EVANGELIO (EL) Y EVANGELIOS (LOS)

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SUMARIO: . Duplicidad desconcertante del tí­tulo. – 2. El evangelio sin los evangelios. – 3. Conexión entre el evangelio y los evangelios. – 4. Los evangelios desde el evangelio. – 5. La resurrección de Jesús y los evangelios. – 6. Los evangelios situados en el campo literario. – 7. Independencia del módulo literario. – 8. El evangelio es proclamación. – 9 Cristalización de la fe cristiana. – 10. Marcha hacia atrás.

1. Duplicidad desconcertante del tí­tulo
El evangelio es la buena noticia; los evangelios son la escenificación de la misma. El evangelio es la proclamación confesional, el credo abreviado del pueblo de Dios; los evangelios son relatos históricos que enraí­zan la fe en la historia y que, en un grado muy importante, justifican la aceptación del evangelio. El evangelio es la afirmación de lo esencial; los evangelios son descripción que intenta hacer creí­ble lo simplemente afirmado. El evangelio es anuncio de la muerte y de la resurrección de Jesús. Son los dos acontecimientos que constituyen el verdadero centro de interés; los evangelios son la historia terrena de Jesús, que culmina en los relatos de la pasión y de la resurrección. El evangelio es el poder de Dios para la salvación de todo aquel que lo acepta en la fe; los evangelios son manifestaciones concretas y tangibles, al menos hasta cierto punto, de este poder. El evangelio es accesible únicamente mediante la fe; los evangelios lo son mediante el estudio y la investigación.

2. El evangelio sin los evangelios
Cuando la palabra evangelio es utilizada por el primer evangelio, el de Marcos, ya tení­a el mismo significado de «proclamación». Marcos se propuso dar a conocer el evangelio, es decir, describir la salud-salvación religiosa obrada por Dios en Cristo para el hombre. Una buena noticia, cuyo origen está en Dios y cuyos destinatarios son los hombres. De ahí­ que, en el evangelio de Marcos, llegue a establecerse una identidad entre Jesús y el evangelio, entre el evangelio y Jesús: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida mí­ y por el evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).

La gran noticia, procedente de Dios y anunciada por Jesús, tiene como centro de gravedad la persona de Cristo, y muy particularmente el misterio de su pasión y de su muerte y resurrección. Durante más de treinta o de cuarenta años ó el evangelio sin los evangelios. En este perí­odo, la palabra «evangelio» no pertenecí­a todaví­a al terreno literario. Cuando era utilizada nadie pensaba en un o en unos libros llamados así­. Hablar del evangelio era hablar de algo vital y teológico, de algo que no era leí­do, sino vivido en la confrontación personal con el misterio de Cristo. Perí­odo interesante, que lleva en su misma entraña la amonestación constante a no hacer del cristianismo religión del libro ni a reducirlo a una gí­a, por luminosa que ella pudiera ser.

Pablo predicó el evangelio sin haber leí­do los evangelios. Cuando éstos fueron puestos por escrito, Pablo habí­a redactado ya todas sus cartas. Pablo no leí­a los evangelios, sino que viví­a y anunciaba el evangelio. Lo único que él leí­a eran los libros del A. T. Era la única Biblia que él tení­a. Por eso no podí­a pasar sin ellos. Le eran tan necesarios como el abrigo para el invierno: «Procura venir pronto… Cuando vengas, tráeme la capa, que me dejé en Tróade, así­ como los libros, sobre todo los pergaminos» (2Tim 4, 13).

La necesidad imperiosa que siente Pablo de aquellos libros, que pide a Timoteo, nací­a de lo que nosotros hemos afirmado ya. Su confrontación personal con Cristo y con su misterio le exigí­a colocar aquella gran novedad, que él comenzó a vivir desde el acontecimiento de Damasco, dentro del plan divino de la salvación. Necesitaba recurrir al A. T. para entender y profundizar la realidad cristiana.

3. Conexión entre el evangelio y los evangelios
Hemos acentuado, tal vez excesivamente, las diferencias entre el evangelio y los evangelios. Creemos necesario insistir en este punto para restituir a la palabra «evangelio» su sentido original; para sacarla del terreno literario, al que habí­a sido confinada, y colocarla en el plano teológico, al que originariamente perteneció; para que tomemos conciencia de que, al hablar del evangelio, no nos referimos a unos escritos, sino a la acción llevada a cabo por Dios en Cristo para la salvación del hombre. Las obras llamadas «evangelios» pretenden únicamente dejar constancia de este hecho, de esta acción de Dios.

Una vez establecidas las diferencias entre el evangelio y los evangelios es conveniente poner de relieve la conexión existente entre ellos. y otros el mismo origen. El evangelio surgió con la resurrección de Jesús. A partir del momento en el que los primeros discí­pulos adquieren la total certeza de que el Crucificado viví­a, comienza la proclamación del evangelio: le disteis muerte; Dios lo resucitó. Esta fue la proclamación esencial, el evangelio, el kerigma original. Y este fue también el punto de partida del nacimiento de los evangelios. Cierto que fueron puestos por escrito muchos años más tarde. Pero fue la resurrección la que hizo que, con Jesús, resucitase también su pasado. La resurrección de Jesús resucitó el pasado de Jesús; hizo revivir el recuerdo de lo que él habí­a dicho y hecho. Paradójicamente, el final de su historia fue el verdadero comienzo de la misma. y otros la misma finalidad. Tanto el kerigma-proclamación como los evangelios escritos pretenden llevar a los oyentes y a los lectores, respectivamente, a la fe en Jesús en cuanto Señor. El apóstol Pablo lo dice así­: «Tanto yo como ellos —los demás apóstoles— esto predicamos y esto habéis creí­do» (1 Cor 15, 11).

La mejor conexión entre el evangelio y los evangelios fue la que hicieron aquellos primeros cristianos al completar el nombre de Jesús con el tí­tulo de Cristo. Así­ resultó . Estas dos palabras unidas, Jesús-Cristo, constituyen una de las primeras fórmulas confesionales del cristianismo de los orí­genes. Al unirlas en un solo nombre quieren decir lo siguiente: Jesús es Cristo, el portador de la salud, el Mesí­as anunciado, la culminación y el cumplimiento último de las promesas, la plenitud de la esperanza. es, este modo, el evangelio. Pero este evangelio, esta salud y realización de la promesas es Jesús de . No se trata de algo ahistórico, atemporal y mí­tico. Es una figura histórica concreta cuya vida, al menos hasta un cierto lí­mite, puede ser reconstruida; cuya enseñanza puede también, de algún modo, ser perfilada; cuyas acciones fueron vistas y fiscalizadas. Jees, de este , los evangelios.

4. Los evangelios desde el evangelio
De la confrontación hecha entre el evangelio y los evangelios puede deducirse que éstos se centran en la historia y vida de Jesús. Por otra parte, como veremos más abajo, los evangelios no son ni una historia ni una biografí­a de Jesús, ni memorias de un personaje en razón de su celebridad. ¿No existe una contradicción entre ambas afirmaciones? Esta contradicción, al menos aparente, es la que pretendemos resolver en este punto.

Los evangelios recogen las tradiciones sobre Jesús, sus palabras y hechos, discursos y discusiones con sus adversarios… Tengamos en cuenta, no obstante, que todo esto comenzó a hacerse después de la resurrección y gracias a ella. La resurrección de Jesús resucitó su pasado. Pero no es sólo eso. Ese pasado fue reconstruido desde el presente, desde la fe en Cristo resucitado. Y este presente, el Cristo resucitado, influyó en la reconstrucción del pasado. Dicho de otro modo: los í­pulos y ministros de la palabra no se a repetir el pasado de Jesús, sino que lo actualizaron y lo interpretaron a la luz de la resurrección. Todo el pasado de Jesús fue visto desde el prisma de la resurrección; todas las tradiciones anteriores quedaron marcadas con la impronta del kerigma. Esto es lo que queremos decir y explicar con el tí­tulo «los evangelios desde el evangelio»: los evangelios fueron escritos desde el evangelio.

a) La importancia del hecho que estamos constatando es extraordinaria. Porque este hecho es el que mejor define la especí­fica de los . En todos y en cada uno de los relatos que los componen es preciso contar con dos elementos igualmente importantes: y teologí­a, narración histórica y fe, hecho e interpretación. La historia se halla puesta al servicio de la fe, y la fe nos es presentada sobre un andamiaje histórico. Ambas realidades se hallan í­ntimamente unidas y resultan inseparables; ambas realidades se necesitan y apoyan. Intentar separarlas, mediante el estudio crí­tico de los textos, sea de la naturaleza que sea, equivale a destruirlas. Dejarí­an de ser lo que son y comenzarí­an a ser otra cosa. Ya no serí­an evangelio ni evangelios.

b) La vida nueva que le era ofrecida al hombre en torno al acontecimiento fundante del cristianismo, la muerte y la resurrección de Jesús, le situaba ante la ón. El kerigma original proclamaba lo que Dios habí­a hecho en Cristo para que el hombre pudiese encontrar el camino único de la salud-salvación. Colocado ante la proclamación del kerigma que, objetivamente hablando, era lo único importante, el hombre debí­a pronunciarse mediante la aceptación o rechazo del mismo y de las exigencias que implicaba en sí­ mismo.

c) Queremos decir que la presentación del kerigma lleva consigo una serie de cuestiones, sin resolver las cuales se hace prácticamente imposible la decisión. No es suficiente para el oyente de la buena noticia oí­r que «Cristo murió por nuestros pecados y resucitó para nuestra ,. justificación» (Rom 4, 25). El encueratro,2 ofrecido al hombre con lo que Ilamamos el kerigma cristiano no acalla sus interrogantes ulteriores. Al contrario. Un acontecide estas y caracterí­sticas múltiples interrogantes de forma inevitable. ¿Quién es ese Cristo muerto y resucitado? ¿Dónde nació y quiénes fueron sus padres? ¿Dónde vivió y cómo se ganaba la vida? ¿Dónde estudió y qué enseñaba? ¿Cómo encajó en la sociedad en que vivió y cuál fue la reacción de sus oyentes ante sus enseñanzas? ¿Qué actitud mantuvo ante los puritanos y ante los marginados de la sociedad? ¿Qué pretensiones demostró en su predicación y qué concepto tení­a del hombre? ¿Era cerrado o abierto, inmovilista o progresista? Y si era una persona tan extraordinaria, ¿por qué murió de manera tan ignominiosa y sin que nadie defendiese su causa? ¿Por qué no se acompañó de personas más importantes que apoyasen de manera eficaz su movimiento?
Si yo me decido por alguien debo tener una idea, lo más clara posible, de aquella persona por la que me he decidido. No queremos decir con esto que, desde el conocimiento adquirido por la investigación clarificadora de estos u otros interrogantes, pueda darse el paso a la fe en Cristo Jesús como el Señor. Pero la conclusión lógica será que yo debo dar este , no puedo hacerlo en el vací­o. No puedo prescindir de todas las apoyaturas que, de alguna manera, la que sea, vinculen o enraí­cen el acontecimiento sobrenatural con nuestra historia…

d) En el terreno en el que nos hemos situado, tan peligroso es el racionalismo religioso —que diese el salto a la fe por puros argumentos de razón— como el agnosticismo quí­micamente puro, puesto al servicio de la fe, y que, sin poder probar ni demostrar ni palpar nada, pida lanzarse al vací­o sin paracaí­das. Naturalmente que no serí­a un lanzamiento al vací­o absoluto, y que se puede argüir que, al dar el salto, nos fiamos de la palabra de Dios. Una palabra de Dios que nos proporciona una certeza total. Esto es cierto. Pero, al argumentar así­, hemos dado un salto del terreno en el que nosotros nos movemos a aquel al que queremos pasar, fiados únicamente de la palabra de Dios. La respuesta no satisface. Únicamente traslada el problema a otro terreno, ya que los interrogantes pueden ser, entonces, los siguientes: ¿Cómo conozco esta palabra de Dios? ¿Por qué caminos me llega? ¿Me ofrecen alguna garantí­a de, al menos, verosimilitud? ¿No caerí­amos ante un subjetivismo total?
e) Con estos interrogantes y otros múltiples que pudieran hacerse hemos querido situarnos en las circunstancias de aquellos primeros testigos de la fe cristiana. Ellos sintieron la necesidad de ampliar el kerigma que anunciaban. Ampliarlo y, de alguna manera, justificarlo. Más aún, nadie estarí­a dispuesto, sin más, a aceptar semejante proclamación: Dios intervino en la muerte y en la resurrección de Jesús, abriendo así­ el camino de salud para todo hombre. Necesitaba una información previa que satisficiese sus interrogantes.
Todo esto significa que las primeras comunidades cristianas, bajo la vigilancia permanente e intransigente de sus dirigentes, conservaron, junto al kerigma proclamado, transmisión oral de dichos y hechos de Jesús. Y esto es claro si tenemos en cuenta que el cristianismo era vivido intensamente con su esencial y profunda inserción en la vida. Ante los problemas de la vida diaria, y para resolverlos «cristianamente», era inevitable evocar al Fundador.

) El kerigma original y originante de la fe llevaba en su entraña necesidad ineludible de una ampliación, tan grande como fuese , en la información acerca del Protagonista, que solicitaba, nada más ni nada menos, que la adhesión de la propia vida y la determinación de la misma en la dirección que Cristo Jesús habí­a apuntado. Aquellos acontecimientos originales y originantes de la fe cristiana estaban presentados con excesivo esquematismo. Necesitaban de forma imperiosa ser arropados con una catequesis lo más amplia y precisa posible. Entonces lo mismo que ahora y que siempre.

5. La resurrección de Jesús y los evangelios
Al menos como hipótesis de trabajo nos parece legí­tima la pregunta siguiente: ¿qué habrí­a pasado si Jesús no hubiese resucitado? Interrogante que, por otra parte, no resulta difí­cil de contestar.

) Valoración de Jesús el judaí­smo. – La historia de la literatura judí­a habrí­a conservado, en página y media, el recuerdo de un Yesúa Yoseph, un rabino extrañamente salido de Nazaret. Un hombre tan extraño y singular que habí­a tenido la osadí­a de apartarse de las interpretaciones tradicionales en el terreno legal y en el ético-religioso; habí­a discrepado profundamente de la opinión común, en cuanto a la valoración del hombre y su actitud frente a Dios y frente al prójimo; habí­a demostrado un desacuerdo profundo en la jerarquí­a establecida de los valores, que entonces era considerada como inalterable.
Más aún: habí­a exteriorizado unas pretensiones mesiánicas a las que no tení­a ningún derecho según el baremo oficial. Un hombre peligroso, en suma. Su peligrosidad le hizo entrar en conflicto con las clases dirigentes. Estas lo eliminaron… y justificaron su decisión con argumentos que a nadie convencieron. En todo caso, la literatura judí­a no habrí­a conservado muchos más recuerdos, en esa hipótesis de trabajo en la que nos hemos situado. El hecho cristiano, con la proclamación de Jesús como Mesí­as e Hijo de Dios, hizo que la literatura judí­a extrabí­blica rodease del más sospechoso silencio la figura de aquel hombre que tantos quebraderos de cabeza les habí­a dado en vida y, muchos más todaví­a, después de muerto.

) La adhesión de sus seguidores. – Lo que hemos imaginado en el desarrollo del punto anterior es lo que habrí­a ocurrido en el terreno de los enemigos de Jesús. ¿Qué habrí­a ocurrido en el campo de sus discí­pulos y amigos? Algunos le hubiesen recordado durante un tiempo más o menos largo; es posible que durante toda su vida. Y después su recuerdo habrí­a desaparecido. Y esto en algunos. Otros no habrí­an necesitado tanto tiempo para el olvido. Recuérdese la decisión tomada por los de Emaús, que ya se iban, sencillamente porque creí­an que aquel asunto habí­a concluido.

) El nuevo encuentro. – El hecho de la resurrección cambió por completo las cosas. Sus discí­pulos, que tampoco la esperaban -ninguno de ellos, no sólo los de Emaús-, se encontraron de nuevo con Jesús. Y a la luz de su nueva vida, de su resurrección, comenzaron a evocar y a entender los recuerdos del pasado. La predicación que, por encargo del Señor, hací­an, les obligaba a exponer lo que Jesús habí­a dicho y hecho. Y, como consecuencia de la predicación apostólica, comenzaron a surgir las primeras comunidades cristianas.

Andando el tiempo, cuando ya los testigos inmediatos de los acontecimientos iban desapareciendo y los controladores de la predicación de Jesús podí­an no estar tan seguros, se sintió la necesidad de poner por escrito toda la tradición oral y sistematizar los escritos dispersos que sobre el particular habí­an ido surgiendo, aquí­ y allá. Para evitar innovaciones y salir al paso de posibles tergiversaciones se eligió el medio escrito, por aquello de que lo escrito permanece. Así­ nacieron nuestros evangelios escritos.

6. Los evangelios situados en el campo literario
Nosotros hemos hecho de la palabra «evangelio» un término literario. Al utilizarla, nos referimos a uno o varios libros que relatan determinadas historias protagonizadas por Jesús de Nazaret. Originariamente, las cosas fueron bien distintas. El concepto «literario» de la palabra «evangelio» surge a mediados del siglo II.

Todo el mundo sabe que el vocablo «evangelio» no es de origen cristiano. Fue una de tantas importaciones que los autores bí­blicos hicieron del entorno cultural en el que viví­an. La palabra en cuestión fue importada del mundo griego, en el que, en su primera utilización, significó la o propina que se daba al portador de una nueva y buena noticia. Aquel que comunicaba una buena noticia era recompensado con un «evangelio», es decir, con una propina. En un segundo momento, el vocablo pasó a significar la misma. El mensaje del ángel del Señor a los pastores está formulado con el verbo «evangelizar»: «Os anuncio una gran noticia que proporcionará una profunda alegrí­a a todo el pueblo» (Lc 2, 10). Este relato de Lucas utiliza el verbo «evangelizar» en la misma lí­nea que lo habí­a hecho ya el A. T. La gran noticia, la buena nueva, consiste en el mensaje salvador como consecuencia de la intervención última y definitiva de Dios en la historia humana. Ella establecerí­a la paz y traerí­a el señorí­o real de Dios a nuestro mundo.

género literario al que pertenecen nuestros evangelios es único. No existen paralelos con los que pueda ser comparado. Y el intento de encuadrarlos dentro de los géneros literarios conocidos les ha hecho siempre violencia. Ha sido a costa de la verdad, cometiendo así­ una injusticia con ellos, sujetándolos a un patrón que sus autores no habí­an tenido delante. Debemos tener claridad absoluta sobre los puntos siguientes.

a) evangelios no son una historia ni una biografí­a de Jesús. – Es evidente que los evangelios están interesados en la vida de Jesús. Sin este interés no hubiesen sido escritos. Rechazar los datos históricos, biográficos, cronológicos, geográficos… que nos ofrecen los evangelistas serí­a un error absurdo. Hoy ningún investigador se atreverí­a a hacerlo. Admitido esto como algo incuestionable, es preciso tener en cuenta lo siguiente:

El interés histórico no es el único existente en los evangelios. Ni siquiera el más importante. El interés histórico simplemente coexiste con otros intereses más importantes, a cuyo servicio se pone la historia. Más aún: son muy pocas las cosas que nos son contadas por un interés puramente histórico. Marcos, por ejemplo, nos presenta el evangelio prescindiendo de todo lo relativo a la infancia de Jesús, genealogí­a, nacimiento… Cuando introduce a Jesús en escena, lo hace tomando como punto de partida la predicación del Bautista. Un verdadero historiador tendrí­a que habernos dado muchos detalles antes de llegar a ese momento.

El interés «biográfico» es mí­nimo. Faltan en ellos rasgos esenciales a toda biografí­a: la historia interna y externa del héroe biografiado, la descripción psicológica de su carácter, la cronologí­a precisa de los tiempos y lugares de sus actuaciones concretas. Sólo aproximadamente podemos reconstruir el año de su nacimiento y de su muerte. En la vida de Jesús existen grandes lagunas, para llenar las cuales carecemos de la información más elemental. El conocimiento más profundo que hoy tenemos de los evangelios nos ha demostrado que fue un error considerarlos como de Jesús.

La geografí­a y la cronologí­a, ejes y soporte de la historia, nos son conocidos de modo muy imperfecto. También ellos han sido puestos al servicio de un interés superior. Más aún: en razón de este interés, los datos geográficos y cronológicos son utilizados, a veces, de forma que no responden a la realidad. ¿Es necesario que, estando Jesús en la región de Tiro, para llegar al mar de Galilea tomase el camino de Sidón? (Mc 7, 31:compruébese el itinerario mencionado en un mapa; es un rodeo innecesario…).

b) evangelios no son «memorias» de Jesús. – El mártir Justino, a mediados del siglo II, clasificó los evangelios entre las o «memorias», un género literario que era utilizado para contar las historias, palabras, sentencias… de hombres célebres. Una especie de antologí­as que recogí­an lo más notable de determinadas celebridades. Evidentemente, nuestros evangelios no encajan en el género mencionado. El paralelismo de nuestros evangelios con dichas «memorias» está en que unos y otros coleccionan los relatos sueltos del personaje célebre sin gran preocupación por la estructuración lógica de los mismos. Nuestros evangelios no son simples colecciones o antologí­as de este tipo.

Nuestros evangelios no pretenden colocar en el podio de la admiración y del aplauso al héroe-protagonista de sus relatos. Una lectura seria de ellos lo pone de manifiesto. Los evangelistas no pretenden salvar la fama de Jesús contando únicamente cosas extraordinarias de él. Intentan presentarlo como el enviado de Dios que, mediante su vida, hechos y doctrina, y en particular, mediante su pasión, muerte y resurrección, abre el camino de acceso a Dios.

c) Los no son narraciones «helenistas» de milagros. – Encuadrar a nuestros evangelios dentro de las narraciones helenistas de milagros tampoco les hace justicia. Esta clase de literatura, frecuente en la época de Jesús, tení­a como finalidad primaria glorificar las grandes gestas de taumaturgos importantes, de profesionales. Cierto que en los evangelios nos encontramos con narraciones de milagros. Más aún, este material es tan importante en los evangelios que no podrí­amos entenderlos sin ellos. Arrancarlos de sus páginas significarí­a la destrucción de los mismos evangelios. Pero es evidente que la finalidad de estos relatos no es poner de relieve la fama de de Jesús ni su glorificación por estos hechos portentosos. Añadamos que Jesús expresa serias y graves reservas frente a los que creen en él apoyándose únicamente en las obras extraordinarias que hací­a. (Remitimos a la voz «Milagros» en su último punto).

7. Independencia del módulo literario
El género literario «evangelio» es una ón nueva. En ellos motivo determinante es la fe. Los evangelios nacieron de la fe y para la fe, para despertarla, fortalecerla o defenderla. El texto más elocuente al respecto nos lo ofrece el cuarto evangelio: «Otras muchas señales hizo Jesús que no están escritas en este libro. Estas ha sido escritas para creáis que Jesús es el Mesí­as, el Hijo de Dios, y para que, , tengáis vida en su nombre» (Jn 20, 30-31).

La colección de los dichos y hechos de Jesús, y su presentación en forma de narración seguida, obedece al deseo y necesidad de ofrecer a las comunidades e/ fundamento de su fe y de su misión; la base para la predicación, la enseñanza y la discusión. Los evangelios no son libros para los historiadores, sino para los creyentes, para las comunidades cristianas, para la reflexión personal del creyente, para la profundización teológica, para la lectura en las reuniones litúrgicas… ¿Cuál fue el motor determinante de su unidad actual?
) La evolución. – Según la teorí­a , el poder creador se halla en el mismo desarrollo inmanente de la materia: los relatos aislados fueron creciendo formando colecciones de dichos y sentencias, de parábolas, milagros, discusiones… Este desarrollo inmanente de la materia explicarí­a, al menos hasta cierto punto, el nacimiento de las mencionadas colecciones, no los evangelios en su conjunto. Es absolutamente necesario contar con la tarea redaccional-teológica de los autores de estos conjuntos.

b) La ón del anuncio. – La génesis de nuestros evangelios la explica teorí­a del encuadramiento como el relleno necesario para los esquemas de la predicación (Dibelius) o para el enmarcamiento del kerigma primitivo (Bultmann). El kerigma, las fórmulas de fe y los sumarios que nos ofrecen los mismos evangelios constituyeron el armazón o estructura fundamental (Dodd) de nuestros evangelios. Este era el «encuadramiento previo» que era preciso rellenar. Y ésta es la misión que cumple el variadí­simo material de nuestros evangelios.

Esta teorí­a tiene a su favor el haber acentuado la importancia incuestionable del kerigma en cuanto verdadero elemento germinal de nuestros evangelios y, además, el haber puesto de manifiesto los distintos motivos que determinaron la elección de un material ofrecido en la tradición y el rechazo de lo demás. Pero prioridad de los sumarios de los esquemas de predicación es más que problemática. Más bien debe pensarse que los sumarios y los esquemas de predicación se hacen, a modo de sí­ntesis, sobre el material previo ampliamente narrado.

) Utilización del paradigma. — La í­a de la imitación los explica en la lí­nea de las antiguas biografí­as utilizadas como por los evangelistas. El punto de referencia serí­an las biografí­as helenistas de los taumaturgos o de los anér. Frente a esta teorí­a (expuesta modernamente por S. Schulz) es importante señalar que no basta aducir un parentesco material de nuestros evangelios con las biografí­as mencionadas o vidas de personajes célebres. Se trata de la forma del conjunto. Por otra parte, las obras clásicas presentadas como modelo de nuestros evangelios son posteriores a éstos (Vielhauer).
) La redacción literario-teológica. — La teorí­a redactor surgió como consecuencia del método de la «historia de la redacción: los evangelios son fruto de la elaboración teológica de sus respectivos autores» (Marxen). De ahí­ que el género literario «evangelio» sea considerado como una verdadera «creación».

Frente a las hipótesis mencionadas y a la afirmación de que el género literario «evangelio» sea una verdadera creación, debemos tener en cuenta las consideraciones siguientes: evangelios no nacieron de la simple yuxtaposición del material transmitido por la tradición, pero tampoco poder creador de unos autores. Estos se encontraron no sólo con el material que les ofrecí­a la tradición, sino también con una limitación esencial que la misma tradición les imponí­a: la última, que no debí­an traspasar, era la muerte y la resurrección de Jesús, y inicio del que debí­an partir se lo imponí­a también la tradición: La unión de Jesús y de la tradición que él origina con el Bautista.

La segunda consideración importante la formulamos, inicialmente, en forma interrogativa: ¿Cómo pudo nacer una unidad, la que nos ofrecen evangelios, a partir de un pluralismo cristológico tan acentuado? El pluralismo de distintas cristologí­as en verdadera competencia mutua entrañaba una tendencia centrí­fuga que, de suyo, hubiese llevado a la absoluta atomización y deformación de la tradición de Jesús. Si esto no ocurrió, ello fue debido no a un autor determinado —llámese Marcos o como se quiera—, sino a que las fuerzas centrí­petas fueron más fuertes que las centrí­fugas (Vielhauer). Estas fuerzas centrí­petas se resumen en la convicción inquebrantable de la identidad del Resucitado con el Jesús terreno. Y esta convicción hizo que lo que se hallaba í­cito en los dichos o hechos de Jesús fuese por los evangelistas desde la luz de la Pascua y del Espí­ritu en cuanto iluminador del pasado de Jesús.

Desde lo dicho anteriormente surge una tercera consideración: La composición «literaria» de los evangelios no aporta una novedad radicalmente nueva, no parte de cero, sino que explí­cita y completa que habí­a comenzado ya en la tradición oral. La clave de nuestros evangelios está en la vieja afirmación de que son una historia de la pasión precedida de una larga introducción (M. Káhler).

Esto quiere decir que la fuerza creadora o estructuradora del material evangélico es la muerte y resurrección de Jesús que, proyectada sobre su pasado, lo iluminó descubriendo todo su alcance y significado. Ello explica que, aunque los dichos y hechos de Jesús hayan sido elaborados y plasmados en los géneros y formas literarias comunes en la época, la presentación global de la vida y actuación de Jesús, desde el punto de vista literario, no tenga precedentes a los que haya seguido o imitado. novedad radical se haen la entraña misma del evangelio como tal. Los paralelos que puedan aducirse afectan a dichos y hechos de Jesús -que se cuentan también de otros hombres célebres y de taumaturgos importantes-, al material evangélico, pero no al evangelio como tal.

8. El evangelio es proclamación
Ya hemos dicho que el motivo determinante en la composición de los evangelios fue la fe. Lo escrito por los evangelistas tení­a la finalidad de llevar a sus lectores a la fe en Jesús como Mesí­as e Hijo de Dios (Jn 20, 30-31). Es esencial al carácter y naturaleza singulares del evangelio ser ón de lo hecho por Dios en Cristo para salvación del hombre. El Vaticano II lo dice así­: «Conservando el estilo de la proclamación» (Dei Verbum, 19).

Para el apóstol Pablo, el evangelio se centra en el acontecimiento esencial cristiano, la muerte y resurrección de Cristo: «Os recuerdo, hermanos, el «evangelio» que os prediqué, que recibisteis y en el que habéis perseverado, por el cual también seréis salvados si lo retenéis tal cual os lo anuncié, a no ser que hayáis creí­do en vano. Porque os he transmitido «en primer lugar» -el entrecomillado debe ser entendido no en el sentido cronológico de lo primero, sino en el sentido ponderativo de «lo más importante»- lo que, a mi vez, recibí­: Que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer dí­a según las Escrituras, que se apareció a Pedro y luego a los Doce…» (1 Cor 15, 1-5). Según este texto citado del Apóstol el evangelio es acontecimiento fundamental cristiano, que gira en torno a la muerte y resurrección de Jesús, no en torno a uno o a unos libros.

Esta presentación del evangelio supone que han caí­do por tierra todos los privilegios y fronteras de separación. Se trata de una posibilidad concedida a todo el mundo, sin ninguna clase de acepción de personas. Precisamente por eso, la palabra «evangelio», por su misma naturaleza más especí­fica, no podí­a ser utilizada en plural. No hay más que un evangelio (Gal 1, 16). Lo único permitido será añadir alguna precisión que indique, o bien su origen (el evangelio «de Dios») o bien su objeto-contenido (el evangelio de «Jesucristo»). Y ello es así­ porque el evangelio es esencialmente ón: Anuncio del acto salvador de Dios en la misión, muerte y resurrección de su Hijo, que debe ser aceptado en la fe.

Una proclamación o anuncio como la contenida en el evangelio se escapa de las manos, se sale de la esfera del control humano, se sitúa en el terreno de lo inalcanzable. ¿Es posible aceptarla racionalmente? ¿Puede uno fiarse de semejante anuncio? La respuesta positiva se justifica por las razones siguientes:.

a) El acontecimiento trascendente, sobrenatural -que se halla expresado en los dos artí­culos de la proclamación- está profundamente enraizado en nuestra historia. Tanto la muerte como la resurrección de Jesús se hallan autenticadas por la sepultura y por las apariciones. Y únicamente con esta intención son mencionadas por el Apóstol. Téngase en cuenta que ni la sepultura ni las apariciones tienen valor alguno salví­fico.

b) Los evangelios nos proporcionan el cuadro histórico y cronológico en que tuvieron lugar los acontecimientos anunciados en dicha proclamación. (Para una comprensión más profunda remitimos a la entrada «Historicidad de los evangelios»). Digamos de momento que el objeto de la proclamación cristiana no es algo atemporal, ahistórico o mitológico. Los acontecimientos tuvieron como protagonista a Jesús de Nazaret, que vivió en un tiempo concreto ‘y en un lugar conocido, en un contexto histórico-cultural bien preciso; condicionado por unas costumbres y creencias que no siempre compartió; vigilado muy de cerca por unos testigos que, posteriormente, depondrí­an a su favor o en su contra.

c) El apóstol Pablo constata el contenido histórico de la proclamación cristiana llamándola palabra de la cruz (1 Cor 1, 18ss). Y con ello no pretendí­a provocar la compasión hacia un hombre que no habí­a merecido tal suerte ni la indignación frente a los responsables inmediatos de la misma. Muchos hombres morí­an entonces así­. ¿Qué interés podí­a suscitar uno más en la lista numerosa de los eliminados tan violentamente? Por otra parte, ¿cómo podí­a ser creí­ble que la buena nueva de la salud estuviese vinculada a un hombre que corrió tal suerte?
d) Si Pablo habla de palabra de la cruz es para que el mundo entienda que la acción salvadora de Dios en Cristo fue algo histórico y concreto; era como el manifiesto de Dios presentado ante sus ojos (Gal 3, 1). Y si Pablo no parece interesarse por los acontecimientos concretos de la vida de Jesús (no menciona su predicación sobre el Reino, ni sus expulsiones de demonios, ni sus milagros, ni sus discursos, ni sus parábolas, ni sus discusiones con los escribas y fariseos…) no es porque, para él, carezcan de importancia, sino porque prefiere destacar lo esencial, para que «los árboles no impidan ver el bosque». Por eso concentra la proclamación en la muerte, resurrección y exaltación de Cristo.

e) El hecho cristiano, en sus aspectos controlables, no se fraguó en la clandestinidad, sino a la luz pública. Cuando a Jesús le interrogan en su proceso, él afirma que ha hablado públicamente (Jn 18, 20), y este aspecto de no tener nada que ocultar lo destaca también el apóstol Pablo en su defensa ante el rey Agripa: «Bien enterado de estas cosas está el rey, ante quien hablo con confianza; no creo que se le oculte nada, pues «no han pasado en un rincón» (Hch 26, 26).

f) Es ón todo el ser y el quehacer de Jesús, desde su concepción hasta la resurrección: el anuncio del Reino y la inauguración del mismo, la explicación de su contenido y exigencias, las escenificaciones en imágenes, parábolas, discursos, enseñanzas, milagros, sentencias, palabras y hechos. Todo el hecho de Jesús tan profundamente enraizado en nuestra historia es la personificación visible de la proclamación de la misión que el Padre le habí­a encomendado.

9. Cristalización de la fe cristiana
Cuando los evangelios fueron puestos por escrito, el evangelio tení­a tras de sí­ una larga historia: una historia de, al menos, cuarenta años. En este perí­odo se habí­a recordado lo que Jesús habí­a dicho y hecho, se habí­a interpretado el hecho de Jesús a la luz del A. T., se habí­an deducido las exigencias morales que tal hecho imponí­a, se habí­an hecho las inevitables adaptaciones exigidas por los nuevos partidarios que el cristianismo iba logrando. Fue un tiempo de tan profunda reflexión y maduración de la fe, que ninguna época posterior en la historia de la Iglesia se le puede comparar. El esquema siguiente, con la consiguiente explicación, puede ayudarnos a valorarla:

Jesús (en el origen de la tradición)
evangelio anunciado
Apóstoles-ministros de la palabra
evangelio transmitido
Comunidades cristianas
evangelio vivido
Evangelios
evangelio escrito

1°) Según este esquema, Jesús está en el origen de la tradición cristiana. Esta serí­a impensable sin él. Jesús anunció el evangelio, la gran noticia, la proximidad-presencia del reino de Dios. Para ello se sirvió de todos los recursos pedagógicos conocidos en la época: sentencias, frases cortas, lenguaje directo e indirecto, parábolas, alegorí­as… Jesús es el principio, la fuente, la causa última originante de la tradición evangélica.

2°) Al desaparecer Jesús entramos en la segunda fase. Ahora son los apóstoles-ministros de la palabra los transmisores oficiales de la tradición de Jesús. Para que hubiese las máximas garantí­as de la fidelidad requerida en su tarea transmisora se les exige que hayan estado con Jesús desde el comienzo mismo de su ministerio público, desde la aparición en el Jordán a propósito del bautismo de Juan, hasta el momento de su ascensión a los cielos (Hch 1, 15-26). Pero aquellos primeros transmisores de la predicación de Jesús no fueron meros repetidores de sus palabras y hechos; no se limitaron a reproducir como cintas grabadas en un magnetófono, de forma mecánica, lo que ellos habí­an visto y oí­do. Más aún: en muchos casos ya no hubiesen podido hacerlo, aunque lo hubiesen pretendido. ¿Quién podí­a acordarse de dónde y cuándo habí­a sido pronunciada tal parábola o sentencia? En otros casos, aunque pudiera reproducirse con absoluta fidelidad y literalidad algún dicho o hecho de Jesús, no interesaba hacerlo así­. Porque lo que realmente interesaba era una transmisión fiel, desde luego, pero en función de unos determinados oyentes con sus necesidades concretas.

La tarea de aquellos primeros transmisores de la tradición evangélica estuvo presidida y como determinada por cuatro principios a los que, dentro de su fidelidad, se atuvieron. Son los siguientes:

de selección. – La exageración manifiesta del segundo final del evangelio de Juan (21, 25: no cabrí­an en el mundo los libros que podrí­an escribirse recogiendo todo lo transmitido sobre Jesús) demuestra, al menos, una cosa: la convicción de que Jesús dijo e hizo muchas más cosas de las que se nos han conservado definitivamente en nuestros evangelios. Por otra parte, la naturaleza misma de los evangelios, nacidos de la fe y para su servicio, exigí­a una selección. Todo aquello que podí­a tener un gran interés para el historiador o para el sociólogo carecí­a o podí­a carecer de importancia para los ministros de la palabra. Como es lógico, el principio de selección lleva consigo una valoración del material seleccionado. Y esta valoración es ya primera interpretación.

de sí­ntesis. – No podí­a contarse todo pormenorizadamente. ¿Qué hubiésemos ganado con tener narrado con pelos y señales todo lo que ocurrió a Jesús y a los que le seguí­an durante el perí­odo de los tres años de actividad? Por supuesto, que nuestra curiosidad quedarí­a satisfecha. Pero aquellos primeros transmisores de la tradición evangélica -y dí­gase lo mismo de los que la pusieron por escrito en nuestros evangelios- no estuvieron guiados por el principio de satisfacer la curiosidad, sino por el principio del servicio a la fe.

Este principio de la sí­ntesis resulta muy importante cuando se trata de comprender determinados relatos. Pensemos en aquellos que recogen la institución de la eucaristí­a (Mc 14, 22-25 y par.). ¿Cuánto tarda en leerse, despacio, el informe sobre lo ocurrido en la última cena? Por otra parte, es inevitable preguntarse si en aquella última cena no se habló ni se hizo más que lo que nos cuentan los informes recibidos en el N. T. La celebración de la cena pascual judí­a se prolongaba durante horas; habí­a incluso un ritual que era obligatorio seguir…

Lo principal de este principio es que caigamos en la cuenta de que hombres se situados ante un que-hacer interpretativo. Quien hace una sí­ntesis se ve necesariamente obligado a prescindir de todo aquello que no juzga esencial.

de adaptación. – Todo aquel acervo inmenso de material que se conservaba sobre Jesús tení­a que ser adaptado a los destinatarios a los que iba dirigido. Un principio sumamente importante. El hombre no se interesa más que por aquello que responde a sus «intereses». Los oyentes del mensaje cristiano esperan siempre una respuesta a sus interrogantes. Para ello no se les puede hablar en chino, a no ser que sean chinos. La adaptación presupone tener en cuenta a los destinatarios con su capacidad de comprensión. Esto significa que, al contar una parábola de Jesús, por ejemplo, no bastaba con reproducirla en todos sus detalles; era necesario suprimir unos y añadir otros, para que la parábola hablase a aquellos que la escuchaban. Tenemos un buen ejemplo en la parábola del banquete nupcial (Mt 22, 1-14 comparada con la misma parábola que nos cuenta Lc 14, 16-24. Las diferencias, aparentemente mí­nimas, son de gran importancia: Mateo habla de un rey; Lucas de un hombre; en Mateo aparecen varios siervos; en Lucas uno sólo… Mateo está haciendo una alegorí­a del pueblo de Israel; pero este aspecto ni interesaba a los lectores de Lucas ni sabí­an apreciar las razones justificativas de las diferencias introducidas por Mateo).

principio de la adaptación también colocaba aquellos hombres ante tarea interpretativa. Para ello se hací­a necesario introducir cambios, dentro de la estructura fundamental que conservaron intacta, en las palabras, adiciones, omisiones… motivadas por los destinatarios del mensaje.

de proclamación. – Todo lo que era recordado sobre Jesús debí­a adquirir el tono de proclamación. Al final de una lectura, de un relato, de la presentación de una escena… debí­a decirse, como actualmente lo hacemos nosotros en las lecturas proclamadas en la celebración litúrgica, «palabra de Dios». Este era el aspecto que interesaba. Todo debí­a ser considerado como predicación; todo lo que se contaba sobre Jesús iba ordenado a suscitar la fe en él o a robustecerla. El fin de la investigación llevada a cabo por Lucas era «para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido» (Lc 1, 4).

El carácter de proclamación exige que la historia no se transmita por ella misma, sino que esté ordenada al kerigma; exige que la historia se vea impregnada por el kerigma; exige que lo en el pasado se en acontecimiento ocurrente, es decir, en algo que sigue ocurriendo y en lo que el oyente o el lector se ve envuelto en una necesaria interpelación. Sólo así­ puede ser proclamado como palabra de Dios para todos los hombres de todos los tiempos.

3°) Estos cuatro principios, que el Vat. II ha recogido en la constitución Verbum, hoy nos parecen elementales. Pero estas constataciones nos llevan necesariamente a la conclusión siguiente: Los evangelios no nos transmiten las mismí­simas palabras de Jesús. Rara vez podemos llegar a la conclusión de estar ante ellas, ante las verba Jesu. En los evangelios nos encontramos, sin embargo, no sólo con el pensamiento de Jesús, sino con su propia voz.

Como consecuencia de la predicación de Jesús, y de los misioneros anónimos que iban surgiendo por todas partes, nalas comunidades cristianas en Palestina y fuera de ella. Comunidades que surgí­an desde el evangelio. El evangelio se encarnaba en ellas participando de sus problemas e iluminándolos. Esto hací­a que la palabra de Jesús se actualizase en las vivencias de cada comunidad. Lo que originariamente habí­a sido palabra de Jesús, se convirtió en experiencia vivida. Los textos-palabras comenzaron a adquirir distintos niveles de profundidad, que a veces no resulta fácil descubrir.

4°) En la última etapa de este complicado proceso los evangelios es. Surgieron fundamentalmente como cristalización de la fe original y originante de la Iglesia. En ellos desembocan y confluyen los tres estadios anteriores: Jesús, apóstoles-ministros de la palabra, comunidades cristianas. Si no queremos hacer injusticia a este proceso constituyente de nuestros evangelios -ellos son la verdadera Constitución cristiana- no podemos prescindir de ninguno de los anillos que componen esta cadena.

10. Marcha hacia atrás
La reconstrucción del pasado, del pasado de Jesús, comenzó a interesar por el presente, por el presente de Jesús. Jesús viví­a. Se habí­a hecho presente entre los suyos. Y esta presencia viva, con la consiguiente actualización de las promesas, esperanzas y exigencias, hizo que los suyos evocasen y recogiesen todo el pasado que podí­a interesar a las sucesivas comunidades cristianas.

Lo que hemos titulado como «Marcha hacia atrás» hace referencia a la evocaón de las actitudes de Jesús. Al hombre no se le da todo resuelto. A ningún hombre. El mismo Jesús de Nazaret tuvo que reflexionar seriamente y decidir personalmente lo que era más conveniente y más conforme con la voluntad de su Padre en los distintos terrenos en los que tení­a que moverse: cómo enfocar su mesianismo, qué clase de hombres elegir para llevar a cabo su misión, forma de enjuciar el Reino, relaciones sociales…

Por mucho que se multipliquen las previsiones y regulaciones de la vida, siempre quedan zonas libres en las que al hombre se le brinda la oportunidad de una decisión personal y responsable. La situación del cristiano debe ser encuadrada dentro de este mismo contexto socio-cultural. ¿Cómo actuar cuando falta la ley o la previsión? Este interrogante únicamente puede ser respondido adecuadamente recurriendo a los grandes principios cristianos. Si Jesús de se manifestado, directa indirectamente, sobre los problemas que el cristiano tiene que resolver, miel sobre . Su actitud serí­a normativa para quien tiene que decidirse en ese o en análogos casos.

Exactamente eso fue lo que hicieron aquellos primeros cristianos. Sus múltiples problemas -pensemos que ellos partí­an prácticamente de cero, sin poder recurrir a un cuerpo de doctrina cristiana o al magisterio de la Iglesia- debí­an ser resueltos desde los grandes principios implicados en el acontecimiento salví­fico: la muerte y la resurrección de Jesús. Pero ¿y si Jesús habí­a tenido análogos problemas que resolver y se habí­a manifestado sobre el modo de hacerlo? Esta necesidad, impuesta por las exigencias de la vida misma, fue una de las razones más importantes que impulsó a aquella primera generación cristiana a investigar y recordar las actitudes de Jesús. A modo de ejemplo mencionemos los siguientes interrogantes:

a) ¿Qué habí­a mantenido Jesús ante la venida del reino de Dios, que era la cuestión de máxima preocupación entre los doctores de su tiempo? Para contestar el interrogante era imprescindible consultar a los testigos inmediatos de su predicación, a aquellos que lo habí­an acompañado desde el principio. Ellos contaban. Contaban las parábolas oí­das al Maestro, y que tení­an como punto de referencia y centro de gravedad el reino de Dios.

b) ¿Se habí­a manifestado Jesús alguna vez en relación con el gran tema, y no menor problema, la ley judí­a y su obligatoriedad? ¿Qué pensaba el Maestro sobre aquellas minucias legales, en las que se habí­a centrado la perfección y la justicia, según los dirigentes espirituales del judaí­smo? Claro que ellos lo recordaban. Nadie hubiese podido olvidarlo. Sencillamente porque su enseñanza sobre este particular habí­a sido auténticamente revolucionaria. Como la de aquel dí­a que, en plena discusión, habí­a afirmado terminantemente que «el sábado habí­a sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27). Faltó muy poco para llegar a las manos. Y esto, que a nosotros hoy nos parece una cuestión trivial, era lo más importante. Era y sigue siendo. Porque, en el fondo, lo que se abordaba era la primací­a del hombre o de la ley. El pronunciamiento de Jesús fue considerado como una afirmación blasfema por parte de los dirigentes espirituales de su tiempo. Y, sin embargo, era la afirmación liberadora para todo hombre de buena voluntad. ¿Podí­a olvidarse aquella discusión y la sentencia de Jesús, que hizo rasgar las vestiduras a los vigilantes de la ortodoxia?
c) ¿Se habí­a despegado Jesús de una tradición inmovilista e inmovilizante? Cuanto decí­a o hací­a, ¿tení­a que estar rubricado por algún texto del A. T. o por alguna de las múltiples afirmaciones recogidas en una tradición, que aumentaba cada dí­a hasta sofocar el Espí­ritu? Ni mucho menos. Se de su , porque enseñaba quien tiene autoridad, y no como los escribas (Mc 1, 27). Allí­ habí­a creatividad. Se veí­a iniciativa. Y es que Jesús querí­a enseñar al hombre, a todo hombre, que es necesario aprender a reaccionar ante situaciones nuevas sin una excesiva vinculación a la letra muerta.

Jesús exigí­a ver el espí­ritu en acción, más allá de la letra muerta. Era otra gran novedad. Los que oyeron a Jesús no podí­an olvidar esto. El habí­a sabido colocar al hombre en el centro de todo interés; habí­a condenado la idolatrí­a de la ley y su absolutización. Esto no puede olvidarse fácilmente, sobre todo cuando uno vive en una sociedad legalista, en la que puede verse esclavizado por las exigencias de la ley.

La religión que, por principio, tiene que ser liberadora, se habí­a convertido en un tirano insoportable. Recordemos las palabras de Pedro en el concilio de Jerusalén (Hch 15, 10). La actitud de Jesús y su enseñanza habí­a devuelto su verdadero rostro a la religión. ¿Podí­a olvidarse este aspecto de Jesús? Ante los problemas que la ley planteaba a diario, entonces más que ahora, ¿es pensable que no se recordase esta actitud y enseñanza de Jesús?
d) ¿Qué actitud tomar ante unas prácticas seculares determinantes de la vida, con el correspondiente e inapelable etiquetamiento, que marcaba a unos como buenos y a otros como malos? ¿Podrí­an aquellas prácticas, sin más, seguir siendo consideradas como el principio último de discernimiento entre buenos y malos? Cierto que Jesús no habí­a rechazado aquellas prácticas «piadosas». Más aún: habí­a insistido con todas sus fuerzas en la necesidad de la oración, del ayuno, la limosna, la conversión, la penitencia…, pero todo ello habí­a sido enfocado desde principios fundamentales, desde unas perspectivas completamente nuevas y verdaderamente atractivas, no desde una casuí­stica minimista ni desde un egoí­smo mágico.

e) Se podí­a incluso calcular que aquella vida singular y extraordinaria no iba a terminar normalmente. Resultaba excesivamente mortificante para las clases dirigentes. Decepcionante para aquellos que habí­an puesto en él otra clase de esperanzas. Preocupante para los encargados de mantener inalterable el orden… Aquellos cristianos de primera hora comenzaron a evocar y coleccionar todos los detalles posibles sobre los incidentes de los últimos dí­as de la vida de Jesús, sobre el proceso o apariencia del mismo al que habí­a sido sometido, sobre su pasión y muerte. ¿Podrí­a pensarse honradamente y con lógica que estos detalles tan importantes no lograron despertar el interés de aquellos cristianos de primera hora y que las inquietudes sobre el particular comenzaron a surgir a partir del año 70? (Es una de las afirmaciones de la «historia de las formas»). A nosotros nos parece increí­ble.

Esta marcha hacia atrás o esta evocación de las actitudes de Jesús puede ser representada gráficamente en el esquema siguiente:

El gráfico presenta, mirando de derecha a izquierda, lo que indica el tí­tulo «Marcha hacia atrás». El interés actual y supremo era el kerigma: la muerte y resurrección de Jesús, con todo lo que dicho anuncio significaba.

El primer intérprete del kerigma -nos referimos a la interpretación escrita- fue Marcos. Fue un auténtico genio, el creador del género literario llamado «evangelio». El recogió las distintas tradiciones que circulaban por las Iglesias que él conocí­a y las interpretó, viendo en ellas una «epifaní­a» secreta de Jesús.

Mateo utiliza a Marcos y lo incorpora, prácticamente en su totalidad, a su evangelio. Hace, además, una notable ampliación, añadiendo mucha materia desconocida por Marcos, por ejemplo, el evangelio de la infancia, el sermón de la montaña.

El tercer relator es Lucas. También él tiene delante a Marcos, y, lo mismo que Mateo, lo incorpora, prácticamente en su totalidad a su evangelio. Pero, además, lo amplí­a incluso en mayor proporción que Mateo: la anunciación del ángel a Marí­a, las parábolas de la misericordia, del publicano y el fariseo, del juez inicuo y la viuda… son simplemente unos buenos ejemplos.

A fines del siglo 1 aparece en escena el cuarto evangelio, que no depende de Marcos ni de ninguno de los sinópticos. Es independiente. Tiene su propia materia y tradiciones singulares. Representa una tradición autónoma. Desde ellos nos ofrece una interpretación distinta y más rica de Jesús.

BIBL. — G. BORNKAMM, Jesús Nazaret, Sí­gueme, Salamanca, 1975; O. CULLMANN, Nuevo Testamento, Taurus, Madrid, 1971; J. HUBY, evangelio y los evangelios, Pax, San Sebastí­án, 1944; J. DELORME, los evangelios a jesús, Mensajero, Bilbao, 1973; J. GNILKA, ús de Nazaret. Mensaje e Historia, Herder, 1993.

Ramos

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret