FILOSOFIA, DIOS EN LA

SUMARIO: I. Identidad ontológica y moral de Dios.-II. Sabidurí­a, bien y causa en la filosofí­a griega: 1. Sabidurí­a e inteligencia; 2. El bien como modelo y causa: a. Afirmación de un principio de los seres sensibles, b. El bien como principio; 3. Dios como inteligencia: a. La eternidad del movimiento y del tiempo, b. La vida de Dios es pensarse a sí­ mismo, c. Unidad y pluralidad de lo divino; 4. La consustancialidad de Dios-mundo.-III. La metafí­sica creacionista.-IV. La razón suficiente del orden natural.-V. Dios: verdad, orden y razón.-VI. Dios, sustancia y logos.-VII. Dios: esencia humana y naturaleza material.-VIII. Dios y existencia humana.-IX. Valor e inconsciente.-X. Dios y la intencionalidad de la conciencia.-XI. Dios de la fe y Dios de la razón.

Dios es una referencia universalmente presente, hasta nuestros dí­as, en las filosofí­as occidentales, aunque con sentidos muy diferentes, lo cual remite al análisis de cada filosofí­a en particular. Es posible, sin embargo, establecer algunas categorí­as generales sobre las que luego se articulan las diversas filosofí­as.

I. Identidad ontológica y moral de Dios
1. Atendiendo a su configuración ontológica, en general, la identidad de Dios se formula racionalmente desde alguna de las tres grandes categorí­as siguientes:
a) Dios es concebido como divinidad o realidad inmanente a la naturaleza (cosmos, universo, mundo), tal como sucede en las diversas formas de panteí­smo, deí­smo y naturalismo religioso. Contemporáneo con la naturaleza, su atributo principal en este supuesto es el de artí­fice, organizador, causaejemplar e incluso final de los demás seres.

b) Dios es afirmado como realidad ontológicamente transcendente a todo cuanto pueda darse o pensarse como existente, como sucede en todas las filosofí­as que aceptan el presupuesto de la unicidad dl Dios y la posibilidad de un acto creador. Existencialmente eterno, esencialmente infinito en todos sus atributos, se caracteriza, en este supuesto, por la libertad de su acción creadora (productio ex nihilo). Una realidad así­, próxima o idéntica al Dios cristiano, es racionalmente reclamada por muchas filosofí­as.

Las formas de inmanencia como las de transcendencia son entendidas de muy diverso modo, según las filosofí­as.

c) Dios es concebido como energí­a, fuerza, vida, impulso o potencia, tal como sucede en los materialismos , fisicalismos y energetismos que reducen el problema de Dios y de lo divino al de las posibilidades de alguno de esos elementos naturales. Es ésta una concepción más moderna, si bien sus esbozos aparecen ya en la filosofí­a griega. Esta formulación general, encuentra, sobre todo en la filosofí­a contemporánea, múltiple variantes.

2. Atendiendo a su identificación moral y racional, en las filosofí­as occidentales Dios aparece bajo los atributos genéricos del bien y la verdad, estableciendo con ello una profunda diferencia con otras tradiciones, asiáticas o incluso de la Grecia preclásica. El concepto de «dios malvado» todaví­a presente en la mitologí­a griega, desaparece de la tradición racional que inaugura Sócrates. La inserción en la tradición filosófica posthelení­stica de la idea cristiana de Dios, refuerza la asimilación Dios /bien/verdad, que va a estar presente incluso en las filosofí­as más estrictamente materialistas o simplemente humanistas del siglo XIX y XX, como muestra la filosofí­a de Feuerbach. Incluso el genealogismo de Nietzsche y su crí­tica a la moral cristiana, no elude la vinculación Dios/bien/ verdad.

Pero cada filosofí­a obedece a presupuestos prefilosóficos y de experiencia (natural, moral, religiosa, etc.) muy concretos. Y la noción de Dios viene también muy matizada por estos «presupuestos», lo que exige el análisis de los modos de pensar filosóficamente más significativos.

II. Sabidurí­a, bien y causa en la filosofí­a griega
El pensamiento griego, en su totalidad, es ajeno a los conceptos de transcendencia y de acto creador. La Physis era, para los griegos, el ámbito preexistente omnicomprensivo y substrato ontológicamente constituyente de todos los seres. Ningún ser, en consecuencia, puede ser entendido como esencialmente original ni como «naturaleza» sustancialmente diferenciada de los demás. Los seres se distinguen por su composición, poder y lugar en el espacio, pero no por su «naturaleza». Tal presupuesto hace imposible cualquier aproximación ontológica entre el Dios cristiano y lo «divino» o «el dios» griego, incluso en las formas más depuradas de Platón y Aristóteles. El carácterimpersonal e indeterminado de lo divii no en los filósofos griegos adquiere, sin embargo, en algunos de ellos, rasgos muy especí­ficos en virtud de la atribución de la causalidad inteligente encaminada a la producción del orden y a la ejecución del bien en el ámbito de la naturaleza (Physis).

1. SABIDURíA E INTELIGENCIA. Heráclito reconoce al logos el carácter de «sabidurí­a única» (Diels, B 32) que, como el timonel «gobierna todas las cosas» (ibid., B 64) puesto que él es «el dios» (ibid., B 102,114). Esta divinidad es razón o sabidurí­a universal, pero impersonal y, por tanto, en cierto modo paradójica. La sabidurí­a adquiere en Anaxágoras el rango de Inteligencia (Nous) cósmica ordenadora del caos, con poder activo sobre él (Diels, B 12), libre y , por tanto, causa de lo bueno y de lo mejor. Pero la Mente ordena algo que coexiste ya con ella. Confirmando su carácter cósmico, Anaxágoras no la llama divina. Su cualidad de «infinita» debe entenderse en el contexto griego, esto es, como indeterminada o falta de lí­mites (apeiron) en cuanto no contenida en una materialidad concreta.

2. EL BIEN COMO MODELO Y CAUSA. No es ajeno Platón a la indeterminación de lo divino y de Dios propia del pensamiento griego. Su afirmación rotunda en Leyes 716 a, «Dios es la medida de todas las cosas», contrapuesta al humanismo sofistico de Protágoras, se ve oscurecida, como él mismo reconoce, por la dificultad de conocer la naturaleza de la divinidad (Timeo, 28 c) y por la condición divina de varias entidades: las Ideas, sobre todo la idea de Bien, el «alma cósmica», el Demiurgo que conjuga en el Timeo (27a y ss) la contemplación de las ideas y la ordenación del mundo sensible.

a. Afirmación de un principio de los seres sensibles. A pesar de las ambigüedades, Platón es el primer filósofo que establece la necesidad de un primer principio o realidad responsable del ser, la belleza, la verdad y el bien que, de modo participado, aparecen como atributos de las realidades sensibles. Este principio es asimilable a la Belleza en el Banquete (210 a y ss.), al Bien (República, 508 a y ss.), al Artí­fice del orden y regulador del movimiento (Leyes, 886a 996e, 890e, 892, 895), para culminar en la afirmación de la divinidad del Demiurgo (difí­cilmente distinguible de la idea de Bien) en todo el diálogo Timeo. Aquí­ Platón sintetiza los atributos todos de la divinidad (eternidad, inteligencia, inmutabilidad, cuidado del mundo) en la bellí­sima expresión: «Puesto que era bueno (el demiurgo) y en lo que es bueno no tiene lugar la envidia… ha querido que las cosas fueran semejantes a sí­ mismo, en la medida de lo posible» (Timeo, 29a y ss.). Se introduce así­ un cierto concepto de causalidad eficiente configuradora, inherente a la divinidad, que el propio Aristóteles no ha vislumbrado.

b. El bien como principio. Poniendo en relación los textos anteriores, puede concluirse que Platón afirma la existencia de un principio activo que, tomando a las ideas y a sí­ mismo como modelos actúa («genera») sobre el mundo sensible. El bien, en efecto, no es sólo una Idea como todas las demás, sinoque es principio activo de ser y de verdad: «… a las cosas inteligibles no sólo les adviene por obra del bien su cualidad de inteligibles, sino también se les añaden, por obra también de aquél, el ser y la esencia; sin embargo, el bien no es esencia, sino algo que está todaví­a por encima dt aquella en cuanto a dignidad y poder» (República, 509 b ). Lo divino/bien aparece así­ como «causa de la esencia», «superior a la esencia» («Hyperousios» en lenguaje neoplatónico) y principio de inteligibilidad: por él los seres sensibles son y tienen sentido.

A pesar de tales afirmaciones todo el platonismo está vinculado al presupuesto griego de la preexistencia del substrato material de la Physis (caos, cosmogoní­as), de las convicciones animistas órficas (incluso osí­ricas) desde las cuales se afirma sí­, la existencia de un «ser o noumen » superior y poderoso, pero no identificable con el Dios de la revelación judeo-cristiana.

3. DIOS COMO INTELIGENCIA. Tampoco Aristóteles es ajeno a la ambigüedad del concepto de «divino», propio de los demás griegos. Divinos son para él los astros, las esferas celestes, los diversos motores que las mueven, incluso el alma racional. Tales fueron sus primeras convicciones como muestran los fragmentos del Sobre la Filosofia citados por Cicerón en el De natura deorum (Rose, Aristotelis fragmenta,Teubner, reed. Stuttgard, 1966). Y en las mismas ideas culmina su Metafisica, sobre todo los capí­tulos 6 al 10 del libro XII. A pesar de todo Aristóteles es consecuente con sus tesis metafí­sicas sobre la composición y la causalidad concluyendo en la necesidad de una sustancia no compuesta y no causada ya que, de otro modo, no serí­a posible explicar la existencia de las sustancias compuestas (corruptibles) y contingentes. Esta convicción de fondo es organizada en torno a la argumentación para encontrar la causa del movimiento.

a. La eternidad del movimiento y del tiempo. Aristóteles parte del presupuesto de que no todas las sustancias son corruptibles ya que el tiempo y el movimiento son incorruptibles y, por tanto, eternos. Y si el movimiento es eterno debe existir un principio adecuado que lo explique (Fí­sica VII, 1, 241b y ss.).Este principio debe ser eterno, acto puro, ajeno a la composición y a la potencialidad, en sí­ mismo no movido por otro, tal como exponen los admirables capí­tulos VII, VIII y IX del libro XII de la Metafisica. Desde la eternidad este primer motor no movido, acto puro, actuó del mismo modo y por eso el mundo fue siempre igual. En efecto, «No existieron por un tiempo infinito Caos o Noche, sino que siempre existieron las mismas cosas, o cí­clicamente o de cualquier otro modo, si verdaderamente el acto es anterior a la potencia» (Met. XII,6 1072a 8).

Como el acto puro es contemporáneo con el mundo, su relación con él no puede ser una causalidad eficiente: ni es creador ni su acción se ejerce sobre un caos o materia informe. El actúa sobre el mundo de modo análogo a como un objeto amado atrae a quien lo ama (ibid. XII,7 1072 b 3). Su eficiencia, se ejerce, en consecuencia, en cuanto causa final, como lo hace todo objeto de amor y de deseo.

b. La vida de Dios es pensarse a mismo. Este principio, designado con i sustantivo singular Dios (ho Theós «es viviente eterno y óptimo, de modo que a Dios pertenece una vida eternamente continua y eterna» (ibid.,, 9 1072b 30). Vida que consiste en la actividad de su inteligencia pensándose a sí­ misma: es «pensamiento de pensamiento» (ibid. 1074 b 34), coincidiendo en él la inteligencia y lo inteligible., Es autocontemplativo en cuanto acto puro. Sin embargo, el dios aristotélico, amado por los seres del mundo, no «ama» ni «piensa» el mundo. Eso supondrí­a una cierta degradación de su eterna actualidad.
c. Unidad y pluralidad de lo divino. El libro XII de la Metafisica finaliza con una ilustrativa cita de la Ilí­ada: «El gobierno de muchos no es bueno; uno solo debe ejercer el mando» (ibid., 10 1076a 4). Aunque Aristóteles concede la categorí­a de divinos a los diversos motores que mueven cada una de las esferas que componen el firmamento, según su astronomí­a, sin embargo, existe entre ellos una auténtica jerarquí­a, de tal modo que sólo el primer motor es digno realmente de ser llamada Dios de modo propio. La tendencia de su teologí­a, en consecuencia, sigue así­ el esquema de su metafí­sica: si en el orden ontológico concede primordialidad a la sustancia, (Libros VII, VIII, IX), de modo análogo, todo lo llamado divino lo es pero en dependencia y por referencia a un Dios entendido como realidad jerárquicamente superior. El recurso a la cita poética expresa, quizás, la imposibilidad de un griego para alcanzar una concepción monoteí­sta, si bien la armoní­a del cosmos parece razonablemente reclamarla. Lo que la razón no logra demostrar, parece concluir Aristóteles, la poesí­a lo sugiere.

4. LA CONSUSTANCIALIDAD DIOS-MUNDO. Parménides desde un punto de vista metafí­sico y el Pitagorismo desde una interpretación más cosmológica de la naturaleza, habí­an introducido la posibilidad de concebir el ser como unidad. Como afirma Filolao, lo perfecto y divino es el Uno (Filolao, Diels, B8) siendo, por tanto, los demás seres «lo otro», que tiene ser y sentido por su relación con el uno. De este modo la relación Dios-mundo es entendida como relación Unidad-multiplicidad. Interpretado Platón desde estas concepciones «monistas» se va a originar en la historia de la filosofí­a una corriente de pensamiento que encuentra en Plotino su exponente antiguo más conspicuo, pero que no dejará de estar presente en otras filosofí­as: en Spinoza y Hegel entre otros.

Plotino entiende al Uno como la realidad suprema, no simple y vací­a, puesto que encierra en su perfección todo lo múltiple. Es la «potencia de todo…superior a la realidad primera» (Enneadas, II, 8, 10). Es el ser de todos los seres en cuanto que está más allá del ser, por eso de él nada puede decirse. Como dirá Proclo «es suprasustancial, supravital y suprainteligente» (Elemt. Theolog., 115). A pesar de esta reivindicación, es difí­cil entender el Uno plotiniano si no es atribuyéndole la identidad de Dios. Por eso su filosofí­a es, de hecho, una teologí­a ya que tiene por objeto al Uno y sus emanaciones.

Del amor del Uno por sí­ mismo emana o se genera el Espí­ritu o Inteligencia, que participa de su unidad, pero a modo de contemplación dianoética, no como intuición noética, por eso ella se multiplica en infinitas ideas que son las estructuras sustanciales del ser. Del Uno procede, a su vez, el Alma, equivalente al demiurgo platónico, que, contemplando las ideas en la inteligencia, a modo de «rationes seminales», produce el mundo visible. Los seres del mundo visible, a su vez, retornarán a la unidad en ellos derramada. Uno, Inteligencia y Alma constituyen así­ una trí­ada o triadismo que se reclama recí­procamente en la realidad no simple del Uno.

Será el bizantino Proclo quien, en sus comentarios a Platón, y en la Elementatio Theologica, consagrará el triadismo plotiniano al insistir en que el proceso emanativo se realiza a partir de la inmanente actividad del uno que, en un primer momento, se reconoce a sí­ mismo; en un segundo momento se diferencia de sí­ mismo, diversificándose; y, en un tercer momento, se busca con el retorno a sí­ mismo, recuperando así­ la unidad.

El no reconocimiento de un concepto claro de acción libre y creadora impide cualquier identificación del triadismo neoplatónico con la Trinidad cristiana. Es igualmente difí­cil eludir su panteí­smo. Hegel dedica una amplia atención a Plotino y Proclo en sus Lecciones de Historia de la Filosofia. De ellos recibió, sin duda, muchas sugerencias.

Próximo al lenguaje neoplatónico, pero muy lejano en el concepto de Dios y de su actividad, Escoto Erí­gena-siglo IX- (De divisione naturae, Migne, Patrol. Lat., Vol. 122, col. 441-1022) distingue a) la Naturaleza no creada y creadora (Dios creador); b) la naturaleza creada y creadora (ideas divinas, causas primordiales); c) la naturaleza creada y no creadora ( seres en el tiempo y en el espacio); d) la Naturaleza no creada y no creadora (Dios como causa final). Toda la división de la naturaleza se produce a partir del acto creador de Dios que aparece como causa eficiente (a) y como causa final (d). El Dios de Escoto Erí­gena es, en efecto, el Dios de la revelación judeo cristiana.

III. La metafí­sica creacionista
Es la visión revelada de Dios y de su identificación como creador, lo que va a hacer llegar a la filosofí­a occidental una interpretación nueva del mundo, del hombre y de la historia. La revelación judeo-cristiana, siendo un hecho originariamente religioso aceptado por la fe de los creyentes, se convierte en un elemento más de cultura que históricamente introdujo conceptos que la razón occidental ya no dejó de tener presentes hasta nuestros dí­as. Son los nuevos «presupuestos cristianos» desde los que la filosofí­a va a razonar, abandonando o rectificando los «presupuestos griegos». No hay, en efecto, filosofí­a sin «presupuestos». Particularmente estos presupuestos se sintetizan en: a) Una metafí­sica creacionista que afirma la transcendencia personal de Dios (ser necesario) y supone una concepción no originaria de todos los otros seres (entes contingentes). b) Una visión no cí­clica de la naturaleza, de la historia y del hombre, con una nueva interpretación de la temporalidad, ahora teleológicamente irrepetible c) Una nueva idea de lo ético que disocia el mal de la mancha y de la materia, para vincularlo a la culpabilidad moral «ante alguien».

El creacionismo de la revelación se integra en la tradición filosófica como una alternativa racional coherente frente a las diversas afirmaciones de lo divino, de la eternidad de la materia y del mundo. Pero no toda la filosofí­a posterior «reacciona» del mismo modo ante el creacionismo revelado. En la Edad Media (san Agustí­n, santo Tomás, Duns Escoto,etc.) las tesis teológicas cristianas encuadran y orientan la reflexión filosófica. A partir de la Edad Moderna las filosofí­as pierden su homogeneidad metafí­sica, también en su concepción de Dios.

IV. La razón suficiente del orden natural
El desarrollo de la ciencia renacentista inicia una tradición que mantiene, hasta nuestros dí­as, una constante referencia respecto a la realidad de Dios, aunque con sentido diverso.

1. El orden natural, cosmológico y fí­sico, está dotado de una autonomí­a estructural y funcional que encuentra en sí­ mismo la razón suficiente de su propio funcionamiento ordenado. Pero, en general, la filosofí­a y la ciencia natural reclaman una causalidad igualmente adecuada de este orden, ya que no consideran suficiente el determinismo natural o los movimientos del azar. Dios es esta causa eficiente del ordennatural, para los filósofos y cientí­ficos modernos. Kepler entendí­a que el Universo era la imagen de la Trinidad (Prodomus… continens mysterium cosmographicum…, cap. 11); Galileo afirmaba que el libro de la naturaleza, con sus propias leyes y métodos, procede -como la Escritura- del Verbo divino. Newton no niega una concepción creadora de Dios haciendo del espacio el «campo infinito de la presencia divina» (sensorium Dei). La discusión entre Leibniz y los newtonianos (La polémica Leibniz-Clarke) muestra hasta qué punto el problema de la transcendencia y de la acción creadora y providente de Dios está presente en el origen de la filosofí­a y de las ciencias modernas.

2. El desarrollo de la ciencias quí­micas y biológicas desde finales del siglo XVIII y durante todo el siglo XIX, así­ como las investigaciones subatómicas en el siglo XX, acentúan la «reflexión filosófica» de los cientí­ficos. En general la filosofí­a natural derivada de sus conclusiones (Einstein, Heisenberg, S. W. Hawking), confirmando la autonomí­a del universo en todos sus procesos, y, por tanto, afirmando que el mundo «podrí­a funcionar» sin Dios, reconocen un finalismo que no sólo no rechaza una inteligencia suprema, sino que parece reclamarla, al menos en origen (¿neoaristotelismo?). Se continúa así­ la afirmación de un deí­smo que distingue a Dios de la naturaleza pero que los vincula í­ntimamente por su acción. El Darwin de El Origen de las especies, no es ajeno a estas convicciones, si bien el agnosticismo fue su último recurso.

3. Desde otros puntos de vista, otras filosofí­as de la ciencia remiten el problema de Dios al ámbito de lo privado o de lo afectivo, no concediéndole, por tanto, cabida en la reflexión propiamente racional. Tal es, por una parte, el caso del Empirismo Lógico (Carnap, Ayer, etc.) para quien el objetivo único de la filosofí­a es establecer los sistemas conceptuales de las ciencias, desposeyendo de sentido a todo problema o lenguaje que no responda a un principio de verificación experimental o sea matemáticamente exigido. Otras teorí­as de la ciencia, como las derivadas de una actitud como la de J. Monod (El azar y la necesidad) vinculan el origen, desarrollo y orientación (no finalista) de la naturaleza al mecanismo de sus propios procesos, siendo por tanto incongruente un recurso a Dios. Las diversas clases de energí­a y sus transformaciones, se consideran suficientes para explicar el origen de la materia y los procesos naturales en la totalidad de su historia y en sus transformaciones. Se continúa así­, en términos más teóricos, las tesis del materialismo cientí­fico (Haeckel, Oparin) no ajenas al materialismo dialéctico de Marx. En tales modos de pensar se prescinde de toda pregunta por causas, teleologí­a o sentidos que desborden el objeto cientí­fico en cuanto tal.

La filosofí­a de Schopenhauer (El mundo como voluntad y representación) ejemplifica todo un romanticismo de la energí­a, invocada como voluntad universal, que -siendo única- necesariamente se determina en grados y fenómenos que adquieren configuración como seres individuales. Proceso en el que no es invocado ni un ordenador ni una inteligencia.

V. Dios: verdad, orden y razón
El afán de rigor a partir de fundamentos ciertos de las filosofí­as llamadas racionalistas, no podí­a sino conducir hasta el problema de Dios. Es lo que sucede con Pascal, Malebranche, Descartes, Leibniz, Spinoza y Kant, quien culmina esta inquietud racionalista. Tanto Pascal como Malebranche reconocen al Dios cristiano como el asidero infinito y providente de toda finitud, tanto ontológica como epistemológica.

Descartes recurre a Dios como a la «sustancia infinita» que justifica la idea de infinito que la razón humana encuentra en sí­ misma. En cuanto infinita, la sustancia, Dios es perfección absoluta; su esencia perfecta incluye su existencia y es garantí­a de la veracidad de nuestro conocimiento, de tal modo que todo el edificio de la epistemologí­a cartesiana depende de la veracidad de Dios. Dios es el creador de las verdades geométricas y del orden del mundo que, como el orden moral, dependen de su voluntad (Meditaciones, V y VI). Sin embargo el Dios cartesiano tiene poco de Dios cristiano, puesto que «el Dios de los cristianos no consiste en un Dios simplemente autor de las verdades geométricas y del orden de los elementos» (Pascal, Pensées, 449, Ed. Lafuma) .Esta crí­tica pascaliana se generaliza entre los comentaristas católicos posteriores que ven en Descartes al padre del racionalismo ateo de la actualidad. Pero, a pesar de sus limitaciones, Descartes representa una afirmación explí­cita de la transcendencia e infinitud de Dios.

En Leibniz la realidad de Dios culmina toda su metafí­sica y su teorí­a de la mónada. El es quien introduce el concepto de Teodicea, entendida como «justificación de Dios» (Essai de Theodicée, Gerhardt, VI, 50 y ss.). Esta justificación viene solicitada en otros muchos pasajes de su obra (Discurso de Metafisica, I y ss.). Dios es necesario porque de no existir él como ser necesario no serí­a posible encontrar un fundamento ni a las verdades de razón, que son necesarias, ni las verdades de hecho tendrí­an tampoco una razón suficiente para su existencia. Pero, sobre todo, Dios no puede no existir para justificar la armoní­a (y, por tanto, el orden libre en el mundo) entre las mónadas. Dios es, en consecuencia, la razón suficiente requerida tanto por el orden necesario de la razón como por el orden contingente de la naturaleza.

El racionalismo, ambicioso de fundamento, culmina en Kant. El criticismo kantiano está movido por el imperativo de encontrar un fundamento, tanto de las leyes cientí­ficas como de la práctica moral. La Crí­tica de la razón pura concluye en la imposibilidad de demostrar cientí­ficamente la existencia de Dios. Dios (con el Alma y el Mundo) es una ilusión transcendental de la razón, que puede ser pensado como idea de la razón, pero no conocido. Es una idea, sí­ntesis de la totalidad de la experiencia, que orienta la búsqueda de la razón en su pretensión de encontrar la condición última de todo lo condicionado, pero, al faltar de él una experiencia sensible, no puede ser objeto de conocimiento fenoménico y, por tanto, nada se puede afirmar sobre su realidad o sobre su posibilidad. Este «agnosticismo» se rectifica, en parte, en la filosofí­a práctica de Kant (Crí­tica de la razónpráctica, Fundamentación de la metafisica de las costumbres) en donde Dios aparece como el «soberano bien», ideal de la razón práctica. Si no existiese Dios como ser absolutamente libre y, por tanto, absolutamente moral , aspiración suprema de un yo igualmente inmortal, no tendrí­an sentido las aspiraciones morales que vertebran a la razón humana.

Tampoco el Dios kantiano es el Dios de la fe, sino el ideal de la razón. Sin embargo, las cautelas kantianas respecto a la validez de las demostraciones racionales (cientí­ficas) de Dios y su identificación a partir de las aspiraciones morales suponen, por parte de Kant, unas convicciones muy depuradas respecto a la realidad divina, no tipificada en su filosofí­a crí­tica,pero que justifica a la fe religiosa como actitud legí­tima de la razón humana.

La influencia de Kant fue fecundí­sima hasta nuestros dí­as transmitiendo, también al ámbito de la Teodicea y de las teologí­as racionalizantes cristianas, la exigencia de plantear el problema del conocimiento de Dios de modo distinto al de cualquier otra realidad, incluso el de una causa primera, en cuyo concepto no está lógicamente incluida la idea de Dios. Dios, para Kant, es una realidad «absolutamente otra» y, por tanto, permanece fuera del proceso lógico de la causalidad natural.

VI. Dios, sustancia y Logos
Las tesis griegas, neoplatónicas y naturalistas sobre la unicidad de la sustancia , retomadas por el misticismo de las teologí­as judí­as y por el animismo naturalista de Giordano Bruno (De la causa, principio y uno) van a repercutir en la filosofí­a, particularmente en la de Spinoza y en el idealismo alemán de principios del XIX, como es el caso de Schelling y Hegel. De modo distinto también en los materialismos energetistas, como en ‘el de Schopenhauer.

1. La filosofí­a de Spinoza supone, en plena edad moderna, la continuidad del monismo de la sustancia. El primer libro de su Etica sintetiza toda su concepción de Dios : Dios es la sustancia única e infinita que existe en sí­ y por sí­, es «causa sui» y existente realmente . En cuanto tal, la sustancia es omnicomprensiva de toda realidad : es una infinitud-totalidad que consta de infinitos atributos por los cuales se deriva todo lo que existe como modo o manifestación particular de la sustancia divina.

Pero la derivación de los modos no se efectúa ni por libertad ni por emanación. De la intrí­nseca necesidad de la naturaleza infinita se siguen los infinitos modos que se individualizan en infinitos seres. El mundo es, pues, la deducción necesaria en que se particularizan las propiedades de la sustancia. Dios es «natura naturans»y los modos son «natura naturata». Ello quiere decir que las cosas no se confunden con Dios, si bien ellas son en Dios. Idénticas con él sustancialmente, se distinguen de él esencialmente. La idea del Infinito contiene, en efecto, la idea de absoluta perfección y, por tanto, la de la totalidad del ser. Por eso Spinoza, más que panteí­sta, es llamado «panenteí­sta». La visión cristiana del ser y de la acción de Dios, en todo caso, no puede aproximarse al infinitismo mí­stico de la sustancia única que, como prueba una buena parte del spinozismo contemporáneo, es susceptible de una interpretación monista-materialista de la realidad.

2. La influencia de Spinoza se hará sentir profundamente en la filosofí­a del romanticismo alemán: en Schelling, para quien el mundo es la realización del Absoluto; en Fichte para el que todo pertenece al pensamiento determiní­stico de Dios; en Schleiermacher al entramar a Dios con el mundo constituyendo así­ el objeto de la religión que consiste precisamente en el sentimiento del infinito que la fusión de Dios con el mundo configuran (La fe cristiana). Pero es en Hegel donde la consustancialidad mundo-Dios se expresa de manera más razonada y también más radical.

La concepción hegeliana de Dios responde a la que tiene de la realidad en su totalidad. Para Hegel todo lo real (Naturaleza) no es más que una determinación finita y contingente de lo Infinito (la Idea) que, como tal, encierra en sí­ mismo toda determinación finita. El movimiento y esfuerzo de lo finito para realizar, a través de su finitud, el infinito al que pertenece es lo que Hegel llama Espí­ritu. Toda finitud, pues, pertenece a lo infinito. Del mismo modo, Dios es el Absoluto del que el mundo es sólo su determinación finita: Dios se realiza como mundo y sin mundo no se puede hablar de Dios. En el Absoluto pueden distinguirse sólo momentos: a) considerarlo en sí­ mismo, antes de toda determinación (Dios antes de la creación del mundo); b) en sus manifestaciones y concrecionesmundanas, o sea, en todo lo creado a través del cual el Absoluto se «extraña» de sí­ y se hace natural; c) como movimiento de retorno de este extrañamiento mundano hacia la recuperación de la unidad plena del Absoluto. La religión no es más que un momento en el manifestarse del Absoluto. Por eso el desarrollo de la religión a lo largo de la historia es el desarrollo mismo de la idea de Dios en la conciencia humana. Comienza siendo religión natural, pasa a religión de la libertad (persa, egipcia, etc.), se supera como religión de la individualidad espiritual (judaí­smo, religiones paganas) y alcanza su culminación en la religión absoluta que es la cristiana. Tal proceso de superación dialéctica, sin embargo, hace necesario cada uno de estos momentos (Lecciones sobre la filosofia de la Religión; El concepto de Religión). Lo mismo que la Religión, la Filosofí­a y el Arte constituyen las otras formas de manifestación del Absoluto y, por ello, las tres tienen el mismo objeto y contenido, aunque lo expresan por distintos medios.

La extraordinaria obra de Hegel, en su totalidad, mantiene estas tesis que confirman su vocación teológica y su deseo de recuperar la verdadera imagen de Dios en el mundo, imagen que es difí­cil no asimilar a un panteí­smo racional y dialéctico. La influencia de Hegel fue extraordinaria, no sólo entre sus discí­pulos sino también en todo el ambiente romántico, al que estrictamente no perteneció. Fue precisamente la diversa interpretación sobre el papel de la religión dentro del sistema hegeliano lo que dividió a sus seguidores en las dos corrientes llamadas derecha e izquierda hegeliana.

VII. Dios: esencia humana y naturaleza material
Las ideas de Spinoza y Hegel encontrarán unas concreciones radicales en las interpretaciones antropológicas de la relación finito-infinito (Feuerbach) y en las versiones materialistas del monismo de la sustancia (Marx).

1. Para Feuerbach, «Spinoza es el verdadero fundador de la filosofí­a especulativa moderna; Schelling, su rehabilitador y Hegel, su culminador» (Tesis provisionales para la reforma de la Filosofí­a, 2). El pretende radicalizar esta tradición sentando la tesis de la identificación de la esencia humana (humanidad) con Dios: «El ser absoluto, el Dios del hombre, es su propia esencia» (La esencia del Cristianismo, cap. I). De donde, manteniendo la equivalencia, Dios o la esencia divina es el sentimiento que el hombre tiene de sí­ mismo. El hombre no puede ir más allá de su propia esencia a la que siente como infinita. Por eso «Dios es el ser humano contemplado como verdad máxima». El hombre, pues, no como individuo sino como humanidad -esencia humana-es la realidad absoluta y, por tanto, el objeto de la teologí­a verdadera . Por eso «la religión es la revelación solemne de los tesoros ocultos del hombre, es la confesión de sus pensamientos í­ntimos, la proclamación pública de los secretos de amor» (ibid., cap. II). En consecuencia, la teologí­a se convierte en antropologí­a, al trocarse todos los atributos de Dios en atributos de la esencia humana: infinitud, perfección absoluta, amor y sacrificio. Incluso el misterio cristiano de la Trinidad es reducido al orden humano, que no es concebible a partir de individuos aislados o solitarios, sino vinculados por el amor. El hombre es esencialmente una realidad comunicada. Es un yo-tú. Por eso la conciencia del hombre, en sí­ misma, es ya conciencia de la Trinidad: «Dios padre es el yo; Dios hijo el tú. El yo es la inteligencia, el tú el amor, pero el amor unido a la inteligencia y la inteligencia unida al amor forman el espí­ritu, forman el hombre entero (ibid., cap.VII).

Feuerbach representa una original y decisiva hipervaloración de la esencia humana que va a estar presente ya en todas las filosofí­as contemporáneas, incluso en aquellas que no participan de sus tesis «anti»-teológicas y no aceptan la sublimación antropológica que él promueve.

2. La tradición posthegeliana encuentra en Marx una reivindicación radical, no sólo de la autosuficiencia humana, sino también de la autonomí­a de la naturaleza. Sus primeros escritos (Diferencia entre la filosofia de la naturaleza de Demócrito y Epicuro) ponen ya de manifiesto las tesis de fondo del materialismo dialéctico, si bien Marx no haya elaborado en ningún momento «una teorí­a de la materia». Sin embargo su concepción dialéctica conduce a la afirmación de la materia como realidad natural autosuficiente, a partir de la cual es explicable cualquier otra realidad, incluso de orden intelectivo. Ello conduce a un cierto «darwinismo» de fondo que excluye la necesidad de un creador o de un «ordenador», ni próximo a lo «divino» griego ni al Dios cristiano. Tesis que se ven confirmadas en los Manuscritos y en La ideologí­a alemana. Al materialismo dialéctico se añade en Marx un humanismo igualmente radical que sitúa en la esencia humana la causa de todas las posibilidades del hombre y de la historia (sociales, polí­ticas, económicas), de tal modo que el ideal marxista de la sociedad comunista sólo será posible por el hombre. La esperanza en la acción y en la justicia de Dios constituye, precisamente, el núcleo de la alienación religiosa. Bien es cierto que la religión puede también contribuir al humanismo, como aparece en algunas páginas de la Crí­tica a la filosofia del Derecho de Hegel, pero -en todo caso- interpretada ideológicamente, esto es, como teorí­a que, aun sin fundamento real, genera una práctica histórica que puede ser positiva para la crí­tica y la superación de la sociedad capitalista. Con lo cual toda referencia a Dios como ser real y eficaz queda excluida.

Las tesis marxistas encuentran una prolongación materialista sobre todo en Lenin y en las relecturas de Althusser, entre otros, y se generalizan en Lukács con la reciprocidad entre materia y conciencia de clase. Sin embargo, las tesis marxistas sobre las posibilidades históricas del hombre y su dimensión creativa, alcanzan una interpretación más idealizada en filosofí­as como la de Erns Bloch (Principio esperanza) que , desde una concepción del tiempo y de la historia de herencia judaica, constituye a la esperanza como categorí­a ontológica que tiene como objeto un absoluto por venir, no asimilable al Dios cristiano.

Augusto Comte representa una sí­ntesis mal formulada de naturalismo e idealismo que si, como punto de partida, rechaza a Dios y a la religión como condición del progreso del hombre yde la Humanidad, acaba solicitando una idealidad y una práctica religiosa, que tienen por objeto a la Humanidad y a la Naturaleza. Religiosidad que es solicitada como fundamento de la estabilidad de la sociedad positiva.

VIII. Dios y existencia humana
Desde el siglo pasado, los problemas especí­ficos de la existencia humana son los que generan el mayor interés por el problema de Dios. Esta tradición no es nueva. San Agustí­n entiende ya que el problema de Dios está vinculado con el deseo de felicidad y del ansia de verdad que habitan el fondo mismo del alma humana y que sólo Dios puede colmar. Esta ví­a «existencial» caracteriza a las filosofí­as contemporáneas, incluso a las no existencialistas.

1. Kierkegaard, todaví­a en el clima romántico, reacciona contra toda racionalización de la fe y contra la interpretación «humanista» del cristianismo. Y esto porque Dios es lo «absolutamente otro», silencio incomprensible. Por eso la fe es creencia contra la naturaleza, escándalo para la razón, sufrimiento y lucha para el hombre. Ser cristiano es luchar por ser cristiano, por creer. La fe auténtica es la de Abrahán que, contra toda razón, ama a Dios y confí­a en su palabra (Temor y temblor). Sin embargo, la fe es el estadio último al que la existencia se ve conducida, en virtud de la caducidad e insatisfacción de las actitudes estéticas y éticas. Kierkegaard extrema la distancia finito-infinito situando al hombre frente a una falaz alternativa: o Dios o el hombre, o el tiempo o la eternidad.

2. Unamuno continúa esta concepción angustiosa de la fe. Desde una inspiración spinozista y hegeliana, para Unamuno el hombre, todos los seres, aspiran a vencer su propia muerte y a superar su propia finitud (Del sentimiento trágico de la vida). Y el hombre tendrí­a garantí­a de ser inmortal si Dios existe. Es este impulso a la inmortalidad y a la totalidad lo que exige que exista. Pero, por otra parte, la razón no tiene argumentos para afirmar con certeza la existencia de Dios. Tan insuficientes son los sentimientos tradicionales populares que lo aceptan como los argumentos racionalizados de la teodicea (San Manuel bueno, mártir). Por eso la fe es paradoja en cuanto que Dios debe existir según las aspiraciones más profundas y sentimentales de nuestro ser, pero nada racionalmente nos asegura que así­ sea. Toda la obra de Unamuno se mueve en la imposible clarificación de tal paradoja. Tanto el simbolismo que vertebra San Manuel bueno,martir como la expectativa implí­cita en obras como El Cristo de Velázquez o La agoní­a del Cristianismo, parecen transmitir una concepción de Dios como realmente existente y transcendente en el sentido bí­blico, pero inconcebible si no es desde el sentimiento que de esta transcendencia cada ser humano fragua en su propia conciencia individual.

3. Los aspectos problemáticos de la fe y la angustia de la espera de Kierkegaard y Unamuno, adquieren en Gabriel Marcel una reformulación existencial más positiva a través del concepto cristiano de esperanza. La condición de «viator» (itinerante, arriesgada, fatigosa, pero encaminada a una meta) del hombre es la manifestación antropológica de la concepción del ser como misterio. Pero el misterio no es lo irresoluble sino lo que exige la participación existencial para ser resuelto. En esta participación el hombre descubre que, más allá de todo lo dado, en el ser hay un principio misterioso que debe ser esperado y querido para ser descubierto (Le Mystére de l’étre). Esa realidad es el Dios cristiano, objeto de la esperanza y del amor, en el cual el existente encuentra sentido de lo eterno, en oposición a las concepciones inmanentistas que confinan la existencia en el sentido de la historia. (Horno viator).
4. Para Jaspers la existencia es un manantial de posibilidades ya que ella es un movimiento ininterrumpido en el ámbito de un «envolvente» o supraexistencial, que se manifiesta y revela a través de cifras o epifaní­as problemáticas y desgarradoras (experiencias dolorosas y difí­ciles de comprender: el mal, la muerte, la opresión, etc.). Estas jalonan un camino difí­cil pero real, en cuanto que orientan hacia esa realidad que envuelve a la existencia y a su movimiento. Pero estas cifras epifánicas no nos revelan a Dios . Las mismas religiones sólo lo presentan cifrado o vislumbrado, pero no como realidad. La obra de Jaspers, sin embargo, está animada por un concepto de transcendencia de la existencia difí­cilmente comprensible sin su culminación en una realidad divina, muy próxima a la cristiana.

5. El personalismo cristiano contemporáneo, particularmente el de E. Mounier incorpora, por una parte, la vinculación der hombre a la esperanza, por otra, la concepción de la existencia como surgimiento y transcendencia de sí­ misma. Cada ser humano está llamado a cumplir, a través de un compromiso activo en comunicación con los demás, una tarea personal en el seno de la historia para conducir a ésta más allá de los simples ideales humanistas de la justicia social, la libertad polí­tica y el respeto de los derechos humanos (Obras, vols. I y III). Es posible que para el no creyente estos ideales sean suficientes como realizaciones históricas, pero Mounier entiende que su personalismo tiene como objetivo final no un humanismo, sino un transcendentalismo motivado por la persona de Dios. El ideal personalista, por tanto, no se colma en lo simplemente humano ni se reduce a acción social o polí­tica, sino que encuentra su culminación en el ejercicio de la auténtica caridad cristiana, fundada en el amor a Dios. Dios, por tanto, es objeto de fe pero adquiere sentido en cuanto objetivo último del ejercicio histórico de la acción humana.

6. Sartre, en sentido contrario al de Marcel, Jaspers o Mounier, establece una inversión de la existencia similar a la de Feuerbach. Es el hombre el ideal de sí­ mismo en cuanto que ninguna esencia precede a su propia realización existencial. El será por entero hechura de su propia libertad. Esta no es sino el movimiento necesario al que todo hombre se ve abocado al experimentar su propio ser como «defectuoso», «agusanado» «nadificado» y pretender en vano restañar esa «nada» o agusanamiento que anida en el seno mismo del ser (El ser y la nada). Por eso si la libertad es categorí­a existencial necesaria, Dios no puede existir puesto que, deotro modo, el hombre no serí­a ya libre al estar sometido a sus designios y no a la necesaria libertad que lo constituye. Por eso dirá Sartre que su existencialismo es consecuencia lógica de su ateí­smo (El Existencialismo es un humanismo): no hay más universo que el humano y el existencialismo no pretende demostrar que Dios no exista, ya que , aunque existiese, en nada cambiarí­an las cosas. Para la filosofí­a de Sartre, en consecuencia, el problema no es Dios sino el hombre.

7. La filosofí­a de la existencia adquiere en Heidegger una connotación más metafí­sica, en cuanto que pretende abordar la pregunta aristotélica por el sentido y el fundamento de la totalidad de lo que existe. Pero ya Aristóteles habí­a previsto que la pregunta por lo que existe, por el ente, conlleva la pregunta por aquello que lo funda, por lo que lo hace ser y perdurar. Igualmente para Heidegger, la pregunta por el ente induce la pregunta por el ser del ente. Lo que conduce a la pregunta por el ser supremo que, si no se identifica con Dios, tampoco puede pertenecer a lo que existe como ente, puesto que es su fundamento. Por eso la Metafí­sica posee una estructura «ontoteológica» en cuanto que la pregunta por la totalidad del ente conlleva la pregunta por su fundamento. Este ser del ente Heidegger no se atreve a llamarle Dios, afirmando así­ un teí­smo explí­cito, pero tampoco su filosofí­a conduce a ningún ateí­smo (i Qué es metafsica? De la esencia del fundamento). Quizás sea éste el sentido de sus últimas manifestaciones: sólo en un dios podemos esperar. La filosofí­a debe ser consciente de que, aun imponiéndose silencio sobre todoaquello que sobrepuja al entendimiento, debe dar cuenta de «¿Por qué existe ente y no más bien nada?». De Dios debemos callar porque sólo el ente es nombrable. Pero este silencio de la filosofí­a, ¿no es una actitud legí­tima del creyente en la trascendencia?

IX. Valor e inconsciente
Si en el existencialismo el problema de Dios aparece vinculado al del fundamento y sentido de la existencia, en Nietzsche queda estrechamente unido al del sentido de la vida, entendida como la realidad radical que debe fundamentar todo valor moral y cultural. El sentido del tópico «Dios ha muerto» no es, por sí­ mismo, una profesión de ateí­smo. No se dice «dios no existe» sino que ha muerto el dios cultural que el Occidente cristiano habí­a constituido en fundamento de los valores morales y culturales tradicionales. Pero es sólo el hombre quien debe constituirse en «espí­ritu libre», creador de nuevos valores, asentados en la afirmación de la vida y de sus propias posibilidades como única referencia del bien y del valor. La muerte de Dios es, pues, una reivindicación del sí­ a la vida, al sentido de la tierra y de todo lo inmanente (Así­ habló Zaratustra), continuando así­ Nietzsche la crí­tica al espí­ritu sacerdotal judaico, al racionalismo socrático y a la moral cristiana como otros tantos atentados a los valores vitales. Pero la filosofí­a de Nietzsche es una ininterrumpida aspiración a una verdad y a un valor nuevos, imposibles de definir, quizás no contradictorios con un absoluto o dios que, como los propios valores, serí­a indefinible e incognoscible.

Freud introduce en el pensamiento contemporáneo algunos elementos que perduran más allá de los ámbitos estrictamente freudianos y psicoanalí­ticos. En primer lugar, la interpretación de la religión como una práctica cultural de sustitución en la que se subliman las pulsiones del insconsciente y el temor a la indefensión, a la muerte, etc. En segundo lugar, la interpretación de Dios como ser en el que se transfieren los atributos de la figura edí­pica del padre que, para el niño, es sí­mbolo de poder, moral, orden, sabidurí­a, etc. De ahí­ la apreciación freudiana de la religión como manifestación patológica neurótica y la interpretación de Dios como la idealización del padre al que se hace objeto de culto. Tesis a las que Freud pretende incluso dar un apoyo histórico-etnológico en obras como Totem y Tabú y Moisés y el monoteí­smo.

X. Dios y la intencionalidad de la conciencia
Dentro de la filosofí­a contemporánea la Fenomenologí­a husserliana representa una fecundí­sima inspiración para asuntos muy diversos. Al caracterizar su conciencia intencional, Husserl hace al hombre sujeto de una teleologí­a enmarcada, de modo principal, por la manifestación histórica de la razón humana. Pero esta teleologí­a hacia un Logos inmanente, deja planteada la cuestión de si tal movimiento puede fundarse en sí­ mismo o debe encontrar su fundamento en una realidad absoluta que serí­a la única justificación lógica de la teleologí­a. Y, desde los presupuestos de Husserl, parece coherente la afirmación de una realidad absoluta, transcendente al mundo natural, que sea el fundamento absoluto, tanto del orden natural como del de la conciencia. (Ideas, I, 51,58). A pesar de las inspiraciones idealistas presentes en Husserl, ésta parece su más lógica conclusión.

La extensión posterior de la fenomenologí­a confirma la anterior conclusión, con la amplí­sima importancia, todaví­a hoy más vigente que nunca, de las diversas fenomenologí­as de la religión, que continúan obras como la de R. Otto. Pero también en la extensión ética de M. Scheler (Naturaleza y formas de simpatí­a) se recurre a Dios al poner de manifiesto el valor ético del amor entendido como movimiento originario, distinto de la simpatí­a, hacia el valor más elevado de un objeto. El amor aparece , en fin, como la esencia divina, que se constituye en el fundamento último de todos los demás valores. Es precisamente el cristianismo el que, para Scheler, puso de manifiesto la dimensión axiológica del amor, solicitando a Dios como objeto de referencia de la caridad.

La obra de Lévinas continúa las tesis fenomenológicas de la intencionalidad. Para Lévinas el olvido, separación o falta de referencia a los demás y, por tanto, a lo ontológicamente Otro constituye lo que puede ser llamado ateí­smo. Con una inspiración judí­a, Dios es lo que viene a la idea, manteniendo su realidad totalmente «otra»: aparece como Infinito en el interior del Yo y de modo totalmente distinto al del ser, como usualmente lo entendemos (Totalidad e infinito, De otro modo que ser o más allá de la esencia). Todo el contexto de la filosofí­a de Lévinas obedece a una profunda inspiración bí­blica que anima su reflexión ética ya próxima a la concepción cristiana.

La obra de Ricoeur en su totalidad, vincula el hombre a la secuencia arqueologí­a-teleologí­a-escatologí­a que, si bien puede mantenerse dentro de las dos primeras dimensiones, sólo la escatologí­a dirigida a lo Absolutamente Otro, entendido como el Dios cristiano, confiere coherencia definitiva al ser del hombre. Lejana a toda teodicea, la obra de Ricoeur entiende que es en el lenguaje, particularmente en el simbólico, donde se manifiesta la imagen de Dios, no susceptible de conceptualización ni de definición y sólo comprensible a través de la hermenéutica de los textos revelados del Antiguo y del Nuevo Testamento.

Toda la obra de Zubiri, culminando en su Hombre y Dios, está igualmente vertebrada por una concepción de lo real en la que el hombre aparece con singular identidad que encuentra en la religación su categorí­a determinante. Dios es exigido, a través de la religación, por la estructura humana en cuanto tal.

Muchas otras filosofí­as contemporáneas, a pesar de las turbadoras apariencias, no son ajenas al problema de Dios. Tal es el caso de Bergson quien no aleja al Dios cristiano del esfuerzo creador de la vida (Las dos fuentes de la moral y la religión). Whitehead, racionalizando a Leibniz, entiende a Dios como un principio metafí­sico de las esencias que se irá manifestando en la evolución del mundo natural, en un proceso de clarificación de Dios por elmundo y de éste por Dios (Proceso y realidad).

En el seno de la llamada Escuela de Frankfurt, Horkheimer insistirá en que no es posible salvar lo absoluto sin Dios (Crí­tica de la razón instrumental). Lo que también suscribirí­a Adorno.Y modos de pensar como el de Habermas, centrados en el interés por las dimensiones racionales y sociales del hombre, no rechazan en sí­ mismos la posibilidad de un Absoluto que, ciertamente no coincidirí­a con el Dios cristiano, pero tampoco lo excluyen de la reflexión filosófica. Otras corrientes «esteticistas» no dejan de aproximar lo ético y lo religioso, aunque, sin duda, con muy poca fortuna en el ámbito de la filosofí­a contemporánea, precisamente por su falta de argumentos para tal asimilación.

XI. Dios de la fe y Dios de la razón
La heterogeneidad de las concepciones de Dios y de la divinidad a lo largo de la historia imponen unas cautelas importantes al hablar de Dios en el ámbito de la filosofí­a.

a. A pesar de las teodiceas, legí­timas en sus pretensiones, ninguna conclusión lógica de un proceso racional puede ser asimilable al objeto de la fe. Esta será siempre un «don de Dios» y, desde las filosofí­as, sólo parece posible llevar la reflexión hasta sus lí­mites para que, en ese punto, el hombre opte por «lo más razonable». Pero esta opción es ya de naturaleza distinta a la conclusión de un razonamiento. En este sentido, las filosofí­as llevan al hombre hasta los umbrales de una fe que luego -razonablemente- puede ser colmada por
Dios con el don sobrenatural de la fe. Los principios de causalidad y razón suficiente, particularmente aplicados a la existencia humana y su sentido, solicitan, sin embargo, la atención a la reflexión filosófica como laboratorio de la conciencia y de la razón en su pretensión por esclarecer, del modo más exhaustivo posible, todos los problemas inherentes a las dimensiones psicológicas, morales e históricas, en general, que difí­cilmente excluyen una confluencia con la experiencia religiosa.

b. No de modo idéntico en todas las filosofí­as pero ya desde el pitagorismo y Platón, la divinidad aparece vinculada a una actividad intelectiva que, tomándose a sí­ misma como modelo, se manifiesta en un mundo de seres (generación, emanación, creación, etc.). En cada filosofí­a el mundo guarda relación distinta con su causa o razón de ser, según el proceso por el que se originó. Sin embargo, la identificación de lo divino con la unicidad de Dios, personal y amoroso, que en virtud de su amor crea y redime al hombre del pecado a través de su Hijo humanado que no puede sino ser amado, no aparece en ninguna de las filosofí­as, tampoco en Plotino. Las trí­adas plotinianas o los momentos dialécticos hegelianos son hitos de un proceso necesario lejano al proceso amoroso y libre que connaturaliza a las tres personas de la trinidad cristiana. A su vez el triadismo de todas las filosofí­as, también de modo diverso en cada una, tiene en común su carácter «exterior», ya que se produce como «alejamiento» (Platón, Plotino, Proclo) o de «extrañamiento» (Hegel) o «manifestación natural» (romanticismo, Schleiermacher) o como «modo de existencia» (Spinoza). Ello aleja todo triadismo del misterio de lo trinitario en el cual todo proceso de conocimiento y amor es interior a la misma unicidad de la naturaleza divina. Sin embargo, el que las filosofí­as hayan encontrado como problemas de la razón el de la relación entre una «natura naturans» y una «natura naturata» reclama llevar tales problemas hasta más allá de la simple conjetura racional, en la que se mueven las filosofí­as, y justifica , por tanto, la problemática teológica en torno al misterio trinitario.

c. Abandonando las motivaciones cosmológicas y naturalistas, las filosofí­as se plantean en nuestros dí­as el problema de Dios en vinculación con la preponderancia de la subjetividad y del sentido de la existencia y de la vida, lo que acentúa el interés por lo ético. En este sentido, la inspiración existencialista no deja de estar presente, si bien desposeida de su connotación problemática y angustiosa. Ello conduce, también como consecuencia del subjetivismo, a que una gran parte de la producción filosófica actual, no se interese sino por lo que posee estricta referencia humana, tal como muestran obras como la de Foucault o, incluso, Habermas. Sin embargo obras como las de Lévinas, Ricoeur, J.L. Marion, entre otras de actualidad, muestran que el problema de Dios sigue teniendo vigencia para la filosofí­a. Tampoco lo excluyen obras como las de K. Popper o incluso Wittgenstein y las filosofí­as angloamericanas del lenguaje usual, como es el caso de Austin y Searle.

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Manuel Maceiras Fafián

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano