HISTORIA DE LA SALVACION

Mt.l:l Mar 12:1-12, Jua 2:9-10 : Jesucristo es el «buen vino» de los últimos tiempos de la salvación en las bodas del Senor.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

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Es concepto muy divulgado y condicionante en los contextos pastorales. Alude a la trayectoria humana que desarrolla la intervención divina en medio de los hombres y que va desde la creación y la conservación a lo largo de los siglos.

Esa Historia tiene etapas: la constitución de un pueblo elegido, el Israel bí­blico, la presencia de la Divina Providencia en las diversas etapas de ese pueblo, la culminación de la Promesa con la venida al mundo del Hijo de Dios, del Señor Jesús, la organización de un nuevo pueblo elegido y la presencia divina a lo largo de los dos milenios que la Iglesia lleva de camino en medio de los hombres.

Descubrir de manera sencilla y creyente las grandes maravillas que el Señor ha realizado en su pueblo y quedaron consignadas por escrito en la Biblia, es a lo que llamamos «Historia de la salvación.»

Toda la Sagrada Escritura, en efecto, refleja una serie de hechos humanos y divinos que hacen del pueblo de Israel singular. Dios ha vivido en medio de sus elegidos. Ellos deben descubrir la actuación divina cuando permitió el castigo reparador y actuó en su defensa con «su brazo poderoso» (Ex. 15.6).

El creyente se hace capaz de conocer la «historia de la salvación», mediante la formación de su fe a la luz de los hechos bí­blicos. Se prepara para detectar al Dios que actúa en la Historia. Distingue en los gestos bí­blicos muchos valores humanos: justicia y misericordia, amor divino y libertad humana, planes celestes y promesas que siempre son cumplidas.

En este sentido toda la Biblia es historia de salvación. Relata hechos reales, pero se ve en ellos el misterio de la presencia divina. Los datos que en ella se recogen no son sólo humanos, sociales, militares, polí­ticos, económicos, raciales, etc., sino que son hechos religiosos, providenciales, celestiales.

Los protagonistas de los hechos obran como hombres, pero Dios está detrás de ellos. Los hombres configuran una historia real. Pero Dios es el que hace una historia religiosa con su presencia, es decir una «Historia de salvación».

Educar la fe de los creyentes de todos los tiempos exige un contacto con esos hechos. Por eso la Historia de la salvación es, o tiene que ser, el eje vertebrador de toda formación cristiana. Es el elemento humano que hace posible desarrollar la dimensión divina.

Esta historia tiene como punto de partida la conciencia firme de que Dios, Ser Supremo, ha querido enlazarse con la vida colectiva y personal de los hombres. Ciertos hechos son nucleares: la Promesa a Abraham, la liberación del pueblo de la esclavitud de Egipto, los avisos de los profetas, el castigo de la cautividad en Babilonia. Ellos preparan la presencia del Enviado divino en un pueblo y en una tierra.

Pero la historia salví­fica se prologa después del cumplimiento de la promesa, después de su venida. La promesa de Jesús de mantenerse presente entre sus seguidores hasta la consumación de los siglos implican una portentosa ayuda divina para formar la conciencia y para educar la fe. Por eso no hay catequesis sin profundo sentido de la Historia de la salvación. El catequista no debe hacer otra cosa que una labor de guí­a. Debe ir explicando y aclarando cada una de las etapas de esa hermosa historia. Tiene unos modelos magní­ficos en el Antiguo Testamento y en el Nuevo Testamento.

En el Antiguo puede mirar el modelo de algunos Salmos: el 132, el 135 o el 106 y el 107. Y también puede encontrar en los libros Sapienciales relatos como en Sabidurí­a 10 o en textos como el gran poema del Eclesiástico (42.13 a 50.29)

Esa Historia se convierte para el cristiano en «lámpara para nuestros pasos» (Sal. 119. 105), en la esperanza de que nuestro caminar terreno culminará con la llegada el Reino de los cielos, donde Cristo Señor juzgará a vivos y muertos.

La misma Iglesia vinculó siempre su liturgia a esa Historia de la salvación; y en la IV plegaria eucarí­stica dice: «Te alabamos, Padre Santo, porque eres grande, porque hiciste todas las cosas con sabidurí­a y amor. A imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado.

Y, cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca.

Reiteraste, además, tu alianza a los hombres: por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación.

Y tanto amaste al mundo, Padre Santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo.

El cual se encarno por obra del Espí­ritu Santo, nació de Marí­a la Virgen, y así­ compartió en todo nuestra condición humana menos en el pecado; anunció la salvación a los pobres, la liberación a los oprimidos y a los afligidos el consuelo.

Para cumplir tus designios él mismo se entregó a la muerte, y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida.

Y por que no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, desde tu seno al Espí­ritu Santo, como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo. (Plegaria IV)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Es el conjunto de acontecimientos que se desarrollaron en el espacio y en el tiempo, a través de los cuales el Dios personal y – creador toma al hombre en sus manos y lo conduce según sus designios a la comunión con él. La solicitud de Dios interpela al hombre y espera de él la respuesta como de un ser personal y libre.

La Biblia revela la historia de la salvación como obrar salví­fico de Dios y respuesta de aceptación o de negativa del hombre. En el Antiguo Testamento, en un primer momento, Israel considera que el tiempo de la auténtica salvación es el perí­odo que va desde la elección de los patriarcas hasta la conquista de la tierra prometida. La liberación de Egipto es la experiencia original y emblemática de Israel. En un segundo momento, la tradición yahvista se replantea la elección de Abrahán, la alianza, la noción de pueblo elegido, en relación con la creación, en la que ve el comienzo de la historia de la salvación. Con la dinastí­a daví­dica y los profetas anteriores al destierro se completa el cuadro en la perspectiva de un futuro mesiánico: un descendiente de David (Am 9,11; 1s 9,1 – 16; 1 1 , 1 -9; Miq 5,1) comenzará una nueva era que se manifestará no sólo en Israel, sino en todos los pueblos. Con los profetas posteriores al destierro, la esperanza mesiánica se espiritualiza y – junto con el salvador daví­dico se anuncia a un mediador doliente (1s 52,13; 53,12; Zac 12,10). En el libro de la Sabidurí­a (cc. 10- 19), el autor hace una relectura teológico-edificante de la historia de la salvación, confirmando, a la luz de una retribución ultraterrena, el principio que habí­a entrado en crisis de un Dios protector de los justos y castigador de los impí­os. La historia -de la salvación que se narra en el Antiguo Testamento no corresponde al orden cronológico de la crí­tica histórica, sino al de la fe de Israel que la vivió e interpretó.

El Nuevo Testamento supone y transforma el cuadro histórico del Antiguo Testamento: coloca a la persona de Cristo en el centro de la historia de la salvación. La realidad sucede a la sombra, el antitipo al typos o figura.

Los sinópticos presentan la predicación de Jesús centrada en el «reino'», del que la monarquí­a daví­dica fue sólo una anticipación y – un signo (Mc 13,33;Lc 21,8). El reino es una realidad compleja, al mismo tiempo presente y futura; es la presencia salví­fica divina que en Cristo irrumpe sobre la tierra y comienza a dar frutos de vida eterna.

En Lucas, teólogo de la historia, aparece en una perspectiva cristocéntrica la periodización de la salvación en tres tiempos: antes de Jesús (Antiguo Testamento), el hoy de Jesús (Evangelio), el tiempo de la Iglesia (Hechos). Lucas no pierde de vista la parusí­a (Hch 1,11. 3,21), pero antes tiene que cumplirse el tiempo de los gentiles (Lc 21,24), que es el tiempo de la Iglesia y – de su misión (Hch 1,8). Pablo coloca en el centro de la historia de la salvación el misterio pascual de Cristo que, con su victoria definitiva sobre el pecado y la muerte, da la vuelta al eje de la historia. Ha pasado el tiempo de la ira de Dios (Rom 1,18) y «ahora'» es el dí­a de la salvación (2 Cor 6,2). Adán y Cristo son los dos representantes de las dos épocas del mundo (1 Cor 15,21ss)1 con la redención de Cristo se ha realizado y está presente la salvación, pero todaví­a se sigue esperando su cumplimiento (Rom 8,24). La historia de la salvación tiene un alcance cósmico, en cuanto que la creación misma espera la libertad de la gloria (Rom 8,19-21). Juan subraya contra la gnosis el carácter histórico de Jesús (1 Jn 4-5,6). En Cristo se ha verificado la salvación como don de lo alto. La esperanza apocalí­ptica no está orientada solamente hacia el futuro, sino que es la plena manifestación de lo que va está presente, En el Nuevo Testamento el cuadro histórico-salví­fico abarca el designio eterno de Dios (Ef 1,3) y – toda la historia humana hasta su paso a la eternidad.

En la Iglesia antigua el esquema histórico-salví­fico marca las confesiones de fe, la catequesis, la predicación, la teologí­a, la espiritualidad. En los Padres Y en la Edad Media se desarrolla una interpretación teológica de la historia, considerada como historia de la salvación. Desde el punto de vista metodológico la ruptura con la perspectiva histórico-salví­fica en la teologí­a tiene lugar con el planteamiento dialéctico-metafí­sico que adoptó la escolástica.

En los siglos siguientes se acentuó la separación de forma refleja.

En la teologí­a moderna se introduce la idea de una historia de la salvación por obra de la escuela de Erlangen, especialmente de J C. K. von Hoffmann, en el siglo XIX. En el campo católico no se introdujo hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

La revaloración de la perspectiva histórico-salví­fica se lleva a cabo fundamentalmente con el Vaticano II: la historia de la salvación no es sólo una serie de obras realizadas por Dios (5C 35; DV 2), sino también la colaboración humana suscitada por la gracia. La Iglesia es instrumento y signo de salvación para la humanidad.

La teologí­a contemporánea se enfrenta con los diversos temas sobre la relación entre la historia de la salvación y la escatologí­a, entre la hí­storia de la salvación y la historia profana, entre la historia de la salvación y las religiones no cristianas, entre la historia de la salvación y el desarrollo temporal. K. Rahner considera la historia de la salvación coextensiva con la historia del mundo (historia trascendental de la salvación), en cuanto que la acción de la gracia tiene proporciones universales. La historia trascendental se hace históricamente experimentable en la historia particular de la salvación: ciertas experiencias se distinguen de forma refleja y cada vez más clara hasta llegar a la encarnación como acontecimiento salví­fico absoluto. En el campo protestante también O. Cullmann y W. Pannenberg han dado una fuerza particular al planteamiento judeo-cristiano de la historia.

E C Rava

Bibl.: c. Vagaggini, Historia de la salvación, en NDT 1, 642-665; P Blaser, Historia de la salvación, en CFr 1,. 651s; J. M. McDermott, Historia unzversal e historia de la salvación, en DTF 569-583, J. Daniélou, El misterio de la historia, San Sebastián ‘1963; O. Cullmann, Cristo y el tiempo, Estela, Ba’ celona 1968; íd., La historia de la salvación, Pení­nsula, Barcelona 1967; W. Pannenbere, Teologí­a y reino de Dios, Sí­gueme, Salamanca 1974.

HISTORIA DE LA TEOLOGíA

La teologí­a no se reconoce sólo en las grandes elaboraciones sistemáticas, sino en cualquier núcleo de reflexión: en este sentido se puede hablar de una historia de la teologí­a a partir del perí­odo patrí­stico, señalando en cada ocasión las diferencias metodológicas y la aproximación a los contenidos que diferencian a las diversas edades.

1. Perí­odo patrí­stico (siglos J-VJJl.- En su comienzo está marcado por los Padres apostólicos, como Clemente Romano, Ignacio de Antioquí­a, Policarpo, Papí­as, Hermas, Didajé, y por los Padres apologetas, como Justino, Taciano, Atenágoras, Teófilo y Tertuliano. La confrontación con las culturas paganas, pero también la necesidad de aclarar Y de profundizar intelectualmente el «hecho Cristo» ensanchó a continuación el aliento de la reflexión hasta las alturas que se perciben en Orí­genes (185-253), primer creador de una gran sí­ntesis teológica, Y en Agustí­n (354-430), en el que, gracias en parte a los estí­mulos derivados de las controversias teológico-trinitarias (arrianismo), cristológicas (nestorianismo, monofisismo, monotelismo) Y antropológicas (pelagianismo) se récapitula la teologí­a a través de aclaraciones tan pertinentes que lo convirtieron en maestro autorizado y guí­a espiritual de la teologí­a medieval.

2. Perí­odo medieval (siglos VIII-XV), Es una época extraordinariamente rica en experiencia y elaboración teológica.

Va ligada al perí­odo patrí­stico a través de la mediación de teólogos como Leoncio de Bizancio, Máximo el Confesor, Juan Damasceno, Boecio, Isidoro de Sevilla y Beda el Venerable.

La introducción en Occidente de las obras de Aristóteles produjo, como primera consecuencia, una división en los teólogos entre «dialécticos,» (con su mayor exponente en Abelardo) y «antidialécticos» (con san Bernardo y toda la tradición monástico-agustiniana).

Anselmo de Aosta (1033-1099), parte de la escolástica, se mueve en la tradición monástico-agustiniana, pero en sus obras argumenta con una dialéctica muy cerrada, ya que es preciso Kintelligere veritatem quam credit cor meum». Abelardo (1070-1142) y Gilberto Porretano (1076-1154), en la ,perspectiva dialéctica, tienden a una teologí­a racional con la metodologí­a de la tesis y la antí­tesis (sic et non). Las !primeras sistematizaciones se deben a Anselmo de Laón (t III7) y a Pedro Lombardo (t 1160), y se llaman Sententiae, en cuanto que presentan una colección de las principales posiciones de los Padres sobre las cuestiones más importantes. Estas colecciones allanaron el camino a las Summae, entre las :que es especialmente importante la de Tomás de Aquino (t 1274), discí­pulo ,de Alberto Magno (t 1280). Junto con esta escuela, llamada a continuación tomista, floreció la franciscana con Alejandro de Hales (1180-1245), Buenaventura de Bagnoreggio (12211274) y Juan Duns Escoto (12661308).

3. Perí­odo moderno y contemporáneo (sigios XVI-xx) – Es un momento caracterizado por la confluencia de varias experiencias y orientaciones teológicas. A finales de la Edad Media se agrieta la sí­ntesis escolástica: tenemos el agustinismo exasperado de Lutero la tendencia antisistemática del nominalismo, la atención histórica del hu, manismo Y del renacimiento, los comentadorés de santo Tomás como Ca, preolo (t 1444), Cayetano (t 1534) Francisco de Vitoria (t 1546), Domin go Báñez (t 1604), Francisco Suárez (1 1617) y Juan de Santo Tomás (t 1644) que insisten en el carácter especulati vo-cientí­fico de la teologí­a, y los mí­sti cos que, oponiéndose a la aridez de la teologí­a oficial, no logran por otra par te crear sí­ntesis válidas sobre las nue vas instancias que van surgiendo.

Entre el siglo XIX y el xx explotan to daví­a más sectorial entre los intereses: de las diversas disciplinas teológicas hasta la especializaciones capilares el diversos sectores y momentos de la in vestigación, que casi parecen habe pulverizado para siempre la capacida» de sí­ntesis, a pesar de las honrosas ex cepciones de K. Rahner (1904-1986) . H. U. von Balthasar (1905-1988).

En la investigación teológica actual predomina una mavor severidad cientí­fica, debido entré otras cosas a las nuevas y más sólidas adquisiciones en el terreno filológico-lingUí­stico y a la confrontación no académica con la angustia y la situación del pueblo («teologí­a dé la liberación»).

De todas formas, el cuadro actual, a pesar de algunos intentos de rigidez, es confortante por el estí­mulo que le dan al debate teológico el diálogo ecuménico y las numerosas Y sólidas experiencias espirituales, que piden una teologí­a menos abstracta y más experiencial, que explica la afanosa búsqueda de las jóvenes generaciones, planteando incluso el interrogante de la validez de una teologí­a, perdida a menudo por los rincones del academicismo, que para poder servir tiene que poner siempre en discusión sus métodos y su lenguaje.
G. Bove

Bibl.: G. Angelini, El desarrollo de la teologí­a católica en el siglo xx, en DTl, 1V, 747820; M. Andrés Martí­n, Pensamiento teológico y cultura. Historia de la Teologí­a, Atenas, Madrid 1989. E. Vilanova, Histotrias de la teologí­a cristiana, 3 vols., Herder Barcelona 1987-1992; AA, VV , Historia de la teologia española, 2 vols., Fundación Universitaria Española, Madrid 1983- 1987

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. La historia de Dios es tangencial a la historia humana: 1. El misterio de salvación; 2. Revelación e historia de la salvación; 3. Jesucristo, centro y culmen de la historia de la salvación. II. Caracterí­sticas de la historia de la salvación: 1. Plan salví­fico de Dios; 2. Historia humana; 3. Función de la comunidad creyente; 4. Función de los transmisores; 5. Esquema promesa-cumplimiento; 6. Sentido de la historia de perdición; 7. Historia salví­fica y celebración. III. Función histórica de la experiencia religiosa: 1. Hechos y palabras; 2. Historia sagrada e historia de salvación; 3. Tarea de la catequesis. IV. Etapas de la historia de la salvación: 1. El tiempo de Israel; 2. El tiempo de Jesucristo; 3. El tiempo de la Iglesia. V. La historia de la salvación en la catequesis española: 1. La corriente kerigmática; 2. La corriente antropológica; 3. La «traditio evangelii in symbolo». VI. Indicaciones metodológicas. Conclusión.

El concepto historia de la salvación, en su formulación explí­cita, tiene un origen reciente, pero su contenido es tan antiguo como la religión bí­blico-cristiana. La catequesis de la Iglesia siempre ha tenido presente el plan salví­fico de Dios, si bien han variado los acentos, a favor o en contra, según concepciones ideológicas de la filosofí­a o de la teologí­a de la historia, claramente ligadas al tiempo en que han nacido y de las que la misma catequesis, catequistas y catecismos han podido estar influenciados. A lo largo de todo el pensamiento bí­blico se verifica que entre el pueblo que vive sus vicisitudes y el Dios que salva existe una relación histórica. En la dinámica promesa-cumplimiento está constituido el núcleo de la historia de la salvación. Bajo la clave de la alianza lo confiesa Israel en el Antiguo Testamento (Dt 6,20-23; 26,1-11; Jos 24,1-13; Neh 9,7-25), y bajo la clave del reino lo anuncia Jesús y lo predica la Iglesia en el Nuevo.

I. La historia de Dios es tangencial a la historia humana
«Dios, después de haber hablado muchas veces y en diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos dí­as, que son los últimos, nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todas las cosas, por quien hizo también el universo» (Heb 1,1-2). La historia de la revelación de Dios a los hombres y en el mundo tiene un proceso evolutivo, lento y progresivo; el credo cristiano no se basa en esquemas abstractos de filosofí­a sobre la vida, sino en el hecho de que Dios se ha manifestado en la historia y nos ofrece la salvación. Dios habla en la creación, Dios habla en las situaciones más diversas de Israel, Dios habla en Jesucristo, Dios habla por medio de la Iglesia, Dios habla dentro de nuestras vidas.

El cristiano tiene la certeza de que recibe la palabra de Dios en lo concreto de su existencia, como un evangelio, como una buena noticia. Así­: ¿cómo y con qué finalidad Dios se hace palabra en nuestra historia humana y de qué manera esa palabra es reconocida en el corazón y la inteligencia del hombre?; ¿en qué situaciones, en medio de qué interrogantes vitales, de qué anhelos o de qué abandonos se sirve para manifestar su plan de salvación?; ¿cuáles son los signos de los tiempos y qué valor hay que atribuirles? (cf Directorio general de pastoral catequética de 1971, DCG 11). Esta revelación y su tradición en la Iglesia son una experiencia viva; encuentran su expresión justa en la acción y en la reflexión, en unos gestos y en unas palabras, en la densidad de vida de unos personajes o de unos acontecimientos, en el seno de la Iglesia asistida y renovada por el Espí­ritu de Jesucristo, a lo largo de toda la historia de la humanidad.

En efecto, la historia de Dios no es paralela a la historia humana, sino que se hace tangencial a ella. El espacio y el tiempo, en cuanto coordenadas históricas, han sido en el pasado, son en el presente y serán en el futuro, momentos de la revelación de Dios (cf DCG 44); momentos donde Dios se hace tangencial al hombre, manifestándole y ofreciéndole su proyecto de salvación, esperando de él la respuesta de la fe en obediencia y acogida (cf CCE 144-149). De ello son testigos cualificados Abrahán en el Antiguo Testamento, Marí­a de Nazaret en el Nuevo y tantos evangelizadores en la Iglesia hoy. La novedad del espacio-tiempo constituye el lugar teológico para escuchar el designio salví­fico de Dios para con el hombre. El cristiano, más aún el catequista, ha de percibir ese designio en la palabra escrita (Biblia) y en la palabra acontecida (vida diaria).

Hay en la Sagrada Escritura una especie de vocación general que está definida con palabras claras y bellas: «Dios quiere que todos los hombres se salven» (ITim 2,3-4). Esa vocación se presenta siempre como una llamada teñida de resonancias salvadoras, liberadoras, para el hombre y en el mundo. Así­, la revelación del Exodo, la liberación de los madianitas, la pascua de Jesús o la acción misionera de la Iglesia en pentecostés constituyen un misterio para el pueblo creyente. Y es que cada vez que Dios manifiesta al hombre sus cualidades, que son la misericordia y la fidelidad, cada vez que Dios se manifiesta como Dios en medio de la historia de los oprimidos por cualquier causa y de los hombres que no encuentran sentido a sus vidas, eso es un misterio (cf DV 2; CCE 39-43).

1. EL MISTERIO DE SALVACIí“N. Así­ pues, podemos decir que el misterio de salvación entreteje las páginas de la Biblia, los siglos de la tradición y los documentos del magisterio, a través de sus múltiples tradiciones, en ellos recogidas, y en su numerosa y rica variedad de géneros literarios y de autores, cuyo objetivo no es otro que el de manifestar la acción de Dios en la historia de unos determinados hombres, la intervención en sus vidas. Intervención dirigida siempre a sacarlos de la situación penosa en que se encuentran; a librarlos de la condición de esclavitud en que viven como herencia de su misma existencia humana, como consecuencia de su propia equivocación y malicia a lo largo de la historia; a hacerlos salir de su desesperada condición de hombres abocados a la muerte y a la ruina total. Esta es la intención primera y última del Dios que se revela y actúa en Jesucristo, y es el que pone en marcha toda la acción en la historia.

Esta intención, voluntad y deseo de salvación en relación a los hombres, no es algo recóndito en el seno misterioso de Dios, no es algo abstracto, etéreo, espiritualista. Es algo concreto, palpable. Es una intención eficaz, que lanza a la acción, que pone manos a la obra, y que se realiza no precisamente en la nebulosa de los tiempos, sino en la historia concreta de los hombres y, actuándose en ella, se hace presente, visible, experimentable: «Lo que existí­a desde el principio, lo que hemos oí­do, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida, pues la vida se ha manifestado, la hemos visto, damos testimonio de ella… eso que hemos visto y oí­do, os lo anunciamos» (Jn 1,1-3).

Hechos concretos de la historia de los hombres, de grupos humanos, de comunidades o pueblos, han sido vividos, vistos y experimentados como acontecimientos salví­ficos, como verdaderas intervenciones salvadoras de Dios. Y como tales han sido transmitidas, de palabra y por escrito, en la predicación y en la oración, en los santuarios o templos, en las tiendas, casas o areópagos públicos, como objeto de confesión de fe o motivos para la alabanza, la bendición y la súplica.

Así­ ocurrió con la emigración de los patriarcas, con la salida de los descendientes de Jacob de Egipto, con la alianza del Sinaí­, la peregrinación por el desierto, la entrada en Canaán, la instauración de la monarquí­a en David y su posterior destrucción; con la existencia de esos voceros de Dios que han sido los profetas, con el destierro a Babilonia y su retorno del mismo.

Así­ aconteció también con el nacimiento de Jesús de Nazaret, su manifestación y aparición por los caminos de Palestina como pregonero de la llegada del reino de Dios, con su labor de aliviador de las necesidades de los hombres, con su pasión y muerte bajo Poncio Pilato y con su resurrección de entre los muertos.

Así­ es también vivida y vista la experiencia de enví­o y recepción del Espí­ritu Santo por parte de la comunidad de discí­pulos, con la transformación de los mismos en testigos de Cristo vivo y resucitado; la del enví­o de estos testigos hasta los confines de la tierra, guiados por el mismo Espí­ritu, para anunciar a los hombres la salvación obrada por Cristo y hacer-los beneficiarios de la misma incorporándolos a él. Estos hechos y otros semejantes son los que resumen la fe de Israel y de la Iglesia; en cuanto tales, se hallan concentrados y expresados en las confesiones de fe o credos formulados una y otra vez y proclamados constantemente en la liturgia.

Las intervenciones salví­ficas de Dios en la historia de los hombres tienen su centro y culmen en Cristo. La salvación, en efecto, se orienta a «recapitular todas las cosas en Cristo», a hacer de todos los hombres una sola familia, la familia de Dios, haciéndolos «hijos en el Hijo», insertándolos í­ntimamente en él, incorporándolos a él (cf Ef 1,3-10; Col 1,13-20).

2. REVELACIí“N E HISTORIA DE LA SALVACIí“N. No se halla en la Biblia el término historia, ni el de revelación aparece en el sentido amplio de la teologí­a moderna; pero el lazo entre lo que llamamos revelación divina e historia de la salvación juega en la Biblia un papel central. El Vaticano II, retomando la doctrina de Trento y del Vaticano I, ha restablecido la relación entre revelación y verdad salví­fica y la ha subordinado a la mención de Cristo, plenitud de la revelación. Con la vuelta a las fuentes de la Biblia y de los Padres, determina la orientación histórico-salví­fica como esencial en la explicación, incluso catequética, de la fe (cf OT 16; CD 44). En Dei Verbum no aparece ya la revelación como un cuerpo de verdades doctrinales comunicadas por Dios, contenidas en la Escritura y enseñadas por la Iglesia, sino «como una automanifestación de Dios en la historia de la salvación, de la cual Cristo es la cumbre» (DV 2). Es esto lo que transmite el evangelio consignado en las Escrituras y confiado a la tradición y al magisterio de la Iglesia. Y así­: 1) La revelación es el acto de Dios que se manifiesta a sí­ mismo para introducir a los hombres en su propia vida; más concretamente, es el acto de Dios Padre que se manifiesta por su Hijo encarnado, a fin de llevar a los hombres a la salvación en su Espí­ritu Santo. 2) Esta automanifestación de Dios se hace de dos maneras: por medio de hechos (acontecimientos) y por las palabras que los interpretan; es decir, Dios no se da a conocer en un cuerpo de verdades abstractas, sino en una historia que se vive, se palpa, se siente; hechos y palabras son indisociables en esta comunicación; por ejemplo, el hecho de la salida de Egipto es un dato histórico en tiempos de Ramsés II, y para los israelitas se dice: Dios sacó a su pueblo de Egipto; 3) En esa manifestación de Dios, Jesucristo es, a la vez, el mediador supremo y la plenitud de toda revelación (cf CCE 50-53). Lo que se dio a conocer por Moisés y los profetas era una preparación de su evangelio (DV 3).

Así­ pues, el hecho de que «el plan de la revelación se realiza por obras y palabras», da origen al importante concepto teológico de historia de la salvación. La razón profunda de la historia bí­blica radica en el hecho, único entre las religiones del Antiguo Próximo Oriente, de que el yavismo es una religión histórica. La Iglesia siempre ha afirmado el carácter histórico de su fe (Jesucristo se encarnó de Marí­a Virgen… fue muerto y sepultado… resucitó al tercer dí­a de entre los muertos…). El Vaticano II restableció en toda su fuerza el realismo funcional y existencial, histórico y cósmico, de la salvación cristiana tal como la presenta la Biblia.

Las manifestaciones de Dios en la historia comienzan con los progenitores del género humano, prosiguen con los perí­odos históricos sucesivos, y alcanzan su culminación en Cristo (cf CCE 54-67). Dios decidió entrar de un modo nuevo y definitivo en la historia humana al enviar a su Hijo con un cuerpo semejante al nuestro. La historia de la salvación se encuentra í­ntimamente relacionada con el misterio de Cristo (LG 1-2; DV 2; SC 5 y 102; GS 15-27). «Quiso Dios, con su bondad y sabidurí­a, revelarse a sí­ mismo y manifestar el misterio (sacramento) de su voluntad (cf Ef 1,9). Por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espí­ritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina (cf Ef 2,18; 2Pe 1,1)» (DV 2). Con estas palabras manifiesta el Concilio la unidad concreta existente entre la revelación y la salvación, y al mismo tiempo da a conocer el doble objeto de la revelación: por un lado, hacer que tengamos acceso al Padre y seamos partí­cipes de su naturaleza divina; y por otro, mostrarnos el camino que lleva a la felicidad eterna, a la salvación.

El plan divino de la salvación denota y comprende todo cuanto Dios ha dispuesto, ordenado y hecho para la salvación de la humanidad en el Antiguo y Nuevo Testamento, y su modo de proceder en este sentido. Dios realizó esta economí­a de la salvación con hechos que se tradujeron en obras y en palabras í­ntimamente conexas entre sí­, de manera que las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican el misterio contenido en ellas (DV 2).

3. JESUCRISTO, CENTRO Y CULMEN DE LA HISTORIA DE LA SALVACIí“N. La historia puede considerarse como escenario de la revelación, es decir, esta sucede en un tiempo y espacio determinados; está sometida a las coordenadas de la historia. Asimismo, la historia es objeto o contenido de la revelación. En el credo que confesamos, hay artí­culos de la fe que son hechos históricos: Jesucristo nació en tiempos de Herodes, padeció en tiempos de Poncio Pilato, murió, etc. En Antiguo Testamento: la liberación de Egipto, la entrada en la tierra prometida y otros muchos hechos son reveladores, son medios de salvación.

En todas las páginas de la Biblia aparece Dios en contacto con los hombres a los que habí­a creado (Adán) y escogido (Abrahán, Moisés, profetas, etc.), a los que se revela y a favor de los cuales interviene (vocación de Abrahán, salida de Egipto, vuelta del exilio…). Así­ pues, a Dios se le conoció «por la experiencia histórica de su presencia». Por eso Dios aparecí­a como el Dios viviente y actuante. Pero la verdad í­ntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación de Cristo, que es, a un tiempo, mediador y plenitud de toda la revelación (DV 1-2). En él se cumplieron todas las Escrituras, en él se realizó el designio divino. Dios fue preparando a través de los siglos el camino del evangelio (cf Heb 1,1). Jesucristo, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras… lleva a plenitud la revelación, y la confirma con el testimonio divino: a saber, que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y para hacernos resucitar a la vida; en definitiva, para salvarnos.

II. Caracterí­sticas de la historia de la salvación
1. PLAN SALVíFICO DE DIos. El concepto de historia de la salvación presupone un acontecimiento en el que se vislumbre el desarrollo de un plan salví­fico de Dios. Se da una historia de la salvación porque Dios utiliza la historia de la humanidad para despertar en el hombre el ansia de salvación y ponerlo en la decisión de aspirar a la salvación que se le ofrece. Dios hace comprender al hombre caí­do lo relativos y caducos que son los bienes de este mundo, invitándole a buscar los bienes espirituales e imperecederos de la salvación escatológica, que Dios otorgará a los que acepten las condiciones que exige para la consecución de esta salvación. De esta manera, por parte del hombre, se da una historia de deseos de salvación y de esfuerzos para conseguirla; por parte de Dios, se da una historia de intervenciones divinas en la historia de la humanidad, que tienen como fin devolver al hombre la plena salvación perdida por el primer pecado. El plan salví­fico de Dios se manifiesta por el hecho de que eligió a ciertos personajes y a un pueblo que demostraran a los otros hombres lo que significaba vivir en comunidad con Dios y a través de los cuales les llegarí­a la bendición que les darí­a a conocer lo que significaba la salvación que se les habí­a prometido. Por su elección, forma Dios una comunidad, su pueblo, como heredero y garante de las promesas de salvación para todos los que quieren pertenecer a esta comunidad.

2. HISTORIA HUMANA. Aunque el plan salví­fico de Dios se realice en el interior de la historia, en acontecimientos que pertenecen a la historia de la humanidad, la historia de la salvación en sentido bí­blico no debe identificarse simplemente con la historia de la humanidad. Podemos hablar de la historia de la salvación en el sentido de que Dios ha demostrado en hechos concretos de la historia que otorga o deniega la salvación. Toda la historia está en manos de Dios, pero solamente se consideran aquellos hechos que son decisivos para la salvación del hombre. Muy pocas cosas recoge la Biblia de las muchas que sucedieron durante el inmenso perí­odo de la historia primitiva (Gén 1-11). Pocas son las noticias del perí­odo histórico que se extiende desde la vuelta de la cautividad hasta la aparición de Juan el Bautista. Ciñéndonos a la vida de Jesucristo, poco sabemos de su infancia y de los treinta años que vivió en Nazaret, etc. Objeto de la historia de la salvación son aquellos acontecimientos, instituciones (monarquí­a, profetismo, culto), personas, o sólo aquellos acontecimientos históricos, en los cuales los hagiógrafos han reconocido la acción salví­fica de Dios y la consiguiente reacción humana. Cuáles son en concreto esos hechos que forman el contenido del plan salví­fico divino es difí­cil precisarlo; pero todos los que se mencionan en la Biblia directa o indirectamente guardan una relación interna entre sí­ y, por lo mismo, entran en cierta manera en el plan salví­fico de Dios. Entre historia de la salvación e historia profana, aunque sean distintas, existe una relación í­ntima, pues Dios está encarnado e inserto en la historia.

3. FUNCIí“N DE LA COMUNIDAD CREYENTE. Los hechos aislados no forman una historia, sólo forman historia si se graban en la memoria de los hombres y se transmiten a las generaciones venideras. De ahí­ que únicamente pueda hablarse de historia de la salvación cuando los hechos salví­ficos y su significación de conjunto, conocidos por los hombres como tales, son reconocidos como significativos para la propia generación y para los que han de venir y que, por esto mismo, se retransmiten. Sólo se da historia de salvación cuando una comunidad se considera a sí­ misma como pueblo de Dios, que evoca a la memoria los hechos salví­ficos del pasado para comprenderse a sí­ misma y comprender la relación que tiene con Dios, con el fin de recorrer el camino que la lleva a la salvación prometida. La comunidad que se considera pueblo de Dios, así­ como aquellos a los que está confiada la obligación de transmitir la tradición, escogen aquellos hechos que consideran importantes para la historia de la salvación, y los interpretan de manera que muestren a los venideros el camino que lleva a la salvación. Esta tradición e interpretación es susceptible de un progreso histórico si tenemos en cuenta nuestra situación existencial.

En la historia humana y en la historia de la salvación llegamos hasta los hechos sólo a través de testimonios y de documentos que siempre dan una interpretación de los hechos. Si queremos comprender la historia de la salvación, debemos tener confianza en los que fueron testigos de la misma y en los que nos la transmitieron, considerar atentamente la interpretación que le dieron y examinar qué nos dice a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI, lo que nos ha sido transmitido.

4. FUNCIí“N DE LOS TRANSMISORES. En los relatos sobre los hechos, los que los transmiten no solamente exponen su pensamiento y el de la comunidad, sino que en sus palabras manifiesta Dios su propia obra. Dios se sirve de transmisores o hagiógrafos humanos para dirigirnos, a través de ellos, su propia palabra; por ejemplo Isaí­as, Oseas, Juan Bautista, etc. Los que nos han retransmitido la historia de la salvación hablan no sólo como testigos de la obra de Dios en la historia, sino también en nombre del Dios que obra en la historia. Las palabras de los mensajeros bí­blicos (profetas, hombres de Dios) y hagiógrafos son profecí­a, esto es, una palabra del mismo Dios dirigida a nosotros, que nos coloca en una disyuntiva y exige nuestra respuesta.

5. ESQUEMA PROMESA-CUMPLIMIENTO. Porque la salvación se perdió por el pecado y porque solamente el hombre la recuperará en toda su plenitud al fin de los tiempos, la historia de la salvación se define por el esquema de promesa y cumplimiento. Ya en la historia del pasado se cumplieron algunas promesas (posesión de la tierra prometida a los patriarcas, muchas profecí­as que se cumplieron en el Antiguo y otras en el Nuevo Testamento). Mientras la historia de la salvación no llegue a su término, no está seguro el hombre de que será salvado. Para cada hombre, aun después de la resurrección de Cristo, la salvación es una promesa (puede rechazar el ofrecimiento de salvación que Dios le hace).

La acción salví­fica de Dios en el pasado y el hecho salví­fico de la Iglesia, que durará hasta el segundo advenimiento de Cristo, dan al hombre la seguridad de que Dios está siempre dispuesto a dar la salvación sin limitaciones. Lo que Dios ha hecho en la historia del pasado es una sombra, un tipo de lo que Dios hará. El que fundamentalmente reconoce el plan salví­fico y una economí­a de salvación como historia de salvación, no podrá rechazar la tipologí­a como categorí­a exegética. El concepto de plan salví­fico presupone que los acontecimientos salví­ficos posteriores acontecen según un plan preconcebido.

6. SENTIDO DE LA HISTORIA DE PERDICIí“N. La historia de la salvación se caracteriza también por reveses y contratiempos, por fracasos de organizaciones e instituciones salví­ficas. Leemos en el Antiguo Testamento que muchas veces Dios tiene que comenzar de nuevo porque el hombre ha rechazado su oferta de salvación; que excluye de la promesa a personas y grupos que le correspondí­an directamente; que encauza la vida de Israel por otros derroteros; que reprueba unas instituciones y crea otras; pone en cuestión la existencia de la alianza (en el desierto, en el exilio), etc. Las promesas hechas al pueblo judí­o las traspasa a la Iglesia, sin reprobar completamente a Israel. Con Cristo se creó una nueva institución. Las profecí­as no sólo anuncian la promesa de salvación, sino también el anuncio del juicio. Por lo mismo, la historia de la salvación tiene también una contrapartida en su historia de la perdición. Historia de la salvación quiere decir llamada a la decisión entre la salvación y la reprobación.

7. HISTORIA SALVíFICA Y CELEBRACIí“N. La historia de la salvación es la historia que se hace presente en el culto. Así­ sucedí­a en el culto del Antiguo Testamento y sigue en la liturgia de la Iglesia. El año litúrgico es la recapitulación de toda la historia de la salvación. Israel se reuní­a en los santuarios (Gilgal, Betel, etc.), y allí­ recordaba lo que Dios habí­a hecho a su pueblo; cosa que hoy seguimos haciendo en la liturgia de la Iglesia, teniendo presente la obra de Jesucristo. En este sentido, se hace necesaria una catequesis mistagógica (cf CCE 1075 y 1095).

Presupuesto todo lo dicho, podemos describir la historia de la salvación como la historia de los hechos salví­ficos de Dios, en los cuales manifiesta su plan salvador, prometiendo al hombre la salvación que perdió por el pecado para el tiempo escatológico, a cuya promesa puede el hombre responder con fe o sin ella. Es la historia que han transmitido los órganos de la tradición que Dios mismo escogió y que han hablado en su nombre. Es la historia que contiene los hechos salví­ficos del pasado, que por las categorí­as de promesa-cumplimiento, tipo-antitipo, enlazan con la salvación que recibirá su culminación con la segunda venida de Cristo.

III. Función histórica de la experiencia religiosa
La importancia de la ley estructural, que une en la revelación los acontecimientos y las palabras, exige que hablemos del papel de mediación que la experiencia religiosa desempeña, para tomar conciencia del valor revelador de los acontecimientos. Cuando se habla de acontecimientos no hay que pensar, como regla general, en hechos extraordinarios o metahistóricos (magnalia Dei), cuyo carácter de revelación saltarí­a a los ojos de todos, incluso sin las disposiciones de la fe, y sin necesidad de que la palabra los iluminase.

Aun sin anteponer a la intervención especial de Dios trabas racionalistas, la Biblia nos ofrece las maravillas de Dios (mirabilia Dei) más bien como realidades que sólo la conciencia creyente reconoce como tales en los acontecimientos de la historia, y que por lo mismo necesitan de la interpretación profética. Por otro lado, una observación semejante vale para las palabras, pues la palabra de Dios se encarna, por ví­a ordinaria, en los procesos humanos de la reflexión y de la oración, en la búsqueda apasionada que la conciencia religiosa, de Israel y de la Iglesia, emprende para captar en su propia existencia las intervenciones de Dios. En este sentido, la catequesis tiene la gran tarea de educar en la experiencia religiosa.

1. HECHOS Y PALABRAS. El Directorio general para la catequesis afirma que «el carácter histórico del mensaje cristiano obliga a la catequesis a presentar la historia de la salvación por medio de una catequesis bí­blica que dé a conocer las obras y palabras con las que Dios se ha revelado a la humanidad» (DGC 108). Revelación-acontecimiento y revelación-palabra acaecen, por tanto, en el interior de esa compleja experiencia religiosa que lleva a Israel y a la Iglesia, bajo el impulso del Espí­ritu, a leer en su historia los signos de la presencia y de la acción de Dios. La palabra de Dios sólo se realiza a través de una experiencia de Dios, que permite que el pensamiento humano sea iluminado por Dios y que en las formas humanas del lenguaje se convierta en vehí­culo de la revelación. Palabras y acontecimientos tienen sentido en la conciencia de los hombres que se abren a la llamada personal de Dios y que responden activamente a ella.

2. HISTORIA SAGRADA E HISTORIA DE SALVACIí“N. Estas consideraciones han de ponernos en guardia contra esa deformación de la palabra revelada que consiste en reducirla a simple comunicación de palabras o a una narración material de los hechos (Historia sagrada). En la idea de la historia de la salvación va implí­cita la palabra interpretativa que, brotando del seno de la experiencia religiosa, vivifica la historia y hace de ella un lugar en que Dios se revela, se da y se hace presente: «El elemento que distingue a la historia de la salvación de la historia profana, y hace de aquélla historia de la salvación en sentido estricto, es la palabra divina en cuanto que interpreta de un modo absoluto una determinada historia; mientras que, normalmente, por historia de la salvación se entiende otra cosa, a saber: determinadas acciones divinas que causan la salvación del hombre» (A. Darlap). Lo dicho aclara cuál es la función histórica de la privilegiada experiencia religiosa de Israel y de la Iglesia, que tiene una función vicaria y misionera al servicio de toda la humanidad, llamada en su totalidad a reconocer el proyecto de Dios y a aceptarlo. La historia particular de la revelación divina (historia de la salvación testimoniada en Israel y en la Iglesia) está en función de la historia general de la revelación y de la salvación, es coextensiva al recorrido histórico de toda la humanidad.

3. TAREA DE LA CATEQUESIS. Así­ pues, vistos algunos de los aspectos fundamentales de la teologí­a de la revelación, que son la base para comprender el quehacer catequético, la catequesis propiamente dicha deberá reflejar en su propia esencia las caracterí­sticas fundamentales de la palabra divina, tal como se manifiesta concretamente en la historia. La catequesis de la Iglesia, en cualquiera de sus formas, y según los diversos destinatarios, constituye siempre un momento de la realización del misterio de la poderosa palabra de Dios, que sigue interpelando al hombre e invitándolo a entrar en su proyecto de salvación sobre la humanidad. En medio de su sencillez, tanto en sus expresiones como en sus medios o destinatarios, la catequesis es siempre un signo eficaz de algo mucho más profundo y más alto, porque es un instrumento de la economí­a divina de la salvación.

IV. Etapas de la historia de la salvación
La historia de la salvación se puede dividir en tres grandes tiempos históricos: El tiempo de Israel, el tiempo de Jesucristo y el tiempo de la Iglesia (DGC 108; CCE 54-64).

Algunos autores distinguen los tres tiempos, destinándolos a cada una de las personas de la Trinidad: el tiempo anterior a Cristo constituye el evangelio del Padre; el contemporáneo a Cristo, el evangelio del Hijo; y el posterior a Cristo, el evangelio del Espí­ritu Santo. En cada uno de los tres grandes tiempos históricos hay algunos momentos especialmente significativos (kairoi) de intervención de Dios. Son de señalar en el Antiguo Testamento: la creación, el pecado, la promesa, el éxodo, la alianza y el profetismo. La revelación de Dios en tiempos anteriores a Cristo era progresiva, preparatoria.

En la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, la Palabra eterna…, para que habitara entre los hombres y les contara la intimidad del Padre (cf Jn 1,1-18). Jesucristo, la Palabra hecha carne, hombre enviado a los hombres, habla las palabras de Dios y realiza la obra de la salvación que el Padre le encargó. El, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, con signos y milagros y, sobre todo, con su muerte y resurrección y con el enví­o del Espí­ritu de la verdad, lleva a la plenitud toda la revelación. Después de Cristo, en el tiempo de la Iglesia, los apóstoles transmitieron de palabra, y algunos por escrito, el evangelio que habí­an recibido de Jesucristo, y nombraron como sucesores suyos a los obispos, dejándoles su encargo en el magisterio. Esta tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espí­ritu Santo y va caminando, a través de los siglos, hacia la plenitud de la verdad, hasta que llegue la gloriosa manifestación de Jesucristo nuestro Señor (DV 1).

El carácter propiamente histórico de la salvación se basa precisamente en el convencimiento de que la iniciativa de la elección, de la iniciación de un pacto de alianza con Israel y, por medio de Jesucristo, con la Iglesia, es un acto unilateral por parte de Dios, llevado de su amor. Ambas partes quedan religadas (religión) e irremisiblemente dicha religación queda imbricada en su historia: «Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios». Esta salvación no se ha realizado de improviso, se desarrolla a lo largo de los tiempos hasta llegar a su plenitud (cf CCE 54-64; 1081-1093).

1. EL TIEMPO DE ISRAEL. Se inicia con la creación del mundo por Dios, con la que se prepara el escenario de la acción y se ponen en escena los personajes de la historia. Con ella se pone en marcha y comienza a actuar el plan de salvación.

Tiene una primera etapa en su realización. Dios elige a Abrahán y, en él, a su descendencia, como el ámbito privilegiado de su actuación salví­fica. El es «el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (Ex 3,6). Los descendientes de Abrahán experimentan la acción salví­fica de Dios especialmente en la liberación de la esclavitud de Egipto (Ex 12-15) y en la alianza del Sinaí­ (Ex 19-20), que constituyen como el acta de nacimiento de Israel como pueblo. Entonces, miran al pasado y describen su prehistoria de salvación: creación, pecado y promesa. Después, y a lo largo de trece siglos, este pueblo va siendo testigo de múltiples y continuas intervenciones de Dios. El se les va haciendo presente en su historia de múltiples maneras, les habla, los dirige y guí­a por medio de personas -jueces, reyes y, especialmente, por medio de sus siervos los profetas-, los va acostumbrando a sus caminos, los va llevando a descubrir y aceptar sus procedimientos, los va encaminando hacia Cristo. Es el Antiguo Testamento, la alianza antigua, la etapa de preparación.

2. EL TIEMPO DE JESUCRISTO. «Al llegar la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4), la etapa de preparación deja paso a la de la realización de la salvación, que tiene lugar en Jesucristo, en su vida y en su muerte-resurrección. Después de haber hablado Dios muchas veces y en diversas formas, habla a los hombres en su Hijo, que es su Palabra, la última, la perfecta, la definitiva (cf Heb 1,1-2; Jn 1,1-14). Después de haber realizado salvaciones parciales, pequeñas, numerosas, deficientes, provisionales, «Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la condición de hijos adoptivos. Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre! De suerte que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por la gracia de Dios» (Gál 4,4-7; cf Rom 8,14-17). Con él queda instaurado el reinado de Dios en el mundo, objeto de la promesa y de la esperanza de Israel desde la época de David (cf Mt 3,2; 4,17; 12,28; Lc 10,9; 17,21; 23,42; Col 1,13). Después de haber recibido Dios parciales y siempre deficientes glorificaciones por parte de los hombres, que tienen tendencia a arrebatarle constantemente esa gloria para atribuí­rsela a sí­ mismos y a las obras de sus manos (cf Is 43,23; 29,13; Rom 2-3), Cristo, hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz, le ofrece reverencia consumada y glorificación perfecta, realizando así­ también la salvación de los hombres (cf Flp 2,6-11; Heb 5,5-10; Rom 5,19; Jn 14,13; 17,1-10). Es el Nuevo Testamento, es la hora del reino de Dios; es la etapa de realización de la salvación.

3. EL TIEMPO DE LA IGLESIA. La intervención de Dios en la historia culmina en Cristo, pero no termina en él. Con su resurrección-glorificación, aunque ha llegado el fin de los tiempos, no ha llegado su final, es el ya, pero todaví­a no. Con ella se abre una nueva etapa en la que Cristo vivo se hace actuante, presente en la historia. Y se hace visible en y por medio de la comunidad de sus discí­pulos, de la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios formado de todos los pueblos y razas, lenguas y naciones que se reúnen en el nombre del Señor y por la fe en él, que se dedican a recordar la salvación obtenida por él, a anunciarla, a celebrarla gozosamente y a realizarla en favor de todos los hombres a lo largo de todos los siglos.

Es la etapa de la Iglesia, el tiempo en que vivimos, que se extiende como prolongación del de Cristo, desde pentecostés hasta la parusí­a o retorno del Señor (cf CCE 1076); cuando él vuelva de nuevo gloriosamente, consumará la salvación, manifestando pública y solemnemente la obra salvadora que ha ido actuando en la historia, desconocida a veces, menospreciada en ocasiones, e incorporará a su obra salví­fica a toda la creación. Es, pues, el tiempo de la Iglesia, la etapa de la aplicación de la salvación hasta su consumación al final de la historia.

V. La historia de la salvación en la catequesis española
En lo que respecta a la historia de la salvación como tratado, la historia de la catequesis española, hasta el siglo XX, caminó prácticamente al mismo ritmo de la Iglesia universal. Al principio, la catequesis, desde el interior del mismo mundo bí­blico, mantiene la caracterí­stica de narración de la historia salví­fica (cf Ex 12,24; Dt 6,20; Rom 1,1-7; iCor 15,3-5). Lo mismo sirve para el perí­odo de los Padres (cf san Agustí­n, De catechizandis rudibus) donde «la narración (narratio) de las maravillas obradas por Dios y la espera (expectatio) del retorno de Cristo acompañaban siempre la exposición (explanatio) de los misterios de la fe» (DGC 107). Dicho esquema es usado y estructurado adecuadamente en el perí­odo del catecumenado. Al multiplicarse los catecismos (siglo XVI) y ponerse de moda una catequesis de tipo escolástico atemporal, se reafirma el puesto central de historia de la salvación bajo la categorí­a de la historia bí­blica, leí­da en clave de historia sagrada; en esta dirección tenemos en España los Catecismos de la doctrina cristiana del P. Astete (1593) y del P. Ripalda (1591), que ocupan un importante perí­odo de tiempo, y a los que sigue el Catecismo nacional texto único (1957-1962) distribuido en tres grados.

1. LA CORRIENTE KERIGMíTICA. La renovación bí­blica del siglo XX considera la catequesis kerigmática como la máxima expresión de la catequesis según la historia de la salvación (cf Catecismo católico, 1955). Los aires europeos de la corriente kerigmática en la catequesis española, alentados e impulsados por la Dei Verbum del Vaticano II, nos ayudaron a descubrir, en la década de los años sesenta, que la Escritura no es solamente un conjunto de relatos históricos ocurridos in illo tempore, sino, sobre todo, palabra que Dios dirige al hombre, haciendo de su historia historia de salvación; además esa Palabra es una Persona y tiene un nombre: Jesucristo. A ello se orientaron las 1 Jornadas nacionales de estudios catequéticos (1966), la renovación de los Programas de enseñanza religiosa y el documento episcopal Iglesia y educación en España, hoy. Testigos cualificados fueron los Catecismos escolares (1968), concebidos como un manual de fuentes de fe, que conjugaban en su interior los diversos lenguajes catequéticos: bí­blico, litúrgico, vivencial y doctrinal. Durante ese perí­odo, es significativo el encuentro con la Escritura, en clave de historia de salvación, a través de la liturgia y en la celebración de los sacramentos.

2. LA CORRIENTE ANTROPOLí“GICA. Pero es en la década posterior (1970-1980) cuando la catequesis adquiere un status de primer orden en la pastoral de nuestra Iglesia. A esto contribuyó el estudio y desarrollo de la Dei Verbum, que considera la revelación como automanifestación-donación de Dios al hombre en el mundo; de ahí­ nace la preocupación catequética por mantener la doble fidelidad: a Dios en su mensaje y al hombre en su contexto. La experiencia humana adquiere una relevancia tan importante que, poco a poco, se ha ido constituyendo en elemento esencial de la catequesis, haciendo muchas veces de la Biblia un lugar de referencia, al considerarla Palabra iluminadora de la existencia humana personal y social. En esta lí­nea se movieron la asamblea conjunta obispos-sacerdotes, sucesivas plenarias episcopales y los nuevos planes de formación religiosa. Testigo cualificado fue el Catecismo escolar de 4° curso (1972), por ser el primero en asumir las caracterí­sticas de la catequesis de la experiencia; pero el más representativo fue, sin duda, el catecismo Con vosotros está (1976); la delicadeza en correlacionar las experiencias humanas de los chicos y chicas con las de la Sagrada Escritura, con sus personajes, acontecimientos, etc., con los testimonios cristianos de ayer y de hoy, y con la celebración litúrgica, hacen de este catecismo una obra singular, a la que acompañan importantes guí­as.

El sí­nodo sobre catequesis, convocado por Pablo VI en 1977, buscó una relación más fecunda entre la palabra de Dios y la vida del hombre, donde se le ofrece la salvación. Las orientaciones de aquella asamblea sinodal, profundizadas y proyectadas a través de los planes trienales de la conferencia episcopal, quedaron pergeñadas en el documento La catequesis de la comunidad (1983).

La historia de la salvación, cuya cumbre está constituida por el misterio pascual de Jesucristo, ha venido a ocupar su lugar central en la catequesis, donde la revelación de Dios no aparece como un manojo de verdades abstractas que se enseñan de manera académica con el deber de aprenderlas, sino que Dios mismo se automanifiesta y se da a los hombres gratuitamente en Jesucristo para salvarlos. Ya no bastará con transmitir el mensaje del Señor sin más -corriente kerigmática-, sino que, al hacerlo, hay que tener en cuenta al hombre concreto con su mentalidad y situación -corriente antropológica-; adaptarse al sujeto al que se dirige el mensaje y partir de su realidad cotidiana, que es el lugar donde Dios se manifiesta; el hombre, en su experiencia y cultura, no es objeto, sino sujeto responsable en el diálogo con Dios, y en esa relación el hombre es libre para aceptar o rechazar la salvación que Dios le ofrece. La catequesis, interpretando la experiencia humana, deberá ayudar a que resuene la Palabra y, al escucharla, provoque respuestas de obediencia y acogida en los destinatarios.

3. LA «TRADITIO EVANGELII IN SYMBOLO». A partir de 1980 aparece el perí­odo de la sí­ntesis y de la reflexión sobre la identidad de la catequesis en la comunidad cristiana y sobre la figura del catequista; es una etapa caracterizada por recuperar la traditio evangelii in symbolo. A esta etapa se corresponden los catecismos de la comunidad: Padre nuestro, Jesús es el Señor y Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia. Es precisamente este último el que, inspirándose en el catecumenado de la Iglesia antigua, está estructurado en dos grandes secciones que se complementan entre sí­ y forman una unidad: la de la historia de la salvación, lo que los padres llamaban narratio, y la exposición de la fe cristiana o explanatio. La primera recoge cuanto venimos expresando sobre los tres grandes momentos y los núcleos centrales de cada uno de ellos: la alianza de Dios con Israel; la promesa cumplida en Jesucristo, que hace presente el reino de Dios, y el pueblo de la nueva alianza, que es la Iglesia.

VI. Indicaciones metodológicas
Como hemos podido observar a lo largo de nuestra exposición, Dios tiene un estilo propio, un talante especí­fico para acercarse a los hombres: es la pedagogí­a divina, centrada en el don, la historicidad y los signos (cf CC 205-217). Pues bien, la pedagogí­a catequética, inspirándose en aquella y utilizando cuantos medios le son propios, tiende a despertar el sentido de la trascendencia, de la gratuidad y de la confianza, a posibilitar el encuentro con Dios y a desplegarlo en el tiempo, consolidándolo. No podemos olvidar que los hombres y mujeres de hoy somos agentes y pacientes de la historia de la salvación. En este sentido, la catequesis busca acercar y acompañar a los niños, jóvenes y adultos al encuentro de Dios, que se revela en la historia -en la suya propia y en el mundo-; asimismo se esfuerza en cuidar sus oí­dos en orden a que el mensaje salví­fico resuene en el corazón del oyente para convertirlo en creyente y transformarlo en agente.

Y así­, con ayuda del método inductivo, que «es conforme a la economí­a de la revelación», la catequesis puede presentar los hechos (acontecimientos bí­blicos, actos litúrgicos, la vida de la Iglesia y de la vida cristiana), considerándolos y encaminándolos atentamente, a fin de descubrir en ellos el significado que pueden tener en el misterio de la salvación revelado en Jesucristo (DCG 72). En este sentido, y teniendo presentes las distintas edades de los catequizandos, ofrecemos algunas indicaciones metodológicas:
a. En la infancia, conviene presentar los personajes bí­blicos más significativos y su relación con Dios; mediante narraciones sencillas se tratará de iniciar a los niños y niñas en el conocimiento de Dios revelado a los hombres en su contexto, por ejemplo: Abrahán, Moisés, Jesús, la Virgen Marí­a, etc.
b. En la preadolescencia, se buscará relacionar a los hombres bí­blicos con los hechos más importantes de la revelación divina y, mediante la pedagogí­a del héroe, descubrir, en los hechos y palabras, las actitudes de esos hombres ante Dios, ante sí­ mismos y ante los demás; por ejemplo: la obediencia de Abrahán, la fidelidad de los profetas, etc.

c. En la adolescencia y juventud, se buscará destacar las maravillas de Dios acontecidas en la historia y referirlas a Jesucristo, centro y culmen de la revelación; mediante la pedagogí­a divina buscarán, asimismo, confrontarse con dicha historia y desvelar cómo también en ellos y a través de ellos, Dios sigue ofreciendo su salvación.
d. En la catequesis con adultos, se pueden ofrecer y profundizar las innumerables experiencias de la historia de la salvación utilizadas por el hombre bí­blico, por testigos de ayer (santos) y de hoy (evangelizadores). Para ello se pueden escoger métodos diferentes, por ejemplo: por la ví­a histórico-genética: Abrahán, Isaac, Jacob, José, etc.; por temas: éxodo y libertad; por constantes: fidelidad-infidelidad; por libros: evangelio de Juan, etc.

En cada una de las edades es muy importante la figura del catequista, pues en la lí­nea de los testigos, el catequista ha de sentir la historia de la salvación, viviéndola desde dentro y contagiándola por fuera, haciendo suyas aquellas palabras de Juan a sus destinatarios: «Lo que existí­a desde el principio, lo que hemos oí­do, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida…, eso que hemos visto y oí­do, os lo anunciamos para que estéis unidos con nosotros… y vuestra alegrí­a sea completa» (Jn 1,1-4).

Conclusión
Así­ pues, confesamos que, después de todo lo expuesto, entendemos la historia de salvación como la historia de amor que el Padre ha hecho, hace y hará con la humanidad y en el mundo entero. Esa historia está entretejida con hechos y palabras; en ella, los hechos hablan y las palabras hacen. Pero en realidad sólo hay un hecho y una palabra, sólo hay una historia, la del Padre que se revela plenamente en «Jesucristo, salvador del mundo, ayer, hoy y siempre» (cf Heb 13,8). Con él ha llegado el reino de Dios que, en palabras sencillas, significa: «todos vosotros sois hermanos porque tenéis un solo Padre; amaos unos a otros más, mejor y de otra manera». A esta tarea está convocada la Iglesia que, a través de la catequesis, anuncia y trabaja para que el misterio del Reino, iniciado ya por Cristo, pero todaví­a no consumado, llegue a su plenitud y «todos los hombres se salven» (1Tim 2-4).

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Juan Luis Martí­n Barrios

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética