EXEGESIS BIBLICA

SUMARIO: I. Una constante y una variante. II. Un libro igual y diverso. III. Exégesis y hermenéutica. IV. El itinerario exegético: 1. Crí­tica textual; 2. Análisis literario: a) Búsqueda de las fuentes, b) Historia de las formas, c) Historia de la redacción; 3. Crí­tica histórica: a) Insuficiencia de la exégesis histórico-crí­tica, b) Aportaciones y lí­mites de la lectura estructuralista. V. Exégesis y fe.

«Exégesis» es una palabra de origen griego (exégésis) que significa relato, exposición, explicación, comentario, interpretación. Hacer exégesis significa interpretar el texto sacando fuera (es lo que significa el verbo griego exégéomai) su significado.

I. UNA CONSTANTE Y UNA VARIANTE. El esfuerzo por explicar la Biblia es un hecho constante, ya presente dentro mismo de la Biblia, en donde los autores más recientes recogen e interpretan los escritos anteriores. Pero los métodos y las técnicas interpretativas varí­an. Una rápida mirada a la historia de la exégesis descubre que son dos los elementos en juego: uno teológico y el otro cultural. Podemos considerar el elemento teológico como una constante, a pesar de que es fácil descubrir que también aquí­ hay un coeficiente de variabilidad no indiferente: el modo de concebir la inspiración y la verdad de la /Escritura, la relación Escritura/ tradición, son susceptibles de clarificación y de profundización, y todo esto no deja de influir en la elaboración del método exegético.

Pero el hecho es que el convencimiento de que la Biblia es palabra de Dios es el dato constante y fundamental de la fe de la Iglesia. Podemos, por el contrario, considerar el horizonte cultural, dentro del cual actúa como variante la lectura bí­blica. Las primeras comunidades cristianas leyeron el AT a la luz de su fe en Cristo, pero también sirviéndose de las técnicas exegéticas y rabí­nicas, lo mismo que más tarde la exégesis sacó sus procedimientos del alegorismo alejandrino o de la retórica latina. El horizonte cultural no ofrece solamente nuevos instrumentos de investigación, sino también intereses, provocaciones, mentalidades, cuestiones nuevas.

El horizonte cultural dentro del cual se realiza desde hace un siglo la lectura de la Biblia está caracterizado por un sentido vivo de la historia y por el despertar del espí­ritu crí­tico y cientí­fico. Esto explica la aparición y la imposición del llamado método histórico-crí­tico, un conjunto de métodos de análisis literario e histórico que se caracterizan por su exigencia de rigor cientí­fico. Este método pretende (con toda justicia) corresponder tanto a la estructura histórica de la Biblia como a la comprensión moderna del hombre. Pero no puede pretender ser el único método. Precisamente por estar ligada a la variable cultural, la exégesis no es nunca un itinerario ya concluido, y ningún método puede juzgarse definitivo; y esto bien porque la «palabra» es inagotable, bien porque los instrumentos de investigación se están continuamente perfeccionando y pueden aparecer siempre nuevos datos y nuevas aportaciones. De hecho, en estos últimos años se están asomando a la escena nuevos métodos, todaví­a en parte experimentales. No hay ninguna objeción apriorista sobre ellos. La única atención que se precisa (para el creyente) es verificar que no partan de presupuestos contrarios a la naturaleza de la Biblia, tal como la concibe la fe cristiana.

II. UN LIBRO IGUAL Y DIVERSO. Tratándose de la interpretación de la Biblia se plantea enseguida un problema. En efecto, la Biblia es un texto literario al mismo tiempo parecido y distinto de cualquier otro texto literario. Parecido, en cuanto que está escrito por manos de hombres, que han utilizado métodos, instrumentos y categorí­as propias del tiempo en que viví­an. Distinto, en cuanto que, según la fe de la Iglesia, transmite una palabra de Dios. La Biblia es palabra de Dios y palabra del hombre. Esto permite comprender que su interpretación ha de seguir caminos en parte comunes y en parte singulares respecto a la interpretación de cualquier otro texto literario de la antigüedad [/Cultura/ Aculturación].

De las dos dimensiones de la Escritura se derivan dos órdenes de principios interpretativos. Del hecho de tener a Dios por autor se deducen la unidad de todas sus partes, su orientación hacia Cristo, la concordancia de cada una de las verdades particulares con la totalidad de la revelación, su relación con el magisterio de la Iglesia (cf DV 12b). Fácilmente se comprende que estas convicciones están cargadas de influencia en la interpretación en sentido global, pero no igualmente en todas las etapas de su itinerario. Del hecho de que la Biblia es palabra del hombre se deducen la posibilidad y la necesidad de interpretarla, recurriendo a todos aquellos métodos de análisis literario e histórico que acostumbramos a utilizar al interpretar un texto literario de la antigüedad. Por eso la Biblia está sujeta a una interpretación cientí­fica que aplica al texto las leyes del discurso normal, lo cual significa que ha de leerse dentro del entramado cultural que la vio nacer. Aquí­ radica la justificación de la exégesis cientí­fica y de los métodos de que se sirve. Dan testimonio de ello algunos documentos autorizados, como la encí­clica de Pí­o XII Divino afflante Spiritu (30 septiembre 1943), la instrucción de la Comisión bí­blica De historica evangeliorum veritate (21 abril 1964) y sobre todo la constitución conciliar Dei Verbum (nn. 12 y 25).

Es oportuno decir una palabra más para justificar la exégesis cientí­fica contra la aparición en nuestros dí­as de ciertas tendencias que intentan más bien marginarla, por considerarla inútil, si no nociva, para una lectura que quiera ser espiritual y fructuosa. La fe en la inspiración no quita nada al carácter histórico y humano de la Escritura, puesto que Dios utilizó a los hagiógrafos respetando plenamente su personalidad literaria (DV 11). Dios y el hombre no actuaron como dos autores uno junto al otro, sino más bien como uno dentro del otro, cooperando a la producción de un único texto con un solo significado. Por ello, si se quiere comprender lo que quiso Dios comunicar, hay que buscar con atención «lo que los hagiógrafos intentaron significar» (DV 12). Saltarse la exégesis cientí­fica significa meterse en peligrosos vericuetos. No pasar a través del espesor humano e histórico de la Escritura es olvidar el misterio de la encarnación. La fidelidad a la historia no impide alcanzar la fuerza espiritual y actual de la «palabra», sino que más bien la libera y es su premisa indispensable. «Hoy se critica al exegeta que se refiere a la crí­tica histórica. Es verdad que no hay que refugiarse en el pasado desde el momento en que la `palabra’ tiene que ser vivida hoy. La crí­tica histórica no debe constituir una excusa para evadirse del presente. Pero el hecho es que este pasado tiene una gran fuerza de apertura al porvenir que ha de dar sentido a nuestro presente… Las técnicas más precisas, los métodos más rigurosos sirven para encontrar la fuente de juventud que tanto necesita nuestro mundo» (J. Dupont).

III. EXEGESIS Y HERMENEUTICA. Son tres las preguntas principales que hay que plantear al texto bí­blico: ¿Cómo se presenta el texto en su objetividad y qué cosa dice exactamente? ¿Es verdad lo que refiere? ¿Qué mensaje me revela a mí­ hoy? Para el creyente la pregunta a la que todo se orienta es la tercera. Pero no se llega correctamente al tercer interrogante sin pasar por los otros dos.

Vislumbramos toda la complejidad del itinerario interpretativo, si observamos que las tres preguntas pertenecen a planos distintos, y que requieren por tanto metodologí­as diversas. En las dos primeras se estudia el texto como un objeto y nos colocamos fuera de él, mientras que en la tercera nos ponemos dentro del mismo texto. Pero, además, es grande la diferencia entre la primera pregunta y la segunda: en la primera nos ponemos a nivel de la literalidad del texto (y por tanto se exige un método de crí­tica literaria); en la segunda nos ponemos más bien a nivel del acontecimiento narrado (y por tanto se exige un método de crí­tica histórica). Para algunos autores la exégesis debe limitarse rigurosamente a comprender lo que el texto dice y repetirlo luego en términos actuales. Para otros el itinerario exegético se prolonga hasta la actualización del texto. Personalmente, somos de la segunda opinión. Las dos partes -comprensión del texto y actualización- constituyen un único proceso interpretativo, sin solución de continuidad. En este artí­culo, sin embargo, nos fijaremos sobre todo en la primera parte, dejando la segunda para la voz t Hermenéutica.623
IV. EL ITINERARIO EXEGETICO. En concreto, el itinerario exegético consiste en ir del texto a su ambiente y a su origen para volver luego al texto: una sucesión de lectura sincrónica-diacrónica-sincrónica.

La primera aproximación -todaví­a genérica y, en cierto sentido, previa al auténtico trabajo exegético consiste en colocar el texto en su ambiente general, lingüí­stico, histórico y religioso. Esto nos hace de algún modo contemporáneos de la obra que leemos, al mismo tiempo que nos hace conscientes de la distancia que nos separa de ella. Además, nos permite comprender que la Biblia no es un libro aislado dentro de un mundo extraño, sino un libro profundamente encarnado en su tiempo y en su ambiente a pesar de tener una originalidad innegable. El exegeta riguroso se mostrará igualmente atento a las semejanzas y a las diferencias.

La segunda aproximación se centra más bien en la individualidad del texto: ya no se pregunta por su ambiente general, sino cuándo, dónde, por quién y para qué destinatarios se escribió, en qué circunstancias y sirviéndose de qué fuentes, qué ediciones y reformas sufrió. Ordinariamente la respuesta a estos interrogantes no la ofrece directamente el texto, sino que ha de buscarse en su interior mediante detenidos análisis de su contenido y de su forma. De aquí­ la aparición de diversas metodologí­as de investigación, que tienen la finalidad de reconstruir un texto seguro (crí­tica textual), estudiar los criterios lingüí­sticos, la forma, la composición, las dependencias, el ambiente cultural y religioso (crí­tica literaria) y valorar, finalmente, su valor histórico (crí­tica histórica). Crí­tica textual, análisis literarios y crí­tica histórica son los tres momentos clave a los que todo exegeta tiene que referirse. Nos bastará con indicar sumariamente sus etapas, según un esquema que repite a grandes rasgos el itinerario de un exegeta en su trabajo.

1. CRITICA TEXTUAL. El objetivo de la crí­tica textual es reconstruir lo más fielmente posible el texto original de una obra literaria, realizando su edición crí­tica. Esto se lleva a cabo reconstruyendo ante todo la historia de la transmisión del texto: la crí­tica textual busca todos los manuscritos, los fecha y establece su mutua dependencia. Luego enumera todas las variantes, confrontándolas y valorándolas, de manera que pueda decidirse la lección más probable, eliminando los elementos parasitarios que se han ido introduciendo sucesivamente: interpolaciones, glosas, deformaciones, incidentes de copia. Se trata de una tarea compleja que siempre puede perfeccionarse.

La determinación de las variantes procede sobre la base de criterios externos e internos. Criterios externos son los códices más autorizados, las versiones más antiguas, las citas. Criterios internos son algunas reglas ya codificadas desde el siglo xvili por J.J. Griesbach. Las principales son tres: la lección más difí­cil es a menudo la más originaria (el que transcribe el texto se siente inclinado a allanar más bien las dificultades); la lección más breve es generalmente preferible a la más larga, especialmente en el caso de que esta segunda parezca como una explicitación de la primera o como su armonización con pasajes paralelos; la lección más probable es aquélla de la que puede deducirse la explicación de las otras.

La crí­tica textual nos asegura que el texto bí­blico fue especialmente respetado en cuanto texto sagrado. En comparación con los clásicos de la antigüedad puede gloriarse de tener un número mucho más elevado de manuscritos: solamente para los evangelios se cuentan unos cinco mil documentos entre códices, papiros, leccionarios y fragmentos variados. Y todos estos manuscritos son idénticos sustancialmente. Como es lógico, son muchí­simas las variantes, pero no sustanciales. «Podemos reconstruir el NT con la convergencia de millares de manuscritos, llegando a un texto prácticamente único. No existe ningún texto tan seguro como el texto del NT; no hay ningún texto tan ampliamente documentado, en donde la sustancia del texto esté tan idénticamente presente en todos los códices» (C.M. Martini). Aunque sea con un cierto margen de diferencia, lo mismo puede decirse del AT.

2. ANíLISIS LITERARIO. Por análisis literario entendemos una vasta gama de operaciones que comprenden tanto la lectura sincrónica del texto (traducción, estudio de la composición, determinación de los géneros literarios, reconstrucción del ambiente vital), como la lectura diacrónica (búsqueda de las fuentes, historia de las formas e historia de la redacción).

El primer paso en el trabajo exegético consiste en identificar con exactitud el comienzo y el fin de la perí­copa bí­blica que se pretende examinar. No se puede tomar para su examen una porción del texto cortada arbitrariamente. Además, como los libros bí­blicos no son generalmente una antologí­a de unidades separadas, reunidas arbitrariamente, es importante el estudio del contexto que sirve de marco. La colocación de un pasaje dentro de la sección o del libro al que pertenece no está exenta de significado.

El primer encuentro con el texto no tiene la finalidad de traducirlo, y por tanto de considerarlo ya comprendido, sino más bien de escribirlo y de problematizarlo, acumulando interrogantes, problemas y dificultades y poniendo de relieve las diversas posibilidades de sentido que encierran los vocablos y las frases. Traducir es ya interpretar, y por tanto encerrar el sentido de un texto. Así­, sin embargo, lo que se quiere es mantenerlo abierto. La traducción no es el primer paso, sino el último. La opción entre los diversos significados posibles sólo tendrá lugar al final, después de haber observado el texto desde múltiples ángulos.

El análisis literario se esfuerza, ante todo, en poner de manifiesto la unidad o el carácter elaborado del texto examinado. Los criterios para esta operación son múltiples y de diverso valor, que es preciso apreciar atentamente; por ejemplo, la presencia de duplicados o de repeticiones, tensiones y contradicciones; la presencia o ausencia, en las diversas secciones del pasaje, de los mismos caracteres estilí­sticos. Se comprende fácilmente cómo esta operación encierra una gran importancia para pasar luego a la búsqueda de eventuales fuentes, tradiciones y unidades preexistentes.

Hace ya varios años que los exegetas se aplican a destacar las estructuras de los textos. No nos referimos aquí­ a la propia y verdadera lectura estructuralista, sino más simplemente a un análisis atento de las estructuras de superficie, como, por ejemplo, las palabras-gancho, las repeticiones, las correlaciones internas, el movimiento de las escenas. Este análisis se emprendió primero casi exclusivamente para descubrir la unidad o el carácter elaborado de un texto, pero ahora se le utiliza también positivamente para descubrir el sentido de la composición: las correlaciones, las conexiones, lo mismo que las interrupciones, revelan precisamente un sentido. El presupuesto es que un texto manifiesta su significado no sólo mediante sus contenidos, sino también mediante sus entramados internos. El texto bí­blico es siempre una respuesta a preguntas que han nacido de situaciones concretas: preguntas que normalmente imponí­an replanteamientos, exámenes en profundidad y actualización del patrimonio tradicional. Por eso es importante determinar el ambiente vital -pastoral y cultural- en el cual y para el cual cobró vida el texto.

De importancia capital para señalar la intención de un texto y su verdad es la determinación del género literario. Se adivina hasta qué punto es distinto el género poético del género histórico, el género epistolar del género apocalí­ptico, etc. Por poner un breve ejemplo, tomemos el caso de los evangelios. Podemos situar el género «evangelio» en el género histórico, pero hay que decir que se trata de una historia distinta de aquella a la que estamos habituados; en efecto, su objetivo no es hacer revivir el pasado en su carácter fáctico, sino contarlo de tal manera que suelte toda su carga religiosa y salví­fica para alimentar la fe de los creyentes. Además, dentro de los evangelios encontramos diversos géneros: parábolas, relatos de milagros, frases del Señor encuadradas dentro de un relato, trozos apocalí­pticos, etc. Cada uno de estos géneros no sólo se distingue por determinadas caracterí­sticas de forma y de estilo -el género está determinado precisamente por sus caracterí­sticas formales-, sino que tiene su propia intención y su verdad. Así­, por ejemplo, las / parábolas son un relato ficticio en donde todo el peso de la narración recae en un solo punto (generalmente sorprendente y paradójico, no habitual), que encamina hacia la comprensión de una verdad superior (la presencia del reino de Dios en la acción de Jesús). Los relatos de / milagros están estructurados de manera que pongan de relieve el poder de Jesús. Los dichos enmarcados dentro de un relato, por el contrario, no llaman la atención sobre el hecho que acontece ni sobre el poder de Jesús que lo realiza, sino sobre la palabra del Señor. No hay por qué alargarse. Estas breves alusiones bastan para demostrar hasta qué punto es esencial para comprender un texto el conocimiento de su género literario.

a) Búsqueda de las fuentes. Después de la lectura sincrónica que hemos descrito en sus aspectos principales, se pasa a una lectura diacrónica, que tiene la finalidad de ir más allá del texto actual para estudiar su formación. La primera etapa es la búsqueda de las fuentes. Por «fuentes» entendemos tanto los conjuntos eventuales ya literariamente fijados que están en el origen de un texto como aquellas tradiciones -en todo o en parte aún a nivel oral, pero de todos modos ordenadas ya en conjuntos estructurados y con su propia fisonomí­a concreta- que luego confluyeron en un texto literario. Se definen los contornos de esas fuentes y se estudia su origen, su ambiente, su pensamiento y su historia.

Es muy conocido el caso de los /evangelios sinópticos: sus semejanzas extraordinarias, así­ como sus diferencias igualmente extraordinarias, plantean inevitablemente el problema de las dependencias, es decir, de las fuentes: problema que sigue todaví­a abierto. También es conocido el caso del /Pentateuco, en el que confluyeron diversas tradiciones (yahvista, elohí­sta, sacerdotal, deuteronómica). Lógicamente, este problema se plantea además para otros muchos libros; actualmente, por ejemplo, es muy viva la investigación de las fuentes del libro de los t Hechos y del evangelio de /Juan.

A nadie se le escapa la fascinación y la importancia de estas investigaciones. Pero tampoco faltan los riesgos; por ejemplo, el de proceder por hipótesis no suficientemente fundadas, o el de pasar ingenuamente de un análisis literario a una valoración histórica, como si el contenido de la fuente -por el mero hecho de ser más arcaico- fuera también necesariamente más histórico. La antigüedad literaria no equivale de suyo a historicidad. En efecto, por una parte la fuente puede ser ya una interpretación del dato histórico; por otra, los elementos que confluyeron en un segundo tiempo en la fuente pueden tener un mayor grado de probabilidad histórica.

b) Historia de las formas. Con la búsqueda de las fuentes se va más allá del texto en su redacción actual, pero se sigue estando dentro de una tradición ya desarrollada. Por eso los crí­ticos han elaborado un método para poder dar un nuevo paso y llegar hasta la prehistoria del texto, es decir, aquella etapa preliteraria en que se formaron y circularon de forma dispersa cada una de las unidades que confluirí­an más tarde en la composición final del texto. Es el método conocido con el nombre de «historia de las formas» (Formgeschichte), denominación que creemos se deriva de la obra de M. Dibelius (Die Formgeschichte des Evangeliums). Los fundadores de este método aplicado a los evangelios fueron M. Dibelius con la obra citada (Tübingen 1919), K.L. Schmidt (Der Rahmen der Geschichte Jesu, Berlí­n 1919) y R. Bultmann (Die Geschichte der synoptischen Tradition, Góttingen 1921). Este método no sólo es aplicable a los evangelios, sino también -en mayor o menor medida- a todos aquellos textos que están compuestos de unidades literarias que tuvieron una vida preliteraria. Para describir sus criterios y su procedimiento nos referimos al caso de los evangelios [lEvangelios II; /Evangelio].

Hoy este método se ha liberado ya casi totalmente de algunos presupuestos ideológicos que lo condicionaban pesadamente. Así­, por ejemplo, el presupuesto de la comunidad creadora: hoy se reconoce cada vez más que la comunidad elaboró las formas a partir de sus propias exigencias, pero que no creó los contenidos. O el presupuesto de que en las comunidades estaba ausente todo interés histórico; en realidad, este presupuesto no tiene fundamento alguno: es verdad que la comunidad transmitió los hechos por una finalidad de fe, pero la fe no elimina el interés por la realidad de lo que se cree, sino que lo exige. El mismo principio de crí­tica literaria que está todaví­a en la base del método (o sea, que los evangelios están compuestos de pequeñas unidades literarias que circularon al principio dispersas unas de otras) tiene que matizarse ulteriormente: los evangelios no son una antologí­a de textos separados, las unidades literarias no se reunieron al azar y los evangelistas no son unos simples recopiladores.

El procedimiento del método de la historia de las formas se articula sustancialmente en cuatro operaciones. Primera: se separan las unidades del cuadro evangélico redaccional, para catalogarlas luego sobre la base de su forma literaria. Estas unidades representan la etapa de la tradición oral y atestiguan la fe y la vida de las comunidades cristianas en aquel nivel de la tradición. Segunda: se determina el «ambiente vital» (Sitz im Leben) de cada uno de los géneros en los que se catalogó cada una de las unidades, es decir, el ambiente y los intereses en los cuales y para los cuales cobraron vida dichas unidades: el anuncio misionero, la catequesis, el culto, la polémica. Tercera: se prosigue el camino que recorrieron esas unidades, desde su ambiente de origen hasta los evangelios, poniendo de relieve los cambios que tuvieron lugar en su transmisión; se trata de un trabajo delicado e incierto, queraramente va más allá del valor de una simple hipótesis. Cuarta: al final de este procedimiento, el exegeta se siente muchas veces movido a emitir un juicio sobre la historicidad de las unidades examinadas. Con esto se pasa del análisis literario a la crí­tica histórica, paso éste que requiere mucha atención y el recurso a criterios que no son ya literarios, sino históricos. La valoración se efectúa sobre la base de elementos que han surgido dentro del proceso de tradición de las unidades estudiadas (ambiente de origen, intereses, influencias), o bien sobre la base de analogí­as con las literaturas contemporáneas (la judí­a y la helenista).

El método de historia de las formas que hemos descrito sumariamente tiene en su favor los grandes méritos conseguidos, a pesar de los excesos en que ha caí­do y sigue cayendo. Colocado en un itinerario más amplio, sigue siendo insustituible. Ha despertado el interés por la tradición preliteraria, haciéndonos conocer mejor tanto la formación de los evangelios como la vida y la fe de las comunidades en la etapa precedente a la redacción de los textos literarios. Pero esto no se realiza sin algunos riesgos por ejemplo, el de conceder demasiada importancia a la prehistoria de los textos, olvidando la composición final que de allí­ resultó.

c) Historia de la redacción. Reaccionando contra las limitaciones de la historia de las formas -que analiza las diversas unidades, pero descuidando el conjunto-, surgió por el año 1950 una nueva corriente, que se interesaba no ya por las fuentes y por la prehistoria del texto, sino por su composición final, por su redacción; de ahí­ la denominación de Redaktiongeschichte (historia de la redacción). También aquí­ el campo privilegiado de la investigación han sido los evangelios; pero lógicamente este método puede aplicarse también a todos los demás textos en que han desempeñado una función la tradición y la redacción.

De 1954 es el estudio de H. Conzelmann sobre la obra de Lucas (Die Mitte der Zeit); de 1956 el de W. Marxsen sobre el evangelio de Marcos (Der Evangelist Markus), y de 1959 el de W. Trilling sobre el evangelio de Mateo (Das wahre Israel). Con estos tres trabajos puede decirse que ha quedado confirmado el método.

El presupuesto de partida es que la composición de un texto (p.ej., de un evangelio) no es una mera colección de materiales preexistentes, sino una operación inteligente, que busca un proyecto teológico. Es este proyecto el que intenta poner de manifiesto la historia de la redacción. Y lo hace recogiendo y valorando todos aquellos indicios que muestran el trabajo realizado por el redactor sobre el material tradicional: la selección hecha en el material tradicional, las inserciones y las omisiones practicadas, los enlaces que ligan a los materiales de diverso origen, los sumarios, los cambios de vocabulario.

El gran mérito de este método es la justa valoración del proyecto teológico del último autor bí­blico. Pero ni siquiera aquí­ está ausente cierta unilateralidad. A menudo estos exegetas no se interesan por el libro en todas sus partes, sino únicamente por lo que en él hay de tí­pico, de particular respecto a las fuentes usadas o las redacciones precedentes. Nosotros creemos, sin embargo, que hay que interrogar a los textos tal como son, con todo lo que contienen, atentos tanto a los elementos redaccionales como a los tradicionales. La exégesis va orientada al texto en su objetividad, no simplemente a la intención de su redactor.

3. CRíTICA HISTí“RICA. Después de la reconstrucción del texto y del análisis literario (tanto sincrónico como diacrónico), el itinerario exegético llega a la crí­tica histórica. Esta expresión tiene diversas acepciones: para algunos autores entra también en la crí­tica histórica el estudio de la formación del texto (etapa preliteraria, composición, sucesivas redacciones); para otros también la determinación de su ambiente vital; otros, finalmente, reservan esta expresión para la valoración de la verdad histórica de lo que narra el texto. Nosotros la utilizaremos en este último sentido restringido. En efecto, los dos primeros intereses entran sustancialmente en las metodologí­as literarias, mientras que el tercero se aparta claramente de ellas y exige su propio método.

La Biblia es el relato de la «historia de la salvación»; y, por consiguiente, la realidad o no realidad de lo que en ella se narra no es indiferente a su comprensión. De todas formas, es de la mayor importancia para el creyente. Pensemos, por ejemplo, en la importancia que tienen para la fe los hechos de la historia de Jesús. La exégesis, que quiere comprender los evangelios, no puede sustraerse de la tarea de valorarlos históricamente. La cuestión básica es determinar algunos criterios que permitan distinguir lo que es histórico de lo que no lo es. Pongamos una vez más como ejemplo los evangelios: ¿cómo distinguir los hechos y las palabras que se remontan al mismo Jesús de lo que es más bien fruto de la fe de la comunidad? Los autores han elaborado principalmente tres criterios: el criterio del testimonio múltiple, en virtud del cual se considera probable un dato atestiguado por fuentes múltiples e independientes; el criterio de la discontinuidad, en virtud del cual se considera auténtico un dato que no se explica ni como derivación del ambiente judí­o ni como producto de lacomunidad cristiana; el criterio de la conformidad, en virtud del cual se considera digno de fe lo que está en conformidad con las situaciones concretas de la vida de Jesús y con sus caracterí­sticas de estilo y de lenguaje.

a) Insuficiencia de la exégesis histórico-crí­tica. Recientemente y desde diversas partes se han hecho crí­ticas contra la exégesis histórico-crí­tica que acabamos de describir. Se le ha reprochado que es un saber reservado (posible para pocos), arqueológico y cerrado. Precisamente porque subraya (y es ése su mérito) la historicidad de la palabra, su individualidad, su ví­nculo con un tiempo determinado y con un ambiente determinado, acaba aumentando la distancia que hay entre el texto y el lector (y es ésa la otra cara de la medalla). Abre un foso. De este modo la exégesis corre el peligro de encerrarse en el pasado y, en la medida en que así­ ocurre, la protesta contra esa exégesis está plenamente justificada. En efecto, la exégesis tiene que ayudarnos a encontrar en el texto un sentido abierto, no cerrado. Después de todo, la Biblia no es un texto cerrado en el pasado, muerto; es más bien un libro que se mantiene perennemente vivo dentro de una comunidad que lo lee continuamente. Ciertamente, el momento original, es decir, el contexto histórico concreto en que nació el texto, encierra una especial importancia; pero no es el único contexto ni el único factor que contribuye a su significado (C. Buzzetti). La exégesis crí­tica, además, identifica demasiado el sentido del libro con la intención del autor que lo ha escrito. Reconocer la intención del autor es sin duda un principio de gran validez, a pesar de ciertas afirmaciones esgrimidas en contra. Sobre todo si se tiene en cuenta que la Biblia no es simplemente una obra de arte, una novela, una poesí­a; en estoscasos el sentido serí­a más abierto, más disponible: una obra de arte, en cierto sentido, tiene tantas caras cuantos son los ecos que suscita en quien la contempla. La Biblia es más bien un mensaje; proviene de alguien que quiere decirnos algo. En este caso es capital la intención. Sin embargo, es igualmente verdad que el texto no se reduce simplemente a la intención del autor que lo ha escrito. El texto, una vez escrito, es un hecho objetivo y tiene su propia vida. De todas formas, la finalidad de la exégesis no es reconstruir la intención del autor, sino descubrir el sentido de su escrito; su escrito es la carta que Dios nos dirige a nosotros. Por ejemplo, hay que comprender el sentido del escrito dentro de un canon y dentro de una tradición viva: dos cosas que encierran consecuencias y resonancias que no necesariamente pretendió su autor. Pero esto está en su origen. En resumen, hay una cierta autonomí­a del texto en relación con su autor, y hay que tenerla en cuenta. Finalmente, se le reprocha al método histórico-crí­tico una ilusión de objetividad; tiene la ilusión de poder llegar a la intención del autor, al texto en sí­, cuando en realidad ningún conocimiento histórico puede separarse del sujeto, de su presente, de su cultura: nunca es posible alcanzar el pasado en sí­ mismo, sino tener siempre nuestro conocimiento del pasado.

Todas estas crí­ticas son válidas y oportunas en la medida en que la exégesis histórico-crí­tica tiende a absolutizarse. Pero no anulan su importancia y su validez; simplemente, lo que hacen es declarar su insuficiencia. Estas crí­ticas pueden explicar -pero no justificar- la intolerancia que se manifiesta en algunas partes contra la exégesis cientí­fica en provecho de lecturas pretendidamente teológicas y espirituales. Creemos que ambas perspectivas se completan entre sí­ y que no conviene oponerlas.

b) Aportaciones y lí­mites de la lectura estructuralista. La reacción contra el método histórico-crí­tico no se produce solamente en el ámbito de aquellas lecturas que buscan directamente un objetivo espiritual, sino también en el ámbito de lecturas cientí­ficas que parten, sin embargo, de otros presupuestos y enfocan el texto desde ángulos diferentes. Las metodologí­as histórico-crí­ticas destacan exclusivamente, o casi exclusivamente, la perspectiva histórica, a costa del texto captado en su conjunto y en su materialidad. El deseo de superar estos lí­mites mueve actualmente a numerosos exegetas (sobre todo franceses) a aplicar a la Biblia los métodos de la lectura estructuralista. Estos métodos están ya hoy debidamente comprobados. No es éste el lugar para describir los presupuestos y las técnicas de procedimiento del estructuralismo [/Hermenéutica]. Nos basta con indicar su intención.

No se trata de investigar las estructuras de superficie (operación ésta que hemos encuadrado en el análisis literario), sino de investigar las estructuras profundas que presiden, mediante su lógica interna, la producción de los textos sin que intervenga la intención de los autores. Se comprende enseguida que el análisis estructuralista se distingue claramente de la exégesis histórico-crí­tica por un claro cambio de perspectiva; en efecto, pone entre paréntesis precisamente lo que la exégesis histórica sitúa en primer plano, es decir, la intención del autor, la historia de la formación del texto, su ambiente histórico. El punto de partida es que un texto es siempre un conjunto de elementos organizados, estructurados, capaces de manifestar un sentido no sólo en virtud de su contenido, sino también por el juego de sus relaciones, por el funcionamiento de su estructura.

Nuestra conclusión es que la lectura estructuralista ofrece ventajas distintas de las que ofrece el método histórico-crí­tico, pero que resulta igualmente limitada y unilateral. Por eso no se trata de una lectura alternativa a la histórico-crí­tica. Más bien la integra, observando el texto desde otra perspectiva. En este sentido puede representar una etapa ulterior en el itinerario exegético [/ Biblia y cultura: I; Biblia y arte, II].

V. EXEGESIS Y FE. Un problema de gran importancia es la relación entre la exégesis hecha cientí­ficamente y la fe. Estamos convencidos de que esta relación, antes de ser un problema teórico que analizar, es una experiencia concreta que hay que vivir. Muchos exegetas son al mismo tiempo fieles a su ciencia y a su fe. Pero es también un problema.

En lí­nea de principio no deberí­a existir conflicto entre la lectura cientí­fica y la fe, pero de hecho los ha habido incluso en un pasado reciente: la historia de las formas, por ejemplo, ha parecido por mucho tiempo una lectura incompatible con la visión de los evangelios que proponí­a la fe. Pero cuando esto sucede no es por culpa de los métodos en sí­ mismos, sino por los presupuestos ideológicos de que son prisioneros. Esto puede ocurrir también debido a teologí­a y a una visión incorrecta de fe. Algunas de las conclusiones que se han presentado como fruto de investigaciones rigurosas y cientí­ficas pueden estar realmente contaminadas por presupuestos ideológicos. En este sentido, la ciencia y la fe están llamadas a purificarse mutuamente: la exégesis cientí­fica puede ayudar a la teologí­a a purificar algunos de sus contenidos considerados como de fe, pero que en realidad sólo son culturales; y la fe puede ayudar a la exégesis a aceptar sus propios lí­mites y a romper con presupuestos ideológicos indebidos (y a veces ocultos).

A primera vista se dirí­a que el método es simplemente un hecho técnico: el método es método, se dice, y no hay diferencia alguna en que lo emplee un creyente o un no creyente. Pero no es así­. La investigación exegética en su globalidad no es neutral, especialmente en algunos momentos de su itinerario (una cosa es ciertamente la crí­tica textual, otra cosa el análisis literario y otra la valoración histórica). «El método histórico-crí­tico no se apoya en sí­ mismo, sino que supone a su vez una visión más amplia de la realidad» (N. Lohfink). Por ejemplo, si un exegeta trabaja con una visión de la realidad en la que por principio no se admite a Dios ni los milagros, frente a los datos evangélicos se comportará, aun usando el mismo método, de una forma bastante distinta que otro exegeta para el que Dios y los milagros son nociones reales. La exégesis es una ciencia, pero tiene que ser responsablemente asumida en la fe. El exegeta creyente se mueve manteniendo unidas las dos extremidadades de la cuerda: el rigor y la paciencia del trabajo cientí­fico y la vida de fe que proyecta su luz sobre todo.

La fe no dicta los resultados de forma apriorista. Si así­ fuese, se vendrí­a abajo la autonomí­a y el rigor de la investigación cientí­fica. La fe es más bien una luz que ilumina el sentido de la Biblia en su globalidad. La Biblia es un discurso unitario, madurado progresivamente; de aquí­ se sigue la necesidad de una lectura sintética, global, a partir de su centro. Podrí­amos hablar, de manera general, de / teologí­a bí­blica. Es sobre todo en este nivel donde la fe puede iluminar al investigador. Un artesano, para trabajar, no sólo tiene necesidad de sus instrumentos técnicos, sino también de la luz para poder ver.

Leer un texto en la fe no significa proyectar en el texto significados que éste no tiene, sino penetrar a fondo, como por connaturalidad, la experiencia que intenta comunicar: significa leerlo a partir de su centro. Leer la Biblia en la fe quiere decir leerla a partir de una experiencia que le es congénita.

La exégesis cientí­fica llega a la «letra» del texto, y en este sentido es indispensable; pero es solamente una lectura global, y por tanto de fe, la que hace explotar el «Espí­ritu». La crí­tica literaria y la crí­tica histórica no bastan para interpretar la Biblia; por sí­ solas no logran captar entre el follaje de la letra los frutos del Espí­ritu (san Gregorio Magno).

La luz de la fe es esencial, precisamente porque la Escritura narra una experiencia de fe. Nacida en la fe, no puede ser comprendida plenamente más que en la fe. Es verdad que también el exegeta no creyente puede decir cosas muy interesantes sobre la Biblia, pero no se ve cómo va a ser capaz de llegar a su alma más profunda.

Por el contrario, entre el texto y el exegeta creyente se establece algo así­ como una relación de connaturalidad: se da en común entre ellos la misma experiencia de fe. Se trata de una experiencia de fe que confiere a la Biblia una profunda unidad aun dentro de la variedad de sus muchas páginas, y que da sentido a todos sus detalles. Sustraerse de la luz de la fe significa cerrarse a la posibilidad de alcanzar esta experiencia que constituye la esencia del texto bí­blico que se quiere interpretar: su coherencia interna, su unidad, su actualidad. Es verdad que la fe no es la única luz. A su vez, ella requiere la luz que le viene de las diversas técnicas de la investigación. La fe es «una luz polivalente y conglobante, que llega a todo a partir de lo esencial. Respecto a las luces selectivas y limitadas de cada una de las técnicas en particular, la fe hace pensar en esa luz blanca que integra todos los elementos del arco iris» (R. Laurentin).

Un problema análogo es el de las relaciones existentes entre la ciencia exegética desarrollada de forma autónoma y el reconocimiento del magisterio eclesiástico. No queremos entrar en los detalles de esta cuestión. Sin embargo, podemos decir que el magisterio está más comprometido en el sentido global, es decir, en una lectura que va más allá de la exégesis precisa de cada uno de los textos. La lectura del magisterio utiliza particularmente aquellos principios (la unidad de la Escritura, la analogí­a de la fe, la orientación hacia Cristo) que hemos derivado del origen divino de la Biblia. Esto significa que el exegeta católico se mueve, por así­ decirlo, «globalmente» dentro de la interpretación autoritativa de la Iglesia, pero no es que él se refiera de forma metódica a esa autoridad en su trabajo. Por lo demás, es bien sabido que el magisterio se ha comprometido en muy raras ocasiones sobre el sentido de cada uno de los textos. Así­, el exegeta católico, a pesar de su vinculación con el magisterio, no se ve obstaculizado en su investigación cientí­fica concreta. Por otra parte, también es verdad, al revés, que la investigación cientí­fica precede en cierto sentido a la lectura del magisterio, desempeñando de esa manera una función crí­tica importante: «Es misión de los exegetas… contribuir a la inteligencia y exposición más profunda del sentido de la Sagrada Escritura, ofreciendo los datos previos sobre los cuales pueda madurar el juicio de la Iglesia» (DV 12).

BIBL.: AA.VV., Analisi strutturale ed esegesi bí­blica, SEI, Turí­n 1973; AA.VV., Exégese et hermeneutique, Seuil, Parí­s 1971; AA.VV., Per una letturamolteplice delta Bibbia, EDB, Bolonia 1981; BOISMARD M.E.-LEMOUILLE, La vie des Evangiles. Initiation b la critique des textes, Cerf, Parí­s 1980; CAZELLES H., Ecriture, Parole, Esprit, Parí­s 1970; CORSANI B., Exegesi. Come interpretare un testo bí­blico, Claudiana, Turí­n 1985; DE MARGERIE B., Introduzione alí­a storia dell’esegesi, Borla, Roma 1983; DEROUSSEAUX L., Un itinerario exegético, en AA.VV., El lenguaje de la fe en la Escritura yen el mundo actual, Sí­gueme, Salamanca 1974, 27-45; DREYFUS E., Exégése en Sorbonne, exégése en église, en «RB» (1975) 321-359; DUMAIS M., L’actualisation du Nouveau Testament. De la réflexion á la pratique, Cerf, Parí­s 1981; GUILLEMETTE N., Introduction á la lecture du Nouveau Testament, Cerf, Parí­s 1980; GRANT R.M., L’interpretation de la Bible des origins á nos jours, Seuil, Parí­s 1967; GRELOT P., La Biblia, Palabra de Dios, Barcelona 1968; KIEFER R., Essai de méthodologie néotestamentaire, Lund 1972; KOCH K., Was ist Formgeschichte? Neue Wege der Bibelexegese, Neukirchen 1964; LAURENTIN R., Come riconciliare 1 ‘esegesi e lafede, Queriniana, Brescia 1986; LoHFINK N., Exégesis bí­blica y teologí­a. La exégesis bí­blica en evolución, Salamanca 1969; MCKNIGHT E.V., What is Form Criticism?, Filadelfia 1971; MARCHADOUR A., Un vangelo da scoprire. La lectura della Bibbia ieri e oggi, LDC, Turí­n 19844; MARXSEN W., Lavoro introductivo, esegesi e predicazione, EDB, Bolonia 1968; PERRIN N., What is Redaction Criticism, Filadelfia 1971; PERROT Ch., La lecture d’un texte évangélique, en AA.VV., Le Point Théologique, Parí­s 1972; PESCH R., Esegesi moderna. Che cosa resta dopo la demitizzazione, Queriniana, Brescia 1970; ROHDE J., Die redaktionsgeschichtliche Methode, Hamburgo 1966; SCHREINER J., Introducciónv los métodos de la exégesis bí­blica, Barcelona 1974; ZIMMERMANN, Métodos histórico-crí­ticos en el N.T., Madrid 1969.

B. Maggioni

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Sumario: 1. Una constante y una variante. II. Un libro igual y diverso. III. Exégesis y hermenéutica. IV. El itinerario exegélico: !. Crí­tica textual; 2. Análisis litenario: a) Búsqueda de las fuentes, b) Histonia de las formas, c) Histonia de la redacción; 3. Crí­tica histórica: a) Insuficiencia de la exégesis histórico-crí­tica, b) Aportaciones y lí­mites de la lectura estructuralista. V. Exégesis y fe.
†œExégesis† es una palabra de origen griego (exégesis) que significa relato, exposición, explicación, comentario, interpretación. Hacer exégesis significa interpretar el texto sacando fuera (es lo que significa el verbo griego exegéomai) su significado.
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1. UNA CONSTANTE Y UNA VARIANTE.
El esfuerzo por explicar la Biblia es un hecho constante, ya presente dentro mismo de la Biblia, en donde los autores más recientes recogen e interpretan los escritos anteriores. Pero los métodos y las técnicas interpretativas varí­an. Una rápida mirada a la historia de la exégesis descubre que son dos los elementos en juego: uno teológico y el otro cultural. Podemos considerar el elemento teológico como una constante, a pesar de que es fácil descubrir que también aquí­ hay un coeficiente de variabilidad no indiferente: el modo de concebir la inspiración y la verdad de la / Escritura, la relación Escritura! tnadición, son susceptibles de clanificación y de profundización, y todo esto no deja de influir en la elaboración del método exegético.
Pero el hecho es que el convencimiento de que la Biblia es palabra de Dios es el dato constante y fundamental de la fe de la Iglesia. Podemos, por el contrario, considerar el horizonte cultural, dentro del cual actúa como variante la lectura bí­blica. Las primeras comunidades cristianas leyeron el AT a la luz de su fe en Cristo, pero también sirviéndose de las técnicas exegéticas y rabí­nicas, lo mismo que más tarde la exégesis sacó sus procedimientos del alegoris-mo alejandrino o de la retórica latina. El horizonte cultural no ofrece solamente nuevos instrumentos de investigación, sino también intereses, provocaciones, mentalidades, cuestiones nuevas.
El horizonte cultural dentro del cual se realiza desde hace un siglo la lectura de la Biblia está caracterizado por un sentido vivo de la historia y por el despertar del espí­ritu crí­tico y cientí­fico. Esto explica la aparición y la imposición del llamado método histórico-critico, un conjunto de métodos de análisis literario e histórico que se caracterizan por su exigencia de rigor cientí­fico. Este método pretende (con toda justicia) corresponder tanto a la estructura histórica de la Biblia como a la comprensión moderna del hombre. Pero no puede pretender ser el único método. Precisamente porestar ligada a la variable cultural, la exégesis no es nunca un itinerario ya concluido, y ningún método puede juzgarse definitivo; y esto bien porque la †œpalabra† es inagotable, bien porque los instrumentos de investigación se están continuamente perfeccionando y pueden aparecer siempre nuevos datos y nuevas aportaciones. De hecho, en estos últimos años se están asomando a la escena nuevos métodos, todaví­a en parte experimentales. No hay ninguna objeción apriorista sobre ellos. La única atención que se precisa (para el creyente) es verificar que no partan de presupuestos contrarios a la naturaleza de la Biblia, tal como la concibe la fe cristiana.
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II. UN LIBRO IGUAL Y DIVERSO.
Tratándose de la interpretación de la Biblia se plantea enseguida un problema. En efecto, la Biblia es un texto literario al mismo tiempo parecido y distinto de cualquier otro texto literario. Parecido, en cuanto que está escrito por manos de hombres, que han utilizado métodos, instrumentos y categorí­as propias del tiempo en que viví­an. Distinto, en cuanto que, según la fe de la Iglesia, transmite una palabra de Dios. La Biblia es palabra de Dios y palabra del hombre. Esto permite comprender que su interpretación ha de seguir caminos en parte comunes y en parte singulares respecto a la interpretación de cualquier otro texto literario de la antigüedad [1 Cultura/ Acultu-ración].
De las dos dimensiones de la Escritura se derivan dos órdenes de principios interpretativos. Del hecho de tener a Dios por autor se deducen la unidad de todas sus partes, su orientación hacia Cristo, la concordancia de cada una de las verdades particulares con la totalidad de la revelación, su relación con el magisterio de la Iglesia (DV 12). Fácilmente se comprende que estas convicciones están cargadas de influencia en la interpretación en sentido global, pero no igualmente en todas las etapas de su itinerario. Del hecho de que la Biblia es palabra del hombre se deducen la posibilidad y la necesidad de interpretarla, recurriendo a todos aquellos métodos de análisis literario e histórico que acostumbramos a utilizar al interpretar un texto literario de la antigüedad. Por eso la Biblia está sujeta a una interpretación cientí­fica que aplica al texto las leyes del discurso normal, lo cual significa que ha de leerse dentro del entramado cultural que la vio nacer. Aquí­ radica la justificación de la exégesis cientí­fica y de los métodos de que se sirve. Dan testimonio de ello algunos documentos autorizados, como lá encí­clica de Pí­o XII Divino afflante Spiritu (30 septiembre 1943), la instrucción déla Comisión bí­blica De histórica evan-geliorum vení­ate (21 abril 1964) y sobre toda, la constitución conciliar Dei Verbum (nn. 12 y 25).
Es oportuno decir una palabra más para justificar la exégesis cientí­fica contra la aparición en nuestros dí­as de ciertas tendencias que intentan más bien marginarla, por considerarla inútil, si no nociva, para una lectura que quiera ser espiritual y fructuosa. La fe en la inspiración no quita nada al carácter histórico y humano de la Escritura, puesto que Dios utilizó a los hagiógrafos respetando plenamente su personalidad literaria (DV Ji). Dios y el hombre no actuaron como dos autores uno junto al otro, sino más bien como uno dentro del otro, cooperando a la producción de un único texto con un solo significado. Por ello, si se quiere comprender lo que quiso Dios comunicar, hay que buscar con atención †œlo queios hagiógrafos intentaron significar† (DV 12). Saltarse la exégesis cientí­fica significa meterse en peligrosos vericuetos. No pasar a través del espesor humano e histórico de la Escritura, es olvidar el .misterio de la encarnación. La fidelidad a la historia no impide alcanzar la fuerza espiritual y actual de la †œpalabra†, sino que más bien la libera y es su premisa indispensable. †œHoy se critica al exe-geta que se refiere a la crí­tica histórica. Es verdad que no hay que refugiarse en el pasado desde el momento en que la †˜palabra†™ tiene que ser vivida hoy. La crí­tica histórica no debe constituir una excusa para evadirse del presente. Pero el hecho es que este pasado tiene una gran fuerza de apertura al porvenir que ha de dar sentido a nuestro presente… Las técnicas más precisas, los métodos más rigurosos sirven para encontrar la fuente de juventud que tanto necesita nuestro mundo† (J. Dupont).
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III. EXEGESIS Y HERMENEUTICA.
Son tres las preguntas principales que hay que plantear al texto bí­blico: ¿Cómo se presenta el texto en su objetividad y qué cosa dice exactamente? ¿Es verdad lo que refiere? ¿Qué mensaje me revela a mí­ hoy? Para el creyente la pregunta a la que todo se orienta es la tercera. Pero no se llega correctamente al tercer interrogante sin pasar por los otros dos.
Vislumbramos toda la complejidad del itinerario interpretativo, si observamos que las tres preguntas pertenecen a planos distintos, y que requieren por tanto metodologí­as diversas. En las dos primeras se estudia el texto como un objeto y nos colocamos fuera de él, mientras que en la tercera nos ponemos dentro del mismo texto. Pero, además, es grande la diferencia entre la primera pregunta y la segunda: en la primera nos ponemos a nivel de la literalidad del texto (y por tanto se exige un método de crí­tica literaria); en la segunda nos ponemos más bien a nivel del acontecimiento narrado (y por tanto se exige un método de crí­tica histórica). Para algunos autores la exégesis debe limitarse rigurosamente a comprender lo que el texto dice y repetirlo luego en términos actuales. Para otros el itinerario exegético se prolonga hasta la actualización del texto. Personalmente, somos de la segunda opinión. Las dos partes
-comprensión del texto y actualización- constituyen un único proceso interpretativo, sin solución de continuidad. En este artí­culo, sin embargo, nos fijaremos sobre todo en la primera parte, dejando la segunda parala voz! Hermenéutica.
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IV. EL ITINERARIO EXEGETico.
En concreto, el itinerario exegético consiste en ir del texto a su ambiente y a su origen para volver luego al texto: una sucesión de lectura sincrónica-diacrónica-sincrónica.
La primera aproximación -todaví­a genérica y, en cierto sentido, previa al auténtico trabajo exegético- consiste en colocar el texto en su ambiente general, lingüí­stico, histórico y religioso.† Esto nos hace de algún modo contemporáneos de la obra que leemos, al mismo tiempo que nos hace conscientes de la distancia que nos separa de ella. Además, nos permite comprender que la Biblia no es un libro aislado dentro de un mundo extraño, sino un libro profundamente encarnado en su tiempo y en su ambiente a pesar de tener una originalidad innegable. El exegeta riguroso se mostrará igualmente atento a las semejanzas y a las diferencias.
La segunda aproximación se centra más bien en la individualidad del texto: ya no se pregunta por su ambiente general, sino cuándo, dónde, por quién y para qué destinatarios se escribió, en qué circunstancias y sirviéndose de qué fuentes, qué ediciones y reformas sufrió. Ordinariamente la respuesta a estos interrogantes no la ofrece directamente el texto, sino que ha de buscarse en su interior mediante detenidos análisis de su contenido y de su forma. De aquí­ la aparición de diversas metodologí­as de investigación, que tienen la finalidad de reconstruir un texto seguro (crí­tica textual), estudiar los criterios lingüí­sticos, la forma, la composición, las dependencias, el ambiente cultural y religioso (crí­tica literaria) y valorar, finalmente, su valor histórico (crí­tica histórica). Crí­tica textual, análisis literarios y crí­tica histórica son los tres momentos clave a los que todo exegeta tiene que referirse. Nos bastará con indicar sumariamente sus etapas, según un esquema que repite a grandes rasgos el itinerario de un exegeta en su trabajo.
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1. Crí­tica textual.
El objetivo de la crí­tica textual es reconstruir lo más fielmente posible el texto original de una obra literaria, realizando su edición crí­tica. Esto se lleva acabo reconstruyendo ante todo la historia de la transmisión del texto: la crí­tica textual busca todos los manuscritos, los fecha y establece su mutua dependencia. Luego enumera todas las variantes, confrontándDIAS y valorándDIAS, de manera que pueda decidirse la lección más probable, eliminando los elementos parasitarios que se han ido introduciendo sucesivamente: interpolaciones, glosas, deformaciones, incidentes de copia. Se trata de una tarea compleja que siempre puede perfeccionarse.
La determinación de las variantes procede sobre la base de criterios externos e internos. Criterios externos son los códices más autorizados, las versiones más antiguas, las citas. Criterios internos son algunas reglas ya codificadas desde el siglo XVIII por J.J. Griesbach. Las principales son tres: la lección más difí­cil es a menudo la más originaria (el que transcribe el texto se siente inclinado a allanar más bien las dificultades); la lección más breve es generalmente preferible a la más larga, especialmente en el caso de que esta segunda parezca como una explicitación de la primera o como su armonización con pasajes paralelos; la lección más probable es aquélla de la que puede deducirse la explicación de las otras.
La crí­tica textual nos asegura que el texto bí­blico fue especialmente respetado en cuanto texto sagrado. En comparación con los clásicos de la antigüedad puede gloriarse de tener un número mucho más elevado de manuscritos: solamente para los evangelios se cuentan unos cinco mil documentos entre códices, papiros, leccionarios y fragmentos variados. Y todos estos manuscritos son idénticos sustancialmente. Como es lógico, son muchí­simas las variantes, pero no sustanciales. †œPodemos reconstruir el NT con la convergencia de millares de manuscritos, llegando a un texto prácticamente único. No existe ningún texto tan seguro como el texto del NT; no hay ningún texto tan ampliamente documentado, en donde la sustancia del texto esté tan idénticamente presente en todos los códices†™ (C.M. Martini). Aunque sea con un cierto margen de diferencia, lo mismo puede decirse del AT.
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2. Análisis literario.
Por análisis literario entendemos una vasta gama de operaciones que comprenden tanto la lectura sincrónica del texto (traducción, estudio de la composición, determinación de los géneros literarios, reconstrucción del ambiente vital), como la lectura dia-crónica (búsqueda de las fuentes, historia de las formas e historia de la redacción).
El primer paso en el trabajo exegé-tico consiste en identificar con exactitud el comienzo y el fin de la peri- copa bí­blica que se pretende examinar. No se puede tomar para su examen una porción del texto cortada arbitrariamente. Además, corno los libros bí­blicos no son generalmente una antologí­a de unidades separadas, reunidas arbitrariamente, es importante el estudio del contexto que sirve de marco. La colocación de un pasaje dentro de la sección o del libro al que pertenece no está exenta de significado.
El primer encuentro con el texto no tiene la finalidad de traducirlo, y por tanto de considerarlo ya comprendido, sino más bien de escribirlo y de problematizarlo, acumulando interrogantes, problemas y dificultades y poniendo de relieve las diversas posibilidades de sentido que encierran los vocablos y las frases. Traducir es ya interpretar, y por tanto encerrar el sentido de un texto. Así­, sin embargo, lo que se quiere es mantenerlo abierto. La traducción no es el primer paso, sino el último. La opción entre los diversos significados posibles sólo tendrá lugar al final, después de haber observado el texto desde múltiples ángulos.
El análisis literario se esfuerza, ante todo, en poner de manifiesto la unidad o el carácter elaborado del texto examinado. Los criterios para esta operación son múltiples y de diverso valor, que es preciso apreciar atentamente; por ejemplo, la presencia de duplicados o de repeticiones, tensiones y contradicciones; la presencia o ausencia, en las diversas secciones del pasaje, de los mismos caracteres estilí­sticos. Se comprende fácilmente cómo esta operación encierra una gran importancia para pasar luego a la búsqueda de eventuales fuentes, tradiciones y unidades preexistentes.
Hace ya varios años que los exege-tas se aplican a destacar las estructuras de los textos. No nos referimos aquí­ a la propia y verdadera lectura estructuralista, sino más simplemente a un análisis atento de las estructuras de superficie, como, por ejemplo, las palabras-gancho, las repeticiones, las correlaciones internas, el movimiento de las escenas. Este análisis se emprendió primero casi exclusivamente para descubrir la unidad o el carácter elaborado de un texto, pero ahora se le utiliza también positivamente para descubrir el sentido de la composición: las correlaciones, las conexiones, lo mismo que las interrupciones, revelan precisamente un sentido. El presupuesto es que un texto manifiesta su significado no sólo mediante sus contenidos, sino también mediante sus entramados internos. El texto bí­blico es siempre una respuesta a preguntas que han nacido de situaciones concretas: preguntas que normalmente imponí­an replanteamientos, exámenes en profundidad y actualización del patrimonio tradicional. Por eso es importante determinar el ambiente vital -pastoral y cultural- en el cual y para el cual cobró vida el texto.
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De importancia capital para señalar la intención de un texto y su verdad es la determinación del género literario. Se adivina hasta qué punto es distinto el género poético del género histórico, el género epistolar del género apocalí­ptico, etc. Por poner un breve ejemplo, tomemos el caso de los evangelios. Podemos situar el género †œevangelio† en el género histórico, pero hay que decir que se trata de una historia distinta de aquella a la que estamos habituados; en efecto, su objetivo no es hacer revivir el pasado en su carácter fáctico, sino contarlo de tal manera que suelte toda su carga religiosa y salví­fica para alimentar la fe de los creyentes. Además, dentro de los evangelios encontramos diversos géneros: parábolas, relatos de milagros, frases del Señor encuadradas dentro de un relato, trozos apocalí­pticos, etc. Cada uno de estos géneros no sólo se distingue por determinadas caracterí­sticas de forma y de estilo -el género está determinado precisamente por sus caracterí­sticas formales-, sino que tiene su propia intención y su verdad. Así­, por ejemplo, las / parábolas son un relato ficticio en donde todo el peso de la narración recae en un solo punto (generalmente sorprendente y paradójico, no habitual), que encamina hacia la comprensión de una verdad superior (la presencia del reino de Dios en la acción de Jesús). Los relatos de / milagros están estructurados de manera que pongan de relieve el poder de Jesús. Los dichos enmarcados dentro de un relato, por el contrario, no llaman la atención sobre el hecho que acontece ni sobre el poder de Jesús que lo realiza, sino sobre la palabra del Señor. No hay por qué alargarse. Estas breves alusiones bastan para demostrar hasta qué punto es esencial para comprender un texto el conocimiento de su género literario.
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a) Búsqueda de las fuentes.
Después de la lectura sincrónica que hemos descrito en sus aspectos principales, se pasa a una lectura diacróni-ca, que tiene la finalidad de ir más allá del texto actual para estudiar su formación. La primera etapa es la búsqueda de las fuentes. Por †œfuentes† entendemos tanto los conjuntos eventuales ya literariamente fijados que están en el origen de un texto como aquellas tradiciones -en todo o en parte aún a nivel oral, pero de todos modos ordenadas ya en conjuntos estructurados y con su propia fisonomí­a concreta- que luego confluyeron en un texto literario. Se definen los contornos de esas fuentes y se estudia su origen, su ambiente, su pensamiento y su historia.
Es muy conocido el caso de los / evangelios sinópticos: sus semejanzas extraordinarias, así­ como sus diferencias igualmente extraordinarias, plantean inevitablemente el problema de las dependencias, es decir, de las fuentes: problema que sigue todaví­a abierto. También es conocido el caso del / Pentateuco, en el que confluyeron diversas tradiciones (yahvis-ta, elohí­sta, sacerdotal, deuteronó-mica). Lógicamente, este problema se plantea además para otros muchos libros; actualmente, por ejemplo, es muy viva la investigación de las fuentes del libro de los / Hechos y del evangelio de / Juan.
A nadie se le escapa la fascinación y la importancia de estas investigaciones. Pero tampoco faltan los riesgos; por ejemplo, el de proceder por hipótesis no suficientemente fundadas, o el de pasar ingenuamente de un análisis literario a una valoración histórica, como si el contenido de la fuente -por el mero hecho de ser más arcaico- fuera también necesariamente más histórico. La antigüedad literaria no equivale de suyo a historicidad. En efecto, por una parte la fuente puede ser ya una interpretación del dato histórico; por otra, los elementos que confluyeron en un segundo tiempo en la fuente pueden tener un mayor grado de probabilidad histórica.
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b) Historia de las formas.
Con la búsqueda de las fuentes se va más allá del texto en su redacción actual, pero se sigue estando dentro de una tradición ya desarrollada. Por eso los crí­ticos han elaborado un método para poder dar un nuevo paso y llegar hasta la prehistoria del texto, es decir, aquella etapa preliteraria en que se formaron y circularon de forma dispersa cada una de las unidades que confluirí­an más tarde en la composición final del texto. Es el método conocido con el nombre de †œhistoria de las formas†™ (Formgeschichte), denominación que creemos se deriva de la obra de M. Dibelius (Die Formgeschichte des Evangellums). Los fundadores de este método aplicado a los evangelios fueron M. Dibelius con la obra citada (Tübingen 1919), K.L. Schmidt (DerRahmen der Ge-schichte Jesu, Berlí­n 1919) y R. Bult-mann (Die Geschichte der synopti-schen Tradition, Góttingen 1921). Este método no sólo es aplicable a los evangelios, sino también
-en mayor o menor medida- a todos aquellos textos que están compuestos de unidades literarias que tuvieron una vida preliteraria. Para describir sus criterios y su procedimiento nos referimos al caso de los evangelios [1 Evangelios II / Evangelio].
Hoy este método se ha liberado ya casi totalmente de algunos presupuestos ideológicos que lo condicionaban pesadamente. Así­, por ejemplo, el presupuesto de la comunidad creadora: hoy se reconoce cada vez más que la comunidad elaboró las formas a partir de sus propias exigencias, pero que no creó los contenidos. O el presupuesto de que en las comunidades estaba ausente todo interés histórico; en realidad, este presupuesto no tiene fundamento alguno: es verdad que la comunidad transmitió los hechos por una finalidad de fe, pero la fe no elimina el interés por la realidad de lo que se cree, sino que lo exige. El mismo principio de crí­tica literaria que está todaví­a en la base del método (o sea, que los evangelios están compuestos de pequeñas unidades literarias que circularon al principio dispersas unas de otras) tiene que matizarse ulteriormente: los evangelios no son una antologí­a de textos separados, las unidades literarias no se reunieron al azar y los evangelistas no son unos simples recopiladores.
El procedimiento del método de la historia de las formas se articula sus-tancialmente en cuatro operaciones. Primera: se separan las unidades del cuadro evangélico redaccional, para catalogarlas luego sobre la base de su forma literaria. Estas unidades representan la etapa de la tradición oral y atestiguan la fe y la vida de las comunidades cristianas en aquel nivel de la tradición. Segunda: se determina el †œambiente vital† (Sitz im Le-ben) de cada uno de los géneros en los que se catalogó cada una de las unidades, es decir, el ambiente y los intereses en los cuales y para los cuales cobraron vida dichas unidades: el anuncio misionero, la catequesis, el culto, la polémica. Tercera: se prosigue el camino que recorrieron esas unidades, desde su ambiente de origen hasta los evangelios, poniendo de relieve los cambios que tuvieron lugar en su transmisión; se trata de un trabajo delicado e incierto, que
raramente va más allá del valor de una simple hipótesis. Cuarta: al final de este procedimiento, el exegeta se siente muchas veces movido a emitir un juicio sobre la historicidad de las unidades examinadas. Con esto se pasa del análisis literario a la crí­tica histórica, paso éste que requiere mucha atención y el recurso a criterios que no son ya literarios, sino históricos: La valoración se efectúa sobre la base de elementos que han surgido dentro del proceso de tradición de las unidades estudiadas (ambiente de origen, intereses, influencias), o bien sobre la base de analogí­as con las literaturas contemporáneas (la judí­a y la helenista).
– El método de historia de las formas que hemos descrito sumariamente tiene en su favor los grandes méritos conseguidos, a pesar de los excesos en que ha caí­do y sigue cayendo. Colocado en un itinerario más amplio, sigue siendo insustituible. Ha despertado el interés por la tradición preli-teraria, haciéndonos conocer mejor tanto la formación de los evangelios como la vida y la fe de las comunidades en la etapa precedente a la redacción de los textos literarios. Pero esto no se realiza sin algunos riesgosA por ejemplo, el de conceder demasiada importancia a la prehistoria de los textos, olvidando la composición final que de allí­ resultó.
C) Historia de la redacción.
Reaccionando contra las limitaciones det la historia de las formas -que analiza las diversas unidades, pero descuidando el conjunto-, surgió por el año 1950 una nueva corriente, que se interesaba no ya por las fuentes y por la prehistoria del texto, sino por su composición final, por su redacción; de ahí­ la denominación de Redaktiongeschichte (historia de la redacción). También aquí­ el campo privilegiado de la investigación han sido los evangelios; pero lógicamente este método puede aplicarse también a todos los demás textos en que han desempeñado una función la tradición y la redacción.
De 1954 es el estudio de H. Con-zelmann sobre la obra de Lucas (Die Mine derZeit); de 1956 el de W. Marxsen sobre el evangelio de Marcos (Der Evangelist Markus), y de 1959 el de W. Trilling sobre el evangelio de Mateo (Das wahre Israel). Con estos tres trabajos puede decirse que ha quedado confirmado el método.
El presupuesto de partida es que la composición de un texto (p.ej., de un evangelio) no es una mera colección de materiales preexistentes, sino una operación inteligente, que busca un proyecto teológico. Es este proyecto el que intenta poner de manifiesto la historia de la redacción. Y lo hace recogiendo y valorando todos aquellos indicios que muestran el trabajo realizado por el redactor sobre el material tradicional: la selección hecha en el material tradicional, las inserciones y las omisiones practicadas, los enlaces que ligan a los materiales de diverso origen, los sumarios, los cambios de vocabulario.
El gran mérito de este método es la justa valoración del proyecto teológico del último autor bí­blico. Pero ni siquiera aquí­ está ausente cierta uni-lateralidad. A menudo estos exegetas no se interesan por el libro en todas sus partes, sino únicamente por lo que en él hay de tí­pico, de particular respecto a las fuentes usadas o las redacciones precedentes. Nosotros creemos, sin embargo, que hay que interrogar a los textos tal como son, con todo lo que contienen, atentos tanto a los elementos redaccionales como a los tradicionales. La exégesis va orientada al texto en su objetividad, no simplemente a la intención de su redactor..
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3. Crí­tica histórica.

Después de la reconstrucción del texto y del análisis literario (tanto sincrónico como diacrónico), el itinerario exe-gético llega a la crí­tica histórica. Esta expresión tiene diversas acepciones: para algunos autores entra también en la crí­tica histórica el estudio de la formación del texto (etapa prelitera-ria, composición, sucesivas redacciones); para otros también la determinación de su ambiente vital; otros, finalmente, reservan esta expresión para la valoración de la verdad histórica de lo que narra el texto. Nosotros la utilizaremos en este último sentido restringido. En efecto, los dos primeros intereses entran sustancial-mente en las metodologí­as literarias, mientras que el tercero se aparta claramente de ellas y exige su propio método.
La Biblia es el relato de la †œhistoria de la salvación†; y, por consiguiente, la realidad o no realidad de lo que en ella se narra no es indiferente a su comprensión. De todas formas, es de la mayor importancia para el creyente. Pensemos, por ejemplo, en la importancia que tienen para la fe los hechos de la historia de Jesús. La exégesis, que quiere comprender los evangelios, no puede sustraerse de la tarea de valorarlos históricamente. La cuestión básica es determinar algunos criterios que permitan distinguir lo que es histórico de lo que no lo es. Pongamos una vez más como ejemplo los evangelios: ¿cómo distinguir los hechos y las palabras que se remontan al mismo Jesús de lo que es más bien fruto de la fe de la comunidad? Los autores han elaborado principalmente tres criterios: el criterio del testimonio múltiple, en virtud del cual se considera probable un dato atestiguado por fuentes múltiples e independientes; el criterio de la discontinuidad, en virtud del cual se considera auténtico un dato que no se explica ni como derivación del ambiente judí­o ni como producto de la comunidad cristiana; el criterio de la conformidad, en virtud del cual se considera digno de fe lo que está en conformidad con las situaciones concretas de la vida de Jesús y con sus caracterí­sticas de estilo y de lenguaje.
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a) Insuficiencia de la exégesis hisí­órico-crí­tica.
Recientemente y desde diversas partes se han hecho crí­ticas contra la exégesis histórico-crí­tica que acabamos de describir. Se le ha reprochado que es un saber reservado (posible para pocos), arqueológico y cerrado. Precisamente porque subraya (y es ése su mérito) la historicidad de la palabra, su individualidad, su ví­nculo con un tiempo determinado y con un ambiente determinado, acaba aumentando la distancia que hay entre el texta y el lector (y es ésa la otra cara de la medalla). Abre un foso. De este modo la exégesis corre el peligro de encerrarse en el pasado y, en la medida en que así­ ocurre, la protesta contra esa exégesis está plenamente justificada. En efecto, la exégesis tiene que ayudarnos a encontrar en el texto un sentido abierto, no cerrado. Después de todo, la Biblia no es un texto cerrado en el pasado, muerto; es más bien un libro que se mantiene perennemente vivo dentro de una comunidad que lo lee continuamente. Ciertamente, el momento original, es decir, el contexto histórico concreto en que nació el texto, encierra una especial importancia; pero no es el único contexto ni el único factor que contribuye a su significado (C. Buz-zetti). La exégesis crí­tica, además, identifica demasiado el sentido del libro con la intención del autor que lo ha escrito. Reconocer la intención del autor es sin duda un principio de gran validez, a pesar de ciertas afirmaciones esgrimidas en contra. Sobre todo si se tiene en cuenta que la Biblia no es simplemente una obra de arte, una novela, una poesí­a; en estos casos el sentido serí­a más abierto, más disponible: una obra de arte, en cierto sentido, tiene tantas caras cuantos- son los ecos que suscita en quien lá: contempla. La Biblia es más bien un mensaje; proviene de alguien que quiere decirnos algo. En este caso es capital la intención. Sin embargo, es igualmente verdad que el texto no se reduce simplemente a la intención del autor que lo ha escrito. El texto, una vez escrito, es un hecho objetivo y tiene su propia vida. De todas formas, la finalidad de la exégesis no es reconstruir la intención del autor, sino descubrir el sentido de su escrito; su escrito es la carta que Dios nos dirige a nosotros. Por ejemplo, hay que comprender el sentido del escrito dentro de un canon y dentro de una tradición viva: dos cosas que encierran consecuencias y resonancias que no necesariamente pretendió su autor. Pero esto está en su origen. En resumen, hay una cierta autonomí­a del texto en relación con su autor, y hay que tenerla en cuenta. Finalmente, se le reprocha al método históri-co-crí­tico una ilusión de objetividad; tiene la ilusión de poder llegar a la intención del autor, al texto en sí­, cuando en realidad ningún conocimiento histórico puede separarse del sujeto, de su presente, de su cultura: nunca es posible alcanzar el pasado en sí­ mismo, sino tener siempre nuestro conocimiento del pasado.
Todas estas crí­ticas son válidas y oportunas en la medida en que la exégesis histórico-crí­tica tiende a absolutizarse. Pero no anulan su importancia y su validez; simplemente, lo que hacen es declarar su insuficiencia. Estas crí­ticas pueden expli-ear -pero no justificar- la intolerancia que se manifiesta en algunas partes contra la exégesis cientí­fica en provecho de lecturas pretendidamente teológicas y espirituales. Creemos que ambas perspectivas se completan entre sí­ y que no conviene oponerlas.

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b) Aportaciones y lí­mites de la lectura estructuralista.
La reacción contra el método histórico-crí­tico no se produce solamente en el ámbito de aquellas lecturas que buscan directamente un objetivó espiritual, sino también enel ámbito de lecturas cientí­ficas que parten, sin embargo, de otros presupuestos y enfocan el texto desde ángulos diferentes. Las metodologí­as histórico-crí­ticas destacan exclusivamente, o casi exclusivamente, la perspectiva histórica, a costa del texto captado en su conjunto y en su materialidad. El deseo de superar estos lí­mites mueve actualmente a numerosos exegetas (sobre todo franceses) a aplicar a la Biblia los métodos de la lectura estructuralista. Estos métodos están ya hoy debidamente comprobados. No es éste el lugar para describir los presupuestos y las técnicas de procedimiento del estructuralismo [1 Hermenéutica]. Nos basta con indicar su intención.
No se trata de investigar las estructuras de superficie (operación ésta que hemos encuadrado en el análisis literario), sino de investigar las estructuras profundas que presiden, mediante su lógica interna, la producción de los textos sin que intervenga la intención de los autores. Se comprende enseguida que el análisis estructuralista se distingue claramente de la exégesis histórico-crí­tica por un claro cambio de perspectiva; en efecto, pone entre paréntesis precisamente lo que la exégesis histórica sitúa en primer plano, es decir, la intención del autor, la historia de la formación del texto, su ambiente histórico. El punto de partida es que un texto es siempre un conjunto de elementos organizados, estructurados, capaces de manifestar un sentido no sólo en virtud de su contenido, sino también por el juego de sus relaciones, por el funcionamiento de su estructura.
Nuestra conclusión es que la lectura estructuralista ofrece ventajas distintas de las que ofrece el método his-tórico-crí­tico, pero que resulta igualmente limitada y unilateral. Por eso no se trata de una lectura alternativa a la histórico-crí­tica. Más bien la integra, observando el texto desde otra perspectiva. En este sentido puede representar una etapa ulterior en el itinerario exegético [1 Biblia y cultura: 1; Biblia y arte, II].
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y. EXEGESIS Y FE.
Un problema de gran importancia es la relación entre la exégesis hecha cientí­ficamente y la fe. Estamos convencidos de que esta relación, antes de ser un problema teórico que analizar, es una experiencia concreta que hay que vivir. Muchos exegetas son al mismo tiempo fieles a su ciencia y a su fe. Pero es también un problema.
En lí­nea de principio no deberí­a existir conflicto entre la lectura cientí­fica y la fe, pero de hecho los ha habido incluso en un pasado reciente: la historia de las formas, por ejemplo, ha parecido por mucho tiempo una lectura incompatible con la visión de los evangelios que proponí­a la fe. Pero cuando esto sucede no es por culpa de los métodos en sí­ mismos, sino por los presupuestos ideológicos de que son prisioneros. Esto puede ocurrir también debido a teologí­a y a una visión incorrecta de fe. Algunas de las conclusiones que se han presentado como fruto de investigaciones rigurosas y cientí­ficas pueden estar realmente contaminadas por presupuestos ideológicos. En este sentido, la ciencia y la fe están llamadas a purificarse mutuamente: la exégesis cientí­fica puede ayudar a la teologí­a a purificar algunos de sus contenidos considerados como de fe, pero que en realidad sólo son culturales; y la fe puede ayudar a la exégesis a aceptar sus propios lí­mites y a romper con presupuestos ideológicos indebidos (y a veces ocultos).
A primera vista se dirí­a que el método es simplemente un hecho técnico: el método es método, se dice, y no hay diferencia alguna en que lo emplee un creyente o un no creyente. Pero no es así­. La investigación exe-gética en su globalidad no es neutral, especialmente en algunos momentos de su itinerario (una cosa es ciertamente la crí­tica textual, otra cosa el análisis literario y otra la valoración histórica). †œEl método histórico-crí­-tico no se apoya en sí­ mismo, sino que supone a su vez una visión más amplia de la realidad† (N. Lohfink). Por ejemplo, si un exegeta trabaja con una visión de la realidad en la que por principio no se admite a Dios ni los milagros, frente a los datos evangélicos se comportará, aun usando el mismo método, de una forma bastante distinta que otro exegeta para el que Dios y los milagros son nociones reales. La exégesis es una ciencia, pero tiene que ser responsablemente asumida en la fe. El exegeta creyente se mueve manteniendo unidas las dos extremidadades de la cuerda: el rigor y la paciencia del trabajo cientí­fico y la vida de fe que proyecta su luz sobre todo.
La fe no dicta los resultados de forma apriorista. Si así­ fuese, se vendrí­a abajo la autonomí­a y el rigor de la investigación cientí­fica. La fe es más bien una luz que ilumina el sentido de la Biblia en su globalidad. La Biblia es un discurso unitario, madurado progresivamente; de aquí­ se sigue la necesidad de una lectura sintética, global, a partir de su centro. Podrí­amos hablar, de manera general, de ¡teologí­a bí­blica. Es sobre todo en este nivel donde la fe puede iluminar al investigador. Un artesano, para trabajar, no sólo tiene necesidad de sus instrumentos técnicos, sino también de la luz para poder ver.
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Leer un texto en la fe no significa proyectar en el texto significados que éste no tiene, sino penetrar a fondo, como por connaturalidad, la experiencia que intenta comunicar: significa leerlo a partir de su centro. Leer la Biblia en la fe quiere decir leerla a partir de una experiencia que le es congénita.
La exégesis cientí­fica llega a la †œletra† del texto, y en este sentido es indispensable; pero es solamente una lectura global, y por tanto de fe, la que hace explotar el †œEspí­ritu. La crí­tica literaria y la crí­tica histórica no bastan para interpretar la Biblia; por sí­ sDIAS no logran captar entre el follaje de la letra los frutos del Espí­ritu (san Gregorio Magno).
La luz de la fe es esencial, precisamente porque la Escritura narra una experiencia de fe. Nacida en la fe, no puede ser comprendida plenamente más que en la fe. Es verdad que también el exegeta no creyente puede decir cosas muy interesantes sobre la Biblia, pero no se ve cómo va a ser capaz de llegar a su alma más profunda.
Por el contrario, entre el texto y el exegeta creyente se establece algo así­ como una relación de connaturalidad: se da en común entre ellos la misma experiencia de fe. Se trata de una experiencia de fe que confiere a la Biblia una profunda unidad aun dentro de la variedad de sus muchas páginas, y que da sentido a todos sus detalles. Sustraerse de la luz de la fe significa cerrarse a la posibilidad de alcanzar esta experiencia que constituye la esencia del texto bí­blico que se quiere interpretar, su coherencia interna, su unidad, su actualidad. Es verdad que la fe no es la única luz. A su vez, ella requiere la luz que le viene de las diversas técnicas de la investigación. La fe es †œuna luz polivalente y conglobante, que llega a todo a partir de lo esencial. Respecto a las luces selectivas y limitadas de cada una délas técnicas en particular, la fe hace pensar en esa luz blanca que integra todos los elementos del arco iris† (R. Laurentin).
Un problema análogo es el de las relaciones existentes entre la ciencia exegética desarrollada de forma autónoma y el reconocimiento del magisterio eclesiástico. No queremos entrar en los detalles de esta cuestión. Sin embargo, podemos decir que el magisterio está más comprometido en el sentido global, es decir, en una lectura que va más allá de la exégesis precisa de cada uno de los textos. La lectura del magisterio utiliza particularmente aquellos principios (la unidad de la Escritura, la analogí­a de la fe, la orientación hacia Cristo) que hemos derivado del origen divino de la Biblia. Esto significa que el exegeta católico se mueve, por así­ decirlo, †œglobalmente† dentro de la interpretación autoritativa de la Iglesia, pero no es que él se refiera de forma metódica a esa autoridad en su trabajo. Por lo demás, es bien sabido que el magisterio se ha comprometido en muy raras ocasiones sobre el sentido de cada uno de los textos. Así­, el exegeta católico, a pesar de su vinculación con el magisterio, no se ve obstaculizado en su investigación cientí­fica concreta. Por otra parte, también es verdad, al revés, que la investigación cientí­fica precede en cierto sentido a la lectura del magisterio, desempeñando de esa manera una función crí­tica importante: †œEs misión de los exegetas… contribuir a la inteligencia y exposición más profunda del sentido de la Sagrada Escritura, ofreciendo los datos previos sobre los cuales pueda madurar el juicio de la Iglesia† (DV 12).
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8. Maggioni
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

Contenido

  • 1 Introducción
  • 2 Sentido de las Sagradas Escrituras
    • 2.1 Sentido literal
    • 2.2 Sentido típico
  • 3 Hermenéutica
    • 3.1 Interpretación histórico-gramatical
    • 3.2 Interpretación católica
  • 4 Retórica sagrada
  • 5 Historia de la exégesis
    • 5.1 Exégesis judía
    • 5.2 Exégesis cristiana

Introducción

Exégesis es la rama de la teología que investiga y expresa el verdadero sentido de las Sagradas Escrituras.

El exégeta no pregunta cuáles son los libros que constituyen la Escritura, ni investiga cuáles textos son auténticos, ni tampoco estudia su doble autoría. Él acepta los libros que, de acuerdo al testimonio concurrente de la historia y la autoridad eclesiástica, pertenecen al Canon de las Sagradas Escrituras. Obediente al decreto del Concilio de Trento, él considera la Vulgata como la versión latina auténtica, sin descuidar los resultados de la crítica textual sobria, basado en las variantes que se encuentran en las otras versiones aprobadas por la antigüedad cristiana, en las citas bíblicas de los Padres y en los manuscritos más antiguos. En cuanto a la autoría de los libros sagrados, también, el exégeta sigue la enseñanza autorizada de la Iglesia y las opiniones prevalecientes de sus teólogos sobre la cuestión de la inspiración bíblica. No es que estas tres cuestiones sobre el Canon, el texto auténtico y la inspiración de las Sagradas Escrituras no influyan en la exégesis bíblica: a menos que un libro forme parte del Canon, no será sujeto de la exégesis en absoluto; sólo las lecturas de su texto mejor demostradas serán la base de su explicación teológica, y se encontrará que la doctrina de la inspiración con sus corolarios lógicos tiene una incidencia constante en los resultados de la exégesis. Sin embargo, la exégesis, como tal, no se ocupa de estos tres temas; el lector los encontrará en los artículos Canon del Antiguo Testamento, Canon del Nuevo Testamento, crítica textual e Inspiración de la Biblia.

Los primeros reformadores solían afirmar que el texto auténtico de los libros inspirados y canónicos es auto-suficiente y claro. Esta afirmación no debe su origen al siglo XVI. Las palabras de Orígenes (De princip., IV), San Agustín (De doctr. christ., I-III), y San Jerónimo (ad Paulin., ep. LIII, 6, 7) muestran que entre los pseudoeruditos de la Iglesia primitiva existieron puntos de vista similares. Los resultados exegéticos derivados de la supuesta claridad de la Biblia se pueden inferir del hecho de que un siglo después del surgimiento de la Reforma Bossuet podía dar al mundo dos volúmenes titulados «A History of the Variations of the Protestant Churches”. Un teólogo protestante, S. Werenfels, establece la misma verdad en un epigrama diciendo:

Hic liber est in quo sua quærit dogmata quisque,
Invenit et pariter dogmata quisque sua,

que se puede traducir al español en la paráfrasis:

Los hombres abren este Libro con su credo favorito en mente;
Cada uno busca el suyo, y cada uno lo encuentra.

Coincidiendo con la advertencia de los Padres, el Papa León XIII en su encíclica «Providentissimus Deus», insistió en la dificultad de interpretar correctamente la Biblia. “Se debe observar”, escribió, “que además de las razones usuales que hacen los antiguos escritos más o menos difíciles de entender, hay algunos que son específicos de la Biblia. Pues el lenguaje de la Biblia se emplea para expresar, bajo la inspiración del Espíritu Santo, muchas cosas que están más allá del poder y el alcance de la razón del hombre —es decir, los divinos misterios y todo lo que tiene que ver con ellos. A veces se produce en tales pasajes una plenitud y una profundidad oculta de sentido que la letra apenas expresa y que las leyes de la interpretación gramatical apenas confirman. Por otra parte, el mismo sentido literal a menudo admite los otros sentidos, adaptados para ilustrar el dogma o para confirmar la moralidad. Por tanto, hay que reconocer que las Sagradas Escrituras están envueltas en una determinada oscuridad religiosa, y que nadie puede entrar en su interior, sin una guía; Dios lo dispuso así, como lo enseñan comúnmente los Santos Padres, con el fin de que los hombres las investiguen con mayor ardor y seriedad, y que lo que se alcanza con dificultad pueda ahondar más profundamente en la mente y el corazón; y, sobre todo, para que puedan entender que Dios le ha entregado las Sagradas Escrituras a la Iglesia, y que en al leer y hacer uso de su palabra, deben seguir a la Iglesia como su guía y maestra.»

Pero no es nuestro propósito tanto probar la necesidad de la exégesis bíblica sino explicar su objetivo, describir sus métodos, indican las diversas formas de sus resultados y resumir su historia. La exégesis tiene como objetivo investigar el sentido de la Sagrada Escritura; su método está contenido en las reglas de interpretación; sus resultados se expresan en las diversas formas en que el sentido de la Biblia suele ser comunicado; su historia abarca el trabajo realizado por intérpretes cristianos y judíos, por católicos y protestantes. Nos esforzaremos por considerar estos elementos: sentido de la Sagrada Escritura; hermenéutica; retórica sagrada e historia de la exégesis.

Sentido de las Sagradas Escrituras

En general, el sentido de la Sagrada Escritura es la verdad realmente transmitida en ella. Nosotros debemos distinguir bien entre el sentido y el significado de una palabra. Un buen diccionario nos dará, en el caso de la mayoría de las palabras, una lista de sus varias definiciones y significados posibles: pero ningún lector se verá tentado a creer que una palabra tiene todos estos significados dondequiera que ocurra. El contexto o algún otro elemento restrictivo determinarán el sentido en el que cada palabra se utiliza en cualquier pasaje dado, y este significado es el sentido de la palabra. La definición de la palabra es su posible significado; el sentido de una palabra es su significado real en un contexto dado. Una oración, igual que una palabra, puede tener varios significados posibles, pero sólo tiene un sentido o significado pretendido por el autor. Aquí, una vez más, la definición denota el posible significado de la oración, mientras que el sentido es el significado que la oración transmite aquí y ahora. En el caso de la Biblia, hay que tener en cuenta que Dios es su autor, y que Dios, el Señor soberano de todas las cosas, puede manifestar la verdad no sólo mediante el uso de las palabras, sino también al disponer las cosas externas de tal manera que una sea la figura de la otra. En el primer caso tenemos el sentido literal, en el segundo, el típico (cf. Santo Tomás, Quodl, VI, Q. VI, a.14).

Sentido literal

1. Qué es el sentido literal

El sentido literal de la Sagrada Escritura es la verdad real, verdadera e inmediatamente pretendida por su autor. El hecho de que el sentido literal debe ser realmente deseado por el autor lo distingue de la verdad transmitida por cualquier simple acomodación. Esto último se aplica al lenguaje de un escritor, por razón de analogía, a algo no pretendido por él originalmente. Una vez más, ya que el sentido literal es realmente deseado por el escritor, difiere del significado transmitido sólo virtualmente por el texto. Así, el lector puede llegar a conocer la capacidad literaria del autor a partir del estilo de su escritura; o puede extraer una serie de inferencias lógicas a partir de las declaraciones directas del escritor; la información resultante en ninguno de los casos es realmente pretendida por el escritor, sino que constituye el llamado sentido derivado o resultante. Por último, el sentido literal, se limita al significado inmediatamente pretendido por el escritor, de modo que la verdad mediatamente expresada por él, no caiga dentro del ámbito del sentido literal. Es precisamente en este punto que el sentido literal difiere del típico. Para repetir brevemente, el sentido literal no es una adaptación basada en similitud o analogía; no es una simple inferencia elaborada por el lector; no es un anti-tipo correspondiente al contenido inmediata del texto como su tipo; sino que es el significado que el autor pretende transmitir verdaderamente, no por un esfuerzo de la imaginación; realmente, no como una potencia silogística; e inmediatamente, es decir, por medio del lenguaje, no por medio de la verdad transmitida por el lenguaje.

2. División del sentido literal

Lo que se ha dicho sobre el carácter inmediato del sentido literal no debe ser mal interpretado de tal manera que excluya de su ámbito el lenguaje figurativo. El lenguaje figurado en realidad es un signo sencillo, no doble, de la verdad que transmite. Cuando hablamos de «el brazo de Dios», no queremos decir que Dios realmente está dotado con un miembro del cuerpo, sino que directamente denotamos su poder de acción ( Santo Tomás, Summa, I, Q. I, a. 10 ad 3). Este principio se aplica no sólo en la metáfora, la sinécdoque, la metonimia o la ironía, sino también en aquellos casos en que la figura se extiende a través de una oración completa, o incluso todo un capítulo o un libro. El propio nombre “alegoría” implica que el verdadero sentido de la expresión difiere de su significado verbal habitual. En Mateo 5,13 ss, por ejemplo, la frase, «Vosotros sois la sal de la tierra», etc., no se debe entender primero en su sentido no figurativo, y luego en el figurativo; no es que primero clasifique a los Apóstoles dentro del reino mineral, y luego entre los reformadores sociales y religiosos del mundo, sino que el sentido literal del pasaje coincide con la verdad transmitida en la alegoría. De ello se deduce, por tanto, que el sentido literal comprende tanto el propio como el figurativo. La fábula, la parábola, y el ejemplo también deben ser clasificados entre las expresiones alegóricas que significan la verdad pretendida inmediatamente. Es cierto que en el pasaje en que los árboles eligen a un rey (Jueces 9,6-21), en la parábola del hijo pródigo ( Lucas 15,11 ss.), y en la historia del buen samaritano (Lucas 10,25-37) se requieren una serie de palabras y oraciones para la construcción de la fábula, la parábola, y el ejemplo, respectivamente; pero esto no interfiere con el sentido literal o inmediato de los recursos literarios. Como tales, no tienen un significado independiente de, o anterior a, la lección moral que el autor tiene la intención de transmitir por sus medios. Se admite fácilmente que el artefacto mecánico que llamamos un reloj indica inmediatamente el tiempo a pesar de la acción subordinada de su resorte y ruedas; ¿por qué, entonces, debemos cuestionar la verdad de que el recurso literario llamado fábula o parábola, o el ejemplo, señalen inmediatamente a su lección moral, a pesar de que la existencia misma de tal dispositivo suponga el uso de un número de palabras e incluso oraciones?

3. Ubicuidad del sentido literal

Los Padres de la Iglesia no fueron ciegos ante el hecho de que el sentido literal en algunos pasajes de la Escritura parece implicar grandes incongruencias, por no decir dificultades insuperables. Por otra parte, ellos consideraron el lenguaje de la Biblia como lenguaje verdaderamente humano, y por lo tanto siempre dotado de un sentido literal, ya sea propio o figurativo. Por otra parte, San Jerónimo (en Is. 13,19), San Agustín (De tent. Abrah. Serm. II, 7), San Gregorio (Moral, I, 37) concurren con Santo Tomás (Quodl., VII, Q. VI a. 14) en su convicción de que el sentido típico se basa siempre en lo literal y brota de él. Por tanto, si estos Padres hubiesen negado la existencia de un sentido literal en cualquier pasaje de la Escritura, habrían dejado el pasaje sin significado. Donde los escritores patrísticos parecen rechazar el sentido literal, en realidad sólo excluyen el sentido propio, dejando el figurativo.

Orígenes (De princ., IV, XI), puede ser considerado como la única excepción a esta regla; puesto que considera algunas de las leyes mosaicas ya sea absurdas o imposibles de mantener, él niega que deban tomarse en su sentido literal. Pero incluso en su caso, se ha intentado darle a sus palabras un significado más aceptable (cf. Vincenzi, «In S. Gregorii Nysseni et Origenis scripta et doctrinam nova recensio», Roma, 1864, vol. II, cc. XXV-XXIX). El gran doctor de Alejandría distingue entre el cuerpo, el alma y el espíritu de las Escrituras. Sus defensores creen que él entiende por estos tres elementos su sentido propio, figurativo y típico, respectivamente. Por lo tanto, puede negar con impunidad la existencia de algún sentido corporal en un pasaje de la Escritura, sin perjuicio a su sentido literal. Pero se admite más generalmente que Orígenes se extravió en este punto, porque siguió muy fielmente la opinión de Filo Judeo.

4. ¿Es el sentido literal uno o múltiple?

Hay más base sólida para una diversidad de opinión respecto a la unicidad del sentido literal contenido en cada pasaje de la Sagrada Escritura. Esto nos pone cara a cara con una doble pregunta: (a) ¿Es posible que un pasaje de la Escritura tenga más de un sentido literal? (b) ¿Hay algún texto bíblico que en realidad tenga más de un sentido literal? Hay que tener en cuenta que el sentido literal se toma aquí en el sentido estricto de la palabra. Se ha acordado por todos los lados que un sentido resultante múltiple o una acomodación múltiple puede considerarse como la regla y no la excepción. Tampoco hay ninguna dificultad en el sentido literal múltiple que se encuentra en distintas variantes o en diferentes versiones del mismo texto; nos preguntamos aquí si uno y el mismo texto bíblico genuino puede tener más de un sentido literal.

Posibilidad de un sentido literal múltiple: Puesto que una palabra, y también una oración, pueden tener más de un significado, no hay una imposibilidad a priori en la idea de que un texto bíblico pueda tener más de un sentido literal. Si el autor de la Escritura realmente tiene la intención de expresar la verdad contenida en los varios posibles significados de un texto, el sentido literal múltiple será el resultado natural. Algunas de las expresiones halladas en los escritos de los Padres parecen hacer hincapié en la posibilidad de tener un sentido literal múltiple en la Sagrada Escritura.

Ocurrencia real de un sentido literal múltiple: El asunto se vuelve más complicado si preguntamos si un sentido literal múltiple no es meramente posible, sino que realmente se halla por doquiera en la Escritura. No hay una buena autoridad para su frecuente aparición; pero ¿existe realmente incluso en los pocos pasajes bíblicos que parecen contenerlo, como el Sal. 2,7; Is. 53,4-8; Daniel 9,27; Juan 11,51; 2,19? ¿Quiso Dios en estos textos transmitir un sentido literal múltiple? La revelación, según nos llega en la Escritura y la tradición, proporciona la única pista a la solución de la cuestión.

Argumentos para el sentido literal múltiple: Los defensores de un sentido literal múltiple presentan los siguientes argumentos para su punto de vista: Primero, la Sagrada Escritura supone su existencia en varios pasajes. Así Heb. 1,5 entiende el Sal. 2,7 (yo te he engendrado hoy) como la generación divina del Hijo; Hch. 13,33 entiende el texto de la Resurrección; Heb. 5,5, el sacerdocio eterno de Cristo. De nuevo, la Vulgata latina y los Setenta, junto con 1 Ped. 2,24 entienden a Is. 53,4 (eran nuestras dolencias las que Él llevaba), de nuestros pecados; Mat. 8,17 comprende las palabras de nuestras dolencias corporales. Y de nuevo, 1 Mac. 1,57 le aplica algunas palabras de Dan. 9,27 a su propio asunto, mientras que Mt. 24,15 las representa como una profecía que se cumplirá con la destrucción de la Ciudad Santa. Por último, Juan 2,19 fue entendido por los judíos en un sentido diferente al pretendido por Jesucristo; y Juan 11,51 expresa dos significados dispares, uno pretendido por Caifás y el otro por el Espíritu Santo. El segundo argumento es que la tradición también afirma la existencia de un sentido múltiple en varios pasajes de la Biblia. Sus testigos son San Agustín (Conf., XII, XXVI, XXX, XXXI; De doctr. christ., III, XXVII; etc.), San Gregorio Magno (en Ezech., III, 13, Lib. I, hom. X, n. 30 ss.), San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo, San Bernardo y entre los escolásticos, Santo Tomás (I, Q. I, a. 10; «De potent.», IV, 1; «in II sent.», dist. XII, Q. I, a. 2, ad 7), el cardenal Cajetan (ad I, Q. I, a. 10), Melchor Cano (Loc. theol., Lib. II, c. XI, ad 7 arg., ad 3 rat.), Báñez (ad I, Q. I, a. 10), Silvio (ad id.), Juan de Santo Tomás (I, Q. I, disp. II, a. 12), Billuart (De reg. fidei, dissert. I, a. 8), Vásquez, Valencia, Molina, Serrario, Cornelius a Lapide, y otros.

Razones contra el sentido literal múltiple: Patrizi, Beelen, Lamy, Cornely, Knabenbauer, Reitmayr y el mayor número de escritores recientes niegan la existencia real de un sentido literal múltiple en la Biblia; y presentan las siguientes razones para su opinión: En primer lugar, la Biblia está escrita en lenguaje humano; ahora, el lenguaje de otros libros por lo general presenta un solo sentido literal. En segundo lugar, el sentido genuino de la Sagrada Escritura debe ser descubierto por medio de las reglas de la hermenéutica. Un comentarista dejaría estas reglas sin sentido, si tuviese que buscar un segundo sentido literal de un pasaje después de descubrir un verdadero sentido por sus medios. En tercer lugar, los comentaristas suponen implícitamente que cualquier texto de la Escritura tiene un solo sentido literal; pues después de descubrir los diversos significados que son filológicamente probables, tratará de determinar cuál de ellos fue el pretendido por el Espíritu Santo. En cuarto lugar, un sentido literal múltiple crearía ambigüedad y confusión en la Biblia. Por último, el sentido múltiple en la Escritura sería un hecho sobrenatural que dependería totalmente del libre albedrío de Dios. No podemos conocerlo independientemente de la revelación; y su ocurrencia real debe ser sólidamente probada a partir de la Escritura o la tradición. Los patrones del sentido literal múltiples no han presentado hasta el momento ninguna de estas pruebas.

(1) Donde la Escritura apela a significados dispares del mismo pasaje, no necesariamente considera a cada uno como el sentido literal. Así Heb. 15 puede representar que el Sal. 2,7 se refiere literalmente a la generación eterna, pero Hch. 13,33 puede considerar la Resurrección, y Heb. 5,5, el sacerdocio eterno de Cristo como consecuencias necesarias. Mt. 8,17 le aplica el sentido resultante de Is. 53,4 a la cura de las dolencias corporales; 1 Mac. 1,57 simplemente acomoda algunas palabras de Dan. 9,27 a la propia época del escritor; en Jn. 2,19 y 11,51 el sentido literal es sólo el pretendido por el Espíritu Santo, aunque éste no pudo haber sido entendido cuando se dijeron las palabras en cuestión.

(2) El testimonio de los Padres y los teólogos escolásticos no es suficiente en nuestro caso para probar la existencia de una tradición dogmática en cuanto a la ocurrencia real del sentido literal múltiple de la Escritura. No hay rastro de él antes de la época de San Agustín; este gran Doctor propone su punto de vista no como la enseñanza de la tradición, sino como una opinión piadosa y probable. Las expresiones de los otros Padres, a excepción tal vez de San Gregorio Magno, insisten en la profundidad y la riqueza del pensamiento contenido en la Escritura, o se refieren a los significados que técnicamente llamamos su sentido típico, derivado, o resultante, e incluso quizás a las meras acomodaciones de ciertos pasajes. Entre los escolásticos, Santo Tomás sigue la opinión de San Agustín, al menos en uno de los alegados pasajes (De potente., IV, 1), y un número de los escolásticos posteriores siguen la opinión de Santo Tomás. Los demás primeros escolásticos mantienen más bien el punto de vista opuesto, como puede verse en San Buenaventura (IV Sent. Dist. XXI, p. I, dub. 1) y Alejandro de Hales (Summa, I, P I, m. 4, a. 2).

(5) El sentido derivativo o consecuente

El sentido derivativo o consecuente de la Escritura es la verdad legítimamente inferida de su verdadero significado. Sería un error identificar el sentido consecuente con el sentido literal más latente. Esta profundidad del sentido literal puede surgir del hecho de que el predicado cambia algo en su significado si se aplica a sujetos totalmente diferentes. La palabra sabio tiene un significado si se afirma de Dios, y otro muy distinto si se afirma de los seres creados. Esta variedad de significados pertenece al significado literal en el sentido estricto de la palabra. Puede decirse que el sentido consecuente es la conclusión de un silogismo, uno de cuyas premisas es una verdad contenida en la Biblia. Tales inferencias difícilmente pueden ser llamadas el sentido de un libro escrito por un autor humano; pero Dios ha previsto todas las consecuencias legítimas derivadas de las verdades bíblicas, de modo que pueda decirse, en cierto modo, que son su significado deseado. La Biblia misma hace uso de tales inferencias como si estuviesen basadas en la autoridad divina. San Pablo (1 Cor. 1,31) cita tal inferencia basada en Jer. 9,23-24, con la adición expresa “según está escrito”; en 1 Cor. 9,10-11 él derivó el sentido consecuente de Deut. 25,4, indicando la segunda premisa, mientras que en 1 Tim. 5,18 él establece el sentido consecuente del mismo pasaje sin añadir la segunda premisa. Por lo tanto, los teólogos y los escritores ascéticos tienen un derecho de utilizar inferencias dogmáticas y morales a partir del sentido auténtico de la Sagrada Escritura. Los escritos de los Padres ilustran este principio más copiosamente.

(6) Acomodación

Vea artículo acomodación bíblica.

Mediante la acomodación las palabras del escritor se aplican, por razón de analogía, a algo que originalmente él no quiso decir. Si no hay analogía entre el original y el significado impuesto, no hay acomodación del pasaje, sino más bien una perversión violenta de su verdadero significado; tal significado retorcido no es sólo exterior, sino en contra, del sentido genuino. La acomodación se divide generalmente en dos clases: extensiva y alusiva. La acomodación extensiva toma las palabras de la Biblia en su sentido genuino, pero se las aplica a un nuevo sujeto. Así, las palabras «Perfectamente justo Noé fue hallado, en el tiempo de la ira se hizo reconciliación», que Eclesiástico 44,17 afirma de Noé, se han aplicado a otros santos.

La acomodación alusiva no emplea las palabras de la Escritura en su sentido genuino, sino que les da un significado totalmente diferente; aquí no existe analogía entre los objetos, sino entre las expresiones verbales. El Sal. 18(17),26-27, “Con el piadoso eres piadoso, intachable con el hombre sin tacha; con el puro eres puro, con el ladino, sagaz”, expresa originalmente la actitud de Dios hacia los buenos y hacia los malvados; pero mediante la acomodación estas palabras a menudo se usan para mostrar la influencia de la compañía.

Que el uso de la acomodación es legítimo, puede deducirse de su aparición en la Escritura, en los escritos de los Padres y por su propia naturaleza. Ejemplos de acomodación en las Escrituras se pueden encontrar en Mt. 7,23 (cf. Sal. 6,9); Rom. 10,18 (cf. Sal. 29(18),5); 2 Cor. 8,15 (cf. Éx. 16,18); Heb. 13,5 (cf. Josué 1,5); Apoc. 11,4 (cf. Zac. 4,14). Los libros litúrgicos y los escritos de los Padres están tan repletos con el uso de la acomodación que es innecesario hacer referencia a todos los casos especiales. Por último, no hay ninguna buena razón para poner en entredicho el uso adecuado de la acomodación, al ver que no es errónea en sí misma y que su uso no implica ningún inconveniente en cuanto a la fe y a la moral se refiere.

Sin embargo, se deben evitar dos excesos: en primer lugar, no se puede afirmar que todas las citas del Antiguo Testamento que se encuentran en el Nuevo son meras acomodaciones. Argumentos similares se encuentran en los escritos de aquellos que se esfuerzan por destruir el valor de las profecías mesiánicas; no se limitan a nuestros días, sino que se remontan a Teodoro de Mopsuestia y a los socinianos. El Quinto Concilio Ecuménico rechazó el error de Teodoro; además Cristo mismo (Mt. 22,41ss; cf. Sal. 109,1), San Pedro ( Hch. 3,25 ss; cf. Génesis 12,3; 18,18; 22,18), y San Pablo (Heb. 1,5; 5,5; Hch. 13,33; cf. Sal. 2,7) basan los argumentos teológicos en citas del Antiguo Testamento, de modo que éstas no pueden considerarse como meras acomodaciones. En segundo lugar, no debemos exceder los límites adecuados en el uso de la acomodación. Debemos hacer esto si hemos de presentar el significado derivado de la acomodación como el sentido genuino de la Escritura, o si fuésemos a utilizarlo como la premisa de un argumento, o también si fuésemos a acomodar las palabras de la Escritura a asuntos ridículos, absurdos o del todo discordes. La cuarta sesión del Concilio de Trento advierte muy seriamente en contra de tal abuso de la Sagrada Escritura.

Sentido típico

Vea artículo tipos en la Escritura.

El sentido típico toma su nombre del hecho de que se basa en la relación figurativa o típica de las personas, objetos o eventos bíblicos con una nueva verdad. Este último se llama el anti-tipo, mientras que su correspondiente bíblico se llama el tipo. El sentido típico es llamado también sentido espiritual o místico; místico debido a su naturaleza más recóndita; espiritual porque se relaciona con el literal, según el espíritu se relaciona con el cuerpo. Lo que nosotros llamamos tipo es llamado sombra, alegoría, parábola, por San Pablo (cf. Rom. 5,14; 1 Cor. 10,6; Heb. 8,5; Gál. 4,24; Heb. 9,9); se refiere a él como antitipo (Heb. 9,24), aunque San Pedro aplica este término a la verdad denotada (I Ped. 3,21). Los Padres de la Iglesia han utilizado varias otras designaciones para el sentido típico, pero las siguientes preguntas son de importancia más vital.

(1) Naturaleza del sentido típico

El sentido típico es la verdad de las Escrituras que el Espíritu Santo quiere transmitir real y verdaderamente, pero no inmediatamente. El sentido típico difiere de la acomodación en la medida en que su significado es realmente transmitido; se diferencia del sentido consecuente en la medida en que su significado es expresado en realidad; se diferencia del sentido literal en la medida en que su significado no es expresado inmediatamente. Mientras llegamos al último inmediatamente a través de la expresión literaria, llegamos a conocer el sentido típico sólo a través del literal. El texto es el signo que transmite el sentido literal, pero el sentido literal es el signo que expresa el típico. El sentido literal es el tipo que, por un designio especial de Dios, se dirige a denotar su antitipo.

Para constituir un tipo se requieren las siguientes condiciones:

  • (a) debe tener su propia existencia verdadera e histórica independientemente del anti-tipo, por ejemplo, la pretendida inmolación de Isaac sería un hecho histórico, incluso si Jesucristo no hubiese muerto.
  • (b) No se debe referir el antitipo por su propia naturaleza. Esto impide que la similitud sirva como tipo, a causa de su semejanza antecedente a su objeto.
  • (c) Dios mismo debe haber establecido la referencia del tipo con su anti-tipo; esto excluye a los objetos que están naturalmente relacionados con otros.

La necesidad de estas tres condiciones explica por qué un tipo no puede ser confundido con una parábola, o un ejemplo, o un símbolo, o semejanza, o una comparación, o una metáfora, o una profecía simbólica —por ejemplo, la estatua vista en el sueño de Nabucodonosor. Sin embargo, cabe añadir que a veces el tipo puede ser expresado por la representación bíblica de un tema en lugar de por el sentido literal estricto de la Escritura. Por ejemplo, Gén. 14, 18 introduce a Melquisedec sin hacer referencia a su genealogía; por lo tanto, Heb. 7,3, lo representa «sin padre, sin madre, sin genealogía, sin principio de días ni final de vida», y lo hace como un tipo de Jesucristo. Hasta ahora hemos hablado sobre el sentido típico en su sentido estricto. En un sentido más amplio, todas las personas, acontecimientos u objetos del Antiguo Testamento a veces se consideran como tipos, siempre que se asemejen a personas, eventos u objetos en el Nuevo Testamento, ya sea que el Espíritu Santo se haya propuesto tal relación o no. El José de Egipto es de esta manera representado a menudo como un tipo de San José, el padre adoptivo de Cristo.

(2) División del sentido típico

La división del sentido típico se basa en el carácter del tipo y el antitipo. El antitipo es o bien una verdad a ser creída, o un don que se espera, o también una virtud a ser practicada. Esto nos da un triple sentido —el alegórico, el anagógico y el tropológico o moral. Los objetos de fe en el Antiguo Testamento se centraban principalmente alrededor del futuro Mesías y su Iglesia. Sin embargo, se puede decir que el sentido alegórico se refiere al futuro o a ser profético. La alegoría aquí no se debe buscar en la expresión literaria, sino en las personas o cosas expresadas. Esta división del sentido típico fue expresada por los escolásticos en dos líneas:

Littera gesta docet, quid credas, allegoria;
Moralis quid agas, quo tendas, anagogia.

Jerusalén, por ejemplo, de acuerdo con su sentido literal, es la Ciudad Santa; tomada alegóricamente denota la Iglesia militante; entendida tropológicamente representa el alma justa; por último, en su sentido anagógico representa la Iglesia Triunfante. Si la división del sentido típico se basara en el tipo más que el antitipo, podríamos distinguir los tipos personales, reales y legales. Son personales, si el Espíritu Santo escoge a una persona como el signo de la verdad a ser transmitida. Adán, Noé, Melquisedec, Moisés, Josué, David, Salomón, y Jonás son tipos de Jesucristo; Agar con Ismael, y Sara con Isaac son, respectivamente, los tipos del Antiguo y el Nuevo Testamento. Los tipos reales son determinados acontecimientos históricos u objetos mencionados en el Antiguo Testamento, tales como el cordero pascual, el maná, el agua que fluye de la roca, la serpiente de bronce, Sión y Jerusalén. Los tipos legales son elegidos de entre las instituciones de la liturgia mosaica, por ejemplo, el tabernáculo, los utensilios sagrados, los sacramentos y los sacrificios de la Antigua Ley, sus sacerdotes y levitas.

(3) La existencia del sentido típico

La Escritura y la Tradición concuerdan en su testimonio para la ocurrencia del sentido típico en ciertos pasajes del Antiguo Testamento. Entre los textos bíblicos que establecen el sentido típico podemos apelar a Col. 2,16-17; Heb. 8,5; 9,8-9; Rom. 5,14; Gál. 4,24; Mateo 2,15 (cf. Oseas 11,1); Heb. 1,5 (cf. 2 Sam. 7,14).

El testimonio de la Tradición respecto a este tema se puede adquirir de Bernabé (Ep. 7, 8, 9, 12, etc.), San Clemente de Roma (1 Cor. 12), San Justino, Dial. c. Tryph., CIV, 42), San Ireneo (Adv. hær., IV, XXV, 3; II, XXIV, 2 ss.; IV, XXVI, 2), Tertuliano (Adv. Marc., V, VII); San Jerónimo (Ep. LIII, ad Paulin., 8), Santo Tomás (I, Q. I, a. 10), y un número de otros escritores patrísticos y teólogos escolásticos. Que los judíos estaban de acuerdo con los escritores cristianos sobre este punto se puede inferir a partir de Josefo (Antiq., XVII, III, 4; Pro m. Antiq., n. 4; III, VI, 4, 77; De bello Jud., V, VI, 4), el Talmud (Berachot, c. V, ad fin.; Quiddus, fol. 41, col. 1), y los escritos de Filo Judeo (de Abraham; de migrat. Abrahæ de vita contempl.), aunque este último escritor se excede en la interpretación alegórica.

La tradición anterior se puede confirmar por el lenguaje de la liturgia y por los restos de la arqueología cristiana (Kraus, «Roma sotterranea», pp 242 ss.). Casos llamativos de la prueba litúrgica se pueden ver en el prefacio de la Misa de Pascua, en la bendición del cirio pascual, y en el Oficio Divino recitado en la Fiesta del Corpus Christi. Todos los intérpretes católicos fácilmente admiten que en algunos pasajes del Antiguo Testamento tenemos un sentido típico, además del literal, pero esto no parece aceptarse en relación con el Nuevo Testamento, al menos no con posterioridad a la muerte de Jesucristo. Al hacer la distinción entre el Nuevo Testamento como una colección de libros, y el Nuevo Testamento que denota la economía cristiana, ellos admiten que hay tipos en los libros del Nuevo Testamento, pero sólo en la medida en que se refieren a la economía pre-cristiana. Pues el Nuevo Testamento nos ha traído la realidad en lugar de la figura, la luz en lugar de las tinieblas, la verdad en lugar de la sombra (cf. Patrizi, «De interpretatione Scripturarum Sacrarum», p. 199, Roma, 1844). Por otro lado, se alega que el Nuevo Testamento es la figura de la gloria, según el Antiguo Testamento era la figura del Nuevo (Sto. Tomás, Summa, I, Q. I, a. 10).

Una vez más, en la Escritura el sentido literal se aplica a lo que precede, el típico a lo que sigue. Ahora bien, incluso en el Nuevo Testamento, Cristo y su Cuerpo preceden a la Iglesia y a sus miembros; por lo tanto, lo que se dice literalmente de Cristo o de su cuerpo, puede ser interpretado alegóricamente de la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, tropológicamente de los actos virtuosos de los miembros de la Iglesia, anagógicamente de su gloria futura (Sto. Tomás, Quodl., VII, a. 15, ad 5um). Puntos de vista similares son expresados por San Ambrosio (In Ps. XXX, n. 25), San Juan Crisóstomo (in Mat., hom. LXVI), San Agustín (in Juan IX), San Gregorio Magno (Hom. II, in evang. Luc, XVIII), San Juan Damasceno (De fide Orth, IV, 13); además, usualmente se considera a la barca de Pedro como tipo de la Iglesia, la destrucción de Jerusalén como un tipo de la catástrofe final.

(4) ¿Tiene todo en el Antiguo Testamento un sentido típico?

Si tales pasajes como Lc. 24,44, 1 Cor. 10,11 se toman fuera de su contexto, sugieren la ubicuidad del sentido típico en el Antiguo Testamento; el contexto limita estos textos a su propio ámbito. Si alguno de los Padres, por ejemplo, San Agustín (De doct. christ., III, XXII) y San Jerónimo (Ad Dard., Ep. CXXIX, 6; Ep. ad Eptes. III, 6), parecen afirmar la ubicuidad del sentido típico, su lenguaje se refiere más bien al sentido figurativo que al espiritual. Por otro lado, Tertuliano (De resurrect. carn., c. XX), San Agustín (De civ. Dei., XVII, III; C. Faust., XXII, XCIV), San Jerónimo (in Joann., c. I; cf. in Jer., XXVII, 3, 9; XXIX, 14) y Santo Tomás (Quodl., VII, a. 15, ad 5um), explícitamente rechazan la opinión que afirma que todo el Antiguo Testamento tiene un sentido típico. La opinión contraria no apela a la razón; ¿cuál sería el sentido típico, por ejemplo, del mandato de amar al Señor Nuestro Dios (Deut. 6,5)?

(5) ¿Cómo se puede conocer el sentido típico?

En el sentido típico Dios no se limita a seleccionar una persona existente o un objeto como el signo de una persona o un objeto futuro, sino que dirige el curso de la naturaleza de tal manera que la misma existencia del tipo, por más independiente que pueda ser en sí mismo, se refiera al antitipo. El hombre también puede, en uno u otro caso particular, realizar una acción a fin de tipificar lo que va a hacer en el futuro. Pero a medida que el futuro no está bajo su control absoluto, tal manera de actuar sería ridícula más que instructiva. Por lo tanto, hablando propiamente, el sentido típico se limita al propio libro de Dios. De ahí que los criterios que sirven para la interpretación de la literatura profana no serán suficientes para detectar el sentido típico. Este último es un hecho sobrenatural que depende completamente del libre albedrío de Dios; nada más que la revelación nos lo puede dar a conocer, de modo que la Escritura o la tradición deben ser consideradas como la fuente de cualquier argumento sólido a favor de la existencia del sentido típico en cualquier pasaje en particular. Donde existe realmente el sentido típico, expresa la mente de Dios tan ciertamente como el sentido literal; pero debemos tener cuidado contra el exceso a este respecto. San Agustín es culpable de este error en su interpretación espiritual de los treinta y ocho años en Juan 5,5, y de los ciento cincuenta y tres peces en Juan 21,11. Además, hay que tener en mente que no todos los pormenores relacionados con el tipo tienen un significado definido y claro en el antitipo. Sería un trabajo inútil buscar el significado espiritual de todos los detalles relacionados con el cordero pascual, por ejemplo, o con el primer Adán. El exégeta debe tener especial cuidado en la admisión de las profecías típicas, y de todo lo que se asemeje al método de los cabalistas judíos.

(6) El valor teológico del sentido típico

El Padre Perrone (Præl. theol. dogm., IX, 159) cree que es la opinión común de los teólogos y comentaristas que ningún argumento teológico puede basarse en el sentido típico. Pero si hablamos del sentido típico que se nos ha revelado como tal, o que se ha probado como tal ya sea a partir de la Escritura o de la tradición, transmite el sentido deseado por Dios, no menos verazmente que el sentido literal. Por lo tanto, proporciona premisas sólidas y confiables para las conclusiones teológicas. Los mismos escritores inspirados no dudan en discutir el sentido típico, como se ve en Mt. 2,15 (cf. Oseas 11,1) y Heb. 1,5 (cf. 2 Sam. 7,14). Textos cuyo sentido típico es sólo probable proveen sólo conclusiones teológicas probables; tal es el argumento para la Inmaculada Concepción basado en Ester 15,13. Si Santo Tomás (Summa, I, Q. I, a. 10, ad 1um; Quod-lib., VII, a. 14, ad 4um) y otros teólogos difieren de nuestra posición a este respecto, su opinión se basa en el hecho de que la existencia de los tipos mismos debe ser primero probada teológicamente, antes de que puedan servir como premisas en un argumento teológico.

Hermenéutica

La interpretación de un escrito tiene por objeto encontrar las ideas que el autor pretende expresar. No consideramos aquí la llamada interpretación auténtica o la propia declaración del escritor en cuanto al pensamiento que pretendió transmitir. Al interpretar la Biblia científicamente siempre se debe tener en cuenta su doble carácter: es un libro divino, en la medida en que tiene a Dios por su autor; es un libro humano, en la medida en que está escrito por hombres para hombres. En su carácter humano, la Biblia está sujeta a las mismas reglas de interpretación que los libros profanos; pero en su carácter divino, se le da a la custodia de la Iglesia para que la mantenga y la explique, por lo que precisa de las normas especiales de la hermenéutica. Bajo el primer aspecto, está sujeta a las leyes de la interpretación gramático-histórica; en virtud del último, está obligada por los preceptos de lo que podemos llamar la explicación católica.

Interpretación histórico-gramatical

La interpretación gramático-histórica implica tres elementos: en primer lugar, el conocimiento de los diversos significados de la expresión literaria a ser interpretada; en segundo lugar, la determinación del sentido preciso en el que se emplea la expresión literaria en cualquier pasaje dado; en tercer lugar, la descripción histórica de la idea así determinada. Lo dicho en los párrafos anteriores muestra suficientemente la diferencia entre el significado y el sentido de una palabra o una frase. La importancia de describir una idea históricamente puede ser ejemplificada por las sucesivas sombras de sentido inherentes al concepto de Mesías o de Reino de Dios.

(1) Significados de la expresión literaria:

La significación de la expresión literaria de la Biblia se aprende mejor mediante un profundo conocimiento de los llamados lenguajes sagrados en los que fue escrito el texto original de la Escritura, y mediante un conocimiento familiar con la manera bíblica de hablar.

(a) Lenguajes sagrados: San Agustín (De doctr. christ., II, XI; cf. XVI) nos advierte que “el conocimiento de lenguajes es el gran remedio contra los signos desconocidos. Los hombres de habla latina necesitan otros dos idiomas (el hebreo y el griego) para un conocimiento profundo de las Divinas Escrituras, de modo que pueda recurrir a las copias antiguas, si la infinita variedad de traductores latinos ocasiona alguna duda.” El Papa León XIII, en la Encíclica “Providentissimus Deus”, concurre con el gran doctor africano al instar al estudio de los lenguajes sagrados. «Es muy apropiado», escribe, «que los profesores de Sagrada Escritura y los teólogos dominen las lenguas en las que fueron escritos los libros sagrados originalmente; y sería bueno que los estudiantes de la Iglesia también los cultiven, sobre todo aquellos que aspiran a grados académicos. Y se deben hacer esfuerzos para establecer en todas las instituciones académicas —como ya se ha hecho laudablemente en muchas—cátedras de otras lenguas antiguas, especialmente la semita, y de otras materias relacionadas con ellas, en beneficio principalmente de los que están destinados a profesar la literatura sagrada.» Tampoco puede argüirse que para el intérprete católico la Vulgata es el texto auténtico, que puede ser entendido por cualquier estudioso del latín. El pontífice considera esta excepción en la encíclica ya citada: «Aunque la Vulgata traduce substancialmente el significado del hebreo y del griego, no obstante, siempre dondequiera que haya ambigüedad o falta de claridad, el ‘examen de las lenguas antiguas’, para citar a San Agustín, será útil y ventajoso.» El recurso al texto original está considerado como el único enfoque erudito a cualquier gran obra de la literatura. Una traducción no es nunca una reproducción perfecta del original; ninguna lengua puede expresar plenamente los pensamientos transmitidos en otra lengua; ningún traductor es capaz de captar los matices exactos de todas las verdades contenidas en cualquier obra, y en el caso de las versiones bíblicas, a menudo tenemos una buena razón para dudar de la autenticidad de sus variantes.

(b) Lenguaje bíblico: El lenguaje bíblico presenta varias dificultades peculiares a sí mismo. En primer lugar, la Biblia no está escrita por un autor, sino que en casi todos los libros presenta el estilo de un escritor diferente. En segundo lugar, la Biblia no fue escrita en un solo período; el Antiguo Testamento cubre el período entre Moisés y el último escritor del Antiguo Testamento, es decir, más de mil años, por lo que muchas palabras pudieron haber cambiado su significado durante ese intervalo. En tercer lugar, el griego bíblico no es el lenguaje clásico de los autores griegos con los que estamos familiarizados; hasta hace unos quince años, para hablar del griego del Nuevo Testamento los estudiosos de la Biblia compilaban los léxicos del Nuevo Testamento, y escribían gramáticas del Nuevo Testamento. El descubrimiento de los papiros egipcios y otros restos literarios ha roto el muro de separación entre el lenguaje del Nuevo Testamento y el de la época en que fue escrito; respecto a este punto, nuestro tiempo presente puede ser considerado como un período de transición, que conduce a la composición de los léxicos y gramáticas que expresarán correctamente la relación del griego bíblico con el griego empleada en los escritos profanos. En cuarto lugar, la Biblia trata de la mayor variedad de temas, que requieren la correspondiente variedad de vocabulario; además, sus expresiones son a menudo figurativas, y por lo tanto sujetas a más frecuentes cambios de significado que el lenguaje de los escritores profanos.

¿Cómo nos familiarizaremos con el lenguaje bíblico, a pesar de las dificultades anteriores? San Agustín (De doctr. christ., II, IX ss.) sugiere como primer remedio la lectura continua de la Biblia, para que podamos adquirir «una familiaridad con el lenguaje de las Escrituras». Añade a esto una cuidadosa comparación del texto bíblico con el lenguaje de las antiguas versiones, un proceso calculado para eliminar algunas de las ambigüedades nativas del texto original. Según ese gran doctor, una tercera ayuda se encuentra en la lectura asidua de las obras de los Padres, ya que muchos de ellos formaron su estilo por una lectura constante de la Sagrada Escritura (loc. cit., II, XIII, XIV). No podemos omitir el estudio de los escritos de Filo Judeo y Josefo, los contemporáneos de los Apóstoles y los historiadores de su nación. Son ilustraciones útiles del lenguaje culto de la época apostólica. Otro medio de familiarizarse con los lenguajes propiamente dichos es el estudio de la etimología de los lenguajes sagrados. Para un entendimiento adecuado de la etimología de las palabras hebreas, es requisito el conocimiento de las lenguas afines; pero hay que tener en mente que muchos derivados tienen un significado bastante diferente al significado de sus respectivos radicales, de modo que un argumento basado sólo en la etimología está abierto a sospecha.

(2) Sentido de la expresión literaria:

Después de que las reglas anteriores han ayudado al intérprete a conocer los diversos significados de las palabras del texto sagrado, él debe esforzarse por investigar en qué sentido preciso el escritor inspirado empleó sus expresiones. Será ayudado en este estudio si presta atención al asunto del libro o capítulo, a su ocasión y propósito, al contexto gramatical y lógico y a los pasajes paralelos. Cualquier significado de las expresiones literarias que no esté de acuerdo con el objeto del libro, no puede ser el sentido en que el escritor lo usó. El mismo criterio nos orienta en la elección de cualquier matiz de significado y en la limitación de su alcance. El objeto de las Epístolas a los Romanos y a los Gálatas, por ejemplo, muestra en qué sentido San Pablo utilizó las expresiones “ley” y “obras de la ley”; el sentido de las expresiones “ espíritu de Dios”, “sabiduría” y entendimiento, que aparecen en Éx. 31,3 deben determinarse de la misma manera. La ocasión y el propósito de un libro o de un pasaje en general determinarán si ciertas expresiones deben ser tomadas en su sentido propio o figurado, ya sea con un alcance limitado o ilimitado. La atención a este punto nos ayudará a explicar correctamente tales pasajes como Jn. 6,53ss; Mt. 10,5; Heb. 1,5.7; etc. Por lo tanto entenderemos el primero de estos pasajes de la verdadera Carne y Sangre de Cristo, no de su figura; veremos el verdadero significado del mandato de Cristo contenido en el segundo pasaje, «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos”; de nuevo, apreciemos el peso de la argumentación teológica a favor de la generación eterna del Hijo, como se indica en el tercer pasaje, que figura en la Epístola a los Hebreos.

El contexto es la tercera ayuda para determinar el sentido preciso en el que el escritor utiliza cada palabra. No tenemos que insistir en la necesidad de explicar una expresión de conformidad con su ambiente gramatical. El comentarista debe asegurarse de la conexión gramatical de una expresión, a fin de no violentar las normas de inflexión o de sintaxis. El llamado paralelismo poético puede considerarse como parte integrante de la gramática tomada en un sentido más amplio. Pero el contexto lógico también requiere atención; un comentarista no debe explicar cualquier expresión en tal sentido que coloque al autor contradiciéndose a sí mismo, y debe tener cuidado de asignar a cada palabra un significado que vaya mejor de acuerdo con el pensamiento de la oración del capítulo, e incluso del libro. Sin embargo, no debe pasarse por alto que el contexto es a veces más psicológico que lógico; en la poesía lírica, en las palabras de los profetas, o en los diálogos animados a veces los pensamientos y sentimientos son traídos en yuxtaposición, cuya conexión lógica no es aparente. Por último, está el llamado contexto óptico que se encuentra en las visiones de los profetas. El vidente inspirado puede percibir agrupados en la misma visión eventos que están muy separados unos de otros en tiempo y espacio.

Los llamados paralelismos verbales ayudarán al comentarista a determinar el sentido preciso en el que el escritor inspirado usó sus palabras. En el caso del paralelismo verbal, o en la repetición de las mismas expresiones literarias en diferentes partes de los libros inspirados, es mejor explicar el lenguaje de Pablo con el de Pablo, las expresiones de Juan con las de Juan, que explicar a Pablo con Mateo, y a Juan con Lucas. Una vez más, es más natural explicar una expresión que ocurre en el Cuarto Evangelio con otra que se encuentra en el mismo libro que con un pasaje paralelo tomado del Apocalipsis. Por último, hay que tener en cuenta que el paralelismo de pensamiento, o paralelismo real, es una ayuda más fiable para encontrar el sentido exacto de un pasaje que una simple repetición material de una oración o frase.

(3) Marco histórico

Los escritores inspirados relacionaron con sus palabras las ideas que ellos mismos poseían, y que sabían que eran inteligibles para sus contemporáneos. Cuando hablaban de una casa, expresaban una habitación a la que sus contemporáneos estaban acostumbrados, no a un artificio usado por los bárbaros. Por lo tanto, con el fin de llegar al sentido preciso de un pasaje hay que tener en cuenta su contexto histórico, hay que consultar el testimonio de la historia. El verdadero sentido de la Biblia no se puede encontrar en una idea o un pensamiento históricamente falso. Por lo tanto, el comentarista debe estar bien familiarizado con la historia y arqueología sagradas, a fin de conocer, hasta cierto punto al menos, las diversas costumbres, leyes, hábitos, prejuicios nacionales, etc. bajo cuya influencia los autores inspirados compusieron sus respectivos libros. De lo contrario, será imposible para él comprender las alusiones, las metáforas, el lenguaje y el estilo de los escritores sagrados. Lo que se ha dicho sobre la interpretación histórico-gramatical de la Escritura está resumido, por así decirlo, en la encíclica ya citada: «Cuanto más nuestros adversarios argumenten al contrario, tanto más solícitamente nos debemos adherir a los cánones de interpretación recibidos y aprobados. Por lo tanto, mientras sopesamos los significados de las palabras, la conexión de ideas, el paralelismo de los pasajes, y similares, debemos por todos los medios hacer uso de tales ilustraciones como las que pueden extraerse de la erudición apropiada de una clase externa.»

Interpretación católica

Dado que la Iglesia es el custodio oficial e intérprete de la Biblia, su enseñanza sobre las Sagradas Escrituras y su sentido genuino debe ser la guía suprema del comentarista. Las inferencias que se derivan de este principio son en parte negativas, en parte positivas.

(1) Instrucciones negativas:

A las siguientes directrices se les llama negativas no porque no impliquen una actitud mental positiva o porque no lleven a resultados positivos, sino porque a primera vista parecen enfatizar la evitación de ciertos métodos de proceder que serían legítimos en la exégesis de libros profanos. Se basan en lo que la Iglesia enseña sobre el carácter sagrado de la Biblia.

(a) Evitar la irreverencia: Dado que la Biblia es la propia palabra de Dios, su estudio debe comenzar y proseguir con un espíritu de reverencia y oración. Los Padres insisten en esta necesidad para muchos pasajes. San Atanasio llama a las Escrituras la fuente que apaga nuestra sed de justicia y que nos provee la doctrina de la piedad (Ep. Fest. XXXIX); San Agustín (C. Faust, XIII, XVIII.) desea que se lean para un memorial de nuestra fe, para consuelo de nuestra esperanza y para una exhortación a la caridad; Orígenes (Ep. ad Gregor. Neocæs., c. III) considera la oración piadosa como el medio más esencial para el entendimiento de las divinas Escrituras; pero desea ver humildad unida con la oración; San Jerónimo (In Mich., I, X) concurre con San Agustín (De doctr. christ., III, XXXVII) respecto a la oración como la ayuda principal y más necesaria para el entendimiento de las Escrituras. Podríamos añadir las palabras de otros escritores patrísticos, si las alegadas referencias no fuesen lo suficientemente claras y explícitas para remover toda duda sobre el asunto.

(b) No error en la Escritura: Puesto que Dios es el autor de la Sagrada Escritura, ésta no contiene ningún error, ninguna contradicción, nada contrario a la verdad científica o histórica. La Encíclica “Providentissimus Deus” es muy explícita en su declaración de esta prerrogativa de la Biblia: «Todos los libros que la Iglesia acepta como sagrados y canónicos están escritos total y completamente, en todas sus partes, por dictado del Espíritu Santo; y está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que la inspiración no sólo es esencialmente incompatible con el error, sino que lo excluye y rechaza tan absoluta y necesariamente, como es imposible que Dios mismo, la Verdad Suprema, sea autor de alguna falsedad.» Los Padres concurren con esta enseñanza casi unánimemente; podemos referir al lector a San Jerónimo (In Nah., I, IV), San Ireneo (C. hær., II, XXVIII), Clemente de Alejandría (Strom., VII, XVI), San Agustín («C. Faust.», II, II; cf. «In Ps. CXVIII», serm. XXXI, 5; «Ad Hier.», ep. LXXXII, 2, 22; «Ad Oros. c. Prisc.», XI), San Gregorio Magno (Præf. in Job, n. 2). El gran doctor africano sugiere un remedio simple y radical contra los errores aparentes en la Biblia: «O mi códice está erróneo, o el traductor se equivocó, o yo no entiendo.”

Pero la inerrancia no es la prerrogativa de todo lo que acierta a encontrarse en la Biblia; se limita a lo que los escritores inspirados declaran como propio, a menos que citen las palabras de un orador que sea infalible en sus declaraciones, las palabras de un Apóstol, por ejemplo, o de un orador divinamente autorizado, sea ángel u hombre (cf. Lucas 1,42.67; 2,25; 2 Mac. 7,21), o también palabras consideradas con autoridad divina ya sea por la Escritura (cf. 1 Cor. 3,19; Gál. 4,30) o por la Iglesia (por ejemplo, el Magníficat). Las palabras biblícas que no entran dentro de ninguna de estas categorías llevan sólo la autoridad del orador, cuyo peso debe ser estudiado a partir de otras fuentes. Aquí es el lugar para tomar nota de una decisión emitida por la Comisión Bíblica, 13 de febrero de 1905, según la cual ciertas declaraciones de las Escrituras pueden ser tratadas como citas, a pesar de que en la superficie parecen ser declaraciones del escritor inspirado. Pero esto se puede hacer sólo cuando hay prueba cierta e independiente de que el escritor inspirado realmente cita las palabras de otra persona sin la intención de hacerlas suyas. Los escritores recientes llaman a tales citas pasajes «tácitos» o «implícitos».

La inerrancia de la Escritura no nos permite admitir contradicciones en sus declaraciones. Esto se entiende del texto auténtico o primitivo de la Biblia. Debido a las corrupciones del texto, debemos prepararnos para hallar contradicciones en detalles de menor importancia; en los asuntos de más peso estas discrepancias han podido evitarse incluso en nuestro texto actual. Las discrepancias que puedan aparecer en materias de fe o moral deben poner al comentarista en guardia que las mismas expresiones bíblicas no se tomen en todas partes en el mismo sentido, que varios pasajes pueden diferir unos de otros como la declaración completa de una doctrina difiere de su expresión incompleta, como una presentación clara difiere de su trazado obscuro. Así “obras” tiene un significado en Santiago 2,24 y otro en Rom. 3,28; “hermanos” denota una clase de relación en Mateo 12,46, y otra clase muy diferente en la mayoría de los otros pasajes; Juan 14,28 y 10,30, Hch. 8,12 y Mt. 28,19 se oponen respectivamente uno a otro como una declaración clara se opone a una obscura, como una explícita a una mera implicación.

En las discrepancias bíblicas aparentes que se encuentran en los pasajes históricos, el comentarista debe distinguir entre las declaraciones hechas por el escritor inspirado y las que sólo son citadas por él (cf. 1 Sam. 31,9 y 2 Sam. 1,6 ss.), entre el doble relato del mismo hecho y la narración de dos incidentes similares, entre las cronologías que comienzan con diferentes puntos de partida, y por último entre un compendio y un informe detallado de un evento. Por último, las discrepancias aparentes que aparecen en los pasajes proféticos requieren investigaciones, si los respectivos textos emanan de los profetas como profetas (cf. 2 Sam. 7,3-17), si se refieren al mismo o a temas similares (por ejemplo, la destrucción de Jerusalén y el fin del mundo), si consideran su asunto desde el mismo punto de vista (por ejemplo, el sufrimiento y el Mesías glorioso), si usan lenguaje propio o figurado. Así, el profeta Natán, en su capacidad privada alienta a David a construir el Templo (2 Rey. 7,3), pero como profeta le anuncia que será Salomón quien construirá la casa de Dios (ibíd., 13).

La inerrancia de la Escritura excluye también cualquier contradicción entre la Biblia y los principios ciertos de la ciencia. No se puede suponer que los escritores inspirados deben concurrir con todas las diversas hipótesis que los científicos suponen hoy día y rechazan mañana; sino que se le requerirá al comentarista que armonice la enseñanza de la Biblia con los resultados científicos que se apoyan en pruebas sólidas. Esta norma está claramente establecida por la encíclica en las palabras de San Agustín: «Lo que realmente puedan demostrar que es cierto de la naturaleza física, tenemos que demostrar que es capaz de reconciliación con nuestras Escrituras, y lo que afirmen en sus tratados que es contrario a estas Escrituras nuestras, es decir a la fe católica, tendremos que demostrar o bien que es totalmente falso, o en todo caso, debemos, sin la menor vacilación, creer que es así «(De Gen. ad litt., I, XXI, XLI). Sin embargo, el comentarista también debe tener cuidado «de no hacer aseveraciones temerarias, o de afirmar lo desconocido como conocido” (San Aug. In Gen. Op impoerf., IX, 30). La Encíclica apela aquí de nuevo a las palabras del gran doctor africano (San Agustín, de Gen ad litt, II, IX, XX): [El Espíritu Santo] que habló por ellos [los escritores inspirados], no tenía la intención de enseñarles estas cosas a los hombres [es decir, la naturaleza esencial de las cosas del universo visible], cosas que de ningún modo son útiles para la salvación.” El Pontífice continúa: «De ahí que… describieron y trataron con cosas en un lenguaje más o menos figurativo, o en términos que eran de uso general en esa época, y que en muchos casos son de uso diario hoy día, incluso por los más eminentes hombres de ciencia. El lenguaje ordinario describe principal y adecuadamente lo que viene bajo los sentidos; y un poco de la misma manera, los escritores sagrados —como nos recuerda el Doctor Angélico (Summa, I, Q. LXX, a. 1, ad 3um)— ‘se atuvieron a lo que se veía aparentemente’, registraron lo que Dios, hablando al hombre, denotó de una manera que los hombres pudiesen entender y a la que estuviesen acostumbrados.” En Gén. 1,16, por ejemplo, el sol y la luna son llamados dos grandes lumbreras; en Josué 10,12 se le ordena al sol que se detenga; en Ecls. 1,5 el sol corre a su lugar; en Job 26,11 el firmamento aparece sólido y broncíneo; en otros pasajes el cielo esta sostenido por columnas, y Dios pasea sobre las nubes del cielo.

Finalmente, el comentarista debe estar preparado para bregar con las discrepancias aparentes entre la historia bíblica y la profana. Las consideraciones a tener en cuenta aquí son similares a las establecidas en el párrafo anterior. En primer lugar, no todas las declaraciones que se encuentran en las fuentes profanas pueden considerarse a priori como verdad del Evangelio; algunas de ellas se refieren a temas que los autores conocían imperfectamente; otras proceden de sentimientos partidistas y de la vanidad nacional; otras más se basan en documentos antiguos traducidos sólo imperfecta o parcialmente. En segundo lugar, la Biblia no enseña ex professo la historia o cronología profana. Trata esos temas de manera sólo incidental, en la medida en que están relacionados con los temas sagrados. Por tanto, sería erróneo considerar que la Escritura contiene un curso completo de historia y cronología, o considerar que el texto de su parte histórica está fuera de toda sospecha de corrupción. En tercer lugar, debemos tener en mente las palabras de San Jerónimo (in Jer, 28,10.): «Muchas cosas en la Sagrada Escritura están relacionadas según la opinión de la época en la que se dice que sucedieron, y no de acuerdo a la verdad objetiva»; y de nuevo (in Matt. 14,8.): » De acuerdo con la costumbre de la Escritura, el historiador narra la opinión respecto a muchas cosas de acuerdo con la creencia general en ese momento».

El Padre Delattre afirma (Le Criterium a l’usage de la Nouvelle Exegese Biblique, Lieja, 1907) que, según San Jerónimo, los escritores inspirados informan la opinión pública prevaleciente en el momento de los hechos relatados, no la opinión pública prevaleciente cuando la narrativa fue escrita. Esta distinción es de la mayor importancia práctica de lo que parece ser al principio. Pues el padre Delattre sólo admite que el historiador inspirado puede escribir de acuerdo a las apariencias sensibles, mientras que sus opositores sostienen que puede seguir también las llamadas apariencias «históricas». Por último, se debe mencionar a este respecto las dos primeras decisiones de la Comisión Bíblica. Algunos escritores católicos han tratado de eliminar ciertas dificultades históricas del texto sagrado, ya sea considerando los respectivos pasajes como citas tácitas o implícitas de otros autores, por las que los escritores inspirados no responden de ningún modo; o negando que los escritores sagrados responden de algún modo por la exactitud histórica de los hechos que narran, ya que utilizan estos hechos evidentes sólo como clavijas para colgar una enseñanza moral. La Comisión Bíblica rechazó estos dos métodos mediante los decretos emitidos, respectivamente, 13 de febrero y 23 de junio de 1905, añadiendo, sin embargo, que cualquiera de ellos puede ser admitido en el caso en que, prestando la debida atención al sentido y juicio de la Iglesia, se pueda demostrar con argumentos sólidos que el escritor sagrado realmente citó los dichos o documentos de otro sin hablar en su propio nombre, o no tenía la intención realmente de escribir historia, sino sólo proponer una parábola, una alegoría u otro concepto literario no histórico.

(2) Directrices positivas:

San Ireneo representa la enseñanza de la Iglesia primitiva cuando escribe que la verdad ha de ser aprendida donde están los carismas de Dios, y que la Sagrada Escritura es interpretada de forma segura por los que tienen la sucesión apostólica (Adv. haer., IV, XXVI, 5). San Vicente de Lérins parece resumir la enseñanza de los Padres sobre este tema cuando escribe que debido a las grandes complejidades de diversos errores, es necesario que la línea de interpretación profética y apostólica sea dirigida de acuerdo a la norma de la enseñanza eclesiástica y católica. El Concilio Vaticano I hace hincapié en el decreto del Concilio de Trento (Ses. IV, De edit. Et usu sacr. libr.) cuando enseña (Constit. De fide cathol., C. ii) que «en las cosas de la fe y la moral que pertenecen a la edificación de la doctrina cristiana, que se considera el verdadero sentido de la Sagrada Escritura que ha sido y es sostenido por nuestra Santa Madre la Iglesia, cuyo lugar es juzgar el verdadero sentido e interpretación de las Escrituras; y por tanto, que no se le permite a nadie interpretar la Sagrada Escritura contra tal sentido ni tampoco contra el acuerdo unánime de los Padres «. De ahí surgen los siguientes principios.

(a) Textos definidos: El comentador católico está obligado a adherirse a la interpretación de los textos que la Iglesia ha definido explícita o implícitamente. El número de estos textos es pequeño, por lo que el comentador puede fácilmente evitar cualquier transgresión de este principio. El Concilio de Trento enseña que Rom. 5,12 se refiere al pecado original (Ses. V, cc. II, IV), que Juan 3,5 enseña la absoluta necesidad del bautismo de agua (Ses. V, c. IV; Ses. VII, De bapt., c. II), que Mateo 26,26 ss. debe ser entendido en el sentido adecuado (Ses. XIII, cap. I); el Concilio Vaticano I da una definición directa de los textos, Mt. 16,16 ss. y Juan 21,15 ss. Muchos más textos de las Escrituras son definidos indirectamente mediante la definición de ciertas doctrinas y la condena de ciertos errores. El Primer Concilio de Nicea, por ejemplo, mostró cómo debían ser interpretados los pasajes en el que los arrianos basaban su afirmación de que el Verbo era una criatura; el Quinto Concilio Ecuménico (II de Constantinopla) enseña el significado correcto de muchas profecías, condenando la interpretación de Teodoro de Mopsuestia.

(b) Interpretación patrística: El Papa León XIII en su encíclica «Providentissimus Deus», repite los principios relativos a la autoridad de los Padres establecida por los Concilios de Trento y Vaticano I: «Los Santos Padres, a quienes, después de los Apóstoles, la Iglesia debe su crecimiento —quienes la han plantado, regado, construido, gobernado y cuidado’ «(Aug., C. Julian., II, X, 37), los Santos Padres, decimos, son de suprema autoridad cada vez que todos interpreta en una y la misma forma cualquier texto de la Biblia en cuanto a la doctrina de fe o moral; pues su unanimidad claramente evidencia que tal interpretación se nos ha transmitido desde los Apóstoles como asunto de fe católica.” Por lo tanto, se requieren tres condiciones a fin de que la autoridad patrística pueda ser absolutamente decisiva: en primer lugar, tiene que interpretar los textos referentes a cuestiones de fe o moral; en segundo lugar, debe hablar en calidad de testigos de la tradición católica, no sólo como teólogos privados; en tercer lugar, debe haber una unanimidad moral en su interpretación. El silencio de algunos de los principales Padres no destruye esta unanimidad, y está suficientemente garantizada por la voz anuente de los principales autores patrísticos que viven en cualquier período crítico, o por el acuerdo de los comentaristas que viven en varias épocas; pero la unanimidad se destruye si algunos de los Padres niega abiertamente la exactitud de la interpretación dada por los demás, o si explican el pasaje de tal manera que haga imposible la explicación dada por los demás. Sin embargo, la encíclica nos advierte que tratemos con reverencia la opinión de los Padres, aunque no haya unanimidad: «La opinión de los Padres», dice el Santo Padre, «es también de gran peso cuando tratan de estos asuntos en su capacidad de doctores, no oficialmente; no sólo porque sobresalen en su conocimiento de la doctrina revelada y en su conocimiento de muchas cosas que son útiles en la comprensión de los libros apostólicos, sino porque son hombres de santidad eminente y de ardiente celo por la verdad, a quienes Dios ha concedido una medida más amplia de su luz. »

(c) La analogía de fe: Aquí también la Encíclica “Providentissimus Deus” es nuestra guía: “En los otros pasajes”, dice, “se debe seguir la analogía de la fe y la doctrina católica, según propuesta autoritativamente por la Iglesia, se debe mantener como la ley suprema; pues viendo que el Dios mismo es el autor tanto de los Libros Sagrados como de la doctrina confiada a la Iglesia, es claramente imposible que por medios legítimos se pueda extraer ninguna enseñanza de los primeros, que esté de algún modo en desacuerdo con esta última.» Este principio tiene una doble influencia sobre la interpretación de la Escritura, una negativa y una influencia positiva. En primer lugar, el comentarista no puede admitir en la Escritura una afirmación contraria a la enseñanza de la Iglesia; por el contrario, el acuerdo de una explicación con la doctrina de la Iglesia no prueba su corrección, ya que más de una explicación puede estar de acuerdo con la enseñanza eclesiástica. En segundo lugar, el intérprete católico debe explicar la enseñanza oscura y parcial de las Escrituras mediante la enseñanza clara y completa de la Iglesia; por ejemplo, los pasajes que se refieren a la naturaleza humana y divina de Cristo, y el poder de atar y desatar, encuentran su explicación y su complemento en la tradición católica y en las definiciones conciliares. Y aquí debemos tener en cuenta lo que la encíclica añade sobre la doctrina que nos ha llegado en un canal menos autoritario: «La autoridad de otros intérpretes católicos no es tan grande; pero el estudio de la Escritura siempre ha seguido avanzando en la Iglesia, y, por tanto, estos comentarios también tienen su lugar honorable propio, y son útiles en muchos aspectos para la refutación de los asaltantes y la explicación de las dificultades.»

Retórica sagrada

La enseñanza auténtica de la Sagrada Escritura es útil para todos, pero pocos tienen el tiempo necesario para investigarla. Es por esta razón que los estudiantes de las Escrituras expresan sus resultados por escrito con el fin de compartir su luz con el mayor número posible. Sixto Senensis [Bibliotheca sancta (Venecia, 1575), I, pp 278 ss.] enumera veinticuatro diversas formas en que se pueden expresar tales explicaciones bíblicas. Pero algunos de estos métodos ya no están en uso, mientras que otros pueden ser reducidos a menos y más generales encabezados. De acuerdo al fin que el escritor tenga en mente, pueden ser divididos en tratados teóricos y prácticos o histórico-dogmáticos y morales. Considerando las personas para las que fueron escritas, son exposiciones ya sea populares o eruditas; pero si la división se hace a base de su forma literaria, que es el principio común y más racional de la división, hay cinco tipos de la exégesis bíblica: la versión, la paráfrasis, la glosa y escolio, la disertación y el comentario.

(1) La versión:

La versión es la traducción de la Biblia de un lenguaje a otro, especialmente del original a la lengua vernácula. A una versión hecha directamente del texto original se le llama “inmediata”, mientras que es “mediata” si se basa directamente en otra versión. Es verbal si traduce las mismas palabras; es una versión libre si traduce el significado en lugar de las palabras. Una buena versión debe ser fiel y clara, es decir, debe expresar el pensamiento sin ninguna modificación; debe reproducir la forma literaria, ya sea poética o prosaica, figurativa o adecuada, y debe ser fácilmente inteligible, en la medida en que el carácter de los dos lenguajes lo permita. Esto demuestra la dificultad de hacer una buena traducción, ya que implica no sólo un conocimiento profundo de las dos lenguas, sino también una idea precisa sobre el significado auténtico de la Sagrada Escritura.

(2) La paráfrasis

La paráfrasis expresa el sentido genuino de la Escritura en forma continua y más expansiva. La versión elimina las dificultades que surgen del hecho de que la Biblia está escrita en un idioma extranjero, la paráfrasis aclara también las dificultades de pensamiento. Pues suministra las transiciones y términos medios omitidos por el autor; cambia la fraseología extraña y complicada a frases idiomáticas; amplifica las declaraciones breves del original mediante la adición de definiciones, la indicación de causas y razones y la ilustración del texto con referencias a pasajes paralelos. Una buena paráfrasis debe expresar el pensamiento del original con mucha exactitud, y al mismo tiempo debe ser breve y clara; en esta forma de exposición hay peligro de hacer obscuro lo que se dijo claramente en el texto original.

(3) La glosa y el escolio

La versión elimina del texto de la Escritura las dificultades relacionadas con la lengua extranjera, la paráfrasis aclara las dificultades del pensamiento; pero todavía hay otras dificultades relacionadas con la Biblia, las que deben ser eliminadas por medio de notas. Un tipo de notas breves, llamadas glosas, explica las dificultades relacionadas con las palabras; otro tipo, llamado escolio, se refiere a variantes de lectura, a dificultades verbales, a personas, países y cosas desconocidas y a la conexión de pensamiento. Dos célebres series de glosas merecen mención especial: la glossa ordinaria por Walafrido Estrabón, y la Glosa Interlinearis por Anselmo de Laon.

(4) La disertación

Los contemporáneos de Orígenes, Eusebio y San Jerónimo les preguntaron sobre determinados textos difíciles de la Escritura; los fieles de todas las edades han sentido una necesidad similar de aclaraciones especiales de pasajes en particular. Podríamos llamar disertaciones o tratados a tales preguntas. Se entiende que sólo los textos realmente importantes deben ser objeto de tales explicaciones académicas. A fin de satisfacer al lector curioso, el ensayista debe examinar el texto de manera crítica; debe establecer sus diversas explicaciones dadas por otros escritores y pesarlas a la luz de los principios de la hermenéutica; por último, debe dar la verdadera solución de la dificultad, probarla con argumentos sólidos, y defenderla contra las excepciones principales.

(5) El comentario

El comentario es una explicación continua, completa, erudita y bien formulada, que trata no sólo de los pasajes más difíciles, sino de todo lo que necesita aclaración. Por lo tanto el comentarista debe discutir todas las variantes, establecer y probar el verdadero sentido del libro que explica, añadir toda la información personal, geográfica, histórica y étnica necesaria, e indicar las fuentes de donde la extrae, armonizar las oraciones individuales entre sí y con el alcance de todo el libro, considerar sus contradicciones aparentes, y explicar el sentido en que se deben entender sus citas del Antiguo Testamento. Con el fin de asegurar una exposición ordenada, el autor debe establecer como premisas los diversos estudios histórico-críticos que pertenecen a todo el libro; debe dividir y subdividir el libro en sus partes principales y subordinadas, indicando claramente el tema especial de cada una; debe, finalmente, organizar las diversas opiniones sobre cuestiones en disputa en una lista cuidadosamente distribuida, con el fin de aliviar el trabajo del lector. Lo que se ha dicho muestra suficientemente las cualidades que debe poseer un comentario bien escrito; debe ser fiel en la presentación del sentido genuino de la Escritura; debe ser claro, completo y breve; y debe mostrar el trabajo privado del comentarista por la luz que arroja sobre las cuestiones más complicadas. Los comentarios que consisten en simples listas de los puntos de vista patrísticos sobre los textos sucesivos de la Escritura son llamados “catenae”.

Tal vez la homilía se puede agregar a los métodos anteriores de exposición bíblica. Está escrito en una forma popular, y es de una tendencia práctica. No se ocupa de las sutiles y más difíciles cuestiones de la Escritura, sino que explica las palabras de una sección bíblica en el orden en que ocurren. Un tipo más elevado de homilía se apodera de la idea fundamental de una sección de las Escrituras, y considera el resto en relación con ella. La Iglesia siempre ha fomentado tales discursos homiléticos, y los Padres han dejado un gran número de ellos en sus escritos.

Historia de la exégesis

La historia de la exégesis muestra sus comienzos, crecimiento, decadencia y restauración. Señala los métodos que se pueden recomendar de forma segura, y advierte contra aquellos que más bien corrompen que explican las Sagradas Escrituras. En general, podemos distinguir entre la exégesis judía y la cristiana.

Exégesis judía

La interpretación judía de las Escrituras se inició casi en la época de Moisés, como puede deducirse a partir de vestigios encontrados tanto en los libros canónicos más recientes como en los libros apócrifos. Pero los judíos palestinos diferían de los helenísticos en su método de interpretación.

(A) Exégesis palestina:

Todos los intérpretes judíos concurren en admitir un doble sentido de la Escritura, uno literal y uno místico, aunque no debemos entender estos términos en su sentido estrictamente técnico.

(1) La exposición literal es representada principalmente por la llamada paráfrasis caldea o Tárgum, que entró en uso después del Cautiverio, porque pocos de los exiliados que regresaron entendían la lectura de los Libros Sagrados en su hebreo original. El primer lugar entre estas paráfrasis se le debe dar al Tárgum de Onkelos, el cual parece haber estado en uso ya para el siglo I d.C., aunque adquirió su forma presente sólo alrededor de 300-400 d.C. Explica el Pentateuco, adhiriéndose en sus partes legales e históricas a un texto hebreo, que es, a veces, más cercano al original de los Setenta que al de Masora, pero tan alejado del original en las porciones proféticas y poéticas al punto de dejarlas casi irreconocibles. —Otra paráfrasis del Pentateuco es el Tárgum Pseudo-Jonatán, o el Tárgum de Jerusalén. Escrito después del siglo VII d.C., es de poco valor tanto desde el punto de vista crítico como exegético, puesto que sus explicaciones son del todo arbitrarias. —El Tárgum Jonatán, o la paráfrasis de los profetas, comenzó a ser escrita en el siglo I, en Jerusalén; pero le debe su forma presente a los rabinos de Jerusalén del siglo IV. Los libros históricos son una traducción bastante fiel del texto original; en las partes poéticas y en los profetas posteriores, la paráfrasis a menudo presenta la ficción en lugar de la verdad. —La paráfrasis de la Hagiógrafa trata sobre el Libro de Job, los Salmos, el Cantar de los Cantares, Proverbios, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés, Ester y Crónicas. No fue escrito antes del siglo VII, y está tan lleno de ficción rabínica que apenas merece la atención del intérprete serio. Las notas sobre el Cantar, Rut, Lamentaciones, Eclesiastés y Ester descansan en la tradición pública; aquellas sobre otras hagiógrafas expresan las opiniones de uno o más maestros privados; la paráfrasis de Crónicas es la más reciente y menos confiable.

(2) El método de argumentación utilizado en el Primer Evangelio y en la Epístola a los Hebreos muestra que antes de la venida de Cristo los judíos admitían un sentido místico en la Escritura; lo mismo se puede deducir de una carta de Pseudo-Aristeas y el fragmento de Aristóbulo. La narrativa del Evangelio, por ejemplo, Mateo 23,16 ss., da testimonio de que los fariseos intentaban derivar sus tradiciones arbitrarias de la [Legislación de Moisés|Ley]] por medio de las más extraordinarias contorsiones de su significado real. La interpretación mística de la Escritura practicada por los eruditos judíos que vivieron después de la época de Cristo puede reducirse a los siguientes sistemas:

(a) Los talmudistas le adscribieron a cada texto muchos miles de significados legítimos pertenecientes ya sea a la Halajá o a la Hagadá. La Halajá contenía las inferencias legales derivadas de la Legislación de Moisés, todas las cuales los talmudistas atribuían al mismo Moisés; la Hagadá era la colección de todo el material reunido por los talmudistas a partir de la historia, arqueología, geografía, gramática y otras fuentes extra-bíblicas, sin excluir las más ficticias. En sus comentarios, estos autores distinguen un doble sentido: el propio, o primitivo, y el derivado. El primero se subdividía en el sentido manifiesto y el recóndito; este último se dividía en deducciones lógicas e inferencias basadas en la forma en que se escribieron las palabras hebreas o en asociación de ideas. En cuanto a las reglas de hermenéutica seguidas por los talmudistas, Hillel las redujo a siete, Ismael a trece, y R. José de Galilea a treinta y dos. En substancia, muchos de estos principios no difieren de los que prevalecen en nuestros días.

El intérprete ha de guiarse por la relación del género con la especie, de lo que está claro con lo que está oscuro, de los paralelismos verbales y reales con sus respectivos homólogos, del ejemplo con lo ejemplificado, de lo que es lógicamente coherente con lo que parece contradictorio, del ámbito del escritor con su producción literaria. Los comentarios escritos de acuerdo con estos principios se llaman Midrashim (plural de Midrash); se debe mencionar los siguientes:

  • Mekhilta (medida, regla, ley) explica a Éxodo 12,1-23.30; 31,12-17; 35,1-4, y es variamente asignado al siglo II o al III, o incluso a tiempos más recientes; da la Halajá de los ritos y leyes ceremoniales, pero también contiene material que pertenece a la Hagadá;
  • Siphra explica el Libro de Levítico;
  • Siphri, los Libros de Números y Deuteronomio]];
  • Pesiqta, las secciones sabáticas.
  • Rabboth (plural de Rabba) es una serie de Midrashim que explica los libros individuales del Pentateuco y los cinco Megilloth o los cinco Hagiógrafa que se leían en las sinagogas; el sentido alegórico, anagógico y moral es preferido al literal, y se valoran altamente las fábulas y dichos de los rabinos;
  • Tanchuma es el primer comentario continuo sobre el Pentateuco; contiene algunas valiosas tradiciones, especialmente de origen palestino.
  • Yalqut contiene anotaciones sobre todos los libros del Antiguo Testamento.

(b) Los caraítas se relacionan con los talmudistas, según los saduceos se relacionan con los fariseos. Rechazaban las tradiciones talmúdicas, según los saduceos se negaban a reconocer la autoridad de la enseñanza farisaica (cf. Josefo, Ant., XVIII, X, 6). Los caraítas derivan su origen de Anán, nacido alrededor de 700 d.C., quien fundó esta secta por rencor, pues no había obtenido la jefatura de los judíos fuera de Palestina. Desde Bagdad, su lugar de origen, la secta pronto se extendió a Palestina y especialmente a Crimea, de modo que alrededor de 750 d.C. ocasionó lo que fue prácticamente un cisma entre los judíos. Los caraítas rechazan todas las tradiciones, y aceptan sólo la ley mosaica. Por medio de las trece reglas hermenéuticas de Ismael, establecen el sentido literal de la Escritura, y complementan esto con el silogismo y el consenso de la sinagoga. Debido a su rechazo a la interpretación auténtica y su pretensión al juicio privado, han sido llamados por algunos autores «protestantes judíos».

(B) Exégesis helenística:

En términos generales, los judíos alejandrinos fueron favorables a la explicación alegórica de la Escritura, tratando así de armonizar los registros inspirados con los principios de la filosofía griega. Eusebio ha conservado ejemplares de esta exégesis helenística en los fragmentos de Aristóbulo (Hist. Eccles, VII, XXXII, Praepar evang, VIII, X) y en la carta del Pseudo-Aristeas (Præpar. Evang., VIII, IX), ambos de los cuales escribieron en el siglo II a.C. Filón da fe de que los esenios]] se adhirieron a los mismos principios exegéticos (De vit. contempl, X); pero el propio Filón (murió en 39 d.C.) es el principal representante de esta forma de interpretación. Según Filón, Abraham simboliza las virtudes adquiridas por la doctrina; Isaac, la virtud innata; Jacob, la virtud adquirida por la práctica y la meditación; Egipto representa el cuerpo; Canaán, la piedad; la paloma, la sabiduría divina, etc. (De Abraham, II).

Los cabalistas superaron a los intérpretes anteriores en su explicación alegórica de la Escritura. Vestigios de su sistema se encuentran en los últimos siglos antes de la cristiana, pero su pleno desarrollo no tuvo lugar hasta el final del primer milenio antes de Cristo. De acuerdo con su nombre, el cual se deriva de una palabra que significa «recibir», los cabalistas reclamaban que poseían una doctrina secreta recibida a través de la tradición de Moisés, a quien le había sido revelada en el monte Sinaí. Afirmaban que todas las cosas terrenales tenían sus prototipos celestiales o ideales; creían que el sentido literal de la Escritura incluye el sentido alegórico, según el cuerpo incluye al alma, aunque sólo los iniciados podían llegar a este significado velado. Tres métodos ayudaban a alcanzar dicho objetivo: Gematria toma el valor numérico de todas las letras que forman una palabra o una expresión y deriva el significado oculto del número resultante; Notaricón forma nuevas palabras completas con las solas letras de una palabra, o forma una palabra a partir de las letras iniciales de varias palabras o de una frase; Temura consiste en la transposición de las letras que componen una palabra, o en la substitución sistemática de otras letras. Así ellos transponen las consonantes de mal’akhi (mi ángel; Éxodo 23,23) para formar Mikha’el (Miguel). Hay un sistema doble de sustitución: el primero, Athbash, sustituye la última letra del alfabeto por la primera, la penúltima por la segunda, etc. El segundo sistema sustituye las letras de la segunda mitad del alfabeto por las letras correspondientes de la primera mitad. La doctrina cabalística se ha reunido en dos libros principales, uno de los cuales se llama «Yecirah», el otro «Zohar».

Podemos añadir los nombres de los comentaristas judíos más destacados:

  • Saadya Gaon (n. 892; m. 942), en el Fayum, Egipto, tradujo todo el Antiguo Testamento al arábigo y escribió comentarios sobre el mismo.
  • Moisés ben Samuel Ibn Chiqitilla, de Córdoba, explicó la totalidad del Antiguo Testamento en arábigo, entre los años 1050 y 1080 d.C.; sólo se conservan fragmentos de su obra.
  • Rabí Salomón ben Isaac, conocido también bajo los nombres de Rashi y Yarchi (nació alrededor de 1040, en Troyes; m. 1105), explicó la totalidad del Antiguo Testamento, excepto Crónicas y Esdras, según su sentido literal, aunque no descuidó el alegórico; mostró una tendencia anti-cristiana.
  • Rabí Abraham ibn Ezra, a menudo llamado Aben Ezra (nació alrededor de 1093 en Toledo, España, y murió en 1167 en la isla de Rodas). Entre sus muchas otras obras dejó un comentario incompleto sobre el Pentateuco y otras partes del Antiguo Testamento; tradujo el sentido literal fielmente sin excluir el alegórico, por ejemplo, en el Cantar.
  • El Rabí David Kimchi, llamado también Radak (nació en 1170 en Narbona m. 1230); explicó casi todos los libros del Antiguo Testamento en el sentido literal, sin excluir el espiritual; su sentimiento anti-cristiano se manifiesta en su tratamiento de las profecías mesiánicas.
  • Rabí Moyses ben Maimón, llamado comúnmente Maimónides o Rambam (nació en 1135 en Córdoba, España, y murió en 1204 en Egipto); se convirtió al islamismo con el fin de escapar de la persecución; luego huyó a Egipto, donde vivió como judío, y donde, para guiar a los que no podían armonizar sus principios filosóficos con la enseñanza de la Sagrada Escritura, escribió su famosa «Guía de los Perplejos», una obra en la que presenta algunos de los relatos bíblicos como meras expresiones literarias de determinadas ideas.
  • Rabí Isaac Abrabanel (m. 1508 ), explicó el Pentateuco, los libros proféticos y Daniel, y a menudo añadió material irrelevante y argumentos en contra la revelación cristiana.
  • Rabí Elías Levita (m. después de 1542), es conocido como uno de los mejores gramáticos judíos, y como autor de la obra «Tradición de la Tradición», en la que da la historia de la crítica masorética.

Entre los intérpretes caraítas podemos mencionar a:

  • Rabí Jacob ben Rubén (siglo XII), que escribió escolios breves sobre todos los libros de la Escritura;
  • Rabí Aarón ben Joseph (m. 1294), autor de un comentario literal sobre el Pentateuco, los primeros profetas, Isaías, los Salmos y el Libro de Job;
  • Rabí Aarón ben Elia (siglo XIV), quien explicó el Pentateuco;

Entre los cabalistas:

  • Rabí Moisés Najmánides, también conocido como Rambam (m. alrededor de 1280), merece mención debido a su explicación del Pentateuco, que es citado muchas veces por Pablo de Burgos.

Los principales comentadores judíos han sido reimpresos en las llamadas Biblias Rabínicas que aparecieron en Venecia de 1517; Venecia, 1525, 1548, 1568, 1617; Basilea, 1618; Ámsterdam, 1724.

Exégesis cristiana

En aras de la claridad podemos distinguir tres grandes períodos en la exégesis cristiana: el primero termina alrededor de 604 d.C., el segundo nos lleva hasta el Concilio de Trento y el tercero abarca el tiempo después del Concilio de Trento.

(A) Primer periodo: hasta el 604 d.C.: período patrístico:

El período patrístico comprende tres distintas clases de exégetas: los apostólicos y escritores apologéticos, los Padres griegos y los Padres latinos. La cantidad de literatura apologética producida por estas tres clases varía grandemente; pero su carácter es tan claramente propio de cada una de las tres que apenas podemos considerarlas bajo el mismo encabezado.

(1) Los Padres Apostólicos y apologistas:

Los primeros cristianos usaron las Escrituras en sus reuniones religiosas al igual que los judíos las empleaban en las sinagogas, sin embargo, los primeros añadían los escritos del Nuevo Testamento más o menos completamente a los del Antiguo. Los Padres Apostólicos no escribieron ningunos comentarios profesionales; el uso de las Escrituras fue incidental y ocasional en lugar de técnico, pero sus citas y alusiones muestran inequívocamente su aceptación de algunos de los escritos del Nuevo Testamento. En los escritos de los apologistas del siglo II tampoco hay tratados profesionales de la Sagrada Escritura. San Justino y San Ireneo se destacan por su hábil defensa del cristianismo, y sus argumentos se basan a menudo en los textos de la Escritura. San Hipólito parece haber sido el primer teólogo católico que intentó dar una explicación a toda la Escritura; conocemos su método por los fragmentos existentes de sus escritos, especialmente de su comentario sobre el Libro de Daniel. Se puede decir en general que estos primeros escritores cristianos admiten en la Escritura tanto el sentido literal como el alegórico. Este último sentido parece haber sido aceptado por San Clemente de Roma, San Justino, San Ireneo, mientras que el literal parece prevalecer en los escritos de San Hipólito, Tertuliano, los Clementinos y entre los gnósticos.

(2) Los Padres griegos

La Encíclica «Providentissimus Deus» se refiere principalmente a los Padres Griegos cuando dice: «Cuando en varias sedes surgieron escuelas de catequesis y teología, de las cuales las más famosas fueron las de Alejandría y de Antioquía, en las mismas se enseñó poco de lo que estaba contenido en la lectura, la interpretación y la defensa de la Palabra divina escrita. De ellas salió un número de Padres y escritores cuyos laboriosos estudios y admirables escritos han merecido justamente para los tres siglos siguientes la denominación de la edad de oro de la exégesis bíblica.”

(a) La Escuela de Alejandría La tradición ama rastrear el origen de la Escuela de Alejandría hasta el evangelista San Marcos. Sea como fuere, hacia el final del siglo II nos encontramos con San Panteno, presidente de la escuela, ninguno de cuyos escritos se conservan, pero Eusebio (Hist. Eccl., V, X) y San Jerónimo (De vir. Ill., c. XXXVI) testifican que explicaban la Sagrada Escritura. Clemente de Alejandría lo coloca entre los que no escribieron ningún libro (Strom., I, I); murió antes de 200. Su sucesor fue Clemente de Alejandría, que había sido primero su discípulo, y después de 190 fue su colega. De sus escritos se conservan «Cohortatio ad Gentes», «Pedagogo», y «Stromata», también la traducción al latín de parte de sus ocho libros exegéticos (Migne, PG, IX, 729-740). Clemente fue seguido por Orígenes (n. 185; m. 254), la gloria principal de toda la escuela. Entre sus obras, cuya gran mayoría se ha perdido, merecen atención especial su «Hexapla» y su triple explicación de la Escritura, a modo de escolios, homilías y comentarios. Fue Orígenes, también, quien desarrolló completamente los principios hermenéuticos que distinguen a la Escuela de Alejandría, aunque ningún otro Padre los haya aplicado en su totalidad. Aplicó la distinción de Platón de cuerpo, alma y espíritu a las Escrituras, reconociendo en ellos un sentido literal, moral, y místico o espiritual. No es que toda la Escritura tenga este triple sentido. En algunas partes se puede ignorar el sentido literal, en otros puede faltar el alegórico, mientras que en otros se pueden encontrar los tres sentidos. Orígenes cree que las aparentes discrepancias de los evangelistas se pueden explicar sólo mediante el sentido espiritual, que toda la ley ceremonial y ritual debe ser explicada místicamente, y que todas las profecías acerca de Judea, Jerusalén, Israel, etc., se deben referir al Reino de los Cielos y a sus ciudadanos, a los ángeles buenos y malos, etc. Entre los escritores prominentes de la Escuela de Alejandría se puede mencionar a Julio Africano (c. 215), San Dionisio el Grande (m. 265), San Gregorio Taumaturgo (m. 270), Eusebio de Cesarea (m. 340), San Atanasio (m. 373), Dídimo de Alejandría (m. 397), San Epifanio (m. 403), San Cirilo de Alejandría (m. 444), y finalmente también los famosos Padres capadocios, San Basilio el Grande (m. 379), San Gregorio Nacianceno (m. 389) y San Gregorio de Nisa (m. 394). Sin embargo, estos últimos tres tienen muchos puntos en común con la Escuela de Antioquía.

(b) La Escuela de Antioquía

Los Padres de Antioquía se adhirieron a los principios hermenéuticos que insisten más en el llamado sentido gramático-histórico de los Libros Sagrados que en su significado moral y alegórico. Es cierto que Teodoro de Mopsuestia insistió en el sentido literal en detrimento del típico, creyendo que el Nuevo Testamento le aplica algunas de las profecías al Mesías sólo a modo de acomodación, y que debido a sus alegorías el Cantar de los Cantares, junto con otros pocos libros, no deben ser admitidos en el canon. Pero generalmente hablando, los Padres de Antioquía y Siria oriental, los últimos de los cuales formaron la Escuela de Nisibis o Edesa, tomaron un curso medio entre Orígenes y Teodoro, evitando los excesos de ambos, y poniendo así el fundamento de los principios hermenéuticos que los exégetas católicos debían seguir. Los principales representantes de la Escuela de Antioquía son San Juan Crisóstomo (m. 407); Teodoro de Mopsuestia (m. 429), condenado por el Quinto Concilio Ecuménico debido a su explicación de Job y el Cantar de los Cantares, y en ciertos aspectos precursor de Nestorio; San Isidoro de Pelusio, en Egipto (m. 434), contado entre los comentadores antioquenos debido a sus explicaciones bíblicas insertadas en cerca de doscientas de sus cartas; Teodoreto, Obispo de Ciro en Siria (m. 458), conocido por sus Preguntas sobre el Octateuco, los Libros de Reyes y Crónicas, y por sus Comentarios sobre los Salmos, el Cantar, los Profetas, y las Epístolas de San Pablo. La Escuela de Edesa se gloría en los nombres de Afraates, quien floreció en la primera mitad del siglo IV, San Efrén (m. 373), Cirilona, Balæo, Rábulas, Isaac el Grande, etc.

(3) Los Padres Latinos

También los Padres latinos admitieron un doble sentido en la Escritura, insistiendo diversamente ahora en uno, ahora en el otro. Sólo podemos enumerar sus nombres: Tertuliano (n. 160), San Cipriano (m. 258), San Victorino (m. 297), San Hilario (m. 367), Mario Victorino (m. 370), San Ambrosio (m. 397), Rufino (m. 410), San Jerónimo (m. 420), San Agustín (m. 430), Primasio (m. 550), Casiodoro (m. 562), San Gregorio Magno (m. 604). San Hilario, Mario Victorino y San Ambrosio dependen, en cierto grado, de Orígenes y la Escuela Alejandrina; San Jerónimo y San Agustín son dos grandes lumbreras de la Iglesia Latina de quienes dependen la mayoría de los escritores latinos de la Edad Media; al final de las obras de Sam Ambrosio aparece insertado un comentario a las epístolas paulinas que ahora se atribuye a Pseudo-Ambrosio o Ambrosiastro.

(B) Segundo período de exégesis, de 604 a 1546 d.C.

Consideramos los nueve siglos siguientes como un período de exégesis, no debido a su productividad uniforme o su esterilidad en el campo del estudio bíblico, ni debido a su tendencia uniforme de desarrollar ninguna rama particular de exégesis, sino más bien debido a su dependencia característica en la obra de los Padres. Ya sea que resumiesen o ampliasen, ya sea que analizasen o derivasen nuevas conclusiones a partir de premisas antiguas, siempre partieron de los resultados patrísticos como su base de operación. Aunque durante este período las obras de los escritores griegos no pueden de ninguna manera compararse con las de los latinos, todavía será conveniente considerarlas aparte.

(1) Los escritores griegos:

Los escritores griegos que vivieron entre los siglos VI y XIII compusieron en parte comentarios, en parte recopilaciones. Los obispos de Cesarea, Andreas y Aretas, que son variamente asignados a los siglos V y VI, o al VIII y IX, explicaron el Apocalipsis; Procopio de Gaza (524) escribió sobre el Octateuco, Isaías y Proverbios; Hesiquio de Jerusalén escribió probablemente para fines del siglo VI sobre Levítico, Salmos, Isaías, los Profetas Menores y la concordancia de los Evangelios; Anastasio Sinaíta (m. 599) dejó doce libros de comentarios alegóricos sobre el Hexameron; Olimpiodoro (m. 620) y San Máximo (m. 662) dejó más explicaciones sobrias que Anastasio, aunque no están libres de alegorismo; San Juan Damasceno (m. 760) tiene muchas explicaciones bíblicas en sus obras dogmáticas y polémicas, además de escribir un comentario sobre las Epístolas Paulinas, en el que sigue a Teodoreto y a San Cirilo de Alejandría, pero especialmente a San Crisóstomo. Focio (m. 891), Oecumenio (siglo X), Teofilacto (m. 1107) y Eutimio (m. 1118) fueron seguidores del Cisma Griego, pero sus obras exegéticas merecen atención. Las antedichas compilaciones se denominan técnicamente catenae. Ofrecen explicaciones continuas de varios libros de la Escritura de tal manera que después de cada texto dan las diversas explicaciones patrísticas, ya sea en pleno o por medio de un resumen, y por lo general añaden el nombre del Padre particular, cuya opinión se transcribe. Varias de estas catenae han sido impresas, como Nicéforo, en el Octateuco (Leipzig, 1772), B. Corderius, en los Salmos (Amberes, 1643-1646); A. Schottius, sobre Proverbios (Lyon, 1633); Angelo Mai, sobre Daniel (Roma, 1831); Cramer, sobre el Nuevo Testamento (Oxford, 1638 a 1640).

(2) Los escritores latinos:

A los escritores latinos de esta época se les puede dividir en dos clases: los pre-escolásticos y los escolásticos. Las dos no son de igual importancia, pero son demasiado diferentes para ser tratadas bajo el mismo encabezado.

(a) El período pre-escolástico: Entre los muchos escritores de esta época que fueron fundamentales en difundir las exposiciones bíblicas de los Padres, los siguientes merecen mención: San Isidoro de Sevilla (m. 636), San Beda el Venerable (m. 735), Alcuino (m. 804), Haymo de Halberstadt (m. 855), Rábano Mauro (m. 856), Walafrido Strabo (m. 849), quien compiló la glossa ordinaria, Anselmo de Laon (m. 1117), autor de la glossa interlinearis, Rupert de Deutz (m. 1135), Hugo de San Víctor (m. 1141), Pedro Abelardo (m. 1142) y San Bernardo (m. 1153). Los escritos particulares de cada uno de estos grandes hombres se encuentran bajo sus respectivos nombres.

(b) Los escolásticos: Sin dibujar una línea matemática de distinción entre los escritores de este período, podemos decir que las obras que aparecieron al principio son notables por sus explicaciones lógicas y teológicas; las obras siguientes mostraron más erudición filológica; y las finales comenzaron a ofrecer material para la crítica textual. El primero de estos grupos de escritos coincide con la llamada época dorada de la teología escolástica que prevaleció alrededor del siglo XIII. Sus principales representantes son tan conocidos que sólo necesitamos mencionar sus nombres. Pedro Lombardo (m. 1164) encabeza correctamente la lista, pues él parece ser el primero que introdujo completamente a su obra exegética las divisiones, distinciones, definiciones y método de argumentación escolásticos. Luego le sigue el Card. Stephen Langton (m. 1228), autor de la división en capítulos según existen en nuestras Biblias de hoy día; el Card. Hugh de Saint-.Cher (m. 1260), autor del llamado “Corrector Dominico”, y de la primera concordancia bíblica; el Beato Alberto Magno (m. 1280); Santo Tomás de Aquino (m. 1274); San Buenaventura (m. 1274); Raimondo Martini (m 1290) quien escribió la obra polémica conocida como “Pugio Fidei” contra los moros y judíos; se puede añadir cierto número de otros nombres, pero son de menor importancia.

En 1311, en el Concilio de Vienne, el Papa Clemente V ordenó que se fundaran cátedras de lenguas orientales en las principales universidades, de modo se pudiese refutar a los judíos y mahometanos a partir de sus propias fuentes. Los resultados filológicos de esta ley pueden verse en la famosa “Postilla” de San Nicolás de Lira (m. 1340), una obra que recibió notables adiciones por Pablo de Burgos (m. 1435). Alfonso Tostato, llamado también Abulense (m. 1455), y Denis el Cartujo (m. 1471) regresaron al método de interpretación más escolástico; Lorenzo Valloa (m. 1457) aplicó los resultados de sus estudios griegos a la explicación del Nuevo Testamento, aunque se opuso indebidamente a la Vulgata Latina.

Sin insistir en los exégetas menos ilustres de este período, pasaremos a aquellos que aplicaron a la Escritura no sólo su erudición filológica, sino también su acumen para la crítica textual en su estado incipiente. Aug. Justiniani editó una Octapla del Salterio (Génova, 1516), el Card. Jiménez terminó su Políglota Complutense (1517); Erasmo publicó la primera edición de su Nuevo Testamento Griego (1517); el Card. Cajetan (m. 1535) intentó una explicación de las Escrituras según los textos originales; Santes Pagnino (m. 1541) tradujo el Antiguo y el Nuevo Testamento de nuevo a partir de sus textos originales; cierto número de otros eruditos trabajaron en el mismo campo, y publicaron ya sea nuevas traducciones o escolios, o también comentarios en los que se arrojaba nueva luz sobre uno o más libros de las Sagradas Escrituras.

(C) Tercer período de exégesis: después del Concilio de Trento

Unas cuantas décadas antes del Concilio de Trento, el protestantismo comenzó a hacer sus incursiones a las diversas partes de la Iglesia, y sus resultados se sintieron no sólo en el campo de la teología dogmática, sino también en la literatura bíblica. Por lo tanto, debemos distinguir después de éste a los exégetas católicos y a los protestantes.

Bibliografía: MANGENOT en Vig., Dict. de la Bible, s.v. Herméneutique; SCHANZ en Kirchenlex., s.v. Exeqese; ZAPLETAL, Hermeneutica Bibl. (Friburgo, 1897); DÖLLER, Compendium herm. bibl. (Paderborn, 1898); CHAUVIN, Leçons d’introduction générale, théologique, historique et critique aux divines Ecritures (París, 1898); SENEPIN, De divinis scripturis earumque interpretatione brevis institutio (Lyon y París, 1893); LESAR, Compendium hermeneuticum (Laybach, 1891); CORNELY, Introductio in Libros Sacros (París, 1885 y 1894), I. Casi todas las obras sobre hemenéutica darán una lista más o menos completa de la literatura reciente. En cuanto a los Padres y escritores latinos, el lector puede consultar a MIGNE, P.L., CCXIX, 79-84. Vea también: ORÍGENES, De Principiis IV.8-27; TERTULIANO, De pr scriptionibus; TICONIO, Liber de septem regulis; AGUSTÍN, De doctrinâ christ.; JUNILIUS, De partibus divin leqis; VICENTE DE LÉRINS, Commonitorium; EUQUERIO Liber formularum spiritualis intelligent ; CASIODORO, De institutione divinarum literarum; KIHN, Theodor von Mopsuestia und Junilius Africanus (Friburgo, 1880). Para la Edad Media consulte: RÁBANO MAURO, De clericorum institutione, III, VIII-XV; HUGO DE SAN VÍCTOR, Erudit. didascal., Lib. V; y algo más tarde, JEAN GERSON, Propositiones de sensu literali Scriptur sacr in Opera (París, 1606), I, p. 515. Luego del surgimiento de la Reforma:: PAGNINO, Isagoges seu introductionis ad sacras scripturas liber unus (Lyon, 1528, 1536); SIXTO SENENSIS, Bibliotheca sancta (Venecia, 1566); el lector encontrará un número de obras pertenecientes a este período en MIGNE, Scriptur. Sacr. Cursus Completus. Entre las obras protestantes se deben señalar: BRIGGS, General Introduction to the Study of Holy Scriptures (Nueva York, 1899); FAIRBAIRN, Hermeneutical Manual (Edimburgo, 1858); TERRY, Biblical Hermeneutics (Nueva York, 1883); DAVIDSON, Sacred Hermeneutics (Edimburgo, 1844).

Fuente: Maas, Anthony. «Biblical Exegesis.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909.
http://www.newadvent.org/cathen/05692b.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Fuente: Enciclopedia Católica