FLORENCIA (CONCILIO DE)

(1438-ca. 1445)
DicEc
 
El concilio de Florencia es el único que se ha celebrado con la intención de ser un concilio de reunificación. Iniciado en Ferrara el 8 de enero de 1438, se trasladó a Florencia en 1439 y a Roma hacia 1444. Al igual que ocurrió con el II concilio de 7Lyon, relacionado también con la reunificación, las actas oficiales de Florencia se han perdido, por lo que hay que basarse en textos de discursos, bulas, actas no oficiales y datos indirectos. También aquí­, como en el II concilio de Lyon, un motivo determinante para la participación de Oriente fue la necesidad de ayuda militar; en materias doctrinales los griegos tení­an la intención de probar que los latinos estaban en el error. Eugenio IV (1431-1447), que fue quien convocó el concilio, vio en la unión un apoyo en su lucha con el conciliarista concilio de 7 Basilea; en distintos momentos del concilio hubo condenas de este concilio de Basilea, que se desarrollaba simultáneamente.

La sesión inaugural (9 de abril de 1438) llevó a una discusión sobre el >purgatorio. Aunque no se consiguió acuerdo sobre este punto en Ferrara, se vio claro que estaban en pugna dos teologí­as y métodos distintos: el lógico escolástico de los latinos y la argumentación patrí­stica de los griegos. En octubre de 1438 se abordó la cuestión clave de todo el concilio: la adición de las palabras «y del Hijo» (>Filioque) al credo «niceno» (>Nicea). Durante casi tres meses no pudo avanzarse. Los griegos mantení­an el canon de 7Efeso que prohí­be las adiciones al credo. Los latinos, por su parte, aducí­an que era legí­timo aclarar la fe. Al trasladarse el concilio a Florencia, la discusión se reanudó en marzo de 1439, protagonizada principalmente por los dos oradores oficiales: el intransigente antiunionista Mark Eugenicus y el teólogo escolástico Juan de Montenero, O.P. Hacia el mes de mayo este último habí­a adoptado una argumentación más patrí­stica, y los griegos vieron que tanto los Padres griegos como los latinos apoyaban las fórmulas trinitarias. Todos en Florencia aceptaban el axioma: «Entre los Padres occidentales y orientales no puede haber contradicción, ya que todos están iluminados por el Espí­ritu Santo». Aunque el principio no estaba suficientemente matizado, resultó ser vital para la resolución de las dificultades. Los griegos tuvieron pues que admitir que, aunque la adición al credo pudiera ser irregular, ya que se habí­a hecho sin consultar, no era un error dogmático.

En junio el concilio se ocupó de la cuestión del primado papal. Mientras que los latinos insistí­an en una serie de tí­tulos y prerrogativas papales, los griegos subrayaban el hecho de que el papa estaba en la Iglesia y formaba parte de un grupo de >patriarcas.

El decreto de unión, Laetentur coeli, consta de una parte introductoria que presenta la eclesiologí­a, de amor y mercedes divinas, que subyace en la segunda parte, más dogmática. En esta segunda parte se presenta el dogma trinitario de Oriente y Occidente con una explicación del Filioque. Sigue una breve sección sobre el pan, fermentado o sin fermentar, de la eucaristí­a: las Iglesias deben seguir sus propias tradiciones. La sección sobre el purgatorio define su existencia y el valor de las oraciones de los vivos para los que están purificándose en él. Se trata también de la visión beatí­fica: visión de Dios, uno y trino, pero desigualmente contemplado según los méritos de la persona. La fórmula sobre el primado señala el papel del papa en la Iglesia como cabeza, padre y maestro (caput, patrem, doctorem) de todos los cristianos, pero evoca el contexto de los concilios ecuménicos y de los cánones sagrados. Esta sección serí­a la base para la doctrina del >Vaticano Iº. Se añade una sección sobre los patriarcas, en la que se reiteran los antiguos privilegios.

Después de que se marcharan los griegos llegaron delegaciones de otras Iglesias orientales, que firmaron actas de unión primero en Florencia y más tarde en Roma. Se firmó con los armenios la bula Exultate deo, en su mayor parte sobre cuestiones cristológicas repitiendo lo dicho en anteriores concilios y sobre los sacramentos (22 de noviembre de 1439). El tratamiento que se hace de los sacramentos sigue en su mayorí­a una obramenor de santo Tomás, Los artí­culos de fe y los sacramentos de la Iglesia, que data de después de 1261.

La bula Cantate Domino (4 de febrero de 1442) marcó la unión con los coptos, que eran de tendencia monofisita; se trata de una exposición completa de la fe. La unión con los sirios se efectuó por medio de la bula Multa et admirabilia (30 de noviembre de 1444), cuando el concilio se habí­a trasladado ya a Roma. Por último, Benedictus sit Deus (7 de agosto de 1445) marcó la unión con los caldeos y maronitas de Chipre». No sabemos cuándo terminó exactamente el concilio en Roma, pero es probable que fuera en 1445.

Tras la muerte de Eugenio IV, entramos en el Renacimiento con Nicolás V (1447-1455) y Pí­o II (1458-1464). Cuando Constantinopla cayó en manos de los turcos en 1453, el escenario eclesial habí­a cambiado por completo. Toda valoración del concilio ha de ser matizada. Hubo tres perí­odos importantes después de él. Entre 1439 y 1444 hubo indecisión por parte de los jefes griegos; la oposición era creciente con Mark Eugenicus y pronto serí­a todaví­a mayor con el futuro patriarca Genadio II (Jorge Scolario), pero el apoyo a la unión era también fuerte. Entre 1444 y 1453 se dejó sentir la falta de apoyo militar y polí­tico, y la hostilidad a la unión fue cada vez mayor. Después de 1453 la unión continuó sólo en algunas áreas bajo la influencia de Venecia. Las causas del fracaso fueron complejas: los griegos consideraron la ayuda militar como parte de acuerdo de unión, pero en esto se vieron defraudados; las cuestiones étnicas y polémicas fueron también factores importantes. Sobre todo, la unión fue el resultado de un proceso intelectual y espiritual de los que asistieron al concilio; otros, que no habí­an hecho esta experiencia, rechazaron sus conclusiones. Pero la unión no fue, como algunos afirmarí­an, ni comprada con dinero y honores, ni impuesta por la fuerza y las amenazas.

El éxito del concilio, por consiguiente, fue limitado. En Oriente su nombre provoca todaví­a reacciones negativas. Pero en Occidente condujo a un renovado interés por los Padres. Sus decretos sobre el papado sirvieron de freno al conciliarismo. Su aspiración a la unidad sin insistir en la uniformidad sigue siendo válida todaví­a. A diferencia del II concilio de Lyon, fue un encuentro real de espí­ritus y no la aceptación pasiva de un documento pontificio previamente elaborado. Su fracaso último se debió al hecho de que se reconocieron dos modelos eclesiásticos, el escolástico y el patrí­stico, pero ninguna de las dos partes aceptó el otro como complementario, por lo que no lo integró dentro de su propia visión.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología