HUMANISMO

Movimientos en la historia del pensamiento y la cultura. El término «humanismo» lo acuñó J. Niethammer, en el siglo XIX, aunque ya se hablaba de «humanistas» en el XVI y de estudios «humaní­sticos» desde el XVIII. Todo esto destaca, en primer lugar, el estudio de las lenguas y de los autores clásicos. Por otra parte, ha influido las disciplinas conocidas como «humanidades». Alguna forma de humanismo hace prevalecer en todo al hombre, situado en contraste, y por encima de Dios o lo divino.
Sin ubicarse exactamente en una u otra corriente, figuras ilustres de la erudición como Jacobo Burckhardt concibieron el humanismo como descubrimiento del hombre como hombre en el Renacimiento.
Esta era sirvió para crear una especie de humanismo religioso y se produjo el renacimiento de los estudios clásicos, los que contrastaban con los estrictos lí­mites de la ortodoxia religiosa en la Edad Media. Muchos de esos «humanistas» de los siglos XV, XVI, etc., eran profundamente religiosos, pero se inclinaban a cierta tolerancia, a la libertad de investigación y al deseo de profundizar en todas las materias relacionadas al fenómeno religioso. Entre ellos pudieran incluirse figuras como Desiderio Erasmo, Felipe Melanchton y Tomás Moro. Incluso Juan Calvino tuvo una formación humanista y marcadas tendencias que lo incluyen entre los intelectuales así­ considerados. Pero muchos otros «humanistas» eran simplemente indiferentes o escépticos en materia de religión.
En épocas más recientes, independientemente de los «humanistas cristianos», es decir, creyentes que estudian las humanidades y aman la investigación, ha tomado forma un humanismo secularizante en el que predomina cierto desprecio por todo lo religioso. Algunos de estos «humanistas» se han organizado contra la influencia religiosa en la sociedad.
Debe también reconocerse la diferencia en otro sentido. Ser «humanista» no indica necesariamente el carácter «humanitario» de una persona. Tampoco puede reducirse el cristianismo a una simple forma de humanismo.

Fuente: Diccionario de Religiones Denominaciones y Sectas

[807]
Concepto difuso que lo mismo designa el perí­odo renacentista, es decir el siglo XV y XVI, que define un sistema social o filosófico que da la preferencia al es estudio del hombre y de las ciencias humanas como otros centros del saber.

En este segundo sentido, hablar de humanismo es superar el discurso medieval teocéntrico y preferir una visión vitalista y personalista de la reflexión filosófica. Algunas corrientes filosóficas del siglo XX merecieron especialmente el nombre general de humanismo: racionalismo, vitalismo, perosnalismo.

El humanismo en general alude a la visión preferente del hombre como referencia del saber cientí­fico y del reflexionar filosófico. Y trata de alejarse de otros cientos de «itsmos» que siguen otras preferencias: tecnicismo, materialismo, espiritualismo, pragmatismo, moralismo, socialismo, liberalismo.

Supuesta esa definición ambigua, podemos suponer que el humanismo es más un estilo de pensamiento que un sistema orgánico de premisas y consecuencias, del mismo modo que aludir al concepto hombre es aludir a un terreno ambiguo que afecta al niño y al adulto, al negro y al blanco, al santo y al criminal.

Por lo demás, también se emplea la expresión de humanismo cristiano, cuando se alude una visión general o particular del hombre desde la perspectiva de la revelación de Cristo.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. elección divina, filiación divina participada, hombre, gracia, persona-personalidad, predestinación, vocación)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

En sentido genérico, se designa como » humanismo» a toda orientación de pensamiento que intenta valorar al hombre en sus genuinas prerrogativas. En sentido histórico, el «humanismo» es aquel complejo movimiento cultural que precedió y determinó el Renacimiento. El ideal de una cultura formada por las ciencias del espí­ritu, establecido entonces y entregado a las futuras generaciones, ha durado hasta tiempos recientes, cuando tuvo que ceder el paso a la invasión de la técnica, aunque planteando por eso mismo la instancia de la creación de un nuevo humanismo cultural, ya que se trata de un valor irrenunciable.

Un aspecto esencial del humanismo es la apelación y el estudio de los autores antiguos. Si es verdad que es un nuevo espí­ritu el que preside la recuperación de los clásicos, la continuidad que se mantiene en el devenir histórico se respeta encontrando en el humanismo el filón cristiano medieval fundamental. Los humanistas no son unos rebeldes en la intimidad de su espí­ritu cristiano; intentan más bien evadirse de las formas de vida y de pensamiento medievales en nombre de un pasado más remoto y más libre y auténticamente humano; de esta manera su cristianismo se encuentra con los clásicos, los repiensa y los reaviva.

Los humanistas del Renacimiento no solí­an ser teólogos de profesión: sin embargo, de varias maneras, los studia humanitatis interfirieron con el ámbito de los studia divinitatis y les dieron una aportación esencial. Es conocida la renovación de los estudios bí­blicos por obra de los humanistas, así­ como la previsible antipatí­a de los escolásticos contra su método y sus descubrimientos. Pero hasta hace no mucho tiempo su aportación al pensamiento teológico y – religioso de la época habí­a recibido menos atención, al estar («oculto» bajo la masa informal y altamente retórica de los escritos bumanistas. Conscientes de que la persona humana es un sujeto vivo y sensible, evitaron el «puño cerrado» del método dialéctico escolástico para sustituirlo por las «(manos abiertas» de la disertación retórica. La correlación entre la retórica u oratoria clásica y la predicación cristiana estaba muy clara para los humanistas. El orador o el predicador eficaz tiene que estar, por definición, en comunicación con los sentimientos de su auditorio y saber responderles. Los humanistas fueron muy conscientes de que una renovación dé los estudios bí­blicos se habrí­a quedado en un ejercicio estéril si no se tradujera en un ministerio eficaz de la palabra, que moviera al pueblo hacia una vida cristiana más profunda.

La mayor parte de los escritores humanistas tuvo la visión de la naturaleza unitaria de la verdad en la diversidad de la experiencia religiosa. Así­, por ejemplo, el estudio del hebreo que hizo Manetti con un maestro judí­o lo hizo muy sensible al mundo de pensamiento de donde habí­a nacido el cristianismo.

El fue también uno de los primeros en ver que la Tradición cristiana occidental estaba alimentada tanto del helenismo como del hebraí­smo. Sin embargo, el Contra Iudaeos et Gentes (1454) es una crí­tica del judaí­smo y del paganismo. Tomás Moro (1478-1535) en su Utopí­a (1516) presenta una comunidad de seres humanos a los que no habí­a llegado ni la civilización clásica ni el cristianismo: sin embargo, usando de su inteligencia, no sólo llegaron a un alto grado de civilización, sino también a una fe altamente desarrollada en Dios, en la providencia, en la moralidad, en la inmortalidad del alma. Tomás Moro estaba seguro de que la evangelización no se identificaba con la civilización o la cultura, pero que las dos podí­an desarrollarse recí­procamente.

Erasmo (1467-15361 es el «prí­ncipe de los humanistas «. Su Antibárbaros (14891 ilustra claramente el ataque humanista a las formas de fideí­smo de la época. Aunque en el Elogio de la locura (1511) ataca duramente a sus adversarios escolásticos, éstos son sus aliados naturales -aunque difí­ciles- en la 1ucha contra los elementos antirracionales en la Iglesia. Los antirracionalistas atacados por Erasmo son los fideí­stas.

La teologí­a retórica de los humanistas, aunque con sus evidentes limitaciones, fue una de las articulaciones más positivas y creativas de teologí­a producidas por los laicos en toda la tradición cristiana. Hecho curioso: en la lista de seiscientos escritores, artistas y humanistas del Renacimiento italiano sólo habí­a tres mujeres: Victoria Colonna, Verónica Gambarra y Tulia de Aragón. Así­ pues, el exclusivismo sexista no fue solamente clerical, sino también laical.

F. Raurell

Bibl.: s, Spera – A. Murphv – B. Groth, Humanismo, en DTF 583-607, J. Gómez Caffarena, La entraña humanista del cristianismo, Verbo Divino, Estella 21987. F. Hermans, Historia doctrinal del humanismo cristiano, 2 vols., Fomento de Cultura, Valencia 1962; J. Burkhardt, La cultura del Renacimiento en Italia, Barcelona 1968.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. HUMANISMO HISTí“RICO
II. HUMANISMO CRISTIANO
III. HUMANISMO ATEO

I. Histórico
Encuadramiento en un perí­odo y definición son dos aspectos fundamentales para enmarcar en el tiempo y en el espacio cualquier fenómeno histórico y cultural, pero que resultan especialmente problemáticos en nuestro caso por la dificultad de asignar unos términos fijos y unos significados uní­vocos a un fenómeno complejo, indefinible en varios aspectos y que aparece en diversa medida a lo largo de la historia de la cultura y del hombre. La cultura se refiere, como es obvio, al hombre; y «cultura humanista» desea subrayar un tipo de referencia especial, con la exaltación de los valores terrenos y humanos de la autonomí­a, de la libertad, de la «dignitas hominis», de la «virtus», que están siempre, de una forma o de otra, presentes en la vida, en la búsqueda, en la reflexión del hombre. Podrí­amos indicar, para orientarnos, una presencia de esta realidad en todos los campos, una recuperación de los valores antiguos clásicos más allá del movimiento histórico-filológico en una acepción antropológico-filosófica y con una sensibilidad y un lenguaje póetico más allá de la terminologí­a metafí­sico-filosófica.

1. LOS VALORES «HUMANOS» Y EL HOMBRE «NATURAL». La dignitas (Oratio de hominis dignitate de Pico de la Mirandola,1463-1494) se conjuga con el placer (L. VALLA, De voluptate, 1431: «Voluptas est bonum undecumque quaesitum, in animi et corporis oblectatione positum»), y la gloria y la libertad (desde el De ibero arbitrio del mismo Valla hasta la obra del mismo tí­tulo de Erasmo, de 1524, en polémica con el De servo arbitrio de Lutero) con el hado y la fortuna (C. SALUTATI, De fato et fortuna, 1396, antes de explotar en el libre examen y en la Reforma religiosa); la «virtus» no depende entonces necesariamente de una finalidad moral o de un premio ultraterreno. Como se ve, una herencia clásica que, a través de la ineludible mediación del cristianismo, se filtró en las disputas de la escolástica y fue reasumida sucesivamente. Los «studia humanitatis» no rechazaron la teologí­a, sino su carácter totalizante; y la filosofí­a adquirió una mayor conciencia filológica, antes de que la ciencia y la técnica (F. Bacon, Leonardo da Vinci, Galileo…) «pretendiesen» dar su aportación especí­fica e insustituible al establecimiento del regnum hominis.

«Antropocentrismo» es la caracterí­stica de todo lo que el hombre piensa y hace: abarca también al renacimiento y al humanismo, incluso en la conservación, en la recuperación, en la transformación de las artes liberales, de la ética racional, de los textos clásicos (leí­dos y amados también en la Edad Media). Maquiavelo, saliéndose del espí­ritu humanista, rompe también con la tradición clásica. Se transforma la relación teologí­a-filosoffa (/Teologí­a, V); esta última no queda ya relegada al papel de «ancilla theologiae», sino que reivindica la misma dignidad y libertad. La imposibilidad teórica de un conflicto de dos aproximaciones metodológicamente diversas a la única verdad, cuando se verifica, muestra los lí­mites de una investigación humana en la que la auténtica religión y la verdadera filosofí­a no consiguen mantenerse juntas en la búsqueda y en la experiencia humana. Con el De immortalitate’animae, 1516, de Pomponazzi, la razón sale de la fe («Conviene que sea hereje en filosofí­a el que desea encontrar la verdad’ y se presenta el panorama trágico de una «doble verdad» (la «doble verdad» de Pomponazzi). Si Salutati consigue leer el hado y la fortuna con ojos cristianos, la cuestión antigua y perenne del libre albedrí­o, tematizada de nuevo por Lorenzo Valla, defendida valientemente por Erasmo, llega en Lutero y en los reformadores al resultado del libre examen. En una densa atmósfera de indignitas hominis (que se remonta al De contemptu mundi de Inocencio III, subyacente a la mí­stica flamenca y renana e ilustrada por los «pintores teólogos’ tiene que hacer sus cuentas (no porque los otros lo ignorasen, sino porque la cuenta es más elevada) con la locura, el anonimato, el desconcierto de la naturaleza (preludio metafí­sico-religioso de la actual cuestión ecológica), la tentación, la precariedad de la salvación.

No es que se deje a un lado la conquista medieval del «hombre interior», sino que recibe su sitio el «hombre natural», mientras que el conflicto carne-espí­ritu, cuerpo-alma (si no se exaspera en el humanismo «nórdico», al que hemos aludido, ni en la reforma) queda resuelto en la valorización de todos los valores. No se rechaza la creaturalidad, pero el mundo visible se convierte en el lugar donde comienza la bienaventuranza: la «conciencia infeliz» de la Fenomenologí­a del Espí­ritu es un ejemplo tan poco ilustrativo de la concepción dialéctica medieval como lo es la explicación que se hace de la afirmación de los valores aristocráticos en la «trasvaloración de los valores cristianos» de El Anticristo. El «renacimiento» de los valores antiguos va acompañado del «renacimiento» del hombre, pero la conciencia de que «somos enanos llevados sobre las espaldas de gigantes» no ha abandonado nunca mas que a los que han transformado la razón en instrumento de ideologí­as. La continuidad con el mundo clásico se hace por la mediación del renacimiento cristiano: no sólo Joaquí­n de Fiore y san Francisco de Así­s, sino también Dante y Petrarca. El De vulgar¡ eloquentia y el Convivio hacen de la experiencia de la palabra poética la revelación de la realidad, una especie de itinerarium in Deum. El poeta, insiste Albertino Mussato (1261-1329), tiene la sagrada misión de revelar los seres; la poesí­a es divina ars, altera philosophia, theologia mundi (¿la teologí­a polí­tica y la teologí­a de la liberación serán una nueva forma de humanismo?); los poetas han sido los primeros que nos han hablado de Dios. También para Boccaccio (1313-1375) los significados profundos de la mitologí­a no son un atentado contra el cristianismo (Genealogí­a deorum); más aún, los poetas son «pü homines» (Pita di Dante). Entre las sospechas de Jerónimo («Ciceronianus es, non christianus’~ y el orgullo legí­timo de Erasmo («Yo he hecho que el humanismo, que entre los italianos y sobre todo entre los romanos tení­a un sabor de puro paganismo, se pusiera noblemente a celebrar a Cristo»: Carta a Maldonado), Petrarca, a pesar del sentimiento agudo de la insuficiencia de la cultura, De su¡ ipsius et multorum ignorantia liber, 1367 (pero, más claramente, en Cusano la ignorancia [De docta ignorantia, 1440] se comprende en relación con el estado definitivo del hombre [De visione Dei]) se tranquiliza con la afirmación: «Christus est Deus noster, Cí­cero autem princeps nostri eloquü».

Se da una continuidad entre el Zóon logikón estoico (de origen aristotélico), el animal rationale escolástico y, a través del meditabundo «roseau pensant» de Pascal, la Vernunft kantiana. A una visión medieval unitaria del mundo, que en la época moderna llevó al cogito ergo sum de Descartes, al esse est percipi de Berkeley, a la idea y al espí­ritu absoluto de Hegel, el humanismo añadió la gracia y la armoní­a, antes de que la magia (Bruno) y también la ciencia y la técnica rompieran los equilibrios. El Prinaip Hoffnung (3 vols., 19541959) de Bloch, con su trasfondo escatológico (cripto)religioso en la dialéctica del progreso; el L éxistentialisme est un humanisme (1946) de Sartre y el Brief über den Humanismus (1949) de Heidegger son solamente ejemplos de este humanismo perenne, aunque esta perennidad no puede ser más que problemática, con el cambio no sólo de las estaciones, sino también del lenguaje. Sartre habí­a escrito: «Estoy condenado a ser libre; esto significa que no puede mi libertad tener otros lí­mites que la libertad misma o, si se prefiere, que no somos libres para dejar de ser libres» (L étre et le néam, 1943, 515). El punto de partida de Heidegger, muy distinto, nos parece más coherente, y traduce muy bien la perennidad fundamental del humanismo: «No puede hacerse ninguna pregunta metafí­sica si no se pone en cuestión aquel que pregunta, es decir, si él mismo no se hace pregunta» (Was ist die Metaphysik).

2. HACIA UN MUNDO NUEVO. Siguiendo la distribución en perí­odos, aunque inevitablemente discutible, de Flavio Biondi (Edad Antigua Edad Media, Edad Moderna), nuestro perí­odo podrí­a comenzar con la coronación poética de Petrarca (1346). Su término es discutible: a una definición más estrecha (último trentenio del siglo xv) se contrapone otra mucho más amplia (muerte de F. Bacon, 1626). Con las consideraciones que hemos hecho, esto no deberí­a ser tan importante. Quizá sea más útil recordar la aparición en las ciudades-Estado italianas de la aristocracia mercantil y la disminución de la importancia de los clérigos escolásticos y de los caballeros; el concilio de FerraraFlorencia (1438-1439) y la caí­da de Constantinopla (1453), con la difusión de los textos y de la cultura griega (academia platónica de Florencia, con los Theologiae Platonicae de immortalitate animorum libri XVIII, 1469-1474, de Ficino) y de la mí­stica plotiniana; el interés por la cábala y, más en general, por la cultura y la religión judí­a y musulmana, acompañado de una actitud irénica (CUSANO, De pace fide¡, 1453; anticipado por el De gentil¡ et tribus sapientibus de Raimundo Lulio, 1233c.-1315c., y seguido por el Colloquium Heptaplomeres de abditis rerum sublimium arcanis de J. Bodin, 1530-1596).

La reforma no sólo acentuó y exasperó los aspectos problemáticos del humanismo (el individualismo, la crí­tica de la filosofí­a y de la teologí­a escolástica), sino que planteó de otra forma ciertas cuestiones, como la teologí­a natural, la libertad del hombre, la relación individuo-comunidad, de forma que es demasiado poco hablar de crisis del humanismo. El que Roma representase mejor la continuidad con el pasado, preservando a Italia de la reforma, puede tener otros signos y otros significados. Nos importa más bien subrayar aquí­ el tema de la locura, recogido en clave satí­rica antiluterana (Th. MURNER, Von dem grossen Lutherischen Narren wie in doctor M. beschworen hat, 1523).

Los «studia humanitatis», según Leonardo Bruni (1370-1444), incluso a través de la filosofí­a (De studí­is et litteris) y de lo que llamaremos hermenéutica (De recta interpretatione), tienen que «formar al hombre bueno, que es lo más útil que se puede pensar». Es inevitable que se siga por este camino, bien con las Adnotationes de Valla o bien con la edición crí­tica del Nuevo Testamento en griego y en latí­n (1516), con la que Erasmo completaba, en filologí­a, el compromiso por un humanismo cristiano que habí­a emprendido con el Enchiridion militis chrí­stiani de 1503 y la Institutio principis christiani de 1516. La paz de la fe («una religio in rituum varietate»: De pacefidei), deseada en el año en que Constantinopla caí­a en poder de los turcos (1453), era una invitación a la tolerancia; no ya la indiferentista de los deí­stas o la escéptica de los ilustrados, sino la convergencia en el cristianismo de la única religión natural (religión racional: existencia de Dios, inmortalidad del alma espiritual…, abierta a la revelación de la encarnación y de la Trinidad). En el único ordo catholicus universalis Cusano reconoce la validez y la legitimidad de las conjecturae que la mente humana ha ido elaborando por los siglos para representar la realidad divina (en esta dirección se mueve la Cribratio Alchorani de 1461, apreciada por su objetividad). La diversidad y la verdad han de compaginarse armoniosamente: sólo el cristianismo es capaz de «comprender» todos los credos. Ahora el rostro de Dios es visible como a través de un velo, in aenigmate; cada uno lo concibe a su propia imagen y semejanza, hasta que él mismo se revele definitivamente (De visione Dei). Para la concordantia catholica -unidad de todas las gentes bajo la doctrina cristiana- se necesita también una reforma interior de la Iglesia, una renovación de la misma. Son voces que se hacen oí­r cada vez más fuertes, ya antes de que estalle la reforma. Savonarola rechaza la cultura pagana («Ecce Magi relinquunt gentilitatem et ad Christum veniunt, et tu, relicto Christo, curris ad gentilitatem»: Sermón de Epifaní­a) y no acepta ninguna docta religio o pí­a quaedam philosophia (referencia polémica al De christiana religione liber, 1474, de FP cino).

3. HUMANISMO Y ANTIHUMANISMo. La cuestión se complicaba con elementos cabalí­sticos y misteriosóficos. En las Conclusiones philosophicae, cabalisticae et theologicae, 1486, Pico hací­a confluir en la verdad cristiana la tradición (no sólo filosófica y religiosa) teosófica universal e, introduciendo su traducción del Corpus hermeticum, Ficino consideraba al mí­tico Mercurio Trismegisto «el primer fundador de la filosofí­a» y verdadero teólogo. La Occulta philosophia de Agripa de Nettesheim se convierte, en Giordano Bruno (1548-1600) en apologí­a de una nueva religión hecha de arte y de filosofí­a, de matemática y magia, que conserva la antigua religión mágica, oscurecida y corrompida por el judaí­smo y el cristianismo. Este estado morboso («Forsitan non sunt vera quae nunc nobis apparent; forsitan in praesentia somniamus»: FICINO, Theologia platonica, XIV, 7) fue ilustrado admirablemente en los grabados de Durero (La melancolí­a).

Entretanto, en la Europa del norte se habí­a desarrollado una lí­nea de pensamiento antitética a nuestro humanismo, inspirada en la experiencia mí­stica, trinitaria y cristocéntrica: la de Jan van Ruysbroeck (1293-1381) y la de los Hermanos de la vida común. En ella, y antes aún en la Vita Antonü de Atanasio, se inspira la pintura de los «pintores teólogos» (p.ej., el Bosco y Bruegel), la iconografí­a del Ars moriendi, la obsesión por lo demoní­aco (J. SPRENGER, Malleus maleficarum, 1484c.). La indignitas hominis se inscribe en la insecuritas de la salvación, desconfí­a incluso de la razón («Aristóteles montado por la prostituta’ y se refugia en el anonimato («Nemo»). El sadismo de la razón y la locura del que pretende sanar esa locura («Extracción de la piedra de la locura’ se convierten en una ironí­a revolucionaria, en una apelación ético-religiosa en el Moriae encomium (1509), de Erasmo, o en evasión -ciertamente no ingenua- en la Utopí­a (1516), de Tomás Moro.

Se necesitaba un titán como Miguel íngel para vivir profundamente el ansia de la reforma, para no someterse a las pretensiones de la contrarreforma e interpretar con sensibilidad moderna y perfección formal la condición humana.

BIBL.: BURCKHARDT J., La cultura del Renacimiento en Italia. Barcelona 1968; CASSIRER E., Individuo e cosmo nella filosofí­a del Rinascimemo, Florencia 1963; CASTELLI E. (ed.), L’Umanesimo e «la Follia ; Roma 1972; GARIN E. (ed.), L úomo del Rinascimento, Roma-Bar¡ 1988; In, Medioevo e Rinascimento, Roma-Bar¡ 1987; GRASSI E., Heidegger and the Question of Reinaissance Humanism, Nueva York 1983;
HAYDN H., Il Controrinascimento, Bolonia 1967.

S. Spera

II. Humanismo cristiano
En el uso contemporáneo, el término humanismo conlleva alusiones fuertemente seculares, si no ateas, y puede significar casi todo tipo de preocupación por valores humanos. Está más generalmente asociado con las modernas elaboraciones alemanas del humanismo filosófico (Feuerbach, Marx o Heidegger), con el humanismo existencial de Jean Paul Sartre o con los humanismos seculares contemporáneos. La raí­z del problema concerniente al significado de la palabra humanismo parece residir en el hecho de que la palabra latina humanus ha tenido tres significados distintos: a) humano, o perteneciente a la naturaleza humana; b) humano, en el sentido de benevolente o compasivo, y c) una persona culta, como en la habitual forma de dirigirse a un erudito como humanissime vir. Los humanismos modernos tienden a usar los dos primeros significados e ignoran el tercero; pero una tradición más antigua comenzó con el tercero y creí­a que, a través de un estudio de las humanidades, un erudito llegarí­a a comprender el significado de humanitas, lo que significa ser verdaderamente humano.

1. HUMANISMO CRISTIANO DEL RENACIMIENTO. La palabra humanismo, acuñada primero en 1808 por el erudito alemán F.J. Niethammar, fue claramente derivada de la palabra similar humanista, utilizada en la época del renacimiento para referirse a un profesor, maestro o estudiante de los studia humanitatis. Las humanae litterae enfatizaban cinco temas en particular, todo ello relacionado con el lenguaje o la moral: gramática, retórica, poesí­a, historia y ética. En cada una de estas áreas era necesario leer e interpretar a los autores clásicos griegos y latinos. La mayorí­a de los humanistas pertenecí­an a uno de los tres grupos profesionales: profesores de universidad o de escuelas superiores; secretarios al servicio de prí­ncipes, ciudades o de la Iglesia; individuos que tení­an riquezas y tiempo libre para combinar el estudio con sus otras obligaciones. Eran una parte significativa e influyente del renacimiento italiano, y más tarde de un renacimiento europeo más amplio. Aunque muchos llevaron una vida relativamente oscura, buen número de ellos fueron distinguidos eruditos y figuras públicas. Entre éstos se cuentan F. Petrarca y C. Salutati en el siglo xiv, L. Valla, M. Ficino, G. Pico della Mirandola en el xv, y al otro lado de los Alpes, en el siglo xvi, Desiderio Erasmo, Tomás Moro, J. Reuchlin, Juan Luis Vives, L. d’Etaples, G. Bude y muchos otros.

A lo largo de la tradición cristiana otros eruditos, desde san l Agustí­n a Karl Rahner, han sido reconocidos como humanistas cristianos. Pero el tí­tulo pertenece en un sentido muy preciso y especí­fico a los humanistas cristianos del renacimiento, que asumieron el Zeitgeist de su época e intentaron articular sus convicciones acerca de la vida humana y cristiana en su intersección con las preocupaciones de la época. En su esencia, el humanismo del renacimiento no era ni religioso ni irreligioso, aunque la mayorí­a de los humanistas cristianos, si no todos, eran creyentes, y muchos dedicados a la renovación del cristianismo. Este artí­culo intenta investigar su especí­fica contribución a la religión y teologí­a de su tiempo. Esa contribución ha de buscarse en su forma de escribir retórica, en su tratamiento erudito y crí­tico de los textos religiosos, en su nueva visión de la historia y en su capacidad de relacionar sus preocupaciones antropológicas y existenciales con las cuestiones religiosas de la época. Además, el historiador demuestra que la manera en que los eruditos aplicaron su preparación humanista a las fuentes cristianas y a los asuntos teológicos fue un importante factor en los grandes cambios del cristianismo a comienzos de la época moderna. Los intentos de estos pensadores, que eran a menudo laicos con una profesión secular, de leer los signos de su propio tiempo es de particular interés para los cristianos de la iglesia del posconcilio Vaticano II.

2. LA TRADICIí“N RETí“RICA DE LA ELOCUENCIA. La naturaleza precisa del humanismo del renacimiento es todaví­a un tema muy debatido, puesto que abarca intereses filosóficos, polí­ticos, éticos, educativos y estéticos. Sin embargo, la tesis de Paul Oskar Kristeller de que fue ante todo un movimiento cultural y educativo relacionado con la elocuencia oral y escrita ha ganado amplia aceptación. Ver el humanismo del renacimiento como una fase caracterí­stica dentro de la tradición retórica de la cultura occidental proporciona una singular aproximación unificadora a un movimiento extraordinariamente diverso y multifacético. La preocupación central de los humanistas era menos la sustancia o contenido de las ideas -aunque esto seguí­a siendo importante- que cómo se obtení­an, expresaban y comunicaban. Estaban interesados en la significación del lenguaje y en el discurso como lo más caracterí­stico de las cualidades humanas. La suya era una «filosofí­a del discurso», y tení­an un agudo sentido de que el adquirir saber tiene lugar en el contexto de la comunicación humana. Esto iba a tener una relación directa con su modo de entender la autorrevelación de Dios ala humanidad a través de la Palabra hecha carne.

Como profesión, los humanistas estaban en continuidad directa con los dictatores medievales, que enseñaban y practicaban el arte de redactar documentos, cartas y discursos públicos. Pero los humanistas creí­an también que para hablar y escribir bien era necesario estudiar e imitar a los antiguos autores clásicos. Con este fin iniciaron un programa para restablecer las lenguas y literatura clásicas griega y latina mediante la recuperación, edición y el estudio cuidadoso de la más amplia gama de material que fuera posible. Al mismo tiempo desarrollaron las técnicas de la crí­tica textual e histórica. Fructí­feros contactos con eruditos bizantinos posibilitaron el descubrimiento de muchos autores clásicos griegos, en su mayor parte desconocidos en el Occidente medieval. Introdujeron el griego en las universidades y escuelas, y recuperaron casi todo el corpus existente de la literatura griega, incluyendo la teologí­a patrí­stica griega. También tradujeron o volvieron a traducir la mayor parte de esa literatura al latí­n, de modo que pudiera llegar a un número de lectores más amplio. Así­ los humanistas fueron responsables de un movimiento muy caracterí­stico e influyente, que no sólo condujo a un renacimiento de las humanidades, sino que con el tiempo significó que casi todos los estudiantes recibieran una preparación humaní­stica fundamental en la escuela, que iba a ser el fundamento de futuros estudios en todas las disciplinas. El «nuevo saber» fue un componente influyente de la educación en los movimientos tanto en la reforma protestante como en la reforma católica. Tanto la ratio studiorum de los jesuitas como el currí­culo de la escuela pública inglesa se debieron a ello.

3. LA FILOSOFíA RENACENTISTA DEL HOMBRE. El humanismo no fue simplemente un movimiento generador de un entusiasmo académico por la recuperación de la literatura clásica. Estaba relacionado con la búsqueda de un desarrollo intelectual y moral a través del contacto con algunas de las mentes y hombres más grandes del pasado. Los humanistas tení­an una gran deuda con la filosofí­a clásica. Algunos eran filósofos profesionales, como Ficino, Pico y Egidio de Viterbo (platónicos), y Pietro Pomponazzi, que representaba la tradición aristotélica de Padua y Bolonia. Pero la percepción de que el movimiento humanista no es básicamente filosófico es exacta. Los humanistas del renacimiento estaban interesados ante todo en la filosofí­a práctica o moral, que incluí­a la filosofí­a polí­tica. Buscaban el ars bene beateque vivendi, o esa sabidurí­a o filosofí­a que no se quedaba en un nivel teórico, sino que podí­a traducirse en un modo de vida humano en la vida ordinaria de cada dí­a en un mundo urbano.

Lo que se ha llamado con poca exactitud filosofí­a renacentista del hombre corresponde más exactamente a una primitiva forma de antropologí­a religiosa. Como humanistas cristianos configuraron sus ideas distintivas sobre la naturaleza y la difí­cil situación humana y estuvieron influidos por varias corrientes de pensamiento, de las cuales dos eran centrales: los conceptos clásicos de humanitas (griego paideia) y virtus, y la tradición medieval de la discusión sobre la conditio hominis. La humanitas era aquel carácter civilizador y «cultural» adquirido al crecer dentro de una sociedad determinada. Los griegos y romanos lo consideraban como una participación en la vera humanitas universal más que como algo especí­ficamente propio; sin embargo, sus más elevadas mores les capacitaban para adquirir la humanitas, mientras que aquellos que pertenecí­an a los bárbaros o al vulgus no lo conseguí­an. La humanitas también llegó a significar aquella vinculación o simpatí­a que surge del reconocimiento de la similitud y universalidad de toda experiencia humana: «Homo sum, nihil humani alienum mihi puto» (Terencio). Estaba encarnada en el vir humanus, que buscaba comunicarse con otros, consolar, alentar, animar y hacer amistades. El habla, después de todo, es la común posesión de la humanidad. El tiempo; el lugar y .las circunstancias determinan la propiedad de su expresión. Charles Trinhaus ha demostrado que el ideal humanista o vir humanus, el sabio, se cruzaba con el del santo cristiano para proporcionar un nuevo ideal de piedad laica y de santidad cí­vica. Para Erasmo (j’ 1536) tení­a que proporcionar el modelo cristológico de Palabra hecha discurso por nosotros». La sabidurí­a divina de Dios habí­a tomado la forma de elocuencia humana, que se «acomodaba» ella misma a la condición humana.

Una nueva clave para entender el modo humanista de la naturaleza humana era el concepto clásico de virtus, que fue recuperado en su sentido original de «energí­a suprema». Los antiguos creí­an que la difí­cil situación humana era esencialmente una lucha entre la voluntad del hombre y el capricho de la fortuna. Los romanos adoraban a la diosa Fortuna, que hací­a girar la rueda del destino del hombre de acuerdo con su caprichoso deseo. Mientras los griegos se sometí­an a la moira (sino), los romanos admiraban a la persona que afrontaba y triunfaba frente al destino. La fortuna puede ser sometida y domada por la virtus. Los seres humanos pueden configurar sus propios destinos. La gran fuente de esta filosofí­a de acción independiente fueron las Vitae parallelae de Plutarco, 48 vidas de grandes hombres de los tiempos clásicos. Traducidas del griego al latí­n por varios humanistas, estas narraciones gozaron de gran popularidad, y se imprimieron en torno al año 1470. Las Vitae, así­ como De viris illustribus (1337) de Petrarca, respondí­an exactamente a los intereses de lectura de la nueva clase social, la burguesí­a, cuyos conocimientos de biografí­a e historia se ampliaban con ello considerablemente. La historia se consideraba como un recurso del que se podí­an obtener muchos exempla (precedentes). Compartí­an la opinión de Séneca: «Largo es el camino si se siguen las exhortaciones, pero corto y eficaz si se siguen los modelos».

Esta perspectiva afirmativa y optimista del poder de los seres humanos para configurar su propio destino sólo gradualmente fue incorporada a la visión cristiana medieval tardí­a de la providencia, omnipotencia y gracia de Dios. El sí­mbolo del homo triumphans en el renacimiento tardí­o fue expresado primero como un «remedio y estrategia espiritual alternativa a la.enfermedad moral de una conciencia dominada y agobiada por la culpa» (Trinkaus, 1982, 455). Una larga tradición de discusiones y escritos sobre la conditio hominis, vista bajo los aspectos complementarios de la dignidad y de la miseria humanas, formaba parte de la herencia del renacimiento. Los seres humanos están sujetos tanto al optimismo exagerado como al pesimismo, según que experimenten los aspectos favorables o adversos de la vida. Necesitan ser consolados frente a la desesperación o la arrogancia. Sin embargo es más evidente que a mediados del siglo xiv, la época de la peste negra, fue la imagen de la miseria humana y del desamparo lo que prevaleció. F. Petrarca (c. 1304-1374) se dio cuenta de que la desesperación por las propias desgracias generaba a menudo un sentimiento de culpa religiosa. En su obra De remedüs utriusque fortunae aconsejaba cultivar una suerte de doble conciencia: en época de éxito, ser consciente del sufrimiento humano; en época de desesperación, ser consciente de la dignidad de la persona humana. De modo más significativo mostró cómo los seres humanos, con la ayuda de la gracia, podí­an asumir la responsabilidad de su propia subjetividad, ofreciendo un sentido de dignidad personal que era compatible con la piedad y con una teodicea para la fe religiosa en medio de los horrores de la época.

El hombre del renacimiento iba a «poner a prueba sus propios poderes» de manera plena, y lo hizo así­ como cristiano, reavivando la primitiva exégesis patrí­stica sobre el texto del Génesis: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gén 1,26). El mismo Agustí­n habí­a descubierto una correspondencia entre la Trinidad y la triple función del alma humana. Padre, Hijo y Espí­ritu estaban representados por la memoria, entendimiento y voluntad del hombre. La mayor familiaridad con la teologí­a patrí­stica llevó a los. humanistas a entender que la creatividad divina podí­a ser un modelo para la creatividad humana. Los seres humanos podí­an configurar su propio destino y crear su propia cultura y civilización. Tení­an la capacidad de afrontar y resolver muchos de los problemas que abordaban aplicando la razón y la inventiva- humanas. «El hombre ciertamente no habí­a nacido para consumirse en la indolencia, sino para ponerse en pie y hacer cosas», escribí­a Alberti en su obra De iciarchia. Esto no era presunción u orgullo, sino parte de la intención creadora de Dios para la humanidad.

La dignidad del hombre se convirtió en un tema favorito de la oratoria humana, e iba a ser desarrollado de manera significativa por M. Ficino (1433-1499), G. Pico della Mirandola (1463-1494), P. Pomponazzi (14641525) y el humanista español Juan Luis Vives (1492-1540). P. Bracciolini (1380-1459), sin embargo, continuó poniendo el centro de interés sobre el tema de la miseria del hombre, rechazando la retórica consoladora y cualquier medio humano de escapar a las miserias de la vida. El representa la cara más oscura y menos optimista de la reflexión renacentista sobre la condición humana, la más próxima a la de la reforma. Pero G. Manetti (1396-1459) y Pico dieron plena expresión al ideal del hombre semejante a Dios lleno de energí­a, creátivo y actuando constantemente. En la segunda parte de la famosa Oración de Pico, normalmente mal denominada Sobre la dignidad del hombre (1484), Dios se dirige a Adán: «No te hemos hecho ni celestial ni terreno, ni mortal ni inmortal, para que con libertad y honradez, como artí­fice y escultor de ti mismo, puedas moldearte de la forma que prefieras».

El tema del hombre creado a imagen y semejanza de Dios iba a cambiar radicalmente las ideas tanto de la divinidad como de la humanidad en el pensamiento religioso renacentista. El hombre era no sólo el guardián de la creación original de Dios, sino que por medio de su ingenio e inventiva era el creador de la «segunda naturaleza» de la existencia civilizada.

4. LA HISTORIA BAJO LA PROVIDENCIA: ESTOICISMO O AGUSTINISMO. Serí­a un error, sin embargo, pensar que las ideas humanistas sobre la dignidad y libertad humanas anticiparon el espí­ritu de la ilustración: «la liberación del hombre de la tutela contraí­da por él mismo» (Kant). La tesis del individualismo renacentista de J. Burckhardt ha dado paso a una visión más matizada del crecimiento humanista en autoconciencia con la ayuda de la gracia de Dios y dentro de la comunidad cristiana: Lucharon por entender y articular la relación precisa entre libertad humana y humana dependencia de la gracia de Dios, entre la historia en cuanto configurada por los seres humanos y la providencia de Dios, entre el conocimiento adquirido a través de la experiencia humana y el revelado por Dios. En su búsqueda de respuestas a estas cuestiones, los humanistas del renacimiento expusieron dos series de ideas opuestas y antitéticas, representadas por las tradiciones retóricas del estoicismo y el agustinismo. Para escritores estoicos como Séneca y Cicerón, Dios era lo inmanente, energí­a que lo invade todo, por la que se creó el mundo natural. El hombre participaba de esta «alma del mundo» a través de su razón, entendida como la chispa o semilla divina que estaba dentro de él. El bien supremo del hombre era vivir de acuerdo con su propia naturaleza y razón, no haciendo caso de los infortunios y placeres de la existencia actual. El ideal del hombre sabio y virtuoso, que viví­a según la razón evitando aquella perturbación de mente que resultaba del contacto con el mundo exterior, fue a veces muy atractivo para los eruditos humanistas. El estoicismo era clasicista y reacio al cambio, puesto que éste normalmente significaba una desviación de los principios eternos, perennemente válidos, y por tanto perennemente recuperables. También tendí­a un puente entre la antigüedad clásica y el cristianismo.

Pero el estoicismo no tení­a ningún remedio que ofrecer a la miseria de la gran mayorí­a de la humanidad. Agustí­n, por otra parte, hablaba directamente a todo hombre, en cuanto comprometido en una vida polí­tica en un ámbito urbano (La ciudad de Dios) y en cuanto implicado en las luchas interiores de su compleja personalidad (Las confesiones). Agustí­n actuaba dentro de la moderna dinámica de la experiencia humana. Para él conocer el bien no era suficiente; el verdadero problema era cómo hacer el bien, porque el centro de la vida humana se encontraba en el corazón, no en el intelecto. Sólo el corazón podí­a ser tocado por la gracia. Agustí­n acentuaba la disyuntiva entre naturaleza y gracia, lo singular de la revelación cristiana de Dios en Jesucristo. Incluso de un modo más significativo, vio desarrollados los planes de Dios en las pautas confusas, impredecibles y desordenadas de la historia humana y de la conducta del hombre. En contraste con la autosuficiencia estoica, Agustí­n suspiraba por la gracia de Dios. Su énfasis sobre la subjetividad humana ante Dios y la primací­a de la voluntad sobre el intelecto influyó profundamente en el pensamiento humanista. Pero algo de su complejidad, ambigüedad e inconsistencia es a veces consecuencia de intentar armonizar elementos de las tradiciones estoica y agustiniana. Erasmo (1466-1536) tendió hacia el estoicismo, mientras L. Valla (c. 1406-1457) fue marcadamente más agustiniano. Esta dialéctica en el corazón del humanismo cristiano darí­a cuenta en parte de las radicales diferencias en las opciones que los humanistas hicieron en la época de la reforma.

La visión de los humanistas de la historia al amparo de la providencia llegó a diferir considerablemente de la de las generaciones precedentes. El papel asignado a la elección y responsabilidad humanas en la configuración y determinación de los acontecimientos les llevó a reconocer que el estado actual dado de las cosas no necesita haber sido así­, y podrí­a haber sido diferente. Era posible volver al pasado y recrearlo en el presente. Se podí­a proyectar un ideal de lo que podrí­a ser para el futuro y utilizarlo como un estí­mulo para crear algo mejor que el presente, como en la Utopí­a de Tomás Moro. Esto era una forma totalmente nueva de ver el pasado, presente y futuro; las primeras turbulencias de lo que llamarí­amos cambio y evolución en la historia. Desde la época de Petrarca en adelante los humanistas inventaron el concepto de Edad Media, u oscura, que se extiende entre la civilización clásica y la suya propia. La visión providencial cristiana del pasado habí­a equiparado el nacimiento de Cristo con la disipación de la oscuridad de la condición humana. Habí­a dos perí­odos, la edad de la preparación y la edad del evangelio. La nueva visión humanista de la historia equiparó la oscuridad con el saqueo de Roma (410 d.C.) y la subsiguiente decadencia de la cultura y civilización. La historia era más comúnmente dividida en tres perí­odos: antigüedad, la Edad Media y la presente, que tení­a potencial de progreso o de declive. En cuanto cristianos, los humanistas buscaron continuamente más establecer relaciones que distinguir entre historia sagrada e historia secular. Ambas estaban dentro y bajo la providencia de Dios. Pero teman una profunda percepción de que la verdad revelada de Dios, la gracia de Dios, eran ofrecidas dentro de un contexto histórico concreto.

A pesar de la nostalgia de una cultura clásica válida para toda época, el clasicismo humanista finalmente le condujo a un sentido de condicionamiento cultural y lingüí­stico. Su sentido de la historia les hizo agudamente conscientes no sólo de la continuidad, sino también de la radical discontinuidad entre pasado y presente; el pasado tení­a que estudiarse en sus propios términos. Este fue el comienzo de la ciencia de la hermenéutica, la aplicación de la critica lingüí­stica e histórica a los textos del mundo antiguo. Eruditos como L. Valla, A. Poliziano (1459-1494) o G. Bude (1467-1540) estudiaron los textos de la ley romana tal como estaban recogidos en el Código de Justiniano. Poco a poco llegaron a ver que lejos de ser un cuerpo legal homogéneo, el código era una «serie de decretos compilados con poca exactitud y pobremente traducidos, concebidos para un imperio difunto desde hací­a tiempo, con poca o ninguna relación con las condiciones legales y polí­ticas, muy diferentes de la moderna Europa» (Skinner, 207). Uno de los más perturbadores descubrimientos fue la demostración de L. Valla de que la llamada Donación de Constantino habí­a sido una falsificación del siglo VIII o IX. Las pretensiones papales de autoridad temporal sobre Occidente y de primací­a espiritual sobre los cuatro patriarcados imperiales se habí­an basado en un documento ahora desacreditado.

Los estudiosos humanistas aplicaron también sus técnicas al estudio de los textos bí­blicos. El método escolástico habí­a favorecido tanto un ataque analí­tico directo contra un texto como el cotejo de textos en torno a un tema o punto doctrinal especí­ficos. Los humanistas leí­an el NT no como una fuente de ideas teológicas, sino como un documento de la experiencia cristiana primitiva transmitida en una forma literaria e histórica. Remití­an cada texto directamente a su contexto histórico. Por ejemplo, cuando John Colet, a su regreso de Italia a Oxford en 1497, dio una conferencia sobre la carta de san Pablo a los Romanos, él la relacionaba con el contexto de la Roma imperial en el reinado del emperador Claudio y con las razones de por qué Pablo exhortaba a los cristianos romanos a actuar de modo circunspecto. Pablo se dirigí­a a un público concreto, utilizando palabras que tení­an un significado preciso en aquel tiempo. Como las transcripciones o traducciones posteriores podí­an oscurecer o tergiversar el sentido original, los humanistas intentaron proporcionar traducciones más nuevas y exactas de los antiguos textos griegos y hebreos. Valla emprendió una comparación crí­tica entre la Vulgata y el NT griego. Erasmo, inspirándose en las Anotaciones al NT (1449) de Valla y en su propia colección de textos, publicó su versión paralela en griego y latí­n del NT en 1516. Abogó con fuerza por la disponibilidad de las Escrituras en la lengua vernácula. Manetti comenzó el estudio del hebreo bajo la dirección de un joven estudioso judí­o, consultó comentarios bí­blicos hebreos medievales y reunió una pequeña biblioteca de manuscritos hebreos. J. Reuchlin (14551522) enseñó él mismo hebreo y griego, y en 1506 publicó sus Rudimentos de hebreo junto con un diccionario hebreo-latí­n. Se erigieron escuelas trilingües en muchas universidades del norte, y en 1520 se imprimió la primera Biblia polí­glota, encargada por el cardenal Jiménez de Cisneros en la nueva universidad de Alcalá.

5. «THEOLOGIA RHETORICA». Los humanistas del renacimiento no eran normalmente teólogos profesionales; pero de muy diversas maneras los studia humanitatis afectaban a los studia divinitatis y tení­an que aportarles una contribución vital. La renovación de los estudios bí­blicos de los humanistas es bien conocida, como lo es también la predecible hostilidad escolástica a su método y descubrimientos. Pero hasta relativamente hace poco su contribución al pensamiento teológico y religioso de la época ha recibido menos atención, porque estaba «oculto» en un cuerpo informal, asistemático y muy retórico de escritos humaní­sticos. Conscientes de la persona humana como sujeto que vive y que siente, evitaron el «puño cerrado» del método escolástico y lo sustituyeron por la «palma abierta» del discurso retórico (ToMíS MORO, Carta a Dorp, 1515). Utilizaron el tratado, el diálogo, el sermón laico y el ensayo para comunicar de manera persuasiva sus temas religiosos preferidos. Otros géneros literarios incluí­an oraciones fúnebres, cartas, admoniciones, historiografí­a y biografí­a. Este material proporciona abundante información sobre las preferencias religiosas e intelectuales de laicos cultos, comprometidos en una vida de servicio creativo y de piedad cristiana. Trinhaus y otros han llamado a esta teologí­a humanista oculta theologia rhetorica, en parte por su estilo al escribir, pero también porque los humanistas buscaban deliberadamente combinar la función intelectual del teólogo con la función pastoral y afectiva del predicador. Estaban convencidos de que ni la teologí­a escolástica de su tiempo ni los habituales estilos de predicación y guí­a espiritual respondí­an a sus modernas necesidades y aspiraciones.

La correlación entre la retórica de la oratoria clásica y la predicación cristiana era todaví­a más obvia para los humanistas de lo que lo es para nosotros. El orador eficaz o el predicador eficaz debí­an por definición estar en contacto con los sentimientos de su público y ser sensibles a ellos. Los humanistas eran bien conscientes de que la renovación de los estudios bí­blicos se quedarí­a en un ejercicio estéril si no se traducí­a en un ministerio efectivo de la palabra que moviera a la gente a llevar una vida de mayor profundidad cristiana. Por eso intentaron precisar qué tipos de lenguaje, de razonamiento, exempla o estilos en el modo de expresarse producirí­an mejor la persuasión significativa y la correspondiente acción. Eran conscientes de que el ministerio de la palabra se extendí­a más allá del púlpito a formas de catequesis, consejo o el diálogo entre confesor y penitente. Muchos dudaban de si la teorí­a o práctica sacramental corriente tocaba afectivamente el corazón ,de la subjetividad de una persona ante Dios -las áreas de la conciencia, interioridad, elección, miedo y ansiedad-. No buscaban reemplazar, sino más bien profundizar el modo corriente de entender los sacramentos. Pero concedí­an más importancia a la formación de la conciencia que a las formalidades externas. Muchos humanistas iban a asumir el papel de consejeros laicos, y estaban convencidos de que era necesario tener una sí­ntesis teológica y pastoral adecuada a la experiencia vivida de cristianos que llevan una vida secular en el mundo Se sigue que, de una manera no temática, estaban preocupados por la credibilidad del evangelio en relación con la vida contemporánea.

El interés retórico en cómo influir y mover a la gente como individuos y como grupos estaba directamente relacionado con la manera humanista de entender la forma en que se transmite la fe. No subestimaban la fe en cuanto don de Dios ni el papel del Espí­ritu, sino que destacaban más bien la sensibilidad humana de quien recibe este don. Como educadores, estaban convencidos de que la transmisión de la verdad tení­a lugar dentro del marco comunitario y a través de un encuentro de las mentes más que en el aislamiento académico. El acto de fe implicaba a la persona entera, inteligencia y sentimientos, así­ como el contexto externo en el que la vida cristiana se transmití­a. Eran mucho más conscientes que sus predecesores del conocimiento sacado de la experiencia personal y compartida en cuanto ésta afectaba a su fe cristiana. Como comprendí­an algo de hasta qué punto la experiencia humana está histórica y lingüí­sticamente condicionada, se dieron cuenta de que esto también era verdad en la transmisión de la fe desde los tiempos apostólicos hasta el presente. Por eso habí­a una necesidad de volver ad fontes de la vera theologia, las fuentes de la revelación contenidas en la Biblia. La Theologia rhetorica era bí­blica, histórica, antropocéntrica y experiencial en su alcance y contenido. La Ratio verae theologiae (1513) de Erasmo formulaba los ideales de esta teologí­a de manera p gramática, con un esbozo de una rmación basada en la Biblia para la mpresa de transformar la sociedadsu tiempo a través de una comunicación fresca del evangelio de Cristo.

6. LOS CRISTIANOS EN RELACIí“N CON LOS PAGANOS Y JUDíOS. Era difí­cil, si no imposible, entablar tal discusión sobre la condición humana sin la conciencia de que es compartida por todas las gentes de diferentes culturas, credos e historias personales. No sólo la experiencia humana, sino también la experiencia religiosa parecí­a ser un fenómeno universal, y todas las tradiciones religiosas tení­an algo de lo divino dentro de sí­. Al tratar de las religiones paganas precristianas, los humanistas intentaron eliminar aquellos elementos que eran claramente incompatibles con los valores cristianos por ejemplo la obscenidad, sensualidad y crueldad de muchos ritos paganos. Pero quedaba un núcleo de creencias y prácticas religiosas genuinas; que podrí­a decirse que anticipan o incluso que son una réplica de las de la era cristiana. El punto crucial del problema reside en el hecho de que la «acomodación» gratuita de Dios a la condición humana, tal como se ha hecho visible en Jesucristo, significaba que la experiencia cristiana era una experiencia profundamente humana, aunque también única y distinta. Los temas de la acomodación y distinción, continuidad y discontinuidad están tratados con frecuencia en los escritos humanistas. Muchos llegaron. a considerar el cristianismo como la revelación completa de lo que habí­a sido revelado de manera parcial e imperfecta en otras tradiciones. Los credos precristianos, en el mejor de los casos, podí­an servir como una preparación para el evangelio. En el plan providencial de Dios, éste era sobre todo el papel del judaí­smo. Pero la visión más corriente era que el judaí­smo habí­a sido superado por el cristianismo, y que solamente los deliberadamente ciegos podí­an ignorar la evidencia.

Era mucho más fácil forjar una reconciliación retrospectiva de los credos pagano y judí­o en el pasado que tratar con los credos rivales en el presente. Difí­cilmente se puede sobrestimar el miedo y el odio cristiano de la época al musulmán invasor «infiel», equiparado en la imaginación popular con «el azote de Dios». Una teodicea como ésta no estaba totalmente ausente de los escritores humanistas, ni se encontraban libres de antisemitismo. El habitualmente pacifista Erasmo decí­a que «si forma parte de un buen cristiano odiar a los judí­os, entonces somos todos buenos cristianos». No obstante, los humanistas fueron más allá que la mayorí­a de sus predecesores o contemporáneos al llegar a una acomodación intelectual y religiosa de los credos no cristianos con el del cristianismo.

La mayorí­a de los escritores humanistas tení­an una visión de la naturaleza unitaria de la verdad dentro de la diversidad de la experiencia religiosa. El estudio del hebreo que realizó Manetti con un erudito judí­o le hizo muy sensible al mundo de pensamiento del que habí­a surgido el cristianismo. Fue uno de los primeros en ver la tradición cristiana occidental alimentada tanto por el helenismo como por el hebraí­smo. Sin embargo, la obra de Manetti Contra ludeos et Gentes (1454) era una defensa del cristianismo y una crí­tica del paganismo y del judaí­smo en cuanto religiones históricamente ya superadas. No obstante, intentaba persuadir y convencer a los judí­os de sus caminos erróneos más que echarles la culpa directamente de la ceguera. M. Ficino escribió su obra De religione Christiana en 1447, obra que iba a influir los posteriores escritos apologéticos de Vives, DuplessisMornay, Charon y Grocio. Puede considerarse una obra temprana de teologí­a fundamental. Ficino estaba interesado en la religión como caracterí­stica universal de la humanidad, en cómo distinguir la buena de la mala religión, la verdadera de la falsa. El consideraba que la providencia de Dios ha permitido «una revelación universal, aunque parcial, a todos los hombres, y la verdadera y perfecta revelación a unos pocos elegidos, todo como parte de un plan tendente a la manifestación de la revelación última y a la posibilidad de salvación para todos» (Trinkaus, 1970; 737). Pico, en la segunda parte de su Oración, proponí­a un plan para una paz filosófica y teológica. Buscaba una sí­ntesis entre la variedad de aproximaciones religiosas ala verdad. Enumeró a aquellos autores cristianos que más le habí­an influido; pero añadí­a eruditos árabes (Averroes, Avicena, etc.), los griegos y la tradición judí­a a través de la cábala. Su búsqueda de una revelación universal, mí­stica p esotérica, era más elitista que la de sus contemporáneos.

En 1492 Colón «descubrió» a los nativos del «Nuevo Mundo» y llenó sus diarios de referencias a la amable y maravillosa gente de La Española, que parecí­a sumamente preparada para recibir la fe cristiana. La Utopí­a (1516) de Tomás .Moro captó algo del interés de la época por la idea del «salvaje noble». Es una narración ficticia, que presenta una comunidad de seres humanos no tocados ni por la civilización clásica pagana ni por la religión cristiana. No obstante, utilizando su inteligencia e ingenuidad humanas, habí­an llegado no sólo a un alto grado de civilización, sino también a una creencia muy desarrollada en Dios, en la providencia, la moralidad y en la inmortalidad del alma. Se hací­a más claro que evangelización no se identificaba con civilización o educación, pero que se podí­an desarrollar recí­procamente. Los habitantes de Utopí­a estaban preparados para recibir el evangelio, y en algunos aspectos eran más dignos de admirar que muchos que se llamaban cristianos en Europa. Ciertamente Moro pensaba que una religión y filosofí­a racionales podí­an configurar una sociedad justa y equitativa, y que ésta serí­a una base segura para la evangelización subsiguiente.

7. ERASMO CONTRA EL FIDEíSMO. Aunque la moderna investigación se muestra cauta respecto a atribuir la palabra «erasmista» a la rica diversidad del humanismo del xvl, las caracterí­sticas de los escritores humanistas cristianos se resumen de un modo sorprendente en la obra de Desiderio Erasmo, «prí­ncipe de los humanistas». Una obra temprana de Erasmo, los Antibarbari (1489, revisada 1491-1521), ilustra con toda claridad un ataque humanista contra las formas coetáneas de fideí­smo, y puede servir de resumen y conclusión para este artí­culo. El libro Antibarbari ha sido considerado más habitualmente como un ataque velado contra los crí­ticos escolásticos de Erasmo en Lovaina; pero un reciente y convincente análisis sugiere que estaba destinado a ser la primera parte de una obra proyectada en cuatro volúmenes que rebate los argumentos de los principales oponentes del humanismo (Bradshaw, 412). Al principio de la abra Erasmo identifica tres grupos de estos oponentes: aquellos que rechazan totalmente la herencia clásica, los que la rechazan parcialmente y aquellos que la aceptan con demasiado entusiasmo. Bradshaw identifica de modo convincente estos tres grupos como a) aquellos que rechazan el saber secular y pretenden indebidamente la revelación y la gracia: los barbari o fideí­stas de la época; b) aquellos que aceptan la filosofí­a clásica, pero rechazan la retórica y la literatura: los escolásticos; c) aquellos que reivindican indebidamente la razón y la naturaleza humanas e infravaloran la revelación y la gracia cristianas: eruditos humanistas entusiastas, que eran de hecho los reduccionistas de su tiempo.

Erasmo trata del tercer grupo -el enemigo dentro de su propio campo- en su obra Ciceronianus. Ataca a sus enemigos escolásticos en su Elogio de la locura (1511) y en otra parte. Pero los escolásticos eran sus aliados naturales, si bien no fáciles, en su lucha contra los elementos antiintelectuales de la Iglesia. La obra Antibarbari no es una polémica contra los escolásticos, sino un ataque directo contra aquellos que más minaban la empresa humanista, los antirracionalistas, a los que más tarde los teólogos llamarí­an fideí­stas.

Dos movimientos poderosos y relacionados en el cristianismo medieval tardí­o pueden asociarse con una posición fideí­sta. En primer lugar, la posición teológica de Guillermo de Occam y su escuela, que participaban de una tradición que se remonta a Tertuliano, el cual acentuaba el carácter incomparable y la exclusividad del conocimiento revelado accesible a través de la gracia, a la vez que menospreciaba el conocimiento adquirido a través de la razón y la experiencia. En segundo lugar existí­a una tradición espiritual, de sencillez evangélica y de renuncia al mundo, que abogaba por una «santa ignorancia», ya que sólo el Espí­ritu Santo de Dios ilumina los corazones de los fieles. Erasmo consideraba a muchas de las órdenes religiosas como bastiones del fideí­smo antirracionalista, especialmente aquellas que se habí­an sometido a un tipo de renovación fundamentalista. Esta actitud era también caracterí­stica de la espiritualidad laica de la devotio moderna, tal como se expresaba en la muy influyente Imitación de Cristo: «Renuncia a ese excesivo deseo de saber, porque se halla en ello mucha distracción y engaño» (libro I, c. II, 2). Así­, la obra Antibarbari da una respuesta cristiana a la secular pregunta de Tertuliano «¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?»
Las convenciones retóricas de la polémica renacentista nos hacen difí­cil captar con facilidad el contenido teológico de los argumentos de Erasmo. Lo que más habrí­a impresionado a sus contemporáneos resulta menos útil para nosotros. Esencialmente, él perfiló una primera versión de su philosophia Christi, que iba a desarrollar más plenamente en la obra Paraclesis (1516). El modelo cristológico de Erasmo no era el profeta, sino el divino maestro y maestro de sabidurí­a, que vino como la culminación de la larga búsqueda humana de la verdad y la bondad. El filósofo ideal de Platón hallaba su perfecta expresión en Cristo. La razón y la naturaleza, especialmente tal como se representaban en la tradición clásica, eran los agentes divinamente ordenados de la revelación y la gracia. Para expresar la relación precisa entre el paganismo precristiano y el cristianismo, Erasmo rechazó la metáfora de Agustí­n de «despojar a los egipcios» o de apropiarse de lo que era valioso de la herencia pagana en beneficio del cristianismo. Preferí­a la metáfora de Jerónimo del hombre libre que desposa a la cautiva para procurarle la libertad. El cristianismo se apropiaba amorosamente de la herencia clásica de modo que tuviera su lugar dentro del nuevo marco.

Erasmo desplegó un concepto platónico de la existencia como unidad en la diversidad, una ordenada relación de todas las partes con el todo. Naturaleza y gracia no están en conflicto, sino en armoní­a, de modo que la búsqueda humana de la excelencia es una parte integral de la búsqueda cristiana de la santificación. De modo similar, razón y revelación no se excluyen mutuamente, puesto que ambas se orientan ala verdad. Cristo, como encarnación de la verdad y bondad de Dios, lleva a la perfección los procesos naturales. Más todaví­a: si la virtud es el objeto propio de la razón (Platón), la idea de la «santa ignorancia» es sencillamente un sinsentido. Cristo, como «palabra de Dios», se comunicaba con sus discí­pulos a través del discurso humano, y se acomodaba él mismo a la condición humana, de modo que es una condición de gracia. Cristo está, de modo permanente, presente en su Iglesia en la forma de palabra bí­blica, y por eso las habilidades lingüí­sticas y retóricas son esenciales para la transmisión del mensaje cristiano. Finalmente, Erasmo desplegó la parábola de los talentos (Lc 19,11-27) en apoyo del uso más que de la negación del talento humano. Dios, en realidad, nos ha mandado «poner a prueba nuestras facultades».

La más importante defensa de Erasmo de la libertad de la voluntad humana tuvo lugar contra Lutero, 1524-1526. Dé todos los temas que podrí­a haber abordado, eligió éste porque le parecí­a que la teologí­a de Lutero era una versión del fideí­smo, aunque bajo la forma de una versión del mismo radical y brillantemente reformulada. Lutero, por su parte, habí­a rechazado ya la philosophia Christi de Erasmo basándose en que el poder humano pesa más para Erasmo que el divino. Pero Lutero elogió a Erasmo por captar realmente lo que estaba en juego. Lutero creí­a que el modo católico de la época de entender el papel de la razón y la voluntad humanas en el proceso de salvación era pelagiano, y que subestimaba el poder único de la gracia de Dios. Lutero consideraba la doctrina del facienti quod in se est, Deus non denegar gratiam (Dios no niega la gracia a quien hace lo que puede) como equivalente a decir que la gracia de Dios no es una iniciativa libre, sino más bien una recompensa al esfuerzo humano. El debate entre Erasmo y Lutero sobre la libertad o esclavitud de la voluntad humana iba a estar lleno de consecuencias para el futuro del cristianismo. Pero no puede ser entendido plenamente sin referencia a las reflexiones humanistas sobre la divinidad y la humanidad durante los siglos anteriores.

8. CONCLUSIóN. La theologia rhetorica de los humanistas del renacimiento, tal como se desplegó y desarrolló en su variedad y pluralismo desde mediados del siglo xiv hasta finales del siglo xvi, fue una de las articulaciones más afirmativas y creativas de la teologí­a laica dentro de toda la tradición cristiana. Tení­a sus limitaciones obvias. Puede ciertamente ser criticada de demasiado elitista, distanciándose a sí­ misma deliberadamente de las preocupaciones y preferencias del vulgus, exactamente igual que habí­a hecho su equivalente clásico. Hoy reconocerí­amos que era también sexista. Peter Burke ha señalado que de seiscientos artistas, escritores y humanistas del renacimiento italiano enumerados, solamente tres eran mujeres: Vittoria Colonna, Verónica Gambara y Tullia d’Aragona. Las tres eran poetisas y llegaron casi al final del perí­odo. Los movimientos ecologistas contemporáneos rechazan la orientación antropocéntrica tanto del renacimiento como de los humanismos modernos, que parecen colocar al hombre en posición de dominio sobre la naturaleza de la cual todos somos parte. Pero a pesar de ciertas limitaciones, el humanismo cristiano renacentista sigue siendo una fuente rica de reflexión sobre la condición humana y la humana experiencia en su búsqueda universal de plenitud religiosa y moral, y de un modo de entender la revelación de Dios en Jesucristo como la culminación de esta búsqueda.

BIBL.: BDUWSMA W., Two Faces of Humanism: Stoicism anal Augustinianism in Renaissanee Thought, en H.A. OBERMAN y T.A. BRADY (eds.), Itinerarium Italicum, Leiden 1975 3-60; BRADSHAW B., 7ite Christian Humanism of Erasmus, en «JThS» 33 (1982) 411-447; BURKE P., The Italian Renaissance: Culture anal Society in Italy, Oxford 1972, ed. revisada 1986; GIUSTINIANI V.R., Homo, Humanus, anal the Meanings of Humanism, en «Journal of the History of Ideas» 46 (1985) 167-195; KR1STELLER P.O., Renaissance Thought anallts Sources, Nueva York 1979; O’MALLEY J., Praise anal Blame in Renaissance Rome: Rhetoric, Doctrine, anal Reform in the Sacred Orators of the Papal Court, c. 14501521, Durham, N.C., 1979; RAHNER K., Christlicher Humanismus, en Schriften zur Theologie, vol. 8, Einsiedeln 1967, 239-259; SKINNER Q., The Foundations of Modern Political Thought, vol. 1, Cambridge 1978; TRINKAUS C., In Our Image anal Likeness: Humanity anal Divinity in Italian Renaissance Thought, 2 vol., ChicagoLondres 1970; ID, 77te Religious Thought ofthe Italian Humanists anal the Reformers. en C. TRINKAUS y H.A. OBERMAN (eds.), The Pursuit of ffoliness in Late Medieval anal Renaissance Refigion, Leiden 1974, 339-366; ID, The Scope of Renaissance Humanism, Ann Arbor, 1983, 343404.

A. Murphy

III. Humanismo Ateo
1. EXPLICACIí“N DEL TERMINO. La palabra humanismo es uno de los términos de moda más prodigados en nuestro tiempo, y por lo mismo también uno de los conceptos más polifacéticos e imprecisos. Desde luego no se lo puede confundir con filantropí­a, que prácticamente equivale a actividad benéfica, pero ni contempla al hombre como valor supremo para sí­ mismo, ni tiene como fin la humanización del hombre. Ahora bien, el humanismo consiste esencialmente en estos dos aspectos.

En sentido estricto se entiende por humanismo el ideal formativo del renacimiento (italiano) de los siglo xv y xvl, orientado al estudio de la antigüedad clásica. Sin embargo, el estudio de la literatura y del mundo antiguo desarrolla justamente una nueva comprensión de sí­ mismo. El hombre toma conciencia de sí­ mismo como creador de sí­ y del mundo. En el centro se encuentra el ideal del hombre universal, del desarrollo integral de la personalidad en cuerpo y espí­ritu (cf K.O. KRISTELLER, Humanismus und Renaissance I, Munich 1973).

En sentido amplio, el concepto describe movimientos y actitudes espirituales que contienen un fuerte componente antropológico. Por eso se ha asociado el concepto con las ideas racionalistas y humanitarias, tal como se desarrollaron después de la ilustración. Se explica al hombre como medida de todas las cosas y como valor supremo para el hombre, viéndolo definido, tanto esencial como existencialmente, por la libertad. Por eso no es extraño que precisamente la orientación radicalmente antropológica del humanismo se presente no raras veces como antirrelfgiosa y se transforme en t ateí­smo declarado. La negación de Dios sigue a la afirmación del puesto central del hombre y de su libertad. La libertad de Dios y la libertad del hombre se excluyen mutuamente. Al parecer, Dios se cruza en el camino de la aspiración del hombre a realizarse a sí­ mismo.

Nietzsche ha formulado esta concepción en la FróWiche Wissenschaft (La gaya, ciencia) (cf fragmento n. 285) con una imagen impresionante: el creyente es comparado con un lago cuyas aguas van a desembocar en el mar, perdiendo con ello la posibilidad de realizarse a sí­ mismo. Sólo cuando se cierra herméticamente el lago con un dique el agua deja de fluir (hacia Dios), comienza a elevarse y el hombre puede (ahora sin Dios) conseguir realizarse.

Hasta qué punto una determinada idea de Dios puede «envenenar» la vida propia, lo describe plásticamente el psicoanalista alemán Tilmann Moser en su obra autobiográfica Gottesvergiftung (Frankfurt a.M. 1977). En ella describe el autor la liberación de la idea de Dios adquirida en su infancia, a la que hace responsable de sus sentimientos de culpabilidad, de su odio a sí­ mismo, de su autodestrucción y del envenenamiento de la vida. El Dios de su infancia, del cual se libera a través del psicoanálisis, le ha impedido encontrarse como hombre y buscar a otros hombres.

2. SISTEMAS, PENSADORES, DISCUSIONES. Aunque el ateí­smo moderno presenta desde los comienzos un fuerte elemento antropológico, sin embargo éste sólo se expresa claramente por primera vez en la filosofí­a feuerbachiana. La interpretación de la religión, como la expone Feuerbach, se convierte en el punto crucial de toda la crí­tica moderna de la religión. Cuando escribe Marx en 1844: Para Alemania la crí­tica de la religión está esencialmente terminada» (K. MARX y F. ENGELS, Obras completas, vol. III, Roma 1976,190), esto lo escribe refiriéndose a Feuerbach, cuya obra La esencia del cristianismo habí­a visto la luz tres años antes, suscitando un enorme eco entre los intelectuales europeos de entonces. La historia de la repercusión puede rastrearse, a través del marxismo y el existencialismo, hasta Bloch y Sartre. No en último término ha ejercido un cierto influjo en la autocrí­tica de la teologí­a contemporánea (Martí­n Buber, Karl Barth, etc.).

Como representantes clásicos del humanismo ateo moderno se considera comúnmente a Feuerbach, Marx, Bloch, Sartre y Fromm. Aquí­ entra también la discusión en torno a un humanismo marxista, iniciada a comienzos de los años sesenta en Europa occidental y oriental.

a) Ludwig Feuerbach (18041872). La visión que Feuerbach tení­a de la crí­tica de la religión puede compendiarse en la afirmación de que no fue Dios el que creó al hombre, sino al revés, el hombre el que creó a Dios a su imagen. Por eso Feuerbach quiere mostrar en su obra principal sobre La esencia del cristianismo la verdadera esencia de la religión (cristiana), que consiste en la antropologí­a (cf Sümtliche Werke, edit. por W. Bolin y F. Jodl, Banal VI, Stuttgart 1960). La crí­tica de la religión y de la teologí­a de Feuerbach se basa en una interpretación genético-secular de la religión. La religión estriba en la diferencia entre el hombre y el animal. Mientras que el animal está dotado de instinto, el hombre tiene conciencia. Esta conciencia se caracteriza porque puede hacer objeto suyo a lo otro, pero sobre todo a la propia esencia. La esencia ilimitada del hombre se expresa en las funciones humanas básicas de la razón, la voluntad y, el amor.

La religión es la actitud del hombre frente a su propia esencia; es «conciencia de lo infinito». En eso consiste la verdad de la religión. Su falsedad se deduce de que la teologí­a separa el ser del hombre del hombre, lo sitúa fuera de él mismo y hasta, con ayuda del concepto de Dios, hace de él un ser opuesto a sí­ mismo. Dios es todo lo que el hombre no es, y viceversa. Dios es la esencia del hombre instalada fuera del hombre; en él la contempla el hombre como ajena a sí­ mismo. La verdadera trascendencia no es Dios, sino la especie, que rebasa al individuo. A ella se refieren los clásicos predicados teí­stas de Dios.

El concepto de Dios, igual que los contenidos de la religión, los entiende Feuerbach como proyección. Feuerbach considera como tarea crí­tica suya referir la esencia extramundana, sobrenatural y suprahumana de Dios a los elementos básicos del ser humano. El hombre es el centro de la religión, y no Dios. El ateí­smo así­ afirmado sólo en apariencia es negativo: niega a Dios para afirmar al hombre» y liberarlo; por consiguiente, es un verdadero humanismo.

b) Karl Marx (1818-1883), Aunque Marx se aparta pronto de Feuerbach (cf las once Thesen über Feuerbach de la primavera de 1845), sin embargo toma de él el principio fundamental de la critica de la religión y el humanismo. Y así­, en su escrito Sobre la critica de la filosofí­a del derecho de Hegel. Introducción (publicada en 1844 en los Anales franco-alemanes) afirma desde el principio que para Alemania la crí­tica de la religión ha terminado esencialmente. Con ello se hace referencia a la crí­tica de la religión de la llamada «izquierda hegeliana» (D. Friedrich Strauss y Bruno Bauer),pero sobre todo a Feuerbach. Marx adjudica a la religión una doble función: es expresión de la miseria (del «mundo invertido’ y consuelo ilusorio («opio del pueblo’, que ha de hacer olvidar la miseria. La crí­tica de la religión desemboca en la exigencia de una felicidad real. «La crí­tica de la religión es, pues, en germen, la crí­tica del valle de lágrimas, cuya aureola es la religión» (MECA, vol. 2, I/2, Berlí­n 1982 171).

Los manuscritos de Pans de 1844 están orientados en el estilo y el léxico según el tono humanista de Feuerbach.Marx se ocupa en ellos por primera vez teóricamente de las teorí­as y problemas económicos, e intenta establecer una sí­ntesis’ entre economí­a nacional y filosofí­a. El tema fundamentales la humanización del hombre. El concepto central es la «alienación» (concepto proveniente de la filosofí­a del derecho de Hegel). Marx ve la contradicción básica en la propiedad privada, que se funda en el trabajo alienado. Según Marx, el trabajador está alienado de sí­ mismo porque tiende a venderse a los poseedores del capital; se ha convertido en mercancí­a, que produce a su vez mercancí­as. Hasta tal punto se ha alienado de si mismo, que ya no se reconoce en su propio producto, al que se enfrenta como a un ser extraño, como a un poder extraño. El trabajo se ha convertido en violencia, en opresión. Marx lucha no sólo por la eliminación de la miseria y de la opresión, por el logro del bienestar social, sino por el hombre mismo.

La meta es el comunismo, en el que nadie depende de nadie, nadie puede convertirse en mercancí­a de otro y donde el desarrollo del individuo es la condición que posibilita el desarrollo de todos. Sin embargo, Marx no presenta el comunismo como ideal humanista al que hay que aspirar, sino que es más bien para él un momento interior de una evolución que tiende a esa finalidad, cuyas teorí­as Marx intenta desarrollar. «El comunismo como supresión positiva de la propiedad privada, como autoenajenación humana, y por tanto como apropiación real de la esencia del hombre por y para el hombre; por tanto, como vuelta completa, consciente y verificada, dentro de la riqueza total de la evolución existente, a sí­ mismo como hombre social, es decir humano. Este comunismo en cuanto total naturalismo es igual a humanismo, como total humanismo es igual a naturalismo; es la verdadera solución de la disputa entre existencia y esencia, entre objetivación y autoafirmación, entre libertad y necesidad, entre individuo y especie. Es la solución del enigma de la historia y se conoce a sí­ mismo como tal solución» (MEGA, vol. 2, I/2, Berlí­n, 263).

Los manuscritos de Parí­s anduvieron perdidos durante mucho tiempo; sólo en 1933 se publicaron í­ntegramente en Moscú. La coyuntura de la época en Europa occidental y en la Unión Soviética motivaron que la discusión sobre estos manuscritos no se iniciarí­a hasta después de la segunda guerra mundial, al final de los años cincuenta. El talante humanista del joven Marx suscitó un eco enorme. Se intentó oponer un Marx joven, de orientación humanista, a otro Marx posterior, de orientación económico-cientí­fica (cf Ernst Fischer, Erich Fromm entre otros). En cambio, Louis Althusser quiere excluir el elemento humanista, como «ideológico», del verdadero núcleo de la teorí­a marxiana, en favor de una teorí­a puramente cientí­fica, en el sentido de un antihumanismo teórico. Desde luego, no es fácil indicar el puesto y el status del aspecto humanista de Marx en la obra total. No obstante, está claro que los elementos cognoscitivo-analí­ticos están ligados inseparablemente a los práctico-emancipatorios.

c) Ernst Bloch (1885-1977). La filosofí­a de Bloch está ciertamente marcada de manera constante por Marx y Hegel y en ellos se inspira, pero sin que se la pueda catalogar claramente. Después de muchos años de trabajo de dimensiones enciclopédicas, desarrolla él su monumental obra El principio esperanza como una filosofí­a al servicio de la praxis (cf Das Prinzip Hoffnung, en Obras completas, vol. V, Frankfurt a. M. 1968). Nadie como él se ha ocupado de la esperanza. El hombre es por naturaleza el ser de la esperanzar está orientado al futuro; en eso se distingue del animal. Por ello está también vuelto hacia adelante, y no hacia atrás. Con ello el hombre espera no un más allá religioso, pero ilusorio, sino un más acá feliz, en el que desaparezca la alienación y se superen la pobreza y la opresión. Por tanto, la aspiración y el deseo del hombre no van hacia arriba, sino hacia adelante. La función de la esperanza es el sueño de lo cotidiano.

De una novedad radical e insólita es la visión de Bloch sobre el cristianismo y la Biblia. Por ello se distingue radicalmente de Marx. Ateí­smo y cristianismo no se excluyen, sino que se abrazan. La crí­tica de la religión de Bloch intenta descubrir los elementos revolucionarios de la religión y liberarlos de los aspectos deformes. Para Bloch no se trata de negación sino de aclaración. La religión está ligada en lo más hondo a la esperanza: «Donde hay esperanza, hay religión también» (Atheismus ¡ni Christentum, Gesamtausgabe, Band 14, Frankfurt a.M. 1968, 23). Bloch entiende la religión (de re-ligio), en sentido negativo, como vinculación represiva y regresiva. La orientación hacia arriba es propiamente una atadura al pasado (dios de la creación). Pero el hombre ha de librarse del pasado y esperar en el futuro. «El hombre no es compacto», o sea, no está cerrado, sino abierto al futuro. El hombre es trascendencia sin trascendencia.

En Atheismus ¡ni Christentum afirma: «Sólo un ateo puede ser un buen cristiano; pero, a su vez, sólo un cristiano puede ser un buen ateo» (ib, 24). El cristianismo, aunque religión, está nuclearmente orientado al futuro. Quiere sacar de la situación actual (cf el subtí­tulo de Atheismus im Christentum: Zur Religion des Exodus, La religión del éxodo). En el cristianismo aparece en lugar del Dios creador celestial el hijo del hombre Jesús. Jesús expulsa al Dios del status vigente: «Mira: He aquí­ que todo lo hago nuevo» (Ap 21,5). Luego Jesús es ateo. Frente al temor del Señor establece Jesús la buena nueva del nuevo futuro. Para Bloch no cabe duda de que Jesús predicó la insurrección y la lucha en favor de lo nuevo.

Con su filosofí­a de la esperanza, Bloch ha inspirado extraordinariamente a la teologí­a contemporánea, evangélica y católica. La teologí­a de la esperanza de J. Moltmann y La teologí­a polí­tica de J.B. Metz son inconcebibles sin Bloch.

d) Jean-Paul Sartre (1905-1980), Sartre es el principal representante del existencialismo ateo francés. Por existencialismo hay que entender una filosofí­a que coloca en el centro de su atención la existencia del hombre. El existencialismo de Sartre ofrece un talante emancipador. Hay que librar al hombre de las garras de la esencia, es decir, de lo que es tal como es. El hombre conquista su existencia sólo en lucha con la esencia; ahí­ se realiza a sí­ mismo. A diferencia del marxismo, en el existencialismo sartreano el hombre es visto menos como miembro de una sociedad que como individuo. El hombre (individuo) ha de habérselas por sí­ mismo con el «estar arrojado en la nada».

Sartre designa expresamente su filosofí­a como existencialismo «ateo» (cf L éxistentialisme est un humanisme, Parí­s 1946, 21). La tesis nuclear de este existencialismo es la afirmación de que, si no existe Dios, la existencia precede a la esencia. Esto significa que el hombre está a merced de sí­ mismo. El hombre serí­a ante todo un proyecto que se vive a sí­ mismo subjetivamente. El punto de partida de este existencialismo es la afirmación de Dostoieski de que, si Dios no existe, todo está permitido (ib, 36). De hecho, opina Sartre, el hombre está abandonado a sí­ mismo. Mas esto excluye todo determinismo: «El hombre es libertad» (ib, 37); más aún, «está condenado a la libertad».

Sartre distingue dos clases de humanismo: un humanismo como teorí­a, que contempla al hombre como fin último y valor supremo (cf L éxistentialisme est un humanisme, 90ss). Frente a él, el humanismo existencialista estima que el hombre está constantemente fuera de sí­ mismo. Lo que hace existir al hombre es justamente que se proyecta a sí­ mismo y se pierde en algo exterior a él. Al perseguir el hombre «fines trascendentes», puede existir. No existe más mundo que el del hombre, el mundo de la subjetividad humana. Por eso la trascendencia es constitutiva del hombre; pero no en un sentido religioso, sino en el sentido de la superación y de la subjetividad. Esto significa además que el hombre no está cerrado en sí­ mismo, sino que se halla presente en un mundo humano. No existe más «legislador» que el hombre mismo.

En este contexto estima Sartre que el existencialismo no es otra cosa que el intento de extraer todas las consecuencias de una postura atea coherente (ib, 94ss). Por eso a él no le importa tanto el ateí­smo como negación de Dios cuanto el conocimiento de que, aunque existiera Dios, nada cambiarí­a. Lo decisivo no es la existencia de Dios, sino que el hombre debe encontrarse a sí­ mismo y estar persuadido de que, fuera de él, nada puede salvarlo. En este sentido, el existencialismo es también optimista y una doctrina de la acción.

e) Erich Fromm (1900-1980). El tema central de la obra de Fromm es la humanidad del hombre (cf la introducción del editor al vol. 1: Analitische Sozialpsychologie, de la edición completa, Munich 1968; vol. IX: Sozialistischer Humanismus undhumi, an stische Ethik, Munich 1989). Intenta él establecer una sí­ntesis del psicoanálisis freudiano y de la teorí­a crí­tica de la sociedad de Marx. Por eso completa el psicoanálisis con la psicologí­a social y la crí­tica de la sociedad. Sin embargo, el humanismo de Fromm no se basa meramente en Freud y en Marx, sino además en el intento de integrar en su sistema tradiciones y orientaciones diversas, como el hasidismo judí­o, la mí­stica del maestro Eckhart o del budismo.

En la obra de Fromm la crí­tica de la religión (cf edición completa, vol. VI: Religion,Munich 1989) desempeña un papel notable, porque Fromm entiende la cuestión de la humanidad del hombre como una cuestión religiosa que la religión tradicional no sólo no trata correctamente, sino que la elimina. Así­ pues, lo que a él le interesa últimamente es el proyecto de una religión verdaderamente nueva, en la cual todo gira exclusivamente alrededor de ¡ahuman¡dad del hombre. Con ello va mucho más allá de Marx y de Freud, acercándose más propiamente a Feuerbach. En oposición a la religión tradicional, Frommintenta perfilar una religión radicalmente humanista, en la que el concepto de Dios (divinización del hombre) queda integrado en el concepto del verdadero hombre. El contenido de la nueva religión y de la nueva fe es la humanidad del hombre. Pero con ello se disuelve también todo concepto teológico de Dios.

La obra de Fromm está llena de análisis brillantes sobre los aspectos antagónicos a la autenticidad del ser humano. En su gran última obra Haben oder Sein (cf edición completa, vol. 2: Analitische Charaktertheorie, Munich 1968) se prueba con dos actitudes fundamentales que la alienación de la existencia humana radica en la orientación al tener. Ahora bien, la existencia humana sólo se realiza en la categorí­a del ser. La religión humanista propuesta por Fromm está toda ella al servicio del despliegue de la personalidad y de la humanidad del hombre. Como en Sartre, también para Fromm el hombre depende únicamente de él mismo. El proceso de autorrealización humana es visto como una especie de movimiento circular: sólo el hombre que parte de sí­ mismo puede conquistarse a sí­ mismo.

f) La discusión en torno a un marxismo humanista en los paí­ses del socialismo real. A mediados de los años sesenta se suscita en todos los paí­ses socialistas de Europa oriental una discusión acerca de los valores humanistas del marxismo. En esa discusión se trata de cuestiones como el sentido de la vida, la felicidad del individuo, el desarrollo integral de la personalidad humana, etc. Naturalmente, las obras tempranas del joven Marx, de í­ndole emancipatoria y humanista, desempeñan un papel decisivo. Sin embargo, lo que estimuló e inspiró la discusión fue más bien la realidad de los problemas concretos de la difí­cil vida cotidiana de los paí­ses socialistas. Una notable contribución fueron también los intentos de cristianos y marxistas de entablar un diálogo mutuo. Son dignos de mención a este respecto los encuentros de la Paulusgesellschaft alemana, celebrados en 1965 en Salzburgo (Austria), en 1966 en Herrenchiemsee (Alemania) y en 1967 en Marienbad (Checoslovaquia). El término violento de la Primavera de Praga con la entrada de tropas del pacto de Varsovia puso fin a este diálogo.

Uno de los primeros que se planteó la temática humanista en Europa oriental e intentó darle una respuesta desde la perspectiva marxista fue el filósofo polaco Adam Schaff. Su obra Marksizm a jednostka ludzka (El marxismo y el individuo humano, Varsovia 1965) fue traducida también en Europa occidental. Schaff ensaya una nueva interpretación del marxismo basándose en las obras tempranas de Marx, y llega al resultado de que el futuro es únicamente de un marxismo humanista (en oposición al orientado exclusivamente en sentido económico-sociológico). Su tesis proclama: «El marxismo es un humanismo radical» (ib, 235;11 marxismo e la persona umana, Milán 1966, 171). El punto de partida del marxismo es el hombre como bien supremo y la lucha por cambiar las relaciones sociales que envilecen al hombre. Según la opinión de Schaff, lo que persigue la praxis revolucionaria del marxismo humanista es la felicidad del hombre concreto. Análogamente a Schaff, el filósofo checo Milan Machovec se plantea las mismas preguntas y problemas. En su libro Smysl lidshéko zivota (El sentido de la vida humana, Praga 1964) interpreta el marxismo como humanismo. La principal tarea estriba hoy en la interpretación del marxismo como filosofí­a viva del hombre actual.

En la filosofí­a soviética pueden encontrarse también al comienzo de los años sesenta, intentos semejantes. Las cuestiones sobre la humanización del hombre y el desarrollo integral de la personalidad constituyen el punto central de los libros de Eduard Struktov (cf El hombre de la sociedad comunista, Moscú 1961; El desarrollo total y armónico de la personalidad, Moscú 1963). De los problemas y dificultades que se oponen a este empeño en la sociedad socialista moderna se ocupa ante todo Sergej Kovalev en su libro Sobre el hombre, su esclavitud y liberación (Moscú 1970), en el que analiza la moderna sociedad soviética basándose en los primeros escritos marxianos. Rechazadas durante mucho tiempo las cuestiones relativas al sentido y la felicidad de la vida individual, Petr Egides fue uno de los primeros en abordarlas (cf El sentido de la vida, Moscú 1963; La concepción marxista del sentido de la vida, Moscú 1963). Aunque las respuestas son aún insuficientes, suponen, sin embargo, un principio que estimula la reflexión. Finalmente, Ivan Frolov estudia en diversas pulicaciones (cf Progreso de la ciencia y futuro del hombre, Moscú 1975; Las perspectivas del hombre, Moscú 1979) los peligros de un mundo cientí­fico-técnico para una vida humana.

3. LA CONFRONTACIí“N TEOLóGICA. El humanismo ateo recibe su legitimación de la contraposición antitética entre Dios y el hombre (prescindiendo de la cuestión de la existencia de Dios). En consecuencia, tanto la teologí­a católica como la evangélica se encuentran con el problema de superar esta oposición.

La confrontación teológica con el humanismo ateo debe partir de la experiencia básica para éste, que es la experiencia de un hombre amenazado, oprimido e impedido. En esto están de acuerdo todos los representantes del humanismo ateo. Sólo al establecer las causas y la recuperación de lo humano se dividen las opiniones. Pero incluso aquí­ hay una notable coincidencia: las causas hay que buscarlas en las condiciones sociales, que remiten a la praxis humana. Es imposible separar ambas cosas. Sin embargo, lo que define decisivamente al hombre, y por tanto su praxis social, es -a ello hacen referencia filósofos (como, p.ej., Kierkegaard Heidegger, Sartre Russel) y psicólogos (como, p.ej., H.J., SCHULTZ (ed.), Angst, Stutgart 1987)- el miedo ante las múltiples amenazas de la vida propia. Este miedo respecto a la vida propia desempeña indudablemente un gran papel en el proceso de humanización del hombre lo mismo que en el establecimiento de estructuras sociales humanas. Toda religión desea librar al hombre del miedo a la vida propia (cf Oskar PFISTER, Das Christentum und die Angst, Olten 1975).

El miedo por la propia existencia es una experiencia central del hombre como ser limitado y amenazado por la muerte. Esta visión del existencialismo moderno y de la psicologí­a coincide con el significado que adjudica la Biblia a este tema. A ella se refiere Bruna Costacurta en su profundo análisis exegético sobre el tema del miedo en la Biblia hebrea (La vita mfnacciata. Il tema della paura nella Bibbia ebraica, Roma 1988). En opinión de la autora, «el miedo se presenta en la Biblia hebrea como una emoción que acompaña al hombre en su existencia y que por ello se verifica continuamente en una grandí­sima variedad de sujetos y situaciones… El miedo se revela como una constante de la existencia creada que, en cuanto tal, es perecedera, y por tanto está estructuralmente amenazada» (pp. 284-285). La autora hace referencia además al significado particular de la experiencia del miedo a Dios, cuya trascendencia revela la perecedera condición del hombre, y frente al cual el individuo se encuentra inerme como frente a un gran peligro.

En relación con Heb 2,14-15 -texto que desarrolla las repercusiones del miedo del hombre ante la muerte- escribe Costacurta: «La persona es realmente libre cuando escapa al miedo de la muerte y entra en una vida que tiene las dimensiones de lo eterno. Pero se trata de un paso que exige abandonar el temor a la propia existencia y aprender a aceptar morir. Así­… los hombres no tendrán ya que someterse absurdamente a lo que mata, impulsados por el miedo a la muerte» (p. 279). El pasaje de Hebreos apela al efecto de la fe en Cristo, que elimina el miedo.

Debido al miedo por la propia vida, el hombre tiende a asegurarse a toda costa. Esto tiene lugar recurriendo a la violencia directa o estructural. «La violencia estructural se mantiene de ordinario porque los poderosos emplean a los demás como instrumentos de su inhumanidad, ligándolos a sí­ por el miedo. Las dictaduras son reacciones en cadena a la extorsión» (P. KNAUER, Der Glaube Kommt vom Húren, Bamberg 1986, 20ss). Frente a esto, el mensaje cristiano quiere transmitir una seguridad que, porque se comprende como solidaridad con el Dios de Jesucristo vivo y triunfador de la muerte, es más fuerte que el miedo y libera al hombre, permitiéndole alcanzar su verdadera humanidad. En esto estriba la aportación, relevante para la práctica, de la fe cristiana a la humanización del hombre.

BIBL.: AA.VV., Diagnosi dell áteismo contemporaneo, Roma-Brescia 1980; CASINI L., Storia e umanesimo in Feuerbach, Bolonia 1974; DuCHROW U., Die Frage nach dem neuen Menschen in theologischer und marxistischer Anthropologie, en Marxismusstudien, VI serie, Tubinga 1972; FLEISHER H., Zum marxistischen Begriff der Humanitót, en Marxismusstudien, VI serie, Tubinga 1972; HASENHI)TTL G., Gott ohne Gott. Ein Dialog mit Jean-Paul Sartre, Graz-Viena, Colonia 1972; KADENRACH J., Das Religionsversuindnis van Karl Marx, MunichPaderborn-Viena 1970; LACROIX J., Le sens de 1 áthéisme moderne, Tournai 1961, LUBAC H. de, El drama del humanismo ateo, Madrid 1967; OUDENRIJN F. v.d., Kritische Theologie als Kritik der Theologie, Mainz-Munich 1972; PFEL H., Der atheistische Humanismus der Gegenwart, Aschaffenburg 1961; POST W., Kritik der Religion be¡ Karl Marx, Munich 1969; SCHNEIDER E., Die Theologie und Feuerbachs Religionskritik, Gotinga 1972; SCHUFFENHAUER W. (con introducción y selección), Der Mensch schuf Gott nachseinem Bild, Berlí­n 1958; WACKENHEIM Ch., Lafaillite de la religion d áprés Karl Marx, Parí­s 1963; WEGER K.H. (ed.), La crí­tica religiosa en los tres últimos siglos, Barcelona 1986; XHAUFFLAIRE M., Feuerbach et’la théologie de la sécularisation, Parí­s 1970.

B. Groth

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

1. Historia del humanismo
El h. (en cuanto autofundamentación refleja del renacimiento) surgió en los siglos xiv-xv como ámbito espiritual de la nobleza, especialmente de la aristocracia comercial que viví­a en las ciudades soberanas de Italia. Este nuevo estrato social no se sintió atado por ninguna forma de existencia previamente forjada a los marcos tradicionales del ordenamiento medieval, y por esta razón pudo crear su propio estilo de vida cortesano-patricio, convirtiéndolo en una manera original y autónoma de una refinada existencia espiritual paralela a la formación escolástica del clero y a la cultura cortesana y caballeresca. Esta manera de vida se fundaba (enlazando con la tradición medieval de las «artes liberales») en un encuentro estetizante, religiosamente neutro y por tanto carente de prejuicios, con el acervo cultural de la antigüedad en su forma pura, ajena a la tradición escolástica, y con su ideal del uomo divino se entendió a sí­ misma como renovación de la antigua humanitas. Petrarca, el auténtico fundador del h., se remití­a a Cicerón y a su esfuerzo por humanizar las virtudes romanas mediante la cultura griega (transmitida por medio de la música, la matemática y especialmente la literatura helénica, que serví­a de modelo tanto en la forma como en el contenido), transformándolas en una disposición de ayuda a los demás, y en una actitud tolerante y sabia.

Como inmediata actualización esteticista del espí­ritu antiguo (y en este sentido distinto de los «renacimientos» de la antigüedad en la edad media, de sello más cristiano), el h. prevaleció ya hacia el 1400 en la formación privada de las cortes patricias y episcopales, incluso al norte de los Alpes, y tuvo acceso a la corte papal bajo los pontificados de los papas Nicolás v, Pí­o II, Sixto iv, julio II y León x. El h. recibió un impulso decisivo la confrontación del mundo espiritual de occidente con los textos originales de la filosofí­a griega, transmitidos por sabios griegos en el concilio unionista de Ferrara-Florencia (1438-1439) y particularmente después de la caí­da de Bizancio (1453), que permitió una revivificación de todas las posibles tendencias filosóficas de la antigüedad (singularmente importante fue la «Academia platónica» de Florencia con Giovanni Pico della Mirandola y Marsilio Ficí­no), introduciendo así­ una nueva actitud espiritual en las escuelas superiores. En tiempos de Erasmo de Rotterdam el h. acabó por dominar el mundo culto de Europa, y desde la concepción estética de la vida por parte de un nuevo estrato social evolucionó hasta convertirse en un amplio movimiento de eruditos. El impulso de este movimiento no sólo condujo a una intensificación decisiva de la formación filológico-literaria en los estudios de «humanidades», sino que a la vez hizo posibles nuevos planteamientos en muchos otros campos (filosofí­a de la naturaleza, investigación histórica, teorí­a y práctica polí­ticas; cf. -> renacimiento). Pero sobre todo con la emancipación de la sí­ntesis escolástica entre cristianismo y filosofí­a, sí­ntesis que fue peyorativamente conceptuada como «edad intermedia» en el movimiento continuo del espí­ritu desde la antigüedad hasta la época moderna (esta triple división aparece por vez primera en Flavio Biondi), el h. planteó de forma nueva el problema de una mediación entre la interpretación autónoma y laica de la cultura antigua y la interpretación cristiana de la revelación. A este respecto cobraron nueva actualidad tanto la mí­stica plotiniana y cabalí­stica (entre los platónicos florentinos) como los antiguos padres de la Iglesia hasta Agustí­n; esto sucedió ya en Petrarca, que se apoyaba en Agustí­n para su fórmula conciliatoria: Christus est Deus noster, Cicero autem princeps nostri eloquii, y también en los esfuerzos de Erasmo de Rotterdam en torno a la Philosophia Christi, que en la sí­ntesis de Platón, Cicerón y los estoicos, iniciada ya en Orí­genes, no trata de ofrecer sistema alguno, sino de indicar el camino de la verdadera formación como una divina paideia. Con este remontarse por encima de la escolástica hasta las fuentes mismas de la fe (son significativas las primeras ediciones de la Biblia; filológicamente exactas), por una parte el h. vino a ser el precursor de la -> reforma y, por otra, se puso de manifiesto la ambivalencia de las relaciones entre h. y religiosidad. En efecto, la absoluta decisión religiosa de los reformadores, fundada en el impacto existencial de la palabra de Dios y no en el estudio filológico y estético de la Biblia, es el «no» más rotundo a la autonomí­a del que se basa en una erudición esteticista y en un concepto conciliador (amigo de mediaciones) de la religión (cf. la lucha de Lutero con Erasmo). De este modo el h. llegó a su fin con la Reforma, en cuanto movimiento espiritual independiente, pues la polémica de las nuevas confesiones no dejó ya espacio para el campo neutral de una formación esotérica y arcaizante. Las aportaciones intelectuales del h. Y sus métodos formativos fueron absorbidos por las partes en litigio, que los pusieron al servicio de su propia causa (cf. el h. estoico de Calvino como «servidor» de la nueva teologí­a, el aristotelismo humanista de Melanchton como armazón de la dogmática luterana y, en el lado opuesto, la acogida de la formación humanista en la escolástica barroca de los jesuitas) y apenas crearon ya una forma de vida espiritual independiente.

2. Ilustración y nuevo humanismo
Tras ciertos gérmenes humanistas (en un sentido amplio) en el humanisme dévot (un movimiento antijansenista de Francia), así­ como en el clasicismo francés, la cuestión filosófico-teológica del h. se puso en marcha (después de una sí­ntesis entre interpretación autónoma de sí­ mismo y propia interpretación recibida de la revelación) en una forma nueva (más racionalista que orientada por el ideal de la antigua humanitas) con la ->ilustración. En tanto ésta no se agotaba en una racionalización pro o antirreligiosa de la teologí­a, trabajaba (así­ ya Lessing, pero sobre todo Kant en la transición a la filosofí­a del -> idealismo alemán) como una contribución insoslayable al problema del h. practicado, de la «razón práctica» como esfera de la religión y de la decisión sobre su verdad, es decir, sobre su capacidad de integración en una interpretación de sí­ mismo elaborada a la luz de la razón.

Sin embargo, el h. experimentó su renacimiento explí­cito en una corriente opuesta al -> racionalismo ilustrado; a saber, en la teorí­a del arte y en la filosofí­a de la historia elaborada por el clasicismo alemán y por el ->romanticismo a fines del s. xviii y comienzos del xIx (con Winkelmann, Herder, Schiller, Goethe, F. Schlegel). Este neo-humanismo (con una interpretación completamente nueva de la cultura griega) subrayó frente a la visión unilateral del racionalismo, la riqueza polifacética del individuo humano y las exigencias de su armónica educación integral, hasta llegar a una obra de arte donde el artista, el proceso creativo y la obra se identifican, y propuso como criterio de este ideal el h. de los griegos. Con W. v. Humboldt y otros (p. ej., F.J. Niethammer, que en 1808 acuñó el concepto de h.) este -> ideal formativo (opuesto a la «de-formación» utilitarista orientada a la creación de funcionarios de la sociedad en las escuelas reales ilustradas) se dejó sentir incluso en las escuelas (primeros «gimnasios» humanistas), y a partir de ahí­ determinó (de una manera ciertamente atenuada) la idea que la burguesí­a ha tenido de sí­ misma hasta el siglo xx.

Bajo el tí­tulo de «tercer h.», el entusiasmo occidental por la antigüedad experimentó una vez más un tardí­o florecimiento entre las dos guerras mundiales (W. Jaeger, K. Kerényi).

3. El humanismo marxista
Guardando cierta relación con la idea que este neo-humanismo tení­a de sí­ mismo, en la izquierda hegeliana se desarrolló una postura histórico filosófica que (sin remontarse a la antigua humanitas) se entendí­a como un h. en su esperanza de una perfecta renovación de todas las cosas existentes mediante el esfuerzo humano (encaminado a una sublimación de la materia como mediación del hombre consigo mismo).

Este pensamiento adquirió la forma que sigue actuando hasta ahora en su fusión con la economí­a nacional en Karl Marx. En su visión y en la del marxismo moderno (fuera del ámbito del comunismo soviético, expuesta sobre todo por R. Garaudy y E. Bloch), el hombre es el creador de sí­ mismo, en el sentido de que en toda realidad objetiva (incluida la propia) no se enfrenta con otra cosa que con el producto del propio trabajo (mediatizado por la distribución del mismo, arrebatado [y por lo mismo enajenado] al sujeto creador en las formas sociales precomunistas). Este estado de cosas impone el deber de eliminar la alienación «deshumanizadora» (entre sujeto y objetividad, y con ello entre los hombres mismos), de tal manera que todos encuentren en las relaciones sociales el medio adecuado para la mutua afirmación de todos (alcanzando así­ la fundamentación de su existencia). El h. viene a ser así­: la realización de los «caminos del mundo, a través de los cuales lo interno puede hacerse externo y lo externo puede llegar a ser como lo interno» (Bloch); o más concretamente, la polí­tica social, que con la orientación consciente de las relaciones de producción, prepara el terreno al ideal de una unidad personal a escala universal (el «hombre total»).

Este -> marxismo clásico tiene actualmente su prolongación en la «segunda ilustración», representada concretamente por Th.W. Adorno y M. Horkheimer. Su h. rechaza ya el desarrollo de objetivos sociales positivos como inhumanos, en cuanto que el hombre alienado nunca proyecta en ellos su verdad adecuada, sino sólo y siempre la contrafigura (por su parte equivocada) de la propia situación alienada, y exige como auténtica labor humanizadora una crí­tica constantemente negativa: la penetrante exhibición de los fenómenos despersono li7adores en la realidad social con todos los medios de la moderna sociologí­a. Este importante pensamiento encuentra a menudo una resonancia popular en agrupaciones como la «Unión humaní­stica» y en corrientes sociológicas que ideologizan en el «humanismo militante» el principio metodológico general de la desideologización crí­tica.

4. El humanismo existencialista
En parte con una relación estrecha y en parte como oposición a esta teorí­a (neo-)marxista, también el -> existencialismo se entiende a sí­ mismo como un h. Así­ Sartre arranca la libertad del hombre (como responsabilidad del propio yo) de toda fe en una norma dada de antemano, la sitúa sola frente a sí­ misma y le exige la creación de la propia realidad concreta mediante una decisión absolutamente responsable ante una determinada situación (esa decisión tiene carácter vinculante para la subjetividad en general y, por tanto, para todos los demás sujetos). Partiendo de este principio, a primera vista puramente formal, de un h. heroico-trágico, Sartre desarrolla unos criterios en orden a la autenticidad de la autorrealización de la libertad, y piensa que el marxismo es en la situación actual la único posibilidad que la libertad tiene para realizarse. Heidegger aborda esa problemática de cara a la mismidad. Y en esta pregunta la suprema culminación de la libertad absoluta del individuo, guiada por sus propias consecuencias, se trueca en una disolución de la existencia subjetiva en la autorrealización del ser mismo, de la autenticidad misma. En lo más profundo el yo es «ex-sistencia» en el sentido de apertura al ser como el puro «él mismo», lugar de manifestación de aquel ser que precede absolutamente a toda división «metafí­sica» en esencia y existencia. Partiendo de lo «humano» en este sentido (como ámbito donde acontece el ser, que el Heidegger de la última época sitúa, no tanto en la decisión configuradora de la vida, cuanto en el lenguaje, el cual constituye la más originaria revelación del ser), el h. verdadero es interpretado como un dejarse abrir al «ahí­» del «ser», al «ámbito de donde brota lo sano».

5. Humanismo cristiano
El cristianismo no puede aceptar sin crí­tica estas modalidades de h., que no son cristianas en su punto de partida (y que no sólo van desde la religión positivista de A. Comte hasta el h. evolucionista con base biológicomédica de la Fundación-Ciba, sino que además, podrí­an multiplicarse arbitrariamente, pues, por buscar un plano común de diálogo, todos los puntos de vista que se presentan de nuevo en la actual discusión de la filosofí­a práctica, se dan a sí­ mismos el nombre de h.). Y el cristianismo no puede aceptarlas sin más porque él es la verdad del hombre como absolutamente futura, es decir, como transformación escatológica del hombre por obra de Dios, transformación que supera las más elevadas posibilidades de la autorrealización intrahistórica. En este sentido el h. -de acuerdo con las palabras de K. Barth – es para el pensamiento cristiano el h. de Dios como la bondad comunicativa, que capacita al hombre para su propia realidad. Por otra parte, el cristianismo no podí­a ni puede permanecer neutral y desinteresado frente a los humanismos extracristianos, ya que no se entiende a sí­ mismo como un elemento ajeno a lo humano, sino como una llamada de Dios al hombre, llamada que se hace oí­r y, como transformación, comienza en aquello por lo que el llamado es él mismo de la manera más auténtica y responsable, a saber, en su humanitas en el sentido supremo.

Por esta razón el pensamiento cristiano no sólo sigue una tradición que en su formulación explí­cita arranca de Erasmo, y en su contenido se remonta a los apologistas del cristianismo primitivo y a los esfuerzos integradores de la edad media, llegando luego hasta J.H. Newman en el mundo anglosajón, hasta E. Przywara, Th. Haecker y H.U. v. Balthasar en el ámbito de lengua alemana, y hasta J. Maritain, H. de Lubac e Y. Congar en Francia; sino que además realiza su ley esencial como encarnación de la salvación cuando (consciente de la ambivalencia de esta tarea) se esfuerza por un h. cristiano teniendo en cuenta precisamente el planteamiento actual del problema. En este sentido la filosofí­a cristiana (G. Marcel), lo mismo que la teologí­a católica (K. Rahner) y la protestante (R. Bultmann), ha acogido la visión humanista de la filosofí­a existencial, según la cual la humanitas (y con ella el ámbito de la revelación) se hace real no en el hecho en cuanto tal (es decir en determinados ordenamientos sociales), sino en la acción personal, en la decisión, en la libertad, en la mismidad auténtica (que no puede fijarse como un objeto), enajenándose, en cambio, en lo fáctico.

Asimismo los teólogos cristianos, no sólo individualmente, sino también sobre una base más amplia (p. ej., en la Paulus-Gesellschaft), han entrado en diálogo con el h. marxista, y han intentado crear (p. ej., Moltmann en su encuentro con Bloch y Teilhard de Chardin en el plano de la filosofí­a de la naturaleza) amplias sí­ntesis entre la escatologí­a cristiana y la expectación marxista de la salvación en la realidad de la vida histórica, procurando así­ tender un puente de unión entre la historia de la salvación y la evolución (que camina hacia una integración mundial).

Para ponerse a la altura del estado actual del problema, un h. cristiano deberí­a corregir (y dejarse corregir por) las diversas especies de h. ateo. Es decir, deberí­a situarse radicalmente en la idea de que, conociendo y aceptando que el hombre sólo puede realizar su condición humana (y con ello su apertura a Dios) en la relación dialogí­stica al «tú» y en la integración social, se imponen ineludiblemente los dos hechos que siguen. Por una parte, el hombre depende de la realidad social como mediación de la relación interpersonal, pues la libertad nunca puede hacerse explí­cita y comunicarse puramente como tal, sin objeto (en este aspecto lleva razón el h. social utópico); por otra parte, esta realidad no ha de llevar a una sublimación de lo fáctico, a una «comunión de los santos» ya lograda en la tierra (y aquí­ se justifica la consiguiente reducción de la importancia de lo fáctico a la intención de quien lo pone). Eso supuesto, el h. cristiano -de acuerdo en este punto con la «segunda ilustración» y con Sartre como el inventario quizá más honrado de la problemática humana – deberí­a mantener el interminable vaivén dialéctico entre la realidad positiva de la comunicación (que en cuanto hecho se independiza, se trueca en ideologí­a e impide precisamente la comprensión) y su revocación por la crí­tica negativa (que, de todos modos, en cuanto mera negación sólo puede realizarse en lo positivo). De otro lado, el h. cristiano en cuanto cristiano, con la aceptación de esta crí­tica negativa de lo real (del intento supremo de la humanidad por proporcionarse dialécticamente su salvación) no cae en el vací­o absurdo de un futuro dialéctico indefinidamente abierto; pues, visto bajo la dimensión de la cruz, este indefinido e impotente proceso de autosalvación de una sociedad en busca de su humanitas aparece como la realización germinal del juicio absoluto sobre la historia y sobre la alienación del hombre que sólo ilusamente puede eliminarse en el curso de aquélla. Pero si los cristianos interpretan la crí­tica negativa (muy realista en el curso mismo de la historia) como un elemento de la crisis absoluta (que estima las formas concretas de alienación como configuraciones de una situación alienante, que no pueden eliminarse dentro de la historia y con ello reduce por principio cualquier h. a un plano relativo); por otro lado, el futuro se presenta para ellos como expresión de una infinitud absoluta, en la que por fin (llegando lo que en nuestra historia propiamente dicha sólo puede esperarse por una ingenuidad ideológica) la ambivalencia de la interobjetividad y la ruptura que se manifiesta de la intersubjetividad, en aquella, quedarán soberanamente superadas en una persona mediadora, que expresa la realidad interpersonal del amor en una adecuada realidad social (corporeidad) y se comunica como integración universal.

En cuanto meta absoluto y transcendente de nuestra historia indefinidamente autocrí­tica, esta -> salvación (que transforma al hombre mismo) no pertenece desde luego sólo al más allá, sino que (pese a la imposibilidad de su consolidación en un sistema determinado o en un programa utópico del futuro) es ya actual como punto de referencia de toda acción en el mundo real, como auténtico interlocutor en el diálogo de cualquier presente con su futuro; y con esta presencia hace posible una autorrealización de lo «humano», en la que esto se proyecta ya (en la fe, en la esperanza contra toda esperanza y en el amor por encima de desengaños y tragedias) hacia la verdadera humanitas de Dios.

Konrad Hecker

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

El humanismo es el nombre dado al movimiento intelectual, literario y científico de los siglos XIV al XVI, un movimiento que tuvo como objetivo el basar todas las ramas del aprendizaje en la literatura y la cultura de la antigüedad clásica.

Creyendo que una formación clásica solamente podría formar a un hombre perfecto, los llamados humanistas en oposición a los escolásticos, adoptaron el término humaniora (las humanidades) para denotar la erudición de los antiguos. Aunque los humanistas consideraban el intervalo entre el período clásico y sus propios días como bárbaro y destructivo igual que el arte y la ciencia, el humanismo (como todos los demás fenómenos históricos) estaba relacionado con el pasado. El uso del latín en la liturgia de la Iglesia ya había preparado a Europa para el movimiento humanista. En la Edad Media, sin embargo, la literatura clásica era considerada simplemente como un medio de educación; era conocida sólo a través de fuentes secundarias, y la Iglesia vio un atractivo para el pecado en la concepción mundana de la vida que había prevalecido entre los antiguos. Con el ascenso de la laicización estas opiniones experimentaron un cambio, especialmente en Italia. En ese país el cuerpo político se había vuelto poderoso, las ciudades habían amasado gran riqueza y la libertad cívica era generalizada. El placer mundano se convirtió en un factor importante en la vida y se le dio más libertad de acción al impulso sensorial. El concepto de vida transcendental, no mundano, que hasta entonces había sido dominante, ahora entró en conflicto con una visión mundana, humana y naturalista, que se centraba en la naturaleza y el hombre. Estas nuevas ideas encontraron sus prototipos en la antigüedad, cuyos escritores apreciaron y alabaron el disfrute de la vida, las reivindicaciones de individualidad, el arte literario y fama, la belleza de la naturaleza. El nuevo movimiento se ocupó no sólo de la cultura romana antigua sino también de la hasta ahora descuidada cultura griega. El nuevo espíritu se separó de la teología y de la Iglesia. El principio de la investigación libre y científica ganó terreno. Era bastante natural que se debía exagerar el valor del nuevo ideal mientras se infravaloraba la cultura nacional medieval.

Se acostumbra comenzar la historia del humanismo con Dante (1265-1321) y Petrarca (1304-74). De los dos, Dante, debido a su sublimidad poética, fue sin duda el mayor; pero, en lo que concierne al humanismo Dante fue simplemente su precursor mientras que Petrarca inició el movimiento y lo condujo al éxito. Dante demuestra ciertamente rasgos del cambio venidero; en su gran epopeya se encuentran lado a lado materiales clásicos y cristianos, mientras que lo que busca es el renombre poético, un objetivo tan característico de los escritores paganos aún tan ajenos al ideal cristiano. En asuntos de verdadera importancia, sin embargo, él toma a los escolásticos como sus guías. Petrarca, por otra parte, es el primer humanista; él está interesado solamente en los antiguos y en la poesía. Él descubre manuscritos perdidos de obras clásicas, y acumula medallas y monedas antiguas. Si Dante ignoró los monumentos de Roma y consideró sus estatuas antiguas como imágenes idólatras, Petrarca ve a la Ciudad Eterna con el entusiasmo de un humanista, no con el de un cristiano piadoso. Los antiguos clásicos —especialmente sus estrellas polares, Virgilio y Cicerón— sirvieron no solo para instruirle y encantarle; también lo incitaron a la imitación. Con los filósofos de la antigüedad declaró que la virtud y la verdad son la meta más alta del esfuerzo humano, aunque en la práctica no siempre fue muy exigente en cultivarlas.

Sin embargo, fue sólo en su tercera meta, la elocuencia, en la que rivalizó con los ancestros. Su ascenso al Mont Ventoux marca una época en la historia de la literatura. Su gozo ante la belleza de la naturaleza, su susceptibilidad ante la influencia del paisaje, su honda simpatía con y gloriosa representación de, los encantos del mundo alrededor de él, fueron una ruptura con las tradiciones del pasado. En 1341 ganó en Roma la muy codiciada corona al poeta laureado. Sus escritos en latín fueron muy apreciados por sus contemporáneos, quienes clasificaron a su «África» con la «Eneida» de Virgilio, pero la posteridad prefiere sus sonetos y canciones líricas dulces y melodiosos. Su principal mérito fue el impulso que dio a la búsqueda de los tesoros perdidos de la antigüedad clásica. Su principal discípulo y amigo, Boccaccio (1313-75), fue honrado en vida no por su erótico y lascivo, aunque elegante e inteligente “Decameron” (por el cual, sin embargo, lo recuerda la posteridad), sino por sus obras en latín que ayudaron a difundir el humanismo. Los estudios clásicos de Petrarca y Boccacio fueron compartidos por Coluccio Salutato (m. 1406), el canciller florentino. Con la introducción del estilo epistolar de los antiguos puso la sabiduría clásica al servicio del estado, y por sus gustos y prominencia promovió en gran medida la causa de la literatura.

Una generación de profesores ambulantes y sus eruditos pronto siguieron a los hombres del renacimiento. Los gramáticos y los retóricos viajaban de ciudad en ciudad, y promovían el entusiasmo por la antigüedad a círculos cada vez más amplios; los estudiantes viajaban de lugar en lugar para conocer las sutilezas de estilo e interpretación de algún autor. Petrarca vivió para ver cuando Giovanni di Conversino emprendió su viaje como profesor ambulante. Desde Rávena vino Giovanni Malpaghini, dotado con una memoria maravillosa y un celo ardiente por los nuevos estudios, aunque más habilidoso en impartir el conocimiento heredado y adquirido que en la elaboración de un pensamiento original. De otra manera el alma de la investigación literaria fue Poggio (1380-1459), secretario papal y luego canciller florentino. Durante las sesiones del Concilio de Constanza (1414-18) saqueó los monasterios e instituciones de la vecindad, hizo descubrimientos valiosos, y «salvó muchas obras» de las «células» (ergastula). Encontró y transcribió a Quintiliano de su propio puño y letra, mandó a hacer las primeras copias de Lucrecio, Silio Itálico y Amiano Marcelino, y, probablemente, descubrió los primeros libros de los «Anales» de Tácito. Alrededor de 1430 prácticamente todas las obras en latín ahora conocidas habían sido recogidas, y los eruditos pudieron dedicarse a la revisión de los textos.

Pero la verdadera fuente de la belleza clásica fue la literatura griega. Los italianos ya habían ido a Grecia a estudiar el lenguaje, y desde 1396 Manuel Crisoloras, el primer profesor de griego en Occidente, estaba muy ocupado en Florencia y en otros lugares. Su ejemplo fue seguido por otros. En Grecia también se instituyó una búsqueda entusiasta de restos literarios, y en 1423 Aurispa trajo doscientos treinta y ocho volúmenes a Italia. El colector más diligente de inscripciones, monedas, gemas y medallas fue el comerciante Ciriaco de Ancona. Entre los griegos presentes en el Concilio de Florencia estaban el arzobispo (luego cardenal) Bessarion, quien presentó en Venecia su valiosa colección de novecientos volúmenes, también Plethon, el célebre profesor de filosofía platónica, que recayó posteriormente en el paganismo. La captura de Constantinopla por los turcos (1453) condujo a Italia a los eruditos griegos Jorge de Trebisonda, Teodoro de Gaza, Constantino Lascaris, etc. Uno de los más exitosos críticos y editores de los clásicos fue Lorenzo Valla (1407-57). Señaló los defectos de la Vulgata, y declaró que la Donación de Constantino era una fábula. A pesar de sus ataques vehementes contra el papado, Nicolás V lo trajo a Roma. En un período corto de tiempo, los nuevos estudios demandaron un círculo más amplio de devotos.

Las casas principescas fueron generosas en su apoyo al movimiento. Bajo los Medici, Cosimo (1429-64) y Lorenzo el Magnífico (1469-92), Florencia fue preeminentemente la sede del nuevo aprendizaje. Su digno estadista, Mannetti, un hombre de gran cultura, piedad y pureza, fue un excelente erudito griego y latín y un orador brillante. El monje camaldulense Ambrogio Traversari fue también un erudito profundo, especialmente versado en griego; poseía una magnífica colección de los autores griegos, y fue uno de los primeros monjes de la época moderna en aprender hebreo. Marsuppini (Carlo Aretino), renombrado y querido como profesor y canciller municipal, citaba de los autores latinos y griegos con tanta facilidad que su disposición era una fuente de asombro, incluso para una edad hastiada de la citación constante. Aunque en materias de religión Marsuppini era un pagano notorio, Nicolás V intentó atraerlo a Roma para traducir a Homero. Entre sus contemporáneos, Leonardo Bruni, un discípulo de Crisoloras, gozó de gran fama como erudito griego y una reputación única por su actividad política y literaria. Fue, además, el autor de una historia de Florencia. Niccolo Niccoli fue también un ciudadano de Florencia; un mecenas del aprendizaje, ayudó e instruyó a los jóvenes, envió agentes a recoger manuscritos y restos antiguos, y amasó una colección de ochocientos códices (valorados en seis mil florines de oro), los cuales tras su muerte, y mediante la mediación de Cosimo, fueron donados al monasterio de San Marco, para formar una biblioteca pública, y son hoy día una de las posesiones más valiosas de la biblioteca Laurentiana en Florencia. El antedicho Poggio, un escritor versátil e influyente, también residió durante mucho tiempo en Florencia, publicó una historia sobre la ciudad y ridiculizó al clero y a la nobleza en su ingenioso y difamatorio «Facetiæ». Se distinguió por su extensa erudición clásica, tradujo a algunos de los autores griegos (por ejemplo, Luciano, Diodoro Sículo, Jenofonte), les añadió notas sabias e inteligentes, coleccionó inscripciones, bustos, medallas, y escribió una valiosa descripción de las ruinas de Roma. Ya se ha mencionado su éxito en buscar y desenterrar manuscritos. Plethon, también mencionado arriba, enseñó filosofía platónica en Florencia.

Bessarion fue otro panegirista de Platón, que ahora comenzó a desplazar a Aristóteles; esto, junto a la afluencia de los eruditos griegos, condujo a la fundación de la academia platónica que incluía entre sus miembros a todos los ciudadanos más prominentes. Marsilio Ficino (m. 1499), un filósofo platónico en todo el sentido de la palabra, era uno de sus miembros, y con sus obras y cartas ejerció una influencia extraordinaria en sus contemporáneos. Junto con sus otros trabajos literarios emprendió la tarea gigantesca de traducir los escritos de Platón al latín elegante, y lo logró con éxito. Cristóforo Landino, un discípulo de Marsuppini, sin compartir sus ideas religiosas, enseñó retórica y poesía en Florencia y fue también un hombre de estado. Su comentario sobre Dante, en el cual da la explicación más detallada del significado alegórico del gran poeta, es de valor duradero. Bajo Lorenzo de Medici, el más importante hombre de letras en Florencia fue Angelo Poliziano (m. 1494), primero tutor de los príncipes de Medici y posteriormente profesor y escritor versátil. Fue preeminentemente un filólogo, e hizo traducciones y comentarios sabios sobre los autores clásicos, dedicando atención especial a Homero y a Horacio. Sin embargo, fue superado por el joven y famoso Pico della Mirandola (1462-94), quien, utilizando la frase de Poliziano, «era elocuente y virtuoso, un héroe en lugar de un hombre». Percibió las relaciones entre el helenismo y el judaísmo, estudió la cábala, combatió la astrología y compuso una obra inmortal sobre la dignidad del hombre. Un movimiento literario activo también fue fomentado por el Vizconti y los Sforza en Milán, donde vivió el vano y sin principios Filelfo (1398-1481); por los Gonzaga en Mantua, donde el noble Vittorino da Feltre (m. 1446) condujo su excelente escuela; por los reyes de Nápoles; por los Este en Ferrara, quien gozó de los servicios de Guarino, después de Vittorino el pedagogo más famoso del humanismo italiano; por el duque Federigo de Urbino, e incluso por el libertino Malatesta en Rimini. Los Papas también favorecieron el humanismo. Nicolás V (1447-55) intentó restaurar la gloria de Roma mediante la erección de edificios y la colección de libros. Los intelectos más capaces de Italia se sintieron atraídos a la ciudad; la humanidad y el aprendizaje le deben a Nicolás la fundación de la biblioteca Vaticana, la cual superó a todas las demás en la cantidad y el valor de sus manuscritos (particularmente griegos). El Papa alentó, especialmente, las traducciones del griego, con resultados importantes, aunque nadie ganó el premio de diez mil florines ofrecido por una traducción completa de Homero.

El propio Pío II (1458-64) fue un humanista y había ganado fama como poeta, orador, intérprete de la antigüedad, jurista y estadista; después de su elección, sin embargo, no satisfizo todas las expectativas de sus anteriores asociados, aunque se mostró de varias formas el mecenas de la literatura y del arte. Sixto IV (1471-84) restableció la biblioteca del Vaticano, descuidada por sus precursores, y nombró bibliotecario a Platina. «Aquí reina una increíble libertad de pensamiento», fue la descripción de Filelfo de la Academia Romana de Pomponio Leto (m. 1498), instituto que fue el campeón más destacado de la antigüedad en la capital de la cristiandad. Bajo León X (1513-21) el humanismo y el arte gozaron de una segunda edad de oro. Del ilustre círculo de literati que lo rodeó se puede mencionar a Pietro Bembo (m. 1547) —famoso como escritor de prosa y poesía, como autor latino e italiano, como filólogo e historiador, pero, a pesar de su alto rango eclesiástico, un hombre verdaderamente mundano. Al mismo grupo pertenecieron Jacopo Sadoleto, también versado en varias ramas de la cultura latina e italiana. El principal mérito del humanismo italiano, como de hecho del humanismo en general, fue que abrió las fuentes verdaderas de la cultura antigua y sacó de ellas, como tema de estudio por su propio bien, la literatura clásica que hasta entonces había sido utilizada de una manera simplemente fragmentaria. Se inauguró la crítica filológica y científica, y avanzó la investigación histórica. El tosco latín de los escolásticos y de los escritores monásticos fue sustituido por la elegancia clásica. Más influyentes aun, pero no con buenos resultados, fueron las opiniones religiosas y morales de la antigüedad pagana. El cristianismo y su sistema ético sufrieron un choque serio. Las relaciones morales, especialmente en el matrimonio, se convirtieron en el objeto de burlas obscenas. En sus vidas privadas muchos humanistas eran deficientes en sentido moral, mientras que la moral de las clases altas degeneró en un lamentable exceso de individualismo desenfrenado. Una expresión política del espíritu humanista es «El Príncipe» (Il Príncipe) de Nicolás Maquiavelo (m. 1527), el evangelio de la fuerza bruta, del desprecio de toda moral y del egoísmo cínico.

El saqueo de Roma en 1527 dio el golpe mortal al humanismo italiano, y las serias complicaciones políticas y eclesiásticas que sobrevinieron previnieron su recuperación. La «Alemania bárbara» hacía tiempo que se había convertido en su heredera, pero allí el humanismo nunca penetró tan profundamente. El fervor religioso y moral de los alemanes les impidió ir muy lejos en su devoción a la antigüedad, a la belleza y a los placeres de los sentidos, y le dio al movimiento humanístico en Alemania un carácter práctico y educativo. Los verdaderos directores del movimiento alemán eran eruditos y profesores íntegros. Sólo Celtes y algunos otros son evocadores del humanismo italiano. La reforma de la escuela y de la universidad fue el principal objetivo y servicio del humanismo alemán. Aunque el interés alemán en la literatura antigua comenzó bajo el reinado de Carlos IV (1347-78), la difusión del humanismo en países alemanes data del siglo XV. Æneas Silvio Piccolomini, luego Pío II, fue el apóstol del nuevo movimiento en la corte de Federico III (1440-93). El famoso erudito Nicolás de Cusa (m. 1464) fue versado en los clásicos, mientras que su amigo George Peuerbach estudió en Italia y luego dio lecciones sobre los poetas antiguos en Viena. Johann Müller de Königsberg (Regiomontan), un discípulo de Peuerbach, estaba familiarizado con el griego, pero fue principalmente famoso como astrónomo y matemático. Aunque Alemania no podía alardear de tantos poderosos mecenas del aprendizaje como en el caso de Italia, el nuevo movimiento no careció de partidarios. El emperador Maximiliano I, el elector Filipo del Palatinado, y su canciller, Johann von Dalberg (más tarde obispo de Worms), el duque Eberhard de Würtemberg, el elector Federico el Sabio, el duque Jorge de Sajonia, el elector Joachim I de Brandemburgo y arzobispo Albrecht de Maguncia fueron todos partidarios del humanismo.

Entre los ciudadanos, también, el movimiento encontró favor y estímulo. En Nuremberg fue apoyado por el antedicho Regiomontano, por los historiadores, Hartmann Schedel y Sigmund Meisterlein, y también por Willibald Pirkheimer (1470-1528), quien había sido educado en Italia, y era un trabajador infatigable en el campo de lo antiguo e histórico. Su hermana, Caridad, una monja apacible, unió a una verdadera piedad un intelecto cultivado. Conrad Peutinger (1465-1547), secretario de la ciudad de Augsburgo, dedicó su ocio al servicio de las artes y las ciencias, mediante la colección de inscripciones y restos antiguos y la publicación, él mismo o a través de otros, de las fuentes de la historia alemana. El mapa de la antigua Roma, que lleva su nombre «Tabula Peutingeriana», le fue legado por su descubridor, Conrado Celtes, pero no fue publicado hasta después de su muerte. Estrasburgo fue la primera fortaleza alemana de las ideas humanistas. Jakob Wimpfeling (m. 1528), campeón del sentimiento y de nacionalidad alemanes, y Sebastian Brant fueron los principales representantes del movimiento, y lograron una amplia reputación debido a su disputas con Murner, que había publicado un artículo en oposición a la «Germania» de Wimpheling, y debido a la controversia referente a la Inmaculada Concepción. Al igual que en Italia, en Alemania surgieron sociedades de eruditos, tal como el «Donaugesellschaft» (Danubiana) en Viena —cuyo miembro más prominente, Johann Spiessheimer (Cuspinian, 1473-1529), se distinguió como editor e historiador— y el «Rheinische Gesellschaft» (Rhenana), bajo el antedicho Johann von Dalberg. Cercanamente asociado al último estaba el abad Juan Tritemio (1462-1516), un hombre de logros universales. La vida de estas dos principales sociedades era Conrad Celtes, el apóstol audaz e infatigable apóstol y predicador itinerante del humanismo, hombre de los talentos más variados —filósofo, matemático, historiador, editor de escritos clásicos y medievales y poeta latino inteligente, que celebraba con versos ardientes los siempre cambiantes amores a sus damas y vivió una vida de complacencia mundana.

Los representantes de los «lenguajes y bellas letras» pronto encontraron también su lugar en las universidades. En Basilea, que, en 1474, había nombrado un profesor de artes liberales y poesía, el movimiento fue representado principalmente por Enrique Glareano (1488-1563), famoso como geógrafo y músico. El humanista más conocido de Tubinga fue el poeta Heinrich Bebel (1472-1518), un patriota ardiente y un admirador entusiasta del estilo y la elocuencia. Su obra más ampliamente conocida es la obscena «Facetiæ». Agrícola (m. 1485), en opinión de Erasmo un estilista y latinista perfecto, enseñó en Heidelberg. El inaugurador del humanismo en Maguncia fue el prolífico autor Dietrich Gresemund (1477-1512). El movimiento aseguró el reconocimiento oficial en la universidad en 1502 bajo el elector Berthold, y encontró en Joannes Rhagius Æsticampianus su partidario más influyente. En el poeta ambulante Peter Luder, Erfurt tuvo en 1460 uno de los primeros representantes del humanismo, y en Jodokus Trutfetter (1460-1519), el maestro de Lutero, un escritor diligente y profesor concienzudo de teología y filosofía. El verdadero guía de la juventud de Erfurt fue, sin embargo, Konrad Mutianus Rufus (1471-1526), un canónigo en Gotha, educado en Italia. Sus principales características fueron su celo por la enseñanza junto a un temperamento agresivo, un gran placer por los libros pero no en hacerlos, el latitudinarismo religioso y el entusiasmo por la antigüedad. El escritor satírico Croto Rubiano, Euricio Cordo, el ingenioso epigramatista, y el elegante poeta y alegre compañero, Eobano Hesso, pertenecían también al círculo de Erfurt.

En Leipzig también, los primeros rastros de la actividad humanista datan de mediados del siglo XV. En 1503, cuando el westfaliano Hermann von dem Busche se estableció en la ciudad, el humanismo tenía allí una representación notable. Desde 1507 a 1511 Æsticampiano también trabajó en Leipzig, pero en el año anterior Von Dem Busche se mudó a Colonia. Desde el principio (1502) Wittenberg estuvo bajo la influencia humanista. Muchas fueron las colisiones entre los campeones de las antiguas filosofía y teología y «los poetas», que adoptaron una actitud algo arrogante. Para el 1520 todas las universidades alemanas habían sido modernizadas en torno al sentir humanístico; la asistencia a las clases sobre poesía y oratoria era obligatoria, se fundaron las cátedras griegas y los comentarios escolásticos sobre Aristóteles se substituyeron por nuevas traducciones. Las escuelas humanistas más influyentes fueron la de Schlettstadt bajo la dirección del westfaliano Ludwig Dringenberg (m. 1477), el profesor de Wimpheling, la de Deventer bajo Alexander Hegius (1433-98), el profesor de Erasmo de Rotterdam, Hermann von dem Busche, y Murmelio, y la de Münster, que experimentó la reforma humanista en 1500 bajo el preboste Rudolf von Langen (1438-1519), y la que bajo el co-rector Joannes Murmellius (1480-1517), autor de numerosos y ampliamente adoptados libros de textos, atrajo discípulos de partes tan distantes como Pomerania y Silesia. También existieron buenas instituciones académicas en Nuremberg, Augsburgo, Estrasburgo, Basilea, etc.

El movimiento humanístico alcanzó su cénit durante las primeras dos décadas del siglo dieciséis en Reuchlin, Erasmo y Hutten. Johann Reuchlin (1455-1522), el «fénix de Alemania», era experto en todas las ramas del conocimiento que se cultivaban en ese entonces. Sobre todo un jurista, experto en griego, una autoridad de primer orden sobre los autores romanos, historiador y poeta, sin embargo logró su principal renombre a través de sus obras filosóficas y sobre el hebreo —especialmente con su «Rudimenta Hebraica» (gramática y léxico) —en cuya composición logró la ayuda de eruditos judíos. Su modelo fue Pico della Mirandola, el «conde sabio, el más docto de nuestra época». Estudió la doctrina esotérica de la cábala, pero se perdió en el laberinto de sus problemas abstrusos, y, después de haberse convertido, en el retiro académico, en el orgullo y la gloria de su nación, un incidente peculiar lo llevó repentinamente a la notoriedad europea. A este hecho no se le ha llamado injustamente el punto culminante del humanismo. Johannes Pfefferkorn, un judío bautizado, había declarado el Talmud un insulto deliberado al cristianismo, y había conseguido del emperador un mandato en el que se suprimían las obras hebreas. Al pedírsele su opinión, Reuchlin expresó su personal desaprobación de esta acción basado en argumentos científicos y legales. Enfurecido por esta oposición, Pfefferkorn, en su «Handspiegel», atacó a Reuchlin, y como contestación este último compuso el «Augenspiegel». Los teólogos de Colonia, particularmente Hochstraten, declararon contra Reuchlin, quien entonces apeló a Roma. El obispo de Espira, a quien se le confió la solución del conflicto, se declaró a favor de Reuchlin. Hochstraten, sin embargo, ahora procedió a Roma; en 1516 se emitió un mandato papal que posponía el caso, pero finalmente en 1520, bajo la presión del movimiento luterano, Reuchlin fue condenado a guardar silencio en el futuro sobre dicha materia y a pagar el total de los costos.

Pero más importante que la demanda fue la guerra literaria que la acompañó. Esta lucha fue el preludio a la Reforma. Toda Alemania se dividió en dos campos. Los reuchlinistas, los «defensores de las artes y del estudio de la humanidad», «los famosos hombres brillantes» (clari viri), cuyas cartas aprobatorias (Epistolæ clarorum virorum) Reuchlin había publicado en 1514, predominaban en número e intelecto; el partido de Colonia, al que sus opositores llamaron «los oscurantistas» (viri obscuri), estaban más decididos a la defensa que al ataque. El documento más importante de esta contienda literaria es la sátira clásica de los humanistas, «Las Cartas de los Oscurantistas» (Epistolæ obscurorum virorum, 1515-17), cuya primera parte fue compuesta por Croto Rubiano, y la segunda, substancialmente por Hutten. Aparentemente estas cartas fueron escritas por varios partidarios de la Universidad de Colonia a Ortwin Gratius, su poeta y maestro, y fueron redactadas en latín bárbaro. Pretendían describir la vida y obras de los oscurantistas, sus opiniones y dudas, sus divagaciones y asuntos amorosos. La carencia de cultura, los métodos obsoletos de instrucción y estudio, el gasto perverso de ingenio, la pedantería de los oscurantistas, fueron ridiculizados sin piedad. Aunque el folleto fue dictado por el odio y estaba lleno de exageración imprudente, su originalidad inimitable y el poder de la caricatura aseguraron su éxito. Los humanistas consideraron que la disputa estaba decidida, y cantaron el «Triunfo de Reuchlin». Este último, sin embargo, continuó siendo siempre un partidario verdadero de la Iglesia y del Papa.

Desiderio Erasmo de Rotterdam (1467-1536) fue llamado el «segundo ojo de Alemania». Vivaracho, agudo e ingenioso, fue el líder y oráculo literario del siglo, mientras que su nombre, según el testimonio de un contemporáneo, había pasado al proverbio: » todo lo que es ingenioso, erudito y escrito sabiamente, se llama erásmico, es decir, sin error y perfecto.» Es imposible detenernos aquí en su extraordinariamente fructífera y versátil actividad literaria como latinista profundo y revivalista incomparable del griego, como crítico y comentarista, como educador, escritor satírico, teólogo y exégeta bíblico (vea Desiderio Erasmo). Ulrich von Hutten (1488-1523), un caballero de Franconia y entusiasta defensor de las ciencias liberales, fue mejor conocido aun como político y agitador. La consolidación del poder del emperador y la guerra contra Roma fueron los principales artículos de su programa político, que predicó primero en latín y posteriormente en diálogos, poemas y folletos alemanes. Azotó despiadadamente a los juristas y al derecho romano, la inmoralidad y el analfabetismo del clero, la fatuidad de la pedantería poco práctica, pues su meta, por supuesto, era hacerse notable. Finalmente, se alistó al servicio de Lutero y lo alabó en sus últimos escritos como un «héroe de la Palabra», un profeta y un sacerdote, aunque Lutero siempre mantuvo hacia él una actitud de reserva. Hablando adecuadamente, la muerte de Hutten se puede considerar como el final del humanismo alemán. Un movimiento aún más serio, la Reforma, tomó su lugar. La mayoría de los humanistas se opusieron al nuevo movimiento, aunque no se puede negar que ellos, especialmente la generación más joven bajo el liderato de Erasmo y Mutiano Rufo, de muchos modos habían pavimentado el camino para ella.

El progreso del humanismo en otros países se puede repasar más brevemente. En Francia la Universidad de París ejerció una poderosa influencia. Para fines del siglo XIV los estudiantes de esa institución ya eran versados en los autores antiguos. Nicolás de Clémanges (1360-1434) enseñaba la retórica ciceroniana, pero el primer humanista verdadero de Francia fue Jean de Montreuil (m. 1418). En 1455 Gregorio de Citta di Castello, que había residido en Grecia, fue instalado en la universidad para dar clases de griego y retórica. Posteriormente, vinieron de Italia eruditos y poetas —por ejemplo, Andreas Joannes Lascaris, Julio César Escalígero y Andreas Alciati— que hicieron a Francia la hija dócil de Italia. Entre los eruditos principales en Francia se puede mencionar a Budé (Budæus), el primer helenista de su época (1467-1540), los pintores consumados Roberto (1503-59) y Enrique (1528-98) Estienne (Stephanus), al cual le debemos el «Thesaurus linguæ Latinæ» y el “Thesaurus linguæ Græcæ”; José Justo Escalígero (1540-1609), famoso por su conocimiento de la epigrafía, la numismática y especialmente la cronología; el filólogo Isaac Casaubon (1559-1614), bien conocido por su excelente edición de los clásicos, y Peter Ramus (1515-72), un estudioso profundo de la filosofía griega y medieval.

El aprendizaje clásico se naturalizó en España a través de la reina Isabel I (1474-1504). Se reorganizó el sistema escolar, y las universidades entraron a una nueva era de prosperidad intelectual. De los eruditos españoles, Juan Luis Vives (1492-1540) gozó de una reputación europea. En Inglaterra el humanismo fue recibido con menos favor. Poggio, de hecho, pasó algún tiempo en ese país, e ingleses jóvenes, como William Grey, un discípulo de Guarino, luego obispo de Ely y canciller privado en 1454, buscó la instrucción en Italia. Pero las condiciones turbulentas de la vida inglesa en el siglo XV no favorecieron el nuevo movimiento. William Caxton (1421-91), el primer impresor inglés, jugó un papel importante en la difusión del aprendizaje clásico. El docto, refinado, caritativo y valeroso Tomás Moro (1478-1535) fue de cierto modo el equivalente intelectual de Erasmo, con quien tenía la más profunda amistad. De especial importancia fue la fundación de excelentes escuelas tales como Eton en 1440, y la de San Pablo (Londres) en 1508. El fundador de esta última fue el decano Juan Colet (1466-1519); el primer rector fue Guillermo Lilly (1468-1523), quien había estudiado griego en la Isla de Rodas, y latín en Italia, y fue el pionero de la educación griega en Inglaterra. Durante la estadía de Erasmo en Oxford (1497-9) encontraron espíritus helenísticos afines en Guillermo Grocyn y Thomas Linacre, los cuales habían sido educados en Italia. Desde 1510 a 1513 Erasmo enseñó griego en Cambridge.

Bibliografía: BURCKHARDT, Die Kultur der Renaissance in Italien (Leipzig, 1908), I, II; VOIGT, Die Wiederbelebung des klassischen Altertums (Berlín, 1893), I, II; GEIGER, Renaissance und Humanismus in Italien und Deutschland (Berlín, 1882); PAULSEN, Geschichte des gelehrten Unterrichts, I (Leipzig, 1896); BRANDI, Die Renaissance in Florenz und Rom (Leipzig, 1909); SYMONDS, Renaissance in Italy, I-V (Londres, 1875-81); GEBHART, Les Origines de la Renaissance en Italie (París, 1879); LINDNER, Weltgeschichte, IV (Stuttgart y Berlín, 1905); The Cambridge Modern History, I, The Renaissance (Cambridge, 1902). Sobre el Renacimiento alemán vea JANSSEN, History of the German People since the Middle Ages, tr., I (San Luis, 1896); y para Italia, SHAHAN, On the Italian Renaissance in The Middle Ages (Nueva York, 1904).

Fuente: Löffler, Klemens. «Humanism.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910.
http://www.newadvent.org/cathen/07538b.htm

Traducido por Arantxa Serantes. rc

Fuente: Enciclopedia Católica