GUIA DE LECTURA DE LA LUMEN GENTIUM

La Lumen gentium es, sin duda, el documento magisterial más significativo y central del Vaticano II sobre eclesiologí­a, más aún cuando comparte con la Dei Verbum, el documento por excelencia sobre la Revelación, el significativo calificativo de constitución dogmática. La centralidad de la Lumen gentium se manifestó de forma clara con motivo del Sí­nodo de 1985 a los veinte años del Vaticano II, el cual sintetizó su documento final con una frase que recoge las cuatro constituciones conciliares y en la que la Iglesia es el único sujeto: «La Iglesia (LG), bajo la palabra de Dios (DV), celebra los misterios de Cristo (SC) para la salvación del mundo (GS)».

Ahora bien, la Lumen gentium tiene ví­nculos estrechos con los otros documentos conciliares. Así­, gracias a la Dei Verbum y a la Sacrosanctum concilium se conoce mejor la dependencia de la Iglesia en relación con la palabra de Dios y los sacramentos y, a su vez, gracias a la Gaudium et spes, se descubre con más amplitud la «misión» de la Iglesia en el mundo. Del mismo modo, diferentes decretos y declaraciones del Vaticano II desarrollan aspectos eclesiológicos relevantes, tales como los decretos sobre la actividad misionera de la Iglesia (AG) y sobre ecumenismo (UR), así­ como la declaración sobre las religiones no cristianas (NA). El resto de los documentos, en cambio, están orientados de forma prioritaria a cuestiones prácticas, pero en ellos se trasluce también la eclesiologí­a fontal de la LG (por ejemplo, al tratar de los obispos, de los presbí­teros, de los religiosos, de los laicos, de las Iglesias orientales…).

Notemos finalmente que con la Lumen gentium, especialmente con el capí­tulo III sobre el episcopado, el Vaticano II retorna y continúa, aunque con un estilo diferente, el tema interrumpido en el Vaticano I, y esto ya muestra la importancia decisiva para la eclesiologí­a de la constitución dogmática Lumen gentium. Las referencias de las voces del presente Diccionario de eclesiologí­a a la Lumen gentium se encuentran en la propuesta de lectura histórico-sistemática: «2. Voces sistemáticas según la Lumen gentium» de las páginas 11-13.

Capí­tulo 1
EL MISTERIO DE LA IGLESIA

La palabra «misterio», que califica todo el capí­tulo, ya no se sitúa en la órbita del Vaticano I que lo aplicaba a los contenidos «misteriosos» de la fe, sino que se refiere al concepto paulino de «misterio» como expresión del designio salvador de Dios para la salvación del mundo (cf Ef 1,9s.; 3,3-10; Col 1,26s; idea ya presente en la apocalí­ptica judí­a). Esta palabra griega fue traducida al latí­n como sacramentum, lo que dio motivo para la comprensión de la Iglesia como «sacramento», formulación patrí­stica retomada por diversos teólogos del siglo XX (H. de Lubac, O. Semmelroth, K. Rahner, E. Schillebeeckx…).

1. El proemio (LG 1)
Se inicia con una afirmación claramente cristocéntrica puesto que «la luz de las gentes es Cristo», situándose la Iglesia a nivel sacramental, «como un sacramento», el cual se describe de acuerdo con las perspectivas de la teologí­a sacramental: como «signo», que acentúa el carácter simbólico de la presencia de Cristo (cf K. Rahner), y como «instrumento», que subraya el carácter eficaz de tal presencia (cf O. Semmelroth). A su vez, de forma totalmente sugerente, se pone de relieve «la realidad última» (la llamada res sacramenti) que comporta la Iglesia sacramento y que es «la í­ntima unión con Dios y la unidad del género humano», formulación plena del significado propio de la salvación como «común-unión» que incluye la filiación con Dios y la fraternidad entre los hombres.

2. La Iglesia que procede de la Trinidad (LG 2-4)
Desde una perspectiva bí­blica y siguiendo el designio de la salvación, se explicita la realidad de la Iglesia a partir de la Trinidad. Se empieza por el Padre en LG 2 que manifiesta su designio para que todos los hombres puedan ser «hijos de Dios» y por esto se enumeran las diversas etapas de este designio histórico de salvación donde aparece la génesis de la Iglesia en una perspectiva procesual de cinco etapas: «prefigurada ya desde el origen del mundo…»; «preparada en la historia del pueblo de Israel»; «constituida en estos últimos tiempos (con Cristo)»; «manifestada por la efusión del Espí­ritu…» y llevada a «la plenitud al fin de los siglos…». Como sí­ntesis de esta perspectiva procesual de la Iglesia, entendida aquí­ como reunión universal de los convocados a la salvación, LG 2 usa la fórmula patrí­stico-medieval, particularmente divulgada por Y. Congar: «La Iglesia que procede de Abel» (Ecclesia ab Abel). Debe notarse aquí­ que la palabra «Iglesia», equivale a la expresión «Iglesia universal», usada precisamente en la conclusión de la misma LG 2, la cual, de forma diferente a lo que acontece a lo largo de toda la LG, no se refiere sólo a la Iglesia histórica que va de Pentecostés hasta el fin de los tiempos, sino que aquí­ es sinónima del designio salvador de Dios Padre iniciado ya desde la creación.

El Hijo en LG 3 es presentado en el centro de la historia como concentración personal del designio salvador antes descrito, siguiendo la doctrina paulina de la «recapitulación universal» y de la «filiación adoptiva». A su vez, más que situar a Jesucristo como «fundador histórico de la Iglesia» se insiste en el nacimiento simbólico de la Iglesia a partir del misterio pascual «por la sangre y el agua surgidas del costado abierto de Jesús crucificado», de acuerdo con la interpretación patrí­stico-medieval de Jn 19,34, según la cual «de los sacramentos —eucaristí­a y bautismo— que brotaron del costado de Cristo en la cruz surgió la Iglesia» (Tomás de Aquino).

El Espí­ritu Santo en LG 4 es tratado de forma breve, aunque en un texto que condensa toda la visión pneumatológica de la Iglesia, ya que el Espí­ritu es visto como protagonista de la construcción y creación de la Iglesia con una expresión-sí­ntesis: «El Espí­ritu que habita en la Iglesia» (Spiritus in Ecclesia). A su vez, se multiplican las expresiones sobre su función «sobre» y «en» la Iglesia, ya que santifica, crea comunión, da vida, luz, verdad, libertad, resurrección, fuerza, unidad… Su perspectiva final es la de «unificar en la comunión y en el servicio», «rejuvenecer gracias a la fuerza del Evangelio» y «conducir a la unión con Cristo».

Como conclusión de LG 2-4 se cita la fórmula eclesial-trinitaria de san Cipriano, en la que la Iglesia es descrita como «un pueblo reunido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo» (la Ecclesia de Trinitate).
3. Las metáforas bí­blicas sobre la Iglesia (LG 5-6)
Se amplí­a el horizonte de las imágenes sobre la Iglesia a partir de las metáforas bí­blicas en torno a la categorí­a central de reino de Dios (LG 5), el cual no se identifica con la Iglesia, puesto que sólo se da plenamente en Cristo. La Iglesia, por tanto, «instaura» este Reino en el sentido de que es «germen e inicio», y no realidad plena y perfecta, y tiene la misión de «anunciarlo». A su vez, «la í­ntima naturaleza de la Iglesia también aparece con diferentes imágenes» (LG 6), tales como: «redil», «cultivo y campo de Dios», «construcción de Dios», «familia», «templo», «madre», «ciudad santa» y, finalmente, «esposa» en camino hacia «la plena gloria».

4. A la luz del misterio cristológico (LG 7-8)
Se trata de dos textos decisivos, especialmente LG 8, muy debatidos en el concilio y que muestran una doble faz: lo que es Cristo para la Iglesia (LG 7) y lo que es la Iglesia para Cristo (LG 8). El primer texto parte de la afirmación de la Iglesia como cuerpo de Cristo en referencia a la encí­clica Mystici corporis (1943) de Pí­o XII, aunque lo hace de una forma muy sintética que «redimensiona» este concepto al situarlo en medio de los otros enumerados anteriormente y, a su vez, lo complementa en la conclusión con otra metáfora, la de «esposa de Cristo», que subraya la diferencia entre Cristo y la Iglesia.

LG 8, que cierra el primer capí­tulo y forma una inclusión con LG 1, representa, sin duda, uno de los puntos álgidos de toda la LG al tratar de «la Iglesia realidad visible e invisible». He aquí­ los puntos más relevantes de su primer párrafo: la Iglesia es descrita bellamente como «comunidad de fe, de esperanza y de amor»; es «sociedad y cuerpo mí­stico», «asamblea visible y comunidad espiritual», «Iglesia de la tierra e Iglesia celestial», ya que ambas dimensiones forman «una sola realidad compleja, hecha de un elemento humano y de otro de divino»; de ahí­ la «profunda analogí­a con el misterio del Verbo encarnado», de tal forma que «el organismo social de la Iglesia está al servicio del Espí­ritu de Cristo (Spiritui Christi inservit)». Afirmaciones todas ellas, y especialmente la última, que iluminan el sentido de la visibilidad eclesial que debe estar siempre «al servicio del Espí­ritu de Cristo».

El segundo párrafo afronta la decisiva cuestión de la unicidad de la Iglesia. Se afirma que la Iglesia querida por Cristo, «una, santa, católica y apostólica», muestra su carácter plenamente apostólico en cuanto está confiada a Pedro y a los otros apóstoles. Por esto se afirma de esta Iglesia que, en cuanto sociedad histórica, «subsiste (o perdura) en (subsistit in) la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro». En el texto anterior se leí­a «es» en vez de «subsiste en»; tal cambio se realizó, según se explicó en el mismo concilio, para que de esta forma se expresase mejor la existencia de diversos elementos de eclesialidad que se encuentran «fuera de la visibilidad» (extra eius compaginen) de la Iglesia de Roma. Esta visión se reencuentra más tarde en LG 15 y el decreto sobre el ecumenismo (UR 3-4), donde la relación entre la Iglesia de Roma y las otras Iglesias es concebida como una relación gradual de participación, integridad o plenitud, teniendo en cuenta que en la Iglesia de Roma hay presentes institucionalmente todos los elementos queridos por Cristo y, en cambio, en las otras Iglesias existe carencia o defecto de algunos elementos, aunque no haya ausencia de eclesialidad, especialmente teniendo presente el bautismo.

El último párrafo de LG 8 se centra en una temática muy presente durante la celebración del Vaticano II, como era el de la Iglesia de los pobres y, a su vez, sobre la cuestión del «pecado» en la Iglesia (cf los famosos estudios previos al concilio de H. U. von Balthasar sobre la Iglesia como casta meretrix y de K. Rahner sobre «el pecado en la Iglesia»). Sobre este punto, y con una clara referencia ecuménica, se recupera la expresión patrí­stico-medieval que afirma «la Iglesia santa que incluye en su propio seno a pecadores», ya que es «a su vez santa pero siempre necesitada de purificación», textos donde respira la fórmula de Lutero sobre la Iglesia «que siempre se debe reformar» (semper reformanda: verbo que se usará en UR 6). Una bella imagen de la Iglesia «peregrina» completa y cierra este número decisivo de la Lumen gentium.

Capí­tulo II
EL PUEBLO DE DIOS

El sentido de este capí­tulo radica en que indica quién es esta Iglesia-sacramento: el Pueblo de Dios. A su vez, este capí­tulo hace emerger por encima de todas las diferentes metáforas de la Iglesia la de «pueblo de Dios», superando así­ tanto la categorí­a de «sociedad perfecta» como la de «Cuerpo de Cristo» tan presentes antes del Vaticano II. De hecho, la metáfora «pueblo de Dios» sirve para superar la dualidad entre clero y laicado, liga í­ntimamente la Iglesia e Israel, ayuda a dar relieve a la liturgia e insiste en la dimensión histórica de la Iglesia como sujeto socio-histórico concreto.

1. El Pueblo «nuevo» de Dios: ¿por qué y cómo? (LG 9-12)
De forma novedosa se le califica con la expresión bí­blica de «pueblo mesiánico» que tiene como cabeza: Cristo; como condición: la igualdad de todos en cuanto hijos de Dios; como ley: la caridad; y como finalidad: el reino de Dios. Este pueblo «peregrino» es calificado de nuevo como «sacramento» adjetivado con la bella expresión de «visible de la salvación» (LG 9).

LG 10-11 describe este pueblo de Dios como «sacerdotal», afirmación que recuerda el primado de la liturgia como «culmen y fuente» en SC 10. Se da, a su vez, relieve al sacerdocio común y al servicio que le debe prestar el sacerdocio ministerial en virtud de la «potestad sacramental» (potestas sacra), teniendo presente que ambos se diferencian «esencialmente y no sólo de grado» (LG 10). Se trata de una fórmula empleada ya por Pí­o XII que tiene el riesgo de distanciarlos demasiado, aunque lo que quiere expresar es que se trata de dos realidades que están en un nivel diferente. La palabra que aquí­ puede crear confusión es la palabra «sacerdocio» aplicada a ambos, ya que a partir del Nuevo Testamento esta expresión se reserva inicialmente para designar la nueva realidad «sacerdotal» —es decir, de mediación salvadora entre Dios y el mundo— que crea el bautismo en todos los cristianos. En cambio, los «ordenados» (obispos, presbí­teros y diáconos) son más bien conocidos como «ministros» o «jerarquí­a» al servicio de toda la Iglesia. Esta fue la orientación prioritaria del Vaticano II (cf así­ los decretos sobre el «ministerio» de los obispos y de los presbí­teros), pero finalmente no se prescindió del todo de la palabra «sacerdote» aplicada a los ordenados, dada la larga tradición eclesial y «popular» de tal uso.

LG 11 analiza el ejercicio de este sacerdocio común a partir de los sacramentos que inspiran la vida cristiana. Las dos anotaciones más novedosas que se encuentran se refieren, por un lado, al sacramento de la penitencia en el cual se habla no solamente del perdón de Dios, sino también de la reconciliación eclesial que realiza. Se trata de una reflexión teológica que promovió el carmelita catalán Bartomeu M. Xiberta con su tesis doctoral Clavis Ecclesiae que, de forma relevante, divulgaron M. Schmaus y K. Rahner antes del Vaticano II. La otra anotación se refiere al sacramento del matrimonio y a la familia, a la que, de forma totalmente nueva, se la califica como «Iglesia doméstica», siguiendo la expresión forjada por Juan Crisóstomo («fí­at domus Ecclesia»).
LG 12, por su parte, se refiere al «Pueblo profético» y representa un texto de una notable calidad que trata, primero, del «sentido de fe» (sensus .fidei) con el «consentimiento de fe» y, segundo, de los carismas como expresión del carácter profético del pueblo de Dios. Se trata de dos caracterí­sticas de la comprensión de los miembros del pueblo de Dios como «sujetos» y no «súbditos» en la Iglesia y que representa una importante novedad en un texto conciliar. Es significativo además que el «consentimiento en la fe desde los obispos hasta el último fiel laico» sea el protagonista de la infalibilidad «en el creer», antes de que más adelante se trate de la infalibilidad «en el enseñar» (LG 25).

2. La catolicidad: universalidad y diversas formas de pertenencia (LG 13-16)
LG 13 subraya la universalidad del único pueblo de Dios «presente en todas las naciones de la tierra». Esta presencia es calificada con tres verbos extraí­dos de la teologí­a de la gracia, puesto que la Iglesia, asumiendo los valores, las riquezas y las costumbres de los pueblos, «los purifica, los refuerza y los eleva» (gratia sanans, elevans, consumans). Esto es lo que hace posible que la Iglesia tienda «a unificar toda la humanidad con todos sus valores bajo Cristo como cabeza, en la unidad de su Espí­ritu», formulación que explicita de nuevo la realidad última de la Iglesia-sacramento ya apuntada en LG 1.

El segundo párrafo de LG 13 desarrolla de forma muy sugerente la eclesiologí­a de comunión entre «las Iglesias particulares» a través de la necesidad de su mutua «í­ntercomunicación». A su vez, se recuerda la dedicatoria de Ignacio de Antioquí­a en su Carta a los romanos donde se presenta el ministerio petrino como garante de esta «comunión», ya que «preside toda la asamblea de la caridad» que es la Iglesia, subrayándose así­ el primado del papa como fuente y garantí­a de unidad en la diversidad.

El último párrafo de LG 13 sirve de introducción a las diversas formas de pertenencia al único pueblo de Dios desarrolladas por LG 14-16. Así­ se afirma que «todos los hombres están llamados a formar parte de esta unidad católica… (a la cual) pertenecen de diversas formas o están a ella ordenados (ordinati)». A partir de este criterio se ponen de relieve los grados de pertenencia u orientación a este único pueblo de Dios: los católicos (LG 14), los cristianos no católicos (LG 15) y los no cristianos (LG 16), siguiendo la perspectiva de la comunión, ya sea plena o parcial, según diferentes grados y formas.

¿Quién es católico? LG 14 responde de forma clara subrayando que «se incorporan plenamente (plene) a la sociedad que es la Iglesia» los que «aceptan í­ntegramente (integre)» estos tres «ví­nculos» que Roberto Belarmino hizo famosos: la profesión de fe (symbolicum), los sacramentos (liturgicum) y la visibilidad eclesial bajo el Papa y los obispos (jerarquicum vel communionis). Con todo, para no quedarse en una interpretación puramente de visibilidad «societaria» propia de la eclesiologí­a de Roberto Belarmino, LG complementa estos tres ví­nculos con una significativa cita de san Agustí­n: «Con todo, no se salva quien aún estando incorporado a la Iglesia no persevera en la caridad, y permanece con el cuerpo en el seno de la Iglesia, pero no con el corazón». Anotación que refuerza la visión sacramental, es decir, de signo y no de sociedad puramente externa, propia de la visibilidad de la Iglesia.

Los cristianos no católicos son el objetivo de LG 15. Siguiendo la visión sobre las diversas formas de pertenencia, se reconocen todos los elementos eclesiales de los cristianos no católicos, aunque no los posean «í­ntegramente». Se subraya la importancia del bautismo, de la Escritura y de otros sacramentos, como la eucaristí­a y el episcopado. Finalmente, se retoma la necesidad de «purificación y de renovación para que el signo (signum) de Cristo resplandezca con más claridad sobre la faz de la Iglesia», expresión que recuerda de nuevo su carácter sacramental e histórico que lo refiere a Cristo como luz.

Sobre los no cristianos, LG 16 agrupa a los que profesan una fe religiosa, con especial mención de los judí­os y los musulmanes, y a los no creyentes. Se afirma que aquello que une y que posibilita «conseguir la salvación» es el «dictamen de la conciencia»: expresión caracterí­stica de la modernidad que atestigua la valoración de la autonomí­a de la persona por parte de la Iglesia. Estas diversas ví­as son una «preparación evangélica», fórmula antigua que pone de relieve las «semillas del Verbo» presentes en el mundo (san Justino), la estrecha relación entre el creador y el mundo (san Agustí­n), así­ como la pedagogí­a de Dios hacia los hombres (san Ireneo) en el camino de la salvación.

3. El nuevo sentido de la misión (LG 17)
Este número conclusivo del capí­tulo representa un final significativo orientado todo él hacia la misión universal del pueblo de Dios. En efecto, a partir de la finalidad de «las misiones» calificada doblemente como anuncio del Evangelio y constitución de la Iglesia (la clásica plantatio Ecclesiae), se va hacia una visión más amplia y a un marco más general de «la misión», en singular, de la Iglesia. Sobre el método se valorizan los dones ya presentes y «sembrados» en los ritos y culturas, retomando los tres verbos ya citados en LG 13, caracterí­sticos de la presencia del Evangelio en el mundo: «purificar, elevar y perfeccionar».

Capí­tulo III
LA CONSTITUCIí“N JERíRQUICA DE LA IGLESIA Y EN PARTICULAR DEL EPISCOPADO

La importancia de este capí­tulo es muy grande especialmente porque con este tema, más que con cualquier otro, el Vaticano II se une al Vaticano I con la intención explí­cita de darle continuidad y complementariedad, y es por esta razón por lo que asume un estilo y un lenguaje «jurí­dico» análogo al del Vaticano I. Pero, a su vez, se manifiesta una novedad de estilo eclesial que no aparece a primera vista y que se muestra en la incorporación incluso textual de explicaciones y clarificaciones propuestas por los padres del Vaticano I durante el debate sobre el papado. Tal incorporación atestigua claramente que los dogmas del primado de jurisdicción y de la infalibilidad papal proclamados en el Vaticano I no negaban ni comprometí­an la misión de los obispos ni su función en la Iglesia. Y a partir de estos elementos el Vaticano II explicita que las «nuevas» afirmaciones sobre la colegialidad no están en contradicción con el Vaticano I.

1. Los obispos como cuerpo colegial (LG 18-23)
Se parte de una visión de la autoridad en la Iglesia como servicio a los hermanos, citando el enfoque del Vaticano 1, que da primací­a a la Iglesia, en cuyo interior se sitúa el episcopado. Por esto se afirma que Jesús quiso a los apóstoles y a sus sucesores, los obispos, para que la Iglesia estuviese unida, a su vez, a Pedro y al papa, su sucesor, a fin de que «el episcopado fuese uno e indiviso» (LG 18).

2. Raí­z histórica y sacramental del episcopado (LG 19-21)
LG 19 se basa en el Nuevo Testamento para afirmar que Jesús constituyó a los apóstoles como un «grupo estable». Por su lado, LG 20 afronta el tema delicado del paso de la etapa neotestamentaria a la siguiente, en la que aparecieron los obispos que ya en el siglo Il se consolidan como guí­as en la Iglesia, de acuerdo con diversos testimonios históricos. Finalmente, LG 21 afirma la génesis sacramental del episcopado como plenitud del sacramento del orden, por medio de una de las proposiciones más solemnes del Vaticano II precedida por la expresión «el santo Concilio enseña (docet)».

A su vez, se subraya que la «ordenación» —el texto dice «consagración», palabra excluida en el nuevo ritual posconciliar que recupera la más tradicional y adecuada de «ordenación»— confiere la triple función u oficio (munus) del ministerio episcopal: la de santificar, la de enseñar y la de gobernar. De esta forma se supera la doctrina más habitual que dividí­a en dos los «poderes» episcopales: el de orden, generado por la ordenación, y el de jurisdicción, fruto de la misión canónica. Así­ se recupera la doctrina más tradicional y antigua sobre el origen sacramental de la totalidad del ministerio episcopal y, a su vez, se precisa que «los oficios de enseñar y de gobernar, por su misma naturaleza, no se pueden ejercer si no es en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del colegio». La «misión canónica», pues, permanece necesaria, pero no como fuente de estos dos oficios o funciones, sino para que se puedan ejercer de forma legí­tima. En la Nota Explicativa Previa que Pablo VI pidió que se incorporara a la LG, y con un lenguaje más jurí­dico, se distingue entre «la participación ontológica de los ministerios sagrados» que confiere la ordenación y «la determinación canónica o jurí­dica» que posibilita su ejercicio concreto.

3. El «colegio» de los obispos y la colegialidad (LG 22-23)
El primado y la colegialidad. LG 22, junto con DV 9, fue el texto más laborioso de todo el Vaticano II y tiene como objetivo hacer una «relectura» del primado definido en el Vaticano I. Aquí­ también se incorporan algunas clarificaciones importantes extraí­das de las Actas de este concilio. Así­ se reafirma el dogma del Vaticano 1 sobre el «primado» —aunque el Vaticano II nunca lo adjetiva con el «de jurisdicción»— y se añade inmediatamente que el colegio episcopal «también es sujeto de la potestad suprema y plena sobre la Iglesia universal» (texto sacado de las Actas del Vaticano I), aunque siempre «con y bajo el papa» (cum et sub). De esta forma la colegialidad «manifiesta la variedad y la universalidad del pueblo de Dios». Por esto se concluye que los obispos dispersos en el mundo ejercen una verdadera acción colegial: ya sea que el papa «los llame a una acción colegial», ya sea que la «apruebe», o que la «acepte de tal forma que sea un verdadero acto colegial».

La fraternidad en horizontal de los obispos. LG 23 contiene un decisivo valor eclesiológico, puesto que es el «lugar teológico» más importante del Vaticano II sobre la comprensión de la Iglesia como «comunión de Iglesias». En efecto, se afirma que en «las Iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en ellas y a partir de ellas (in quibus et ex quibus), existe la Iglesia católica una y única». De esta forma Lumen gentium pone de relieve, por un lado, que toda la profunda realidad de la Iglesia de Dios está presente en cada iglesia local y, por otro, que la Iglesia católica no es nada más ni nada menos que la comunión de Iglesias particulares (locales/diocesanas), en la que la Iglesia de Roma, que también es una Iglesia local, tiene una función decisiva en este «cuerpo de las Iglesias». Aquí­, además, los obispos son vistos como representantes de sus Iglesias y todos juntos con el papa como representantes de la Iglesia universal: afirmación complementaria y nueva a la de los textos tradicionales que sólo veí­an a los obispos como representantes a partir «de arriba», por ser vicarios de Cristo que actúan en su nombre. Finalmente, se acentúan las formas históricas de expresión de la colegialidad y, de forma particular, como testimonio del «afecto colegial» (affectus collegialis) se citan las «conferencias episcopales» que son una de las mayores novedades del posconcilio.

4. El obispo y su ministerio (LG 24-27)
El proemio de LG 24, que retoma LG 18, describe la responsabilidad episcopal con la preciosa expresión bí­blica «diaconí­a», que significa ministerio y servicio. A su vez se retoma la raí­z sacramental con referencia «a la fuerza del Espí­ritu» de la cual son investidos, y también recuerda «la misión canónica» de la cual subraya la variedad en sus formas históricas. A partir de aquí­ se desarrolla el ministerio episcopal en sus tres funciones (munera): la enseñanza (LG 25), la santificación (LG 26) y el gobierno (LG 27).

La función magisterial (LG 25). Se retorna el Vaticano I sobre el magisterio del papa y su infalibilidad, añadiendo explicaciones sacadas de las Actas conciliares. A pesar del lenguaje primariamente jurí­dico, existe una perspectiva bí­blica y pastoral al afirmar que los obispos son «proclamadores de la fe» (praecones), que han de «predicar» como una de sus principales funciones. Sobre el magisterio auténtico y ordinario no «ex cathedra» del papa, se subraya que se le debe una «sumisión religiosa» (obsequium religiosum) y que para discernirlo se deben tener presente estos tres criterios: «El carácter de los documentos, la frecuencia con que se propone la doctrina y las formas usadas».

Sobre el magisterio infalible «ex cathedra» se recuerdan sus cuatro condiciones: el sujeto: el papa como tal; el destinatario: toda la Iglesia; el objeto: la verdades de fe y moral; la forza: mediante un acto definitivo. Tales condiciones se pueden aplicar también al magisterio infalible de los obispos «aunque estén dispersos por el mundo» y evidentemente reunidos en concilio, cuando «manteniendo el ví­nculo de comunión entre ellos y con el sucesor de Pedro, convienen en una misma sentencia que formulan como definitiva (definitive)». En esta lí­nea, en la modificación del año 1998 del canon 750 del Código de Derecho canónico se añade un parágrafo sobre las proposiciones «definitivas».

Se concluye con algunas importantes precisiones extraí­das de las Actas del Vaticano 1: 1) sobre el ámbito de la infalibilidad: «Hasta donde llega el depósito de la revelación»; 2) sobre su finalidad: «Guardar santamente y exponer con fidelidad» la revelación; 3) sobre su definitividad: «Las definiciones son irreformables por sí­ mismas y no por el consentimiento de la Iglesia (ex sese non autem ex consensu ecclesiae); se trata de una cuestión «difí­cil» del Vaticano I y que el Vaticano II resuelve apelando al Espí­ritu Santo, que tiene la última palabra, ya que «conserva y hace progresar en la unidad de la fe todo el rebaño de Cristo»; 4) sobre la función del Magisterio: está bajo la palabra de Dios (DV 1.10), ya que los pastores en su ejercicio «no reciben ninguna nueva revelación pública» y, por esto, deben hacer «servir los medios convenientes» para que «la revelación sea comprendida y expresada en términos adecuados».

La función de santificación (LG 26). La idea de fondo es que el obispo es «el administrador» (oeconomus) sacramental por excelencia, ya sea «realizando» acciones sacramentales o confiando que «se realicen». En una perspectiva pastoral se subraya de nuevo la teologí­a de la Iglesia y la comunidad «local», dando énfasis a aquellas comunidades que «aun siendo pequeñas y pobres, o que viven dispersas, en ellas Cristo está presente ya que por su poder se reúne la Iglesia, una, santa, católica y apostólica».

La función de gobierno (LG 27). Se complementa lo ya afirmado en LG 22-23, y se califica la potestad episcopal como «propia» y no delegada, «ordinaria» y no contingente, e «inmediata» hacia los fieles de la propia diócesis, por esto los obispos y no sólo el papa se pueden llamar «vicarios de Cristo», siguiendo una antigua tradición (san Cipriano; el papa Hormisdas en el año 514 da este nombre a los obispos de España; Tomás de Aquino…). Por esto se recuerda que los obispos «no han de ser tenidos como vicarios del Romano Pontí­fice». Nótese, además, que esta función de gobierno viene descrita en primer lugar como un servicio a través de «consejos, exhortaciones y ejemplos» y, a su vez, más especí­ficamente, «con autoridad y potestad sagrada» exclusiva de los obispos. Tal distinción quizá puede posibilitar una cierta comprensión de la participación del pueblo de Dios en el gobierno episcopal en el nivel primario de aquel servicio que se realiza a través de «consejos, exhortaciones y ejemplos».

5. Apuntes sobre los presbí­teros y los diáconos (LG 28-29)
Los presbí­teros (LG 28) se presentan en su triple función relativa a la palabra, a los sacramentos y a la comunidad que han de guiar. Se parte del origen sacramental y apostólico del ministerio con esta fórmula matizada: «El ministerio eclesiástico establecido por Dios (divinitus institutum) se ejerce en diversos órdenes por aquellos que, ya desde antiguo, son llamados obispos, presbí­teros y diáconos». De esta forma, al afirmar el origen divino del ministerio eclesiástico, se recuerda su posterior desarrollo histórico antiguo, que también es constituyente para la Iglesia, realizado a través de tres órdenes propios. A su vez, se subraya que los presbí­teros como «colaboradores del obispo en cada agrupación local hacen visible la Iglesia universal». Igualmente se afirma que los presbí­teros, incluidos los religiosos, forman entre todos ellos «una í­ntima fraternidad». Finalmente, y en relación con los fieles, se les califica como «padres en Cristo» en clave ministerial que tiene presente su doble dimensión no separable: «la sacerdotal y la pastoral», puesto que no sólo «presiden» la liturgia, sino también «sirven la comunidad local».

Los diáconos (LG 29). Texto marcado por dos decisiones conciliares: la restauración de la forma de diaconado llamado «permanente», es decir, como función estable, y la posibilidad de admitir a él hombres casados. El ministerio diaconal comporta una «gracia sacramental» (no se usa la expresión «carácter»), con tres funciones referidas a «la palabra, la liturgia y la caridad».

Capí­tulo IV
LOS LAICOS

1. Estatuto propio de los laicos en la Iglesia (LG 31-33)

Introducción (LG 30): se habla de «estado» de los religiosos y el clero siguiendo una óptica histórico-jurí­dica clásica de la Iglesia entendida como sociedad con «estados» —que posteriormente se calificarán, y mejor, como «condiciones» (LG 43)—. Se subraya con fuerza teológica que «los pastores no asumen ellos solos» la misión de la Iglesia y que su «función es reconocer los servicios y carismas de los fieles».

La peculiaridad de los laicos (LG 31): texto central del capí­tulo IV donde se afirma la peculiaridad de los laicos en estrecha conexión con los religiosos y los presbí­teros, por medio de una «descripción tipológica», según la misma explicación conciliar. Por un lado, los laicos, negativamente, no son ni religiosos ni tienen el orden sagrado; por otro lado, positivamente, su identidad surge del bautismo, que les hace participar a su manera de las tres funciones mesiánicas de Cristo (sacerdotal, profética y real) y, «en la medida que les pertenece», realizan la misión de la Iglesia.

De ahí­ surge la famosa expresión sobre lo que es «propio y peculiar» de los laicos —no «exclusivo», tal como el texto conciliar previo decí­a—, que es su «carácter secular» (indoles secularis): es decir, los laicos son primariamente «Iglesia en el mundo». Negativamente, se recuerda que los «clérigos» deben dedicarse «principalmente» a su ministerio, y que los «religiosos» por vocación y opción dan relieve a la «transfiguración y ofrenda» del mundo a Dios. Por esto, positivamente, los laicos tienen «la vocación propia de buscar el reino de Dios tratando las cosas temporales y ordenándolas hacia Dios», y así­ privilegian su relación de «vivir en el siglo…, en las condiciones ordinarias de la vida…».

El valor de la condición laical (LG 32-33). Se afirma significativamente que en la Iglesia «la dignidad de los miembros es común» (LG 32) y que, por tanto, los laicos participan propiamente de «la misión salví­fica de la Iglesia» y no por delegación o sustitución. Se recuerda, además, que los laicos «pueden ser llamados de distintas maneras a una colaboración más directa con la jerarquí­a», así­ como ser convocados a ejercer «ciertos cargos eclesiásticos (munera ecclesiastica)». Afirmación que está en la base del desarrollo posconciliar de los llamados «servicios y ministerios confiados a laicos».

2. Las tres funciones de los laicos: sacerdotal, profética y real (LG 34-36)
La participación en la misión sacerdotal (LG 34): repite elementos de LG 10-11, y se habla de sacerdocio «espiritual» en sentido fuerte gracias a las cuatro referencias explí­citas que se hacen al Espí­ritu Santo; «sacerdocio» que se ejerce de forma prevalente con una vida santa. Todo esto hace posible «consagrar el mismo mundo a Dios», frase en la que resuena la expresión tradicional de la consecratio mundi como tarea propia del laicado (M. D. Chenu).

La participación en la misión profética (LG 35): texto con notables reflexiones teológicas en el que se cita de nuevo el sensus fidei (LG 12), al que se une «la gracia de la palabra (gratia verbi)» como don para poder comunicar la propia experiencia de fe, unida «al testimonio de su vida y a la fuerza de la palabra». En este contexto aparecen mencionados particularmente el matrimonio y la familia por su carácter profético. Finalmente, se recuerda la ayuda que los laicos pueden realizar en «algunos oficios sagrados (qf ficia sacra)», y se invita a todos para que conozcan «más profundamente la verdad revelada», primer texto del Vaticano II en el que se habla de una teologí­a abierta a todos.

La participación en la misión real (LG 36): se ofrecen principios que desarrollará la Gaudium et spes. Así­, la libertad cristiana es calificada como «real» por su carácter de servicio para la promoción de los valores humanos. A su vez, se afirma la autonomí­a de las cosas temporales, que se fundamenta en la creación. Finalmente, se indica que el lugar decisivode la autonomí­a «secular» del mundo es «la conciencia cristiana» formada a la luz del Evangelio que debe armonizar el ser miembro de la Iglesia con el ser ciudadano del mundo.

Las relaciones con la jerarquí­a y con el mundo (LG 37-38): de forma insistente y casi enfática se trata de la relación con el clero y se subraya el diálogo, el derecho de los laicos a «manifestar su opinión», el sentido de obediencia, «el trato familiar», «la justa libertad»…, todo en una perspectiva de comunión en clave de comunicación «interna». El número final (LG 38) cierra el capí­tulo con la famosa expresión de la Carta a Diogneto: «Lo que el alma es al cuerpo, así­ han de ser los cristianos en el mundo».

Capí­tulo V
LA VOCACIí“N UNIVERSAL A LA SANTIDAD

A partir de aquí­ la Lumen gentium cambia de estilo y sus aportaciones deben ser vistas de forma más global y referidas a la totalidad del capí­tulo. De hecho, la atención a la nota de la santidad fue una de las constantes del proyecto conciliar. Por esto el que este capí­tulo se encuentre entre el de los laicos y el de los religiosos depende de contingencias conciliares, puesto que con toda propiedad deberí­a integrarse en la tractación del pueblo de Dios del capí­tulo II.

La principal novedad se encuentra en LG 41, donde se habla de la variedad de caminos de santificación, aún fuera del estado religioso, tal como ha acontecido en la etapa posconciliar. LG 39-40 introduce el tema de la vocación a la santidad en la Iglesia, y LG 42 concluye tratando sobre los medios de santificación, entre los cuales privilegia los «consejos evangélicos» que son presentados corno «múltiples», y no sólo los tres clásicos, entre los cuales la virginidad y el celibato tienen la primací­a. Tales consejos son dirigidos a todos y la vida religiosa los atestigua de forma particular.

Capí­tulo VI
LOS RELIGIOSOS

Es la primera vez que un Concilio trata de los religiosos, y esto ya indica la función decisiva que se les asigna en la Iglesia como testigos del momento y de la perfección escatológica. LG 43 presenta el «estado» de los religiosos como una «condición de vida» —nótese la nueva palabra— que puede darse entre laicos como entre clérigos; LG 44-45 explicita la dimensión evangélico-carismática y la jurí­dico-institucional, y la cuestión de la «exención canónica» se engloba en el interior de la comunión con cada Iglesia diocesana; LG 46-47 concluye valorando la opción y la vida religiosa a fin de procurar «una santidad más abundante en la Iglesia».

Capí­tulo VII
CARíCTER ESCATOLí“GICO DE LA IGLESIA PEREGRINA Y SU UNIí“N CON LA IGLESIA DEL CIELO

La dimensión escatológica domina todo el Vaticano II y la Lumen gentium. Aquí­ se subrayan los siguientes puntos: valoración de la historia como semilla de futuro trascendente; estrecha relación entre el aspecto escatológico individual y social-cósmico; reafirmación por tercera vez de la comprensión escatológica de la Iglesia como sacramento (LG 1.9); la espera de los cielos nuevos y la tierra nueva va unida al compromiso en el mundo, tal como se apuntaba ya al tratar de los laicos y hará la Gaudium et spes.
Después de una larga reflexión sobre la dimensión escatológica, LG 48 ofrece una sí­ntesis de los «noví­simos» en clave comunitaria y eclesiológica. Sobre la muerte, se afirma que existe una sola vida terrenal en respuesta a la hipótesis de la reencarnación; sobre el juicio se citan textos bí­blicos individuales y colectivos, y sobre el paraí­so y el infierno se habla con la imagen bí­blica de la entrada al banquete de los dignos o la exclusión de los indignos.

LG 49-51 se centran sobre la Iglesia peregrina –adjetivo preferido a «militante»— y su relación con la celeste, la cual incluye los que están «en la gloria» y los que «se purifican», superándose así­ la división en tres Iglesias (militante, purgante, triunfante). Se subraya la «comunión» entre las dos condiciones de existencia de la Iglesia en clave de «comunión de los santos», expresión clásica del Credo. Con referencia al culto de los santos, se insiste en el aspecto de ejemplaridad subrayando que Cristo es «el único mediador».

Capí­tulo VIII
MARíA, MADRE DE DIOS, EN EL MISTERIO DE CRISTO Y DE LA IGLESIA

Capí­tulo notablemente armónico de estilo bí­blico y narrativo que inaugura solemnemente la perspectiva «eclesiotí­pica» de la mariologí­a (LG 60-65) al lado de la más habitual «cristotí­pica» (LG 55-59), después de una amplia justificación sobre la mariologí­a en el Vaticano II (LG 52-54). El culto a Marí­a merece una reflexión propia (LG 66-67) dada su dificultad en el diálogo ecuménico. Finalmente, se concluye con una afirmación de marcado talante eclesiológico-antropológico: «Marí­a, signo de esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios en marcha», donde se subraya significativamente que Marí­a es «imagen e inicio de la Iglesia que se ha de consumar en el siglo futuro», lo que puede sintetizarse afirmando teológicamente que «Marí­a es la Iglesia realizada». Tal enfoque llevará a Pablo VI, en el dí­a de la aprobación de la Lumen gentium (21 de noviembre de 1964), a proclamar «Marí­a como Madre de la Iglesia» como sí­ntesis de su relación con la Iglesia.

 Breve nota bibliográfica
ANTí“N A., El misterio de la Iglesia, 2 vols., BAC, Madrid 1986ss; BARAÚNA G. (ed.), La Iglesia del Vaticano II, 2 vols., Flors, Barcelona 1966; CONGAR Y., Eclesiologí­a. Desde san Agustí­n hasta nuestros dí­as, en SCHMAUS M.—GRILLMEIER A.— SCHEFICZYK L. (dirs.), Historia de los dogmas 3c y d, BAC, Madrid 1976; PHILIPS G., La Iglesia y su misterio en el Vaticano II, 2 vols., Herder, Barcelona 1969; PIENINOT S., La sinodalitat eclesial, Facultad de Teologí­a de Cataluña, Barcelona 1993; Introducción a la eclesiologí­a, Verbo Divino, Estella 1998; La teologí­a fundamental, Secretariado Trinitario, Salamanca 2001 («Eclesiologí­a fundamental»: 478-660); SARTORI L., La «Lumen gentium», Messaggero, Padua 1994.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología