señor que no ha retornado. Considerar a la I. como una institución del tiempo intermedio resulta incompatible de hecho con una expectación tensa e inminente.

La solución de esta dificultad estriba en la función que ha tenido el -> Espí­ritu Santo para Jesús y su imagen del futuro. La Iglesia podrí­a llenar el lugar que tiene el Pneuma divino en el contexto de la doctrina sobre la pronta venida del reino de Dios. Aquí­ no se trata de una tentativa apologética de vincular a Jesús con la Iglesia, pero hay que preguntarse si la conciencia comunitaria de los primeros cristianos ha sido sólo una construcción teológica y una solución nacida de la necesidad de sustituir el retraso de la parusí­a. ¿Cómo fue posible entre los discí­pulos de Jesús una transición relativamente ininterrumpida? De todos los escritos neotestamentarios resulta claro que la nota especial, visible incluso desde fuera del cristianismo primitivo, fueron los fenómenos del Espí­ritu. El mismo Jesús, ya antes de su bautismo (Mc) o de su concepción (Lc, Mt), está presentado como Hijo de Dios por la posesión del Espí­ritu (según Rom 1, 3 por la resurrección). Los -> milagros y la expulsión de -> demonios, así­ como su doctrina llena de autoridad, se deben a la posesión del Espí­ritu. También su -> resurrección es efecto del Espí­ritu (Rom 1, 3s; Ez 37). Sólo la pretensión de poseer el Espí­ritu, manifestada ya antes por Jesús, hizo posible interpretar el sepulcro vací­o como el comienzo de la resurrección de los muertos. Por lo que hace a la cuestión del tiempo, merece especial atención el Q-logion de Mt 12, 31s y Lc 12, 10: una palabra contra el Hijo del hombre se perdonará, pero no una palabra contra el Espí­ritu Santo. Después del tiempo del Hijo del hombre hay todaví­a un tiempo cualificado, en el que la decisión es definitiva. Así­, en las primitivas interpretaciones este logion es relacionado con el Espí­ritu que habita en los apóstoles o en los cristianos. Esa misma valoración superior del tiempo del Espí­ritu frente al tiempo del Hijo del hombre se encuentra también en Jn 14,12 (el creyente realizará obras mayores todaví­a que Jesús, porque Jesús se va al Padre y enví­a el Espí­ritu; cf. Jn 1, 50; 5, 20). De acuerdo con estos testimonios el tiempo del Jesús terrestre en cuanto tal (a diferencia de su posesión personal del Espí­ritu) es sólo un perí­odo de preparación para el tiempo del Espí­ritu, que, por esa posesión pneumática, tiene un carácter especí­ficamente escatológico. También la elaboración de la obra histórica por parte de Lc exige semejante tiempo del Espí­ritu, que sigue al tiempo de Jesús. En la comunidad de Corinto ese tiempo, junto con la escatologí­a presente, se encuentra en la base de la libre actuación pneumática. Según la concepción judí­a, los efectos del Espí­ritu son: pureza, unión de corazones entre los hombres, una nueva alianza (Jer, Ez) e igualdad social; elementos que en conjunto actuaron en la formación de la Iglesia.

¿Qué relación tiene esta visión con la del juicio que se aguarda como algo inminente? En el Evangelio de Juan la función del juicio final ha pasado a un segundo plano frente a la acentuación de dichos elementos: la decisión del juicio se lleva a cabo ya ahora (como en Mt 12, 31). Si el tiempo del Espí­ritu Santo alboreó gracias a Jesús y su resurrección, y si tuvo como consecuencia la formación de una comunidad de hermanos, en consecuencia el bien esencial de la salvación ya está dado. Las nuevas dificultades surgen ahora, no de que el fin no llegue todaví­a, sino de la cuestión de cómo se relaciona la actual manera de poseer la salvación con la que todaví­a está por llegar; en el fondo esas dificultades provienen de la necesidad de compaginar la doctrina tradicional del juicio futuro con la realidad ya poseí­da. Pero si el bien salví­fico escatológico se ha hecho presente fundamentalmente en la posesión del Espí­ritu, si esta comunidad pneumática es además perceptible en las acciones poderosas del Espí­ritu, si ella es realmente una comunidad que repite la última cena de Jesús como anticipación del reino de Dios, y si esta comunidad espiritual deriva en su irrevocable existencia de la posesión del Espí­ritu de Jesús, con todo ello está ya dada la esencia última de la I. Tampoco podemos pasar por alto que los apóstoles como representantes de Jesús tienen que ejercer en la tierra con «autoridad» una función de «atar y desatar», cuya naturaleza exacta debe entenderse a partir de la peculiaridad de esta comunidad pneumática de los últimos tiempos. Una vez puesto este comienzo, la configuración exacta de dicha comunidad del Espí­ritu puede muy bien atribuirse al tiempo apostólico, sin que con ello deje de ser obligatoria para tiempos posteriores.

4. El reinado de Dios y la efusión del Espí­ritu al final de los tiempos son en primer lugar dos esbozos diferentes acerca del fin. Todaví­a se encuentran inmediatamente yuxtapuestos, al igual que las afirmaciones referentes a la salvación y al juicio en la tradición profética. Lo mismo puede decirse de Jesús: en cuanto es mensajero del juicio, la llamada a la conversión y la amenaza pertenecen a su mensaje; en cuanto es predicador de la salvación, se refiere al tiempo del Espí­ritu Santo, que ve ya iniciado en su acción de expulsar los demonios. De acuerdo con la segunda de estas concepciones el tiempo de la salvación podrí­a empezar ya en pascua o en pentecostés; por eso sus efectos en principio ya son posibles ahora (cf. Mt 27, 52). Por el contrario, el cumplimiento de sus amenazas de condenación está todaví­a pendiente. La expectación próxima, en lo que respecta a las afirmaciones sobre la salvación, se cumple de manera radical e irrevocable en la efusión del Espí­ritu. Por consiguiente, la concepción de una Iglesia se asemeja más a una escatologí­a de presente que a una acentuación del juicio todaví­a pendiente. El que este bien de la salvación no se hubiera dado todaví­a universalmente se tomó como una prueba de que se darí­a después del juicio. Pero esta solución es de nuevo una peculiar contribución teológica que no se entiende en modo alguno desde el horizonte de las expectaciones judí­as. Por tanto la I. está en todas partes donde el reinado de Dios se ha realizado ya con los efectos especí­ficos del Pneuma divino. De acuerdo con las diversas cristologí­as del NT, esta particular realización dio comienzo en la persona de Jesús y, por cierto, como fundamento de la posesión del Espí­ritu para los demás. En la estructura fundamental de estas teologí­as se puede constatar generalmente el proceso de cierta dilatación del ser y de la autoconciencia de Jesús.

5. Habitualmente la vocación de los doce se entiende como un acto fundacional de la Iglesia. Pero aquí­ se representa a los doce como cabezas de tribu o como los patriarcas de un Israel escatológico; lo cual depende de la idea de un restablecimiento de las doce tribus (cf. palingenesí­a en Mt 19, 28). Los apóstoles son primero «colectores» y luego gobernantes de esas doce tribus. Cuando los apóstoles son enviados incluso a los gentiles (Mt 28, 19; Act 1, 8), se trata de una aplicación del esquema del Deuteroisaí­as sobre la congregación y conversión también de los gentiles, que a menudo se menciona juntamente con la de Israel (Is 43, 5.9; 60, 4; Am 9, 11-14 [LXX]; Miq 2,12 [LXX]; TestNef 8, 3; Sa1S1 17, 31; TestBenj 9, 2) para describir los acontecimientos finales. partiendo de esta concepción, la época de la I. serí­a el tiempo de la reunión de todos los justos, formando su núcleo los justos de Israel. La división de los hombres en justos e injustos se realiza de cara a este mensaje. La institución de los doce procede de un esquema teológico del tiempo último, en el que la salvación de Israel ocupa el centro. Aunque ese esquema provenga de Jesús, no por eso la I. queda fundada sin más como institución, ni siquiera por el hecho de que los doce sean diseñados según la imagen de Jesús. Más bien, los doce como séquito de Jesús tienen la misma función que los ángeles como séquito del Hijo del hombre; lo cual presupone ya una identificación de Cristo con el Hijo del hombre. La cena que Jesús celebra con los doce debe verse desde este punto de vista, pues es una anticipación de la comunión que un dí­a tendrá el Hijo del hombre con los jefes de Israel. La nueva alianza, que se funda aquí­, debe desde luego entenderse esencialmente en el sentido de la posesión del Espí­ritu (cf. Jer 31, 31). Y, bajo este aspecto, en dicha anticipación se ha realizado ya y está presente el reino lo mismo que en la acción de Jesús.

6. La cuestión de si Jesús ha fundado o no una I., no puede decidirse por la pregunta acerca de la historicidad de Mt 16, 18: a) ékklesí­a se remonta aquí­ al término gähál y, como en el AT y en Qumrán, designa la totalidad del Israel escatológico (cf. 1QSa 1, 4); mas por el µou es referida de una manera radical a Jesús (como Hijo del hombre). Esta interpretación coincide con la que antes hemos mencionado acerca de los doce, cuyo caudillo es Pedro. b) El futuro oí­kodoméso muestra que se trata de una acción venidera.

Esta comunidad de los últimos tiempos sobrevivirá también a la confusión de los acontecimientos finales. Según Mt 16, 18 esta ékklesí­a debe ser congregada ya ahora por los mensajeros de Jesús.

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Klaus Berger

II. Los problemas de la teologí­a fundamental
1. Definición
La esencia de la I., que, vista desde la perspectiva de la historia en general y bajo el prisma de la historia de la salvación, se realiza en muy diferentes épocas de la vida social humana y de la comunidad creyente, y como tal es objeto de reflexión, constituye una realidad muy amplia que no se puede reducir a una imagen, a un concepto o a una fórmula.

En consecuencia, la identidad en la concepción de sí­ misma, que tanto en lo referente a su origen como en lo relativo a su fin escatológico se funda inmediatamente en la revelación, debe entenderse y desarrollarse en múltiples aspectos, bien sea con relación a la evolución en el horizonte de la conciencia eclesiástica, o bien en lo que atañe a la elaboración teológica (teórica e históricamente, sistemática y hermenéuticamente). Y esto tanto más por el hecho de que ahí­ no se trata solamente de interpretar una realidad que permanece siempre igual desde su fundación, sino que se trata más bien de una identidad que ha de ser llevada hacia sí­ misma por la interpretación de su propia realidad histórica y escatológica a la vez. Ya las interpretaciones reflejas de la concepción de la I. acerca de sí­ misma (según aparece precisamente en la historia de la -> eclesiologí­a) muestran a ésta como una identidad histórica referida al mundo y a la sociedad, identidad que en cada caso se presupone a sí­ misma en su dirección hacia el pasado y hacia el futuro, para fundamentarse a sí­ misma desde esa presuposición. Sólo desde este cí­rculo histórico (de tipo dialogí­stico o dialéctico-hermenéutico) puede entenderse como lo que es, a saber, como fundada por Dios. En este sentido la noticia histórica de la fundación de la I., sobre todo su fijación escrita en el NT, representa por una parte el primer documento histórico, al que la Iglesia debe acudir constantemente en la tarea de su cimentación y legitimación. Pero, por otra parte, ese documento ha surgido ante todo de la realización histórica de la I., y sólo resulta inteligible a la luz de este dato. El que la I. como actualidad constante que se refleja en la sociedad o en la comunidad histórica sólo se transmite a sí­ misma a través de una diferenciación histórica, y únicamente así­ ha de fundamentarse y legitimarse como mediadora de la revelación divina y como verdadera Iglesia de Cristo; es un hecho que no ha sido objeto de la debida consideración por parte de los manuales teológicos, con su doble visión de la I.: una «natural» en la teologí­a fundamental o apologética, y otra «sobrenatural» en la teologí­a dogmatica.

Esta distinción, bajo la concepción preestablecida de la revelación, metodológicamente parece muy razonable. Pero tales tratados teológicos hacen aparecer la visión de la I. como un cí­rculo vicioso o una petitio principii, en lugar de presentarla como un cí­rculo hermenéutico legí­timo.

2. Fundación histórica
La visión teológico-fundamental de la I., tal como se forjó en los últimos siglos, trata de exponer la fundación de la I. y su identificación con la actual I. católica en su segundo tratado, cuya parte principal es la llamada demonstratio catholica. Esta demonstratio catholica presenta una doble estructura, pues, o bien muestra que la faz empí­rica de la Iglesia, tal como se presenta al hombre, está sostenida directamente por Dios, o sea, es un signum elevatum in nationes y perpetuam motivum credibilitatis et divinae suae legationis testimonium irrefragabile (Dz 1794); o bien demuestra históricamente la misión divina de Cristo, para probar después que él ha encomendado la permanente presencia de su misión redentora a la comunidad institucionalizada que viene dada en la I. católica. La legitimidad de la I. católica como verdadera I. de Cristo se fundamenta: o bien mostrándola en su infalibilidad, limitada pero esencialmente permanente, del ministerio episcopal y papal como querida y garantizada históricamente por jesús (-> sucesión apostólica, ->tradición, ->constitución de la I. i); o bien por la demostración de las llamadas «notas», que como signos cognoscitivos revelan a la I. mediata o inmediatamente (en el camino empí­rico) como fundación de Cristo. Las dos o tres ví­as tienen sus ventajas e inconvenientes apologéticos, y al final deben complementarse mutuamente, pues tampoco el testimonio que se acredita directamente como de origen divino y su procedencia histórica deben separarse, si se pretende adquirir una comprensión adecuada de la Iglesia.

En contraposición a las concepciones de las escuelas protestantes liberales, según las cuales – con marcadas diferencias – la formación de la I. habrí­a surgido a partir de las comunidades locales por un proceso más bien colegial y democrático, pero en todo caso ajeno al ministerio y a la jerarquí­a; y en contraposición también a la idea de que la I. sea esencial y exclusivamente de carácter religioso-carismático, contrario a cualquier ordenamiento jerárquico de tipo jurí­dico-institucional (R. Sohm); la teologí­a católica fundamental se adhiere a una concepción exegética que distingue entre las comunidades primitivas del cristianismo judí­o y las del gentil, pero que en conjunto entiende el cristianismo primitivo como una organización monárquica y jerárquica. Según esto, Jesucristo quiso la I. como una institución estructurada jerárquica y ministerialmente, aun cuando las formas concretas y la ampliación de los ministerios eclesiásticos surgieran más tarde, en el cristianismo primitivo y a lo largo de la décadas y los siglos posteriores.

Los testimonios procedentes del cristianismo primitivo y antiguo apuntan explí­cita e implí­citamente a una I. que se entiende esencialmente a sí­ misma como una institución, en el sentido de una estructura ministerial y jerárquica. Con relación a la evolución de esta estructura ministerial y a su diferenciación en los diversos -> oficios eclesiásticos, cf. -> comunidad primitiva (en -> cristianismo, A), ->apóstoles (->sacramentos, -> eucaristí­a) -> episcopado, -> sacerdocio, -> diaconado. Sobre la primací­a del obispo romano: cf. -> papa, -> magisterio, -> infalibilidad. Una teologí­a más exacta de la génesis de esta visión eclesiástica deberí­a mostrar de todos modos cómo la I. católica corrió a menudo el peligro de hacerse pasar por la I. primitiva de una manera falsa, con un propósito de identificación carente de espí­ritu histórico y dialogí­stico, es decir, de una manera abstracta. La colección misma de testimonios históricos escritos que pueden citarse presupone ya la I. como una realidad histórica. Por eso, su interpretación no puede hacerse en forma objetivista, sin espí­ritu histórico y hermenéutico, sino que en cada caso debe estar determinada por la visión actual de la I., y con ello ha de estar enmarcada en las mencionadas diferencias históricas de la concepción de la I. acerca de sí­ misma. La legí­tima supresión de la dialéctica de esa hermenéutica deberí­a elaborarse todaví­a con detalle desde el punto de vista teológico; ésta tiene su norma reguladora concreta -para todas las maneras de autointerpretación y autocorrección humanas y sociales- en la dirección del Espí­ritu Santo.

A fin de evitar algunas dificultades históricas y, en general, el carácter abstracto y mediato de la demostración histórico-documental que presenta la reclamación jurí­dica de la I., y también a causa de la defectuosa reflexión hermenéutica de la teologí­a, el Vaticano I ha preferido la llamada ví­a empí­rica para demostrar que la I. católica es la verdadera I. de Cristo. La via notarum parte de que Cristo asignó a su I. cuatro notas permanentes como signos de reconocimiento (lo que bí­blicas), y a continuación trata de mostrar que tales notas se dan exclusivamente en la I. católica. La via empirica trata de atribuir a estas notas una fuerza probativa directa. Las cuatro caracterí­sticas de la I., a las que en el curso del tiempo se redujeron las «notas», a saber, unidad, catolicidad, apostolicidad y santidad, presentan a la I. como un «milagro moral», que sólo puede explicarse con la inmediata asistencia de Dios. Con ello se demuestra al mismo tiempo que en la I. católica «subsiste» la verdadera I. de Cristo.

3. Método de autointeligencia de la Iglesia
Las tentativas esbozadas por la tradicional -> teologí­a fundamental prueban con una demostración natural que la I. católica, incluso en su constitución ministerial y jerárquica, es la verdadera I. de Cristo y, por lo mismo, la legí­tima mediadora de la revelación divina. Esas tentativas, en sus tradicionales formas (por una sola ví­a o por doble ví­a) son en su conjunto demasiado irreflexivas en el orden hermenéutico frente al planteamiento teológico actual como para que puedan ser una respuesta realmente convincente a la cuestión crí­tica, no sólo desde el punto de vista teórico-académico, sino también en el plano existencial. No bastan para poder legitimar por sí­ solas una existencia eclesial responsable. La argumentación histórica mediata y la empí­rica inmediata (que en definitiva deben relacionarse entre sí­) abren un horizonte en el que no puede mantenerse la dimensión cognoscitiva puramente «natural» que propugna la teologí­a fundamental. Ello se debe a que, por lo menos implí­citamente, al final también hay que plantearse la visión dogmática de la I. como presencia salví­fica en cuanto pueblo de Dios, que vive como cuerpo de Cristo en el Espí­ritu Santo, para poder reconocer en la I. católica a la verdadera I. de Cristo y por ende a la legí­tima mediadora de la salvación y de la revelación. Por consiguiente, el procedimiento tradicional, que, por mantener la pureza de su método, sólo puede alcanzar su objetivo excluyendo el condicionamiento hermenéutico que le atenaza, se presenta además tanto más insuficiente cuanto que el método en conjunto cubre el aspecto lógico-teórico del conocimiento de la I., pero no las dimensiones dialogí­stico-personales del proceso de convicción existencial, únicas que en el dinamismo racional-personal de la confianza debe demostrarse partiendo de las fuentes pueden responder a la cuestión de un auténtico compromiso con la I. A estas dimensiones no se puede responder simplemente añadiendo que la verdadera fe es gracia, sino que aquello que designamos como gracia debe entenderse (diferenciadamente) como proceso de convicción en el problema general sobre la legitimidad de las pretensiones de la I. para ser creí­da. Tales pretensiones de la I. no hay que entenderlas sólo de manera histórica y teórica, si han de interesar al hombre práctica y existencialmente. Por eso la «prueba» de la legitimidad eclesiástica como testimonio existencial tampoco es objeto de una demostración teórica hecha de una vez para siempre, sino que es una tarea constante.

Una explicación de cómo la I. se ve a sí­ misma, que a la vez pueda responder al sentido radicalmente humano del problema (anterior a cualquier distinción metodológica entre «natural» y «sobrenatural» y, por lo mismo, anterior a las diferencias entre una teologí­a dogmática y una teologí­a fundamental sobre la I.), deberí­a mostrar cómo el hombre puede ser abierto y capacitado para la autointeligencia de la I. a través del testimonio personal, en el que se transmite personalmente (y con ello cristológica y soteriológicamente) la exigencia de la verdad como exigencia de Dios. Serí­a ésta una prueba testifical, en la que los datos edesiológicos de la teologí­a fundamental y de la dogmática, una vez sometidos a una reflexión hermenéutica, se pondrí­an también de manifiesto, pero en el que lo único que se deberí­a garantizar es la unidad del proceso de convicción y de la autoconcepción de la I. (en su totalidad de ministerio y carisma, de institución y evento, etc.).

4. Totalidad concreta de la inteligencia de la Iglesia
El sentido de la I. en su totalidad concreta resulta hoy en dí­a problemático incluso para el creyente mismo, no tanto por determinadas razones teóricas de tipo teológico, cuanto a causa de un sentimiento vital abierto a las exigencias espirituales y culturales de la sociedad, y a sus impulsos configuradores. Creer en la I. de un modo simple e indiferenciado como transmisora de la revelación divina necesaria para la salvación, aparece -incluso cuando se está personalmente convencido de la importancia de la revelación- tanto menos posible cuanto más claramente saltan a la vista los múltiples condicionamientos históricos y sociales de la I. Esta misma distingue, empezando por el testimonio que de ella se da en el NT, entre «reino de Dios» e I. Pero esa distinción, que no puede significar una separación, no debe conducir simplemente a un dualismo eclesiológico en los diferentes terrenos, en el cual existirí­a por una parte la realidad del Pneuma (tal como la han destacado sobre todo la teologí­a bí­blica y la literatura espiritual y mí­stica) y, por otra, la esfera polí­tica o pública, institucional y ministerial (como si ambas dimensiones estuvieran separadas entre sí­). Para que esto no suceda, la mencionada diferencia escatológica debe convertirse en cuanto tal en tema eclesial teórica y prácticamente. La conciencia crí­tica de la I. que de ahí­ surge, no puede darse por satisfecha con la distinción abstracta entre lo «humano» y lo «divino» en la vida eclesiástica. Hay que tener en cuenta además la convicción cada vez más clara de que lo «humano» no se extiende sólo a las personas aisladas, sino a la I. en su totalidad concreta; y en el terreno práctico con frecuencia eso afecta indistintamente al creyente aislado y a la comunidad eclesial en general. Sólo si la diferencia escatológica en cuanto tal, con su vigencia histórica de cada momento, se refleja constantemente de algún modo, estableciendo así­ una relación concreta entre el lado pneumático y el polí­tico de la I., podrá superarse eficazmente una mala ingenuidad eclesiástica (que conduce al alejamiento – a menudo sólo latente – de los fieles o al atrofiamiento pastoral y personal), así­ como cierto dualismo intraeclesiástico. Si la I. se concibe de forma constante y concreta desde su propia diferencia escatológica y a la vez desde la dialéctica entre su ineludible vinculación perenne a la historia y la supresión históricosalví­fica de esa diferencia, entonces también transmite su propia concepción dialécticamente. Esa transmisión de su propia concepción consistirí­a primeramente en desarrollar una idea de la I., no sólo como teorí­a teológica, sino, más bien, plasmada institucionalmente; y además en tomar conocimiento de la mencionada dialéctica como tal y de los conflictos que surgen de ella con una necesidad condicionada (entre ministerio y carisma, predicación y polí­tica, pneuma e institución, I. y sociedad, etc.), intentando después la creación de instancias institucionales capaces de establecer al menos un cierto equilibrio en esa dialéctica (así­, frente a la unidad, un pluralismo intraeclesiástico; frente a la jerarquí­a, instancias democráticas; pluralismo teológico, etc.). Esta mediación en la totalidad, así­ como en la relación interna entre las Iglesias concretas, es (para cada uno de los creyentes al igual que para el conjunto de la I.) una tarea vital en el presente momento histórico y, en caso de conflicto, puede suponer una participación en la cruz de Cristo. Queda todaví­a por elaborar teológicamente la comprensión adecuada de tal mediación con arreglo a la nueva orientación de la concepción total de la teologí­a (que, hasta ahora, a causa de su división de tratados, ha dejado de exponer algunos problemas fundamentales). Y así­, también la eclesiologí­a recibirí­a un puesto donde se pondrí­an de manifiesto todos sus aspectos (el elaborado por la teologí­a fundamental, el bí­blico, el litúrgico, el dogmático, el jurí­dico).

BIBLIOGRAFíA: J. Beumer, Apologetik oder Dogmatik der Kirche?: ThGl 31 (1939) 379-391; M. D. Koster, Ekklesiologie im Werden (Pa 1940); K. Adam, Das Wesen des Katholizismus (D 111946), tr. cast.: La esencia del catolicismo (E L Esp Ba); L F. Görres, Die leibhaftige Kirche (F 31951); H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia (Desclée Bi); S. Jaki, Les Tendances nouvelles de l’ecclésiologie (R 1957); N. Dunas, Les Problémes et le statut de l’apologétique: RSPhTh 43 (1959) 643-680; H. U. v. Balthasar, Sponsa Verbi (Ei 1961); L Salaverri, De ecclesia Christi: PSJ 1 (Ma 51962) 488-976; Lang; U. Valeske, Votum Ecclesiae (Mn 1962); Y. Congar, Santa Iglesia (Estela Ba 1966); H. Rahner, Symbole der Kirche (Sa 1964); F. A. Sullivan, De Ecclesia I (R 21965); B. Weite, Zur Lage der Fundamentaltheologie heute: Auf der Spur des Ewigen (Fr 1965) 297-314; H. Fries, í„rgernis u. Widerspruch (Wü 1965); J. Feiner, Offenbarung und Kirche – Kirche und Offenbarung: MySal 1 497-541; Baraúna; Volk Gottes (homenaje a J. Höfer) (Fr 1967).

Eberhard Simons

III. Teologí­a dogmática
1. El magisterio eclesiástico acerca de la Iglesia
Aunque la doctrina formulada en los documentos del Vaticano ii (cf. sobre todo Lumen gentium, Unitatis redintegratio, Nostra aetate, Gaudium et spes, Ad gentes) constituye en la actualidad la sí­ntesis teológica del magisterio oficial acerca de la I., sin embargo hemos de mencionar además tres grandes documentos, relativamente recientes: la constitución dogmática Pastor aeternus del Vaticano i (1870: Dz 1821-1840); la encí­clica Satis cognitum (León xiii, año 1896: DS 3300-3310); y la encí­clica Mystici corporis (Pí­o XII, año 1943: DS 3800-3822). Hasta ahora las declaraciones eclesiológicas del magisterio se referí­an solamente a preguntas especiales (cf. las colecciones: CAVALLERA 149284; DS ind. sist. GHJ; NR n. 335-398; L’Eglise. Les enseignements pontificaux i [P 1959] §§ 356-372). En 1949 el Santo Oficio en una carta al cardenal Cushing de Boston (DS 3869-3873) dio una explicación sobre la interpretación teológica de la frase Extra ecclesiam nulla salus. Los concilios de Lyón (Dz 466) y de Florencia (Dz 694) confirmaron la posición primacial del papa. El Vaticano i definió el primado universal de jurisdicción y la -> infalibilidad del papa en asuntos de fe y costumbres. Además han sido rechazadas las siguientes doctrinas: en el concilio de Constanza (Dz 627-656) el -> espiritualismo eclesiológico, en el Lateranense v el -> conciliarismo (Dz 740), y en el concilio de Trento la negación de la estructura jerárquica de la I. (Dz 666). Los escritos doctrinales de Pí­o ix y de León xiii se refieren a las relaciones entre -> Iglesia y Estado, entre -> Iglesia y mundo.

2. El lugar teológico de la eclesiologí­a
La eclesiologí­a se halla actualmente bajo el signo de un retorno a las fuentes: Escritura, patrí­stica, liturgia, tradición y vida de la I. (situación pastoral, misión, relación con el mundo). Su meta es la recapitulación en una unidad orgánica de los diversos aspectos que presenta el misterio de la Iglesia.

Como tratado autónomo la eclesiologí­a, que estructuralmente depende de la cristologí­a, mariologí­a y antropologí­a, se presenta como una sí­ntesis de los demás tratados. Pero, no siempre ha sido así­. Frecuentemente la eclesiologí­a ha sido entendida como un apéndice de la cristologí­a o ha estado subordinada a otro tratado. En primera lí­nea fue un tema de la -> teologí­a fundamental y de la -> apologética.

La eclesiologí­a teológica en sentido estricto presupone siempre una teologí­a de la -> revelación y de la -> palabra de Dios. Se basa necesariamente en la concepción de la I. acerca de sí­ misma, que crece constantemente en la fe. Esta concepción incluye con necesidad tanto los datos de la revelación como la evolución de la I., o sea, sus formas de aparición histórica.

3. Aspectos teológicos de la Iglesia
La I. es ante todo una realidad concreta y experimentable, cuya significación verdadera sólo se descubre en la fe. «El misterio de la I. no es primordialmente objeto de conocimiento teológico, sino que ante todo debe ser una realidad vivida. El creyente, anteriormente a toda elaboración conceptual, puede tener una experiencia connatural de la realidad de la I.» (PABLO vi, enc. Ecclesiam suam) .

Para nuestra inteligencia de la I. la palabra de Dios nos ofrece toda una serie de conceptos e imágenes. Tras un perí­odo de articulación demasiado unilateral y exclusiva de la realidad de la I. con ayuda de una terminologí­a abstracta y técnica, el Vaticano Ii ha contribuido a la recuperación de las imágenes bí­blicas en las que se revela el misterio de la I.: cuerpo de Cristo, esposa, templo, ciudad, viña, reino de Dios, casa, grey. Todas estas imágenes expresan realidades colectivas, que con su progresiva actualización en la historia (mediante la participación de todos y de algunos en especial por su puesto y responsabilidad) descubren la naturaleza de la I. (Y. Congar).

En primer lugar hemos de determinar los conceptos e imágenes principales a base de los cuales se edifica el tratado eclesiológico, y por cierto mediante un análisis crí­tico de estos conceptos.

a) La Iglesia como misterio y sacramento de la salvación
Según Ef 3, 4 y 3, 10 la I. es el «misterio de Cristo», porque en ella se realiza el designio eterno del Padre, que toma su principio en el suceso de la cruz, abarca en la unidad de la I. la humanidad entera (judí­os y gentiles), y la lleva a la consumación del Dios «todo en todo» (1 Cor 15, 28). La idea de misterio, tomada de la apocalí­ptica judí­a (Dan 2, 18s), designa el acto por el que Dios, en la revelación histórica de Jesucristo, da testimonio ante la humanidad de su amor eterno y se le comunica a sí­ mismo, para hacerla entrar en su gloria. Eso sucede en la «palabra», en cuanto ésta es la forma plena de la revelación y la realización del «misterio» escondido en Dios desde la eternidad (Col 1, 16; Ef 3, 3-9; 1 Cor 2, 6-10).

Este misterio incluye la realidad de la -> encarnación (mediadora de la salvación), que se continúa en la I. por la predicación de la palabra y por los sacramentos, pues la obra salví­fica de Cristo llega a su consumación en la I. (Ef 2, 13-16; 5, 25ss; Col 1, 20ss), en cuanto ésta une en sí­ la humanidad entera.

La eclesiologí­a entiende, pues, la I. en función de las procesiones divinas (Lumen gentium, n ° 1, 14; Ad gentes, n ° 2-5). Y así­ el concepto de I. como sacramento de la salvación alcanza su más profunda significación dentro de la perspectiva trinitaria: «La I. es en Cristo como el sacramento, es decir, el signo e instrumento de la í­ntima unión con Dios y de la unidad de la humanidad» (Lumen gentium, n° 1). O, más explí­citamente, alcanza su significación más profunda en una perspectiva que acentúa la función de la -a resurrección de Jesús y la del Espí­ritu Santo en la constitución de la I.: «Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia sí­ a todos los hombres (cf. Jn 12, 32); resucitado de entre los muertos (cf. Rom 6, 9), envió a su Espí­ritu vivificador sobre sus discí­pulos y por él constituyó a su cuerpo que es la I., como sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su I. y por ella unirlos a sí­ más estrechamente» (Lumen gentium, n° 48; Ad gentes, n° 2, 5; Gaudium et spes, n° 45).

Como «lugar universal de los sacramentos cristianos» o «sacramento de los sacramentos» (TeaeTwv TeXETd. Ps. DIONIsIo, Hier. eccl. III: PG 3, 424 C), la I. es el sacramento de Jesucristo, como éste mismo es en su humanidad el sacramento de Dios, según la fórmula de Agustí­n: Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus (PL 38, 845). La visión sacramental de la I. significa un retorno al originario sentido genérico de la palabra «sacramento»; equivale a una concepción de la I. en la lí­nea de la economí­a salví­fica, en función del sacramento por antonomasia, que es la humanidad de Jesucristo como origen y soporte de todos los demás sacramentos. La I. es por tanto aquella comunidad en la que, por la operación del Espí­ritu Santo, se hace presente Jesucristo, el crucificado y resucitado, con su misterio pascual de la salvación y de cara al futuro del mundo. La I., llamada «a revelar el misterio del Señor» ante el mundo (Lumen gentium, nº. 8), es palabra y signo para el mundo entero. Puesto que está llamada a hacer presente en el mundo a través de la proclamación el misterio de Cristo en el Espí­ritu Santo, la I. en toda su estructura se halla absolutamente subordinada al misterio de Cristo. La estructura visible y social de la I. es, por tanto, solamente signo e instrumento de la operación de Jesucristo en el Espí­ritu Santo. Según los grandes teólogos de la edad media (TOMíS DE AQUINO, ST I-ri q. 106 a. 1), lo que constituye la I. a manera de principio es el Espí­ritu Santo en los corazones, y todo lo demás (-> jerarquí­a, -> magisterio, -> potestades de la I.) está a servicio de esta transformación interna.

Pero lo dicho no quita importancia a lo social e institucional, ni lo relega a un campo meramente relativo. Acentúa solamente que, para entender la peculiaridad de la I. como signo, primariamente hay que ver en ella su verdad espiritual. En y por sí­ misma, la I. no tiene ninguna consistencia; recibe toda su realidad de la relación a Cristo, en quien, por quien y para quien ella es signo. Está totalmente referida a su realidad espiritual, cuyo signo es, a saber: el Cristo entero, la cabeza y los miembros en el Espí­ritu Santo. Hallándose vinculada constantemente a la acción salví­fica de Jesucristo por su gracia, la I. es en el Espí­ritu Santo el lugar de la revelación visible del Señor. Por tanto, sólo es ella misma en su verdad como signo cuando, distanciándose de sí­ misma, se realiza en el Espí­ritu Santo hacia Cristo.

La I. se entiende a sí­ misma como misterio y sacramento haciendo una referencia constante a la Trinidad, su origen. Es el pueblo «mesiánico» de Dios (Lumen gentium, n° 9), formado por aquel pueblo disperso, imperfecto y potencial de Dios que es la humanidad entera, la cual, hallándose bajo la -> voluntad salví­fica (en -> salvación) de Dios y estando redimida por la sangre de Cristo, se llena incesantemente de la fuerza operante de la gracia.

Esta visión mí­stica y sacramental de la I. (que es la de la patrí­stica y de la teologí­a medieval) muestra cómo toda eclesiologí­a depende de su fundamentación en el misterio de la Trinidad y a la vez de una inteligencia teológicamente elaborada de la historia de la -> salvación.

b) La Iglesia como plenitud de Cristo y comunidad
La concepción sacramental de la I. sólo podrí­a significar de hecho un peligro cuando en ella se quisiera separar el signo y la realidad significada. El considerarla solamente como signo y causa serí­a olvidar que la I. misma es la realidad que ella hace presente y significa. Rectamente entendido, el concepto de I. como misterio o sacramento incluye con necesidad las ideas de pleroma Jristou y de comunidad.

La concepción de la I. se desprende de su meta: la conducción de todos los hombres a la «plenitud de Dios» (Ef 3, 19).

En dependencia de Cristo, en quien se da la plenitud de la -a revelación y de la comunicación de -> Dios mismo a la humanidad (Col 2, 9), la I. es pleroma de Cristo, que lleva todas las cosas -bajo todas sus dimensiones – a la propia consumación (Ef 1, 23), porque en ella se descubre y realiza el misterio de la vida de Dios, que concede una participación en su amor. El significado del concepto de pleroma es sobre todo de í­ndole escatológica. La I. se entiende a sí­ misma como la vida de la Trinidad difundida en la humanidad, la cual comienza en el misterio de la encarnación, o bien como comunidad en el Espí­ritu Santo (patrí­stica; Tomás; Lumen gentium, n° 8).

Esta comunidad escatológica, una comunión de vida, amor y verdad (Lumen gentium, n° 9), que el Espí­ritu Santo produce congregando la I. en la unidad por la efusión del amor, se realiza bajo la forma de una comunidad sacramental. El NT describe la I. bajo las siguientes ideas: comunidad (Act 2, 42), fe concorde, participación en la eucaristí­a y en la misma oración, comunión en la jerarquí­a (Gál 2, 9), servicio a los pobres y cuidado de ellos (2 Cor 9, 13).

c) La Iglesia como cuerpo de Cristo
En Pablo el término soma Jristou sólo adquiere su significación en relación con los conceptos mysterium y pleroma. Los padres del Vaticano i evitaron el uso del concepto «cuerpo de Cristo», pues lo entendí­an solamente como una metáfora vaga. Los padres del Vaticano ii le concedieron un importante puesto eclesiológico en unión con otras imágenes bí­blicas. En las encí­clicas Satis cogní­tum y sobre todo Mystici corporis la idea del cuerpo de Cristo experimentó una amplia evolución ulterior.

El concepto soma Jristou designa en Pablo el ser concreto del Señor, el cuerpo del Cristo muerto y resucitado como principio de una nueva creación.

Y cuando el apóstol aplica el concepto de «cuerpo de Cristo» a la I., entiende bajo tal expresión aquel cuerpo que, en el Espí­ritu y a través de los sacramentos, especialmente a través de la eucaristí­a, constituye la comunidad de los creyentes. Por eso la unidad que ellos constituyen no resulta de su propia acción, pues es una ordenación divina y se funda esencialmente en la unidad del cuerpo del Señor.

La I. es, pues, cuerpo de Cristo porque ella está fundada en la comunidad de la fe testimoniada en el bautismo (congregatio fidelium) y se continúa en la comunión del mismo pan eucarí­stico, que une a los creyentes con el cuerpo resucitado del Señor. La unidad eclesiástica es absolutamente originaria, es espiritual y visible (incluye el cuerpo mismo) y da un claro testimonio de la unión entre eucaristí­a e I. Por eso la realidad escatológica de la I. se hace aprehensible en la incorporación a Cristo, que es el Señor de su cuerpo y, en el Espí­ritu Santo, el principio vital de la unión orgánica del todo. La I. aparece además como cuerpo visible, que en el Espí­ritu Santo está formado de hombres. En los textos del concilio que hablan del cuerpo el acento está cargado con razón sobre el Espí­ritu: «A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, los constituyó mí­sticamente como su cuerpo, comunicándoles su Espí­ritu» (Lumen gentium, n .o 7, 48; Orientalium Ecclesiarum, n° 2). La hora natal de la I. es efectivamente pentecostés: «Así­ los apóstoles fueron el núcleo del nuevo Israel y a la vez el origen de la sagrada jerarquí­a» (Ad gentes, n° 5). Por tanto, el fundamento de la I. en cuanto comunidad y también en cuanto institución es el Espí­ritu. Esta tesis presupone un análisis de la relación entre -> ministerio y carisma, entre institución y evento (-> oficios eclesiásticos).

Por la fuerza de los oficios y carismas instituidos por Cristo, la I., en su peregrinación (Ef 4, 11-16), aspira a la perfecta unidad espiritual en el Cristo escatológico. La L, que es en igual medida comunidad en Cristo e institución, tiene los medios para completar la edificación en sí­ misma.

El ministerio, encomendado a la I. como un don, es constitutivo para ella, pues garantiza la predicación de la palabra y la celebración de la eucaristí­a, que forman y hacen crecer el cuerpo de Cristo. El ministerio ha de entenderse en la lí­nea de la misión sacramental de Cristo, en una perspectiva donde se acentúe que la acción entera de la I. es una continuación de la obra de Cristo (cf. a este respecto: -> sacramentos, -> liturgia, -> kerygma, -> palabra de Dios, -> predicación, -> magisterio, -> papa, -> episcopado, -> sacerdocio, -> diaconado, -> pueblo de Dios).

d) La Iglesia como pueblo de Dios
Los conceptos expuestos hasta ahora remiten a la idea de -> pueblo de Dios por cuanto incluyen el plan salví­fico. En principio la I. ha de entenderse desde el misterio de Dios, pero igualmente ha de entenderse partiendo del proceso histórico en que ella ha crecido. La I. es el pueblo de Dios que por el Espí­ritu se ha hecho cuerpo de Cristo.

El concepto de «pueblo de Dios», que originariamente designa la unidad nacional y religiosa de Israel (cf. Ex 6, 6b), la alianza que Dios ha pactado con él (cf. Lev 26, 9-12), transmitió al NT la conciencia escatológica de la I. Así­ significa la continuidad de la I. con el pueblo de la antigua alianza, y resalta además (particularmente en contextos litúrgicos) que la I. es una comunidad en crecimiento, una realidad histórica y caracterizada por la debilidad de sus miembros, que necesita incesantemente de la misericordia divina. Pero este concepto tiene un grave inconveniente, a saber: sólo expresa los rasgos comunes entre el pueblo de la antigua alianza y el de la nueva alianza, pero sin indicar directamente su convergencia en Cristo. Puede, ciertamente, ofrecer una excelente caracterización de la I. y, por su radicación histórica y concreta, preservar de su petrificación a un concepto demasiado abstracto de cuerpo de Cristo, mas para definir la I. ha de ser completado con la idea de cuerpo de Cristo.

La I. (ékklesí­a, término con que los LXX traducen gáhäl) originariamente se entendió a sí­ misma tan sólo desde el concepto fundamental de «pueblo de Dios», y así­ se concibió como la reunión de los congregados por la palabra de Dios, que le da su forma, se hace oí­r en ella y funda la alianza sellada en el don sacrificial del sacrificio de la cruz (cf. el anuncio de la ley sinaí­tica, Ex l9ss; la promulgación del Deuteronomio, 2 Re 23; el retorno de la cautividad, Neh 8ss).

Esta convocatio pone al pueblo de Dios en el orden de la elección, que se realiza en una progresiva segregación: distanciamiento frente a Egipto y los pueblos cananeos; formación de un «resto» creyente (Am 5, 15; Is 4, 2-3 y 11-16; Jer 23, 3; Ez 9, 8 y 11, 13); y, finalmente, una última reducción al único siervo de Dios, al que está encomendada la unificación escatológica de todos los pueblos.

Estando prefigurada en los doce, congregados en torno al siervo paciente de Dios como el pequeño resto que ha de extenderse a todo el mundo, la I. tiene su origen como pueblo de Dios de la alianza nueva y eterna en la muerte de Jesús y en la experiencia del Pneuma el dí­a de pentecostés. Subsiste por la predicación del evangelio, por el bautismo y la fe, en unidad y comunión con el Cristo muerto y resucitado (1 Cor 10, 16s; Col 3, 11; Gál 3, 28), y en esperanza de su retorno.

Así­ la I. naciente tiene conciencia de su unidad con Israel, cuya historia es interpretada en la experiencia del Pneuma a la luz de los acontecimientos fundamentales de la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Según Ef 2, en adelante los gentiles en Jesucristo participan de la gracia y del evangelio que estaban prometidos a Israel (cf. también Act 15, 8; 15, 24). Las palabras de Pedro (1 Pe 2, 9): «Vosotros (los creyentes), sois el pueblo adquirido por Dios» (cf. Ex 19, 6; 23, 22; aquí­ se habla a Israel en su unión histórica y espiritual con Dios), transmiten el misterio de la pertenencia de la I. al Dios de Israel en virtud de su «elección» en, por y para Jesucristo. La fe que se expresa en el bautismo y la eucaristí­a es el signo decisivo de la pertenencia a este pueblo, signo que recibe su autenticidad por el sello del Espí­ritu (cf. miembros de la -~ Iglesia, voluntad salví­fica de Dios [en -~ salvación] ).

Por tanto, en Cristo, que «en cuanto Hijo ha sido instituido como cabeza de la casa de Dios» (Heb 3, 6; 1, 2), en el primogénito, que revela la fidelidad plena de Dios a su pueblo, ha sido creado el pueblo uno de Dios, que en adelante es portador y testigo de la revelación. En principio la teologí­a de la I. como pueblo de Dios tiene su fundamento en la cristologí­a.

Este pueblo, gracias a su nueva creación en Cristo, es un pueblo libre. «La situación de este pueblo está fundada en la dignidad y libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones el Espí­ritu Santo habita como en un templo» (Lumen gentium, n.<> 10); por eso él debe vivir en espí­ritu de libertad (2 Cor 3, 17) como testigo de la esperanza escatológica. La gran tradición patrí­stica y escolástica (en particular ToMís DE AQuiNo, ST i-ii q. 106) resaltó especialmente este punto.

Mas por sí­ solo, ese concepto de pueblo de Dios no es capaz de expresar plenamente la realidad de la I. En el nuevo orden el pueblo de Dios tiene una nueva relación cristológica y pneumatológica, que sólo queda expresada en la idea de participación en el misterio y en el cuerpo de Cristo. «La I., que existe como cuerpo misterioso de Cristo, es el pueblo neotestamentario de Dios fundado por Jesucristo y ordenado jerárquicamente para fomentar el reino de Dios y la salvación de los hombres» (Scrir us D iii/1, 48).

e) La Iglesia como sociedad
Como sabe ya la tradición (cf. Tods DE AQuiNo, Com. in Heb., cap. vira, lee. 3), la idea de pueblo evoca espontáneamente los conceptos de sociedad y de reino de Dios. Ante todo se requieren algunas anotaciones para mostrar los lí­mites de la aplicación del concepto de «sociedad» a la I. Lo más tarde desde el siglo xvi, la -> eclesiologí­a usa con predilección el concepto filosófico de sociedad como «firme unión moral de varios hombres para un fin, que es conseguido con la acción común». Esto significa que la I. es una societas perfecta, o sea, autosuficiente e independiente, una sociedad jerárquicamente estructurada, una sociedad sobrenatural por su origen y su fin.

Por otro lado, hasta cierto punto este concepto ha posibilitado el esclarecimiento del carácter autónomo de la I. en el plano de sus relaciones con otras sociedades. Esta es una comunidad originaria, independientemente de todo poder, raza y cultura; y tiene la consistencia de una sociedad terrena (->derecho conónico, -> Iglesia y Estado). Pero a causa de una evolución unilateral, que ha conducido a un formalismo en el significado de casi todos los conceptos e imágenes con que la I. es descrita en la Escritura (exceptuados los de pueblo de Dios y cuerpo mí­stico, que a su vez son entendidos desde una perspectiva sobre todo sociológica), este concepto ha obscurecido el carácter especí­ficamente cristiano del bien común, de la autoridad y de la obediencia, así­ como las relaciones entre las comunidades y sus presidentes, entre la I. y la sociedad civil, e igualmente la dimensión personal y la social de la comunidad cristiana. Ha fomentado una consideración estática de la I. como institución, llevando prácticamente a la pérdida de toda visión dinámica.

Sin embargo, la rehabilitación de las expresiones bí­blicas no puede llevar a una exclusión radical del concepto de sociedad, utilizado de diversas maneras en Lumen gentium. La I., presencia del misterio, aparece en forma de una corporación social; es una sociedad concreta erigida sobre un fundamento divino. Para mostrar la unidad de los diversos temas eclesiológicos antes indicados, habrí­a que resaltar el carácter análogo del concepto de sociedad. Y así­ el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo y el templo del Espí­ritu Santo deberí­an definirse como sociedad (o comunidad) de la gracia de Cristo, como una comunidad realmente sobrenatural y acuñada por Cristo, no sólo en su fin, sino en toda su estructura. Como comunidad de hombres articulada y congregada visiblemente, la I. posee un interno principio sobrenatural y divino de ordenación, que la hace cuerpo de Cristo y le permite asumir estructuras sociológicas en los múltiples estratos de su realidad, las cuales, sin embargo, tienen un carácter sobrenatural.

f) Iglesia y reino de Dios
La I. celeste será una comunidad en la gloria; pero la ley propia de la I. en la tierra, en virtud de su estructura sacramental, está caracterizada por la tensión entre I. y -> reino de Dios. El NT muestra las relaciones existentes entre I. y reino de Dios, pero no permite una identificación completa entre ambos. Solamente después de la prueba y división del juicio, la I. pasará a ser la perfecta comunidad divina del reino de Dios. El Vaticano ii ve en la I. el germen y principio del reino de Dios (Lumen gentium, n.° 3, 5, 9).

En el curso de la historia los teólogos ora subrayaron el abismo que separa a la I. del reino de Dios, ora resaltaron la coincidencia entre ambos. Esto resulta fácilmente comprensible, pues la I. en su substancia es ya el reino de Dios, pero lo es en su situación de «hallarse en camino», en la reconditez de la fe. La I. es en cierto modo la escatologí­a ya presente y realizada (Mc 1, 14; Act 2, 17; 2 Pe 1, 19), la realización anticipada, aunque imperfecta, del reino de Dios. Los bienes del reino de Dios, que son los frutos del espí­ritu, se hallan cada uno y su conjunto en posesión de la I., cierto que de una manera imperfecta, misteriosa, pero realmente (Col 13, 2). Pero si el «reino de Dios» significa plenitud y consumación, consecuentemente en la I. debe existir una conciencia (incrementada cada dí­a) de distancia frente a esa gloriosa consumación; lo cual explica la creciente expectación con que ella se proyecta hacia el retorno de su Señor. Esta tensión entre lo que ya ha llegado y lo que todaví­a ha de esperarse caracteriza el ser de la I. y explica algunas de sus propiedades, especialmente su faz de I. crucificada. La I. es el reino del siervo paciente de Dios: debe sufrir como su Señor, para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26). Por eso la I. en este mundo se halla en la lejaní­a, en una peregrinación (2 Cor 8, 6, etc.; cf. 1 Pe 2, 11).

Esta tensión entre reino de Dios e I., que está relacionada con su estructura sacramental, puede entenderse también en función de la acción de Dios que determina toda la historia de la salvación (Rom 8, 18-30).

Así­, pues, todos los conceptos o imágenes que caracterizan la I. muestran su carácter complementario. Todos deben entenderse en función del misterio de Dios, que llama a los hombres a la comunidad de su Hijo. La constitución Lumen gentium contiene una profundización teológica. A la luz de la revelación la I. es vista aquí­ como comunidad en la unidad con Dios en Cristo, como sacramento de la salvación, como pueblo de Dios, constituido a manera de cuerpo de Cristo y templo del Espí­ritu Santo.

4. La Iglesia católica y las demás comunidades
La estructura sacramental de la I. funda el ecumenismo y la misión, la relación entre la I. y el mundo, y la reforma eclesiástica.

De hecho todo cristiano agradece su cristianismo, por lo menos el bautismo, a la mediación de una comunidad. Este, junto con la fe bautismal, es el primer elemento de la unidad visible entre los cristianos y la base de su búsqueda de una unidad perfecta. Hay, pues, entre los cristianos (no sólo en el plano individual, sino también en el comunitario) una visibilidad fundamental, que a la vez es exigencia, motivo de esperanza y fermento de la unidad. Pues, efectivamente, esa esfera visible es la participación común en la muerte y resurrección, en el sacrificio y la victoria de Cristo, la vivificación común por el Espí­ritu, la común filiación divina que quiere desarrollarse en la plenitud de la unidad eucarí­stica de la I. Las relaciones mutuas entre los cristianos están determinadas por una cierta comunidad sacramental, sin duda imperfecta, pero real (Unitatis redintegratio, número 3). Ahí­ se funda la preocupación común a todos los cristianos por una amplia representación de ese signo de Cristo que es la Iglesia.

Pero desde aquí­ se plantea también el problema de la relación de la I. a las demás comunidades. Después de acentuar explí­citamente la unidad de la I. jerárquicamente articulada, por una parte, y el cuerpo mí­stico, por otra, el Concilio añade en el capí­tulo i de Lumen gentium: «Esta I., constituida y ordenada en el mundo como una sociedad, está realizada (subsiste) en la I. católica…, aunque puedan encontrarse fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la I. de Cristo, inducen hacia la unidad católica» (nº. 8). La palabra subsistit serí­a mal interpretada si se intentara concebirla en el sentido de un platonismo eclesiológico, como si, antes o más allá de su realización empí­rica, la I. poseyera un «ser existente en sí­ mismo» que nunca puede actualizarse plenamente en su aparición terrestre. Cierto que la I. nunca es plenamente ella misma, y va inherente a su esencia un movimiento hacia su realización completa, el cual debe ser aceptado y querido para alcanzar esta plenitud. Pero el punto de partida para una concepción teológica de la I. es necesariamente el Cristo resucitado, sometido a un crecimiento histórico de su cuerpo, y no una universal esencia (hipostatizada) de la I., con relación a la cual la realidad empí­rica fuera una mera participación.

En el texto antes aducido la I. católica expresa esencialmente la fe de que ella – y sólo ella – realiza como comunidad la forma de la unidad visible que Dios quiere para su I. Sin embargo, hagamos referencia a la diferencia entre dicho texto final y la redacción anterior, que sonaba así­: «Por eso, jurí­dicamente (iure) sólo la I. católica es designada como I.» La expresión usada en la redacción final tiene la ventaja de que resalta cómo hay una relación entre la I. católica y los cristianos no católicos, no sólo en el aspecto individual, sino también como grupos y comunidades creyentes, a través de los cuales esos cristianos han recibido su fe y son santificados. La constitución Lumen gentium, nº. 15 (que ha de compararse con Unitatis redintegratio, n° 3) dice más exactamente: Los bienes espirituales fundamentales de la I. de Cristo no sólo se dan en la I. católica. Se hallan también, si bien con grados diversos, en otras comunidades cristianas, que así­ participan de algún modo en la realidad del misterio de la I. Tal reconocimiento incluye la confirmación del carácter eclesial de esas comunidades. Pero el nombre de I. en el sentido auténtico de I. parcial (en cuanto, en este o aquel punto, el misterio de Cristo esta realizado, aunque sólo de manera imperfecta), únicamente se les aplica por su posesión de las estructuras jerárquicas esenciales (sacerdocio ministerial entendido en continuidad con el peculiar oficio apostólico). En consonancia con esto se distingue entre Iglesias y comunidades eclesiales, según que se conserve o que falte allí­ el oficio sacerdotal del obispo.

Pero Unitatis redintegratio acentúa que la fuerza de los bienes existentes en las otras Iglesias fluye desde la plenitud de gracia y erdad confiada a la I. católica (n° 3), y que los hermanos separados (ya individualmente, ya en cuanto comunidades e Iglesias) carecen de la unidad que Jesucristo quiso dar a cuantos por él renacieron y han sido santificados, a fin de crear un único cuerpo para una nueva vida (n° 3).

Por el conocimiento de los ví­nculos que la unen a otras comunidades, la I. católica al mismo tiempo adquirirá una conciencia cada vez mayor de la distancia entre la exigencia de Cristo y su realización concreta (n .o 4); de aquí­ resulta la conciencia de la necesidad de su constante renovación. En este sentido hay que entender el principio: Ecclesia semper reformanda (cf. movimientos de -> reforma). También podrí­amos decir que la I. católica se juzga a sí­ misma y enjuicia a las otras comunidades e Iglesias cristianas bajo la luz de la realidad escatológica, indicada siempre por la propia estructura sacramental, pero siempre superior a la propia realización empí­rica, que es sometida a juicio por el mundo venidero.

5. Iglesia y misión
La estructura sacramental de la I. es la base de su misión. Las dos primeras palabras de la constitución Lumen gentium (tomadas de Is 49, 6; cf. Lc 2, 32 y Act 13, 47) caracterizan la I. como una I. misionera que, en virtud de su sacramentalidad, ha recibido el encargo de realizar una misión salví­fica en el mundo. Esta conciencia clara de la I. sobre su propio y singular carácter fundamenta la misión en su absoluta necesidad (Lumen gentium, n° 17; Ad gentes, n° 2). Enviada por Dios a todos los pueblos, la I. debe ser «el sacramento universal de la salvación». Ella se esfuerza por anunciar el evangelio a todos los hombres (Ad gentes, introducción). La I. peregrinante es «misionera» por esencia, pues debe su origen a la misión del Hijo y del Espí­ritu (Ad gentes, n° 2). Con ello queda subrayada también la auténtica naturaleza de la actividad misionera, que está orientada totalmente hacia la plenitud escatológica. «La actividad misionera es nada más y nada menos que la manifestación o epifaní­a del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo y en su historia, en la que Dios realiza abiertamente, por la misión, la historia de la salvación» (Ad gentes, n° 9). La I. entera es misionera, pues, si bien el encargo misional en el sentido estricto de la palabra fue dado a los apóstoles y a sus sucesores, sin embargo toda la I. debe contribuir a su cumplimiento (Ad gentes, n° 5; Lumen gentium, n° 17).

La misión de la I., que presupone una toma de conciencia de la naturaleza sacramental del servicio (cf. Lumen gentium, cap. III), es el fundamento de las misiones en el significado especí­fico de la palabra. La perspectiva escatológica, que determina la actividad misionera, regula las relaciones de la I. con los hombres (a los que ha sido enviada) en un clima de respeto a su peculiaridad. La I. afirma con insistencia que la aceptación de la fe presupone la plena libertad religiosa. En cuanto, de esa manera, prepara una nueva modalidad en sus relaciones con las comunidades cristianas y los Estados, confirma la autenticidad del diálogo interconfesional como tarea de la I. Pero no se conforma con esta confirmación general, ni se limita a mostrar su patrimonio común con Israel (debido a la revelación divina), sino que resalta además sus aspectos comunes con otras ->religiones no cristianas. Reconoce todos los valores espirituales, morales y socioculturales de las religiones (Nostra aetate, número 3), y afirma decididamente que una conversión al cristianismo no implica una renuncia a la herencia religiosa y cultural de las mismas. En armoní­a con la tradición entera, ve en ellas estadios previos del evangelio (Ad gentes, n° 8). Pero esto no significa un reconocimiento de una economí­a salví­fica que transcurra paralelamente a Cristo, pues el Concilio declara solemnemente que los hombres sólo en Cristo (presente para nosotros en su cuerpo, la I.) han sido llamados a encontrar la plenitud de la vida divina. Toda experiencia religiosa, en lo que tiene de auténtica, tiende a su estructura fundamental querida por Dios, a su forma eclesial católica (Nostra aetate, n° 2). La humanidad, que está ordenada toda ella a la salvación en Cristo, no es por tanto extrafia a la I., sino que se halla ligada a ésta por muchos ví­nculos (Lumen gentium, n° 14s).

6. Las relaciones entre Iglesia y mundo
También las relaciones entre -> Iglesia y mundo se fundan a la postre en el carácter sacramental de la I. Todos los bienes que la I. en el tiempo de su peregrinación puede comunicar a la familia humana se deben a que ella es el sacramento universal de la salvación y, a la vez, representa y realiza el misterio del amor de Dios a los hombres. Con creciente conciencia de su misión salví­fica, la I. ha reconocido que debe anunciar la salvación a una humanidad concreta, social e histórica que se renueva en cada generación, a un mundo que está transformándose totalmente; y ha reconocido también cómo ella misma ha de aprender de la humanidad (Lumen gentium, nº. 11). Por eso, en nombre de la libertad y dignidad humana aparece una nueva solidaridad de la I. con el mundo: «La I. es a la vez signo y protección de la transcendencia de la persona humana» (Gaudium et spes, n .o 76). Así­ el pueblo de Dios ha de aparecer ante el mundo como la realización escatológica en germen de la ardiente aspiración a la unidad, la paz, la justicia, la libertad y al amor que mueve a la humanidad entera (Lumen gentium, n° 9).

Aquí­ se insinúa cómo la I. está obligada a tomar en serio las preguntas de la humanidad, sus objeciones y dudas (-> ateí­smo). Pero esto no obsta a que la I., frente a tendencias que impiden el desarrollo del hombre, pronuncie su condenación o su amonestación profética.

7. Los defectos de la Iglesia y la reforma eclesiástica
«Aunque la I., por la virtud del Espí­ritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espí­ritu de Dios» (Gaudium et spes, n .O 43). Este texto asume una afirmación de Unitatis redintegratio (n .o 4). Aquí­ aparece claramente que la auténtica base de la reforma constante de la I. es su estructura sacramental. En aquélla se desarrolla una lucha sin tregua por la fidelidad al Espí­ritu. «Cristo llama a la I. peregrinante hacia una perenne reforma, de la que la I. misma, en cuanto institución humana y terrena, tiene siempre necesidad» (ibid. n .o 6). El Concilio expresa con suma claridad la conciencia de los defectos de la I. en el curso de la historia. Por ejemplo, en el decreto sobre la libertad religiosa se hace alusión a los comportamientos antievangélicos adoptados por la I. en diversas épocas (Dignitatis humanae, n .o 12). En Gaudium et spes (no 19) leemos: «Por lo cual, en esta génesis del ateí­smo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión.» Además, la declaración común (el 7-12-1965) de Pablo vi y del patriarca Atenágoras sobre la excomunión de 1054 confirma en un acto solemne el reconocimiento de los defectos históricos de la I.

La I., que alberga a pecadores en su propio seno, tiene necesidad por tanto de una incesante renovación y purificación (cf. Lumen gentium, n° 8; el tema es tratado nuevamente en Gaudium et spes, n.° 44 y en Unitatis redintegratio, n° 6), y en el encuentro con el mundo descubre sus propias contradicciones a la redención en Cristo. La I. aprende de la historia humana, que la ayuda a conocer mejor todas las riquezas de su fe. Pero la I., reconociendo sus debilidades, sabe también cómo es signo eficaz del encuentro transformador entre Dios y la humanidad y de la creación nueva de ésta en Cristo, recuerda cómo debe reproducir la enajenación de Cristo, que se hizo pobre por los hombres. La pobreza de la I. está fundada en su naturaleza sacramental, que la refiere plenamente a Cristo en el Espí­ritu Santo.

Con este propósito constantemente renovado de fidelidad a Cristo y de servicio al mundo, la I. experimenta su propio misterio. Y, a la luz de los acontecimientos históricos, que despiertan en ella una nueva exigencia de vida cristiana y la incitan a una inteligencia más profunda de la palabra de Dios, conoce la hondura sin fondo del misterio. Asimismo, bajo la luz de la fe, contempla con creciente amor la maravillosa dirección de Dios, que quiere configurarla con la muerte y resurrección de su Señor.

8. Fuera de la Iglesia no hay salvación
La I. es para el mundo el signo eficaz y universal de salvación. Ningún hombre puede salvarse sin la eficacia de ese signo.

Pero hemos de añadir que la operación invisible de la I. es inmensamente superior a su acción visible. Como sacramento de la salvación la I. transmite efectivamente de forma invisible lo que ella representa visiblemente: la salvación de todos bajo todos los aspectos. Esto significa que también la interpretación del axioma Extra ecclesiam nulla salus debe situarse en esa perspectiva sacramental. En el curso de la historia el magisterio ha hecho dos series de declaraciones aparentemente opuestas: una sobre la necesidad de pertenecer a la I. para salvarse; y otro en que se rechaza la doctrina de quienes afirman que la gracia reduce su operación a los lí­mites visibles de la Iglesia.

a) La fórmula de Cipriano Extra ecclesiam nulla salus (De unitate ecclesiae, 6: CSEL 3/1, 214s), asumida nuevamente en la profesión de fe que Inocencio iii impuso a los valdenses (Dz 423 430), fue usada sin limitación alguna sobre todo en la bula Unam sanctam de Bonifacio viii (Dz 468).

b) Pero de tanto en tanto hallamos declaraciones según las cuales la operación de la gracia no se reduce a los lí­mites visibles de la I. (cf. Dz 693 1379 1294; sobre todo DS 3866 3872). Entre estas dos posiciones opuestas viene a mediar la suposición de un «error de buena fe». Pí­o ix fue el primero que habló del error invencible en la exposición del axioma mencionado (Singular¡ quadam). En la misma lí­nea se halla un capí­tulo del esquema De Ecclesia del Vaticano i.

Pero el texto interpretativo más importante es la carta del santo oficio al arzobispo de Boston (DS 3866-3873). En primer lugar se resalta que «la incorporación por el bautismo al cuerpo de Cristo, que es la I., constituye un estricto mandato de Jesucristo» (DS 3867). «El Redentor no sólo ha mandado que todos los hombres y pueblos se hagan miembros de la I., sino que también ha dispuesto que ésta sea un medio de salvación sin el cual nadie puede entrar en el reino de la gloria» (DS 3868). Pero la necesidad de la I. para la salvación queda precisada más exactamente. No se trata de una necesidad de medio, o sea, debida a la naturaleza interna de la cosa (que harí­a indispensable el uso afectivo, real del instrumento, como sucede en el caso de la fe o del amor de Dios, que son necesarios para la salvación), sino de una necesidad de precepto, basada en una disposición positiva. En este caso, el fin para el que está preceptuado el medio puede alcanzarse incluso cuando no es posible usarlo efectivamente. Entonces el medio ha de substituirse -y esto basta- por el deseo o el voto. «Para alcanzar la salvación eterna no siempre se requiere la pertenencia efectiva (reapse) a la I. como miembro suyo; pero el hombre ha de estar unido con la I. por lo menos mediante el deseo o el voto» (DS 3870; ->bautismo de deseo).

En comparación con el esquema preparatorio del Vaticano i, que todaví­a hablaba de una necesidad de medio, es evidente el progreso alcanzado en el documento citado. El Vaticano ii, con una referencia explí­cita a dicho documento, declara: «Pues los que inculpablemente desconocen el evangelio de Cristo y su I., pero buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia por cumplir eficazmente su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (Lumen gentium, n .o 15).

Brevemente, para salvarse, es necesario hacerse hijo de la I. por lo menos a través de un acto implí­cito de fe y de un deseo de la salvación. El axioma «no hay salvación fuera de la I.» no es sino una expresión de la verdad eclesiológica: la I. es el sacramento de la salvación.

IV. Sobre la estructura jurí­dica de la Iglesia
1. Cuestiones generales sobre su fundamentación
Véase constitución de la -> Iglesia, -> derecho canónico, -> Codex Iuris Canonici.

2. Acerca de la estructura jerárquica
Véase -> jerarquí­a, -> papa, -> episcopado, -> sacerdocio, -> potestades de la I., -> jurisdicción.

NUEVAS DISPOSICIONES ECLESIíSTICAS: Plo XII., enc. Mystici Corporis Christi del 29-6-1943: AAS 35 (1943) 1943) 193-248; Vaticano II, Constitutio dogmatica de Ecclesia: LThK Vat 1 137-359; Pablo VI., enc. Ecclesiam suam del 10-8-1964: AAS 56 (1964) 609-659.

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Sandfuchs (Wü 1966); F. Holbóck – Th. Sartory y otros, El misterio de la Iglesia. Fundamentos para una eclesiologí­a, 2 vols. (Herder Ba 1966); E. Przywara, Katholische Krise (D 1967); R. Adolfs, Wird die Kirche zum Grab Gottes? (Gran 1957); Volk Gottes. Zum KirchenverstBndnis der kath., ev. und anglikanischen Theologie (homenaje a J. Hófer) (Fr 1967); J. Ch. Hampe (dir), Die Autoritgt der Freiheit. Gegenwart des Konzils und Zukunft der Kirche im ókumenischen Disput I-II (Mn 1967); Wahrheit und Verkündigung, 2 vols. (homenaje a M. Schmaus) (Mn – Pa – W 1967); H. Küng, La Iglesia (Herder Ba 31970); Rahner VIII 329-444 (Das neue Bild der Kirche und andere Aufsátze zur Ekklesiologie); P. V. Dias, Vielfalt der Kirche in der Vielfalt der Jünger, Zeugen und Diener (Fr 1968) (bibl.); G. Philips, La Iglesia y su misterio en el concilio Vaticano II. Historia, texto y comentario de la constitución «Lumen Gentium», 2 vols. (Herder Ba 1968 y 1969).

Marie-Joseph Le Guillou

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

IGLESIA

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

(ekkiésia)

A través de ekklétos, «designado como arbitro en un litigio», ekkiésia viene de ek-kalein, «convocar». La ekkiésia es, en primer lugar, la asamblea legí­timamente convocada. En griego clásico y helení­stico, el término designa la asamblea de hombres libres que tienen derecho a voto en la ciudad (polis) o derecho a la libre expresión (parrhésia). Aparte de Hch 19,32, el Nuevo Testamento ignora esta acepción de ekkiésia, ya que no conoce más que el significado nacido de la historia de las comunidades cristianas. Este significado abraza, por una parte, a la «comunidad» de los cristianos de un lugar determinado y, por otra, a la «Iglesia», que es esa misma comunidad considerada en sus propiedades esenciales, prescindiendo de su particularidad local. La ekkiésia como comunidad «doméstica» no es ignorada por Pablo; pero éste, en la casi totalidad de sus empleos, le da a ekkiésia una tonalidad teológica. Pablo utiliza la palabra 65 veces (el resto del Nuevo Testamento, 49 veces); se encuentra sobre todo en las primeras cartas (46 veces).

En varios pasajes, en los que el apóstol depende de un uso cristiano anterior, se encuentra la expresión «ekkiésia de Dios». A pesar de una opinión todaví­a corriente, es poco probable que esta expresión sea una copia de la de los Setenta, «iglesia del Señor» (ekkiésia tou Kyriou). No serí­a explicable el paso de «Señor» a «Dios», sobre todo si se piensa que los Setenta traducen también el hebreo qahal por sinagoga (synagogé). Puede afirmarse que el uso absoluto de ekkiésia es el compendio de una expresión, de suyo imposible de descomponer. «Iglesia de Cristo» debe interpretarse ciertamente como sigue: «Iglesia que tiene su origen en la gracia de Dios en Cristo», como se puede ver expresamente en 1 Tes 2,14.

Cuando confiesa que ha perseguido a la Iglesia de Dios (Gal 1,13; 1 Cor 15,9), Pablo hace suya la designación que la comunidad primitiva de Jerusa-lén se dio de sí­ misma: comunidad de los salvados suscitada por Dios en el corazón de Israel en los tiempos del cumplimiento de las promesas hechas a los padres. Confirmado por la Iglesia de Jerusalén en su misión entre las naciones, considerándose como enviado por ella, a quien el Espí­ritu Santo da a reconocer su dones y carismas, Pablo ve actuando en las comunidades que nacen de su anuncio del evangelio la misma acción salvadora que dio origen a la comunidad-madre. Las nuevas comunidades no son menos «Iglesias de Dios» que la comunidad de Jerusalén. En homenaje, tanto a la unidad de su origen que está en Jerusalén como a la acción salvadora que allí­ se manifestó, las nuevas Iglesias son llamadas la Iglesia de Dios que está en Corinto (1 Cor 1,1; 2 Cor 1,1), «la Iglesia que está en Cencreas» (Rom 16,1), las Iglesias de Dios que están en Judea (1 Tes 2,14).

La multiplicidad de las Iglesias «particulares», como las califica el uso teológico, no es más que la multiplicidad de las manifestaciones de la única acción salvadora por la que Dios reúne a los salvados en Cristo. Estas manifestaciones son el despliegue de la bendición (Hch 3,26), cuya fuente brotó en Jerusalén el dí­a de Pentecostés. El ví­nculo que constituye su unidad es la palabra apostólica, «venida» de Sión (Is 2,3) precisamente. Es verdad que ellas se organizan según una misma estructura unitaria (apóstoles-profetas-didáscalos: cf. 1 Cor 12,28). Pero la unidad de las Iglesias (22 veces el plural en Pablo) no es esencialmente ni formal, ni de pertenencia a un solo conjunto que pudiera decirse «universal».

Es en las cartas de la cautividad donde se pone de relieve su naturaleza. Según la Carta a los Efe-sios, la Iglesia está unida a Cristo lo mismo que el cuerpo a la cabeza, principio de unidad y de vida. Es también la esposa que Cristo amó y por la que se entregó, a fin de santificarla, purificándola con un baño de agua acompañado de una palabra (Ef 5,26). De las aguas del bautismo que sumergen a los bautizados en su muerte, Cristo «saca» a su esposa, la Iglesia, para presentársela a sí­ mismo, resplandeciente (ibí­d.). Por medio del bautismo, Cristo hace de nosotros su cuerpo, que es la Iglesia, en la que se ha manifestado la sabidurí­a infinitamente variada de Dios (Ef 3,10).

M. G.

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Si muchos de los contemporáneos apenas si rebasan el aspecto humano de la Iglesia, sociedad mundial bien encuadrada, de hombres unidos por las creencias y por el culto. la Escritura, hablando a nuestra fe, la designa como un *misterio, oculto en otro tiempo en Dios, pero hoy descubierto y en parte realizado (Ef 1,9s; Rom 16,25s). Misterio de un pueblo todaví­a pecador, pero que posee las arras de la salud, porque es la extensión del cuerpo de Cristo, el hogar del amor; misterio de una institución humano-divina en la que el hombre puede hallar la luz, el perdón y la gracia, «para alabanza y gloria de Dios» (Ef 1,14). A esta fundación inédita los primeros cristianos de lengua griega le dieron el nombre de ekklesia, que aun marcando cierta continuidad entre Israel y el pueblo cristiano, era muy apropiada para cargarse de un contenido nuevo.

I. LAS SUGERENCIAS DE LA PALABRA. En el mundo griego la palabra ekklesia, de la que iglesia no es sino un calco, designa la asamblea del demos, del pueblo como fuerza polí­tica. Este sentido profano (cf. Act 19,32.39s) colora el sentido religioso cuando Pablo trata del comportamiento actual de una asamblea cristiana reunida «en iglesia» (cf. lCor 11,18).

En los LXX, por el contrario, la palabra designa una asamblea convocada para un gesto religioso, con frecuencia cultual (p.c. Dt 23; lRe 8; Sal 22,26): corresponde al hebreo qahal, empleado sobre todo por la escuela deuteronómica para designar la asamblea del Horeb (p.e. Dt 4, 10); de las estepas de Moab (Dt 31, 30), o de la tierra prometida (p.e. Jos 8.35: Jue 20,2), y por el cronista (p.c. 1Par 28,8; Neh 8,2) para designar la asamblea litúrgica de Israel en tiempo de los reyes o después del exilio. Pero si ekklesia traduce siempre kahal, esta última palabra es traducida a veces por otros vocablos, en particular por synagóge (p.c. Núm 16,3; 20,4; Dt 5,22), que se emplea con más frecuencia por la palabra sacerdotal ‘edah. Iglesia y sinagoga son dos términos casi sinónimos (cf. Sant 2,2): sólo se opondrán cuando los cristianos se hayan apropiado el primero reservando el segundo a los judí­os recalcitrantes. La elección de ekklesia por los LXX se debió sin duda en parte a la asonancia qahal ekklesia, pero también a las sugerencias de la etimologí­a: este término, que viene de ekkaleó (llamo de, convoco), indica por sí­ mismo que Israel, el pueblo de Dios, era la agrupación de los hombres convocados por la iniciativa divina, y convergí­a con una expresión sacerdotal en que se expresaba la idea de llamamiento: klete hagia, traducción literal de mikra gode..»s, «convocación santa» (Ex 12, 16; Lev 23,3; Núm 29,1).

Es muy natural que Jesús, al fundar un nuevo pueblo de Dios en continuidad con el antiguo, lo designara con un nombre bí­blico de la asamblea religiosa (en arameo dirí­a ‘edta, o kenista, traducido las más de las veces por synagdge, o más probablemente qehala), nombre traducido por ekklesia en Mt 16,18. Asimismo la primera generación cristiana, sabiendo ser el nuevo *pueblo de Dios (IPe 2,10) prefigurado por la «iglesia del desierto» (A _ 7,38) adoptó un término que, viniendo de las Escrituras, era muy apto para designarla a ella misma como «Israel de Dios» (Gál 6,16; cf. Ap 7,4; Sant 1,1 ; Flp 3,3). Este término ofrecí­a además la ventaja de incluir eltema del llamamiento que dirige Dios gratuitamente en Jesucristo a los judí­os y luego a los paganos, para formar «la convocación santa» de los últimos tiempos (cf. ICor 1,2; Rom 1,7: «convocados santos»).

II. PREPARACIí“N Y REALIZACIí“N DE LA IGLESIA. Por largo tiempo preparó Dios la reunión de sus hijos dispersos (Jn 11,52). La Iglesia es la comunidad de los hombres beneficiarios de la salvación en Jesucristo (Act 2,47): «nosotros, los salvados», escribe Pablo (ICor 1,18). Ahora bien, el *designio divino de la salvación, si bien culmina en esta comunidad, fue, no obstante, concebido «desde antes de la creación del mundo» (Ef 1,4) y esbozado entre los hombres ya desde Abraham y hasta desde la aparición de Adán.

1. Creación primera y nueva creación. Ya en los orí­genes el hombre es llamado a formar sociedad (Gén 1,27; 2.18) y a multiplicarse (1,28) viviendo en la familiaridad de Dios (3,8). Pero el *pecado viene a atravesarse en el plan divino; Adán, en lugar de ser jefe de un pueblo reunido para vivir con Dios, es padre de una humanidad dividida por el *odio (4,8; 6,11). dispersada por la *soberbia (11,8s) y que huye de su Creador (3,8; 4,14). Será, pues, preciso que un nuevo *Adán (ICor 15, 45; Col 3,10s) inaugure una nue ‘a *creación (2Cor 5,17s; Gál 6,15), en la que se restaure la vida de amistad con Dios (Rom 5,12…), se reduzca la humanidad a la *unidad (Jn 11, 52) y se reconcilien sus miembros (Ef 2,15-18). Tal será la Iglesia, preparada por Israel. La Biblia, al situar la historia de Abraham y de su descendencia en la historia universal de un mundo en que el pecado despliega sus consecuencias, muestra por el mismo caso que la Iglesia, verdadero pueblo de Abraham (Rom 4, l ls), debe insertarse en el mundo y ser en él la respuesta al pecado, así­ como a las divisiones y a la muerte que de él dimanan. Las tradiciones sobre el *diluvio suministraban ya a Israel el ejemplo de un justo situado por Dios al comienzo de una nueva creación después de la proliferación del pecado; esta salvación universal otorgada por medio del *agua a la descendencia de Noé era *figura de la otra, mucho más rica, que aportarí­a Cristo por medio del *bautismo (IPe 3,20s).

Sin embargo, la Iglesia no igualará jamás perfectamente acá abajo a la nueva creación descrita por los profetas. Solamente en el *cielo, al final de los últimos tiempos, será totalmente eliminado el pecado (Is 35,8; Ap 21,27), así­ como el dolor y la muerte (Ap 21,4; cf. ls 25,8; 65,19); entonces la *dispersión de *Babel, cuya antí­tesis es ya *pentecostés, hallará su réplica definitiva (ls 66,18; Ap 7,9s). Entonces también desaparecerán las caricaturas: imperios soberbios, «sinagogas de Satán» (Ap 2, 9; 3,9); ya no habrá más que la asamblea de los elegidos, en que Dios será todo en todos (ICor 15,28).

2. Antiguo y nuevo Israel. Con la *elección de Abraham, sellada ya por una *alianza (Gén 15,18), se inicia el proceso decisivo de formación de un *pueblo de Dios. De esta raza bendita, cuyo tronco es él, saldrá Cristo, en quien tendrán plenamente efecto las *promesas (Gál 3,16) y que a su vez fundará el pueblo definitivo, posteridad espiritual de *Abraham, el creyente (Mt 3,9 p; Jn 8, 40; Gál 4,21-31; Rom 2,28s; 4, 16; 9,6ss). Entrando en la Iglesia de Jesucristo mediante la fe es como todas las *naciones serán benditas en Abraham (Gál 3,8s = Gén 12, 3 LXX; cf. Sal 47,10).

Entre Israel, posteridad carnal de los patriarcas, y la Iglesia hay a la vez ruptura y continuidad. Así­ el NTaplica al nuevo pueblo de Dios los nombres del antiguo, pero mediante transposiciones y contrastes. Uno y otro son la ekklesia, pero la palabra significa ahora el misterio desconocido en el AT, el *cuerpo de Cristo (Ef 1,22s); y el *culto que en él se tributa a Dios es totalmente espiritual (Rom 12,1). La Iglesia es *Israel, pero Israel de Dios (Gál 6,16), espiritual y ya no carnal (ICor 10,18); es un pueblo adquirido, pero adquirido por la *sangre de Cristo (Act 20, 28; IPe 2,9s; Ef 1,14) y sacado también de entre los gentiles (Act 15, 14). Es la *esposa, no más adúltera (Os; Jer 2-3; Ez 16), sino inmaculada (Ef 5,27); la *viña, ya no bastarda (Jer 2,21), sino fecunda (Jn 15, 1-8); el *resto santo (ls 4,2s). Es el rebaño, ya no reunido una vez (Jer 23,3) y luego dispersado de nuevo (Zac 13,7ss), sino el rebaño definitivo del *pastor inmolado y resucitado por él (Jn 10); es la *Jerusalén de lo alto, ya no esclava, sino libre (Gál 4,24s). Es el pueblo de la nueva *alianza predicha por los profetas (Jer 31,31ss; Ez 37,26ss), pero sellada por la sangre de Cristo (Mt 26, 28 p; Heb 9,12ss; 10,16), que es su *mediador para todas las naciones (Is 42,6). Su carta de alianza no es ya la *ley de Moisés, incapaz de comunicar la vida (Gál 3,21), sino la del *Espí­ritu (Rom 8,2), inscrita en los corazones (Jer 31,33s; Ez 36,27; cf. Un 2,27). Es el *reino de los santos, anunciado por Daniel y prefigurado por la asamblea daví­dica del cronista: no más organización de la vida temporal de una nación (Jn 18,36), sino germen por todas partes visible y esbozo espiritual de un reino invisible e intemporal, en el que la muerte será destruida (ICor I5,25s; Ap 20,14). Finalmente, puesto que el *templo de la nueva economí­a, no hecho de mano de hombre (Mt 14,58) e indestructible (Mt 16,18), es el *cuerpo resucitado de Cristo (Jn 2,21s), la Iglesia, cuerpo de Cristo, es igualmente el templo nuevo (2Cor 6,16; Ef 2,21; lPe 2,5), lugar de una *presencia y de un *culto mejores que en otro tiempo y accesibles a todos (Mc 11,17).

III. FUNDACIí“N DE LA IGLESIA POR JESÚS. El AT prepara, pues, la Iglesia y la prefigura; Jesús la revela y la funda.

1. Las etapas de la Iglesia. El pensamiento de Jesús entra dentro del marco de su proclamación del *reino de los cielos; en ella revela, en un lenguaje profético en que no siempre se distinguen los planos, que la fase celestial del reino (Mt 13,43; 25,31-46) irá precedida de una fase terrenal. Esta, a su vez, comprenderá dos etapas. La primera es la vida mortal de Jesús que, por su predicación, su acción sobre Satán y la formación de la comunidad mesiánica, hace ya presente el reino (Mt 12,28; Le 17, 21). La segunda será el tiempo de la Iglesia propiamente dicho (Mt 16,18), que comenzará con tres acontecimientos mayores: el *sacrificio de Jesús que funda (Mt 26,28) esta «comunidad de la nueva alianza», celadora de un culto puro (cf. Mal 3,1-5), que Jeremí­as habí­a esperado en tiempos de Josí­as (2Re 23) y luego remitido al futuro escatológico (Jer 31,31s), y que las agrupaciones de Qumrán y de Damasco creí­an representar; la venida de Jesús como *Señor e *Hijo del hombre en el momento de su resurrección (Mt 26,64); finalmente, la ruina de *Jerusalén (Mt 16,28; cf. Lc 21,24), a la vez signo de la sustitución del pueblo judí­o por la Iglesia y pródromo del juicio final.

2. Reunión y formación de los discí­pulos. Durante su vida mortal agrupa Jesús y forma *discí­pulos, a los que revela los *misterios del reino (Mt 13.10-17 p); es ya el «pequeño rebaño» (Lc 12,32) del buen pastor (Jn 10) anunciado por los profetas, el reino de los santos (Dan 7,18-22). Jesús puso la mira en la supervivencia y crecimiento de este grupo después de su muerte, y esbozó los grandes rasgos de su futuro estatuto. Tres clases de palabras lo muestran : sus predicciones sobre las *persecuciones que deberán sufrir los suyos (Mt 10,17-25 p; Jn 15,18-16,4); sus *parábolas sobre la mezcla de justos y de pecadores en el reino (Mt 22, llss; 13,24-43.47-50); sus instrucciones destinadas a los doce.

a) Los doce. En efecto, Jesús se escoge entre sus discí­pulos a doce í­ntimos que serán las células fundamentales y los cabezas del nuevo Israel (Mc 3,13-19 p: Mt 19,28 p). Los inicia en el rito bautismal (Jn 4,2), en la predicación, en el combate contra los *demonios y las *enfermedades (Mc 6,7-13 p). Les enseña a preferir el servicio a los primeros puestos (Mc 9,35), a dar la prioridad a las «ovejas perdidas» (Mt 10,6), a no temer las persecuciones inevitables (10,17…), a reunirse en su *nombre para orar en común (18,19s), a perdonarse mutuamente (18,21-35) y a no excomulgar a los pecadores públicos sin haber antes intentado la persuasión (18,15-18). La Iglesia, hasta el fin de los tiempos, deberá inspirarse en esta experiencia de los doce para hallar en ella sus reglas de vida.

b) Misión universal de los doce. El aprendizaje misionero de los *apóstoles no sale del marco de Israel (Mt 10.5s). Solamente después de la resurrección de Jesús recibirán la orden de enseñar y bautizar a todas las *naciones (Mt 28,19). Sin embargo, ya antes de su muerte anuncia Jesús la agregación de los paganos al reino. Los «hijos del reino» (Mt 8,12), es decir, los *judí­os, que tení­an prioridad para entrar en él, verán que se les retira (Mt 21,43) por haberse negado a dejarse «reunir» (Mt 23,37) por Cristo; en lugar de la masa judí­a, excluida provisionalmente (cf. Mt 23,39; Rom 11,11-32), los paganos entrarán (Mt 8,11s; Le 14, 21-24; Jn 10,16) en iguales condiciones (Mt 20,1-16) con el núcleo judí­o de los pecadores arrepentidos que creyeron en Jesús (Mt 21,31ss).

Así­ la Iglesia, primera realización de un reino que no es de este mundo (Jn 18,36), realizará y superará las más atrevidas profecí­as universalistas del AT (p.c. Jon; Is 19.16-25; 49,1-6). Jesús no la asocia en modo alguno al triunfo temporal de Israel, del que él mismo se desentiende. Lección dura para !as multitudes (Jn 6,15-66), y también para los Doce (Act 1,6), que no la comprenderán bien hasta después de pentecostés. Pero entonces no tratarán de integrar su misión universal en una venganza de su nación, y predicarán la lealtad para con las *autoridades imperiales (Rom 13,1…; lPe 2,13s). La norma de las relaciones entre la Iglesia y el Estado la hallarán en la palabra de Cristo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21 p). Al emperador, el impuesto y todo lo que es necesario para satisfacer las justas exigencias del Estado para el bien temporal de los pueblos (Rom 13, 6s); a Dios, cuyo derecho soberano proclamado por la Iglesia crea, rebasa y juzga al del César (Rom 13,1), el resto, es decir, todo nuestro ser.

c) Autoridad de los doce. Los jefes tienen necesidad de poderes. Jesús los promete a los doce: a *Pedro, *roca que garantiza la estabilidad de la Iglesia, la responsabilidad del mayordomo que abre y cierra las *puertas de la ciudad celestial, y la totalidad de los poderes disciplinares y doctrinales (Mt 16.18s; cf. Le 22,32; Jn 21); a los apóstoles, aparte la renovación de la Cena (Le 22,el mismo encargo de «atar y desatar», que se aplicará especialmente al juicio de las conciencias (Mt 18,18; Jn 20,22s). Estos textos revelan ya la naturaleza de la Iglesia, cuyo creador y Señor es Jesucristo: será una sociedad organizada y visible, que inaugure acá abajo el reino de Dios; construida sobre la roca, perpetuando la presencia de Cristo por el ejercicio de los poderes apostólicos y por la eucaristí­a, vencerá al *infierno y le arrancará su presa. Así­ aparecerá como fuente de vida y de perdón.

En el pensamiento de Jesús tal *misión durará tanto cuanto dure el mundo; lo mismo, pues, sucederá a las estructuras visibles y a los poderes ordenados a esta misión. Cierto, hay toda una parte de la función apostólica, que es intransmisible: la situación de los *apóstoles, *testigos de Jesús durante su vida y después de su resurrección, es única en la historia. Pero cuando Jesús, después de su resurrección, encarga a los once enseñar, bautizar, dirigir, y les promete que estará con ellos para siempre, hasta el fin del mundo (Mt 28, 20), deja entrever la permanencia de los poderes así­ conferidos, durante todos los siglos futuros, incluso más allá de la muerte de los apóstoles. Así­ lo entenderá la Iglesia primitiva, en que los poderes apostólicos continuarán siendo ejercidos por jefes, a los que los apóstoles escogerán y consagrarán para esta misión *imponiéndoles las manos (2Tim 1,6). Todaví­a hoy los poderes de los obispos no tienen otro origen que estas palabras de Jesús.

IV. NACIMIENTO Y VIDA DE LA IGLESIA. 1. Pascua y pentecostés. La Iglesia nace en la pascua de Cristo, cuando Cristo «pasa» de este mundo a su Padre (Jn 13,1). Con Cristo que sale del sepulcro y viene a ser «espí­ritu vivificante» (1Cor 15,45), surge una humanidad *nueva (Ef 2,15; Gál 6,15), una creación *nueva. Los padres han dicho con frecuencia que la Iglesia, nueva Eva, habí­a nacido del costado de Cristo durante el sueño de la muerte, como la antigua Eva del costado de Adán dormido; Juan, dando testimonio de los efectos de la lanzada (Jn I9,34s), sugiere esta concepción, si es que para él la sangre y el agua simbolizan primero el sacrificio de Cristo y el Espí­ritu que anima a la Iglesia, luego los sacramentos del bautismo y de la eucaristí­a, que le transmiten la vida.

Pero el cuerpo eclesial sólo es vivo si es el *cuerpo de Cristo *resucitado («despertado», cf. Ef 5,14) y que derrama el *Espí­ritu (Act 2,33). Esta efusión del Espí­ritu comienza ya el dí­a de pascua (Jn 20,22), cuando Jesús «insufla» el Espí­ritu recreador (Jn 20,22; cf. Gén 1,2) sobre los discí­pulos finalmente reunidos por él (cf. Mc 14,27), jefes del nuevo pueblo de Dios (cf. Ez 37,9). Pero el dí­a de *pentecostés es cuando tiene lugar la gran efusión carismática (Act 2,4) con miras al *testimonio de los doce (Act 1,8) y a la manifestación pública de la Iglesia; así­ este dí­a es para ella como la fecha oficial del nacimiento. Pentecostés es para ella en cierto modo lo que habí­a sido para Jesús concebido del Espí­ritu Santo (Le 1,35), a saber, la *unción que le confirió este Espí­ritu al alborear de su misión mesiánica (Act 10,38; Mt 3,16 p), y lo ‘que es para todo cristiano el don del Espí­ritu por la *imposición de las manos, que pone el *sello a su obra en el bautismo (Act 8,17; cf. 2,38).

2. Extensión de la Iglesia. Después de pentecostés crece rápidamente la Iglesia. Se entra en ella aceptando la *palabra de los apóstoles (Act 2, 41), que engendra la *fe (2,44; 4,32) en Jesús resucitado, señor y Cristo (2,36), cabeza y salvador (5,31), luego recibiendo el *bautismo de agua (2, 41). seguido de una imposición de las manos que confiere el Espí­ritu y sus *carismas (8,16s; 19,6). Se es miembro vivo de ella, según san Lucas (Act 2,42), mediante una cuádruple fidelidad: a la *enseñanza de los apóstoles que profundiza la fe primera engendrada por la proclamación del mensaje de salud, a la *comunión fraterna (koinjnia), a la fracción del *pan y a las oraciones en común. Sobre todo durante la fracción del pan, es decir, en la comida *eucarí­stica (cf. ICor 11,20.24), es cuando se forja la unanimidad (Act 2,46), cuando se experimenta la presencia de Cristo resucitado, poco ha comensal de los doce (Act 10,41), cuando se «anuncia» su sacrificio y se fomenta la espera de su retorno (ICor 1 1,26).

En Jerusalén la *comunión de los espí­ritus llega hasta a inspirar una libre puesta en común de los bienes materiales (Act 4,32-35; Heb 13,16), que recuerda la que era de regla en Qumrán; pero Lucas mismo deja percibir algunas sombras en el cuadro (Act 5,2; 6,1). Los fieles están agrupados bajo la autoridad de los *apóstoles. Pedro está a la cabeza (Act 1,13s), ejerciendo, de acuerdo con ellos, el primado que recibiera de Cristo. Un colegio de ancianos comparte en forma súbordinada la autoridad de los apóstoles (Act 15,2) y luego, después de la partida de éstos, la de Santiago (21,18), constituido cabeza de la iglesia local. Siete hombres llenos del Espí­ritu, entre los cuales se hallan Esteban y Felipe, son puestos a la cabeza del servicio de los cristianos «helenizados» (6,1-6).

El ardor de estos últimos, sobre todo de Esteban, provoca su dispersión (Act 8,1.4). Pero ésta contribuye a la extensión de la Iglesia, desde Judea (8,1 ; 9,31-43) hasta Antioquí­a (11,19-25), y de allí­ «hasta los confines de la tierra» IAct 1,8; cf. Rom 10.18; Col 1,23), por lo menos hasta Roma (Act 28.16-31). La repulsa que sufre Pablo por parte de los judí­os facilita el injerto del brote silvestre pagano en el tronco podado del pueble escogido (Rom 11.11-18). Pero ni Pablo ni Pedro, que bautizando a Cornelio ha hecho un gesto decisivo no desmentido por ciertas concesiones excesivas a los judaizantes (Gál 2.11-14), aceptan que se someta a los paganos admitidos en la Iglesia, a las prácticas judí­as, que observan todaví­a los cristianos «hebreos» (Act 10,14: 15,29).

3. Así­ la originalidad de la Iglesia frente al judaí­smo se afirma, su catolicidad se actualiza, se cumple la orden de misión que ha recibido de Cristo. Su *unidad aparece como dominando los lugares y los pueblos, reconociéndose todas las comunidades como células de una ekklesia única: la extensión a las asambleas pagano-cristianas, de esta palabra bí­blica, aplicada en un principio a los cristianos de Jerusalén, la colecta hecha en favor de estos últimos entre los convertidos de Pablo (2Cor 8,7-24). el recurso a los usos de las Iglesias para regular un punto de disciplina (ICor 11,16: 14,33), el interés que tienen unas por otras (Act 15,12; 21,20; 1Tes 1,7ss; 2,14; 2Tes 1,4), las salutaciones que se ehví­an (ICor 16,19s; Rom 16.16: Flp 3,21s) son otros tantos indicios caracterí­sticos de una verdadera conciencia de Iglesia.

V. LA REFLEXIí“N CRISTIANA SOBRE LA IGLESIA. 1. Todos los aspectos colectivos de la salud en Jesucristo interesan a la Iglesia. Pablo es, sin embargo, el único autor inspirado que escudriñó el misterio como tal y con su propio nombre. En su visión de Damasco tuvo al punto la revelación de una misteriosa identidad entre Cristo y la Iglesia (Act 9.4s); a esta intuición primera se añade una reflexión estimulada por la experiencia. En efecto, a medida que Pablo *edifica la Iglesia descubre todas sus dimensiones. Por lo pronto reflexiona sobre la unión vital que mediante el rito bautismal contraen sus convertidos con Cristo y entre sí­, unión que el Espí­ritu hace casi tangible con sus *carismas. Así­, a los corintios, que desví­an estos *dones de su función «edificante» y unificante, les recuerda este punto fundamental: «Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espí­ritu para constituir un solo cuerpo» (ICor 12,13). Los bautizados que constituyen la Iglesia son, por tanto, miembros de este único *cuerpo de Cristo, cuya viva cohesión es mantenida por el pan eucarí­stico (ICor 10,17). Esta unidad, que es la de la fe y del bautismo, prohí­be que los cristianos se digan adeptos de Cefas, de Apolo o de Pablo, como si Cristo pudiera estar dividido (ICor I,12s; 3,4). Para manifestar y consolidar esta unidad organiza Pablo una colecta en favor de los «santos» de Jerusalén (ICor 16,1-4; 2Cor 8-9; Rom 15,26s).

Un poco más tarde, la cautividad, que le abstrae de los problemas demasiado inmediatos, y las especulaciones cósmicas que debe combatir en Colosos, contribuyen a la ampliación de sus horizontes. Todo el plan divino, que ve con sus ojos de *Apóstol de los paganos (Gál 2,8s; Rom 15,20), le aparece en su esplendor (Ef 1) Entonces la ekklesia no es ya generalmente tal o cual comunidad local (como anteriormente, salvo excepciones posibles en ICor 12, 28; 15,9; Gál 1,13); es, en toda su amplitud y universalidad, el cuerpo de Cristo, lugar de la reconciliación de los judí­os y de los gentiles, que constituye un solo *hombre perfecto (Col 1,18-24; Ef 1,23; 5, 23ss; cf. 4,13). A este tema esencial superpone Pablo la imagen de Cristo, cabeza de la Iglesia; Cristo es distinto de la Iglesia, pero ésta le está unida como a su cabeza (Ef 1, 22s; Col 1,18), en lo cual comparte la condición de los poderes angélicos (Col 2,10), y sobre todo como a su principio de vida, de cohesión y de *crecimiento (Col 2,19; Ef 4, 15s). Diversas veces la imagen del *templo, que se construye sobre Cristo como piedra angular y sobre los apóstoles y profetas como cimientos (Ef 2,20s), se mezcla con el tema del cuerpo, hasta el punto de producir un entrecruzado de verbos; el edificio crece (Ef 2,21) y el cuerpo se construye (4,12.16). En Ef 5,22-32 las ideas de cuerpo y de cabeza se combinan con la imagen bí­blica de la *esposa: *Jesús, jefe (=cabeza) de la Iglesia, es también el Salvador que ha amado a la Iglesia como a una prometida (comp. 2Cor 11,2), inmolándose para comunicarle por el bautismo santificación y purificación, para presentársela él mismo resplandeciente y asociársela como esposa. En fin, una última noción entra en composición con las precedentes para definir la Iglesia según Pablo: la Iglesia es la porción escogida de la *plenitud (pleroma) que reside en Cristo en cuanto es Dios (Col 2,9), salvador de los hombres agregados a su cuerpo (Ef) y cabeza de todo el universo regido por los poderes cósmicos (Col 1,19s); así­ ella misma puede decirse el pleroma (Ef 1,23); y efectivamente lo es, puesto que Jesucristo la «llena» y ella a su vez lo «llena» completando su cuerpo con su crecimiento progresivo (Ef 4,13), siendo el principio y el término de todo esto la plenitud de Dios mismo (3,19).

2. Juan, sin emplear la palabra, insinúa una teologí­a profunda de la Iglesia. Sus alusiones a un nuevo *Exodo (Jn 3,14; 6,32s; 7,37ss; 8,12) evocan un nuevo pueblo de Dios, que las imágenes bí­blicas de la *esposa (3,29), del rebaño (10,1-16) y de la *viña (15,1-17) designan directamente y cuyo embrión lo constituye el pequeño grupo de los discí­pulos sacados del mundo (15,19; cf. 1,39. 42s). El paso de este grupo a la Iglesia se opera por la muerte y la resurrección de Jesús; éste muere «para reunir a los dispersos» (11,52) en un solo rebaño, sin distinción de judí­os, de samaritanos y de griegos (10.16: 12,20.32; 4,21 ss.30-42) y asciende a su Padre para dar el Espí­ritu a los suyos (16,7; 7.39). especialmente a sus enviados encargados de perdonar los pecados (20,21s). La Iglesia entrojará las mieses que Cristo ha preparado (4,38) y con ello prolongará la *misión de Cristo (20. 21). Juan puede atestiguarlo, habiendo tocado al Verbo hecho carne (lJn 1,1) y dado el Espí­ritu a los convertidos de Filipos (Act 8,14-17, que contrasta con Le 9.54). Sin embargo. conforme a su genio, Juan se fija con preferencia en la vida interior de la Iglesia. Los que la componen, reunidos bajo el cayado de Pedro (21), sacan su vida profunda de su unión con Cristo cepa (15). realizada por el bautismo (3,5) y la eucaristí­a (6); meditan juntos bajo la dirección del Espí­ritu las palabras de Cristo (14,26) y amándose unos a otros (13. 33-35) producen el *fruto que Dios aguarda de ellos (15,12.16s). Con todo esto manifiesta la Iglesia su *unidad, que tiene como fuente y modelo la unidad misma de las personas divinas presentes en todos y en cada uno (17); y, familiarizada con la persecución (15,18-16.4), la afronta con una confianza triunfante, una vez que se ha reportado ya la victoria sobre el *mundo y su prí­ncipe (16,33).

Esta última idea es central en el Apocalipsis. En él !a Iglesia es figurada alternativamente por la *mujer que tiene que habérselas con el dragón (*Satán) (Ap 12), que se sirve de la *bestia (el imperio pagano) para perseguir a los santos, pero cuyos dí­as están contados, luego por la ciudad santa o más bien por el templo y sus atrios, donde es preservado un bloque de verdaderos fieles mientras que la bestia mata en la plaza a dos testigos profetas (11, 1-13). El milenio del capí­tulo 20, que no es un tiempo de triunfo terrenal de la Iglesia, ¿designa una renovación espiritual en su seno (comp.-20, 6 y 5,10; y cf. Ez 37,10 = Ap 11,11) o la bienaventuranza de los mártires aun antes del juicio general? En todo caso, la Iglesia aspira ante todo a la nueva *Jerusalén, el cielo (3,12; 21, 1-8; 21,9-22,5). «El Espí­ritu y la esposa dicen: ¡Ven!» (22,17).

VI. ESBOZO DE SíNTESIS TEOLí“GICA. La Iglesia, creación de Dios, construcción de Cristo, animada y habitada por el Espí­ritu (ICor 3.16; Ef 2,22), está confiada a hombres, los apóstoles «escogidos por Jesús bajo la acción del Espí­ritu Santo» (Act 1, 2) y luego los que, por la imposición de las manos, recibirán el carisma de gobernar (lTim 4,14; 2Tim 1,6).

La Iglesia, guiada por el Espí­ritu (Jn 16,13), es «columna y soporte de la verdad» (lTim 3,15), capaz, sin desfallecer, de «guardar el depósito de las sanas palabras recibidas» de los apóstoles (2Tim 1,13s). es decir, de enunciarlo y explicarlo sin error. Constituida cuerpo de Cristo por medio del Evangelio (Ef 3,6), nacida de un solo bautismo (Ef 4,5), nutrida con un solo pan (ICor 10,17) reúne en un solo pueblo (Gál 3,28) a los hijos del mismo Dios y Padre (Ef 4,6); borra las divisiones humanas reconciliando en un solo pueblo a judí­os y paganos (Ef 2,14ss), civilizados y bárbaros, amos y esclavos, hombres y mujeres (lCor 12,13; Col 3,11; Gál 3,28). Esta unidad es católica, como se dice desde el siglo II; está hecha para reunir todas las diversidades humanas (cf. Act 10, 13: «Mata y come»), para adaptarse a todas las culturas (lCor 9,20ss) y abarcar al universo entero (Mt 28,19).

La Iglesia es *santa (Ef 5,26s), no sólo en su cabeza, sus junturas y sus ligamentos, sino también en sus miembros que ha santificado el bautismo. Cierto que hay pecadores en la Iglesia (lCor 5,12); pero están desgarrados entre su pecado y las exigencias del llamamiento que los ha hecho entrar en la asamblea de los «santos» (Act 9,13). A ejemplo del maestro, la Iglesia no los rechaza y les ofrece el *perdón y la purificación (Jn 20,23; Sant 5,15s; 1Jn 1,9), sabiendo que la cizaña puede todaví­a convertirse en trigo en tanto la muerte no haya anticipado para cada uno la «siega» (Mt 13,30). La Iglesia no tiene su fin en ella misma: conduce al *reino definitivo, por el que la sustituirá la parusí­a de Cristo y en el que entrará nada impuro (Ap 21,27; 22,15). Las *persecuciones avivan su aspiración a transformarse en *Jerusalén celestial.

El modelo perfecto de la fe, de la esperanza y de la caridad de la Iglesia es *Marí­a, que la vio nacer en el Calvario (Jn 19,25) y en el Cenáculo (Act 1,14). Pablo por su parte está lleno de un amor ardiente (lCor 4, 15; Gál 4,19) y concreto de la Iglesia: le devora «el *cuidado de todas las iglesias» (2Cor 11,28) y, dando curso para los hombres a costa de grandes *sufrimientos (ICor 4,9-13; 2Cor 1,5-9) a los frutos infinitos de la *cruz, «completa en su carne lo que falta a las *pruebas de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24). Su vida como «ministro de la Iglesia» (1,25) es un *ejemplo, sobre todo para los continuadores de la obra apostólica.

Todos los miembros del pueblo cristiano (laos), y no sólo los jefes. están llamados a *servir a la Iglesia mediante el ejercicio de sus *carismas, a vivir en la cepa como sarmientos cargados del *fruto de la caridad, a honrar su *sacerdocio (IPe 2,5) con el *sacrificio de la fe (Flp 2,17) y una vida pura según el Espí­ritu (Rom 12.1; ICor 6,19; Flp 3,3), a tomar parte .activa en el *culto de la asamblea; finalmente, si han recibido el carisma de la *virginidad, a adherirse exclusivamente al Señor, o bien, si han contraí­do *matrimonio, a modelar su vida conyugal conforme a la unión de esposos que existe entre Cristo y la Iglesia (Ef 5,21-33). La ciudad santa, a la que Jesús ha amado como a esposa fecunda (5,25) y a la que todos y cada uno dicen: » i *madre! » (Sal 87,5 = Gál 4,26), merece nuestro amor filial; pero sólo la amaremos *edificándola por nuestra parte.

-> Cuerpo de Cristo – Marí­a – Pueblo – Reino.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

La palabra inglesa «church», igual que sus otras formas relacionadas como kirche, kerk, kirk, vienen del adjetivo griego to kuriakon, palabra que primero se usó para referirse a la Casa del Señor y después para referirse a su pueblo. Nuestra palabra española «iglesia» es una transliteración del griego ekklēsia, que es una palabra que aparece en el NT, y que se usa para una asamblea pública citada por un heraldo (Hch. 19:32, 39, 40). Sin embargo, en la LXX significa asamblea o congregación de israelitas, especialmente cuando se reúnen delante del Señor con propósitos religiosos. Por consiguiente, se usa en el NT para la congregación que el Dios vivo reúne alrededor de su Mesías Jesús. De esta forma, la iglesia es la familia espiritual de Dios, la comunión cristiana creada por el Espíritu Santo a través del testimonio de los grandiosos hechos de Dios en Cristo Jesús. Dondequiera que el Espíritu Santo una las almas que adoran a Cristo unidas, allí está el misterio de la iglesia.

Definición de la iglesia. Explicado más ampliamente, la iglesia no es una institución, sino una entidad sobrenatural que está en proceso de crecer hacia el mundo venidero. Es la esfera de acción del Señor resucitado y exaltado. Todos sus miembros están en Cristo y están unidos unos a otros por una relación sobrenatural. Todos sus dones y actividades son la continuación de la obra de Cristo por el poder del Espíritu Santo, se originan en Cristo y son coordinados por él hacia la meta final. Entonces la iglesia aparecerá en la era venidera como el pueblo de Dios unido en una congregación ante el trono, como la ciudad celestial—la nueva Jerusalén.

Las marcas de la iglesia. El Señor atrae y mantiene a su pueblo en una relación de pacto con él por su Espíritu y Palabra (Is. 59:21). Su voz se escucha en la proclamación de la Palabra y sus acciones se ven en la administración de los sacramentos. Por consiguiente, éstas (junto con la oración y la alabanza) son las señales de la iglesia visible, y los medios que el Espíritu Santo usa para traer a los individuos a una fe personal y para nutrir a los creyentes en aquel culto colectivo de la comunidad cristiana. Ya que ellos (los creyentes) reciben las promesas de Dios, él perdona los pecados de su pueblo y los sella con los sacramentos para el mundo venidero.

La historia bíblica de la iglesia. La existencia de la iglesia es una revelación del misericordioso corazón de Dios. El Padre escoge a su Hijo eterno para que llegue a ser el Salvador de los pecadores, el Mesías de todo el Israel de Dios. En él, Dios escoge al pueblo de su propiedad y llama a los individuos a esta comunión. Este pueblo de Dios incluye a los patriarcas, a la congregación del antiguo Israel, a Jesús y sus discípulos, a la comunidad primitiva de su resurrección y a la iglesia cristiana.

Para el pueblo de Dios, el AT fue la dispensación de la promesa, el NT la del cumplimiento. Jesucristo no reveló un nuevo Dios, sino una nueva forma de adorar a ese mismo Dios. En el AT es «toda la congregación de Israel» (Dt. 31:30) la que oye la ley (Dt. 4:10; 9:10; 18:16; Hch. 7:38), la que sacrifica el cordero pascual (Ex. 12), la que Dios redime de Egipto (Ex. 15:13, 16; Sal. 77:15; 74:2; Hch. 20:28), con la cual Dios hace pacto en Sinaí (Ex. 33–35), para la cual provee sacrificios expiatorios para quitar sus pecados (Lv. 4 y 16), quien es una nación santa para alabar a Dios (Ex. 19:6; Os. 2:23; Sal. 22:22; cf. Heb. 2:12; 1 P. 2:9–10). Otros pasajes del NT también reconocen que el pueblo del AT era una unidad (Mt. 8:11; Ro. 11:16–28; 1 Co. 10:1–4). La expectación mesiánica del AT incluye la formación de un nuevo Israel fiel. El Dios del AT habla en Cristo, de tal forma que la iglesia del NT es el cumplimiento de la congregación del AT

Los diversos pasos que se requerían para la formación del nuevo Israel de Dios incluían el llamamiento de los discípulos a que se juntasen como ovejas alrededor de su pastor, la confesión de Pedro, la Última Cena, la cruz y la resurrección, Pentecostés y el envío de los apóstoles como testigos oculares de la resurrección. Jesús no relacionó a sus discípulos a la Torah de los rabinos, ni a las ideas de Sócrates, sino que los ligó a él. A esta comunión reunida alrededor de la revelación salvadora que Dios hizo de sí mismo en el Mesías, Jesús añadió el kerygma, la oración del Señor, los sacramentos con la común alabanza que siguió después de la Cena del Señor, un código distinto con enseñanzas especiales sobre asuntos como el divorcio, maestros autoritativos, y una sola alcancía y tesorero para todos.

La forma en que Dios trata con los hombres está marcada primero por un estrechamiento del canal, a fin de que la corriente de la revelación pueda ser profundizada y, después, se ensancha para que la bendición pueda llegar a ser universal. Así, primero trató con la raza humana después con la nación de Israel, después con su remanente, más adelante con unas cuantas familias piadosas de la cuales salieron Juan, Jesús y los primeros discípulos. Cuando el Buen Pastor fue tomado, todos los discípulos lo abandonaron y huyeron, de manera que, el Israel de Dios era una persona, el Salvador que murió en el Calvario por los pecados del mundo. Pero Dios resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo y envió a este gran Pastor a juntar otra vez a las ovejas. Cerca de quinientas personas se juntaron con él en una ocasión en un monte, tres mil se convirtieron en Pentecostés, y el Señor continuó añadiendo diariamente a aquellos que serían salvos.

En base al AT y la preparación de los Evangelios, Cristo derramó su Santo Espíritu en Pentecostés para constituir la comunidad congregada, la iglesia de Dios. El Espíritu ungió, cristianizó y selló a cada miembro de la congregación. Fue enviado por el Cristo exaltado para ser la vida y el guía de la iglesia hasta la venida de su Señor. Dios estableció un nuevo centro misionero, Antioquía, al llevar el evangelio a los gentiles. También llamó una nueva voz, el apóstol Pablo, y dio su aprobación a un nuevo nombre para su pueblo, cristianos.

La naturaleza de la iglesia. Pablo habla del total y de cada iglesia local como «la iglesia», sea que hable de un grupo familiar de creyentes o de congregaciones más amplias. Por tanto, no es la suma de iglesias lo que hace la totalidad de la iglesia, ni la totalidad de la iglesia está dividida en congregaciones separadas. Cuando la iglesia se reúne ella existe como un todo, es la iglesia en ese lugar. La congregación particular representa a la iglesia universal, y, mediante la participación en la redención de Cristo, abarca místicamente la totalidad de la cual es la manifestación local.

Los términos «iglesia de Dios», «las iglesias en Cristo» llegan a su plena expresión en «las iglesias de Dios en Cristo Jesús» (1 Ts. 2:14). Esta fraseología nos enseña que los rasgos más significantes de la iglesia son su relación hacia Dios y Cristo Jesús.

En cuanto a lo primero, la iglesia es un hecho establecido por Dios. Es su acción sobrenatural. Según el testimonio unánime del AT y NT, no es un mito inventado por el hombre, sino un hecho creado por Dios. El mismo Dios que dirigió la palabra de promesa a Israel pronuncia la palabra de cumplimiento a la congregación cristiana. Así como el Padre revela al Hijo, el Mesías edifica su iglesia (Mt. 16:17–18; 11:25–30). En Pentecostés los tres milagros manifiestan la acción directa de Dios al establecer su iglesia. El NT habla de la iglesia como el edificio de Dios, como su cultivo, su viña, su templo, su familia, su olivo, su ciudad y su pueblo. También describe su ministerio como don de Dios (1 Co. 12:28), y del Cristo exaltado (Ef. 4:11), o del Espíritu Santo (Hch. 20:28). Pablo reconoce la prioridad de la iglesia de Jerusalén, no a causa de la importancia personal de ciertos individuos que la componen sino porque esta comunión de hombres y mujeres era la asamblea de Dios en Cristo. Esto es, él reconoció el hecho de la acción de Dios y no lo trató como un asunto sujeto a la especulación humana.

Así como la iglesia es un hecho establecido por Dios, también ella es el lugar donde Dios actúa para nuestra salvación. Aquí es donde el Señor resucitado sale al encuentro de los hombres y los transforma de rebeldes hacia su Hacedor en niños de su Padre celestial, trayéndolos de la enemistad a la paz. Plugó a Dios salvar a los que creen por la locura del kerygma (1 Co. 1:21). El evangelio es el poder de Dios que nos salvó y llamó a la fe (Ro. 1:16; 15:16s.; 2 Ti. 1:8). A la vez que observamos el funcionamiento exterior de la Palabra y los sacramentos con los sentidos corporales, no es menos importante que también contemplemos la actividad de Dios en la iglesia con oídos y ojos de fe. La predicación se vuelve más efectiva cuando llama a los hombres a contemplar la obra que Dios hace para ellos, que cuando se les regaña por no obrar mejor para con Dios. «Dios, el creador de cielos y la tierra, habla contigo a través de sus predicadores, bautismos y catequesis, y te absuelve mediante el ministerio de sus propios sacramentos» (Lutero). Mientras el sacramento es administrado, Cristo no está menos ocupado en entregarse a sí mismo, y las bendiciones que el ministro está distribuyendo, el pan y la copa a los comunicantes. Los reformadores hablaron del «Sabbath» como el día en que debemos descansar de nuestras obras para que Dios obre en nosotros. Así como Dios genera creyentes por la predicación de la Palabra de Cristo, y los nutre por los sacramentos de su gracia, la fe contempla la faz del Señor en la forma de la iglesia del Dios viviente.

Los hechos de Dios en la iglesia son en Cristo Jesús. El reconocimiento adecuado de Jesús como el Mesías y el reconocimiento de los poderosos hechos de Dios en él, son las cosas que establecen la relación integral de la iglesia hacia su Señor. El Mesías Príncipe y el pueblo de Dios se pertenecen. Así como el pastor da por sentado que debe haber un rebaño, como la gallina junta sus polluelos bajo sus alas, así como la vid tiene muchos pámpanos y el cuerpo muchos miembros, así como el fundamento soporta el edificio, así como el Siervo justifica a muchos, así como el Hijo del Hombre representa a los santos del altísimo, así como el Rey implica un reino, así el Mesías tiene a sus doce, y el Señor su iglesia. Jesús habló de «mi iglesia» y «mi rebaño», y ambas cosas se juntan en Hch. 20:28. Diversas líneas de pensamientos paralelos apoyan el uso tan poco frecuente que Jesús hace de la palabra «iglesia» (Mt. 16:18; 18:17). Después de su exaltación, todos nosotros somos bautizados por un mismo Espíritu Santo para ser parte del solo cuerpo de Cristo, y a cada uno se nos otorga una función especial en su cuerpo. Cristo es la iglesia misma en el sentido que ella es el cuerpo de Cristo, y, sin embargo, Cristo es distinto de la iglesia en el sentido que mientras ella es su cuerpo, él es su Cabeza, y al mismo tiempo su Señor, su Juez, su Novio. La vida, la santidad y la unidad de la iglesia están en él.

La iglesia celestial es la novia que espera a Cristo, su Novio (Mr. 2:19, 20; 2 Co. 11:2; Ro. 7:1–6, y en especial Efesios y Ap. 19–21). Cristo amó a la iglesia y se dio a sí mismo por ella. Habiendo limpiado a la iglesia por el lavamiento del agua con la Palabra, ahora él está santificándola a fin de que pueda presentársela a sí mismo sin mancha para la fiesta de las bodas del Cordero. De este modo, dentro del corazón de la novia de Cristo debe haber siempre un ardiente deseo para que llegue la hora cuando todas las sombras huyan delante del resplandor de su venida.

El ministerio de la iglesia. El ministerio esencial de la iglesia es, por tanto, el ministerio de su Señor y Salvador Jesucristo. Hebreos y Apocalipsis revelan al Cordero en medio del trono, el Sumo Sacerdote, intercediendo siempre en el altar celestial de la oración como el centro del culto cristiano. Por su ministración celestial todo el pueblo de Dios tiene acceso al trono de gracia. No existe en el NT un antealtar que separeal clero de los laicos. Todo el rebaño es la heredad (clero), un sacerdocio santo, un pueblo (laico) adquirido por Dios (1 P. 2:9; 5:2–3).

Como vice-pastores, Cristo nombró primero a los apóstoles que lo acompañaron durante su ministerio y que fueron testigos oculares de su resurrección. Por el kerugma apostólico, Dios trajo a quienes no habían visto a Jesús a una fe igualmente preciosa que la de los apóstoles. Dado que ellos representaron directamente a Cristo y hablaron con la autoridad que él les confirió, no existe camino que llegue a Cristo si se desvía del testimonio que los apóstoles dieron de Cristo. Ellos predicaron a Cristo Jesús como el Señor y a sí mismos como siervos de Cristo (2 Co. 4:5). Mientras que la iglesia pertenece a Cristo, los apóstoles pertenecen a la iglesia, no la iglesia a ellos (1 Co. 3:22). Para que nadie pensara que bautizaban en su propio nombre, su costumbre era que sus compañeros realizaran el bautismo (Hch. 10:47s; 1 Co. 1:13–17).

Siguiendo a los apóstoles estaban los profetas que traían la Palabra de Dios a los problemas prácticos de la vida, y eran responsables a la iglesia. Entonces venían los evangelistas, dotados con dones para presentar el evangelio para ganar almas para Cristo, y los maestros cuya función era instruirles en la vida cristiana. Había una pluralidad de oficios en las congregaciones locales: ancianos para supervisar la obra y conducta de la iglesia, y diáconos para atender las necesidades de los santos. En este último servicio, el ministerio de las mujeres ayudaba eficazmente.

La misión de la iglesia. Nuestro Señor Jesucristo es el sol alrededor del cual gira toda la misión de la iglesia. El culto público es el encuentro del Redentor resucitado con su pueblo; el evangelismo es llamar a los hombres al Salvador; publicar la ley del Señor es proclamar su soberanía; la nutrición cristiana es alimentar a sus corderos y disciplinar a su rebaño; ministrar a las necesidades de los hombres es continuar la labor del gran Médico.

Cristo debe ser reconocido como el Señor y como el único Rey de Sion en toda la labor y testimonio de la iglesia. Lo que concierne a la iglesia es obedecer su voluntad y proclamar su reino, no el de ella. Porque Dios lo ha establecido en aquel trono del cual David era tipo (Is. 9:6–7: Lc. 1:26–35; Hch. 2:25–36). Él ha sido entronado con toda autoridad para que pueda dar arrepentimiento y perdón de pecados (Mt. 28:18; Hch. 5:31). Gracias a su intercesión, su pueblo tiene acceso al trono de gracia para alcanzar misericordia y oportuno socorro en tiempo de necesidad. Toda misericordia recibida de Cristo, todo consuelo del Espíritu, toda certeza del amor del Padre es un testimonio para la alabanza de la gloria de Dios. Y la iglesia es este testimonio, la evidencia concreta de la gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo.

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Fuente: Diccionario de Teología

I. Significado

La palabra “iglesia” en el NT proviene del gr. ekklēsia, que en general significa congregación local de cristianos, nunca un edificio, Aunque a menudo designamos a estas congregaciones colectivamente como la iglesia neotestamentaria o la iglesia primitiva, ningún escritor del NT usa la palabra ekklēsia en esta forma colectiva. Una ekklēsia era una reunión o asamblea. La forma más común de utilizarla era para designar a una asamblea pública de ciudadanos debidamente citada, siendo esta una característica de todas las ciudades fuera de Judea donde se implantó el evangelio (p. ej. Hch. 19.39); el vocablo ekklēsia también se usaba entre los judíos (LXX) para designar la *“congregación” de Israel que se constituyó en el Sinaí, y se reunía delante del Señor en las fiestas anuales en la persona de sus varones representativos (Hch. 7.38).

En Hechos, Santiago, 3 Juan, Apocalipsis, y las primeras epístolas paulinas, “iglesia” siempre se refiere a una determinada congregación local. “La iglesia … en toda Judea, Galilea y Samaria” (Hch. 9.31, °nbe; °vrv2 “iglesias”, plural) parecería una excepción, pero el singular podría ser distributivo (cf. Gá. 1.22), o, más probablemente, se debe al hecho de que este versículo es el final de una sección acerca de la forma en que fue perseguida “la iglesia que estaba en Jerusalén” (Hch. 8.1) y sus miembros esparcidos. Aunque cada congregación local es “la iglesia de Dios” (1 Cor. 1.2), Pablo no utiliza el término en conexión con su doctrina de la justificación, y está totalmente ausente de su exposición sobre Israel y los gentiles en Ro. 9–11. Pero en las cartas posteriores a Colosenses y Efesios, Pablo generaliza el uso de “iglesia” para indicar, no una iglesia ecuménica, sino el significado espiritual y celestial de todos y cada uno de los “cuerpos” locales que tienen a Cristo como su “cabeza”, y por medio de los cuales Dios manifiesta su multiforme sabiduría a través de la creación de “un solo y nuevo hombre” tomado de todas las razas y clases. En los propósitos de Dios existe una sola iglesia, una sola reunión de todos bajo la Cabeza que es Cristo. Pero en la tierra es pluriforme, y se manifiesta dondequiera se reúnen dos o tres en su nombre. No es necesario explicar la relación entre la iglesia única y las muchas. Como el creyente, la iglesia es a la vez local y celestial. En He. 12.23 también se nos pinta el cuadro de una “asamblea” (°nbe; °vrv2 “congregación”; ekklēsia) celestial, pero que está basada en el modelo de la “congregación de Israel” en el Sinaí, y existe duda sobre si los “primogénitos” que la componen son seres humanos o celestiales. De la misma manera, la “iglesia” de Jesús en Mt. 16.18 puede no ser idéntica a lo que Pablo quiere decir con la palabra “iglesia”. Es posible que Jesús estuviera pensando en el conjunto de sus apóstoles reunidos para formar, bajo su persona, la casa de David restaurada (cf. Mt. 19.28; Hch. 15.16), por medio de la cual la salvación alcanzaría a los gentiles (Ro. 15.12). (En Mt. 18.17 “la iglesia” se refiere a la sinagoga.) Pablo compara la iglesia local a un cuerpo cuyos miembros son dependientes entre sí (1 Co. 12.12ss), y a un edificio que se está construyendo, especialmente a un *templo para el Espíritu de Dios (1 Co. 3.10ss). Se utilizan metáforas de crecimiento, y también la imagen de un rebaño que está siendo alimentado (Hch. 20.28; 1 P. 5.2). “Iglesia” no es sinónimo de “pueblo de Dios”; es mas bien una actividad del “pueblo de Dios”. Imágenes tales como “extrajeros y peregrinos” (1 P. 2.11) se aplican al pueblo de Dios en el mundo, pero no describen a la iglesia, e. d. al pueblo reunido en asamblea con Cristo en el medio (Mt. 18.20; He. 2.12).

II. La iglesia de Jerusalén

La iglesia en el sentido cristiano apareció primeramente en Jerusalén después de la ascensión de Jesús. Se componía del grupo de discípulos de Jesús, predominantemente galileos, juntamente con los que respondieron a la predicación de los apóstoles en Jerusalén. Sus miembros se consideraban el remanente elegido de Israel, destinado a hallar la salvación en Sión (Jl. 2.32; Hch. 2.17ss), y como el tabernáculo de David, restaurado, que el mismo Jesús había prometido edificar (Hch. 15.16; Mt. 16.18). Jerusalén era, pues, el escenario divinamente señalado para los que esperaban el cumplimiento final de todas las promesas de Dios (Hch. 3.21). Visto externamente, el grupo de creyentes bautizados revestía las características de una secta dentro del judaísmo. Se la denominó “secta de los nazarenos” por un orador profesional (Hch. 24.5, 14; cf. 28.22), mientras que sus propios adherentes dieron el nombre de “el *Camino” a la fe que profesaban. Fue más o menos tolerada por el judaísmo durante los treinta o más años de su existencia en Judea, excepto cuando las autoridades judaicas se sintieron molestas por su fraternización con las iglesias gentiles en el extranjero. No obstante, debe tenerse presente el carácter esencialmente judío de la iglesia en Jerusalén. Sus miembros aceptaban las obligaciones impuestas por la ley, y el culto del templo. La creencia que los distinguía era la de que Jesús de Nazaret era el Mesías de Israel, que Dios mismo había certificado esta verdad al levantarlo de entre los muertos después de haber sufrido por la redención de Israel, y que “el día del Señor, grande y manifiesto”, estaba ya por llegar, y culminaría con la aparición final del Mesías en juicio y gloria.

Las prácticas que los distinguían incluían el bautismo en el nombre de Jesús, asistencia regular a las sesiones de instrucción organizadas por los apóstoles, y la “comunión” de casa en casa, lo que Lucas describe como “el partimiento del pan y… las oraciones” (Hch. 2.41–46). Los primeros dirigentes de la iglesia fueron los doce apóstoles (galileos), especialmente *Pedro y *Juan, pero esto pronto fue reemplazado por ancianos nombrados en la forma habitual entre los judíos, con *Jacobo, el hermano de Jesús, como presidente (Gá. 2.9; Hch. 15.6ss). La presidencia de este último se extendió durante casi toda la vida de la iglesia en Jerusalén, quizás ya desde la década del treinta (Gá. 1.19; cf. Hch. 12.17), hasta su ejecución en ca. 62 d.C. Es muy posible que esto haya ocurrido en relación con las concepciones mesiánicas de la iglesia. “El *Trono de David” constituía una esperanza mucho más literal entre los judíos fieles que lo que comúnmente pensamos, y Jacobo era, además, “de la casa y familia de David”. ¿Será que lo consideraban como una especie de príncipe regente hasta el regreso del Mesías en persona? Eusebio informa que un primo de Jesús, Simeón hijo de Cleofas, sucedió a Jacobo en la presidencia, y que se dice que Vespasiano, después de la captura de Jerusalén en el 70 d.c., ordenó la búsqueda de todos aquellos que pertenecieran a la familia de David, a fin de que no quedara entre los judíos ni un solo miembro de la familia real (HE 3.11–12).

La iglesia se hizo numerosa (Hch. 21.20), llegando a incluir entre sus miembros a sacerdotes y fariseos (Hch. 6.7; 15.5). En sus comienzos incluyó también a muchos *helenistas, judíos de habla griega (de la dispersión) que llegaban como peregrinos a ciertas fiestas, o que por distintos motivos se encontraban transitoriamente en Jerusalén. A menudo estos judíos eran más pudientes que los de Jerusalén, y manifestaban su piedad llevando “limosnas a [su] nación” (cf. Hch. 24.17). Cuando la iglesia adoptó la práctica de la ayuda mutua, un benefactor típico fue *Bernabé, natural de Chipre (Hch. 4.34–37), y cuando se hizo necesario nombrar una comisión para atender la distribución para los necesitados, los siete elegidos, a juzgar por sus nombres, eran helenistas (Hch. 6.5). Aparentemente fue a través de este elemento helenista que el evangelio desbordó los estrechos límites del cristianismo judaico, creando nuevas corrientes en territorios extranjeros. *helenistas, uno de los siete, tuvo una discusión en una sinagoga helenista de Jerusalén (de la que posiblemente era miembro Saulo de Tarso), y fue acusado ante el sanedrín de haber blasfemado contra el templo y la ley de Moisés. Su defensa demuestra sin lugar a dudas una actitud liberal hacia la inviolabilidad del templo, y la persecución que se desencadenó después de su muerte quizás haya estado dirigida contra este tipo de tendencias entre los creyentes helenistas, antes que contra el cristianismo de los apóstoles (que era respetuoso de la ley), los que se quedaron en Jerusalén cuando otros fueron “esparcidos”. *Esteban, otro de los siete, llevó el evangelio a Samaria, y después de bautizar a un eunuco extranjero cerca de la antigua ciudad de Gaza, siguió predicando por la costa hasta que llegó a la ciudad de Cesarea, predominantemente pagana, donde muy pronto encontramos a Pedro aceptando a los gentiles no circuncidados para ser bautizados.

Es importante notar que fueron helenistas los que se dirigieron de Jerusalén a Antioquía y allí predicaron a los gentiles, sin hacer ninguna estipulación referente a la ley mosaica. Después de Esteban, parece ser que el elemento helenista desapareció de la iglesia de Jerusalén, prevaleciendo su carácter judaico. Algunos de sus miembros no estaban de acuerdo en que el evangelio fuera ofrecido a los gentiles, sin la correspondiente obligación de guardar la ley, y se encaminaron a plantear su punto de vista a las nuevas iglesias (Hch. 15.1; Gá. 2.12; 6.12s). Sin embargo, la iglesia de Jerusalén oficialmente dio su aprobación, no solamente a la misión de Felipe en Samaria, y al bautismo de Cornelio en Cesarea, sino también a la política de la nueva iglesia en Antioquía y sus misioneros. En el 49 d.C. aprox. se consultó formalmente a un *concilio de la iglesia de Jerusalén en cuanto a las exigencias que debían cumplir “los gentiles que se convierten a Dios”. En esa oportunidad se resolvió que, aunque los creyentes judíos, por supuesto, seguirían circuncidando a sus hijos y guardando toda la ley, estos requisitos no debían imponerse a los creyentes gentiles, si bien a estos últimos se les pediría que hiciesen ciertas concesiones a determinados escrúpulos de los judíos, porque favorecerían la confraternización a la mesa entre los dos grupos, y que cumpliesen la ley en lo relativo a la pureza sexual (Hch. 15.20, 29; 21.21–25). La forma de proceder refleja la primacía de Jerusalén en asuntos de fe y moralidad. Sin lugar a dudas, durante toda la primera generación fue “la iglesia” por excelencia (véase Hch. 18.22, que se refiere a la iglesia en Jerusalén). Esto se nota en la actitud de Pablo (Gá. 1.13; Fil. 3.6), que la trasmitió a sus iglesias (Ro. 15.27). Su última visita a Jerusalén en 57 d.C. aprox. la hizo como reconocimiento de esta primacía espiritual. Fue recibido por “Jacobo … y todos los ancianos”, quienes le recordaron que los numerosos miembros de la iglesia “todos son celosos por la ley”. Por más escrupulosos que fuesen, sin embargo, esto no evitó que cayera sobre ellos la sospecha de no ser leales a la esperanza nacional de los judíos. Jacobo “el Justo” fue judicialmente asesinado por instigación del sumo sacerdote ca. 62 d.C.

Cuando estalló la guerra con Roma en 66 d.C. la iglesia llegó a su fin. Según Eusebio, sus miembros se trasladaron a Pela en la Transjordania (HE 3.5). Posteriormente se dividieron en dos grupos: los nazarenos, que, aunque ellos mismos ardaban la ley, adoptaban una actitud tolerante hacia los creyentes gentiles, y los ebionitas, que heredaron el punto de vista judaizante de sumisión a la ley. Los cristianos de épocas posteriores incluyeron a los ebionitas entre los herejes.

III. La iglesia de Antioquía

Los creyentes de Jerusalén no podían arrogarse la exclusividad del término ekklēsia, a pesar de la asociación del mismo con el AT, y la congregación mixta, de creyentes judíos y gentiles, que se formó en Antioquía a orillas del Orontes también se comenzó a llamar sencillamente “la iglesia” de dicho lugar (Hch. 11.26; 13.1). Además, *Antioquía, y no Jerusalén, sirven de modelo de la “nueva iglesia” que habría de surgir en todas partes del mundo. Fue fundada por judíos helenistas. Aquí, también, los creyentes fueron por primera vez apodados *cristianos, o “cristitas”, por sus vecinos gentiles (Hch 11.26). Antioquía vino a ser el trampolín para la extensión del evangelio en todo el Levante. La figura clave al principio fue *Bernabé, que quizás fuera él mismo helenista, pero que al mismo tiempo gozaba de la plena confianza de los dirigentes de Jerusalén, quienes lo enviaron a investigar. Se lo menciona primeramente entre los “profetas y maestros”, que son los únicos funcionarios que se mencionan como existentes en esa iglesia. Fue él quien buscó a Saulo, el fariseo convertido, en Tarso (¡un interesante elemento disolvente para el fermento!). Bernabé también dirigió dos expediciones misioneras a su propio país, *chipre, y con Pablo realizó las primeras incursiones en el Asia Menor. Había importantes lazos entre Antioquía y Jerusalén. De Jerusalén iban profetas a ministrar la Palabra en Antioquía (Hch. 11.27), así como también Pedro mismo y delegados de Jacobo (Gá. 2.11–12), sin olvidar a los visitantes farisaicos mencionados en Hch. 15.1. Por su parte, Antioquía manifestaba su comunión con Jerusalén enviando socorro en tiempos de hambre (Hch. 11.29), y más tarde solicitó asesoramiento a la iglesia de Jerusalén para la solución de la controversia legal. Los principales profetas de la iglesia incluían a un africano de nombre Simeón, a Lucio de Cirene, y a un miembro del séquito de Herodes Antipas. Se ha sostenido que el autor de los Hechos de los Apóstoles era oriundo de Antioquía (prólogos antimarcionitas). Pero la iglesia de Antioquía adquirió renombre por el hecho de haber encomendado a Bernabé y a Saulo “a la gracia de Dios para la obra que habían cumplido (Hch. 14.26).

IV. Las iglesias paulinas

Aunque es evidente que *Pablo y Bernabé no fueron los únicos misioneros de la primera generación, conocemos muy yoco de los trabajos de los demás, incluidos aquí los doce apóstoles. Pablo, sin embargo, sostuvo haber predicado el evangelio “desde Jerusalén, y por los alrededores hasta Ilírico” (Ro. 15.19), y sabemos que fundó iglesias al estilo de la de Antioquía en las provincias del S de Asia Menor, Macedonia, y Grecia, en Asia occidental, donde adoptó como base la ciudad de *Efeso, y, según se desprende de la epístola a *Tito, también en *Creta. No sabemos si fundó iglesias en *España (Ro. 15.24). En todas partes adoptaba como centro alguna ciudad, desde donde él (o sus acompañantes) alcanzaban otras ciudades de la provincia (Hch. 19.10; Col. 1.7). Donde fuera posible, Pablo se valía de la *Sinagoga judía como punto de partida, y predicaba allí en calidad de rabino mientras le daban la oportunidad de hacerlo. Con el tiempo, sin embargo, fue surgiendo una ekklēsia aparte (a veces el vocablo habrá tenido un sentido semejante al de synagōgē [cf. Stg. 2.2, °ba mg]), constituida por convertidos judíos y gentiles, cada una con sus propios ancianos nombrados, por el apóstol o su delegado, de entre los creyentes responsables de mayor edad. La familia representó un papel importante en la formación de estas iglesias. El AT griego fue la Sagrada Escritura de todas estas iglesias, y la clave de su interpretación estaba indicada en ciertos pasajes selectos, juntamente con un resumen claramente definido del evangelio mismo (1 Co. 15.1–4). Otras “tradiciones” relativas al ministerio la enseñanza de Jesús fueron encomendadas a las iglesias (1 Co. 11.2, 23–25; 7.17; 11.16; 2 Ts. 2.15), con pautas definidas de instrucción ética respecto a las obligaciones sociales y políticas. No se sabe quién administraba regularmente el *Bautismo, o presidía en la *Cena del Señor, aunque se mencionan ambas ordenanzas. Tampoco se sabe con cuánta frecuencia o en qué días se congregaba la iglesia. La reunión en Troas “el sábado por la noche” (Hch. 20.7, neb) podría ser un modelo, y si así fuera serviría de apoyo para el punto de vista de que la utilización del “primer día de la semana” (o el “primer día después del sábado”; °nbe, °fs “el domingo”) para la asamblea cristiana comenzó simplemente utilizando las horas nocturnas que seguían a la terminación del sábado (véase H.Riesenfeld, “The Sabbath and the Lord’s Day in Judaism, the Preaching of Jesus and Early Christianity”, The Gospel Tradition, 1970).

Pero no está claro si existía o no una iglesia en Troas; esta ocasión puede haber sido sencillamente la despedida de los compañeros de viaje de Pablo, y la hora puede haber sido la más adecuada para los preparativos en relación con el viaje. El primer día, sin embargo, no puede haber sido observado como el sábado judío, pues no era feriado para los gentiles, y Pablo no aceptaba ninguna regla obligatoria respecto a los días que debía guardar para el Señor (Ro. 14.5). Los creyentes judíos deben haber seguido observando muchas costumbres que no eran compartidas por los miembros gentiles. La descripción más completa de lo que se hacía cuando se congregaban las iglesias la tenemos en 1 Co. 11–14. No había ningún vínculo formal entre las iglesias de Pablo, aunque sí había ciertas afinidades naturales entre las iglesias de una misma provincia (Col. 4.15–16; 1 Ts. 4.10). Se esperaba que todas se sometieran a la autoridad de Pablo en lo concerniente a la fe (esto explica el papel de las epístolas de Pablo, y las visitas de *Timoteo); pero esa autoridad era espiritual y admonitoria, y no coercitiva (2 Co. 10.8; 13.10). La administración y la disciplina en cada iglesia eran autónomas (2 Co. 2.5–10). Ninguna iglesia ejercía superioridad sobre otra, aunque todas reconocían que Jerusalén era la fuente de “bienes espirituales” (Ro. 15.27), y las colectas que se hacían para los santos en esa ciudad daban testimonio de este reconocimiento.

V. Otras iglesias

El origen de las otras iglesias mencionadas en el NT es cuestión de inferencias. Había creyentes judíos y gentiles en Roma ya para el 56 d.C. aprox., cuando Pablo les escribió su epístola. En el día de Pentecostés (Hch. 2.10) estaban presentes “romanos aquí residentes”, tanto judíos como prosélitos, y en la lista de saludos en Ro. 16 se menciona uno destinado a dos creyentes “muy estimados entre los apóstoles”, *Andrónico y Junias, parientes de Pablo que se convirtieron antes que él. ¿Será esta una referencia elogiosa al hecho de haber sido ellos los que llevaron el evangelio a Roma? Ciertos “hermanos” salieron a recibir a Pablo y sus acompañantes cuando se dirigían a *Roma, pero nuestro conocimiento de la iglesia en esa ciudad, de su composición y del lugar que ocupaba, es una cuestión problemática.

De la salutación con que comienza *1 Pedro se desprende que hubo un grupo de iglesias a lo largo de la costa S del mar Negro y el territorio correspondiente (“Ponto, Gafacia, Capadocia, Asia y Bitinia”) integradas por miembros judíos o judeogentiles. Esta es la región a la que Pablo no pudo entrar (Hch. 16.6–7), lo que podría indicar que fueron escenario de la labor de otro, quizás de Pedro mismo. Pero leyendo la epístola no se descubre con claridad nada concreto respecto a dichas iglesias. La tarea de la supervisión y la responsabilidad de “apacentar la grey” en cada lugar estaba en manos de ancianos (1 P. 5.1–2).

Con esto se agota nuestro conocimiento de cómo se fundaron determinadas iglesias en la época neotestamentaria. Del libro de Apocalipsis se puede conocer algo más acerca de las iglesias del Asia occidental. Se cree que se deben haber fundado iglesias cuando menos en Alejandría y la Mesopotamia, y posiblemente aun más al oriente, en el curso del ss. I, pero de esto no hay pruebas fehacientes.

De la vida y la organización de las iglesias en general sabemos muy poco, con excepción de Jerusalén, y este último caso no era típico. Sin embargo, lo poco que conocemos deja ver que la unidad de las mismas estribaba en el evangelio mismo, en la aceptación de las escrituras veterotestamentarias, y en el reconocimiento de Jesús como “Señor y Cristo”. Las diferencías en cuanto al gobierno de las iglesias *(Iglesias, Gobierno de), las distintas formas que adoptaba el *ministerio, los esquemas conceptuales, y el nivel de logros morales y espirituales, probablemente fueran mayores de lo que generalmente se concibe en nuestros días. Ninguna de las iglesias neotestamentarias, ni todas ellas conjuntamente (si bien no formaban una unidad visible), ejerce autoridad alguna sobre nuestra fe en los días artuales. Esta *aturidad divina pertenece exclusivamente al evangelio apostólico tal como aparece en el conjunto de las Escrituras (* Llaves del reino; *Pedro, IV.)

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Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico