FE Y MORAL

DicEc
 
La referencia tradicional a «la fe y la moral» es importante especialmente en el contexto de la >infalibilidad; la infalibilidad del papa es idéntica a la de la Iglesia, y abarca «la doctrina sobre fe y moral (doctrinam de fide vel moribus) que ha de ser mantenida por toda la Iglesia». Por otro lado, el primado del papa no se limita a las cosas referentes a la fe y la moral, sino que incluye también lo que pertenece a la disciplina y el gobierno (ad disciplinam et regimen) de la Iglesia dispersa por el mundo. El relator, el obispo V. Gasser, dijo a los padres del concilio que el significado de fides et mores era algo perfectamente conocido (vox notissima).
Sin embargo, el significado de esta expresión no es en absoluto evidente en la literatura cristiana. Podemos empezar con san Agustí­n, que en dos de sus cartas distinguí­a la fe (fides) de las buenas costumbres (mores). La primera está constituida por el cuerpo de doctrinas universalmente aceptadas por la Iglesia, la vida de fe concreta de las comunidades cristianas bajo sus obispos. Lo segundo no tiene nada que ver con la moral en el sentido moderno de la palabra ni con los principios éticos. Se refiere a las múltiples formas de la vida cristiana, especialmente la liturgia y los sacramentos, en las que se expresa la tradición viva de la Iglesia.

En la Edad media rara vez encontramos la expresión «fe y moral», aunque la usan Graciano (+ 1159), el primer compilador del >derecho canónico, y algunos otros canonistas después de él. La razón es clara. La fe, la fides quae o contenido de la fe, no era lo mismo que hoy entendemos por esto, a saber, una serie de verdades reveladas por Dios y propuestas como tales por la doctrina del magisterio. En aquel tiempo, por fe se entendí­a generalmente «artí­culos de fe y sacramentos»: los artí­culos de fe eran los resúmenes de los tres grandes credos: el de los apóstoles, el niceno-constantinopolitano y el atanasiano; los sacramentos incidí­an en todo el ámbito de la vida cristiana. Ambos constituí­an el núcleo de fe necesario para la salvación, y estaban incluidos dentro de la fides, mientras que et mores abarcaba otros aspectos de la vida de los fieles.

Cuando llegamos a Trento encontramos que la Iglesia recibe las Escrituras, así­ como las tradiciones concernientes a la fe y la moral, como procedentes de Cristo o del Espí­ritu Santo. La expresión «fe y moral» se refiere en Trento a la tradición apostólica en sus diferentes (aunque no separados) aspectos, a saber, la doctrina y las formas de la vida cristiana. Trento no entendí­a por mores simplemente «los principios morales», aunque estos ciertamente estaban incluidos. Además de la Escritura, la tradición procedente de Cristo y los apóstoles concierne a la verdad salví­fica y el ordenamiento de la moral (disciplina morum). El concilio entendí­a por mores muchas cosas que hoy designamos con la frase «tradiciones no escritas», pero habla también de tradiciones no escritas que pertenecen a la fe; no obstante, la mayorí­a de los ejemplos que los teólogos tridentinos ponen de «tradiciones no escritas» pertenecen a la práctica más que al dogma. Al mismo tiempo hay que hacer notar que uno puede ser culpable de >herejí­a, no sólo por rechazar la doctrina de los apóstoles, sino también por rehusar obstinadamente algo perteneciente a la vida católica en general.

Después de Trento empieza a aparecer un nuevo significado de mores, que será el de uso corriente en la época del Vaticano I: mores es una parte de la fe, una especie de extensión de esta en materias de responsabilidad moral. Este sentido del Vaticano I se mantiene en el Vaticano II (LG 12 y 25). Al mismo tiempo, el significado de Trento parece que es el que funciona en la afirmación de que el evangelio es «fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta (P. Fransen) o de toda regla moral (U. Betti) (salutaris veritatis et morum disciplinae, DV 7)»». El contexto de todo el artí­culo hace la ecuación morum = de la moral demasiado restrictiva; de lo que se trata es de toda la verdad y riqueza de la vida cristiana [por esto la traducción «y de toda norma de conducta o regla moral» recoge mejor el matiz del tridentino, ya que no se trata de «toda» moral, sino de «toda regla (norma/de ordenación y conducta) moral».]
La historia de la expresión «fe y moral» es una prueba más de la necesidad de ser cautos al leer textos antiguos a través de la perspectiva de las significaciones lingüí­sticas contemporáneas del lector.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

La fe puede definirse antropológica mente como la confianza del hombre en Dios a quien, en cuanto persona, está ligado «radicalmente» En cuanto actividad que configura al hombre, esta confianza alcanza a la persona en su totalidad concreta, es decir, en sus modalidades individuales, sociales e históricas.

La relación hombre-Dios que introduce la fe tiene siempre un carácter dialógico. El movimiento del creyente hacia Dios es «respuesta» al movimiento fundacional, establecido previamente por Dios. Por eso la fe, aunque sigue siendo algo personal y diverso en cada uno, ofrece algunos elementos comunes, impuestos por su condición de respuesta a las coordinadas que rigen la manifestación histórica de la verdad-lealtad de Dios. Estas son premisas válidas para cualquier reflexión sobre la fe tanto a nivel de configuración de conjunto de la existencia cristiana, como a nivel de la determinación concreta de los principios y de las normas que rigen la conducta moral.

Fe y existencia cristiana. La relación entre la fe y la existencia cristiana está , en la base de todo discurso teológicomoral. El compromiso cristiano surge de la existencia regida por la fe: la fe, a su vez, pone en movimiento un dinamismo destinado a desembocar en el ! compromiso moral.

Pero la fe cristiana no puede definirse en términos meramente éticos. Esto fi supondrí­a el vaciamiento de aquel dinamismo envolvente y profundo que la religión lleva en sí­ misma y que le permite ser sal de la tierra (Mt 5,13) y fermento en el mundo (1 Cor 5,7). Si hay que descartar un moralismo de ese tí­po, también hay que eliminar un sobrenaturalismo o un escatologismo que no tuviera ninguna incidencia en la realidad histórica. La dimensión vital de la (fe no puede reducirse al ámbito meramente religioso del don de la gracia (indicativo), al que correspondiera por parte del hombre la obediencia radical. (cf. R. Bultmann). El imperativo ético, cristiano se proyecta sobre toda la esfera de la vida y, por tanto, también en el ámbito del obrar histórico.

En el Antiguo Testamento el obrar moral es la plasmación concreta de la opción fundamental por la que el hombre decide fundamentar su existencia en la verdad-lealtad de Dios. Dios es «el fiel» por antonomasia (ne’eman), y por tanto la piedra sobre la cual puede el hombre levantar su existencia. Por eso la fe se convierte para el hombre en la única forma posible de existencia (1s 79). La convergencia de las dos lealtades tiene como meta el compromiso efectivo al servicio del hombre. Por eso Dios llama en causa a su pueblo, que no supo «conocer» de veras a su Señor, esto es, conocerlo como imperativo ético de justicia (1s 1,2-23). El Mesí­as, Siervo de Yahveh por antonomasia, será, por consiguiente, la expresión del compromiso radical por la causa del hombre (1s 42,1-3). Sobre él reposará el Espí­ritu del Señor para anunciar y realizar la buena nueva de gracia .y cí­e justicia para todos los hombres (Is 61,lss).

Jesús tiene conciencia de estar lleno de ese Espí­ritu de vida y de haber venido para hacer partí­cipes del mismo a todos los hombres (Lc 4,lS). El acceso a Jesús mediante la fe inserta al creyente en la nueva vida (Jn 1,12), que culminará en la resurrección (6,40; 11,25). La identificación con Jesús y con el Espí­ritu que está en él lleva al hombre a mantener un tipo de existencia como la suya, haciendo las mismas obras (Jn 14,12) y alejándose de la conducta tenebrosa del mundo (Jn 12,46).

Los sinópticos ponen en el centro de la buena nueva a la fe, que tiene como consecuencia inseparable la conversión (Mt 3,2) o cambio radical de mentalidad (metanoein), es decir, de los criterios de valores que rigen la existencia humana. Esta será también la idea central del pensamiento de Pablo: » Si vivimos gracias al Espí­ritu, procedamos también según el Espí­ritu» (Gál 5,25).

Fe y discernimiento moral. La fe en Jesús lleva al conocimiento de la persona de Jesús, plasmación histórica del amor del Padre (Jn 5,69). Semejante conocimiento se relaciona con las «obras» de Jesús (Jn 10,3S), que el creyente tendrá que seguir reproduciendo en el mundo (Jn 14,12). Para cumplir esta tarea cuenta con diversas mediaciones, como la acción interior del Espí­ritu, que guí­a e ilumina (Gál 8,l8), y la intervención de la razón, renovada por el contacto con la mente misma de Cristo (Rom 12,2; 1 Cor 2,16). A través de estas mediaciones es como el creyente formula los juicios prácticos, que le permitirán identificar en concreto la voluntad de Dios, esto es, lo que es bueno y perfecto (Rom 12,3). La vinculación de estos dos motivos está en la base de la configuración especí­fica de los principios prácticos del obrar Tanto el discernimiento como las ulteriores opciones concretas del creyente están esencialmente relacionadas con la opción fundamental que se ha operado en el acto de fe en Cristo. Toda opción concreta es en definitiva opción de fe.

En este nivel hay que colocar la actual discusión entre los teólogos moralistas sobre lo «especí­fico» de la ética cristiana. Los defensores de la ética «autónoma» intentan destacar el alcance universal de la razón en el terreno ético. La razón serí­a capaz de alcanzar todos los principios necesarios para el comportamiento moral correcto. La aportación especí­fica de la fe se colocarí­a entonces en el nivel de la motivación última y del horizonte general de comprensión de los juicios morales.

Por el contrario, los partidarios de la llamada » ética de la fe» atribuyen también a la fe la propuesta de principios concretos, redimensionando de este modo el alcance universal de la capacidad de la razón. Esta polémica podrí­a probablemente superarse mediante una colocación adecuada de la actividad de la razón y de la fe. Las dos tienen un alcance universal. Pero actúan en niveles distintos. La fe actúa en el nivel óntico-existencial y de opción fundamental: la razón, en el nivel eurí­stico y hermenéutico. La capacidad iluminativa de la fe estimula y refuerza las facultades del hombre para que puedan desarrollar plenamente sus tareas especí­ficas.

Fe en Dios y fe en el mundo. La fe en Dios es proclamación de la bondad fundamental de lo creado. Como criatura, el mundo lleva dentro de sí­ la semilla de Dios y de su perfección. Por eso Dios ama al mundo hasta el punto de enviar a su propio Hijo para salvarlo. Todas las cosas han sido » reconciliadas» con Dios en Jesucristo (2 Cor 5, 19) y esperan ansiosamente la liberación definitiva (Rom 8,19ss).

El compromiso moral para la transformación del mundo y de todas sus estructuras (polí­ticas, sociales, etc.) entra con todo derecho en la esfera del compromiso de la fe. Es a partir de la fe y bajo el impulso de la misma como el cristiano escudriña los signos de los tiempos en su radical ambivalencia, para poder orientar sus esfuerzos hacia una acción eficaz de renovación y de transformación de las estructuras que sirven para el desarrollo pleno del hombre.

L. ílvarez

BibI.: F Boeckle, Creer y actuar, en MS, Y 23-105; íd., Fe y conducta, en Concilium 138 (1978) 251-265; íd., Moral cristiana y exigencia de la revelación, en Proyección 32 (1985) 83-95; J M. González Ruiz, Creer es comprometerse, Barcelona 1968; Q. Calvo, El espí­ritu de la moral cristiana, Verbo Divino, Estella 1987: U, Sánchez Garcí­a, La opción del cristiano. 3 vols» Atenas. Madrid 1984.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico