EXEGESIS INTEGRAL

Con esta expresión se designa la interpretación, el comentario y la explicación del texto bí­blico no solo a nivel técnico-cientí­fico, sino también a nivel teológico.

Los principios generales de esta exégesis integral han sido fijados por el concilio Vaticano II en la Constitución dogmática Dei Verbum, n. 12. Partiendo del presupuesto fundamental de que «Dios en la sagrada Escritura ha hablado por medio de hombres a la manera humana», el concilio reconoce ante todo la necesidad y la importancia de una interpretación cientí­fica de la Escritura. Esto implica naturalmente el recurso a todas aquellas metodologí­as de investigación que se suelen utilizar cuando se interpreta una obra de la antigüedad, con la finalidad de reconstruir un texto seguro (crí­tica textual), de estudiar sus criterios 1ingUí­sticos, su forma, su composición, sus dependencias, su ambiente cultural y religioso (crí­tica literaria), de verificar su valor histórico (crí­tica histórica).

Pero el concilio declara además que » la sagrada Escritura tiene que leerse e interpretarse con la ayuda del mismo Espí­ritu con la que fue escrita», señalando de esta manera el otro aspecto de la tarea encomendada al exegeta, el propiamente teológico. Según el concilio, son tres los criterios fundamentales de referencia para este otro nivel de interpretación: 1) poner atención en el contenido y en la unidad de la Escritura en su totalidad, es decir, tener conciencia de que la Escritura, en cuanto inspirada por el mismo y único Espí­ritu, constituye un conjunto unitario en el que se habla de nuestra salvación: 2) tener en cuenta la tradición viva de la Iglesia, es decir, interpretar la Escritura a la luz de los grandes exegetas del pasado, los Padres de la Iglesia orientales y occidentales, del sensus fidei del pueblo de Dios, manifestado principalmente en la liturgia («lex orandi, lex credendi,,), del Magisterio de la Iglesia: 3) tener en cuenta finalmente la analogí­a de la fe, es decir, la armoní­a que existe entre todas las afirmaciones de la fe católica.

Precisamente por esta fuerte apelación a la importancia de la unidad y complementariedad de los dos momentos, el técnico-cientí­fico y el teológico, en la interpretación de la Escritura, la exégesis integral ha sido y sigue siendo decisiva para dar a comprender que, en sus raí­ces, la exégesis no es una ciencia puramente profana o secular sino que forma parte integrante de la teologí­a, y el exegeta que la practica es y debe sér un teólogo por el mismo tí­tulo que el dogmático, el moralista, etc.

G. 0cchipinti

Bibl.: L, Alonso Schokel (ed.), Comentarios a la Dei Verbum, Univ. de Deusto, Bilbao 1990; íd., Hermenéutica de la palabra, III, Interpretación teológica de textos bí­blicos, Ega/Mensajero, Bilbao 1991; F Brossier, Relatos bí­blicos y comunicación de la fe, Verbo Divino. Estella 1986; W Lohfink, Exégesis y teologí­a, Sí­gueme, Salamanca 1969.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Se entiende por exégesis la interpretación, el comentario o la explicación del texto bí­blico. Presentaremos aquí­ únicamente los principios o las reglas de las exégesis católica; este proyecto debe confrontarse con la voz ! Hermenéutica, que tiene una perspectiva más amplia. Por texto bí­blico entendemos la sagrada Escritura o la Biblia, en el sentido católico de la palabra, que abarca el AT, incluidos los libros llamados «deuterocanónicos», y el NT (l Canon). Con exégesis integral queremos resaltar la totalidad, si es posible, del proceso implicado en la exégesis. Los principios fundamentales de esta exégesis integral han sido fuertemente subrayados por la constitución l Dei Verbum, del Vaticano II. El documento conciliar puede completarse con algunos discursos de Pablo VI y de Juan Pablo II.

1. DIMENSIí“N CIENTIFICA. «Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano; por lo tanto, el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querí­an decir y Dios querí­a dar a conocer con dichas palabras» (DV 12,1).

La finalidad última de la exégesis es de orden teológico: «Conocer lo que Dios quiso comunicarnos». La exégesis implica la fe en la inspiración divina de las Escrituras (DV 11,1) y también la fe en la intención realizada de Dios cuando su Espí­ritu inspiraba a los autores sagrados: «Los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra» (DV 11,2) (/Verdad). Por consiguiente, la exégesis no es en su raí­z una ciencia puramente profana o secular; forma parte integrante de la teologí­a, y el exegeta que la practica es y debe ser teólogo con el mismo tí­tulo que el dogmático y el moralista. Porque el objeto de sus investigaciones, por así­ decirlo, esto es, la palabra de Dios, es eminentemente teológica y hasta teologal. Más adelante (2) veremos las implicaciones de estas afirmaciones.

Pero sigue siendo verdad que, para realizar su intención, Dios se valió de hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos» (DV 11,1); que «Dios habla en la Escritura por medio de hombres y en lenguaje humano» (DV 12,1). Por consiguiente, «el intérprete de la Escritura, para conocer lo que Dios quiso comunicarnos, debe estudiar con atención lo que los autores querí­an decir y Dios dar a conocer con dichas palabras» (DV 12,1).

Para ello hay que utilizar varias ciencias y seguir también diversos métodos. En este sentido, el recurso al saber profano no tiene por qué extrañarnos, si el instrumento cientí­fico o metodológico se utiliza con honestidad y sin presupuestos arbitrarios. Pablo VI, en 1974, se refirió a esta cuestión, citando una página del padre Lagrange escrita en 1918 (DC 71 [19741326), y Juan Pablo 11 volvió sobre este tema en 1989: «Es verdad que, en más. de una ocasión, ciertos métodos de interpretación dieron la impresión de constituir un peligro para la fe, ya que eran utilizados por intérpretes no creyentes con la intención de someter las afirmaciones de la Escritura a una crí­tica destructora. En esos casos es necesario establecer una clara distinción entre el mismo método, que si corresponde a las exigencias auténticas del espí­ritu humano contribuirá al enriquecimiento de los conocimientos, y, por otra parte, los presupuestos discutibles -de tipo racionalista, idealista o materialista-,que pueden pesar en la interpretación e invalidarla. El exegeta, iluminado por la fe, no puede adoptar, evidentemente, esos presupuestos, pero no podrá menos de sacar provecho del método» (DC 86 [19891472).

1) El primer trabajo concierne al establecimiento del texto, por medio de la confrontación de los testimonios manuscritos que lo transmitieron. Ordinariamente el exegeta se fiará de los excelentes trabajos publicados en los últimos decenios, tanto para el texto hebreo del AT como para los. textos griegos del NT y de los Setenta. Pero, al estar iniciado en la crí­tica textual, tendrá que recurrir al aparato crí­tico de las ediciones clásicas de estos textos. Tendrá que explicar a sus estudiantes el modo de utilizar estos aparatos. Tendrá que tener en cuenta además el hecho cada vez más reconocido en nuestros dí­as de que algunos libros bí­blicos se nos transmitieron bajo diversas formas; esto vale sobre todo para el Sirácida, Ester, Tobí­as e incluso los Hechos, sin que la Iglesia haya impuesto nunca en su canon una forma particular. La crí­tica textual lleva a veces a percibir diferentes etapas en la transmisión del texto.

Una vez establecido el texto oaos textos, hay que traducir. Este trabajo es mucho más complejo de lo que ordinariamente cree el gran público. Es, que los textos bí­blicos fueron redactados hace diecinueve siglos los más recientes y unos treinta siglos los más antiguos, en una cultura concreta, el mundo mediterráneo oriental,, semita y luego helenista; en unas lenguas que han desaparecido (el arameo) o se han modificado notablemente (el hebreo y el griego). La evolución de las lenguas modernas permite hacerse una idea de la complejidad del problema: así­ el castellano del Mio Cid apenas es comprensible para el hombre de la calle actual. Aquí­ el exegeta podrá recurrir a los servicio, -de los orientalistas, esos especialistas de las lenguas y de las culturas del Próximo Oriente antiguo. Los diccionarios de las lenguas bí­blicas, hebreo, arameo y griego, indican el parentesco délas palabras en las diferentes lenguas del ambiente.

Para hacerse una idea de la variedad de soluciones posibles, se podrá comparar la traducción de un mismo pasaje en las diversas biblias hoy en uso. Servirse de una sola traducción de la Biblia es un empobrecimiento, y hasta un riesgo que hay que desaconsejar. Se aprenderá a leer las notas crí­ticas de las diferentes biblias y se las comparará entre sí­. Pero aquí­ surge una nueva dificultad. Es verdad que santo Tomás de Aquino no conocí­a ninguna de las lenguas bí­blicas; pero en el siglo xx sigue teniendo su fuerza la frase de santa Teresa de Lisieux: «Si hubiera sido sacerdote, habrí­a estudiado a fondo el hebreo y el griego para conocer el pensamiento divino tal como quiso Dios expresarlo en nuestra lengua humana». Todo programa de teologí­a que se respete incluye un curso de hebreo bí­blico y otro de griego neotestamentario. El valor de la palabra de Dios para todo el que se ponga al servicio de la Iglesia deberí­a ser un estí­mulo suficiente para ponerse a estudiar las lenguas bí­blicas de forma seria, sobre todo en nuestra época, en que los intercambios internacionales obligan a tantas personas a hablar varias lenguas. El Vaticano 11 (cf Optatam totius, 13), siguiendo a Pí­o XII (Divino afflante Spiritu II, 1), ha estimulado este. acceso directo a los textos originales de la Biblia.

2) Una vez establecido el texto, conocidas sus variantes, precisado el sentido de las palabras, a veces con diversas posibilidades para algunos pasajes, viene la etapa difí­cil, que intenta «descubrir la intención de los hagiógrafos» (DV 12,2). Aquí­ entran en juego varios métodos («inter alí­a»: DV 12,2). Si el concilio se detiene especialmente en la búsqueda del «género literario», es a la vez para confirmar lo que escribí­a Pí­o XII en 1943, en la Divino afflante Spiritu, y para ampliar implí­citamente al NT esta investigación, como señalaba en 1964 la instrucción Sancta Mater Ecclesia, de la pontificia Comisión bí­blica. Pero DV 12 reconoce también la validez del principio general siguiente: «Para descubrir de verdad lo que quiso afirmar el autor sagrado por escrito, hay que tener exactamente en cuenta tanto las maneras nativas de sentir, de hablar o de contar corrientes en tiempos del hagiógrafo como las que se utilizaban por todas partes en aquella época en las relaciones humanas». Pí­o XII lo habí­a reconocido ya oficialmente.

Semejante exigencia se hace sentir ya en el análisis del vocabulario de los autores sagrados, como se ha dicho; pero también es sensible cuando se atiende al análisis de un pasaje particular, y hasta de conjuntos más amplios. Así­ la comprensión de la alianza (I Elección, alianza, ley) en la parte más antigua del AT pudo expresarse recurriendo a ciertos esquemas fundamentales de los tratados llamados «de vasallaje» utilizados entonces en las relaciones internacionales. La sabidurí­a de los antiguos pueblos del Próximo Oriente es el ambiente en que se desarrolló la sabidurí­a bí­blica, que se mantuvo en frecuente diálogo con ellos y no como un cofre cerrado. Los mitos paganos de los semitas permiten captar en dónde reside la originalidad de los autores bí­blicos. Pueden multiplicarse los ejemplos: (l Profetas y /Evangelio). Este trabajo exige del exegeta una cultura que muchas veces no tiene; pero puede recurrir a las investigaciones de los orientalistas. Pablo VI lo reconocí­a francamente en 1974: «Lo mismo que es difí­cil comprender la obra de Cristo fuera de la tradición bí­blica que asumió, también hoy parece difí­cil, en nombre de la verdad, que ha de ser siempre nuestra primera. preocupación, leer el AT prescindiendo de su arraigo cultural» («Orientalia» 45 [1976] 6).

Para ser honestos, habrá que procurar no confundir analogí­a con semejanza, parecido con identidad y sobre todo semejanza con dependencia, so pena de no ver nada del mensaje propio del autor bí­blico.

Sea de ello lo que fuere, la determinación de un género literario supone la comparación entre varios textos bí­blicos o extrabí­blicos, examinando sus semejanzas de sujeto, de temas, de vocabulario y hasta de estructura. En este último punto, nuestros métodos se han afinado.

Para evitar aplicar a un texto una estructura que es fruto de nuestras propias ideas y de nuestra propia cultura -riesgo del que no se escapó muchas veces el pasado-, hay que destacar en el mismo texto, leí­do en su lengua original, todos los hechos lingüí­sticos y verbales que revelan su organización interna; las repeticiones de las mismas palabras, las variaciones en las formas gramaticales, etc., permiten entonces descubrir ciertas inclusiones, ciertas divisiones bien marcadas dentro de un discurso, etc., y se descubren así­ unas estructuras literarias de textos sumamente variadas. Pero, para no caer en la maní­a de ver por todas partes, por ejemplo, estructuras concéntricas, habrá que asegurarse de que se han tomado en consideración todos los indicios literarios. Este método de lectura asegura una base mejor a la comparación con otros textos y permite de este modo precisar su género literario. El caso del libro de la Sabidurí­a podrí­a ser un buen ejemplo.

Este método, suponiendo -¿es acaso gratuito?- que el texto está bien escrito, permite determinar las glosas y añadidos introducidos en el texto. En más de una ocasión lo confirmarán las versiones antiguas.

Pero hay otros casos, en el Pentateuco y en los profetas por ejemplo, en que se descubre -por las asperezas del texto tanto como por el análisis de su estructura literaria- que se transmiten con el texto primitivo otras relecturas en las que las comunidades sucesivas fueron dejando huellas de sus propias lecturas e interpretaciones. Encontramos aquí­ toda la historia de la vida y de la transmisión de un texto en la comunidad.

Lo importante, a propósito de las glosas, de los añadidos o de las relecturas, es no encerrarse en un culto al Ur-text, o texto original, primitivo, que haga negar todo valor a los complementos subsiguientes. Lo que llamará nuestra atención será el texto bí­blico final, tal como nos ha llegado, ya que es él el texto que guarda la Iglesia. Sin ello nos opondrí­amos al canon de las Escrituras tal como lo entiende la Iglesia. La situación del libro del Sirácida es un ejemplo tí­pico.

En el fondo, toda esta búsqueda del género literario y de la estructura literaria del texto implica la convicción de que hay unos conjuntos literarios y que deben ser tratados como tales. Cuando el texto presenta un relato, será normalmente en prosa; y entonces se utiliza desde hace veinte o treinta años, sobre todo en Francia, otro método distinto. Se le llama el l análisis estructural o la semiótica. Se inspira en algunos teóricos rusos que intentaban ver cómo funcionan los cuentos. Se establece entonces una verdadera gramática del relato. A pesar de su vocabulario muchas veces sibilino y de su orientación demasiado marcada por los aspectos formales con riesgo de subestimar el mensaje, este método es útil y más de una vez complementario.

El interés por los conjuntos, que tiene la gran ventaja de evitar la atomización de un texto, conduce también a considerar un libro, y hasta un conjunto de libros, como una totalidad. La atención se dirige entonces, no ya a las asperezas del texto, que ponen de manifiesto los añadidos y las relecturas que hemos mencionado, sino sobre todo lo que unifica un conjunto. Este trabajo ha conducido, por ejemplo, a mostrar la originalidad de cada evangelista (! Evangelios. Métodos de análisis RG); ha permitido también hablar de la historia deuteronomista, de Dt a 2Re.

Quizá pueda situarse aquí­ el método que desde hace poco se está desarrollando a la otra orilla del Atlántico y que se designa como close reading, consiste en leer el texto paso a paso con suma atención, asegurándose de que se han percibido todos los matices del autor; la atención se dirige también hacia todo lo que está implí­cito e incluso no-dicho, que con frecuencia es muy revelador del pensamiento. Semejante método pone muy bien de relieve la unidad profunda de un texto, de un relato, por ejemplo, y cuestiona ciertas teorí­as que habí­an visto demasiado aprisa diversas capas redaccionales en un texto. Incluso a veces podrá mostrar cómo esas capas redaccionales se integraron finalmente de manera armoniosa en la unidad textual que ha llegado hasta nosotros.

3) Todo lo dicho hasta ahora se referí­a a la crí­tica literaria; al ser un texto el objeto de los análisis, no hay por qué extrañarse de estos desarrollos de la investigación. Sin embargo, una parte importante de los libros bí­blicos, el Pentateuco y los libros históricos al menos para el AT, y los evangelios y los Hechos para el NT, tienen por objeto unos sucesos y conviene determinar su valor histórico. La crí­tica literaria ilumina a la crí­tica histórica, pero sin agotarla. El Vaticano II, hablando de los géneros literarios, ha señalado oportunamente que algunos de los textos llamados históricos pueden serlo de otra manera (DV 12,2) y ha afirmado sin vacilar «la historicidad» de los cuatro evangelios (DV 19). Parece ser que la crí­tica histórica suscita hoy poca atención y que reina un escepticismo quizá excesivo, al menos en cuanto a la historicidad de los hechos anteriores a la toma de Jerusalén por Nabucodonosor en el año 586 a.C. Para los evangelios y los Hechos la exégesis católica parece haber llegado a un consenso respetuoso de la historia.

La crí­tica histórica, que intenta determinar cuál es la historicidad de los hechos contados en los textos, es, sin embargo, fundamental. Porque en la medida en que la fe no se refiere a unos enunciados, sino a la realidad que éstos expresan, según el proverbio tomista, parece ser que en esa misma medida la exégesis no se refiere exclusivamente a los textos, sino a la realidad de la que hablan. Y esta realidad es nuestra salvación realizada por Dios en la historia humana de forma definitiva en la persona de Jesucristo. Pero también está claro que la crí­tica histórica sólo puede hacerse sobre la base de la crí­tica literaria de los textos, y no sólo a la luz de los testimonios exteriores al texto. La arqueologí­a, que ha hecho tantos descubrimientos desde hace un siglo, y todas las ciencias que ha suscitado (epigrafí­a, numismática, etc.), son aquí­ sumamente valiosas (t Historia, i Evangelio).

2. DIMENSIí“N TEOLí“GICA. Toda esta investigación cientí­fica, diversificada en crí­tica textual, filológica, literaria e histórica, tiene la finalidad de «descubrir lo que quiso afirmar por escrito el autor sagrado» (DV 12,2). Pero no es ésta más que una parte de la tarea del exegeta. La otra parte será propiamente teológica y hará que la exégesis no sea puramente una obra profana. No se lee a Isaí­as o a Pablo como a Homero o a Virgilio.

«La Sagrada Escritura debe leerse e interpretarse a la luz del mismo Espí­ritu que la hizo redactar» (DV 12,5). La razón de esta afirmación es que el objeto que hay que leer e interpretar es la Escritura sagrada, un único conjunto que tiene por autores a Dios y a unas personas elegidas e inspiradas por él, sea cual fuere la manera de explicar esta acción conjunta que el Vaticano II no ha querido zanjar. De aquí­ se deriva que «todas las afirmaciones de los autores inspirados… deben ser tenidas como afirmaciones del Espí­ritu Santo» (DV 11 2).

Al intentar comprender ese objeto único que es la Escritura, el exegeta se pone también a la escucha del Espí­ritu que la hizo redactar. Como el objeto es único, puede decirse que toda la investigación cientí­fica y crí­tica de lo que quiso escribir el hagiógrafo supone ya para el exegeta ponerse, como el autor sagrado, bajo la acción del Espí­ritu: las afirmaciones del hagiógrafo son también las del Espí­ritu. Ponerse en esta disposición es una exigencia tradicional en la Iglesia; se remonta al menos a Orí­genes y a Jerónimo; proclamada de nuevo en el Vaticano II por la Iglesia de Oriente, es significativo que DV 12,3 recoja aquí­ una proposición del Pontificio Instituto Bí­blico, que tanto ha hecho por destacar en la Iglesia el valor de la ciencia bí­blica más crí­tica.

1) Desde el punto de vista del exegeta, «interpretar a la luz del Espí­ritu» significa al menos lo que Pablo VI, con su agudeza acostumbrada, señalaba en 1970: si la palabra de Dios es «viva y eficaz» (Heb 4,12) para conducir a la salvación, «todo el que escudriñe la Escritura es en primer lugar escudriñado por ella y debe acercarse a ella con este espí­ritu de humilde disponibilidad, que es la única puerta para la comprensión plena del mensaje»; señalaba además «la necesidad de buscar una cierta connaturalidad de intereses, de problemas, con el argumento del texto, para poder abrirse a su escucha»… «Pero sobre todo es importante destacarla exigencia de.una verdadera fidelidad a la Palabra»; «Cristo es la primera `exégesis’ del Padre, su `Palabra’, la que lo manifiesta, y toda palabra ulterior sobre Dios y sobre Cristo se basa en esta primera revelación del Padre». En 1974 añadí­a: «Una apertura real existencial al misterio del Dios de amor, sin la que necesariamente quedarí­a entenebrecida nuestra exégesis, por muy sabia que fuera, no puede mantenerse en nosotros sin la luz de la gracia divina, que hemos de pedir continuamente con humildad».

2) El Vaticano II atiende de hecho a algunas caracterí­sticas de lo que es el objeto de la exégesis, la Escritura. Si es preciso leerla e interpretarla a la luz del mismo Espí­ritu que la hizo redactar, hay .que poner una atención no menor en el contenido y en la unidad de la Escritura en su totalidad (cf DV 12,3). Al parecer, nunca habí­a afirmado la Iglesia con tanta claridad este principio de hermenéutica bí­blica. La razón que da es que el Espí­ritu Santo fue el que hizo redactarla Escritura. Si los autores humanos son numerosos y dispersos por el tiempo, el Espí­ritu que los inspiró a todos da unidad al conjunto, a la Escritura. Por lo demás, este conjunto unificado por el Espí­ritu tení­a la finalidad de consignar allí­ la verdad con vistas a nuestra salvación, una verdad que se encuentra plenamente en la persona de Jesucristo, único mediador. La Escritura constituye una unidad, y DV 16 lo repetirá; esta unidad aparece eminentemente a nivel de su contenido. Los que están familiarizados con la Escritura perciben esta unidad de contenido; si somos sensibles al mensaje particular de tal autor bí­blico, no hay que desconocer la armoní­a con el conjunto del que es sólo un elemento. Se advertirá que el concilio habla del contenido, del mensaje, y no ya de la forma literaria que lo expresa.

3) El concilio va más lejos todaví­a en la lí­nea de los conjuntos que caracteriza a la investigación exegética actual. La atención al contenido y a la unidad de la Escritura en su totalidad debe tener en cuenta la tradición viva de la Iglesia entera y la analogí­a de la fe (cf DV 12,3). El texto es muy matizado: para percibir bien el contenido .y la unidad de la Escritura en su totalidad, hay que tener en cuenta la tradición viva de la Iglesia entera y la analogí­a de la fe. Para precisar la intención del concilio, conviene consultar aquí­ la historia del texto.

Al elegir esta fórmula, la comisión teológica del concilio intentaba recoger algunas enmiendas propuestas por varios obispos: pedí­an que se ha. blara de la tradición más bien que de las tradiciones (cf DV 8-10 y l Tradición), de los padres de la Iglesia, del /sentido de la fe del pueblo de Dios y del /magisterio.

La relación de la Escritura con la Iglesia se percibe hoy cada vez más. La Iglesia recibió el AT por medio de Jesús y de la primera comunidad cristiana; el AT era la única Escritura existente; fue en su seno y para expresar el misterio recibido de que era portadora donde se redactó el NT. También fue ella la que definió su canon escriturí­stico. El mejor exegeta es el que lee la Escritura en simbiosis con la Iglesia; el padre Lagrange habí­a justificado ya en el 1918 estas exigencias con precisión.

Porque la Biblia no es patrimonio exclusivo de los exegetas; éstos no son más que servidores del pueblo de Dios, al que ella se dirige de generación en generación y por medio del cual habla a toda la humanidad llamada a la salvación. Don de Dios confiado a la Iglesia, para ella y por medio de ella, la Escritura exige la fe total para ser comprendida desde dentro a la medida de la intención de los autores sagrados y de Dios, que quiere la salvación de todos; ella exige la comunión eclesial en nuestros dí­as con todos los que desde hace dos milenios vivieron y viven de ella; ella sigue construyendo a la Iglesia y no puede convertirse en propiedad privada de unos cuantos privilegiados que se arroguen el derecho de reservarla para sí­ con el pretexto de atenerse a la pura ciencia, dudando de las creencias más arraigadas del pueblo’de Dios. Y ese pueblo, la Iglesia, tiene en sí­ mismo, por voluntad de Cristo, un órgano regulador, el magisterio, asistido por el mismo Espí­ritu que habló por los profetas y los apóstoles y que anima desde pentecostés toda la vida eclesial. A él le corresponde autentificar toda exégesis.

4) La tradición viva de toda la comunidad eclesial se expresa también por los padres de la Iglesia, tanto orientales como occidentales, y por los grandes exegetas que nos han precedido. Hoy el retorno a la exégesis antigua es un hecho .manifiesto y crece el mejor conocimiento de la misma gracias a las mejores ediciones y las mejores investigaciones que se llevan a cabo sobre los autores del pasado. Esto vale para la exégesis patrí­stica, pero también para la de los teólogos medievales latinos, sin olvidar la renovación bí­blica de los siglos xvi y xvn. Este último perí­odo es aún poco conocido, pero los anteriores están bien expuestos, por ejemplo, en los volúmenes del H. de Lubac. Es verdad que nuestro conocimiento dei Próximo Oriente antiguo es muy superior al que ellos tení­an y que nuestros métodos son más rigurosos. Pero, con menos medios y exigencias cientí­ficas, ellos nos superan por su inserción eclesial más franca; su exégesis es verdaderamente teológica; espiritual y pastoral. La nuestra debe renovar estas orientaciones y enriquecerlas.

La tradición viva de toda la Iglesia comprende también el / sentido de la fe del pueblo de Dios. Esto significa que el exegeta, para interpretar correctamente el mensaje bí­blico, tiene que permanecer en contacto con el pueblo de Dios y comulgar con todo lo que anima su fe. La exégesis no puede ser solamente una obra de biblioteca, una investigación de despacho. Cuanto más dialogue el exegeta con el pueblo de Dios, más percibirá cómo la Escritura es verdadero alimento y más escapará de la tentación de un puro juego mental sin alcance ni contenido. La pastoral bí­blica será para él el lugar donde verifique el valor de su inteligencia de la Biblia. Tanto de palabra como por escrito, se sentirá llevado a una mayor autenticidad y verdad y alcanzará un poderoso estí­mulo para proseguir sus investigaciones, ya que palpará personalmente la realidad que éstas pueden aportar. Percibirá cómo la Escritura es verdaderamente palabra de Dios para todos nosotros en la actualidad y no un objeto de un museo de antigüedades. Y lo comprenderá también cuando, siguiendo una larga tradición cristiana renovada en nuestros dí­as, se entregue a la lectio divina, esa lectura auditiva de lo que nos dice hoy a nosotros el Señor por medio de la Biblia. Y, a fortiori, lo percibirá cuando alimente con la Escritura sus ejercicios espirituales. Quizá sea aquí­ sobre todo donde comprenderá lo que significa leer la Escritura con el mismo Espí­ritu que la hizo redactar.

El sentido de la fe del pueblo de Dios se manifiesta principalmente en la liturgia. Lex orandi lex credendi. Con la tradición, sobre todo latina, la DV 21 ha recordado que la Iglesia se alimenta «en la única mesa de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo». Se trata de vivir intensamente la liturgia de la palabra tal como se nos propone hoy, pero también de ponerse a estudiar las liturgias antiguas (cf DV 23). El uso que todas ellas hacen de la Escritura revela muchas veces la orientación de la interpretación cristiana. ¿Carece de interés saber, por ejemplo, que muchas liturgias, pero no precisamente la llamada de Pablo VI, releen Job en relación con el misterio pascual?

El sentido de la fe incluye, finalmente, las grandes exigencias cuya llamada percibe hoy la Iglesia: ecumenismo, diálogo con el judaí­smo, apertura a las culturas. El exegeta no puede estar ausente de estos terrenos. Si Dios quiere la salvación de todos; si Jesucristo es el único mediador de esta salvación y la Escritura la promueve eficazmente (cf Heb 4,12) en la unidad del género humano; si la Escritura es la buena nueva proclamada a todos, el exegeta tiene que participar lealmente en toda investigación que permita comprender y transmitir mejor el mensaje de la Escritura. La carta a los Romanos, por ejemplo, es capital en el diálogo con las Iglesias y comunidades salidas de la reforma, pero también para el intento del cristiano de acercamiento al judaí­smo. Si se llega a un conocimiento más exacto y más respetuoso que en el pasado de las tradiciones cristianas no católicas y de la tradición judí­a, resultará muchas veces más penetrante nuestra inteligencia de la Escritura. En particular, los testimonios del judaí­smo antiguo, contemporáneo del cristianismo naciente, los Tárgumes, por ejemplo, no pueden ser ignorados por los exegetas. El diálogo con las religiones no cristianas y con las culturas en que se desarrollaron es igualmente importante, sobre todo en ciertas partes del mundo, y se requiere entonces la presencia activa. de los exegetas. La misma Biblia no ignoró este diálogo, como tampoco las generaciones cristianas que nos precedieron; y conviene que la Biblia no aparezca en esos lugares como un producto extranjero inasimilable, que algunos se imaginan que es occidental, cosa que sin duda no lo es.

En todos estos diálogos parece ser que hay que tener en cuenta algunas exigencias fundamentales: no solamente el respeto al texto bí­blico tal como es, la fidelidad integral al depósito de nuestra fe y la comunión con toda la Iglesia, que significará también un esfuerzo para que los exegetas comprometidos en otros ambientes compartan las riquezas descubiertas y las cuestiones que se plantean, sino además y más especí­ficamente la aceptación del hecho evidente de que todo método exegético es el producto de una cultura y que la exégesis occidental del siglo xx no se libra de ello; otra cultura planteará otras cuestiones y su hermenéutica será diferente. Esto es cierto para la exégesis cristiana patrí­stica y medieval: ¿tendremos que extrañarnos de ello al abordar la exégesis judí­a o al querer inculturar en Brasil, en la India, en el Zaire la forma de acoger con verdad la Biblia y su mensaje?

5) Finalmente, DV 12,3 indica que la atención que se dirige al contenido y a la unidad de la Escritura entera debe tener también en cuenta la analogí­a de la fe. Esta expresión viene de Rom 12,6 y parece significar la armoní­a que existe entre todas las afirmaciones de la fe católica. Esto significa implí­citamente que se da una coherencia entre la enseñanza de la Escritura y la de la Iglesia. Se recordará que la Escritura es la «regla de la fe», la norma normans de la fe. La DV 25, recogiendo una expresión de León XIII, que la habí­a recibido de los jesuitas,. como ha demostrado J. M. Lera en 1984, pide que la Escritura sea «como el alma de la teologí­a», que ésta reciba su vida de la Escritura. Decir esto es pedir que el exegeta sea ante todo un teólogo. Se espera de él que ponga de relieve el sentido teológico de los textos bí­blicos y que, para tener en cuenta la analogí­a de la fe, muestre su armoní­a con todo lo que explican en nombre de la Iglesia el dogmático y el moralista, por no citar más que sus colegas más próximos. Más allá de su argumentación escriturí­stica, que no puede ya contentarse con simples citas bí­blicas, se trata sobre todo, al parecer, de una búsqueda común, interdisciplinar, sobre las grandes cuestiones que hoy se plantea la humanidad y que la teologí­a tiene que iluminar. Desechar el testimonio bí­blico o silenciarlo como si fuera anacrónico es una solución poco conforme con la fe católica. Pablo VI, en 1973, habí­a pedido la ayuda de la exégesis para resolver los problemas morales que hoy se plantean a la conciencia cristiana. Igualmente la cristologí­a y las otras grandes afirmaciones dogmáticas tienen que releerse continuamente a la luz de la Escritura.

Desde hace un siglo, la Iglesia no ha cesado de precisar las reglas de su hermenéutica bí­blica; es incluso la única comunidad de creyentes que lo haya hecho. Abierta a todas las exigencias de la ciencia, mantiene firmemente la intención primordial de la Escritura, la salvación de todos los hombres, y por eso su hermenéutica es teológica. Finalmente, puesto que Dios en Cristo proclama y realiza nuestra salvación a lo largo de nuestra historia, la Iglesia invita a que no nos separemos de los que, antes de nosotros, fueron los depositarios y los portadores de la palabra de Dios, los testigos de su sentido.

BIBL.: ALONSO $CHtiKEL L., El dinamismo de la tradición, en Dei Verbum, BAC Madrid 1969, 260-310; BUZZETTI C., Exégesis y hermenéutica, en Diccionario teológico interdisciplinar II, Salamanca 1982, 468-490; DREVFUS P., Exégése en Sorbonne, exégése en Eglise, en «RB» 82 (1975) 321-359; ID Láctualisation de lEcriture, en «RB» 86 (1979) 5-58, 161-193, 321-384; GILBERT M., Paul VI. In memoriam, en «Bib» 59 (1978) 453-462; GRELOT P., L éxégése biblique au carrefour, en «NRTh» 98 (1976) 416-434, 481-511; LAGRANGE M.J., La méthode historique. La critique biblique et I Eglise, Parí­s 1966; ID, Le sens du christianisme d áprés 1 éxégése allemande, Parí­s 1918; LATOURELLE R. (ed.), Vaticano ll. Balance y perspectivas, Salamanca 1989, 95-258.

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental