EUCARISTIA

griego eu, bien, kharizestai, dar gracias. Acción de gracias.

Nombre que los cristianos le dieron a la cena del Señor o fracción del pan Hch 2, 42-46; 1 Co 10, 16. Este término se usó para designar la liturgia eucarí­stica, celebración del sacrificio del cuerpo y la sangre de Cristo bajo las apariencias de pan y vino, en el año 110, por San Ignacio de Antioquí­a.

Esta liturgia centro de la vida de la Iglesia católica, conmemora la última cena del Señor con sus discí­pulos, antes de la pasión, Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 15-20; 1 Co 11, 23-25. Sobre la fracción del pan en la Iglesia primitiva, encontramos varios textos en los Hechos de los Apóstoles. En la Iglesia de Jerusalén, dice el apóstol Lucas que los fieles †œacudí­an asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones†, Hch 2, 42. En el tercer viaje apostólico, de vuelta a Jerusalén, Pablo pasa unos dí­as en Tróade, donde se reune con los creyentes para partir el pan, Hch 20, 7 y 11.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(acción de gracias).

l- Prefigurada en el maná: Jua 6:31, Ex. 16.

2- Instituí­da por Jesucristo: Mt.26, Lc. 22, Mc.14, 1 Cor.11.

3- Bajo las apariencias de pan y vino está realmente Jesucristo, su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad. En Belén parecí­a un «nino», y era un nino, ¡pero era Dios realmente!. en la Eucaristí­a, parece «pan», es «pan», ¡pero es Dios realmente!, hasta más humilde que en Belén.

– En el Sermón de Pan de Vida, Jesús nos repite 10 veces, que «El» es el «pan de vida», que tenemos que comer su Carne y beber su Sangre realmente, y que si no comemos su Carne y no bebemos su Sangre, no tendremos vida en nosotros: Jua 6:35-58.

– Para Pablo es tan «real», que quien la come indignamente, es «reo», «culpable» del Cuerpo y de la Sangre del Senor: (1Co 11:27), y, anade, «se come y se bebe su propia condenación»: (1Co 11:29).

4- Es el «Sacrificio Eterno» de Num 28:3 y Exo 29:42. Como es eterno, tiene que estar también en el Cielo eternamente, ¡y ahi está!, como nos lo muestra Juan en Rev 5:6, es «el Cordero de pie como degollado», la causa y razón de todas glorias del Cielo. y como es eterno, tiene que existir ahora mismo, ¡y existe!, en el Santo Sacrificio de la Misa que el mismo Jesús «ordenó» en Luc 22:19, y cuya orden repite Pablo, diciéndonos que cuantas veces coméis este pan, anunciais la muerte del Senor: (1Co 11:2426.Ver «Misa».

5- La Santa Misa es la renovación del Sacrificio del Calvario, prefigurado en el Cordero Pascual de Ex. 12. Es el gran milagro del tiempo y del espacio, no es que se «repita» el Sacrificio del Calvario, sino que es exactamente el mismo Sacrificio, ahora «incruento», ¡pero el mismo!, Mat 26:26-28, Jua 1:29, Jua 6:35-71, 1Co 10:20-22, 1Co 11:25-30.

6- Es dogma de fe del cristianismo.

– Declarado por Jesús en el Sermón del Pan de Vida de Jua 6:35 a 7:1.

– Declarado por Pablo, en 1Co 11:25-30.

– Declarado por la Iglesia, con la autoridad de Mat 16:19 y 18:18, en varios Concilios docenas de veces: (Trento, Vaticano II, entre otros).

7- Es nuestro alimento «diario».

– Es el «pan nuestro de cada dí­a», de Mat 6:9, el «Pan de Vida» de Jua 6:35-70 y del que habla Pablo en 1Co 10:2022 : (la mesa del Senor).

– Si no lo comemos, «no tendremos vida en nosotros», dice Jesús en Jua 6:53 . ¡y «cada dí­a»! Y Pablo anade que, el comerlo sin discernir, es la razón de que hay tantos cristianos «débiles, enfermizos y como muertos», 1Co 11:29-30.

8-Disposiciones para recibirla: En gracia de Dios: Mat 22:1-14, Jua 11:56; porque no se puede dar perlas a los perros, Mat 7:6.

Reconciliarse con el hermano: Mat 5:23-24 : No se puede ir a Comulgar, odiando al hermano, o con rencores en el corazón. Quien hace eso «se come y se bebe su propia condenación», 1Co 11:27.

Con fe, de que es el mismo Jesus, tan real como cuando viví­a en Palestina, Mat 8:8.

«Discernimiento» realmente creyendo y valorándolo más que si fueran un millón de dólares. Quien lo recibe «sin discernir», está «débil, enfermizo, como muerto», dice Pablo en 1Co 11:29-30.

9 – Los primeros cristianos lo viví­an «cada dí­a», siguiendo la orden de Cristo: (Hec 2:42), y era la razón de su unidad y amor, de Hec 2:43-46.

10- El Anticristo será lo primero que trate de abolir cuando venga, ¡y ya está con nosotros!, nos dice 1Jn 4:3. Ver «Abominable Desolacion»: Hay «ya» muchas iglesias, que se llaman «cristianas», pero que no celebran la Eucaristia, o «no disciernen», celebrándola como si fuera sólo un «sí­mbolo», o como algo sin mucha importancia.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

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El cristianismo posee un dogma y un misterio singular que no tiene comparación con ningún dogma o misterio de las demás religiones de la tierra. Es la Eucaristí­a. En ella está la presencia sacramental del mismo Cristo en las comunidades de sus seguidores.

Los datos de este misterio y dogma son asombrosos: – El mismo Jesús, Hijo de Dios, se mantiene en sus templos, iglesias y capillas, en donde se venera de modo especial en el altar. Se conserva una «reserva» del pan ofrecido y transformado en el sacrificio eucarí­stico.

– Los enfermos, presos y necesitados pueden beneficiarse de la unión total con sus hermanos a través de él. Y se aprovecha su conservación para venerarlo como recuerdo vivo del Señor.

– Se mantiene en un sagrario o depósito, que actúa como de santuario. Y muchos creyentes multiplican sus muestras de respeto al Señor allí­ presente de manera misteriosa y real. A lo largo de la Historia ese culto eucarí­stico ha multiplicado las muestras artí­sticas de todo tipo y, sobre todo, los gestos de fe y de plegaria con este motivo.

– Los cristianos acuden a la celebración de la Eucaristí­a cada domingo y las iglesias se llenan de personas creyentes que oran y recuerdan a Jesús, y no simplemente «cumplen con la Iglesia» asistiendo a ese acto religioso.

– Se celebra con devoción en muchos ambientes el recuerdo de ciertos dí­as como el Jueves Santo, en el cual Jesús celebró la Pascua con los discí­pulos.

– Muchos grupos cristianos adultos y juveniles selectos se reúne para celebrar el Sacrificio de la Eucaristí­a y sienten la presencia del Señor en medio de ellos.

– Se han multiplicado en la Historia las devociones y las tradiciones eucarí­sticas. Su han promovido cofradí­as y asociaciones para adorar al Señor oculto en las especies de pan y de vino. Se multiplican los actos religiosos que tienen como centro a Cristo presente en el altar.

1. Sacramento de amor

Hay quien puede sentir dudas de que sea tan real la presencia de Cristo en medio de sus seguidores. Pero son muchos lo que creen en ella y llaman al signo sensible de esa presencia, el pan y el vino, el sacramento del amor. Aceptan con fe la realidad del milagro y del misterio.

1.1. Sacramento de recuerdo
La presencia de Jesús en las especies eucarí­sticas de pan y de vino, substancias reales antes y apariencias o accidentes después de la transformación, se realizó cuando El mismo se lo comunicó a sus Apóstoles en la última Cena. Luego se repitió cuantas veces ellos y sus sucesores repitieron lo que el Señor hizo y les mandó hacer.

Interesa recoger cómo lo refleja el Evangelio, pues es la fuente de nuestra fe en tan singular misterio. Si el mismo Jesús no lo hubiera dicho con claridad, nos costarí­a mucho concebir una maravilla semejante.

S. Lucas lo relata así­: «Cuando llegó la hora, Jesús se puso a la mesa con sus discí­pulos. Entonces les dijo: Cuánto he deseado celebrar esta Pascua con vosotros antes de mi muerte! Pues os digo que no volveré a comerla hasta que la realice en el Reino de Dios.

Después tomó pan, dio gracias a Dios, lo partió y se lo dio a los discí­pulos diciendo: Tomad esto y comed todos de ello, pues esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Haced siempre esto en recuerdo mí­o.

Y lo mismo hizo con la copa, después de haber cenado, y les dijo: Esta copa es la nueva alianza, confirmada con mi sangre y que va a ser derramada.» (Lc. 22. 19-20)

Los otros evangelistas añaden algunos pormenores. S. Mateo y S. Marcos dicen sobre la distribución del cáliz: «Bebed todos de él, porque esto es mi sangre, que va a ser derramada por todos para el perdón de los pecados. No volveré a beber del fruto de la vid hasta el dí­a en que lo beba de nuevo con vosotros en el Reino de mi Padre» (Mc. 14. 23-26 y Mt. 26. 27-30)

Los datos fundamentales de la institución de la Eucaristí­a se hallan lo suficientemente claros para entender que Jesús querí­a dejar algo más que un recuerdo, pero que fuera también «memorial de presencia», a los seguidores. Y ese memorial lo escondió en el pan y en el vino que les repartió y que le indicó que los repitieran y los repartieran siempre: «Cuantas veces hiciereis esto, lo haréis en memoria mí­a.» (Lc. 22.19).

Es emocionante cómo describe la Eucaristí­a el apóstol Pablo. A los hermanos de Corinto les dice: «Os voy a relatar una tradición que yo recibí­ del Señor. Y es que el mismo Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo. Os lo entrego por vosotros. Haced esto en memoria mí­a». Y del mismo modo, después de cenar, tomó la copa y dijo: «Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre. Cada vez que bebáis de ella, hacedlo en memoria mí­a». Por eso, cada vez que coméis de este pan o bebéis de este cáliz, estáis proclamando la muerte del Señor, en espera de que El venga.

Por lo mismo, quien come de este pan y bebe de esta copa de manera indigna se hace culpable de haber profanado el cuerpo y la sangre del Señor.

Examine cada uno su conciencia antes de comer del pan y de beber de la copa. Quien come y bebe sin tomar conciencia de que se trata del cuerpo y de la sangre del Señor, come y bebe su propio castigo. Y ahí­ tenéis la causa de tantos achaques y enfermedades, e incluso muertes, que se dan entre vosotros.» (1 Cor. 11.20-30)

1.2. Sacramento de presencia
Lo más significativo de la celebración de la Eucaristí­a es la presencia del Señor. Jesús siempre está espiritualmente con aquellos que le aman y creen en él. Lo está en cada persona que vive en gracia, es decir en su santa amistad. Y lo está en cada comunidad que refleja y encarna grupalmente la Comunidad total de su Iglesia.

Pero, en la Celebración eucarí­stica, su presencia se hace más sensible, más significativa, más testimonial y más misteriosa. Todo esto significa la palabra «sacramental», a la que aludimos para reflejar el hecho de que se halla realmente en las especies o apariencias del pan y del vino, una vez que han sido «consagradas» por las palabras santas del que preside la Asamblea, que sólo puede serlo el que haya sido «ordenado» para esta función litúrgica y eclesial.

Esta presencia no es fácil de aceptar, si no se tiene fe. No es posible de comprobar, pues es un hecho misterioso que está más allá de nuestros sentidos. Pero sabemos que así­ es, pues el mismo Jesús lo dijo con claridad. La Iglesia, recogiendo la palabra de Jesús, así­ lo ha enseñado siempre.

Las palabras sagradas que el ministro celebrante pronuncia en el momento de la consagración, en la Eucaristí­a, son las únicas válidas para garantizar esa presencia. Son las mismas que Jesús pronunció: «Esto es mi cuerpo… Este es el cáliz de mi sangre…»

1.3. Sacramento de compromiso
La Eucaristí­a se ha convertido en la Historia de la Iglesia, por decisión del mismo Señor, en el ví­nculo de la unión de todos los miembros del Cuerpo Mí­stico. Es la fuerza de todos los que forman el Pueblo de Dios. El Concilio Vaticano II dice: «Participando realmente en el cuerpo del Señor por la fracción del pan eucarí­stico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros. Precisamente porque el pan es uno, somos muchos en un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (1 Cor. 10. 17). Así­ todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo y cada uno es miembro del otro.» (Lumen Gent.7)

Por eso la Eucaristí­a no es un mero rito, sino el memorial de la entrega de Jesús a la muerte redentora que nos compromete a vivir en consecuencia.

Implica para todos los creyentes la disposición a entregarse por los demás para salvarlos. Siempre se asoció la Eucaristí­a al apostolado, al sacrificio, a la evangelización y a la solidaridad fraterna con todos hombres.

Para la Iglesia entera, la Eucaristí­a es fuerza, valentí­a y amor universal; en ella se unen todos los hombres, al dirigir hacia el Señor, que está oculto en el pan y en el vino, la esperanza, la alegrí­a, la acción de gracias y los grandes deseos de paz y de amor universal. La Iglesia es católica gracias a la unidad que facilita la fe en el Señor presente y a la celebración del mismo misterio redentor, actualizado en todos los lugares del mundo y a través de todos los siglos, en el Misterio de la Eucaristí­a.

2. Transubstanciación
Desde antiguo se ha llamado «transubstanciación», o transformación sustancial, al cambio del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Jesús. Los accidentes o apariencias siguen idénticos después del hecho, pero la realidad es otra diferente, aunque los sentidos no lo perciben. Allí­ está Jesucristo para quien quiera verlo con los ojos de la fe.

Para realizar este milagro sobrenatural es preciso estar revestido del carácter sacerdotal que concede el Sacramento del Orden. Por eso, sólo el sacerdote puede celebrar auténticamente la Eucaristí­a. Sólo él puede ser ministro de esta singular conversión sustancial.

2.1. El dogma
Cristo está presente en el sacramento del altar por transubstanciarse el pan y el vino en su cuerpo y en su persona.

Hay que ahondar en esta realidad, pues tenemos cierta inclinación a identificar el pan con su cuerpo y el vino con su sangre, olvidando que el dogma y el misterio reclaman la unidad: pan y vino se hacen «cuerpo, sangre, alma y divinidad», es decir todo Jesucristo.

Es evidente que este dogma exige fe. Y que la transubstanciación, el cambio de sustancia, sólo por la fe es admisible. Ni la Fí­sica ni la Filosofí­a bastan para entenderlo. La Fí­sica conduce a una visión experimental: nada cambia en las estructuras materiales del pan antes y después del milagro trasformador (almidón en forma de harina cocida habí­a en el pan y agua, pigmentos, alcohol, habí­a en el vino). Exactamente lo mismo se percibe en ambos elementos después. La Filosofí­a: la metafí­sica, la lógica, la psicologí­a o la sociologí­a, pueden multiplicar sus argumentos en favor o en contra de la posibilidad de este hecho. Pero nada en firme puede concluir la razón por escaparse de sus argumentos de cualquier explicación empí­rica.

Se trata de un «misterio» de fe y no de un «acontecimiento». La razón termina allí­ donde empieza lo sobrenatural.

A Lutero, por ejemplo, se le hací­a duro admitir el «cambio» de sustancia (transubstanciación) y preferí­a hablar de coincidencia o doble existencia (consustanciación o impanación).

A otros modernos les resulta inexplicable tal acontecimiento y hablan de «transfinalización», «transignificación», «transfiguración», entendiendo que sigue el pan o el vino, pero adquieren nueva referencia espiritual, nueva figura, nueva significación, sin atreverse a decir «nueva realidad», nueva substancia. Es decir, niegan el milagro objetivo por no ser comprobable y prefieren la explicación metafórica, en cuanto el alimento material se hace alimento de alma por estí­mulo de la fe y signo la comunidad.

Reducen la «Eucaristí­a» a una impresión, a la acción de gracias, pero nada más. Ciertamente es eso, pero no solamente eso. Además es realidad de presencia, cambio de substancia, autenticidad de nueva esencia.

Lo importante no es hacer teorí­as explicativas sobre la Eucaristí­a, sino explorar, captar, sostener y defender lo que Jesús quiso instituir o establecer. Y eso es lo que enseña la Iglesia en su Tradición y en su Magisterio.

2. 2. Aclaración y no explicación

La doctrina de la Iglesia sobre el dogma de la transubstanciación no es susceptible de explicación, pues se trata de un misterio de fe. Pero el Concilio de Trento fue claro: «Si alguno dijere que en el sacramento permanece la sustancia de pan y de vino al mismo tiempo que el cuerpo y la sangre de Cristo y negare la real y verdadera transformación de toda la substancia de pan y de vino en el cuerpo y sangre del Señor Jesús, que sea condenado» (Denz. 884; y antes, Denz. 355, 430 y 465)

El término «transubstanciación» se comenzó a emplear en el siglo XII: el Maestro Rolando, más tarde Papa con el nombre de Alejandro III hacia 1150 lo empleó ya; Esteban de Tournai, hacia 1160, lo explicó; y en la carta de Inocencio III «Cum marthae circa», del 29 de Noviembre de 1202, lo proclama, siendo la primera vez que aparece tal explicación en documento oficial de la Iglesia. (Denz. 414)

En la Iglesia griega se comenzó a usar después del II Concilio de Lyon (1274); se recogió de la teologí­a latina y se tradujo por «metaousiosis» (cambio de substancia o esencia, de ousia)

Desde entonces, el concepto se fue imponiendo en la Teologí­a católica y presentándose como un reclamo para explicar la doctrina y para ilustrar la fe. Los que aceptan el mensaje católico que hay detrás de este término asumen que un cambio de sustancia se produce; y los sentidos no tienen nada que decir ante la realidad invisible. Ante ellos hay pan y vino, pero ante la fe está el mismo Cristo real, fí­sica y verdaderamente.

Los que lo contradicen van, desde la frontal negación del hereje («es sólo pan de recuerdo», Calvino) hasta el intento hábil de explicar lo inexplicable. Muchos filósofos o teólogos buscan términos paralelos, teorí­as nominalistas o argucias oscuras, sin conseguir claridad, aunque sí­ logran enredar con ingeniosas novedades los conceptos misteriosos.

2.3. Claridad y misterio
Al Catequista y al educador de la fe, que no deben caer en la trampa de pretender explicar lo que es inexplicable, les interesa desarrollar una clara terminologí­a que responda a las enseñanzas de la Iglesia.

Deben hablar de una conversión o cambio del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Jesús. Esa conversión se hace por el signo o palabra del sacerdote, a quien Cristo ha dado el poder de realizar la transubstanciación.

Es necesario que brille el hecho milagroso, por lo tanto lo que se halla más allá de las leyes de la naturaleza y de los reclamos experimentales de los sentidos. Conviene que destaque el hecho de fe: acontece porque Dios ha querido, no porque la Iglesia lo enseña. Si la Iglesia lo conoce, enseña y alienta a que se acepte, es porque el mismo Jesús se lo ha comunicado a ella. La aceptación debe proceder del humilde acto de fe del hombre.

No es suficiente el razonamiento o la polémica. A la fe no se llega discutiendo, sino explorando la Palabra de Dios. Se trata de un milagro único y diferente de cualquier otro.

Los cambios que se dan en la naturaleza y que estudia cualquier escolar en sus libros: el hidrógeno y oxí­geno que se hace agua, el cobre y estaño hechos bronce, el hierro y el carbono hechos acero, no valen para entender la naturaleza. Ni siquiera valen los evangélicos, como el agua convertida en vino en Cana. Aquello fue otra cosa. La transformación eucarí­stica es única.

Por motivos pedagógicos, los términos eucarí­sticos se deben usar con precisión, aunque no sean claros: especies eucarí­sticas, transubstanciación mejor que transformación, accidentes o apariencias, naturaleza, presencia, etc.

El concepto metafí­sico, no fí­sico o natural, de sustancia, es el único que a veces puede entrar en juego con personas mayores con alguna capacidad de abstracción. Es el que sirve para expresar la idea del cambio de realidad. Es preferible al de conversión, a fin de que no quede afectado por el relativismo de las modernas ideas cientí­ficas sobre la estructura de la materia (indeterminación, estructuración cuántica, etc.). La Eucaristí­a está más allá de todas esas teorí­as. Su concepto de sustancia es diferente.

La conversión puede entenderse como un milagro por el que Dios destruye o aniquila una sustancia: el pan y el vino, y la sustituye por otra, la del mismo Cristo. No es esa la explicación de la Iglesia, sino que el pan y el vino no se destruyen, sino que se convierten, se transforman, en el cuerpo y sangre de Cristo. Todo lo que sobrepase esta fórmula es elucubración, no explicación.

Tampoco es válida la antigua explicación de la escuela escotista: la introducción o «adductio». Dios introducirí­a el cuerpo y sangre de Cristo bajo especies (apariencias) de pan y vino. A la oscuridad de la explicación se añade la imprecisión de los términos. Por ello resulta poco útil, y hasta llega a ser rechazable si insinúa la continuidad del pan y el vino junto con el cuerpo y sangre.

Menos valiosa es la teorí­a de la «reproducción» de algunos tomistas, que por cierto se alejan bastante de las claras palabras metafí­sicas de la Suma Teológica. Esa reproducción equivaldrí­a a volver a producir el cuerpo entero de Cristo en el pan y vino, del mismo modo que se produjo en el seno de Marí­a una primera vez, aunque en la Eucaristí­a acontece por ví­a de milagro.

El modo como se expresaron los antiguos Padres de la Iglesia es más «catequí­stico»: transubstanciación, presencia misteriosa de Jesús, realidad, cambio, conversión por amor, comunión y comunicación. Son todas ellas palabras y las palabras valen lo que valen las ideas que las vivifican.

2.4. Testimonios

Detrás de los comentarios de los Padres antiguos está la persuasión del milagro y del poder de Jesús para quedarse real y misteriosamente en la forma o apariencias del pan y del vino.

Jesús tuvo la clara intención, y los discí­pulos la entendieron con luminosa precisión, de «quedarse». Eligió las formas de pan y vino. Podí­a haber elegido otras, pero no lo hizo. Se escondió en forma de comida.

Sus seguidores entendieron que cada vez que actualizaran el recuerdo con la repetición de la misma acción, renovarí­an su presencia real. Si de momento su mente quedó eclipsada por el desconcierto de lo inminente, cuando vino el Espí­ritu Santo y sus ojos se iluminaron, se desveló la clara intención de Jesús. Y ellos lo hicieron muchas veces después: «Permací­an unidos orando y celebrando la fracción del pan.» (Hech. 2. 43).

El más antiguo testimonio de la tradición que explí­cita su fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristí­a se lo debemos a San Ignacio de Antioquí­a (+ hacia el 107). Decí­a en una de sus cartas: «Se mantienen alejados de la Eucaristí­a y de la oración, porque no quieren confesar que la Eucaristí­a es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, carne que sufrió por nuestros pecados y fue resucitado por la benignidad del Padre» (Smyrn. 7, 1). Y en otra añadí­a: «Tened cuidado de no celebrar más que una sola Eucaristí­a; porque no hay más que una sola carne de nuestro Señor Jesucristo y no hay más que un cáliz para reunión de su sangre». (Philad. 4)

También Tertuliano escribió: «Jesús tomó el pan, lo distribuyó a sus discí­pulos y lo hizo su cuerpo diciendo: «Este es mi cuerpo.» (Adv. Marc.Iv 40). Y San Cirilo de Jerusalén precisaba: «En una ocasión, con una mera indicación suya, convirtió agua en vino durante las bodas de Caná de Galilea, y ¿no va a ser digno de creerse que El convierte el vino en su sangre?» (Cat. myst. 4. 2)

Es interesante recoger el gusto que tienen los Padres antiguos en buscar analogí­as bí­blicas cuanto tratan de explicar el misterio eucarí­stico: Gregorio de Nisa y Juan Damasceno hablan de los alimentos que comemos y se «convierten en carne»; S. Ambrosio de Milán se refiere a la conversión de la vara de Moisés en serpiente o a la transformación del agua de los rí­os de Egipto en sangre. San Justino (mártir hacia 165) describí­a la Eucaristia como un banquete permanente y transformante: «No recibimos estos manjares como si fueran pan ordinario y bebida ordinaria, sino como otra cosa.

Así­ como Jesucristo Salvador nuestro se hizo carne por la Palabra de Dios y tomó carne y sangre para salvarnos, así­ también nos han enseñado que el manjar convertido en Eucaristí­a por las palabras de una oración procedente de El, se transforma en nosotros. Y ese manjar es, que es él mismo, es la carne y la sangre del que se encarnó por nosotros». (Apol. 66. 2)

2.5. Doctrina universal
La doctrina católica sobre la Eucaristí­a llegó a su cumbre con la clarividencia de San Agustí­n y después con la sutileza de Sto. Tomás de Aquino.

San Agustí­n ha sido frecuentemente malinterpretado por diversas corrientes heterodoxas. Pero pocas veces se han usado sus intuiciones eucarí­sticas para dudar del doga, por ser sus palabras claras y precisas.

Refiriéndose a la institución eucarí­stica dice en un sermón: «El pan aquel que veis sobre el altar, santificado por la palabra de Dios, es el cuerpo de Cristo; aquel cáliz, o más bien el contenido del cáliz, santificado por la palabra de Dios, es La sangre de Cristo» (Serm. 227). Y en otro insiste: «Cristo se tuvo a sí­ mismo en sus propias manos cuando dijo, mientras ofrecí­a su cuerpo a sus discí­pulos: «Este es mí­ cuerpo.» (Serm. 1.10)

Santo Tomás tendrí­a clarí­simos ya los conceptos y redactó sublimes himnos a la Eucaristí­a, integrados en la liturgia de la Iglesia a lo largo de los siglos. Tal es himno procesional del Corpus Christi a él atribuido. Resalta el valor de este misterio de la presencia real por diversos motivos, pero sobre todo como signo del amor de Cristo al llegar la plenitud de los tiempos. (Summa Th III. 75. 1)

El hermoso himno de Sto. Tomás de Aquino
3. Las especies sacramentales
El centro del misterio eucarí­stico se halla en el contraste que existe entre la sublime grandeza del Dios encarnado en Jesús y el humilde pan hecho de granos de trigo y o el humilde vino fabricado con las uvas de la vid. En la humildad de la materia se esconde la sublimidad de la gracia divina.

3.1. Permanencia de las especies
La Iglesia enseña lo que Jesús hizo: que el misterio de presencia se halla en las especies de pan y vino, las cuales permanecen después de la transubstanciación. No hay cambio natural en el milagro eucarí­stico, como lo hay en el enfermo sanado o en el muerto resucitado.

No hay ninguna percepción sensible en la transformación y transubstanciación de las sustancias. Por eso se llama a la Eucaristí­a milagro de fe, porque sólo con la fe se puede entender, explcar y aceptar lo que acontece detrás de lo que se ve con los sentidos.

El Concilio de Trento proclamó muy fuerte que en la Eucaristí­a no hay nada que explicar, sino que todo es para creer. Pero que si alguien niega la realidad del cambio, se halla fuera de la fe católica.

3.2 Realidad de las especies

La Iglesia reclama como condición del sacramento eucarí­stico que las especies sean el pan y el vino naturales. El pan tiene que ser de trigo por disciplina, no por necesdad. Es muy probable que Jesús usó, como la mayor parte de la gente sencilla, en pan de cebada, pues sabemos que el trigo estaba intervenido por la autoridad romana y sus precios eran notablemente superiores.

La validez del sacramento reclama el pan natural, es decir el procedente de harina de trigo, o de cebada o tal vez de otro cereal similar, no diferente. En la medida en que se use otros productos alejados del trigo o productos que se alejan del sí­mbolo del pan, permanecerá la duda sobre la autenticidad, o tal vez la nulidad, por ausencia de la simbolización que Cristo perfiló y la Iglesia transmitió en la acción eucarí­stica.

Si el pan es fermentado o ácimo no se altera su naturaleza de pan. Pero, si no es pan natural, aunque esté hecho de harina (como son productos sucedáneos hechos con pastas), no será asumible como signo. Igual acontece con el origen del pan: si procede de trigo nacido en la tierra, de cultivos hidropónicos o de otros artificiales, nada importa mientras no se afecte la realidad natural del pan y encaje en la simbolización que Cristo deseó.

Algo parecido se debe decir del vino. Debe ser vino natural, es decir fruto de la vid. Si se halla configurado como vino o si sigue siendo mosto, si procede de la vid natural o ha sido obtenido de cultivos «artificiales de la vid», en nada afecta la realidad del sí­mbolo sacramental. Pero si se trata de productos lí­quidos no procedentes de la vid, aunque se les llame vinos, o de otros lí­quidos (infusiones, alcoholes o bebidas sociales) no identificados con el vino, en nada responde a la identidad eucarí­stica.

Las especies sacramentales del pan y del vino conservan su realidad natural después de la transubstanciación: color, sabor, peso, y hasta su estructura fí­sicoquí­mica: almidón, hidratos de carbono, agua, alcoholes, etc.)

De poco valen las hipótesis fí­sicas o metafí­sicas para explicar los cambios: las aristotélicas, las cartesianas, las kantianas o las einstenianas. Lo que siempre será verdad es lo que ya recordaba S. Agustí­n: «Lo que veis es un pedazo de pan y un cáliz esto es lo que os dicen vuestros ojos. Pero vuestra fe os enseña lo siguiente: «El pan es el cuerpo de Cristo; el cáliz, la sangre de Cristo.» (Serm 272). Santo Tomás lo recordará siglos después: «Los sentidos perciben, después de la consagración, todos los accidentes del pan y del vino que quedan sin cambiar.» (Summa Th. III 75. 5) 4. El modo de presencia
La presencia de Cristo en la Eucaristí­a es substancial, no fí­sica o biológica, lo que quiere decir que está como persona real no como organismo vivo. Eso significa, enseña la Iglesia, que está de forma auténtica en cuanto al ser, no de forma natural en cuanto al vivir.

Es misteriosa tal presencia, pero es así­ y cualquier transpolación al terreno fí­sico o fisiológico, con sus manos, con su cabeza, con su corazón, con su mirada, con su escucha, conduce a erróneos antropomorfismos alejados de la realidad eucarí­stica.

4.1. Presencia total de Cristo

En la Eucaristí­a están verdaderamente presentes el cuerpo y sangre de Cristo, juntamente con su alma y divinidad, Todo Cristo está en toda la especie, sea ésta grande o pequeña, compacta o fragmentada. En todo un enorme copón con formas consagradas está todo Cristo de forma unitaria; y en una partí­cula pequeña está Cristo entero sin ninguna división. Igual acontece con el cáliz: esta en el cáliz grande y en el pequeño, en uno sólo o en diez repartidos.

El concilio de Trento se entretuvo en precisar cómo habí­a de entenderse esa presencia real: «El que negare que en la Eucaristí­a se halla verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre de Cristo con su alma y su divinidad y por lo tanto que está todo Cristo plena y unitariamente, que sea condenado.» (Denz. 883)

Carece de sentido, en consecuencia, cualquier ingenua localización de partes y formas sensoriales de presencia. El sinsentido más frecuente es situar la sangre en la especie de vino y el cuerpo, sin sangre, en el pan. Esta manera de separar la figura de Cristo contradice el modo de presencia, que no es el Cristo muerto y yacente sino el vivo.

Por eso es inexacto considerar a Cristo inmóvil y sufriente, silencioso y resignado, y no como hombre Dios glorificado y trascendente. Las expresiones propias de la piedad cristiana: «prisionero del sagrario», «esclavo de los siervos de Dios», «corazón llagado», son correctas en piedad por lo que insinúan, pero incorrectas metafí­sicamente por lo que materialmente describen.

Es fácil entender entonces que no se debe separar la realidad de Cristo y que hay que ordenar la comprensión de esa presencia mediante un esfuerzo de abstracción, proporcionado a la edad y cultura de cada fiel creyente. Es la figura de Cristo vivo y misteriosamente activo la que hay que descubrir en la Eucaristí­a, no la figura estática de un museo que ostenta un Cristo sufriente y coronado de espinas, de un Cristo yacente en brazos de Marí­a, de un Cristo triunfante saliendo del sepulcro o de un Cristo exultante con el resplandor de la divinidad sentado a la derecha del Padre.

El Cristo de la Eucaristí­a es el Cristo natural y sobrenatural sin más: el hombre Dios que vivió, murió y resucitó, el que permanece vivo y glorificado. Ciertamente es difí­cil salir del tiempo y del espacio que ocupa el cuerpo. En la mente poco formada, como es la infantil, es casi imposible superar la fantasí­a y por eso el niño lo «supone» silencioso, agazapado, viendo sin ser visto. Pero hay que hacer esfuerzos por no materializar su presencia real sin exagerar la dimensión mí­stica o la metafí­sica.

En catequesis es preferible insistir en el hecho de que está, aunque no entendamos cómo está. Y no es bueno detenerse en detalles prolijos que resultarán siempre inexactos e inaceptables.

4.2. Comer la carne de Jesús
En la catequesis eucarí­stica conviene también cultivar cierta capacidad metafórica para no llegar a visiones erróneas, con resabios de antropofagia. En el discurso que Jesús pronunció ante los discí­pulos de Cafarnaum y recoge, o recuerda, Juan, capí­tulo 6, se multiplican expresiones que se aplicaron siempre a la Eucaristí­a, aunque exegéticamente tienen un sentido más amplio y se refieren a la palabra de Dios.

Las palabras del Señor: comer mi carne, beber mi sangre, mi carne es comida, mi sangre es bebida, etc. pueden ser entendidas como alusiones a la ingestión de las especies sacramentales y con ellas de la realidad misteriosa de Cristo sacramentalizado. Pero se prestan, si no hay una buena educación terminológica y conceptual, a repetir la escena de los discí­pulos.

Muchos de ellos se marcharon diciendo: «Dura es esta doctrina, ¿quién es el que podrá tragarla? Y desde entonces dejaron de seguirle.» (Jn. 6.66).

Es preferible cultivar la fe y la sencillez de los verdaderos Apóstoles de Jesús. De ellos dijo en esa ocasión el mismo Cristo: «Os digo que nadie puede acercarse a mí­, si el Padre no se lo concede… Y dijo a los doce «Â¡Qué! ¿también vosotros queréis dejarme? Tomando la palabra Simón Pedro le respondió: Y ¿a quién iremos, Señor? Sólo Tú tienes palabras de vida eterna y ahora sabemos ya y creemos que eres el ungido de Dios.» (Jn. 6.69)

4.3. En cada especie
Interesa también resaltar que en la Eucaristí­a Cristo se encuentra plenamente en cada especie, en la de pan y en la de vino, sin que haya ninguna diferencia entre ambas en lo que a presencia total de Cristo se refiere.

La diferencia es en cuanto signo sensible, que al ser doble representa mejor la realidad del cuerpo y de la carne y la realidad de la sangre y de la vida.

Fue el Concilio de Constanza, para salir al paso de los errores de los husitas, los cuales exigí­an la comunión bajo las dos especies como necesaria, el que proclamó el dogma de la unidad de presencia en la dualidad de especies sacramentales. En la sesión del 15 de Junio de 1415 proclamó: «Ha de creerse firmí­simamente que, lo mismo bajo la especie de pan que bajo la especie de vino, se halla verdaderamente el cuerpo y la sangre de Cristo». (Denz. 626)

En nada altera la realidad eucarí­stica de la comunión, el hacerlo bajo las dos especies como se hizo hasta el siglo XIII o siembre usual en Oriente, o el hacerlo bajo la sola especie de pan como lo hicieron los laicos en Occidente desde el siglo XIII. En una y en otra forma la participación sacramental es exactamente equivalente.

4.4. En cada parte

No es correcto entender la presencia de Cristo en la Eucaristí­a de una forma fí­sica: distribuida su realidad corporal de forma extensiva, con partes fuera de partes en terminologí­a cartesiana. En cada parte de cada especie se encuentra la totalidad de Cristo, como en cada parte del cuerpo humano se encuentra la totalidad del alma, sin que pueda ésta dividirse según la división de los miembros del cuerpo.

Donde está la sustancia de pan antes de la consagración está la totalidad de Cristo después de ella. La presencia eucarí­stica es metafí­sica, sobrenatural y substancial. Por lo tanto a la manera de como en cada fragmento de pan se halla toda la sustancia de pan, en cada parte de la especie eucarí­stica se halla la totalidad de Cristo.

Se puede pues distribuir la Eucaristí­a entre muchos o pocos, en forma de doble especie o de una de ellas, con fragmentos grandes o pequeños. En nada afectan esos rasgos a la real recepción del cuerpo y sangre de Jesús.

Al igual que en la Ultima Cena todos los Apóstoles participaron del pan que el Señor les daba y bebieron del vino que el Señor les ofrecí­a en la copa, en la acción litúrgica de la Eucaristí­a, sea realizada en un grupo muy pequeño o en una masa inmensa de fieles, la participación es singular (cada uno) y global (todos reciben a Cristo).

Otra cosa es si claramente se puede aceptar la presencia de Cristo en una «partí­cula imperceptible» o en una pequeña «gota invisible», desprendida o remanente en una patena o en un cáliz, y si hay que multiplicar de forma improcedente los cuidados purificatorios posteriores al acto celebrativo. Entre los «teólogos del sentido común», domina la impresión de que la presencia de Cristo en la Eucaristí­a no es mágica sino sacramental. Es decir, no se halla vinculada a la realidad fí­sica (pan procedente de almidón o zumo de la vid elaborado como vino), sino a la entidad sacramental (signo sensible de la gracia).

En la medida en que no sea perceptible o juiciosamente aceptable como pan y como vino una «partecita», no habrí­a de considerarse su realidad sacramental. Sobran pues las muestras escrupulosas de protección de partí­culas o de gotas imperceptibles, carentes de significación sacramental. Ello no obsta a que las especies eucarí­sticas merecen el máximo respeto en todas sus partes y tamaños o que roza la lí­nea del sacrilegio cualquier irreverencia o desconsideración para con ellas.

4.5. Duración de la presencia real

Después de efectuada la consagración, el cuerpo y la sangre de Cristo están presentes de manera permanente en la Eucaristí­a. La doctrina luterana rebajó la presencia eucarí­stica al momento celebrativo del recuerdo del Señor, que los seguidores de Lutero llamarí­an luego «La Cena».

El Concilio de Trento salió al paso de esa reducción declarando que después del acto celebrativo, Cristo sigue presente en las especies sacramentales en tanto dura fí­sicamente la sustancia de pan y de vino. Esta presencia estable y permanente fue entendida ya por los primeros cristianos., pues guardaban adecuadamente el pan consagrado para ofrecerlo a los enfermos o a los encarcelados que no podí­an asistir a la celebración de la comunidad y tení­an así­ la oportunidad de participar en los misterios sagrados.

Por otra parte, esta fe de la Iglesia desarrollarí­a con el tiempo un fecundo culto eucarí­stico en base a la firme fe de la presencia del señor: sagrarios y torres eucarí­sticas, exposiciones, procesiones, bendiciones con el Santí­simo, celebraciones de diverso tipo, etc.

Los Padres antiguos multiplicaron sus testimonios sobre la bondad de este culto y sobre la fe en la presencia eucarí­stica postcelebrativa. Por ejemplo San Cirilo de Alejandrí­a comentaba: «Oigo que algunos dicen que la mí­stica eulogia [la eucaristí­a] no aprovecha nada para la santificación, si algún resto de ella quedare para el dí­a siguiente. Son necios los que afirman tales cosas; porque Cristo no se cambia y su santo cuerpo no se transforma, sino que la virtud de bendición y la gracia vivificante están siempre en El» (Ep. ad Calosyrium).

4.6. Final de la presencia real

La presencia real termina cuando las especies de vino y pan se deterioran de tal forma que dejan de ser tales. La razón está en la sacramentalidad de esas especies, que son signo de presencia de Cristo.

Por eso cuando el pan se ha deteriorado de manera que ya no es pan o el vino se ha «avinagrado» de forma que ya no es vino, es preciso declarar que la presencia sacramental ha concluido.

Esto acontece rápidamente en la comunión, donde en poco minutos se digiere la especie eucarí­stica y se termina la especie sacramental. Y sucede más lentamente cuando no hay renovación oportuna de tales especies y se concluye la presencia eucarí­stica.

No es bueno pensar antropomórficamente, como si Cristo se marchara fí­sicamente de esas especies, de forma intempestiva o de forma suavemente progresiva. Simplemente se trata de su ausencia, más que de su ausentación, que acontece al terminar la dimensión sacramental del pan o del vino.

No es correcta la interpretación de algunos de la ausencia de Cristo en el caso del trato irreverente o sacrí­lego de las especies sacramentales. Cristo no deja de estar presente cuando las especies son objeto de profanación o de trato sacrí­lego. Permanece mientras haya pan o vino consagrado.

Otra cosa es que Cristo en esos casos sufra en su entidad humano-divina glorificada. Evidentemente que su presencia no implica ni localidad ni pasibilidad ni sensibilidad. Lo que sufre en una profanación es la especie eucarí­stica, no el Señor eucarí­stico

5. Adorabilidad de la Eucaristí­a

A Cristo, presente en la Eucaristí­a, se le debe culto de verdadera adoración, es decir de latrí­a, como resultado natural de su carácter divino, pues también Dios está presente en la Eucaristí­a.

Es bueno hacer caer en la cuenta, sobre todo a los catequizandos, que no se adora el pan y el vino, que son cosas limitadas. Se adora a Cristo entero, que está realmente en lo que se presenta ya como pan y como vino, pero que no lo son después de la tansubstanciación.

El culto latréutico se entiende directamente a la divinidad. Las especies sacramentales son el soporte de esa divinidad misteriosamente oculta en ellas.

La tradición de la Iglesia ha generado un abundante culto eucarí­stico por este motivo. El objeto total de este culto de latrí­a es la Persona de Jesús, bajo las especies sacramentales. Estas últimas son apoyo, ocasión y circunstancia, pero no son veneradas por sí­ mismas, pues de otra forma se incurrirí­a en cierta magia no cristiana.

El Concilio de Trento condenó la acusación de los Reformadores que denominaba idolátrico tal culto por no diferencia la realidad de Cristo presente y la apariencia de los accidentes eucarí­sticos.

Mientras que en Oriente el culto a la Eucaristí­a se restringió a la celebración del sacrificio eucarí­stico y se fundamentó en la presencia real, en Occidente se desarrolló desde la Edad Media en diversas formas que alimentaron la piedad de los fieles.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Institución y significado

Jesús instituyó la Eucaristí­a en la última cena, al celebrar la fiesta de la Pascua con el cordero pascual. Sus palabras indican presencia («mi cuerpo, mi sangre»), sacrificio («mi cuerpo inmolado», «mi sangre derramada») y comunión («tomad y comed… bebed») (Mt 26, 26-28; Mc 14, 22-24; Lc 22, 15.19-22; 1Cor 11,23-26). Como «memorial» de la pasión, fue la máxima expresión de su amor «Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Es un misterio que sólo se capta por la fe (cfr. Jn 6,63-68), «acogiendo con fe las palabras del Señor» (Santo Tomás).

La Eucaristí­a recibe diversos nombres acción de gracias (Eucaristí­a), banquete o cena del Señor, «fracción del pan» (Hech 2,42), synaxis (asamblea), memorial de la pasión y resurrección, santo sacrificio, Santa Misa (por el «enví­o» o «missio» final para hacer de la vida una Eucaristí­a)… En cualquiera de esos aspectos hay que armonizar la presencia, el sacrificio y la comunión sacramental.

En la Eucaristí­a se realiza de modo especial, más que en otro momento litúrgico, «el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo» (SC 7). Cristo se une a los creyentes para que «la cabeza y sus miembros» sean una misma oblación al Padre en el Espí­ritu Santo (ibí­dem). El único sacrificio de Cristo, desde la encarnación hasta su glorificación, que tiene su punto culminante en la muerte y resurrección, se hace presente en nuestro espacio y en nuestro tiempo por medio de la celebración eucarí­stica. Cristo, Sacerdote, ví­ctima y altar, nos une a su realidad sacerdotal para que podamos celebrar con él y en él la misma oblación.

Cuando Jesús instituyó la eucaristí­a, también instituyó el servicio sacerdotal «Haced esto en memoria mí­a» (Lc 22,19). Sólo el ministro ordenado realiza el servicio de presidencia, pronunciando eficazmente las palabras del Señor y obrando en su nombre y persona, como representante de Cristo Esposo, pero es toda la comunidad eclesial, en cada uno de los creyentes, la que se hace oblación, se ofrece y ofrece (cfr. LG 11).

Presencia, sacrificio, sacramento (comunión)

La presencia de Jesús resucitado entre nosotros (Mt 28,20) tiene su máxima expresión en la Eucaristí­a, que es, al mismo tiempo, sacramento y sacrificio, es decir, pan partido y donación plena al Padre para nuestra redención. Su presencia actualiza el misterio pascual y sacrificio de muerte y resurrección, para comunicarse a los creyentes en unidad de vida y en sintoní­a de vivencias. En la eucaristí­a, Cristo se hace presente como sacrificio y como banquete. Es «nuestra Pascua» (1Cor 5,7) y nuestro «maná» o «pan de vida» (Jn 6,35ss), para unirnos a la entrega (oblación) de su vida, de su muerte y de su resurrección. «Nosotros nos convertimos en aquello que recibimos» (San León Magno).

La presencia es por la acción del Espí­ritu Santo en la «substancia» del pan y del vino, para transformarlos en el cuerpo y sangre de Jesús (por «transubstanciación»). El sacrificio es actualización del único sacrificio de Cristo, que ahora él ofrece con la Iglesia. Los frutos de la comunión (en relación con la presencia y el sacrificio) se resumen en la unión con Cristo (cfr. Jn 6,56-57). «La Eucaristí­a entraña un compromiso en favor de los pobres» (CEC 1397). La comunión en los últimos momentos de la vida se llama «viático», porque prepara para entrar en la patria definitiva (cfr. CEC 1524-1525)

La comunidad eclesial, que ha celebrado la eucaristí­a, busca espontáneamente momentos de adoración, reparación y manifestación festiva y ambiental, puesto que Cristo sigue presente de modo permanente bajo las especies eucarí­sticas. La celebración y adoración eucarí­stica son el momento culminante de la experiencia contemplativa de la Iglesia, porque en ese sacramento-sacrificio-comunión encuentra su verdadera razón de ser hacerse pan partido como el Señor.

Invocación del Espí­ritu Santo y escatologí­a

Si en cada sacramentos encontramos la «memoria» («anámnesis») del misterio pascual y la «invocación» («epí­clesis») del Espí­ritu Santo, todo ello se encuentra de modo especial en la Eucaristí­a como «memorial de la pasión», donde «el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» (SC 47). Según Santo Tomás, es «el sacramento de los sacramentos», porque «todos los sacramentos están ordenados a éste como a su fin». Por esto en la eucaristí­a celebramos la Pascua de Cristo, es decir, el misterio de su muerte y glorificación, de donde proviene nuestra salvación y todos los sacramentos. Sólo a partir de este misterio, recobra sentido la vida de la Iglesia y de toda la comunidad humana.

La invocación del Espí­ritu Santo («epí­clesis») recuerda su venida al seno de Marí­a, cuando ella dijo el «sí­» para concebir virginalmente al Verbo en su seno (Lc 1,38), ahora la Iglesia, con Marí­a y como ella, responde con un «sí­», es decir, con el «amén» final de la oración eucarí­stica.

En la Eucaristí­a, la Iglesia se reconfirma en su camino escatológico. Efectivamente, el pan y el vino, simbolizados ya en el sacrificio de Melquisedec (Gen 14,18), indican que todo el trabajo y toda la vida humana van pasando, por Cristo, a la realidad definitiva del «cielo nuevo y tierra nueva» (Apoc 21,1). Por esto, al recordar y hacer presente al Señor, «anunciamos su muerte hasta que vuelva» (1Cor 11,26). Es «la prenda de la vida eterna» (SC 47). Por la eucaristí­a, todo el cosmos y toda la humanidad ya están pasando a la realidad gloriosa del final de los tiempos.

La celebración eucarí­stica tiene dos momentos principales, que constituyen «un solo acto de culto» (SC 56) la liturgia de la palabra y la del sacrificio (ofertorio y plegaria eucarí­stica). Lo que se anuncia en la celebración de la palabra (el misterio pascual), se hace presente de modo especial en la celebración eucarí­stica. Esta realidad litúrgica, de acción de gracias y de alabanza al Padre, se prolonga en toda la Iglesia y en toda la vida cristiana. Por ser el sacrificio de Cristo, es también sacrificio de la Iglesia. En este sentido, la eucaristí­a no termina nunca, sino que tiende a transformar toda la humanidad en Cuerpo mí­stico de Cristo y en Pueblo sacerdotal (1Pe 2,5-8; Apoc 5,10).

Construcción de la Iglesia misionera

Con el bautismo y la confirmación, la Eucaristí­a es la culminación de la iniciación cristiana. «La eucaristí­a construye la Iglesia» (RH 20) y la Iglesia hace posible la eucaristí­a. Al comer de mismo pan, llegamos a ser un mismo cuerpo por la comunión fraterna y eclesial «porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan» (1Cor 10,17). La eucaristí­a es «el signo de la unidad y ví­nculo de caridad» (San Agustí­n; cfr. SC 47).

En la Eucaristí­a se participa plenamente del misterio pascual, puesto que es la «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11), la «fuente y culminación de toda la evangelización» (PO 5). A la Eucaristí­a se orientan todos los sacramentos, así­ como los ministerios proféticos, cultuales y de caridad (cfr. SC 10). Ella «contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua» (PO 5). Es, pues, «el compendio y la suma de nuestra fe» (CEC 1327).

La Eucaristí­a se hace «misión» como encargo de comunicarla a toda la humanidad «Bebed de ella todos, porque ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos (todos) para perdón de los pecados» (Mt 26,28). Por esto, «los trabajos apostólicos se ordenan a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se reunan, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor» (SC 10).

Por la celebración de la Eucaristí­a, se evangeliza a la comunidad eclesial y se la hace evangelizadora. «No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raí­z y quicio la celebración de la santí­sima eucaristí­a… Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras de caridad y de mutua ayuda que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano» (PO 6).

Referencias Adoración, domingo, misterio pascual, sacramentos, sacrificio, unidad de la Iglesia.

Lectura de documentos SC 10, 47-58; LG 11; PO 5-6; CEC 610-611, 1322-1419; CIC 807-958. «Mysterium Fidei» (Pablo VI); «Dominicae cenae» (Juan Pablo II).

Bibliografí­a J. ALDAZABAL, Claves para la eucaristí­a (Barcelona 1982); J. BACIOCCHI, La eucaristí­a (Barcelona, Herder, 1969); J. CABA, Cristo, pan de vida. Teologí­a eucarí­stica del IV evangelio ( BAC, Madrid, 1993); A. CUVA, Vita nello Spirito e celebrazione eucaristica (Lib. Edit. Vaticana 1994); F.X. DURWELL, La eucaristí­a, sacramento pascual (Salamanca, Sí­gueme, 1982); J. ESQUERDA BIFET, Copa de bodas, Eucaristí­a, vida cristiana y misión (Barcelona, Balmes, 1986); M. GESTEIRA, La eucaristí­a, misterio de comunión (Madrid 1983); CH. JOURNET, La Misa, presencia del sacrificio de la cruz (Bilbao, Desclée, 1962); J.A. JUNGMANN, El sacrificio de la Misa ( BAC, Madrid, 1968); J.A. SAYES, El misterio eucarí­stico ( BAC, Madrid, 1986); J. SOLANO, Textos eucarí­sticos primitivos ( BAC, Madrid, 1978-1979); J.M.R. TILLARD, L’Eucharistie Pâque de l’Eglise (Paris, Desclée, 1969); M. TOURIAN, La eucaristí­a, memorial del Señor (Salamanca, Sí­gueme, 1965); B. VELADO, Vivamos la santa Misa ( BAC, Madrid, 1986); T. URKIRI, Adoremos al Señor sacramentado (Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1989); P. VISENTIN, Eucaristí­a, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 729-759.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: 1. introductorias. 1.1. Nombres de la eucaristí­a con base bí­blica. 1.2. La fundamentación de la eucaristí­a en la última cena y nuevos planteamientos. 1.3. Criterios a tener en cuenta en el estudio bí­blico de la eucaristí­a. – 2. La Eucaristí­a según los relatos de la Institución (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 14-20; 1Cor 11, 23-26). 2.1. La última cena y sus desarrollos eucarí­sticos según los relatos de la institución: a) El relato más antiguo de la Cena del Señor; b) Los relatos de institución de la Eucaristí­a y las tradiciones de donde proceden; c) Historicidad de la Última Cena; d) Desarrollo de la Última Cena de Jesús y la Eucaristí­a de la Iglesia primitiva; e) La celebración de la Eucaristí­a como mandato del Señor. 2.2. Referencia cristológica a la muerte violenta de Jesús y significado sacramental de la última cena: a) La Última Cena y su referencia a la próxima muerte de Jesús; b) La presencia sacramental de Cristo en la Eucaristí­a. – 3. Las comidas de Jesús durante su ministerio público en su relación con la Última Cena en la noche de su entrega y la Eucaristí­a a partir de Pascua. 3.1. Las comidas de Jesús de Nazaret como signos de la llegada del reino y de la misericordia de Dios: a) Las comidas de Jesús con pecadores y marginados como signo de la cercaní­a de Dios al mundo pecador; b) El distintivo de la misión de Jesús. 3.2. Jesús como servidor de sus discí­pulos en su misión terrenal y, sobre todo, en la última cena: a) Jesús como servidor, sobre todo, en su comida de despedida; b) Jesús sacramentaliza su amor antes de separarse de sus discí­pulos; c) Las multiplicaciones de los panes como signos de la generosidad y abundancia de la salvación escatológica.

1. Cuestiones introductorias

1.1. de la eucaristí­a con base bí­blica
En el NT y la literatura patrí­stica más antigua encontramos expresiones que designan de forma muy general a la Eucaristí­a, tales como «reunirse» (en griego érjeszai: l Cor 11, 17-18. 33-34), «reunirse en común» (literalmente: «estar o reunirse lo mismo»; «éinai/synérjeszai epí­ to autó»: He 2, 44; l Cor 11, 20; 13, 23) y «reunión» («synaxis»: 1 Clem 34, 7), mientras que hallamos otras, como «Eucaristí­a» y «partir el pan» o «partición del pan», que la designan por algún aspecto particular, o sea, el todo por la parte. El nombre de Eucaristí­a se encuentra bien fundado en los cuatro relatos de la institución, en los que las palabras sacramentales de Jesús van precedidas de una plegaria de «acción de gracias» («eujaristéin», «dar gracias») y de «bendición» («eulogéin», «bendecir») (Mt 26, 26-27; Mc 14, 22-23; Lc 22, 17. 19; l Cor 11, 24; cf. 10, 16). La «acción de gracias» y «bendición» es un aspecto importante de la Eucaristí­a en cuanto «sacrificio de alabanza» (en hebreo, sacrificio «todá»; cf. CateclglCat, núm. 1359-1361). De este aspecto de la Eucaristí­a se trata en el art. «Sacrificio de la Nueva Alianza». A partir de la primera mitad del siglo II tenderá a hacerse común la palabra «Eucaristí­a» (Didajé 9, 1; Ignacio, , 8, 1; Justino, Apologí­a, 66, 1). En cambio, las expresiones «partir el pan» o «partición del pan», aunque bí­blicas, no llegarán a imponerse (Mt 26, 26; Mc 14, 22; Lc 24, 30; He 2, 42. 46; 20, 7. 11; 27, 35; 1 Cor 10, 16; 11, 24). Las locuciones «partir el pan» o «partición del pan» se derivan del gesto del padre de familia, que después de la bendición y acción de gracias comenzaba la comida judí­a rompiendo el pan único en pedazos, que distribuí­a entre los comensales. Es éste también el acto más significativo de la cena eucarí­stica o celebración litúrgica de los cristianos, que recordaba el gesto de Jesús en la Ultima Cena y acompañaba las palabras con las que identificaba su cuerpo con el pan, y a la vez subrayaba la unión de todos los participantes (He 2, 46; 1 Cor 10, 16-17).

Otra expresión muy bí­blica e importante para nombrar la celebración eucarí­stica de la Iglesia, que en tiempo de P estaba aún unida a la comida en común o ágape fraterno, es la de «Cena del Señor» (1 Cor 11, 20). «Cena del Señor» es traducción de la expresión griega «kyriakón deipnon». «Deipnon» era la comida principal del mundo grecorromano, pero también de los judí­os en tiempo de Jesús, que comenzaba al caer la tarde y se prolongaba hasta bien entrada la noche (cf. Jn 13. 30; He 20, 7). El adjetivo «kyriakón» (=»concerniente al Señor», «dominical») expresa dos connotaciones principales: por una parte, significa que la celebración eucarí­stica se remonta a la Última Cena que el Señor Jesús celebró con sus discí­pulos antes de su pasión, por otra, que Cristo, el Señor exaltado a la derecha del Padre y glorificado, está presente en ella como el que convida, y no sólo en el recuerdo de los participantes (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24-25), sino, sobre todo, en los elementos sacramentales de la comida misma, pan y vino consagrados (1 Cor 10, 16-17; 11, 24b. 25b. 27-29). Este nombre ha perdurado en la liturgia romana, pero sólo aplicado a la misa vespertina del Jueves Santo, en el que se conmemora la institución de la Eucaristí­a. Dado que hasta muy recientemente la Eucaristí­a sólo se celebraba por la mañana, es lógico que no se la designase con el nombre de «Cena», salvo el dí­a del Jueves Santo, en el que el recuerdo de su institución parecí­a reclamar de forma excepcional esta expresión, a la vez que la nueva reforma litúrgica la recomendaba.

1.2. fundamentación de la í­a en la última cena y nuevos planteamientos
Al estudiar la Eucaristí­a y su relación con Jesús de Nazaret trataremos de poner de relieve cómo las celebraciones de las primeras comunidades cristianas, según los testimonios del NT, se entroncan histórica y teológicamente con la Ultima Cena de Jesús con los doce en el cenáculo de Jerusalén. Esta afirmación no admite atenuación alguna, como serí­a la de intentar buscar el origen primero de la Eucaristí­a no en la Ultima Cena, sino en las comidas que celebraba Jesús de Nazaret durante su ministerio público con sus discí­pulos o seguidores, bien como invitado en casa de personas importantes preocupadas por la pureza legal, como era el caso de los fariseos (Lc 7, 36-50; 14, 1. 7-14), y de los considerados impuros, como los pecadores y publicanos (Mt 9, 9-13; Mc 2, 13-13; Lc 5, 27-32; 19, 5-10), o como anfitrión, cual le describen los relatos de las multiplicaciones milagrosas de los panes y los peces (Mt 14, 13-21; Mc 6, 30-44; Lc 9, 10-17; Jn 6, 1-14; Mt 15, 32-39; Mc , 1-10), haciendo caso omiso de la Última Cena, que celebró con los doce la ví­spera de ser entregado. Naturalmente confluyen en la Eucaristí­a también aspectos de las comidas que celebrara Jesús con sus discí­pulos y las multitudes que le acompañaban en Galilea así­ como de las comidas pascuales en que se manifiesta como Resucitado (Lc 24, 13-35; Jn 21, 12-14), pero es la Última Cena el origen de su institución, al que se remiten en primer lugar todos los relatos de la institución del NT.

El exegeta protestante H. Lietzmann afirmó ya en 1926 que no sólo existí­a en la Iglesia primitiva el modelo -por así­ decir, canónico- de la Eucaristí­a jerosolimitana que hací­a referencia a la Última Cena y muerte del Señor y de la que proceden tanto la tradición paulino-lucana (1 Cor 11, 23-26; Lc 22, 19-20) como la marquino-mateana (Mc 14, 22-24; Mt 26, 26-28), sino otros modelos como el que él cree ver reflejado en Mt 26, 29; Mc 14, 25; Lc 22, 15-18, en la liturgia de Serapión (siglo IV en Egipto) y en la é 9, 1-10, 7 (tal vez hacia el año 100 d. C., en Siria-Palestina), en donde no se mencionan las palabras de la consagración y se invierte el orden de los elementos eucarí­sticos -primero el cáliz, luego el pan- así­ como en las expresiones de Lc 24, 30. 35; He 2, 42. 46; 20, 7. 11; 27, 35, que podrí­an insinuar una Eucaristí­a bajo una sola especie: el modelo de la Eucaristí­a bajo una sola especie se derivarí­a de las comidas de Jesús con sus seguidores durante el ministerio público en Galilea y no harí­a referencia a la muerte del Señor. La hipótesis, según la cual habrí­a existido una forma de Eucaristí­a sin referencia a la Ultima Cena y muerte de Jesús y con un orden a la inversa (p. ej. 9, 1-10, 7) no tiene apenas fundamento histórico, ya que la interpretación del texto de la . 9, 1-10, 7 es sumamente controvertida aún hoy dí­a entre los especialistas, sin que se haya llegado a una solución comúnmente aceptable; la apelación a la liturgia de Serapión no convence, debido a su fecha relativamente tardí­a. Por lo que se refiere a los textos lucanos que hablan sólo de la Eucaristí­a bajo la especie del pan, no está claro si se trata de una sinécdoque, con la que se nombra el todo por la parte (así­ muy probablemente en He 2, 42. 46; 20, 7. 11; cf. Lc 22, 14-20) o de una comida sin Eucaristí­a (Lc 24, 30. 35; He 27, 35). Respecto a Mc 14, 25 y par. no hay razón para distinguir dos relatos de la Última Cena: el primero sacrificial, que refiere las palabras del cáliz de la alianza; el segundo (Mc 14, 22. 25, sin la acción sacramental y palabras sobre el cáliz); no se excluyen la perspectiva sacrificial y escatológica, sino que se complementan. Por tanto las conclusiones de Lietzmann carecen de fundamento histórico sólido.

Autores más recientes, sobre todo protestantes, llevados por la euforia del «Jesús histórico» y un cierto ecumenismo fácil, tratan de explicar la Eucaristí­a de la Iglesia a través de la comensalidad del «Jesús histórico» o incluso reinterpretan la Ultima Cena como una comida de hermandad, subrayando la importancia del cáliz que pasa de mano en mano (Mc 14, 23b) y quitando importancia a las palabras consecratorias de Jesús; de esta forma se quisiera convertir la Eucaristí­a en algo no exclusivo, sino hacerla abierta a todos los simpatizantes de Jesús de Nazaret (así­ B. Kollmann 1990; Klaus Berger 1995). Uno de los últimos intentos por querer demostrar que en la Iglesia primitiva habrí­a existido un pluralismo en el modo de entender la Eucaristí­a, si bien conflictivo, es el del exegeta anglicano B. Chilton (Feast of Me, 1994), que ha tratado de determinar, mediante el método sociológico, las sucesivas transformaciones que habrí­an experimentado la práctica y teologí­a de la Eucaristí­a desde sus orí­genes, que él ve en las comidas que Jesús celebrara con sus seguidores en Galilea, hasta las teologí­as eucarí­sticas del EvJn y Ap, pasando por la interpretaciones de Pedro y Santiago, a quien se habrí­a opuesto enérgicamente Pablo (Gal 2), hasta que se impuso la sí­ntesis de Eucaristí­a que se refleja en los sinópticos, que no modificará más tarde esencialmente el EvJn. Especialmente, los capí­tulos de esta monografí­a dedicados a la Ultima Cena así­ como a las concepciones cristolológicas y reinterpretaciones de la Ultima Cena de Pedro y Santiago no convencen al lector crí­tico, ya que no tiene en cuenta estudios serios de los últimos treinta años acerca de los relatos de la institución de la Cena del Señor.

1.3. a tener en cuenta en el estudio bí­blico de la eucaristí­a
El lector crí­tico interesado en la reconstrucción verosí­mil del proceso que dio origen a la Eucaristí­a, punto culminante de la vida eclesial cristiana, debe tener en cuenta los siguientes criterios: 1. Es un error partir de una imagen hipotética de un Jesús ficticio o de gusto personal, sin tomar en serio los testimonios del NT, cuando se quiere emitir un juicio sobre un dicho o hecho de Jesús. 2. El único punto de partida seguro para un estudio fiable de Jesús de Nazaret son los testimonios de los evangelios y demás libros del NT, otras fuentes como el EvTomás son controvertidas entre los especialistas y no cambian substancialmente la imagen de Jesús de Nazaret que nos aportan los evangelios canónicos y el NT. 3. El punto de partida para el estudio bí­blico de la Eucaristí­a lo constituyen los relatos de la Ultima Cena así­ como los demás testimonios acerca de la Eucaristí­a en sus contextos literarios respectivos, detrás de los cuales están la experiencia y testimonio de los primeros discí­pulos; otros cauces para llegar a Jesús de Nazaret no existen o son ilusorios. 4. La elaboración de formas, supuestamente «más originales y primitivas», de la celebración de la Cena del Señor por medio del «método de las formas y de la tradición» -cuya limitación no hay que perder de vista-, no conducirá más que a resultados hipotéticos y más o menos probables. Aunque sea posible descubrir como auténticas palabras o hechos de Jesús por el «método de las formas» o de la «historia de la tradición», es, sin embargo, imposible recuperar el contexto significativo e interpretativo en que sucedieron, prescindiendo del NT. Sólo los evangelios y Pablo en sus narraciones o relatos de la Eucaristí­a nos interpretan auténticamente los hechos y dichos de Jesús en la Ultima Cena. 5. Con estas observaciones no se quiere dar a entender que el investigador bí­blico, en un segundo estadio, no deba tratar de reconstruir de forma razonable y verosí­mil los hechos y dichos históricos de Jesús y comprender cada vez mejor su significado inagotable; esta función de la exégesis bí­blica corresponde a la de la teologí­a católica de hacer la verdad más inteligible y razonable, sin tratar de convertirla en algo puramente racional, lo que serí­a caer en el racionalismo. 6. El lector cristiano, sobre todo católico, dispone de otros criterios decisivos, como el magisterio infalible de la Iglesia respecto a la Eucaristí­a así­ como la práctica litúrgica de la Iglesia y la práctica personal eucarí­stica; la exégesis está obligada también a reconocer sus lí­mites.

2. La Eucaristí­a según los relatos de la Institución (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 14-20; 1Cor 11, 23-26)
2.1. última cena y sus desarrollos eucarí­sticos según los relatos de la institución
) El relato más antiguo de la Cena Señor. Aunque los cuatro relatos difieran unos de otros en detalles, coinciden, sin embargo, en lo esencial. El relato más antiguo es el de P en 1 Cor 11, 23-26 (cf. también 10, 16). La primera carta a los Corintios fue escrita en Efeso, al final del año 53 o del 54 d. C., o sea, 23 ó 24 años aproximadamente después de Pascua. La tradición referente a la Eucaristí­a afirma P haberla recibido del Señor a través de los apóstoles o comunidades cristianas ya existentes (11, 23); no es, pues, ningún invento de P, lo cual es aún más evidente, si se tiene en cuenta que P tiene que habérselas en las dos cartas a los Corintios con una iglesia rebelde y sumamente crí­tica, algunos de cuyos miembros no están dispuestos a obedecer al Apóstol. Podemos sostener con fundamento que Saulo tuvo ocasión de conocer la tradición de la Eucaristí­a, incluso de la boca de Pedro, después de su conversión y bautismo (aproximadamente entre los años 33 y 36) y de participar en ella en Damasco (He 9, 25; 2Cor 11, 33; Gál 1, 17), ciertamente en Jerusalén (He 9, 27-29; Gál 1, 18) y Antioquí­a (He 11, 25-26; 13, 1-3). La Eucaristí­a no se basa en un mito sino en una acción histórica de Jesús de Nazaret. El exegeta protestante W. Marxsen afirma al respecto que la forma más primitiva de la tradición paulina (1 Cor 11, 23-25) está tan cerca de la Última Cena de Jesús y la tradición de la iglesia de Jerusalén que no hubo tiempo para que se formase una leyenda piadosa cultual en torno al origen de la Eucaristí­a; él cree que 1 Cor 11, 23-25 es un testimonio fidedigno y auténtico de la Ultima Cena (W. MARXSEN: 12 (1952/53) 303).

b) Los de institución de la Eucaristí­a y las tradiciones de donde proceden. Los evangelistas redactan sus respectivos evangelios más tarde que P: Mc alrededor del año 70, Mt y Lc entre los años 75 y 90; Jn hacia el año 95. Los evangelistas tampoco inventan sino que trasmiten tradiciones, cuyo contexto originario, sobre todo en Mt y Mc, parece haber sido la liturgia eucarí­stica antes de que las introdujeran en sus evangelios, como manifiesta el estilo litúrgico, solemne, reducido a los elementos esenciales, algo estereotipado. Los relatos de la institución de la Eucaristí­a de los sinópticos aparecen en su lugar actual como piezas intercaladas en el contexto general del relato de la Pasión. Es, pues, muy probable que tanto P como los evangelistas sinópticos hayan tomado de la liturgia eclesial los relatos de la institución de la Eucaristí­a, lo cual refuerza aún más su valor histórico, sin que haya que excluir otros canales, como el de tradiciones orales extralitúrgicas, pues Pablo se informarí­a en sus visitas a Pedro en Jerusalén sobre este tema. El relato de la Ultima Cena según Mc es el más antiguo de los sinópticos, siendo el de Mt una elaboración del de Mc, con pocas variantes, mientras que Lc presenta una forma mixta entre la versión de Mc y una tradición afí­n a la de 1Cor 11, 23b-25. Las tradiciones de las que dependen los relatos de Mc/Mt y P/Lc, que llamamos respectivamente tradición (=M) y antioquena (=A), no dependen la una de la otra, sino que se remontan a la tradición jerosolimitana, más antigua, de la Ultima Cena. Habrí­a que distinguir, además, dentro de la iglesia de Jerusalén entre la rama de lengua (M) y griega en torno a Esteban (A). Respecto a las palabras de la institución de la Eucaristí­a, la tradición (=A) parece haber conservado mejor las palabras de Jesús y el desarrollo de la Ultima Cena que la tradición : el estilo de las palabras de la institución de es menos estereotipado que en ; la mención «después de » de ha sido suprimida en , aunque «por muchos» de es ciertamente la expresión original de Jesús, mientras que «por vosotros» es una adaptación griega de . Algunos exegetas (Schürmann; Merklein; Klauck; Léon-Dufour; Gnilka) dan preferencia a la versión por haber trasmitido más fielmente las palabras de Jesús. Otros exegetas, en cambio, (Jeremias; Kásemann; Benoit; Dupont; Lohse, Sóding) se inclinan por . Según éstos últimos el texto de serí­a el más antiguo por razón de los semitismos y rezarí­a así­: «Esto es cuerpo; esta es sangre la alianza que se derrama por muchos»; según los primeros, en cambio, el texto más primitivo y original serí­a el de la tradición , que reconstruirí­amos así­: «Esto es cuerpo que se por los muchos; este áliz es la nueva alianza en mi sangre». De todas formas, las transformaciones de la tradición en los cuatro relatos no han sido sustanciales ni afectan al contenido doctrinal y las adiciones redaccionales de los evangelistas y P son escasas. Además de los temas de la entrega en forma sacramental de Jesús a sus discí­pulos, referencia a su muerte próxima y alianza, hay que subrayar en los cuatro relatos la escatológica (Mt 26, 29; Mc 14, 25; Lc 22, 18; 1 Cor 11, 26), aunque el tema escatológico de 1 Cor 11, 26 ciertamente se derive de una tradición distinta de la de los sinópticos y se refiera directamente a la celebración eucarí­stica de la comunidad pospascual, mientras que la espera escatológica del Reino en los sinópticos refleja la situación de Jesús en la Última Cena. En todos los relatos se expresa el valor infinito e inapreciable de la muerte de Jesús, que abre la puerta a la realización del Reino pleno y definitivo.

) Historicidad de la Última Cena. Los cuatro relatos coinciden en que la institución de la Eucaristí­a tuvo lugar la noche en que Jesús iba a ser entregado, concretamente en la Ultima Cena que celebró con los doce la noche antes de su muerte. Según los sinópticos la institución de la Eucaristí­a tuvo lugar al anochecer del dí­a de la preparación de la Pascua judí­a en el trascurso de la cena pascual judí­a (Mt 26, 17-25; Mc 14, 12-21; Lc 22, 7-14). Una cuestión sin resolver, que no podemos tratar aquí­, es si la Ultima Cena fue una cena pascual, como parecen afirmar los sinópticos, o simplemente una comida de despedida, como parece afirmar el EvJn; los argumentos en uno y otro sentido parecen contrarrestarse. Desde el punto cristológico sacramental la discusión no tiene mayor importancia, ya que si el EvJn no parece considerar como cena pascual la cena de despedida de Jesús, le presenta como el cordero pascual, que murió en la hora en que los corderos pascuales eran sacrificados en el templo (cf. Jn 19, 14; cf. también 1, 29. 36; también tal vez 19, 36).

En los relatos de la Cena hay detalles que confirman la historicidad de las acciones significativas de la Última Cena: la única copa, la fracción del pan, la bendición, el contexto de la pasión, las palabras de Jesús y los gestos que las acompañan (H. Schürmann). En la tradición más primitiva de la Última Cena aparecí­an ya unidos el motivo sacrificial de la muerte de Jesús como expiación y el de la alianza. Es improbable que la tradición más primitiva incluyera sólo, sin interpretación de la muerte de Jesús, las palabras escuetas: «Esto es mi cuerpo» y «Esta es sangre». Lo más probable es, pues, que ya Jesús mismo en la Ultima Cena interpretase su muerte salví­ficamente, con los motivos de alianza y expiación. Sin estos motivos quedarí­a aislado y sin explicación el dicho que casi todos los exegetas atribuyen a Jesús como auténtico: «En verdad os digo que no beberé ya más del fruto de la vid hasta el dí­a aquel en que lo beba nuevo (aclaración de Mt: vosotros) en el reino de Dios» (Mc 14, 25). Por encima de su muerte ya cercana y más allá de ella reafirma y promete Jesús la próxima venida y plena realización del Reino. Su muerte no significa la aniquilación del mensajero y mensaje del Reino; al contrario, su muerte simboliza su total entrega a Dios por los discí­pulos con los que sella Jesús en la Cena una nueva alianza, instituyendo un nuevo orden, escatológico, de salvación, que tendrá su realización plena más allá de la muerte. Las apariciones del Resucitado después de Pascua corroborarán la promesa de Jesús en Mc 14, 25.

d) de la Última Cena de Jesús la Eucaristí­a de la primitiva. Las palabras sacramentales sobre el pan fueron pronunciadas por Jesús al principio de la comida, mientras que las palabras sobre el cáliz tuvieron lugar al final de la misma. Según el rito judí­o tomaba el padre de familia el pan, que tení­a forma de torta, y pronunciaba la bendición sobre él: «Bendito seas tú, Señor, Dios nuestro, Rey del mundo, que sacas el pan de la tierra». A lo que los comensales respondí­an con un «amén». El padre de familia rompí­a el pan y daba a cada uno de los comensales un trozo, que lo tomaban al mismo tiempo, dándose así­ por comenzada la comida. Acabada la comida, tomaba el padre de familia la copa de vino, la llamada «copa de bendición», que era exactamente la tercera y última copa de la cena, la levantaba y pronunciaba sobre ella la acción de gracias: «Bendito seas tú, Señor, Dios nuestro, Rey del mundo, que mantienes a todo el mundo con tu bondad, favor y misericordia». Los comensales respondí­an con un «amén» y bebí­an luego todos la tercera copa. Precisamente la acción que daba comienzo a la cena pascual judí­a y la que la concluí­a, las escogió Jesús para pronunciar las palabras sacramentales sobre los elementos eucarí­sticos del pan y el vino con los que se identificaba él en persona y a los que conferí­an eficacia sacramental. La expresión «después de cenar» de los relatos paulino y lucano indican que las palabras y acciones sacramentales sobre el pan y el vino originariamente se encontraban separadas, como en la comida judí­a (1 Cor 11, 25a; Lc 22, 20a; cf. también 1 Cor 10, 16: el cáliz de bendición es la copa final con que se concluí­a la comida). Probablemente en los años siguientes a Pascua en Jerusalén, Damasco y Antioquí­a las acciones sacramentales sobre el pan y la copa tení­an lugar, como en la Ultima Cena, al principio y al final de la comida eucarí­stica respectivamente. La mayorí­a de los exegetas opinan que en Corinto las palabras y gestos de la institución de la Eucaristí­a sobre el pan y el vino no estaban ya separados, como en la Ultima Cena, sino que habí­an sido extraí­dos de su marco original y combinados y que formaban una unidad netamente eucarí­stica, aunque la precedí­a aún el ágape fraterno (cf. 1, 20-22. 33-34). Más tarde la Eucaristí­a se independizarí­a completamente del ágape, —a no muy tardar también en Corinto, como ya parece insinuar P (11, 22). La ayuda a los más necesitados se habrí­a seguido realizando, p. ej., por medio de colectas, cuya práctica no era desconocida en Corinto (1 Cor 16, 1-2), si bien las mencionadas por P se hací­an para ayudar a la iglesia de Jerusalén. Los sinópticos muestran claramente que la celebración propiamente eucarí­stica estaba separada, ya en su tiempo, de la comida en común o ágape.

) La celebración de la í­a como mandato del Señor. La Iglesia apostólica intuyó muy pronto que las dos acciones sacramentales sobre el pan y el vino constituí­an la esencia de la Última Cena o Cena del Señor. Lc y P mencionan el mandato de repetir la Cena del Señor, mientras que lo omiten Mt y Mc: P lo trae a continuación de las palabras sobre el pan eucarí­stico y el cáliz respectivamente: «Haced esto en memoria mí­a» (1 Cor 11, 24b); «hacedlo, cada vez que lo bebáis, en memoria mí­a» (11, 25b). Lc lo menciona sólo después de las palabras sobre el pan (Lc 22, 19c) y se encuentra en el llamado relato largo de la Eucaristí­a de Lc 22, 15-20, que hoy se considera generalmente como el original, a diferencia del corto (22, 15-19a). Según las palabras de P la celebración de la Eucaristí­a tiene que continuar en la Iglesia hasta la venida del Señor (11, 26). Dada la trascendencia de la celebración eucarí­stica en la que el Señor se hace presente, a la vez que es él quien invita, y en la que la Iglesia entera se concentra y reafirma en la unidad (1 Cor 10, 16-17), es lógico que sólo el ministro que ha recibido la ordenación sacerdotal sea el designado para presidir en la persona de Cristo (in persona Christi) la Eucaristí­a y pronunciar las palabras de la consagración. No es posible fundamentar aquí­ bí­blicamente con más detalle el ministerio sacerdotal: cf. el art. «Sacramentos» derivados de Jesús.

2.2. cristológica a la muerte violenta de Jesús significado sacrade la última cena
) La Última Cena su referencia a la óxima muerte de Jesús. Los relatos de la institución de la Eucaristí­a enmarcan la Última Cena en el contexto de la Pasión de Jesús. Según P aquélla tuvo lugar «la noche en que iba a ser entregado» (1 Cor 11, 23a) y según Lc 22, 15: «antes de padecer», que equivale a decir: «antes de (cf. Lc 24, 26. 46; He 1, 3; 3, 18; 17, 3; cf. también 26, 23). También el contexto literario de la narración de la Pasión en que Mt y Mc colocan la Ultima Cena, las palabras sobre el cáliz (Mt 26, 28; Mc 14. 24) así­ como el dicho de Jesús de que no volverá a beber del fruto de la vid hasta que lo haga en el Reino de su Padre o de Dios (Mt 26, 29; Mc 14, 25; Lc 22, 16) hacen referencia a su muerte próxima. La trayectoria de la vida de Jesús así­ como la acción simbólica de la purificación del templo, sin excluir su especial conocimiento divino, apuntan hacia el hecho de que Jesús en la Última Cena contó realmente con la cercaní­a de su muerte. Su muerte fue una consecuencia de entrega completa al Reino. Jesús no tuvo sólo una «preexistencia», sino que su vida entera fue una «pro-existencia» (=»existencia para…»: así­ el exegeta católico H. Schürmann), es decir, su vida fue un vivir exclusivamente para el Padre y los hombres. Así­ se comprende que su muerte no fuera algo casual sino que aconteció por voluntad del Padre (Mt 16, 21; Mt 20, 28; Mt 26, 24. 54; Mc 8, 31; 9, 12; 10, 45; Lc 9, 22; 17, 25; 22, 37; 24, 7. 26). Si el lector comprende que la existencia de Jesús estuvo volcada plenamente en su amor al Padre y en la salvación de los hombres, comprenderá que Jesús tení­a que morir de forma violenta por razón de su amor infinito al Padre y a los hombres, dada su oposición frontal al odio del mundo. No era ciertamente su muerte lo que Dios Padre querí­a directamente de él, sino su amor total, lo cual no era posible sin la entrega de su vida humana, dada la condición pecadora del mundo.

) La presencia sacramental de Cristo en la Eucaristí­a. Las palabras de la institución de la Eucaristí­a coinciden en lo esencial a pesar de las pequeñas diferencias: por una parte, Jesús su cuerpo y sangre con el pan y cáliz eucarí­sticos, por otra, afirma que su cuerpo y sangre se o derrama por los hombres, sea que como en P y Lc la expresión «por vosotros» se refiera más directamente a la comunidad que celebra la Eucaristí­a (1Cor 11, 24b; Lc 22, 20c) o como en Mt y Mc fa expresión «por muchos» vaya más allá del recinto en que se celebra la Eucaristí­a (26, 28b; Mc 14, 23c). Las palabras sobre el pan y el vino se han de entender en el sentido de que la persona de Jesús está y se da enteramente respectivamente tanto bajo la especie del pan como del vino (DH 1729).

Tampoco se han de entender en el sentido de que las palabras consecratorias significan primer lugar o, menos aún, ólo la unión de los discí­pulos que participan de la comunión; si Jesús no está realmente presente bajo las especies de pan y vino, no hay tampoco verdadera unión sacramental. La situación tan trascendental del momento exige que Jesús no hable en parábolas o metáforas: las últimas palabras de despedida, antes de morir, no pueden convertirse en un acertijo (cf. Jn 16, 29).

La expresión «por muchos» equivale en la mentalidad semí­tica a «por todos», es decir, «a un número incontable de personas», supuesta naturalmente, la fe. El demostrativo «esto» o «éste» traduce el pronombre griego neutro «túto». La palabra eficaz de Jesús opera una transformación en los elementos de pan y vino al referirse a ellos con el pronombre «esto» («tuto’) e identificarlos con su cuerpo y sangre. Si lo traducimos por el pronombre español «esto», significa que lo que los sentidos perciben como pan o vino se ha convertido por la palabra eficaz de Jesús en el «cuerpo» y «sangre» de Cristo, es decir, en su persona real y concreta; si, en cambio, lo traducimos por «éste» o «ésta», se da a entender que lo que era «realidad última» del pan -en el lenguaje teológico tradicional «substancia»- ha dejado de serlo por haberse convertido en el «cuerpo» y «sangre» de Cristo. En el fondo no hay diferencia alguna real. Las palabras sobre el pan traducidas al español adquieren la siguiente forma: «Esto o éste es mi cuerpo», (Mt 26, 26; Mc 14, 22), a lo que añade Lc 22, 19b: «que se entrega por vosotros», mientras que la adición paulina es concisa: «el» (cuerpo que se entrega: aclaración para hacer más inteligible la expresión de P) «por vosotros» (1 Cor 11, 24).

La traducción de las palabras sobre el cáliz es algo más complicada, ya que éstas son más ricas en matices teológicos: «Esta es sangre de la alianza, que se derrama por muchos» (Mt/Mc), a lo que añade Mt: «para el perdón de los pecados». La fórmula de Pablo/Lc es la siguiente: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre», a lo que añade Lc: «que se depor vosotros», que está inspirada en la de Mt/Mc. El verbo «es» no se debe entender como una pura comparación o sí­mil, sino que significa que el pan y el vino se han convertido realmente en el cuerpo y sangre de Jesús. Conviene saber que la frase de Jesús en arameo carecí­a de un verbo correspondiente al español «es» (griego «estira’), pero esto no afecta al sentido. Los exegetas observan que la tradición es y A, de las que dependen respectivamente los relatos de Mt/Mc y Lc/1 Cor, denotan ya un gran interés sarespecto a los elementos de pan y vino consagrados; se podrí­a hablar de una concentración sacramental, sobre todo en Mt/Mc, mientras que en Lc/1 Cor 11, 24-25 aparece más acentuado el aspecto sacrificial de la entrega de Jesús a la muerte. O sea, la fe de la Iglesia primitiva, ya antes de P, tomó en serio las palabras de Jesús que se identificaba sacramentalmente con el pan y vino consagrados. P no rechaza el sacramentalismo de los corintios (cf. 10, 3-4. 16-17), sino que lo corrige, haciendo expresa referencia a la cruz y poniendo en guardia contra la falsa confianza. En Jn 6, 51-63 se encuentran muy marcados los aspectos eucarí­sticos de la presencia real y sacrificio.

En esta lí­nea continuará Ignacio de Antioquí­a. Al identificar el pan y el vino con su cuerpo y sangre Jesús se entrega en persona, con su existencia concreta, y se dona a sus discí­pulos en la Última Cena como el que se está entregando a la muerte en la Cruz. El cristiano corre el peligro de olvidar como los corintios la actitud de entrega de sí­ mismo a Dios y los hermanos.

En las celebraciones eucarí­sticas después de Pascua Jesús se ofrecerá al Padre por sus discí­pulos como el crucificado, resucitado y exaltado a la derecha de Dios. Su nueva condición «pneumática», es decir, espiritual divina, hará posible que Jesús esté presente sacramentalmente bajo las especies eucarí­sticas. Jesús no habla en la Última Cena en el lenguaje metafórico de las parábolas de los evangelios y en las imágenes del EvJn, p. ej., «Yo soy el pan de vida» o «Yo soy la luz del mundo», sino en sentido literal y real: en el pan y vino consagrados se entrega Jesús con su persona y realidad concretas. Si toda su vida fue una entrega total al Padre y a los hombres, ahora con su muerte la entrega llega a su culmen (Jn 13, 1). La imagen del Siervo de Yahvé que sufre la muerte vicaria («por muchos»: cf. Is 53, 4-12) tiene su pleno cumplimiento en Jesús (Rom 5, 19).

3. Las comidas de Jesús durante su ministerio público en su relación con la Última Cena en la noche de su entrega y la Eucaristí­a a partir de Pascua
3.1. comidas de Jesús Nazaret como de la llegada del reino y de la misericordia de Dios
a) Las comidas Jesús pecadores y marginados como signo de la cercaní­a Dios al mundo pecador. La Ultima Cena de Jesús y su celebración por parte de los cristianos después de Pascua retoman los motivos de las comidas de Jesús durante su ministerio público en Galilea. Jesús no sólo proclamó con palabras la cercaní­a del Reino en cuanto invitación a todos los hombres, sin distinción, a participar en él y, de manera especial, a los pobres y marginados, sino que lo demostró con sus acciones milagrosas, bien curando a enfermos y liberando a los posesos del poder del demonio o participando en las comidas con publicanos y pecadores y dando de comer a las muchedumbres hambrientas que le seguí­an. Mc hace seguir a la curación del paralí­tico, al que a la vez cura y perdona los pecados (2, 1-12), la llamada de Leví­ y el banquete en su casa, en el que participan no sólo Jesús y sus discí­pulos, sino también publicanos y pecadores (2, 13-17; cf. Mt 9, 9-13; Lc 5, 27-32). Las palabras con que Jesús responde a sus crí­ticos preocupados por la normas judí­as de la pureza legal, que debí­a tener en cuenta todo judí­o piadoso y observante y Jesús contravení­a, al reunirse con publicanos y pecadores o dejarse tocar por mujeres (Lc 7, 39), tienen un carácter programático, sobre todo, si se tiene en cuenta que se encuentran casi al principio del evangelio de Mc: «No he venido a llamar a los justos sino a los pecadores» (2, 17).

b) distintivo de la misión de Jesús. Jesús no gozaba de buena fama entre los judí­os observantes de su tiempo; su reproche de que era un «comilón y borracho» no es una creación de los evangelistas, sino que reflejan un hecho históricamente cierto de que sus enemigos le consideraban como tal, ya que es inverosí­mil que los discí­pulos de Jesús hubieran inventado una afrenta tal contra su maestro. El reproche contra Jesús y su comparación con el modo distinto de comportarse Juan el Bautista se encuentran en Mt y Lc, que lo han tomado de la antiquí­sima colección de dichos sobre el ministerio galilaico de Jesús: «Ha venido el hijo del hombre, que come y bebe, y dicen: Este es un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19; Lc 7, 34). Es evidente que el que Jesús se deje invitar a banquetes, y precisamente por gentes de mala reputación, es algo que le distingue llamativamente del asceta «Juan, el Bautista, que ni comí­a ni bebí­a» (Mt 11, 18/Lc 7, 33). El reino de Dios, que Jesús anuncia, tiene una faceta humana, que le es esencial: Dios se acerca a los hombres, más aún, sobre todo, a los más pecadores que no rechazan su invitación y los acoge misericordiosamente en su compañí­a. El hecho de participar en comidas con pecadores y publicanos es un rasgo caracterí­stico de la misión de Jesús y significa que Dios por su medio acepta a los marginados y más despreciables de la sociedad.

c) Las de los panes como signos de la generosidad y abundancia de la salvación escatológica. En las multiplicaciones milagrosas de los panes y los peces en Galilea es Jesús quien convida a las muchedumbres y sacia su hambre. En el mundo helenista y romano del tiempo de Jesús los reyes y personas importantes mostraban su generosidad con las gentes de una ciudad organizando comidas a veces gigantescas al aire libre; como prueba de agradecimiento recibí­an de la ciudad el tí­tulo honorí­fico de bienhechor. Las multiplicaciones milagrosas de los panes son acciones simbólicas con las que Jesús aludí­a a la venida próxima del Reino y manifestaba su poder y misericordia para con los que le seguí­an, reflejo del poder y misericordia de Dios (Mc 6, 34-43; cf. Mt 14, 13-21; Lc 9, 10-17; Jn 6, 1-14; Mc 8, 1-10; cf. Mt 15, 32-39). Por medio de las acciones de Jesús realiza Dios la salvación, ya que Jesús es su enviado y actúa en lugar de Dios; sus acciones tienen, por tanto, una eficacia í­fico-sacramental.

d) Las comidas de Jesús con toda clase de gente signo del amor que reclama la venida del reino. La comunicación humana y participación en banquetes y comidas compartidas a que Jesús asiste son algo tan esencial a su manera de concebir el Reino que éste viene descrito por él con imágenes (Mt 8, 11-12) y parábolas (Mt 22, 1-14/Lc 14, 15-24; Lc 15, 23-31) que nos lo presentan como un banquete al que todos los hombres están invitados, si bien son precisamente los de peor reputación como los publicanos, las prostitutas (Mt 21, 31) y los marginados de la sociedad así­ como los pobres, inválidos, los ciegos y cojos (14, 21) los que aceptan la invitación. Dios les acoge por medio de Jesús, y su acogida significa que el reino anunciado por él ha comenzado a realizarse ya, lo cual es una anticipación de su realización definitiva en plenitud. Su realización actual está aún en ciernes, que Jesús compara al minúsculo grano de mostaza (Mt 13, 31-32; Mc 4, 30-32; Lc 13, 18-19), y consiste en que el participante, especialmente por medio de los banquetes y comidas en que Jesús está presente, recibe ya el perdón de los pecados (Lc 19, 9-10) y goza de su compañí­a y benevolencia, que alcanzará su plenitud cuando tenga lugar el convite escatológico junto con los antiguos patriarcas (Mt 8, 11; 13, 29). Una señal de que el reino de Dios está próximo es la acogida de sus mensajeros en un pueblo o ciudad y su participación en la mesa común: «Quedaos en la casa, comiendo y bebiendo lo que tengan. Si llegáis a un pueblo y os reciben bien, comed lo que os sirvan… y decidles: El reino de Dios está cerca de vosotros» (Lcl0, 7-9). La mesa compartida es un indicio de que el Reino está cerca de los que se reparten el pan.

3.2. Jesús servidor de sus discí­pulos en misión terrenal y, sobre todo, en la última cena
a) Jesús como , sobre todo, en su de despedida. Jesús aparece en los evangelios no sólo participando en los banquetes de los publicanos y pecadores que le invitan a comer en sus casas (Mc 2, 13-17; Lc 19, 1-10), como invitado por fariseos (Lc 7, 36-50; 14, 1) o invitando, a su vez, como rey generoso al convite de bodas del Reino a todos los hombres (Mt 22, 1-14; Lc 14, 15-24), sino que aparece sirviendo y llega incluso a designarse como el esclavo que sirve a sus discí­pulos: «Yo estoy en medio de vosotros como uno que sirve (Lc 22, 27). Muestra su amor sin lí­mites hacia sus discí­pulos, lavándoles los pies en la Última Cena como señal de su entrega a la muerte por ellos (cf. Jn 13, 1-20). Esta actitud de Jesús corresponde a su misión: «El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 45). El esclavo en la sociedad de entonces tení­a que estar pendiente casi exclusivamente de la voluntad y mandatos de su señor. Jesús exige de sus discí­pulos total disponibilidad, pero no pide más de lo que practica él mismo con respecto al Padre: «Así­ también vosotros, cuando hayáis hecho lo que se os haya ordenado, decid: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debí­amos hacer» (Lc 17, 10). Toda la vida terrenal de Jesús es «proexistencia», es decir, una existencia orientada total y radicalmente hacia el Padre y la salvación de los hombres. La expresión , que ha sido acuñada por el exegeta católico H. Schürmann y hace recordar la palabra , ha tenido aceptación entre los exegetas católicos y su concepto es, a mi parecer, afí­n al de ón u ofrenda de sí­ mismo al Padre por los demás hombres. Toda su vida es ofrenda de sí­ mismo (Jn 17, 19). Jn ha expresado certeramente este rasgo esencial de la existencia de Jesús, al explicar el porqué de la expulsión de los vendedores del templo: «El celo de tu casa me devora» (Jn 2, 17). Esa tensión permanente por anunciar y realizar el reino, aunque sea de modo incipiente, le acarreará la muerte violenta. Su último intento de llamar a la conversión, como es la expulsión de los vendedores del templo, es, muy probablemente, la causa de que se decida matarle.

b) Jesús su amor antes de separarse de sus í­pulos. El anuncio profético referente al banquete escatológico en el que Jesús va a participar muy pronto, que reproducen los tres sinópticos en el relato de la Ultima Cena, es con toda probabilidad un dicho auténtico de Jesús, que relaciona los banquetes de su vida pública con la Ultima Cena y el banquete escatológico del reino: «Os digo que a partir de ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el dí­a aquel en que lo beba con vosotros nuevo en el reino de mi Padre (Mt 26, 29; Mc 14, 25; Lc 22, 18). Lc ha subrayado aún más la relación entre la última cena pascual con sus discí­pulos y la cena escatológica: «Con deseo he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer. Porque os digo que no la comeré hasta que tenga su realización en el reino de Dios» (Lc 22, 15-16). A continuación toma el cáliz y manda distribuirle entre los discí­pulos (v. 17), pronunciando el anuncio profético antes mencionado (v. 18). Jesús anuncia a sus discí­pulos que a partir de este momento no va a celebrar más comidas con sus discí­pulos; su muerte próxima va a poner término a las comidas con sus discí­pulos en la tierra. Jesús pensó en el futuro de sus discí­pulos después de su muerte. Jesús instituye un modo de perpetuar las comidas con sus discí­pulos a un nivel superior, sacramental, al dar su cuerpo y sangre en la Eucaristí­a bajo la forma de pan y vino; su entrega bajo las especies de pan y de vino a los discí­pulos anticipa su entrega en la muerte redentora. El amor de Jesús encarnado en la entrega del pan y vino eucarí­sticos es el mismo amor que se entrega a la muerte propiciatoria «por los muchos» (cf. Jn 13, 1 y Mt 26, 28b; Mc 14, 24b; Lc 22, 19b. 20b; 1 Cor 11, 24b). Así­ como los demás sacramentos tienen su origen el dí­a de pascua de resurrección, así­ también la Eucaristí­a, el vino (Mc 14, 25): la presencia nueva de Jesús, «pneumática», que traspasa paredes (Jn 20, 19. 26; cf. también Lc 24, 36) hace posible que el pan y vino consagrados se conviertan en su cuerpo y sangre, de tal modo que con Pablo podamos hablar de «alimento y bebida » (en griego ón, es decir, «transformado por Espí­ritu Santo») (1 Cor 10, 3-4). El anuncio profético de Jesús de que participarí­a en el banquete escatológico con sus discí­pulos después de su muerte se comienza a realizar con su resurrección, a lo cual aluden algunas de las apariciones en que Jesús se manifiesta por medio de una comida (Lc 24, 30-31; Jn 21, 12-13). Después de Pascua «la partición del pan», o sea, la celebración de la Eucaristí­a, junto con la enseñanza de los apóstoles, la unión fraterna y las oraciones serán los rasgos principales de la vida litúrgica de la comunidad de Jerusalén (He 2, 42. 46). Cf. de San Pablo, Monte Carmelo, Burgos, í­a, págs. 498-517.

Rodrí­guez Ruiz

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1.Presentación y textos

(bendición, comida, alimentos, Jesús, gracia). La eucaristí­a o acción de gracias vinculada a la entrega de Jesús, que se expresa en el pan compartido, constituye el misterio o signo fundamental del cristianismo. Ella expresa el sentido e identidad del mensaje y de la vida de Jesús, que se centra en el pan y el vino de la vida que se celebra y comparte de un modo mesiánico.

(1) Terminologí­a. Eucaristí­a y eulogí­a. Son las palabras básicas de la liturgia cristiana, vinculadas a la tradición israelita. La eulogí­a (en hebreo berakah, de barak) se encuentra muy enraizada en la liturgia y experiencia antigua de Israel, donde se vincula no sólo con las bendiciones de Dios a los hombres, sino también con las de los hombres a Dios. Por el contrario, el término eukharistia aparece sólo en los textos más tardí­os y sólo en la Biblia de los LXX. En el Nuevo Testamento, en principio, esas dos palabras pueden resultar intercambiables, como supone el relato de la multiplicación de Mc 8,1-10, donde se dice que Jesús toma el pan y, dando gracias (eukharistésas: 8,6), lo partió y lo dio a sus discí­pulos, para que los repartieran a la gente, añadiendo después que tomó los peces y bendiciendo (eulogésas: 8,7) mandó que los repartiesen. Así­ se ha establecido un paralelo entre eucaristí­a (sobre el pan) y etdogí­a (sobre los peces). De todas formas, el uso de las palabras puede ser variable, como muestra el hecho de que en la primera multiplicación Marcos sólo ha empleado una palabra (eucaristí­a: Mc 6,41), mientras que Mateo emplea en cada multiplicación una distinta: etdogí­a, bendición, en la primera (Mt 14,19) y eucaristí­a, acción de gracias, en la segunda (Mt 15,36). Por otra parte, tanto Mc 14,2223 como Mt 26,26-27 emplean las dos palabras en un contexto ya directamente «eucarí­stico»: etdogí­a para el pan y eucaristí­a para el vino. Eso significa que las dos tienden a identificarse, aunque, estrictamente hablando, sólo a Dios se puede dar gracias: por eso, la eucaristí­a se dirige siempre a él. Por el contrario, la bendición puede (y debe) dirigirse a Dios, pero también a sus dones de la naturaleza o de la tierra, como indican muchos manuscritos de Mc 8,7, conforme a los cuales Jesús no habrí­a bendecido a Dios sobre los panes, sino que habrí­a bendecido directamente los panes, como dones de Dios. Desde una perspectiva israelita, resulta más significativa la etdogí­a, pues la mayor parte de las oraciones judí­as tienen forma de berakah, de manera que el gesto principal es el de bendecir a Dios. A pesar de eso, quizá por su vinculación con kharis, gracia, la palabra eucaristí­a ha terminado siendo dominante, de manera que es la única que aparece en Pablo (cf. 1 Cor 11,24) y en Lucas 22,19.

(2) Última cena de Jesús, ¿cena pascual? (pascua*, muerte*). La investigación exegética ha discutido intensamente el carácter pascual o no pascual de la Cena de Jesús (cf. Mc 14,12-32; Mt 26,17-35; Lc 22,7-34; Jn 13-17). Co mo seguiré diciendo, pienso que no fue una cena pascual estrictamente dicha, aunque se celebró en contexto de pascua. (a) No fue cena pascual. Algunos investigadores, partiendo de Jn 19,3137, suponen que Jesús fue crucificado la tarde de la vigilia de pascua, es decir, en el momento en que se estaban matando en el templo los corderos, que los judí­os fieles cenarí­an esa noche, como alimento y signo de liberación. En esa lí­nea, 1 Cor 5,7b indicarí­a que la muerte de Jesús fue una especie de antí­tesis de la pascua tradicional judí­a. Lógicamente, la última cena, celebrada una noche antes, no pudo ser pascual (en sentido judí­o), sino cena de despedida amistosa y dramática, (b) Fue cena pascual. Otros, tomando en un sentido historicista la referencia de Mc 14,12 par (donde los discí­pulos le preguntan a Jesús dónde quiere celebrar la pascua), suponen que la última cena tuvo lugar en la misma noche de pascua, es decir, después que habí­an sido sacrificados los corderos en el templo. Eso significarí­a que Jesús comió el cordero al mismo tiempo que el resto de los fieles judí­os, pero cambió de un modo significativo el rito antiguo, fijándose de un modo especial en el pan y el vino, a los que confirió un sentido nuevo, vinculado a su propia entrega por el Reino. Estas son las opiniones principales, aunque hay otros autores que buscan soluciones intermedias, afirmando que habí­a diversas dataciones de pascua, una oficial, otras de grupos marginales.

(3) Última cena. Cena mesiánica. Pienso que la última cena de Jesús fue una celebración de amistad y despedida mesiánica, no liturgia judí­a estricta de pascua, (a) Faltan en la Cena de Jesús tres elementos principales de la pascua (pan ázimo, cordero pascual, hierbas amargas). Serí­a asombroso que Jesús no hubiera aludido a esos signos de la tradición, si celebraba la Pascua judí­a: las hierbas amargas podí­an expresar su sufrimiento, el cordero su muerte, los ázimos el nuevo pan del Reino, (b) Las autoridades judí­as no querí­an que la muerte de Jesús aconteciera el dí­a de la fiesta, como hubiera sucedido si la última cena fuera cena de pascua. Por otra parte, muchos elementos de la pasión resultan difí­ciles de entender en el caso de que la última cena y prendimiento se hu bieran realizado la noche de pascua: la reunión del Sanedrí­n o Consejo Sacerdotal a lo largo de esa noche de fiesta, la liberación de Barrabás al dí­a siguiente (tendrí­an que haberle liberado para celebrar la pascua), los diversos movimientos de la gente (históricos o no), que serí­an contrarios al descanso del dí­a de pascua: Simón de Cirene vuelve del campo, José de Arimatea compra una sábana, etc. Por todo eso, y por la forma en que Jesús asume y recrea los signos del pan y del vino, pensamos que se trata de una cena mesiánica, con rasgos pascuales (el entorno de la fiesta de pascua), pero también pentecostales, de agradecimiento y de nacimiento de la nueva comunidad mesiánica.

(4) Relatos evangélicos. Sentido general. El sentido de la última cena en los evangelios (y sobre todo en el de Marcos) ha de entenderse desde una perspectiva literaria y teológica: Marcos ha querido ejemplificar la oposición entre los discí­pulos (que se empeñan en comer la pascua judí­a, siguiendo fieles a las tradiciones rituales del pueblo: Mc 14,12) y Jesús, que les ofrece una comida distinta de aquella que le piden. Por eso, ha introducido la Cena en contexto de pascua judí­a, para indicar así­ mejor la novedad de Jesús frente a ella. Significativamente, la «celebración pascual» es una propuesta de los discí­pulos: quieren sacrificar la pascua al modo judí­o, es decir, formando con Jesús una comunidad limpia, de puros observantes. No han entendido la novedad del Evangelio y así­, como representantes de la esperanza nacional israelita, proponen a Jesús que celebre la pascua. Ellos proponen y Jesús acepta, pero no para celebrar con ellos la gloria de la identidad ritual, de los puros judí­os, sino para mostrarles, en el mismo centro de su comida, que van a rechazarle (Mc 14,18-21.27-31), mostrando así­ que esa pascua ha perdido su sentido, dentro de su mesianismo. El problema para Marcos no es histórico (no se trata de saber la noche exacta en que Jesús tomó su Cena), sino teológico: quiere mostrar la novedad de Jesús frente a la pascua judí­a. El camino de Jesús no ha culminado en una pascua ritual judí­a, sino todo lo contrario: en su fidelidad al Reino y en la entrega de su vida, que los discí­pulos tendrán que retomar desde Galilea (Mc 14,28), abandonando el lugar de la pascua nacional judí­a que es Jerusalén. Por eso nos parece preferible la datación del evangelio de Jn, que supone que la última cena de Jesús no fue cena pascual, porque él fue crucificado precisamente en la ví­spera de la pascua, cuando empezaban a sacrificarse los corderos que debí­an comerse después.

(5) Textos de institución (Mc 14,2224 par) (pan*, vino*). Pienso que la última cena (eucaristí­a*) no puede entenderse de modo estrictamente pascual, sino como cena de despedida, de manera que en ella Jesús puede aparecer como iniciador de una liturgia que, por un lado, se arraiga en las tradiciones judí­as del pan y del vino y, por otro, queda vinculada a su propia entrega. Resulta actualmente arriesgado reproducir los diferentes momentos de esa Cena, pero podemos y debemos fijar su novedad, partiendo de unos sí­mbolos básicos que Jesús no ha tenido que crear, pues estaban ahí­: el pan y el vino de las grandes fiestas de las primicias, celebradas a lo largo del año, el pan y vino que diversos tipos de esenios compartí­an de un modo festivo, celebrando la presencia de Dios y esperando su manifestación futura. Jesús ha evocado el sentido de su vida en esos signos, que van más allá de la pascua judí­a (centrada en cordero, panes ázimos y hierbas amargas), descubriendo y expresando en ellos el sentido de su entrega por el Reino. Su gesto ha estado precedido por acciones y palabras muy significativas: a lo largo de su tiempo de mensaje, Jesús ha compartido el pan y el vino con los pecadores, ha multiplicado los panes y los peces en el campo, ha evocado el sentido de su vida en parábolas relacionadas con el tema (sembrador y viñador). Lo que ahora dice y hace debe interpretarse desde lo que ha sido su misión anterior, de forma que se cumpla su palabra esencial: «Yo dispongo en favor de vosotros del Reino, como mi Padre ha dispuesto de él en favor mí­o, para que comáis y bebáis en mi mesa» (Lc 22,29-30). Conforme a un texto de una tradición antigua, Jesús habí­a dicho: «En verdad os digo, algunos de los aquí­ presentes no gustarán la muerte hasta que vean venir el reino de Dios con poder» (Mc 9,1). Pues bien, la tradición posterior afirmará que ese Reino, cuya venida cronológica no podemos preci sar, está ya presente en el misterio eucarí­stico: Jesús no se limita a invitar a sus amigos al vino futuro de su Reino (vino* 4: beber en el Reino: Mc 14,25), sino que regala su propio cuerpo y sangre (pan y vino), en anticipo de ese Reino, mientras ellos siguen viviendo sobre el mundo. Así­ se concreta y actualiza aquella palabra escatológica.

(6) Variantes. Las palabras de la institución eucarí­stica se han transmitido en dos variantes principales, (a) Pablo y Lucas: «El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y dando gracias, lo partió y dijo: Esto es mi Cuerpo (dado) por vosotros. Haced esto en memoria mí­a. De igual modo tomó la copa, después de cenar diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza en mi Sangre. Cuantas veces la bebiereis hacedlo en memoria mí­a» (1 Cor 11,2325). Lucas sigue básicamente el texto de Pablo sobre el pan (Lc 22,19) y también la primera parte del texto sobre la copa, omitiendo el final (cuantas veces lo bebiereis hacedlo en memoria mí­a, Lc 22,20), aunque hay algunos manuscritos muy importantes (como el D), que omiten la segunda parte de la palabra sobre el pan y todo lo relacionado con la copa, como seguiremos indicando), (b) Marcos y Mateo: «Y mientras comí­an, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió, se lo dio y dijo: Tomad, esto es mi Cuerpo. Tomó luego una copa y, dando gracias, se la dio y bebieron todos de ella. Y les dijo: Esta es la Sangre de mi Alianza, derramada por muchos (Mc 14,22-24). Mateo 26,26-29 ha introducido dos variantes en la palabra sobre la copa: dice «bebed de ella todos» y añade que la sangre ha sido derramada «para perdón de los pecados». Tendrí­amos por tanto dos tradiciones eucarí­sticas: una podrí­a llamarse por comodidad antioquena (1 Cor, Lucas); otra romana o palestina (Marcos y Mateo).

(7) Análisis de los textos. El texto más antiguo serí­a el que Pablo ha recibido de la tradición y ha fijado en los 50, a los veinte años de la muerte de Jesús. Más reciente parece el de Marcos, aunque resulta sensiblemente idéntico al de Pablo, (a) El texto de Pablo, de claro sentido litúrgico, está marcado por la doble indicación de haced esto en memoria mí­a y por el paralelismo, aunque imperfecto, entre el pan y el vino: se supone que el recuerdo del pan es frecuente (haced esto, sin limitaciones), mientras que el del vino queda limitado (cuantas veces la bebiereis…). Esto significa que pudo existir una eucaristí­a diaria del pan (vinculada a la comida cotidiana), mientras que la del vino serí­a más solemne y rara (ligada a la posibilidad de que lo hubiera en la casa de la iglesia), (b) El texto de Lucas depende de Pablo, como indica su vocabulario. La palabra sobre el vino no se encuentra en el D (Codex Bezae) y en otros manuscritos de la tradición occidental, y es muy posible que faltara en su evangelio, básicamente interesado en la pascua (pan), no en el vino (cf. Lc 22,15-16; 24,35). En esa lí­nea se podrí­a recordar que Hechos habla de la Fracción del Pan, no de la fiesta del vino (cf. Hch 2,42.46; 20,7.11). Quizá algunas iglesias conocí­an una eucaristí­a sólo con pan, poniendo de relieve la unidad del Cuerpo de Cristo. Se impuso, sin embargo, y triunfó en la Iglesia universal la eucaristí­a del pan y del vino, como muestran los manuscritos posteriores de Lucas, (c) El texto de Marcos debe interpretarse en clave narrativa: no es un formulario litúrgico (como el Pablo), sino un relato fundacional que recoge y fundamenta la acción de la Iglesia. Por eso, Jesús no repite las palabras rituales haced esto… pues el mismo género literario (que es narrativo y no litúrgico) introduce el pan y el vino de un modo normal en la comida, de manera que no necesita explicarse su sentido. Jesús toma el pan, lo bendice, lo parte y lo entrega, en gesto que pertenece a una liturgia normal de comida amistosa (celebración de las primicias o despedida); sólo más tarde, cuando ya lo están comiendo, le atribuye un nuevo sentido: «esto es mi Cuerpo». Lo mismo, y de manera más marcada, sucede con el vino: Jesús da gracias al modo normal judí­o y lo ofrece a sus discí­pulos; sólo después, mientras beben, les explica: «ésta es la Sangre de mi Alianza». Lo que se ha llamado en la Iglesia presencia real de Jesús en las especies del pan y del vino resulta aquí­ inseparable del gesto de comer y beber, (d) Mateo acepta el texto de Marcos, introduciendo unas ligeras variaciones de tipo explicativo o teológico. Son explicativas las añadiduras: tomad y comed, bebed todos. Más importancia tiene el añadido sobre la Sangre de la Alianza que ha sido derramada por o en favor (con peri, no hyper) de muchos para perdón de los pecados. De esa forma ha destacado en el rito de la Cena un lenguaje y signo sacrificial, interpretando el gesto de Jesús (y de la Iglesia que lo asume) en perspectiva de purificación de los pecados. La interpretación sacrificial estaba ya en el fondo de Marcos y Lucas, que habí­an presentado el vino como sangre derramada por vosotros (o por muchos: todos), en lí­nea de Alianza. Podemos suponer que el mismo Jesús habí­a entendido su mensaje y destino en la lí­nea de las celebraciones pentecostales. Por eso es normal que su Cena haya sido signo y plenitud de la alianza de Dios con los hombres. Mateo ha dado un paso más, vinculando en Jesús las fiestas de la alianza y la expiación, para perdón de los pecados. De esa forma ha culminado la comprensión sacrificial de la eucaristí­a. Pero los signos principales siguen siendo el pan y vino que están en el centro del rito de la cena.

Cf. J. L. Espinel, La Eucaristí­a del Nuevo Testamento, San Esteban, Salamanca 1980; J. Jeremí­as, La última Cena. Palabras de Jesi’is, Cristiandad, Madrid 1980; X. LEon-Dufour, La fracción del pan. Cubo y existencia en el Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1983; L. Maldonado, La plegaria eucarí­stica, BAC, Madrid 1967; E. Nodet y E. Taylor, Origins of Christianity, Glazier, Collegeville MI 1998; X. Pikaza, Fiesta del pan, fiesta del vino, Verbo Divino, Salamanca 2006.

EUCARISTíA
2. Variantes y elementos

(-> comida, Iglesia). La eucaristí­a forma parte del despliegue de las diversas iglesias, que asumen y celebran el recuerdo de Jesús en el pan y vino de la mesa compartida. Algunos autores han pensado que al principio de la Iglesia habí­an existido dos tipos de eucaristí­as. En este contexto queremos evocar el testimonio de un documento extrabí­blico (la Didajé) y presentar algunos alimentos eucarí­sticos que han empleado, al menos esporádicamente, las diversas iglesias.

(1) Eucaristí­a* galilea, eucaristí­a jerosolimitana. Habrí­a una eucaristí­a más galilea, de tipo judeocristiano, que estarí­a simbolizada en las multiplicaciones*, con pan y pescado reales y abundantes, para saciar el hambre de todos los que vienen. Esta celebración de los panes y peces podrí­a ser anterior (e independiente) de la muerte y pascua de Jesús, como una fiesta de fraternidad y comida, ofrecida a todos y en especial a los necesitados. Habrí­a una eucaristí­a más jerosolimitana, abierta desde Jerusalén hacia los gentiles, con pan y vino simbólicos, que acaban separándose de la comida real. Ella serí­a una recreación sacral de la muerte y pascua de Jesús, con un fondo histórico, vinculado a la última cena. Sin negar cierto valor a esa postura, pienso que las dos eucaristí­as tienen un fondo común, de manera que pueden y deben vincularse.

(2) Panes y peces. Pan y vino. La eucaristí­a de los panes y los peces desemboca en la celebración pascual del pan y el vino. Por su parte la eucaristí­a del pan y el vino sólo conserva su sentido mesiánico allí­ donde se arraiga en las comidas históricas de Jesús. Así­ lo han supuesto y narrado, de formas convergentes, los cuatro evangelios, situando las multiplicaciones (pan y peces) en una trayectoria abierta a la celebración de la Cena (pan y vino) y viceversa. Marcos y Mateo sitúan el relato de la cena en el conjunto de la biografí­a kerigmática de Jesús, de manera que no ofrecen (como 1 Cor 11,24-25) el texto de un ritual, sino un recuerdo histórico. Por eso, en principio, ellos no tienen necesidad de evocar la repetición ritual: «haced esto». Las rúbricas del rito no resultan necesarias en su texto. Lógicamente, sus relatos de institución eucarí­stica no van contra la celebración eclesial repetida con pan y vino. Pero sus textos, y especialmente el de Marcos, podrí­an interpretarse conforme a este esquema: (a) Hay una eucaristí­a del pan y los peces, propia de la historia de Jesús en Galilea. Es la celebración diaria de la vida compartida, de la apertura de Jesús hacia los pecadores y las multitudes, comida de solidaridad y gozo anticipado del Reino, (b) Hay una eucaristí­a de la Cena de Jesús, que Mc 14,22-24 (y Mt 26,26-29) concibe de algún modo como única. Es la eucaristí­a del final de Jesús, la Cena de su entrega. Ella se celebró sólo una vez y expresa el sentido y permanencia de la donación y muerte de Jesús, en favor de todos. Por eso el texto no dice que se repita, (c) Retorno. Desde la eucaristí­a de la Cena hay que volver a la eucaristí­a de las multiplicaciones, como supone el joven de la pascua, que pide a las mujeres de la tumba vací­a que vayan a Galilea, donde verán a Jesús (cf. Mc 16,1-8). Por eso, la eucaristí­a de la Cena ha de actualizarse en la comida con los marginados y pecadores, en la multiplicación de panes y peces de la vida de real, con los hambrientos del mundo. En ese sentido pensamos que la eucaristí­a de Jerusalén, con el pan y vino de la Cena, marcó un momento irrepetible en la dinámica del Evangelio, un momento que, paradójicamente, debe actualizarse en la vida de la Iglesia que se inicia en Galilea, en torno a los signos del pan y los peces… Enigmática y gozosamente, el vino aparece ahí­, el vino de la entrega de Jesús y de la fiesta de Dios, unido al pan que es cuerpo de fraternidad mesiánica. Pero la unión final de pan y vino, con la entrega de la vida, sólo puede alcanzarse y celebrarse donde se reasume, una y otra vez, la eucaristí­a galilea, unida al compromiso en favor de los excluidos, con las multiplicaciones de los panes y los peces.

(3) La Iglesia posterior ha ratificado la eucaristí­a del pan y vino, situándola en un contexto pascual, como si fuera el único signo de celebración cristiana. Hubiera sido bueno que insistiera también en el modelo de la eucaristí­a galilea. Desde esa base se podrán distinguir dos tipos de celebración cristiana, (a) Puede haber una «eucaristí­a diaria de la fracción del pan», en la lí­nea de Hechos (cf. 2,42-46; 20,7.11), acompañada quizá por los peces. Esta serí­a la eucaristí­a de la comida fraterna, que se expresa en la comunicación económica, ratificada cada dí­a en el servicio a los pobres, (b) Puede y debe haber una eucaristí­a dominical festiva, donde recibe su sentido el doble signo del pan y del vino, celebración gozosa de la vida, en memoria de Jesús resucitado. Esta parece ser la novedad cristiana más antigua, en clave ritual: los seguidores de Jesús han aceptado el ritmo semanal judí­o, pero han cambiado el dí­a y motivo de la celebración: recuerdan a Jesús cada Domingo (= Dí­a del Dominus o Señor), tomando en su honor el pan y el vino, en comunicación sacral y social. Una eucaristí­a dominical celebrada cada dí­a tiene poco sentido. Desde mediados del siglo II (como muestran las controversias pascuales), los cristianos comenzaron a celebrar una pascua anual, en el domingo más cercano al plenilunio de primavera. Esa celebración no añade nada a la eucaristí­a más antigua de la Iglesia, pero sirve para situarla en el trasfondo de las fiestas anuales del judaismo antiguo. De esa forma, la liturgia cristiana, que tení­a sólo un ritmo semanal, empieza a tener otro anual. El Nuevo Testamento no ha resuelto el ritmo de la eucaristí­a, sino que deja abiertos unos caminos que la Iglesia debe explorar y recorrer: la fijación eucarí­stica depende de la tradición antigua y de la creatividad actual de la Iglesia.

(4) El testimonio de la Didajé*. Ofrece una interpretación importante de la eucaristí­a, aludiendo, quizá, al posible ministro presidente de la celebración. Hasta ahora las palabras de la «institución» (¡haced esto en memoria mí­a!: Lc 22,19; 1 Cor 11,24-25) iban dirigidas a toda la comunidad. Además, ningún texto del Nuevo Testamento relacionaba ministerios eclesiales y presidencia eucarí­stica (si se puede utilizar esta palabra). En principio, tampoco la Didajé lo hace. Así­ puede hablar de bautismo y eucaristí­a (Did 7-10), sin decir quien dirige o realiza el rito, aunque se puede suponer que intervienen profetas y maestros (cf. Did 10,7; 11,9). Pues bien, después de haber afirmado que la comunidad se reúne a fin de partir el pan el dí­a del Señor (14,1), como para asegurar la rectitud del rito, el texto añade: escogeos, pues, obispos y diáconos (15,1). Se puede suponer que ellos están al servicio de la celebración, interpretada como sacrificio puro (thysia kathará: 14,1), de manera que la Iglesia empieza a entenderse en claves litúrgicas, en las que se incluye un tipo de sacralidad. Desde ahí­ sigue el texto: «Todo el que tenga contienda con su compañero no se junte con vosotros hasta que no se haya reconciliado, para no profanar vuestro sacrificio. Porque éste es el sacrificio que dijo el Señor: en todo lugar y todo tiempo se me ofrece un sacrificio puro, porque yo soy Rey grande, dice el Señor, y mi nombre es admirable entre las naciones» (Did 14,2-3, con cita de Mal 1,11.14). El tema de la relación entre reconciliación entre hermanos (entre hombres) y ofrenda a Dios aparecí­a también en Mt 5,23-24, pero con un sentido muy distinto. Mateo suponí­a que es la comunidad la que tiene que reconciliarse con aquel que tenga algo contra ella, antes de realizar la ofrenda; de esa manera poní­a el amor al prójimo por encima del sacrificio. La Didajé parece situarse en la lí­nea inversa: lo más importante no es el amor al prójimo y la reconciliación, sino la posibilidad de que se celebre la eucaristí­a, entendida ya como sacrificio, en la lí­nea del Antiguo Testamento (no de Jesús). De esa forma, la Cena del Señor se interpreta como sacrificio: como forma suprema de reverenciar a Dios. Los cristianos pueden unlversalizar el culto divino (cumpliendo de esa forma la profecí­a de Mal 1,11.14: ¡en todo tiempo y lugar se me ofrece un sacrificio puro!), cosa que los judí­os nacionales no pudieron hacer, por limitarse precisamente a un pueblo. Los cristianos aparecen así­ como pueblo sacerdotal (verdadero Israel) y como pueblo universal, de manera que sus comunidades, esparcidas por la tierra, celebran el auténtico sacrificio. De esa forma, la Didajé tiende a resacralizar la vida de los fieles, en una lí­nea contraria a la federación* de sinagogas judí­as, que se reúnen en torno a la LeyPalabra. Los nuevos dirigentes de la Iglesia (obispos-diáconos, que sustituyen a los profetas-maestros) aparecen como sumos sacerdotes (unir Did 13,3 con 15,1-2), que ofrecen el sacrificio universal. Los estratos más antiguos de la Didajé parecí­an reflejar una visión más rnesiánica de la Iglesia, pero después el libro asume elementos más sacrales (sacrificiales) y de esa forma interpreta a la Iglesia como institución cultual. Sus ministros siguen siendo todaví­a inspectores (obispos) y servidores (diáconos), subordinados a la comunidad; pero a medida que los profetas se establecen en las comunidades y ellas nombran obispos y diáconos para su organización interior, éstos se van identificando con los sacerdotes del Antiguo Testamento, de manera que reciben incluso el diezmo sacral del pueblo. En esa lí­nea, la fracción del pan pierde su carácter de abundancia mesiánica y comunión personal, abierta a los pobres y excluidos, para configurarse como rito sacrificial del recuerdo de Jesús, que exige sacerdotes honrados, con poder sobre el resto de los fieles. La Didajé no los instituye aún, pero avanza en esa dirección.

(5) Elementos encáusticos antiguos. Algunos cristianos primitivos tomaban diversos alimentos sagrados, que han ido cayendo en desuso, de forma que sólo han quedado el pan y vino, vinculados al mensaje, vida y muerte de Jesús. Evoco aquí­ una tabla no exhaustiva de ellos. (1) Pan y vino o pan y vino mezclado con agua. Eucaristí­a normativa de la Iglesia actual. (2) Pan y bebida (o copa), sin precisar su contenido.

Cf. 1 Cor 10,3-16; 11,23-28; Did 10,3; Ignacio, Rom 7,3; Fil 4; Justino, Apol. I, 66; Dial. 41,70-117 (la copa parece aludir siempre al vino). (3) Pan y agua: Ebionitas (Ireneo, Ad. Haer. V, 1,3); judeocristianos gnósticos (Epifanio, Flaer. 30,16); Encratitas (Clemente de Alejandrí­a, Paed. II, 2, 32; Strom. I, 19,96); Marcionitas (Epifanio, Flaer. 12,3; etc.); Acuarios (Filastre, Liber de Haer. 77; Agustí­n, De Haer. 64). (4) Pan solo: fracción del pan, sin mencionar copa o bebida (Hch 2,42.46; 20,7.11). (5) Pan y pescado: multiplicaciones (Mc 6,38 par), textos de banquetes funerarios. (6) Pez solo (refrigerio): muchos manuscritos de Lc 24,42, ritos funerarios, en iglesias marginales. (7) Pez y miel: algunos manuscritos de Lc 24,42. La miel se ha seguido ofreciendo a los neófitos. (8) Leche, como signo de nuevo nacimiento: Clemente de Alejandrí­a, Paed. I, 39, 41, 44, 45, 50; etc. (9) Leche y miel, en recuerdo de la entrada en la tierra prometida: Hipólito: Cánones (árabes) 142-149. (10) Lacticinios o quesos: Artotyritas (cf. Passio Perpet. et Felic. 4; Epifanio, Haer. 49; etc.). (11) Aceite con pan y legumbres: Acta Thomae, 29; Excerpta ex Theodoro (cf. Clemente de Alejandrí­a PG 9,696). (12) Sal (sacramentum salí­s): cf. Agustí­n, Conf. I, 11,17; De catech, rud. XXVI, 50; Juan Diácono, Ep. ad Senarium, c. 3; Sacramentarlos latinos: Benedictio salí­s dandum catechumenis. (13) Alimentos obscenos: como esperma y sangre menstrual, en ciertos gnósticos (Pistis Sophia 147).

Cf. P. AUDET, La Didaché. Instructions des Apotres, Gabalda, Parí­s 1958; X. BASURKO, Para vivir el domingo, Verbo Divino, Estella 1997; Para comprender la Eucaristí­a, Verbo Divino, Estella 1993; A. FAIVRE, Ordonner la Fratemité. Pouvoir d†™innover et Retour á l’ordre dans lEglise ancienne, Cerf, Parí­s 1992; A. VON HARNACK, Brot und Wasser. Die eucliaristisclien Elemente bei Justin, Hinrichs, Leipzig 1891; E. NODET y E. TAYLOR, The Origins of Christianity, Grazier, Collegeville MI 1998; J. TAYLOR, ¿De dónde vino el cristianismo?, Agora 13, Verbo Divino, Estella 2003; E. TOURí“N DEL PIE, «Comer con Jesús. Su significación escatológica y eucarí­stica», RET 55 (1995) 285-329.429-486.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: 1. Pastoral de la preparación. 1.1. Principios doctrinales que rigen la celebración de la Eucaristí­a: a) Principios teológicos; b) Principios de reforma; 1.2. Algunos puntos concretos del «antes» eucarí­stico: a) El altar, el ambón y la sede; b) El entorno celebrativo; c) Los ministerios. 1.3. Aspectos nucleares de la pastoral de la celebración: a) Las moniciones; b) Los cantos; c) Liturgia de la Palabra. – 3. Pastoral «después de» la celebración.

Tres son las dimensiones que comprende la pastoral de la Eucaristí­a: su adecuada preparación, su digna celebración y su vital inserción. O, si se prefiere, el antes, el en y el después de la celebración.

1. Pastoral de la preparación
La pastoral de la preparación se refiere, por una parte, a los principios doctrinales que constituyen el estatuto teológico y litúrgico de la celebración y, por otra, a todo lo que lo relacionado con la adecuación del entorno celebrativo.

1.1. Principios doctrinales que rigen la celebración de la Eucaristí­a
Los documentos conciliares Sacrosanctum Concilium (2.10.41.47), Lumen gentium (3.7.11.26.28.50), Gaudium et Spes (38), Presbyterorum ordinis (2. 5. 8. 13. 14. 18) y Christus Dominus (15. 30), y los posconciliares Eucharisticum mysterium, Institutio generalis missalis romani y Catecismo de la Iglesia Católica, entre otros, aportan lo que lo que podrí­amos llamar los ‘altiora principia’ previos y concomitantes a la celebración, para que ésta sea de hecho el lugar por antonomasia donde acontece la salvación.

Estos principios pueden agruparse en dos grandes bloques: los teológicos y los de reforma.

a) Principios teológicos. El principio teológico por excelencia y del que dependen todos los demás es que la Eucaristí­a es el sacramento del sacrificio de Cristo, puesto que «nuestro Salvador, en la última cena, la noche en que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarí­stico, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la Cruz y a confiar así­a su Esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, ví­nculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» (SC 47).

De este principio deriva que la Eucaristí­a sea el lugar privilegiado de la presencia salví­fica de Cristo, una acción conjunta del entero Cuerpo mí­stico, Cabeza y miembros, la causa que origina y la epifaní­a que manifiesta a la Iglesia, la fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia, el centro del que arranca y al que converge el ministerio de los obispos y presbí­teros y la vida de todos los fieles.

Este bagaje doctrinal ha de ser conocidos antes de la celebración. Si los fieles desconocen o no ahondan en la centralidad de la Eucaristí­a en la vida de la comunidad cristiana y en las implicaciones que conlleva para su vida personal, familiar, profesional y social, sucederá que o no se sentirán atraí­dos por ella y la volverán las espaldas, o estarán en ella como extraños y mudos espectadores, o su participación será meramente externa y, por ello, carente de frutos de vida cristiana.

La catequesis litúrgica sobre el misterio eucarí­stico ha recibido un tratamiento deficiente en la pastoral durante estos últimos años. Los liturgos y pastores suelen explicar esta deficiencia por la provisionalidad, rapidez y amplitud de las reformas del Ordinario, Leccionario y Misal, las cuales han dificultado, cuando no impedido, la catequesis que exigí­an tales cambios.

Una vez concluida la reforma, la pastoral no puede aplazar por más tiempo una catequesis que, con una pedagogí­a imbuida de profundidad, claridad, paciencia y constancia, lleve hasta el corazón de los fieles que la Eucaristí­a es 1) el misterio que actualiza sacramentalmente el sacrificio que Jesucristo realizó de una vez por todas en el altar de la Cruz y que la Iglesia, ministros y fieles, hace presente en cada uno de los altares en torno a los cuales se congrega, sobre todo, cada domingo; 2) la fuente de la que todos y cada uno de los fieles sacan, sobre todo mediante la comunión sacramental, la fuerza necesaria para hacer de su vida un altar en el que coofrecen el sacrificio de su propia existencia; 3) aquello sin lo cual es imposible edificar una comunidad cristiana parroquial; y 4) el misterio que origina y al que remite la reserva eucarí­stica, que la Iglesia destina principalmente para la comunión de los moribundos y enfermos, pero que hace también objeto de adoración pública y privada, consciente de que Jesucristo, sacerdote y ví­ctima en el altar, continúa presente en las Sagradas Especies.

b) Principios de reforma. El concilio Vaticano II contiene un amplí­simo abanico de reformas, con su correspondiente justificación doctrinal, tanto de carácter general -pero aplicables también a la Eucaristí­a- de tipo especí­fico.

– Los principales principios generales son, entre otros, los siguientes: 1°) todos los fieles, en cuanto que participan del sacerdocio de Cristo, tienen la capacidad y responsabilidad -el derecho y el deber, en términos jurí­dicos- de participar de modo pleno en las celebraciones litúrgicas (SC 14a-b), especialmente en la Eucaristí­a, a la que está intrí­nsecamente ordenado y finalizado el Bautismo. 2°) La participación plena se realiza mediante la correcta comprensión y vivencia de los ritos y oraciones (cf SC passim). 3°) Esta participación es inviable sin una concienzuda catequesis a los fieles (cf. SC 14), que los pastores deben fomentar con diligencia y paciencia (cf. SC 19) 4°) Dicha catequesis supone ciencia y experiencia litúrgica en los pastores, de modo que puedan ser verdaderos testigos maestros de su grey (cf. SC 14). 5°) Las celebraciones litúrgicas no son acciones privadas ni exclusivas de los ministros sagrados o de los fieles, sino «celebraciones de la Iglesia (…) a la que pertenecen, manifiestan e implican» (SC 26); por eso, las celebraciones litúrgicas son, en cierto sentido, «concelebraciones», es decir, acciones que realizan conjuntamente los ministros y fieles, cada uno de los cuales cumple su propia función, que, siendo esencialmente distintas, se interrelacionan y complementan; por eso, «cada cual, ministro o fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo lo que le corresponde» (SC 28). 6°) La Palabra de Dios ha se ser proclamada con «lecturas más abundantes, más variadas y más apropiadas» (SC 35-2), con el fin de iluminar el sentido del misterio que se celebra, fomentar la fe y acrecentar la participación (cf. SC 24. 35); 7°) La liturgia contiene una gran instrucción para el pueblo fiel, pero es, «sobre todo, un acto de culto» (SC 33). 8°) La reforma no persigue ante todo un cambio, aunque sea general y profundo de los ritos, sino «la plena y activa participa participación de todo el pueblo» (SC 14) en la liturgia, por ser ésta la «fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espí­ritu cristiano» (SC 14; cf. SC 21).

Tal participación exige que los ritos «resplandezcan por su noble sencillez, sean breves y claros, eviten las repeticiones inútiles, estén bien adaptados y no necesiten muchas explicaciones» (SC 34). 9°) La «liturgia no agota toda la actividad de la Iglesia» (SC 9) ni «la participación litúrgica abarca toda la vida espiritual» (SC 12), ni siquiera la misma celebración eucarí­stica, puesto «que en el mismo sacrificio de la Misa pedimos al Señor que, ‘recibida la ofrenda de la ví­ctima espiritual’, haga de nosotros una ‘ofrenda eterna’ para sí­» (SC 12).

Todos estos principios son aplicables, más aún lo son de modo especial, a la celebración eucarí­stica y se enmarcan en «lo previo» exigido para ponerla al abrigo o rescatarla de cualquier exteriorismo o unilateralidad. La ‘pastoral de preparación’ a la Eucaristí­a deberá tener la suficiente sinceridad para preguntarse si el pueblo cristiano que participa habitualmente en las eucaristí­as dominicales conoce o desconoce estos principios, cuáles son las acciones que en este sentido se han realizado durante los años de posconcilio, si la catequesis ha tenido suficiente profundidad, claridad y constancia, qué ‘sintoní­a ‘ o ‘distoní­a’ existe entre nuestras celebraciones eucarí­sticas y estos principios, y en qué grado está influyendo su aplicación u omisión en la vitalidad o decadencia de nuestras comunidades cristianas.

– Los principios especí­ficos más destacables son los siguientes: 1°) «Las dos partes de que consta la Misa, a saber: la liturgia de la Palabra y la eucarí­stica, están tan í­ntimamente unidas que constituyen un solo acto de culto» (SC 56).Esto explica que el Concilio exhortase «vehemente a los pastores de almas para que en la catequesis instruyan cuidadosamente a los fieles acerca de la participación en toda la misa, sobre todo, los domingos y dí­as festivos» (SC 56). 2°) La participación exige que los fieles comprendan bien los ritos y oraciones del entramado celebrativo del misterio eucarí­stico, de modo que sean capaces de comprender y responder a la Palabra de Dios, fortalecerse en la Mesa del Señor, dar gracias a Dios y «ofrecerse a sí­ mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote sino juntamente con él» (SC 48). 3°) Las lecturas de la Sagrada Escritura abren con tal amplitud «los tesoros de la Biblia» que cada tres años, se leen «al pueblo las partes más significativas» (SC 51). 4°) La homilí­a es «parte de la misma liturgia» y «se recomienda encarecidamente»; «más aún, en las misas dominicales y festivas con asistencia de pueblo no se omite nunca, a no ser por causa grave» (SC 52). Su naturaleza consiste en ser «una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, sobre todo en la liturgia»; por eso sus «fuentes principales son la Sagrada Escritura y la liturgia» (SC 35-2). 5°) La Plegaria Eucarí­stica es el centro de toda la celebración (cfr. IGMR), la ‘cumbre de la cumbre’. 6°) La comunión sacramental es «la participación más perfecta en la misa» (SC 55); de ahí­ que se recomiende «especialmente» que los fieles «reciban del mismo sacrificio el Cuerpo del Señor» (SC 55).

Estos grandes principios están en la base y son la clave de comprensión de toda la reforma litúrgica eucarí­stica. Tras casi cuatro décadas de aprobación, tienen plena vigencia y actualidad, y son todaví­a el principal e ineludible referente de una «pastoral de preparación» a la Eucaristí­a, de la que pueda esperarse una verdadera renovación de nuestras comunidades y de cada uno de sus miembros. El mayor reto pastoral del «antes» de la celebración es, sin duda, el de la catequesis litúrgica, adaptada a la edad, situación existencial, grado de cultura religiosa y vivencia cristiana de los fieles. No exageraban los Padres conciliares cuando, además de pedir que se realizase «por todos los medios» (SC 35-3), la calificaban «como una de las funciones principales de fiel dispensador de los misterios de Dios» (SC 19) y hací­an depender de ella una buena parte del fruto de la reforma que proyectaban (cf. SC 14, 43-46, etc.).

1.2. Algunos puntos concretos del «antes» eucarí­stico
La Eucaristí­a se celebra ordinariamente en la iglesia parroquial. En ella se reúne y forma la asamblea eucarí­stica, compuesta por los ministros y los fieles. ¿Qué incidencias y exigencias pastorales con-IlevIn la preparación del lugar, entorno, ministros y asamblea en orden a realizar una celebración adecuada?
a) El altar, el ambón y la sede. La iglesia tiene dos grandes espacios celebrativos: el presbiterio y la nave. El primero está reservado a los ministros; el segundo es propio de los fieles. La pastoral debe disponer estos espacios de modo que, por una parte, quede patente que los ministros y los fieles forman el único pueblo de Dios, convocado y congregado para celebrar la Eucaristí­a y, por otra, su diferencia ontológica y ministerial. El presbiterio y la nave, por tanto, han de disponerse de modo que manifiesten la unidad del pueblo de Dios y la diversidad de ministerios. La unidad se manifiesta por la cercaní­a y la diversidad por la separación y disposición.

– El altar. Concretamente, el altares el lugar reservado al ministro que preside mientras actualiza el sacrificio, puesto que es en él donde éste se confecciona, se ofrece y se prepara para darlo en comunión. El altar es, por tanto, el ara en que se realiza sacramentalmente el único sacrificio de la Cruz, la mesa del Señor en torno a la cual se congrega el único Pueblo de Dios, y el centro de la acción de gracias eucarí­stica. Según esto, el altar debe trasparentar que es sí­mbolo de Cristo, Sacerdote, Ví­ctima y Altar de su propio sacrificio, y sí­mbolo de los cristianos que, al formar un solo cuerpo con su Cabeza, son altares espirituales en los que se ofrece a Dios el sacrificio de una vida santa.

La naturaleza y simbolismo del altar requieren que de suyo haya solamente uno en cada iglesia. Esta es la norma general para las iglesias de nueva construcción; si excepcionalmente hay que construir más de un altar, se ubican en capillas separadas de la nave de la iglesia (cf. OGMR 267). En el supuesto de iglesias antiguas conviene respetar su estructura arquitectónica, sobre todo cuando son artí­sticas, lo cual no obsta para que el altar sea adaptado teniendo en cuenta todas las circunstancias que concurren.. Por otra parte, «la mesa del altar fijo ha de ser de piedra y, además, de un solo bloque de piedra natural» (CIC, c. 1236-1), aunque las Conferencias Episcopales pueden permitir otros materiales dignos y sólidos (cf. CIC, c. 1236-1). Además, en las iglesias de nueva construcción el altar debe estar exento para que la Eucaristí­a pueda celebrarse de cara al pueblcy ser realmente el centro hacia el que converge la asamblea de los fieles.

El altar tiene como accesorios los manteles y corporales, la cruz, los candelabros con velas y las flores. La cruz se coloca o «sobre el altar o junto a él», pero «bien visible para la comunidad reunida» (OGMR 270); de este modo, se simboliza mejor la unicidad del sacrificio de Cristo y la relación que dice el sacrificio de la Misa al de la Cruz.

No han sido pocos ni pequeños los esfuerzos realizados para recuperar la dignidad y el simbolismo del altar; de hecho, en la práctica totalidad de iglesias, antiguas y modernas, el altar está exento y de cara al pueblo, hacia él converge naturalmente la atención de los fieles, y sus materiales son dignos. Sin embargo, son muchos los detalles que apuntan hacia una todaví­a deficiente interiorización de la teologí­a del altar: uso indiscriminado del mismo para funciones que le son ajenas -por ejemplo, los ritos introductorios y conclusivos-, colocación de objetos y utensilios impropios (hojas volanderas, papeles varios, libros), ‘adaptación’ para usos inadmisibles (amplificador del micrófonos, libros para uso litúrgico u otros fines), insignificancia de la cruz (desproporcionada en sus dimensiones, carente de nobleza y dignidad), descuido en detalles de limpieza, cuidado y buen gusto, etc. En ocasiones se han hecho crónicas soluciones provisionales, a todas luces inadecuadas.

– El ambón. El altar es la mesa del pan del Cuerpo de Cristo; el ambón, la del pan de su Palabra. Ambas mesas están interrelacionadas y comparten nobleza, dignidad y simbolismo. El sacramento sin la Palabra fácilmente se convertirí­a en realidad insignificante, incomprensible y cuasimágica. La Palabra sin altar perderí­a su significado más profundo y su genuina orientación. Hay todo un dinamismo que va desde la Palabra hasta la fe y el sacramento, y vuelve desde el sacramento, pasando por la fe hasta la Palabra. Dos realidades profundamente unidas, más aún, inseparables. La Palabra tiene como mesa propia y exclusiva el ambón.

Esta es la base teológica sobre la que se apoya su dignidad, destinación y caracterí­sticas, tal y como las define la Ordenación General del Misal Romano: «El ambón -dice- es un lugar elevado, fijo, dotado de adecuada disposición y nobleza, de modo que corresponda a la dignidad de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo y que ayude, del mejor modo posible, durante la liturgia de la Palabra, a la audición y atención por parte de los fieles. Por eso, teniendo en cuenta la disposición de cada iglesia, hay que conjugar armónicamente el altar y el ambón» (OGMR 272).

La pastoral tiene ante sí­ un reto tan importante como inaplazable: hacer que el ambón sea el altar de la Palabra de Dios. Es decir, el lugar reservado para que Dios hable a su Pueblo, Cristo anuncie su evangelio y, en su nombre, el ministro que preside lo aplique al misterio que se celebra con el fin de que sea mejor participado. El ambón es, por tanto, el lugar al que únicamente acceden el lector, el salmista y el homileta, en el que sólo tiene cabida el leccionario y el evangeliario, y desde el cual se proclama exclusivamente la Palabra de Dios. Las moniciones, los cantos, los avisos, etc. no se realizan desde el ambón; los libros tampoco se apilan en él, ni siquiera por razones de funcionalidad. En otro orden de cosas, la dignidad de la Palabra de Dios está exigiendo que el ambón adquiera en su disposición, belleza, ornato y cuidado una nobleza de la que aún carece en muchos casos. Este es un campo especí­fico de la pastoral del «antes» de la celebración.

– La cátedra o sede. La cátedra es la sede reservada al obispo que preside la comunidad cultual, sobre todo la eucarí­stica. La cátedra y la sede son, de suyo, la misma realidad, aunque suele reservarse el nombre de cátedra a la sede del obispo y el de sede a la del presbí­tero. Es sí­mbolo de autoridad y magisterio, como ponen de relieve las cátedras paleocristianas de Cristo sedente, que enseña como maestro a los Apóstoles. La liturgia actual insiste en ese doble simbolismo de presidencia y magisterio; por eso recomienda que esté situada «de cara al pueblo -a no ser que lo impida la estructura del edificio u otra circunstancia»- y en lugar que haga visible «la comunicación entre el sacerdote y la asamblea de los fieles» (OGMR 271).

La sede es el lugar donde se sitúa el celebrante desde que saluda al altar, al comienzo de la celebración, hasta el inicio de los ritos de presentación de ofrendas; y desde que termina la comunión hasta el final de la misa. En ese doble movimiento de separación y proximidad entre el altar -lugar reservado al sacrificio- y la sede hay toda una teologí­a de la celebración, que no pueden negar u oscurecer los comportamientos del que preside. Por otra parte, la dignidad y significatividad de la sede reclaman que esté construida con materiales nobles y conforme a los cánones de la estética, dignidad y sencillez. La pastoral del «antes» de la celebración tiene en la sede una asignatura pendiente en lo que respecta a ubicación, simbolismo y funcionalidad.

b) El entorno celebrativo. Se entiende por entorno celebrativo el conjunto de elementos que, de una u otra forma, entran a formar parte de la celebración. Además del lugar – al que acabamos de referirnos- pueden mencionarse los vasos sagrados, los libros y vestiduras litúrgicas, y otros que podemos englobar en el capí­tulo de ‘varios’. El entorno es para la celebración lo que el marco a una pintura, la música de fondo en un lugar de trabajo, «el clima» y «el ambiente» que se respira en un lugar de convivencia, trabajo y diversión. No es necesario recurrir a ningún tipo de casuí­stica; pero es innegable que un banquete de bodas no se sirve en unos platos sucios y en un mantel sin planchar, y nadie acude a una entrevista importante con los zapatos rotos.

El entorno celebrativo tiene que caracterizarse por la sencillez, la dignidad, la limpieza, el decoro y, siempre que sea posible, una noble belleza. La pobreza cristiana no es sinónimo de descuido, desidia o falta de buen gusto. La pastoral no puede minusvalorar los mil y un detalles relacionados con el entorno celebrativo, que van desde uno misal en buen estado hasta un cáliz bien dorado, pasando por un purificador limpio y un alba planchada. A la belleza y dignidad que han caracterizado siempre la liturgia de la Iglesia -como patentiza el ‘patrimonio artí­stico eclesial’- se une la sensibilidad de nuestro tiempo por las formas de presentación y la calidad de los productos, y por todo lo que denote sencillez, funcionalidad y buen gusto.

c) Los ministerios. La celebración eucarí­stica tiene unos determinados ‘actores’: el ministro que preside, los demás ministros ordenados -si los hay-, los ministros no ordenados y los demás fieles. A cada uno de ellos corresponde realizar una función especí­fica, pero con conciencia de formar parte de un todo y de cumplir un servicio. El concilio acuñó una frase lapidaria: «En las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo lo que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (SC 28).

La «pastoral de preparación» debe individuar, por una parte, cuáles son las funciones propias de cada uno de los ministros, ordenados o no, y de los fieles en la celebración eucarí­stica; y, de otra, prepararlos para su correcto ejercicio, de modo que no se produzcan omisiones, repeticiones, confusiones o anulaciones en los diversos ministerios. Más en concreto, qué funciones son propias y exclusivas del ministro que preside, de los acólitos, lectores, salmista, schola de cantores, monitores y de los fieles (la enumeración no exhaustiva) y cuáles son comunes de toda la asamblea; y preparar a cada uno de ellos para realizar su función en consonancia con el misterio en que participa y el ministerio o servicio que ejerce.

– El ministro que preside tiene una doble responsabilidad pastoral, derivada de su condición de celebrante y de responsable de la celebración.

En cuanto ministro celebrante debe conocer: 1) los grandes tesoros celebrativos del misal actual, 2) las leyes que han inspirado la composición del leccionario, 3) el amplio margen que concede la ley litúrgica en vistas a impulsar una sana creatividad (elección del formulario del propio de la misa, de la Plegaria Eucarí­stica y, dentro de ella, también del prefacio), 4) el sentido de las oraciones presidenciales, especialmente de la Plegaria Eucarí­stica, 5) el modo de proclamar los textos: las lecturas bí­blicas, cada uno de los elementos que integran la Plegaria Eucarí­stica, etc., 6) y la importancia pastoral de la misa dominical, así­ como la de los grandes acontecimientos cristianos: Bautismo, Confirmación y Primera Comunión, matrimonio y exequias.

Como responsable de la celebración tiene las siguientes tareas: 1) disponer el entorno celebrativo, con el fin de que todo pueda desarrollarse con dignidad y piedad; 2) catequizar y preparar a los demás ministros de modo que cada uno conozca sus funciones especí­ficas y sea capaz de realizarlas adecuadamente; 3) impartir al pueblo una catequesis básica y fundamental sobre el significado de la eucaristí­a, especialmente de la dominical, y lo que las partes que en ella le corresponden, así­ como capacitarle para que participe mediante las aclamaciones, respuestas, cantos, etc.; 4) preparar los textos de las moniciones y seleccionar los cantos; y 5) crear un equipo litúrgico que se responsabilice de la recta disposición de todo el entorno celebrativo y de la preparación teórica y práctica de los monitores, lectores, acólitos, cantores, etc.

– Los ministros instituidos o de facto: lector, acólito, cantor, etc. deben prepararse para desempeñar su función con verdadera competencia. Para ello se requiere que conozcan cuál es su ministerio especí­fico y el modo práctico de realizarlo. Dentro de los ministerios tienen especial importancia la selección y preparación de los lectores y cantores; por eso han de ser bien seleccionados y preparados. Algunos criterios básicos de selección de los lectores son los siguientes: personas adultas, no niños; competentes en la lectura (sin defectos en la voz, pronunciación, tono, etc.); capaces de entender y trasmitir el mensaje que proclaman; y cristianos cuya vida no cause sorpresa o escándalo en los fieles. Los cantores, especialmente el salmista, han de tener buena voz, destreza y gusto en la ejecución, afán de servir al texto y a la asamblea, y capacidad para trasmitir el sentido y sentimiento de las composiciones que ejecutan. La pastoral ha dado un paso importante, al introducir de hecho estos ministerios en la celebración. Ahora tiene ante sí­ la tarea inaplazable de trascender la mera presencia de estos ministerios, creando un buen equipo de lectores y cantores, llenos de competencia técnica, bí­blica y litúrgica, y con una vida cristiana en armoní­a con la función que desempeñan en la asamblea.

– Los dos grandes protagonistas de la celebración eucarí­stica son el ministro celebrante y la asamblea, como lo manifiestan las celebraciones en las que las circunstancias de edad, condición, formación, etc. impiden la presencia y ejercicio de los ministerios; de ahí­ que incluso cuando éstos existen, su importancia es inferior a la del pueblo. El era el protagonista al que se referí­a el Vaticano II cuando pedí­a la participación plena en la eucaristí­a. Consecuentemente, los ministros están al servicio del pueblo, no el pueblo al servicio de los ministros. La pastoral «del antes» de la celebración tiene una importantí­sima, inaplazable y difí­cil tarea de catequesis litúrgica, que enseñe al pueblo el sentido global y particular de la celebración eucarí­stica, qué partes le son propias, cuál es su significado y cómo se ejecutan de hecho. Esta catequesis es tanto más necesaria y urgente por cuanto se parte del supuesto de que ha sido realizada, siendo así­ que no se ha dado o no se ha dado con la extensión, intensidad y pedagogí­a que exigí­a la reforma.

1.3. Aspectos nucleares de la pastoral de la celebración
La pastoral de la celebración eucarí­stica es sumamente amplia y desborda los objetivos y extensión de este artí­culo. Por ello, nos fijaremos en algunos puntos que revisten especial importancia objetiva o circunstancial. Concretamente, en las moniciones, los cantos, la liturgia de la Palabra, con especial referencia al salmo responsorial y la homilí­a, la Plegaria eucarí­stica y algunos ritos preparatorios a la comunión.

a) Las moniciones. Las moniciones son una respuesta concreta a las exigencias de actualización y de la mistagogia del misterio. Pueden ser didascalí­as o moniciones en sentido estricto. Las primeras tratan de ayudar a la asamblea a entrar en el misterio; por eso, no deben pretender decirlo todo y su estilo es evocativo. Las segundas son exhortaciones que estimulan la participación, el compromiso moral o el esfuerzo ascético; tratan de crear actitudes y su estilo es interpelante. La experiencia atestigua que no resulta fácil tener una idea clara sobre su género literario. Son un instrumento tan importante como ambiguo; más aún, pueden sobrecargar la celebración y resultar sofocantes. Además, pueden convertirse en una tentación para sustituir los gestos y el canto por la palabra, en una liturgia en la que la verbosidad es ya excesiva. Por otra parte, con frecuencia se convierten en minihomilí­as, parénesis pesadas y catequesis extemporáneas. Dado su carácter coloquial, exigen competencia, sobriedad, brevedad, claridad y sencillez; cualidades imposibles en la práctica si no se preparan previamente. Las moniciones son pronunciadas por el ministro que preside -en el caso de las presidenciales: monición inicial, `Orad, hermanos’, al inicio de la Plegaria Eucarí­stica, introducción al Padre Nuestro, etc.- o por los demás ministros. Desde el punto de vista pastoral, las mejores moniciones son como la sal: sólo se advierten en el sabor que imprimen a la celebración, no cuando se hacen notar.

b) Los cantos. El canto es uno de los pocos signos litúrgicos que han resistido la erosión general de los sí­mbolos; incluso es un valor en alza. Actualmente es uno de los elementos simbólicos más eficaces para la participación. Pueden cantarse los diálogos, las oraciones, algunos elementos de la Plegaria eucarí­stica (el prefacio, el relato de la institución, la doxologí­a final, el amén), el evangelio, los cantos previstos en el misal (Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Agnus Dei), la bendición final.

Las melodí­as son fundamentalmente de tres clases: gregorianas, gregorianizadas y modernas. Las gregorianas y gregorianizadas que aparecen en la segunda edición del Misal son sencillas; las modernas suelen ser un poco más adornadas.

El canto puede convertirse -y de hecho así­ ha sucedido con frecuencia- en un elemento ambiguo, cuando no distorsionante del misterio, tanto por el texto como, sobre todo, por la melodí­a y el instrumental que la acompaña. Pastoralmente es preciso un discernimiento guiado por los criterios siguientes: 1) los cantos más importantes de la celebración son el Sanctus y el Agnus Dei; su texto es intocable para no distorsionar o empobrecer su sentido; 2) el texto es más importante que la melodí­a, por lo que es ésta quien está al servicio de aquél, no a la inversa; 3) los mejores textos son los que se toman o inspiran en la Sagrada Escritura; 4) los cantos han de responder al tiempo litúrgico, a la celebración, al momento de la misma, a las circunstancias de el asamblea (fiesta, luto, grupo, grandes masas); 5) la competencia y dotes musicales de los cantores son prerrequisito importante; 6) la receptividad de la asamblea es un criterio importante; 7) no deben ser acogidos los cantos que por el texto, la música o ambas cosas impiden o dificultan la participación consciente y piadosa.

c) Liturgia de la Palabra. La liturgia de la Palabra es un conjunto complejo y multidimensional, compuesto de segmentos significativos, los cuales responden a una lógica que se concatena armónicamente con toda la celebración. En la liturgia de la Palabra se advierte la dinámica de una acción unitaria y progresiva: un movimiento descendente (la proclamación) y ascendente (la respuesta); la bipolaridad del anuncio (lecturas y homilí­a) y de la oración (el salmo y la plegaria universal); y la alternancia de palabra y canto. Las implicaciones pastorales que todo esto comporta son múltiples. Entre ellas sobresalen las implicadas y derivadas de la presencialidad de Cristo en la Palabra, la mediación inmediata de los lectores y del diácono, la mediación mediata del homileta y la respuesta del pueblo.

– Presencialidad de Cristo en la Palabra. La Palabra no consiste en vocablos sino en el evento que se celebra. La teologí­a de la presencia real de Cristo en su Palabra, a la que tan sensibles eran los Padres de la Iglesia, ha sido redescubierta y recupedada por la teologí­a litúrgica actual y sancionada por el concilio Vaticano II, que en la constitución de liturgia no tuvo inconveniente en afirmar que cuando se proclaman las lecturas en la celebración litúrgica, «Dios habla a su pueblo y Cristo anuncia su evangelio» (SC 7). La Escritura que se lee en la Misa no es, por tanto, tan sólo un mensaje que se anuncia con la finalidad de catequizar e instruir. Es, sobre todo, un contacto vivo y personal con el Hijo de Dios, Palabra encarnada. Por eso, la liturgia de la Palabra es un encuentro de los discí­pulos con su Señor, más aún, una comunión con El: es el diálogo de Dios con su pueblo. Eso conlleva que la liturgia y, en concreto la de la Misa, sea el marco natural de la Escritura, la cual se hace realidad viva y por ello se revela plenamente y se despliega en toda su fuerza.

La Palabra de Dios nunca lo es tanto como en la liturgia eucarí­stica. Es ahí­ donde las maravillas obradas por Dios a lo largo de la historia de la salvación no sólo vienen narradas sino también presencializadas, hechas contemporáneas y actuales al pueblo, de modo que éste pueda insertarse en ellas y prorrumpir en una explosión de acción de gracias, alabanza y gozo.

Una verdadera celebración de la Palabra requiere necesariamente familiaridad con la esa Palabra y actitud de escucha. La familiaridad es un déficit histórico de nuestras comunidades cristianas que han estado secularmente distanciadas de la Sagrada Escritura. La misma liturgia de la Palabra ha pasado por largos siglos de decadencia. Por fortuna ha sido rehabilitada de nuevo, sobre todo con la inclusión de más y mejores lecturas y el uso de la lengua vernácula, sin contar los grandes esfuerzos pastorales que se han realizado.

No obstante, los progresos en el conocimiento de la Biblia y de su función en la liturgia son todaví­a muy pequeños: interesa poco y se comprende menos. La lengua vernácula es un buen instrumento, pero no el único. Junto a él se coloca la catequesis bí­blica, que hoy por hoy sigue siendo lo más indispensable y urgente. Un aspecto concreto de la misma ha de consistir en hacer tomar conciencia de que la Palabra no es ‘un absoluto’ y ‘algo cerrado en sí­ mismo’ sino que vive y actúa en un clima de fe, puesto que es palabra salví­fica, y está orientada a la liturgia más estrictamente eucarí­stica, a la que prepara por la fe que suscita y acrecienta y en la que encuentra su plena realización.

– Palabra y ministerios. En este contexto no es difí­cil comprender que la pastoral litúrgica tiene el reto de lograr que los lectores estén iniciados en la Palabra, los salmistas sean capaces de rezar y hacer rezar con la Palabra, y los homiletas se pongan al servicio de la Palabra sin instrumentalizarla. Son ellos quienes ejercen una verdadera mediación para que Dios se comunique y revele a los hombres a través de la estructura ritual y sacramental. La distancia en el tiempo y la diversidad cultural de la Escritura quedan superadas mediante un procedimiento interpretativo. La impreparación y la improvisación pueden hacer ineficaces en buena medida esta parte de la celebración. Los ministros de la Palabra cumplen con la asamblea el servicio de hacer presente al Señor. Cuanto mayor sea el sentido de su ministerialidad, tanto mejor será la comunicación entre Dios y su pueblo.

La tradición litúrgica ha distribuido siempre las lecturas entre diversos ministros. El ideal es que haya tantos lectores cuantas sean las lecturas. Los domingos son tres: el Profeta, el Apóstol y el Evangelio. Su proclamación no es una función presidencial sino ministerial. Su ministerio no se agota con la mera proclamación. Al no ser actores impersonales, deben ser poseí­dos por la Palabra, de modo que el testimonio cristiano de su vida es un requisito necesario y precioso para la autenticidad del anuncio. Ser ministro de la Palabra es, por tanto, algo mucho más serio y exigente que una proclamación meramente mecánica y ritual.

– Palabra y homilí­a. En la primera descripción de la celebración eucarí­stica dominical que conocemos, san Justino se refiere expresamente a la homilí­a y explica cuáles son su naturaleza, finalidad y ministro. Después que el lector ha leí­do la Palabra de Dios, señala, «el que preside, hace una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos» (Apologí­a primera, 67). La homilí­a es, pues, la conversación familiar del pastor con su pueblo para ayudarle a responder mejor al mensaje que Dios le ha dirigido en la Palabra proclamada, con la finalidad de ayudarle a participar mejor en la celebración y a encarnarlo después en la vida cotidiana. La homilí­a está encadenada, por tanto, a esta triple fidelidad: a la Palabra de Dios, a la asamblea y al misterio que se celebra.

La primera fidelidad exige que el homileta capte cuál es el mensaje nuclear que Dios quiere trasmitir a su pueblo, sin tergiversaciones, reduccionismos e instrumentalizaciones. Tal fidelidad sólo está garantizada cuando el homileta se siente ministro y servidor de la Palabra de Dios en la Iglesia, pues es ella la única depositaria de la verdad viva y salvadora. La fidelidad al mensaje exige un talante pastoral de corte profético, gracias al cual el homileta tiene conciencia de ir al pueblo no por propia iniciativa sino enviado por Dios para hablarle de parte suya, trasmitiéndole con exquisita fidelidad lo que El quiere trasmitirle, incluso cuando las exigencias de Dios sean tales que pidan cambios de vida radicales y, en consecuencia, puedan originar en el pueblo displicencia, rechazo y persecución.

La fidelidad a la comunidad celebrante tiene múltiples exigencias pastorales, pues se trata de ayudarle a captar el mensaje que Dios le trasmite en este «aquí­» y «ahora», prestarle su plena adhesión y así­ celebrar ‘en espí­ritu y verdad’ el evento salví­fico de la Eucaristí­a, primero en el rito y después en la propia existencia. Esta fidelidad es imposible si el homileta no posee un conocimiento verdadero de los problemas, necesidades, situaciones, carismas y vocaciones de la asamblea, pues serí­a una homilí­a desencarnada. Por este motivo recomienda el Vaticano II que «la predicación sacerdotal… no debe exponer la Palabra de Dios sólo de un modo general y abstracto, sino aplicando la verdad perenne del Evangelio a las circunstancias de la vida» (PO 4).

El estilo de la predicación de Jesucristo es un modelo perfecto para el homileta de todos los tiempos, incluido los actuales; pues supo decir las verdades más profundas del misterio del Reino con un lenguage sencillo y a la vez bellí­simo, y con un estilo comprensible para el sabio Nicodemo y para los iletrados pastores, labradores y pescadores. La `homilí­a del camino de Emaús’ es un ejemplo concreto de adaptación y, por ello, de fidelidad.

La fidelidad al misterio comporta la inserción de la Palabra de Dios en la Eucaristí­a que se está celebrando, haciendo de puente entre la Palabra y el rito. La homilí­a no tiene, en efecto, la finalidad primaria, mucho menos única, de anunciar a Cristo, explicar su mensaje y lograr la respuesta del pueblo; pretende, más bien, realizar una verdadera mistagogia, es decir, introducir en el misterio eucarí­stico que se está actualizando, para que la asamblea lo viva en plenitud, ofreciendo, por manos del ministro y unido a él, el sacrificio de Cristo y ofreciéndose con El para, desde esta vivencia, celebrar después el sacrificio de la propia existencia en el altar del corazón.

Desde esta perspectiva no resulta difí­cil comprender que la homilí­a es un acto presidencial y pastoral de primera magnitud; el más importante del ministerio profético de un pastor durante toda la semana. Los Padres de la Iglesia fueron muy conscientes de ello, como lo atestiguan sus múltiples homilí­as dominicales y festivas, que siguen siendo modélicas en contenido, estilo y lenguaje. La Iglesia, no sin una especial iluminación del Espí­ritu Santo, ha redescubierto y revalorizado en nuestros dí­as la homilí­a, sobre todo la dominical, mandando que los ministros que presiden la Eucaristí­a la realicen obligatoriamente todos los domingos y dí­as festivos de precepto en las misas con pueblo (cf. SC 52; CIC 767-2).

Esto no comporta que la homilí­a sea un ministerio fácil; muy al contrario, siempre ha entrañado una dificultad objetiva, sobre todo por las exigencias que conlleva la Palabra de Dios. Quizás hoy resulta aún más difí­cil, cuando no «dificilí­sima», en palabras del Vaticano II (cf. PO 4), debido al ateí­smo, agnosticismo, indiferencia e ignorancia religiosa del mundo moderno, que tan negativamente está afectando a nuestras comunidades. Los pastores no deben amilanarse como Jonás, huyendo a la superficialidad, inconcreción o halago, pues esa retirada podrí­a convertirse en traición, como lo fue de hecho la de los malos pastores del antiguo Pueblo de Dios.

d) La liturgia eucarí­stica. La liturgia de la Palabra anuncia y proclama lo que actualiza la liturgia Eucarí­stica: son dos aspectos del misterio de Cristo, dos momentos complementarios. Desde este momento el rito modifica topográficamente el eje celebrativo, pasando del ambón al altar. Ahora, a diferencia de la liturgia de la Palabra, el protagonista es sacerdote, no los ministros: él es quien realiza el papel de mediador y ministro de Cristo. La liturgia eucarí­stica comporta tres momentos, que no pueden ponerse en el mismo plano, pues tienen diversa intensidad: la preparación de los dones, la plegaria eucarí­stica y la comunión. Los gestos y palabras son los mismos que usó Jesús en la última cena: tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio, y pronunció las palabras institucionales. Existe en esto plena continuidad y coherencia con las liturgias de Oriente y occidente, que a lo largo los siglos han construido la Liturgia eucarí­stica a partir de los verbos: tomar =preparación de los dones; bendecir=plegaria eucarí­stica; partir=fracción del pan; dar=comunión. Los aspectos pastorales implicados en la liturgia ecuarí­stica son muchos. Fijémonos en algunos que tienen un relieve especial, objetivo o coyuntural.

– La preparación de los dones no es ahora un rito ofertorial, como lo era en el Ordo Misae anterior, sino de presentación de las ofrendas en el altar. A Dios, en efecto, no se le ofrece pan y vino, sino el pan y el vino santificados y consagrados, es decir, convertidos en el Cuerpo y Sangre de Cristo; y eso tiene lugar en la anámnesis que sigue al relato institucional. Ahora bien, esta realidad hace que la presentación de los dones no sea una mera preparación de ofrendas, sino que expresa también la participación de los fieles en el sacrificio de Cristo, mediante la aportación de unos dones que harán posible ese sacrificio: el pan y el vino y las ofrendas son dones de la creación ya humanizados por el trabajo, que ayudan a la comunidad a dar gracias a Dios y a hacer verdadera la Eucaristí­a. El rito se refiere, por tanto, más a la acción de los fieles que han dado los dones, que a la del sacerdote que dispone el pan y el vino sobre el altar.

Los gestos de este momento son sobre todo prácticos, tienen una importancia relativa y no están aislados del conjunto. Por eso, no hay que enfatizarlos, pues se romperí­a el ritmo de la celebración, en la que hay momentos fuertes y más tranquilos, y están concatenados los diversos elementos. Por otra parte, la presentación de los dones no se refiere sólo al pan y al vino, sino también a las demás ofrendas que hacen los fieles: productos agrí­colas o manufacturados propios de la región o paí­s, que ofertan los fieles en algunas ocasiones más solemnes, y las que hacen de modo ordinario en lo que se denomina comúnmente como «la colecta». Esta deberí­a realizarse siempre antes que el ministro vaya al altar o inicie la preparación del pan y vino, y ser colocada no encima sino junto al altar, para que aparezca unida a los dones para el sacrificio y pueda así­ ser de algún modo trasformada y ofrecida a Dios; con ello aparecerí­a también que las obras de caridad y culto que con ellas se realice, proceden y están enraizadas en la Eucaristí­a.

Algunas conferencias episcopales, como la Española, se han visto obligadas a reorientar este rito, indicando que se realice con sencillez, sobriedad y verdad. No es verdadera, por un ejemplo, una ofrenda que, concluida la celebración, se devuelve al presunto donante, pues la donación incondicional pertenece a la naturaleza de la ofrenda. Probablemente sea ésta una de las partes menos comprendidas de la celebración.

– La plegaria eucarí­stica. Así­ como la Eucaristí­a es el corazón de la liturgia cristiana, la Plegaria eucarí­stica es, a su vez, el corazón de la Eucaristí­a; pues es en ella donde se actúa como en ningún otro momento la acción de Cristo y del Espí­ritu Santo, donde acontece la representación y ofrecimiento sacramental del sacrificio de Cristo y donde se prepara la mesa del Cuerpo del Señor que será luego dado y recibido en comunión. La Plegaria eucarí­stica es, por tanto, una especie de concentración de toda la historia de la salvación. Esto explica que todas las liturgias -antiguas y modernas, de Oriente y Occidente- hayan primado su contenido, lenguaje y gestos, en í­ntima dependencia, por otra parte, de lo que hizo el Señor en la última cena. Los textos que la historia nos ha legado -que han servido de fuente de inspiración de los de los compuestos ‘en época reciente- atestiguan que se trata de una Plegaria que está formada por varios elementos, que se desarrolla según a una dinámica interna bien precisa: epí­clesis, anámnesis, acción de gracias y doxologí­a, y que es pronunciada por el ministro que preside. La Plegaria eucarí­stica no es, por tanto, un conjunto de oraciones yuxtapuestas o coordinadas ni un conglomerado de elementos heterogéneos, sino una única oración en la que cada una de las partes expresa un aspecto y está unida a las demás en í­ntima dependencia interna y literaria.

En el caso de la plegaria eucarí­stica de la actual liturgia romana estos elementos son expresados y ordenados según este esquema: 1) diálogo introductorio, 2) Prefacio, 3) postsanto, 4) epí­clesis de consagración, 5) relato institucional y aclamación anamnética, 6) anámnesis, 7) epí­clesis de comunión, 8) intercesiones, 9) doxologí­a, y 10) amén conclusivo. La distinción y concatenación es más perceptible en las de nueva composición, pero también se pueden individuar en el clásico Canon Romano. Lo más peculiar de la Plegaria eucarí­stica romana es la concentración de la acción de gracias en el prefacio y la doble epí­clesis; además, en el caso del Canon, el doble bloque de intercesiones, antes y después del relato institucional. Esto no quiere decir que todas ellas sean iguales, sino que manteniendo una estructura idéntica y unos contenidos sustancialmente iguales, cada una tiene sus caracterí­sticas propias.

Desde el punto de vista pastoral son múltiples los frentes que tiene abiertos la Plegaria eucarí­stica; he aquí­ algunos.

1°) En primer lugar, es necesario que en la celebración aparezca como la parte constitutiva y estructurante de toda la celebración, es decir, como la meta hacia la que se encamina y de la que deriva toda la celebración. No es infrecuente que cause la impresión contraria, por la caí­da de intensidad de la participación de los fieles, por las prisas del celebrante y por la duración. Los dos déficits más notorios son, por parte de los fieles, su escasa y débil participación y, por parte de los ministros, su deficiente presidencia.

La participación de los fieles viene exigida por lo que constituye el núcleo de la Eucaristí­a, sacrificio de Cristo; la asamblea debe unirse a él para agradecer las obras divinas realizadas en la historia de salvación y para ofrecer, el sacrificio coofreciéndose juntamente con él. Esta participación no se logra sólo porque los fieles intervengan más, ni por la mera multiplicación de las plegarias eucarí­sticas. El silencio no es sinónimo de pasividad.

Existe un silencio activo, hecho de atención y de tensión, de receptividad consciente y de aportación personal.

Los fieles necesitan una catequesis que les libere de la falsa impresión de que lo que dice el ministro no tiene nada que ver con ellos; y de una educación ascética de concentración y esfuerzo, sin los cuales se cae en una caricatura celebrativa, que confunde participación con exterioridad y está condenado a la ineficacia. El ministro que preside habla en plural, es decir: como Cristo Cabeza, que asocia consigo a toda la asamblea. Su ministerio no es tarea fácil, pues sus actitudes y comportamientos oracionales pueden favorecer o dificultar la participación de la asamblea.

Por otra parte, su elección puede condicionar la participación de la asamblea, tanto si repite invariablemente la misma plegaria eucarí­stica como si elige según sus gustos y preferencias personales, y no según la naturaleza de la celebración y las necesidades pastorales de la asamblea. Una plegaria pronunciada deprisa, sin unción y fervor, de manera plana (como si todo tuviese la misma importancia y sentido) o con afectación y al modo de un actor de teatro son un contrasigno de la centralidad de la Plegaria eucarí­stica. Al contrario, una Plegaria eucarí­stica dicha con piedad y amor, en la que cada palabra y cada gesto tienen su sentido y entonación promueve más fácilmente la participación de todos. Entre dos plegarias eucarí­sticas, una cuidada y otra descuidada, se tiene la misma impresión que al escuchar una sinfoní­a magistral interpretada por una filarmónica profesional y por una orquesta de aficionados.

2°) Toda la Plegaria eucarí­stica, más aún, toda la Misa es una acción de gracias. Ahora bien, es caracterí­stica peculiar de la liturgia romana concentrar ésta en el prefacio. Eso explica que no sea un elemento más, sino que tenga un relieve especial.

Originariamente hubo muchos prefacios; después quedaron reducidos a unos pocos, debido a que perdieron su debida orientación; el Misal actual contiene unos cien prefacios, número que se ha visto incrementado en los misales vernáculos y con la publicación más reciente de las misas de la Virgen. Más en concreto: Adviento 4, Navidad 3, Cuaresma 9, Pasión del Señor 2, Tiempo pascual 5 + 2 propios de la Ascensión + 1 propio de Pentecostés, Tiempo Ordinario 8, comunes 7, fiestas y misterios del Señor 10, Dedicación de una iglesia 2, Espí­ritu Santo 2, Fiestas de los Santos y de la Virgen: 20 + los de la Colección de Misas de la Virgen, misas rituales 7, y diversas celebraciones, 7 de los cuales 5 son de difuntos.

Estos prefacios se pueden usar con las plegarias eucarí­sticas I, II y III, con lo que la celebración se enriquece mucho en lo doctrinal y en lo participativo. Este patrimonio tiene que ponerse al abrigo del desuso o del uso monocorde, que llevarí­a a una dilapidación inexorable y a un empobrecimiento de la celebración de la Eucaristí­a. No se trata, ciertamente, de convertir la Plegaria Eucarí­stica en un tratado de teologí­a o en una sí­ntesis de la historia de la salvación. Pero esto no conlleva olvidar que las maravillas que Dios ha obrado a favor nuestro son incontables y que el pueblo de Dios debe reconocerlas, actualizarlas y celebrarlas. El prefacio es un himno transido de estupor por esas magnalia Dei, proclamándolas y agradeciéndolas. Por lo demás, conviene no dar la impresión de que el prefacio y la aclamación del Santo son una unidad autónoma o una introducción de la Plegaria eucarí­stica; al contrario es parte y comienzo de esa Plegaria.

3°) El relato de la institución y consagración. En la Plegaria eucarí­stica la Iglesia cumple el mandato y el testamento de su Señor: «Haced esto en conmemoración mí­a». Toda ella es, por tanto, una plegaria consecratoria, como sucede en otras plegarias sacramentales, por ejemplo las de ordenación del obispo, presbí­tero y diácono. Ahora bien, como ocurre en esos supuestos, no toda ella es igualmente consacratoria en todas sus partes, sino que hay momentos más y menos fuertes, esenciales e integrales, según la distinción clásica de la teologí­a, que Pablo VI ha conservado en los nuevos ritos sacramentales de la Confirmación, Unción y Orden. El relato de la institución y consagración es el momento fuerte por antonomasia, el esencial de la celebración eucarí­stica, aquel en el que se concentra de tal modo el poder de Cristo y del Espí­ritu que representa verdaderamente «lo mismo que hizo el Señor», y, por ello, hace que lo que ahora «nosotros hacemos» para obedecer su mandato, se identifique con «lo que él hizo». Todos los demás elementos de la Plegaria eucarí­stica contribuyen a su modo al «haced esto», como contribuyen los ojos y los pies a la existencia del cuerpo humano. Pero al igual que ese cuerpo existirí­a aunque careciera de tales órganos, la Plegaria eucarí­stica tampoco dejarí­a de ser consecratoria si careciera, por ejemplo, del prefacio, las intercesiones y la doxologí­a.

El relato de la institución y la consagración son, siguiendo el mismo sí­mil, el corazón de la Plegaria Eucarí­stica, su momento cumbre. No se trata de resucitar una teologí­a validista y reductiva, como si la celebración de la Plegaria eucaristí­a se redujese a pronunciar las palabras consecratorias, sino de tomar conciencia que sólo en este momento acontece a nivel de signo lo que el Señor hizo en la última cena, que tomó el pan en sus manos, dio gracias, y se lo dio a los Apóstoles, invitándoles a comerlo porque era su cuerpo, es decir, El mismo. Y de modo semejante con el cáliz. Subyace una gran realidad teológica en la secuencia celebrativa que forman la epí­clesis que implora la acción del Espí­ritu para consagrar los dones, el relato-consagración de esos dones, y el ofrecimiento de los dones consagrados.

El relato de la institución y consagración tiene que aparecer, por tanto, como el momento culminante de la Plegaria Eucarí­stica por el modo de realizar los gestos, decir las palabras y crear el climax adecuado. Ahora se está introduciendo el uso de teatralizar ciertos gestos y partir el pan al pronunciar las palabras «lo partió»: no es éste el momento de la fracción ni es la Eucaristí­a un mimo de la Ultima Cena. En este caso, como en tantos otros, la realización amorosa de la norma establecida en el Misal asegura una celebración sobria pero profundamente verdadera.

4°) La anámnesis. El Señor mandó no sólo «hacer esto», sino hacerlo en memoria suya. Hacer memoria, celebrar el memorial es «anunciar la muerte del Señor», es decir hacer eficaz la presencia viva y operante del Resucitado y anticipar el reino escatológico. El memorial hace que nuestra alabanza no sea sólo verbal, como si se tratase de un simple recuerdo, de una narración. En la anámnesis la Iglesia hace un acto profundo de fe en la verdad de lo que ha hecho en el relato-consagración. Ella es consciente de que ha obedecido fielmente, que ha cumplido amorosamente el mandato de su Señor y, por ello, que tiene delante, de modo sacramental pero real, el sacrificio que su Señor ofreció de una vez por todas. Ella celebra ese memorial, haciéndolo presente. El memorial no es, por tanto, un mero recuerdo, la narración de algo que aconteció hace cerca de dos mil años. Es la representación sacramental del único sacrificio redentor. Consciente de lo que tiene ante sí­, la Iglesia ofrece agradecida al Padre el sacrificio de la nueva y eterna alianza y se ofrece juntamente con él.

La pastoral debe descubrir que éste es el verdadero ofertorio de la misa, el momento en el que la Iglesia ofrece al Padre el sacrificio de su Hijo Jesucristo, y ella, toda entera y cada uno de los miembros, se ofrece junto con El. Es éste un momento de máxima tensión participativa, pues todos y cada uno de los allí­ presentes han de sentirse y hacerse miembros unidos a Cristo Cabeza; y unidos de modo victimal, sacrificial, como su victimada y sacrifica está su Cabeza. Se trata, en definitiva, de hacerse con Cristo sacrificio, ofrenda espiritual, hostia viva, existencia dada al Padre con la misma radicalidad, universalidad y gratuidad de Cristo, que entregó su vida hasta la muerte, para cumplir los designios salvadores del Padre en favor de todos los hombres.

Mientras los fieles no asuman con su verdad este momento, será muy difí­cil que se adentren en el misterio que celebran y vean la necesidad ineludible de plantear su existencia en clave de amorosa entrega a los designios del Padre y hacer, en consecuencia, de su vida entera: proyectos, ilusiones, alegrí­as, penas, trabajos, etc. una ofrenda que derive y prepare la Eucaristí­a.

Este era el horizonte que contemplaba el Vaticano II cuando afirmaba que la Iglesia desea ardientemente «que los cristianos no asistan a este misterio de fe como extraños y mudos espectadores sino que (…) aprendan a ofrecerse a sí­ mismos al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él», de forma que «se perfeccionen dí­a a dí­a por Cristo Mediador en la unión con Dios y entre sí­, para que, finalmente, Dios sea todo en todos» (SC 48).

5°) La epí­clesis. La presencia operante del Espí­ritu Santo en la Iglesia, en los sacramentos y, dentro de ellos, en la Eucaristí­a es uno de los grandes descubrimientos de la teologí­a dogmática, litúrgica, espiritual y pastoral de los últimos decenios, como fruto del retorno a las fuentes originarias de la fe y de la plegaria.

Las primeras generaciones cristianas, comenzando por la de los Hechos de los Apóstoles, eran muy conscientes del papel irreemplazable que corresponde al Espí­ritu en la economí­a salví­fica. Tal conciencia quedó reflejada en la Plegaria Eucarí­stica, como atestigua la que se ha conservado en la Tradición Apostólica de san Hipólito y en las demás paleoanáforas, tanto de Oriente como de Occidente.

Es verdad que en el Canon Romano no se hace mención explí­cita del Espí­ritu Santo ni antes ni después del relato institucional, pero parece que a El se refieren algunos textos de esa Plegaria clásica. De hecho, cuando se compusieron en el posconcilio las nuevas plegarias eucarí­sticas, uno de los criterios adoptados en su composición fue mantener la doble epí­clesis, por considerarse que ésa es una de las peculiaridades de la plegaria eucarí­stica romana. De cualquier modo, las plegarias de nueva composición tienen una epí­clesis explí­cita de consagración y otra de comunión, lo cual supone un gran enriquecimiento.

En la primera se pide al Padre que enví­e el Espí­ritu -por cuya intervención el Verbo-Hijo de Dios se encarnó en el seno purí­simo de Marí­a- para que trasforme el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo; en la segunda, que ese mismo Espí­ritu santifique y trasforme a los comulgantes en un solo cuerpo y en un solo espí­ritu; es decir: se pide que se realice primero el Cuerpo Eucarí­stico de Cristo y después su Cuerpo Eclesial. Uno y otro no se realizan sin la intervención del Espí­ritu Santo.

La invocación al Padre por medio de Cristo para que enví­e al Espí­ritu muestra la actitud orante de la Iglesia, que no dispone de poderes y dones: todo lo que posee y distribuye proviene de Dios y lo recibe como don. Y lo que es don no puede exigirse, sino suplicarse. El gesto del sacerdote -con sus manos levantadas y abiertas, y el espí­ritu reverente- muestra a la Iglesia reunida en asamblea para suplicar y recibir del Padre el Espí­ritu, don supremo y principio de todo don. Las palabras del Señor, repetidas por el sacerdote en el relato institucional, son las que cambian el pan y el vino, pero esas palabras adquieren capacidad y fuerza por el Espí­ritu.

No se trata de dos acciones diversas, sino de una sola: Cristo glorificado actúa por medio del Espí­ritu Santo. Ahora bien, la presencia eucarí­stica, fruto de la primera invocación-acción del Espí­ritu, no es estática sino que tiende a que los comulgantes puedan unirse o comunicar con la persona de Cristo. Para ello, se requiere la intervención del Espí­ritu Santo; por eso existe la segunda epí­clesis o invocación.

Todos los textos de las nuevas plegarias eucarí­sticas manifiestan con claridad cuál es el fruto de esa participación en el Cuerpo de Cristo: la gracia de la unión entre los participantes, la unidad de la Iglesia, llamada a convertirse en el cuerpo con Cristo, más aún, en un solo cuerpo animado por el único Espí­ritu, unificador y santificador. Este mismo Espí­ritu convertirá la existencia cristiana en una prolongación del acto sacramental: una ofrenda viva en Cristo realizada por la acción del Espí­ritu Santo.

La pastoral litúrgica tiene aquí­ un reto importante, tanto en lo que respecta al uso de todas las plegarias eucarí­sticas como a la comprensión y vivencia de la presencia y acción del Espí­ritu en la celebración eucarí­stica.

– La paz. Después del Padre Nuestro, el sacerdote recita una oración dirigida a Cristo que dijo a los Apóstoles «mi paz os dejo, mi paz os doy», para que conceda a su Iglesia «la paz y la unidad»; después dirige el saludo «la paz del Señor esté siempre con vosotros», invitando a intercambiar «fraternalmente la paz»; luego viene el canto del Cordero de Dios que concluye con la súplica «danos la paz». El don de la paz es pedido, obtenido y distribuido: desde Cristo baja a todos y une en El a los que van a comulgar en el banquete de su sacrificio mediante la comunión de su Cuerpo y de su Sangre. Todo el contexto del rito aclara de qué paz se trata: no es una paz cualquiera, sino la paz de Cristo, la paz que brota de la reconciliación del hombre con Dios, obtenido por Cristo-con su muerte y resurrección. El es su autor y mediador, más aún, es la misma paz, la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí­.

El gesto de la paz no es, por tanto, un simple gesto de amistad y de saludo, o de felicitación, sino de profunda comunión en Cristo. Antes de participar en la misma mesa eucarí­stica del mismo pan es preciso demostrar el sentido de la comunión fraterna: somos la comunidad de los hijos de Dios reconciliados por Cristo, unidos en plena y alegre comunión. ¡Qué lejos está en -no pocos casos- de su genuino sentido el actual rito de la paz! ¿Será posible, concluida la celebración, expandir en la vida ordinaria la paz de Jesucristo, si en la celebración desvirtuamos o trivializamos el hondo sentido del exigente «daos fraternalmente la paz»?
– La comunión. Los dones son presentados para ser consagrados, ofrecidos y comulgados. El Cuerpo y la Sangre de Cristo, ofrecidos por nuestros pecados, nos son dados para que los comamos y bebamos. La comunión es, por tanto, no simple comunión sino comunión sacrificial, comunión en el Cuerpo entregado y en la Sangre derramada por nuestros pecados y los de todo el mundo. La comunión no es tampoco «un añadido», una devoción o un premio; es, más bien, la conclusión lógica, natural, de una misma acción, en la que deberí­an participar todos los que han tomado parte hasta ahora en la celebración; (de ahí­ que los pastores deban recordar las advertencias de san Pablo (1 Cr 11, 27-29) respecto a hacerlo en gracia de Dios, adquirida por la pertinente confesión sacramental (cf. CIC, c. 916; CCE 1385 y 1457).

Ante el «tomad y comed» del Señor, la respuesta coherente deberí­a ser comulgar el Cuerpo que se nos ofrece para que lo comamos. Por otra parte, el gesto deberí­a mostrar que existe plena continuidad entre tomar el pan-consagrarlo-ofrecerlocomerlo, la cual que no aparece cuando es distinto el pan consagrado-ofrecido, y el pan comido. En otras palabras, los fieles deberí­an comulgar las hostias consagradas en la celebración en la que están tomando parte, en lugar de comulgar las reservadas en el Sagrario.

Ciertamente, no es menor ni distinto el don que está reservado del que está en el altar; pero el lenguaje de los gestos, que es el propio de la liturgia, contribuye a clarificar u oscurecer la verdad de lo que se celebra. Se comprende que los pastores encuentren dificultades prácticas en las misas muy concurridas, sobre todo, cuando se trata de grandes aglomeraciones. En cambio, se comprende menos que eso ocurra los dí­as ordinarios y los domingos. Los dí­as feriales incluso serí­a posible usar formas grandes que se fraccionarí­an en la misma celebración, mostrando así­ que es verdad que «todos comemos del mismo pan», Cristo, con la consiguiente e ineludible consecuencia de «convertirnos en un mismo pan» con Cristo y con los hermanos.

2. Pastoral «después de» la celebración
A casi dos mil años de distancia impresiona la respuesta de los mártires del Abitene a quienes les apresaban: «Sí­ sabí­amos que está prohibido reunirnos en domingo, pero nosotros no podemos pasar sin celebrarlo». Ellos, como los demás primeros cristianos, no concebí­an un domingo sin reunirse en asamblea y celebrar la Eucaristí­a, pues era ahí­ donde se encontraban con el Resucitado, que se hací­a presente entre ellos de forma tan invisible como verdadera. «Sin Eucaristí­a no hay domingo», se convirtió pronto en un axioma vital cristiano. La presencia del Resucitado -del Kyrios, del Señor- entre los suyos por medio de la Eucaristí­a -que como se sabe condicionó incluso la denominación del domingo kiriake emera, -dies Domini, dí­a del Señor- era la fuente de la que sacaban luz y fuerza para llevar una existencia admirada por todos, según la carta a Diogneto, y ser testigos de Cristo incluso sufriendo el martirio. La Eucaristí­a está, por tanto, en el centro de la fe y vida de la Iglesia desde sus mismos orí­genes.

La historia del domingo y, más en concreto, de la eucaristí­a dominical no hace sino ratificar esta persuasión. Tras todos los avatares y vaivenes de esa historia late siempre la misma persuasión teológico-existencial: la Eucaristí­a pertenece a la esencia del domingo; por tanto, es necesario conservarla, incluso recurriendo a un precepto grave que estimule, sobre todo, a los cristianos menos fervorosos.

Los frutos cosechados quizás puedan evaluarse mejor confrontando la vida de los cristianos que, a pesar de sus debilidades y pecados, participan con asiduidad en la misa de cada domingo y la de aquellos que no lo hacen nunca. No le faltaba razón a Guardini cuando decí­a, incluso poéticamente, que la vida de las parroquias se evalúa por la proyección de la sombra del campanario. Cuanto mayor es el número de los fieles que se dejan acariciar por ella al venir a la misa dominical cada semana, tanto mayor será la vitalidad cristiana de esa comunidad. Los mismos fieles comparten esta opinión y tienen la convicción arraigada de que la Eucaristí­a dominical está en el centro de su vida.

Justamente por esto, los documentos del último concilio insisten en afirmar que la Eucaristí­a es la «fuente y cumbre de la vida cristiana» (LG 11), la «fuente y cumbre de toda evangelización» (PO 5), «fuente de la vida de la Iglesia» (UR 15). Pablo VI incluso llegó a decir: «Si la sagrada liturgia ocupa el primer puesto en la vida de la Iglesia, el misterio eucarí­stico es como el corazón y centro de la sagrada liturgia, en cuanto es la fuente de la vida que nos purifica y corrobora de modo que ya no vivamos para nosotros mismos sino para Dios y nos unamos entre nosotros con el ví­nculo de la caridad» (Mysterium fidei). Tanta insistencia no sólo pretende inculcar una convicción personal sobre lo que es la Eucaristí­a, sino ayudar a convertirla efectivamente en el momento culminante de nuestra existencia cristiana y en la fuente de la que se saca la gracia y fuerza necesaria para ser discí­pulos verdaderos y creí­bles de Jesús.

¿Cómo lograrlo? En primer lugar, tomando parte activa en la celebración, de modo que cada dí­a nuestra participación sea más verdadera y más intensa.

Esta participación -que siendo insuficiente condiciona, a la vez, todo lo demás-tiene que desembocar en una existencia en la que cada uno convierte en hostia, ví­ctima, ofrenda espiritual su vida profesional, familiar y social.

La pastoral litúrgica ha dado ya pasos importantes dentro de la celebración. Bastarí­a recordar el esfuerzo desplegado en las homilí­as y moniciones para unir la liturgia de la Palabra con la liturgia estrictamente eucarí­stica y para estimular la comunión sacramental. Queda mucho trecho por recorrer, pero estamos en el camino. En cambio, se tiene la impresión de que el itinerario que va desde la celebración eucarí­stica a la vida y desde la vida a la celebración eucarí­stica se encuentra en una situación que no va mucho más allá que una buena declaración de principios.

Sin embargo, es preciso realizar ese itinerario, pues sólo y en la medida en que cada comunidad cristiana y cada uno de los miembros que la integran diga su misa en el altar de su corazón, será realidad que la Eucaristí­a es el centro de la vida de la Iglesia y de cada cristiano. La misa que se celebra en el altar de cada comunidad parroquial debe ser fuente que riega y hace madurar frutos abundantes de servicio, de entrega, de compromiso por la justicia y la paz, de solidaridad con todos los hombres sin distinción de raza y condición, especialmente con los más pobres y necesitados, de convivencia y comprensión, en una palabra: de vida con obras.

Los presbí­teros que tienen cura de almas han de sacar de la celebración eucarí­stica la fuerza profética para anunciar a Cristo muerto y resucitado con claridad y constancia; el alimento que nutre su caridad pastoral, hasta convertirse en el buen pastor que se sacrifica, que da la vida por todas sus ovejas; en la corriente que vivifica su ministerio sacramental, sobre todo el del Bautismo, Confirmación y Reconciliación. Con la Palabra suscitan y alimentan la fe de sus ovejas y con la fe les conducen hasta el sacramento; y, al contrario, desde el sacramento, se sienten impulsados a crear comunidades que comulguen a Cristo por la fe en su Palabra antes que y a fin de que puedan comulgarlo en la Eucaristí­a.

BIBL. – Dada la abundante bibliografí­a sobre la materia, remitimos a algunos Manuales de liturgia más recientes. J. A. ABAD, La celebración del Misterio cristiano, Pamplona 2000; J. Lí“PEZ, La liturgia de la Iglesia, Madrid (BAC, Col. Sapientia fidei), 1994; A. G. MARTIMORT, La oración de la Iglesia, Barcelona 1987; y a las obras -y bibliografí­a adjunta-: J. ALDAZíBAL, La Eucaristí­a, Barcelona 1999, pp.; y V. RAFFA, Liturgia eucarí­stica, Roma 1999, pp.199-493.

José Antonio Abad

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios «MC», Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

La eucaristí­a, con toda la economí­a sacramental que encierra, es el «signo» querido por el mismo Cristo y por él continuamente repetido, nada menos que con una presencia personal y real, para mediar entre el «signo» definitivo e inagotable del amor de Dios que es la pascua, y el signo de su Iglesia. Esta es, en efecto, la comunidad de aquellos que «se acuerdan» de Jesucristo y de su misterio pascual, y que en virtud del propio Cristo, que se hace presente entre ellos mediante la eucaristí­a, se aman como él los ama y, dando testimonio del amor hacia todos, intentan introducir a todos en esta comunión de amor que viene de Dios. Por eso conviene superar un concepto un tanto impersonal y mecánico de la relación entre eucaristí­a e Iglesia, como si la Iglesia, hecha por la eucaristí­a, fuera una entidad separada de la libertad, de la inteligencia, de la correspondencia de los bautizados. No hay verdadera y plena eucaristí­a sin la participación personal del creyente… La eucaristí­a es verdaderamente entendida y acogida no sólo cuando se hacen determinadas cosas respecto a ella (cuando la celebramos, cuando la adoramos, cuando la recibimos con las debidas disposiciones, etc.), o cuando se hacen determinadas cosas a partir de ella (cuando nos queremos, cuando luchamos por la justicia, etc.), sino también y, sobre todo, cuando se convierte en el «modo», la fuente y el modelo operativo que da su impronta a la vida comunitaria y personal de los creyentes. En la eucaristí­a se hace presente y operante en la Iglesia el Cristo del misterio pascual. Es el Hijo que escucha obediente la palabra del Padre. Es el Hijo que en el momento de dar su vida por amor, encuentra en la dramática y dulce plegaria que dirige a su «Abbá». el valor, la medida, la norma de su comportamiento hacia los hombres. Por tanto, la celebración eucarí­stica se realiza a sí­ misma cuando consigue que los creyentes den «su cuerpo y su sangre», como Cristo, por los hermanos, y, puestos de rodillas, en actitud de escucha y acogida, reconozcan que todo esto es don del Padre.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. Precedentes en las religiones y en el AT.: 1. En las religiones: banquete y sacrificio de «comunión»; 2. El convite en el AT.-II. La Eucaristí­a y la Trinidad en el NT: 1. Sinópticos; 2. Juan; 3. Cartas de Pablo; 4. Hechos y Apocalipsis.-III. Eucaristí­a y Trinidad en la tradición patrí­stica: 1. Eucaristí­a y Trinidad en la tradición anterior a Nicea; 2. La Eucaristí­a y la Trinidad en la patrí­stica posterior.-IV. Eucaristí­a y Trinidad en las anáforas eucarí­sticas: 1. Referencias más antiguas; 2. Anáforas «anamnéticas» y «epicléticas».-V. Eucaristí­a y Trinidad. Dimensión ecuménica: 1. El diálogo católico-luterano; 2. El diálogo católico-anglicano; 3. El diálogo Iglesia católica-Iglesia reformada; 4. El Documento de Les Dombes (1972); 5. Los documentos de «Fe y Constitución»; 6. El diálogo católico-metodista; 7. El diálogo Iglesia católica – Iglesia ortodoxa.-VI. Trinidad-Eucaristí­a-Iglesia.

I. Precedentes en las religiones y en el Antiguo Testamento
1. EN LAS RELIGIONES: BANQUETE Y SACRIFICIO DE «COMUNIí“N». El alimento representa una forma importante de «comunión» del hombre con la divinidad, en las religiones ancestrales. Para los antiguos pueblos cazadores o recolectores, la oblación sacrificial iba vinculada en buena parte al sustento cotidiano: de la caza (o de los frutos recogidos al azar), una porción -la «ofrenda primicial»- era reservada para la divinidad. Con un doble sentido: como «desacralización» del alimento -que permití­a al hombre adueñarse de algo que se consideraba posesión de la divinidad y don suyo-; y a la vez como «sacralización», o intento de devolución agradecida a Dios de los bienes recibidos de él.

Este sentido de comunión pervivirá en las religiones agrarias. Con el cultivo de la tierra, el hombre empieza a disponer de un peculio propio. Ofreciendo a Dios los frutos de su trabajo, o los animales domésticos, el ser humano hace oblación de sí­ mismo, al dar aquello que constituí­a su único sustento. En este perí­odo la oblación (aunque más ritualizada) sigue unida al banquete: una parte del animal, sacrificado para servir de alimento al hombre, era ofrecida a la divinidad y quemada no en un fuego sagrado, sino en el mismo hogar en el que se aderezaba el alimento. La ofrenda sacrificial tení­a lugar en la casa -o en él entorno humano-, aún no en el templo.

Luego, la sobreabundancia de bienes conducirá a una mayor ritualización del sacrificio: a la oblación de cosas superfluas, a la disociación entre banquete y sacrificio y a una acentuación del sacrificio como pura inmolación (y más aún: como combustión -incluso total- de la ví­ctima en el holocausto). Sobreviene así­ la desvinculación entre la vida del oferente y el sacrificio ritual ofrecido, así­ como entre el ámbito «sacro» del templo (el terrenos) y el profano. Algo que los profetas recriminarán a Israel.

Sin embargo, nunca se perdió del todo -en la antigüedad- la unión entre sacrificio y banquete (o «sacrificio de comunión»). De hecho en Israel el holocausto (o combustión de la ví­ctima) es una costumbre tardí­a, mientras aparecen como más antiguos, en el culto, los convites sacrificiales (cf. 1 Sam 1,4-18; 9,12s; 14, 31-35), o sagrados (Lev 10,12-18), unidos a la fiesta y al regocijo en presencia de Yahvé (cf. Dt 12,4-18; 6,10-17), y a la comunión con él (cf. 2 Sam 9,7; 2 Re 25,27-30). En ellos se otorga la paz (Gén 43,25) y la protección divinas (Jue 19,15s)’.

2. EL CONVITE EN EL AT. No hay en el AT referencia alguna al misterio de la Trinidad (ajeno al radical mono-teí­smo judí­o). Pero cabrí­a hablar de ciertos precedentes, pues «el Nuevo Testamento está latente en el Antiguo». Lo que nos permitirí­a ver, en el AT, ciertos «vestigios» o «signos umbrátiles» de un misterio que encontrará su revelación plena en el Nuevo.

En el AT cabe señalar dos antecedentes principales.

1) La actuación de Yahvé, de su Sabidurí­a y de su Espí­ritu: la alianza y elbanquete. a) Las actuaciones de Yahvé se desdoblan en una triple vertiente. En primer lugar como Creador de todas las cosas, incluso del alimento para el hombre (cf. Gén 1,11s.29). El abre su mano y sacia de favores a todo viviente. Hace fructificar los campos, que se visten de mieses, dando al hombre el trigo y la vid, el pan y el vino (cf. Sal 64,10-14; 81,16; 103,14-15.27; 145,15), signos de riqueza y fertilidad. Por eso la bendición de los patriarcas a sus hijos implora de Yahvé una numerosa des-cendencia, junto con «la abundancia de trigo, de vino y aceite» (cf. Gén 27,28: Dt 8,8s; Jl 2,24; Zac 9,17).

En el éxodo, Yahvé se muestra además como el que alimenta y sostiene al pueblo hambriento, y le enví­a el maná (Ex 16; Núm 11; Dt 8; cf. Sal 78,32ss; 105,40; 106,13-15; Sab 16,20-29). A su vez, en el Sinaí­, el sacrificio de la alianza culmina en un banquete: después de la aspersión de la sangre, Moisés, Aarón y los setenta ancianos vieron a Yahvé, el Dios de Israel, «y comieron y bebieron» (Ex 24,8-11). Un convite que es signo vivo de la comunión-alianza entre Dios y su pueblo.

Finalmente Yahvé aparece como el anfitrión del banquete escatológico del reino: él preparará sobre el monte Sión un convite universal, para «todos los pueblos» (Is 25 6-8). Dios mismo parece ser, además del dador, el don salví­fico que se ofrece al hombre, en un convite donde culminan el reinado de Dios y la plenitud de la salvación. Otra invitación similar a un banquete universal será -para el Deuteroisaí­assigno de una nueva «alianza sempiterna» (Is 55,1-5; cf. Prov 9,1-6).

b) El convite de la Sabidurí­a de Yahvé. La Sabidurí­a se presenta como un atributo de la divinidad: es «una efusión de la gloria del Omnipotente», «reflejo de la luz eterna» e «imagen o irradiación de su excelencia» (Sab 7,25s; cf. 7,22 a 8,8). Pero a la vez muestra cierta personalidad junto a Dios (habla y actúa como consejera, o como arquitecto que colabora en la creación divina: Prov 8,22-31; cf. 1 al 9). Surgida de la boca del Altí­simo y enviada a Israel (Eclo 24), «mató sus ví­ctimas y mezcló su vino»; aderezó su mesa y preparó un festí­n al que invita a los sencillos para que adquieran la sabidurí­a: «venid y comed mi pan y bebed mi vino» (Prov 9,1-6). También aquí­ (como en Is 55,1-5) lo que se da en alimento es la misma Sabidurí­a divina: «Venid a mi cuantos me deseáis y saciaos de mis frutos», porque recordarme y poseerme es más dulce que la miel. «Los que me coman quedarán con hambre de mí­ y los que me beban quedarán de mi sedientos» (Ecclo 24,25-29). Este festí­n de la Sabidurí­a se identifica con la Palabra de Dios, verdadero alimento para el hombre: Ezequiel habla del libro de la Ley que Yahvé le da a comer: «llena tu vientre e hinche tus entrañas de este rollo que te ofrezco. Lo comí­ y me supo a mieles». Entonces el Espí­ritu se posesiona del profeta, impulsándolo a proclamar la palabra que le ha servido de alimento (Ez 3,1-5.10-15; cf. Jer 15,16).

c) También el Espí­ritu de Yahvé aparece unido al alimento otorgado por Dios. Yahvé enví­a su Espí­ritu y crea y repuebla la faz de la tierra (Sal 104,27-30; Job 34,14s; Eclo 12, 7). Con la donación de un «Espí­ritu nuevo», fuente y principio de una «alianza nueva», vosotros seréis mi pueblo «y yo llamaré al trigo y lo multiplicaré y no tendréis hambre. Multiplicaré los frutos de los árboles y los de los campos» (Ez 36,27). El Espí­ritu actúa como dador de vida y de sustento.

2) La trí­ada anterior (Yahvé, su Sabidurí­a y su Espí­ritu) puede encontrar su mejor expresión en la «triunidad» bajo la que Yahvé se manifiesta a Abrahán en figura de «tres hombres» (Gén 18,1s; o como Yahvé y sus «dos ángeles»: Gn 18,22;19,1). Abrahán se postra ante ellos, invitándolos a comer; y ordena a Sara preparar unos panes y leche, y sacrificar un ternero, «y se lo puso todo ante ellos», permaneciendo a su lado (Gén 18,6-8) en actitud de atento servicio. En un curioso juego entre el singular y el plural, Abrahán llama a los tres personajes «Señor mí­o», usando acto seguido el plural: «os traeré un bocado de pan, os confortaréis y seguiréis» (v. 1.5)
En el banquete uno de los misteriosos invitados anuncia la maternidad de Sara, a pesar de su vejez, pues «nada hay imposible para Yahvé» (Gén 18,13-14). Y promete a Abrahán una futura descendencia, «un pueblo grande y fuerte», al que rendirán pleitesí­a todas las naciones (Gén 18, 17s); y que nacerá de Isaac, el «hijo único» (a la vez que «hijo de la visitación» de Yahvé: cf. Gén 21). Así­, en el convite, la presencia de Yahvé -en «tres personas»-, se muestra como fuente de vida, así­ como de una comunidad -el pueblo numeroso- que surge de la poderosa palabra de Yahvé.

La escena se repite con Lot, sobrino de Abrahán. «Levantáronse los tres varones y se dirigieron hacia Sodoma» (Gén 18,16), donde Lot los invita «a su casa, les preparó de comer, y coció panes ázimos, y comieron» (Gén 19,1-3). Este banquete se convierte en fuente de gracia y de juicio: es el origen de la salvación de Lot y su familia, conducidos fuera de la ciudad por los misteriosos personajes; e inicio de la ira de Yahvé por la liviandad de los moradores de Sodoma (Gn 19,9ss).

El pintor ruso Andrei Rublev (1425) inmortalizó este relato en el famoso icono de la Trinidad: donde tres personajes con el bastón en la mano, sentados en torno a una mesa, entrelazan su mirada en un gesto de amorosa unidad e identidad misteriosa.

II. La Eucaristí­a y la Trinidad en el Nuevo Testamento
1. En los Sinópticos está poco desarrollado el binomio «Eucaristí­a-Trinidad». El convite sólo aparece enmarcado en la relación Padre (reino de Dios)-Jesús el Hijo, tanto en las comidas durante la vida de Jesús como en la última cena. En cambio es difí­cil encontrar pasajes que relacionen al Espí­ritu con el convite. Sólo Lucas, en el contexto del Padrenuestro, y tomando pie de la bondad de un padre terreno que da pan -y no una piedra- al hijo que se lo pide, dice: «cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espí­ritu Santo a los que se lo pidan» (Lc 11,5-13), estableciendo cierta relación entre el don del pan y del Espí­ritu.

Respecto a los convites en la vida de Jesús, las parábolas propugnan una estrecha conexión entre el festí­n y la presencia actuante del reino de Dios. Mateo, y en especial Lucas, hablan del futuro banquete del reino como abierto a todos los pueblos, mientras los hijos de Israel serán echados fuera (cf. Mt 8,11-12 y Lc 13,15; y en parábolas: Mt 22,2-10 y Lc 14,16-24). Pero sobre todo resalta el gesto insólito de Jesús al invitar a los pecadores, apelando –como última razón- a una sabidurí­a escondida (cf. Mt 11,18s), que no es otra que la del padre del hijo pródigo, quien invita a éste a un banquete (Lc 15). Jesús afirma así­ que el reinado de Dios (que él encarna ya en los milagros y el convite) se remonta al gesto de «comunión» del mismo Padre celestial, abierto no sólo a los cercanos sino también a los alejados.

Este dinamismo culmina en la última cena, que Jesús vincula expresamente con el banquete del reino de Dios (Mc 14,25; Lc 22,16-18; o «de mi Padre»: Mt 26,29). Lucas incluso identifica el reino del Padre con el reino de Jesús, y su mesa con la mesa del Padre (Lc 22,29-30), destacando aún más la identidad de la cena con el banquete escatológico (cf. Is 25, 6-8). Si bien en todo este contexto de convite no hay referencia alguna al Espí­ritu, sino sólo al Padre y al Hijo en su mutua relación.

2. En el evangelio de Juan encontrará un notable desarrollo la dimensión trinitaria de la eucaristí­a. Así­ se refleja en el discurso del Pan de vida (Jn 6), y en la última cena (Jn 14 a 16).

El discurso del pan de vida contiene la formulación trinitaria más explí­cita de los evangelios en relación con la eucaristí­a. Destaca, en primer lugar, la iniciativa del Padre, que habiendo alimentado a Israel con el maná, ahoranos da el «verdadero pan del cielo»: la persona de Jesús, «pan de Dios que bajó del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,31-34). Además de «pan del cielo» y «pan de Dios», Jesús se llama también «pan de vida»: «Yo soy el pan de vida: el que viene a mi, ya no tendrá más hambre; y el que cree en mi jamás tendrá sed» (Jn 6,35; cf. 48-50)5. Esta relación inicial Padre-Hijo, dará paso luego a una afirmación cristológica: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6,51). El «pan de vida» que procede del Padre, aparece ahora como el «pan vivo»: Cristo, que vive por el Padre, y da su carne y su sangre para la vida del mundo, en la entrega de sí­ mismo (en la muerte y resurrección) prolongada en su donación como alimento para nosotros (Jn 6,51-57). A través de la fe y la comida, el creyente participa de la comunión de vida eterna que el Padre «viviente» comunica al Hijo (Jn 6,57-58).

Esta comunión de vida entre el Padre y el Hijo, de la que participamos por el Pan de vida, no acaece al margen del Espí­ritu en cuanto dador de vida, y que se manifiesta sobre todo a partir de un Jesús que sube «allí­ donde estaba antes», por su resurrección y exaltación a la diestra del Padre. De ahí­ la importancia del Espí­ritu para la eucaristí­a: sin él los dones -y aún la misma carne y sangre- serí­an algo inerte, no vivo ni vivificador, pues «el Espí­ritu es el que da vida; la carne sola no aprovecha para nada. Y las palabras que yo os he hablado son Espí­ritu y Vida» (Jn 6,62-63). Esta conjunción: Vida (del Padre), Palabra viva (de Jesús, Pan vivo e Hijo del hombre) y Espí­ritu vivificador, resumeel discurso del Pan de vida como fuente de comunión con la Trinidad.

1 Jn 5,6-8 relaciona el Espí­ritu con la eucaristí­a (si bien ahora con la sangre del Señor). El Espí­ritu de la verdad respalda la fe en Jesús, el Hijo de Dios, «que vino por medio del agua y la sangre». Porque «tres son los que dan testimonio: el Espí­ritu, el agua y la sangre, y estos tres son uno». El sentido trinitario se acentúa en la conocida glosa de la Vulgata: «porque tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espí­ritu Santo, y estos tres son uno. Y tres son los que dan testimonio en la tierra: el Espí­ritu, el agua y la sangre, y estos tres son uno»
La dimensión trinitaria reaparece en la última cena, donde Jesús se sitúa en relación con el Padre y el Espí­ritu. En un primer pasaje (Jn 14,7-26) Jesús afirma que él está en el Padre y el Padre en él. Por ser igual al Padre, ambos poseen el mismo Espí­ritu, y por eso puede comunicárnoslo. En este contexto Jesús asegura: «vendré a vosotros» para establecer una comunión vital por la que «yo vivo y vosotros viviréis», porque «yo estoy en mi Padre, vosotros en mi y yo en vosotros». Comunión vital que no acaece al margen de la eucaristí­a. Otro texto (Jn 15,9-13.26-27) habla del amor del Padre prolongado en el Hijo, y en el que deben permanecer los discí­pulos. Para ello vendrá el Espí­ritu «que yo os enviaré de parte del Padre». Esta comunión de amor incluye la vertiente eclesial así­ como la eucarí­stica: la unión entre los sarmientos y la vid. Un tercer pasaje vuelve a subrayar la comunión vital entre el Padre y el Hijo, que nos es comunicada a través del Espí­ritu: «él me glorificará, porque tomará de lo mí­o y os lo dará a conocer. Todo cuanto tiene el Padre es mí­o: por eso os he dicho que tomará de lo mio y os lo dará a conocer» (Jn 16,13-15).

Para Juan, pues, no basta con la comunión con la «carne y la sangre», sino que es preciso participar de la vida divina -o «vida eterna»-, a través del Espí­ritu, comunión viva entre el Padre y el Hijo. Por eso el efecto último de la eucaristí­a -según Juan- «es introducir al creyente en la vida trinitaria», como se desprende de la fórmula de la mutua inmanencia entre Cristo y el Padre, y entre el «comulgante» y Cristo: «El que come mi carne y bebe mi sangre está en mi y yo en él». Y así­ como «yo vivo por el Padre, el que me come vivirá por mi»
3. En las cartas de Pablo cabe apelar al «pan espiritual (pneumatikón bróma)» y la «bebida espiritual (pneumatikón poma)», que alimentaron al pueblo de Israel en el desierto, pues bebí­an de la «roca espiritual (pneumatikés petras)» que era Cristo (1 Cor 10,1-4). En este pasaje -similar al de Jn 6, aunque anterior- se presupone a Dios como dador de ese alimento espiritual (cf. v.6) que es Cristo mismo como don, anticipado en y por el Espí­ritu.

Otro texto nos habla del Espí­ritu Santo como factor de unidad y de comunión en el único cuerpo (eclesial) de Cristo, aún siendo muchos sus miembros. Dado que todos hemos sido «bautizados en un sólo Espí­ritu» y todos «hemos bebido de un mismo Espí­ritu», formamos todos un solo cuerpo (1 Cor 12,12-13), siendo «uno mismo el Espí­ritu», «uno mismo el Señor» y «uno mismo el Dios (Padre) que obra en todos todas las cosas» (1 Cor 12, 4-11). Estos pasajes son el colofón de los cap. 10 y 11 de 1 Cor, que tratan de la eucaristí­a. De modo que, para Pablo, «la eucaristí­a, penetrada del Pneuma divino, nos lo comunica como fuerza que nos integra en la unidad del cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12,13)». En realidad todos -judí­os o griegos, hombres o mujeres- hemos sido hechos uno en Cristo, y por ello hijos por medio del Espí­ritu de su Hijo (cf. Rom 8,3.9.11.14; Gál 3,28 a 4,7). Por eso para Pablo la «comunión» (koinoní­a) dice relación al cuerpo de Cristo, tanto eclesial como eucarí­stico (cf. 1 Cor 10,16-17; Rom 12,5), así­ como a la Trinidad: «la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espí­ritu Santo» (2 Cor 13,13; cf. también 2 Cor 1,21-22; Ef 1,3-14; Flp 2,1).

4. En los Hechos de los Apóstoles y en el Apocalipsis. En los Hechos, la «comunión» se refiere sobre todo a la Iglesia; pero también a la «fracción del pan». He 2, 44 así­ como 4, 32 insisten en que los fieles «todo lo poseí­an en común»: «viví­an unidos» y «tení­an un sólo corazón y un alma sola». Al mismo tiempo se resalta la «alabanza a Dios (Padre)» (He 2, 47) y la proclamación de la «palabra de Dios» con libertad (He 4, 31). Pero sobre todo ambos textos relacionan la fracción del pan con la resurrección de Cristo y la efusión del Espí­ritu. Así­ He 2, 44 viene a continuación de Pentecostés y del anuncio de Pedro: Cristo, «exaltado a la diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espí­ritu Santo, lo derramó» sobre vosotros (He 2, 33). Fruto de esa donación es precisamente laescucha de la enseñanza de los apóstoles, y sobre todo la perseverancia en la fracción del pan y en la oración (He 2, 41-42). A su vez, He 4, 31-33 va unido al testimonio, «con gran poder», de la «resurrección del Señor Jesús», y a una nueva efusión del Espí­ritu («todos fueron llenos del Espí­ritu Santo»). En ambos pasajes se hace patente, pues, la referencia al Padre, al Hijo y al Espí­ritu, como fuente de la que provienen la fracción del pan y la «comunión».

El Apocalipsis habla de la cena del Señor («yo entraré y cenaré con él y él conmigo») en relación con el reino (trono) de Cristo y del Padre (Ap 3,20-21). Además apela a la liturgia celestial de adoración y alabanza dirigida «al que está sentado en el trono y al Cordero» (Ap 4,8-11 y 5), que apacienta a los santos y los guí­a a las fuentes de agua viva (Ap 7,15-17). Otro pasaje menciona las bodas del Cordero y la Esposa, en conexión con el reino y la alabanza tributada a Dios (Ap 19,4-9). Aunque en estos pasajes se alude sólo al Padre y a Jesús el Hijo, sin referencia expresa al Espí­ritu, al final el Apocalipsis vuelve a hablar del rí­o de agua viva que brota del trono de Dios y del Cordero, y de la adoración a Dios en relación con el Espí­ritu (y la Iglesia como Esposa): «El Espí­ritu y la Esposa dicen: Ven». «Sí­, vengo pronto. Ven Señor Jesús. Amén» (Ap 22,lss.9.16-17.20). La conjunción entre el Espí­ritu y el «maranatha» (ven, Señor) -que tení­a un sentido cristológico-eucarí­stico en la Iglesia primera- y la adoración a Dios, implican un indudable sentido trinitario.

III. Eucaristí­a y Trinidad en la tradición patrí­stica
1. EUCARISTíA Y TRINIDAD EN LA TRADICIí“N ANTERIOR A NICEA. La antigua tradición está en dependencia de Pablo y Juan. La Didaché conserva una plegaria litúrgica a Dios Padre creador, que «diste a los hombres comida y bebida para su disfrute, para que te den gracias. Mas a nosotros nos hiciste gracia de comida y bebida espiritual y de vida eterna (pneumatikén trophén kai poton kai záén aiónion) por tu siervo (Jesús). Se conjugan aquí­ el don del Padre (charis) y la acción de gracias (eucharistí­a). A su vez la «comida y bebida espiritual» recuerda la expresión de Pablo en 1 Cor 10,3-4, probable alusión al Espí­ritu.

Ignacio de Antioquí­a (+ 110), siguiendo a Juan, recuerda que Cristo procede del Padre, en él está y a él retorna. Por la gracia que viene de su Nombre (Dios Padre), los fieles se congregan en una misma fe en Jesucristo, «partiendo un solo pan, medicina de inmortalidad, y alimento para vivir por siempre en Jesucristo». Y desea «el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo» y «por bebida su sangre, amor incorruptible». En este contexto, Ignacio menciona al Padre y al Hijo, pero no al Espí­ritu.

Justino (+ 165) alude varias veces a la plegaria eucarí­stica. Una vez recibidos los dones, el obispo «alaba y glorifica al Padre de todas las cosas por el nombre del Hijo y del Espí­ritu Santo, y da gracias». Y «en todo lo que ofrecemos, bendecimos al Creador del universo por medio de su Hijo Jesucristo y del Espí­ritu Santo». Y en otro pasaje: «Damos culto al Hacedor del universo», dirigiéndole «preces e himnos por habernos creado» y por sus dones. «Honramos también a Jesucristo», maestro y salvador, «Hijo del mismo Dios verdadero, a quien ponemos en el segundo lugar», así­ «como al Espí­ritu profético, a quien situamos en el tercero». Y añade: al «verdadero Dios, Padre de la justicia», «al Hijo que de él procede» y «al Espí­ritu profético, rendimos culto y adoración, honrándolos con razón y verdad». El mismo esquema (aunque sin mención del Espí­ritu) aparece en el Diálogo con Tritón: Jesús «nos mandó ofrecer el pan de la eucaristí­a en memoria de la pasión que él padeció por los hombres», para que «juntos demos gracias a Dios por haber creado el mundo» por amor al hombre. En realidad, «Dios atestigua de antemano que le son agradables todos los sacrificios que se le ofrecen en nombre de Jesucristo»: «los de la eucaristí­a del pan y el vino». Y no hay un lugar en «que no se ofrezcan por el nombre de Jesús crucificado, oraciones y acciones de gracias al Padre», Creador de todo.

Ireneo de Lyon (+ 202) relaciona igualmente el pan y el vino de la creación de Dios, con el pan y el vino (transformado por Jesús) en Caná, y que culminan en la eucaristí­a. El Dios creador da «al género humano, por medio de su Hijo, la bendición de la comida y la gracia de la bebida». Relaciona además la función del Espí­ritu con el sacrificio y la ofrenda eucarí­stica: la Iglesia «ofrece en todo el mundo a Dios, que nos da los alimentos, las primicias de sus dones», «proclamando la unión y la comunión de la carne y el Espí­ritu». Porque «el pan, de la tierra, al recibir la invocación de Dios, no es pan ordinario sino eucaristí­a, constituida por dos elementos, uno terreno y otro espiritual». En la santificación de los dones intervienen el Espí­ritu, y la Sabidurí­a (y el Verbo) de Dios: como el trigo surge de la tierra «multiplicado por el Espí­ritu de Dios», así­ los dones por la Sabidurí­a «y el Logos de Dios se hacen eucaristí­a: cuerpo y sangre de Cristo’. Y en otro pasaje sobre el sacrificio, afirma: «En todo lugar la Iglesia hace oblaciones a Dios, Creador del universo, por medio de Jesucristo». Por eso, fuera de la Iglesia no hay sacrificio, «porque no recibieron al Verbo, por cuya mediación se hacen las ofrendas a Dios». Y en otra oración, con reminiscencias litúrgicas, dice: «Yo te invoco, Señor Dios de Abrahán, Dios de Isaac y Dios de Jacob e Israel, Padre de nuestro Señor Jesucristo», que hiciste el cielo y la tierra, verdadero y único Dios: «por nuestro Señor Jesucristo danos también el reino del Espí­ritu Santo».

Algo más tarde, Clemente de Alejandrí­a (+ 215) (en conexión con Jn 6) considera la eucaristí­a como don del Padre (más por la encarnación que por la creación): «El pan vivo, el pan que dio el Padre, es el Hijo, para aquellos que quieran comerle. Y el pan que yo daré -dice- es mi carne»: carne «que, en la eucaristí­a, da al que él alimenta; o bien su cuerpo que es la Iglesia, pan celeste, asamblea santa». Muestra una concepción singular de la obra del Espí­ritu, que le lleva a considerar la «carne» como «Espí­ritu Santo», «porque la carne es obra suya»; y la «sangre» como el Logos, «porque como sangre abundante, el Logos ha sido vertido en la vida. La mezcla de ambos es el Kyrios», que «es Pneuma y Logos». Pues el Kyrios Jesús, Logos de Dios, «es Pneuma hecho carne, carne celeste santificada». «Este alimento es don del Padre». La formulación resulta imprecisa, si bien se insiste en la humanidad de Jesús transida por el Logos y el Espí­ritu, y prolongada en los dones.

Para poder beber el vino nuevo del reino, afirma Cipriano (+ 258), tenemos que ofrecer antes «vino (con agua) en el sacrificio de Dios Padre y de Cristo» (lo que parece referirse al sacrificio que ambos han legado a la Iglesia). Y en la misma clave sacrificial afirma: «no puede ser santificada la oblación allí­ donde no está el Espí­ritu Santo»‘.

Comentando el Padrenuestro, algunos autores ven en la petición del pan una referencia a la eucaristí­a como «don del Padre» creador y salvador. Para Tertuliano (+ 220) y Cipriano la eucaristí­a es el pan nuestro que pedimos al Padre y que él nos otorga cada dí­a». Para Orí­genes (+ 253) es sobre todo el Padre la fuente primera de la eucaristí­a. Jesús «recibe de Dios» el pan y el vino, «se los da a él, y él los da a los que son dignos de recibir de Dios el pan y el cáliz». «Jesús recibe siempre del Padre pan para los comensales que celebran el festí­n con él, da gracias, lo parte y lo da a sus discí­pulos». Pero es necesario ascender «al piso superior», donde la mesa está ya preparada, y «donde, tomando del Padre un cáliz y dando gracias (Jesús) se lo pasa a los que ascendieren con él». Y en otro pasaje: «Creo que el Espí­ritu Santo suministra la materia de los dones de Dios»; materia que «es producida por Dios, es procurada por Cristo y subsiste segúnel Espí­ritu Santo». Aunque el contexto es ambiguo, esta fórmula trinitaria parece referirse a la eucaristí­a. Finalmente la Didascalí­a de los Apóstoles contempla la obra del Espí­ritu en la Eucaristí­a y en la Escritura: «la oración es escuchada por medio del Espí­ritu Santo; la Eucaristí­a es santificada por medio del Espí­ritu Santo, y las Escrituras son sagradas porque son palabras del Espí­ritu Santo». Por eso los que poseen el Espí­ritu pueden participar de ellas’.

Tras la vinculación del Espí­ritu con la santificación de la oblación eucarí­stica, late la idea del «sacrificium» como «sacrum facere», como «consagración» de la ofrenda por obra del Espí­ritu de Dios, que la convierte así­ en la presencia de la oblación salvadora para nosotros. Tal como se refleja en esta epí­clesis consecratoria prenicena: «Venga Señor tu Santo Espí­ritu. Pósese sobre esta oblación de tus siervos, bendí­gala y santifí­quela, para que por ella alcancen propiciación de las culpas, perdón de los pecados» y esperanza de «vida nueva en los cielos».

2. LA EUCARISTíA Y LA TRINIDAD EN LA PATRíSTICA POSTERIOR. Con la controversia antiarriana la relación Eucaristí­a y Trinidad va a recibir un nuevo impulso y nuevas matizaciones. Ya que en la antigua Iglesia la experiencia de la eucaristí­a era aducida como una prueba importante en la lucha contra las herejí­as, según el principio de san Ireneo: «la creencia concuerda con la eucaristí­a, y la eucaristí­a confirma la creencia».

a) Contra los arrianos, los Padres apelan a la «Consustancialidad» entre Cristo y nosotros por la eucaristí­a para demostrar la consustancialidad entre el Padre y el Hijo. De manera que si el Padre y el Hijo no fuesen «de la misma naturaleza», en la eucaristí­a sólo participarí­amos de la carne y la sangre de un hombre, Jesús, pero no de la naturaleza divina y de la «vida eterna» del Padre, comunicada al Hijo (en el Espí­ritu). Así­ lo formula Atanasio (+373): Jesús dió su carne «como alimento celestial y manjar espiritual. Pues las palabras que yo os he dicho, dijo, son Espí­ritu y vida», para que nadie piense «que el Señor es puro hombre, sino que al oir también Espí­ritu, reconozca que era Dios el que estaba en el cuerpo». Identifica además al Espí­ritu con el pan celestial -el pan nuestro del futuro (epiousios)- que pedimos en el Padrenuestro, y que es la carne del Señor, pan de vida por el Espí­ritu. «Pues la carne del Señor es Espí­ritu que vivifica, ya que fue concebida del Espí­ritu vivificador. Y lo nacido del Espí­ritu es Espí­ritu» (Jn 3,6).

En el debate antiarriano destaca Hilario de Poitiers (+ 367), quien excluye la mera unión por amor entre el Padre y el Hijo, porque Cristo está en nosotros «por la verdad de la naturaleza» y no «por la mera concordia de la voluntad». Pues el Verbo hecho carne sólo puede dársenos en alimento, «mezclando la naturaleza de su carne a su naturaleza eterna bajo el sacramento en que nos habí­a de comunicar su carne». Por eso «el que niegue que el Padre está en Cristo por naturaleza (naturaliter), niegue antes que él está en Cristo o que Cristo está en él por naturaleza (naturaliter)». La eucaristí­a es, pues, «el sacramento de la perfecta unidad» y la verdadera comunión de Cristo con el Padre y de todos nosotros con Cristo y con el Padre. Pues vivimos por Cristo, igual que él vive por el Padre (cf. Jn 6,57-58). Ahora bien, «si nosotros vivimos por él (Cristo) según la carne», participando de la naturaleza de ésta, «¿cómo, si él vive por el Padre, no ha de tener en sí­ al Padre por naturaleza según el Espí­ritu?». No se trata, pues, de una mera unión «por sumisión y voluntad religiosa» ni en la Trinidad (entre el Padre y el Hijo) ni en el sacramento (entre Cristo y nosotros), sino de una unidad o unión más profunda, que Hilario no duda en calificar de «natural» o «por naturaleza» (que acaece en el plano del «ser», y no del mero amor, o del «querer»)».

De modo similar, para Cirilo de Jerusalén (+ 386), al participar del cuerpo y sangre de Cristo, nos hacemos «concorpóreos y consanguí­neos» suyos, y «consortes de la naturaleza divina». Recalca además el valor de la epí­clesis para la santificación de la ofrenda sacrificial, haciéndola aceptable al Padre: «pedimos a Dios» que «enví­e su santo Espí­ritu sobre la oblación, para que haga del pan y el vino cuerpo y sangre de Cristo. Pues todo lo que tocare el Espí­ritu Santo, sera santificado y transformado». Así­ se realiza » sacrificio espiritual, culto incruento».

Según Efrén el Sirio (+ 372), Jesús tomó pan común, lo bendijo y consagró «en el nombre del Padre y en el nombre del Espí­ritu Santo» y lo dió a sus discí­pulos. «Al pan llamó cuerpo suyo vivo, y lo llenó de sí­ mismo y del Espí­ritu». Por eso, dice, «comed en él Espí­ritu Santo; porque es verdadero cuerpo mí­o».

En Occidente, Optato de Milevi (t 385) habla del altar donde están «losmiembros de Cristo, donde fue invocado el Dios omnipotente y a donde bajó el Espí­ritu Santo rogado’. Mientras Ambrosio (+ 397) apela a la palabra creadora de Dios, capaz de cambiar la naturaleza: así­ lo hizo por medio de su Espí­ritu en la encarnación. Un cambio similar acaece en la eucaristí­a. Y, como Hilario, afirma: «Jesucristo es hijo de Dios no por gracia, como los hombres, sino como Hijo de la sustancia del Padre; así­ también es su verdadera carne la que comemos». Por eso, aunque recibimos el sacramento «bajo una semejanza», participamos «del poder y la gracia de la verdadera naturaleza» divina. En el sacramento «está Cristo, porque es el cuerpo de Cristo. Pero no es alimento corporal, sino espiritual», «porque el cuerpo de Dios es un cuerpo espiritual, el cuerpo de Cristo es cuerpo de divino Espí­ritu», puesto que «Cristo es Espí­ritu».

Juan Crisóstomo (+ 407) subraya con vigor la función de las tres divinas personas en la eucaristí­a: «Dios te invita a su mesa y te ofrece allí­ a su Hijo». Pero sin la potencia y la gracia del Espí­ritu no acaece la salvación, ya que sin él «no pueden realizarse el cuerpo y la sangre mí­sticos»28. Además «la gracia del Espí­ritu Santo, que todo lo penetra, es la que lleva a cabo el mí­stico sacrificio», pues «aún siendo el hombre el que actúa, Dios es quien obra por su medio». Es ésta una celebración «donde hay tantos hermanos, donde está el Espí­ritu Santo, donde ocupan el centro Jesús y su Padre». Y es un culto espiritual, no carnal, donde Cristo, «el que se sienta a la diestra del Padre», está presente, sacrificado e inmolado», y a donde «viene el Espí­ritu».

b) Las controversias cristológicas. Alejandrí­a y Antioquí­a. Teófilo de Alejandrí­a (+ 412) reprocha a Orí­genes el no reconocer que «el pan del Señor, en el que se muestra el cuerpo del Salvador» partido para nuestra santificación, así­ como el cáliz, son santificados «por la invocación y la venida del Espí­ritu Santo». Pues Cristo, que se da en la eucaristí­a, no es un puro hombre sino el «Hijo de Dios vivo, uno de la Trinidad. Es a la vez sacerdote y ví­ctima, sacrificio y oblación: el mismo que acepta el sacrificio y que es ofrecido, sin dividir en dos su persona divina indivisible, ni la unidad indivisa de la Trinidad».

La disociación que Nestorio establece entre la realidad humana y la divina en Jesús, reduce su carne y sangre a las de un mero hombre. A él se enfrenta Cirilo de Alejandrí­a (+ 444), afirmando la comunión no con un hombre, sino con el Verbo de Dios hecho carne. Pues los dones son santificados «por el Padre, mediante el Hijo, en el Espí­ritu». Ya que «toda gracia y todo don perfecto vienen a nosotros del Padre (cf. Sant 1,17) por el Hijo en el Espí­ritu Santo». Por eso, «hecha la acción de gracias, y alabando al Hijo a la vez que a Dios Padre con el Espí­ritu», nos acercamos a la mesa santa para ser «vivificados y bendecidos tanto corporal como espiritualmente. Pues recibimos en nosotros al Verbo de Dios Padre, hecho hombre por nosotros, el cual es vida y vivificador». Dios Padre, creador, es «vida por naturaleza», emitiendo «como un fulgor a Cristo, vida también él», ya que como Verbo procede «sustancialmente de la vida. Por eso todo lo vivifica el Dios y Padre por el Hijo en el Espí­ritu», a través de la carne de Cristo, hecha por el Verbo viva y vivificadora. Pero Cristo no sólo es fuente de vida y de unidad por ser a la vez Dios y hombre, sino que además se requiere la acción del Espí­ritu Santo, por el que nos fusionamos unos con otros y con Dios. Pues si Cristo hace de muchos uno, el Espí­ritu debe ayudarnos también a superar nuestra individualidad reduciéndonos a la unidad plena. «Porque así­ como la virtud de la santa carne hace concorpóreos a aquellos en quienes está», así­ «un único e indivisible Espí­ritu de Dios, habitando en todos, los reúne en una unidad espiritual». De este modo, «siendo uno el Espí­ritu que habita en nosotros, estará también en nosotros el único Dios, Padre de todos, el cual por el Hijo hace uno, entre si y con él, a todos los que participan de su Espí­ritu». Por tanto, «todos somos uno en el Padre, en el Hijo y en el Espí­ritu Santo, en la comunión de la carne de Cristo y del único Espí­ritu». Valga, como resumen, este pasaje: «en nosotros está el Hijo corporalmente como hombre, mezclado y unido con nosotros por la mí­stica bendición (eucaristí­a); y está también espiritualmente como Dios por la fuerza y la gracia de su propio Espí­ritu, restaurando nuestro espí­ritu para una vida nueva y haciéndonos partí­cipes de su divina naturaleza. Así­ aparece Cristo como ví­nculo de nuestra unión con Dios Padre, pues nos junta consigo como hombre y con Dios en cuanto que como Dios inexiste él por naturaleza en su propio Padre’. Y contra Nestorio: «comemos la propia carne del Verbo hecha vivificadora, porque fue de aquél que vive por el Padre»; y nopor una participación extrí­nseca y accidental sino por naturaleza, como engendrado por el Padre. Y así­ «somos vivificados total y absolutamente, pues permanece en nosotros el Verbo, no sólo de una manera divina por el santo Espí­ritu, sino también de una manera humana» por su carne y sangre. Por eso, «participando del Espí­ritu Santo, nos unimos con Cristo, Salvador de todos, y entre nosotros: y somos todos concorpóreos», pues «por el cuerpo de Cristo nos unimos con él y con los demás»
Si Cirilo (Escuela Alejandrina) subraya la í­ntima unión entre la carne y el Verbo en Jesús, Teodoro de Mopsuestia (+ 428) (Escuela Antioquena) contempla al Espí­ritu como el ví­nculo que une en Jesús ambas naturalezas, y el que otorga a su humanidad la divinización plena en la resurrección. De igual modo la eucaristí­a se lleva a cabo «por el descenso del Espí­ritu», que transforma los dones en carne y sangre de Cristo, espiritual y vivificadora para los fieles, comunicándoles así­ la «inmortalidad». Y él es quien «da la vida» eterna al cuerpo, tanto eucarí­stico como eclesial; pues Cristo sólo puede darnos la vida eterna (cf. Jn 6,54.62s) en la medida en que él mismo «ha pasado a una naturaleza inmortal»: lo que le adviene «por la naturaleza del Espí­ritu vivificador», ya que él no podí­a darlo por la mera «naturaleza de la carne». De modo similar el pan y el cáliz son «el cuerpo y sangre de Cristo, en que los transforma el descenso de la gracia del Espí­ritu». Y sólo entonces, cuando el pan «ha recibido el Espí­ritu Santo y su gracia, conduce a los que lo comen al gozo de la inmortalidad»: pero «no por su naturaleza, sino por el Espí­ritu que habita en él»; de igual manera que el Señor, de quien el pan es la figura, «recibió la inmortalidad y la dió a los demás, no poseyéndola él por su propia naturaleza». Pero el Espí­ritu, no sólo es vivificador de los dones y de las personas en la eucaristí­a, sino también del cuerpo eclesial: «el pan es uno sólo y uno solo es el cuerpo de Cristo», en el que se ha transformado el pan por la «sola venida del Espí­ritu Santo, del cual todos participamos por igual, ya que todos somos por igual el único cuerpo de Cristo». Y así­ como «por el nuevo nacimiento y el Espí­ritu Santo hemos venido a ser todos el único cuerpo de Cristo, también por el único alimento de los misterios sacros, que nos nutre por la gracia del Espí­ritu, entramos todos en la única comunión de Cristo» (cf. 1 Cor 10,17 y 12,13). Así­, además de Cristo, el Espí­ritu que es fuente de comunión vital entre Cristo y el Padre, lo es también entre Cristo y nosotros en la eucaristí­ai4. El transforma los dones en alimento espiritual e inmortal, y a las personas en el único cuerpo de Cristo, santificando la oblación y el «sacrificio» de este cuerpo (eclesial), y haciéndolo grato al Padre.

Nilo de Ancira (+430) insiste en la importancia de la epí­clesis: pues «antes de las palabras del sacerdote y del descenso del Espí­ritu Santo, las oblaciones no son sino puro pan y vino ordinario»; pero después de la «epí­clesis y la venida del Espí­ritu» vivificador, los dones son ya cuerpo y sangre de Cristo
c) Cristo: sacerdote que ofrece, y Dios a quien se ofrece. A consecuencia de la lucha antiarriana, se impondrá la tesisde que Cristo es a la vez el sacerdote que ofrece y la divinidad a la que se ofrece el culto. Peligra asi la idea -tan cara a la liturgia- de la salvación y la gracia provenientes del Padre por el Hijo Jesucristo en el Espí­ritu, mientras que por medio del mismo Hijo en el Espí­ritu se ofrece al Padre todo honor y gloria. Esta dimensión «históricosalví­fica» de la Trinidad, expresada en el dinamismo litúrgico: «eucaristí­a» al Padre, «anámnesis» del Hijo y «epí­clesis» del Espí­ritu -en una actuación diferenciada de las personas- irá dando paso a la Divinidad como principio y fin de toda la actuación salví­fica, descendente y ascendente.

Un exponente de esta mentalidad es Agustí­n de Hipona (+ 430), que -aunque teólogo de la Trinidad- no descuella por una especial atención a la clave eucaristí­a-trinidad. Habla del cuerpo y sangre de Cristo como «memorial de la pasión del Señor para el que lo recibe; sacramento visible por intervención de los hombres, pero santificado por la acción invisible del Espí­ritu Santo, al actuar Dios por medio de instancias diversas». Agustí­n, sin embargo, tiende a una minusvaloración de las funciones de cada una de las tres personas, acentuando la «divinidad». Así­ el «hombre Cristo Jesús, hecho mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tim 2,5), aunque admite y recibe el sacrificio en la forma de Dios junto con el Padre, bajo la forma de siervo, más quiso ser incruento sacrificio que recibirlo». Pues Cristo en cuanto Hijo único es sacerdote, y es ví­ctima en la carne que ofrece. Pero esta «carne de nuestro sacrificio», tan grata para el que ofrece como para el que recibe la ofrenda, es a la vez «cuerpo (eclesial) de nuestro Sacerdote». De este modo Cristo, como mediador, «permanece uno con aquél a quien ofrece (Dios), se hace uno con aquél por quien se ofrece (el hombre), y uno mismo es el que ofrece y lo que es ofrecido».

Teodoreto de Ciro (t 460) mantiene en el Oriente una postura similar: ahora Cristo, según la carne, «es sacerdote, no ofreciendo él mismo algo, sino siendo cabeza de los que ofrecen. Pues llama a la Iglesia cuerpo suyo, y por medio de ella desempeña su sacerdocio como hombre; mas como Dios acepta las oblaciones».

También queda minusvalorada la función «Padre-Hijo» en Fulgencio de Ruspe (+ 532), para quien «el sacrificio no se ofrece a sólo el Padre, sino que un sacrificio único se ofrece al Padre y al Hijo juntamente; mas ellos (los arrianos) creen que inmolan en honor de sólo el Padre». Esta inmolación ofrecida al Padre y al Hijo no significa «que el Hijo haya de anteponerse al Padre, sino porque no se creyese que el Engendrado era en algo menor que el Engendrador». Así­ pues los fieles «deben saber en adelante que todo obsequio de honor y sacrificio saludable lo ofrece la Iglesia católica por igual al Padre y al Hijo y al Espí­ritu Santo, es decir, a la santa Trinidad». Y no contradice ésto el que la oración se dirija al Padre, porque «al mencionar el nombre del Hijo y del Espí­ritu Santo, al final de la oración, demuestra no haber diferencia alguna en la Trinidad». Y así­, «cuando la intención del que sacrifica se dirige al Padre, el obsequio del sacrificio se ofrece a toda la Trinidad». Pero entonces, ¿»por qué si se ofrece el sacrificio a toda la Trinidad, se pide sólo el enví­o del Espí­ritu para santificar el don de nuestra ofrenda», como si esto no pudieran hacerlo el Padre o el Hijo? Es que cuando «pedimos al Padre el Espí­ritu Santo para la consagración (o santificación) del sacrificio» (que lo es «de toda la Iglesia»), lo que se pide es que se conserve «sin ruptura el cuerpo de Cristo» eclesial, y por tanto aquella «unidad de la caridad», que deberá reinar entre nosotros «por el don del Espí­ritu, que es el mismo Espí­ritu del Padre y del Hijo, porque la santa unidad, igualdad y caridad de la Trinidad, que por naturaleza es un solo y verdadero Dios», santifica a la Iglesia haciéndola verdadero cuerpo y sacrificio de Cristo, su cabeza. Por eso «Dios sólo recibe con agrado el sacrificio de la verdad y la comunión católica; porque al conservar en ella su caridad difundida por el Espí­ritu Santo (Rom 5,5), el mismo Dios hace a la Iglesia sacrificio agradable a sí­ mismo». Fulgencio entiende la comunión con la Trinidad desde nuestra incorporación «sacrificial» a ella por la comunión en la caridad, impulsada por el Espí­ritu (cuyo «descenso» no es «local», pues ya estaba en los que imploran su venida). Por eso, al hacer la conmemoración de la muerte de Cristo por amor a nosotros, «pedimos que se nos conceda la caridad por la venida del Espí­ritu», de modo que también nosotros seamos crucificados con Cristo participando de su misma caridad. Así­ «por el don de la caridad se nos otorga el ser de verdad lo que celebramos mí­sticamente en el sacrificio»: un solo cuerpo; o, lo que es lo mismo: «que seamos uno en el Padre y el Hijo». Así­ pues «el Espí­ritu Santo santifica el sacrificio de la Iglesia católica, y por eso el pueblo cristiano permanece en la fe y la caridad; mientras cada uno de los fieles, por el don del Espí­ritu, come y bebe dignamente el cuerpo y la sangre del Señor».

Isidoro de Sevilla (+ 636) vincula al Espí­ritu con la santificación del sacrificio: «Se llama sacrificio como algo hecho sagrado (quasi sacrum factum) porque se consagra con preces mí­sticas en memoria de la pasión del Señor». Tomado «de los frutos de la tierra (Creador), se santifica y se hace sacramento, actuando invisiblemente el Espí­ritu de Dios». Y apelando a la liturgia, resalta su dimensión trinitaria: la alabanza al Padre, la memoria de Cristo y la acción del Espí­ritu. En la anáfora, «para la santificación de la oblación» se invita «al conjunto de creaturas terrestres y potencias celestiales, a la alabanza de Dios». Luego viene «la conformación del sacramento, para que la oblación que se ofrece a Dios, santificada por el Espí­ritu Santo, se conforme al cuerpo y la sangre de Cristo». Pues por la gracia del Espí­ritu «son santificadas las cosas que se traen (al altar)», de forma que los dones, santificados «por el Espí­ritu Santo, pasan a ser sacramento del cuerpo divino (divini corporis)».

Por último, Juan Damasceno (+749) centra también su atención en el binomio Dios (Padre-Hijo) – Espí­ritu, acentuando de tal modo la divinidad de Jesús, que habla del nacimiento, pasión y muerte del Creador, e identifica las palabras de Jesús en la cena con la palabra creadora de Dios. En consecuencia, la eucaristí­a es la «carne divinizada» mediante «la fuerza fecundante del Espí­ritu Santo. Pues así­ como todocuanto Dios hizo, lo hizo por la operación del Espí­ritu Santo», también ahora éste «obra cosas que sobrepasan la naturaleza». «El cuerpo está verdaderamente unido a la divinidad», pues el «pan y el vino se transforman en el cuerpo y sangre de Dios» por el Espí­ritu por quien el Verbo se encarnó en Marí­a. Así­ pues, el pan y vino «por la epí­clesis y la venida del Espí­ritu, se cambian de modo sobrenatural en el cuerpo y sangre de Cristo». Y siguiendo a los antiguos Padres, afirma: por la eucaristí­a «participamos de la divinidad de Jesús». Por eso se llama y es «comunión (koinóní­a), porque por ella comulgamos con Cristo y recibimos su carne y su divinidad; y nos unimos y comulgamos unos con otros, ya que al participar de un mismo pan, todos somos un mismo cuerpo de Cristo y una misma sangre, y venimos a ser miembros unos de los otros, por ser concorpóreos (syssómoi) de Cristo». Así­ «los que reciben el santo cuerpo de Cristo y beben su sangre», «comulgan (koinónoi) con la naturaleza divina: ya que las dos naturalezas están hipostáticamente unidas, sin separación, en el cuerpo de Cristo que recibimos. Y de las dos naturalezas participamos». La Trinidad sufre aquí­ una cierta reducción cristológica, quedando el Padre un tanto suplantado por la divinidad del Hijo «pantocrator».

IV. Eucaristí­a y Trinidad en las anáforas eucarí­sticas.

1. REFERENCIAS MíS ANTIGUAS. «La estructura trinitaria constituye uno de los rasgos comunes más sobresalientes de las anáforas de las distintas tradiciones litúrgicas». Esto se refleja ya en la Didaché 9 y 10, así­ como en Clemente Romano: «A ti, único que puedes hacer esos bienes (Dios Padre)». A ti «te confesamos como sumo sacerdote y protector de nuestras almas Jesucristo». Cristo es el mediador de la alabanza y de la «eucaristí­a» de la Iglesia al Padre
Según el Martirio de Policarpo, éste se ofrece como egregio cordero dispuesto al sacrificio. La oración que pronuncia -similar a una plegaria litúrgica- tiene una estructura trinitaria: «Señor Dios omnipotente, Padre de tu amado y bendito siervo Jesús». «Te bendigo porque me consideraste digno» de participar «en el cáliz de Cristo, para resurrección de eterna vida» en «la incorrupción del Espí­ritu Santo. Por eso te alabo, te bendigo y te glorifico» por medio del eterno «sumo sacerdote, Jesucristo, tu siervo amado, por el cual sea gloria a ti con el Espí­ritu Santo, ahora y siempre»
La misma perspectiva trinitaria (desde una clave histórico-salví­fica) se refleja en Tertuliano, la Tradición apostólica y Orí­genes. Para Tertuliano «la oración y la acción de gracias se deben ofrecer a Dios en la Iglesia por medio de Jesucristo, sacerdote universal del Padre». Y la Tradición apostólica de Hipólito: «Te damos gracias, oh Dios, por medio de tu amado siervo Jesucristo», al que enviaste como Salvador y Redentor nuestro. Y después del relato institucional y la anámnesis, prosigue: «Te pedimos que enví­es tu santo Espí­ritu a la oblación de la santa Iglesia. Congregándola en la unidad, da a todos los participantes» que «te alabemos y glorifiquemos por medio de tu siervo Jesucristo, a quien sea honor ygloria, al Padre y al Hijo con el Espí­ritu Santo, en tu santa Iglesia, ahora y siempre». Orí­genes insiste asimismo en la dimensión trinitaria de la oración (litúrgica), que debe dirigirse «a Dios Padre por medio de Jesucristo en el Espí­ritu Santo» .

Por último, el concilio de Hipona (393), al que asistió Agustí­n, respalda esta antigua tradición de la Iglesia: «Nadie en las preces (litúrgicas) invoque al Padre en lugar del Hijo, o al Hijo en lugar del Padre. Y cuando se asiste al altar, la oración debe ir siempre dirigida al Padre». «La Iglesia prenicena no concibe que la plegaria eucarí­stica vaya dirigida a Jesucristo», ni tampoco a las tres divinas personas conjuntamente. Lo que «imprime a la celebración eucarí­stica el dinamismo propio de la historia de salvación, que en ella se proclama y se celebra»
2. ANíFORAS «ANAMNETICAS» Y «EPICLETICAS». SENTIDO TRINITARIO. De por sí­ las anáforas contienen una sección anamnética («memores»: confesión y acción de gracias al Padre por la creación y conmemoración de la obra salvadora de Cristo) y otra epiclética («memento»: deprecación a Dios -invocando al Espí­ritu- en favor de la Iglesia). Por lo que estas claves no son mutuamente excluyentes -dado que la anámnesis y la epí­clesis se dan siempre-, sino que indican la prevalencia de una u otra dimensión, así­ como el ámbito en el que se sitúa el relato institucional: bien en el marco del memorial (entre el «sanctus» y la epí­clesis), o en el deprecativo (entre dos epí­clesis).

1) Anáforas anamnéticas. Es propio de estas anáforas el esquema: prefacio-sanctus-postsanctus-relato institucional-anámnesis (conmemoración; oblación de los dones) y una única epiclesis, en la que se pide tanto la transformación de la oblata en «cuerpo sacramental» de Cristo, como de la comunidad en su «cuerpo escatológico». Siguen luego las intercesiones («mementos») por la Iglesia.

Cabe distinguir un doble tipo de anáforas anamnéticas.

a) Una de carácter más claramente trinitario, destaca la memoria de la creación y la historia salví­fica, para dar paso al memorial cristológico, en cuyo marco se sitúa el relato institucional. Esta anamnesis desemboca (según el esquema «memores-offerimus-petimus») en la oblación (a veces acción de gracias) y en la deprecación-epí­clesis, o petición al Padre para que acepte los dones y enví­e al Espí­ritu para que realice en la comunidad lo que ésta celebra en el sacramento.

Prevalece aquí­ un doble dinamismo: uno descendente, del Padre Creador, por Cristo (en clave memorial), y otro ascendente como oblación (acción de gracias) y deprecación al Padre para que enví­e al Espí­ritu. Este esquema aparece (con diversos matices) en las anáforas de las Constituciones Apostólicas y la Tradición Apostólica de Hipólito. Destaca especialmente el talante trinitario en las anáforas de la Liturgia de Santiago, la Alejandrina de san Basilio y en la Liturgia de san Juan Crisóstomo, que recalcan la alabanza y la acción de gracias tributada al Padre por la creación, la rememoración bistórico-salví­faca (en referencia a la vida y la pasión de Cristo) y la epí­clesis del Espí­ritu con los «mementos» por la Iglesia.

b) Otras anáforas resaltan la dimensión cristológica: la alabanza se dirige a Cristo; lo que impide que el relato de institución y la «conmemoración» desemboquen en un «offerimus» o «memorial cultual» explí­cito, sustituí­do por una deprecación o epí­clesis dirigida al Padre. Este esquema es propio de la liturgia hispánica y de la galicana (dependientes de la tradición sirio-antioquena). Si bien en la epí­clesis de la liturgia «hispana» no hay mención explí­cita del Espí­ritu (aunque esto no excluya un sentido oblacional, pues se pide al Padre que santifique y bendiga las ofrendas puestas en el altar); mientras que en la liturgia «galicana», además de una breve bendición al Padre al principio de la anáfora, la deprecación dirigida a él pide el enví­o del «Espí­ritu de santificación» sobre los dones y los participantes.

2) Anáforas «epicléticas». Se caracterizan por la brevedad de la sección anamnética y un mayor desarrollo de la dimensión «epiclética» o de intercesión. El relato institucional queda enmarcado en un contexto deprecativo de «mementos». Este género se divide en las siguientes clases:
a) La estructura sirí­aco-oriental. Estas anáforas apenas muestran una dimensión trinitaria: resaltan poco la función del Padre, con un escaso desarrollo de la vertiente anamnética. La acción de gracias por la creación y la salvación es genérica. Muy escueta es también la memoria cristológica, unida a una deprecación por la Iglesia, que desemboca en «la conmemoración del cuerpo y la sangre de Cristo» (sin relato institucional en algunos casos). Se pide luego el descenso del Espí­ritu sobre «la oblación de tus siervos», para la remisión de los pecados. Tal es el esquema de la liturgia de los apóstoles (Adai y Mari), y de la anáfora 3a de san Pedro Apóstol (Sarar). Sin embargo, en el segundo caso, la deprecación no se dirige al Padre, sino a Cristo, que viene a ser el centro de la celebración: y no sólo del memorial sino incluso de la oblación (ofrecida a él como Dios). También a Cristo se dirige la epí­clesis, pidiéndole que enví­e su «Espí­ritu vivo y santo».

b) La estructura alejandrina. Incorpora abundantes intercesiones, incluso en el prefacio. Despés del «sanctus» viene una primera epiclesis, el relato institucional, la anámnesis y otra segunda epiclesis. Este es el caso de la anáfora de Serapión y la de san Marcos. Ambas coinciden en una primera alabanza al Creador por parte de las creaturas, y una rememoración de la historia de salvación. Es muy escueta, en ambas, la «memoria cristológica». En la anáfora de Serapión sorprende la petición al Padre (la epí­clesis) pidiendo que llene con su potencia «este sacrificio vivo, oblación incruenta», antes del relato institucional. Este se prolonga inmediatamente en una 2a epí­clesis, dirigida también al Padre. En ella se le pide que enví­e a su «santo Verbo» para la transformación de los dones y de las personas, pero sin mención del Espí­ritu. En cambio se refleja un mayor sentido trinitario en las intercesiones, dirigidas al Padre, por el Hijo en el Espí­ritu. En la anáfora de Marcos, aunque coincidente con la anterior, se destaca más la función del Espí­ritu, que aparece en la la epí­clesis (santificación del sacrificio), en el relato institucional («llenó -el cáliz- del Espí­ritu Santo y lo dió a sus apóstoles»), y en la 2a epí­clesis (que pide la venida del Espí­ritu para transformación de los dones y de los participantes.

c) La estructura del canon romano. La anáfora romana clásica es también de tipo epiclético. La sección anamnética se reduce al prefacio, con escaso desarrollo de la dimensión históricosalví­fica. La primera epí­clesis o deprecación -como en los casos anteriores- empieza pidiendo la santificación de los dones: «te dignes aceptar y bendecir estos dones, este sacrificio santo». A la intercesión por la Iglesia y el «memento», le sigue una epí­clesis («quam oblationem»), implorando la bendición de la ofrenda, para que se convierta en el cuerpo y sangre de Cristo. («Communicantes» y «Hanc igitur» son plegarias tardí­as, mera amplificación del «memento» y el «quam oblationem»). Sigue el relato institucional y la anámnesis en su triple vertiente: «memores» (conmemoración de la pasión, resurrección y ascensión de Cristo»); «offerimus» (oblación del «pan de vida eterna y el cáliz de salvación»); «petimus» (petición a Dios para que acepte la oblación). Y luego otra segunda epí­clesis («Supplices te rogamus»), implorando la santificación de los dones y de los participantes, aunque sin mención del Espí­ritu.

Existe un cierto paralelismo entre la anáfora romana y las hispánicas: si bien éstas desarrollan más la dimensión anamnética, trasladando a después del relato institucional toda la sección epiclética que en el canon romano aparece antes.

Las demás anáforas de la liturgia romana actual mantienen el carácter epiclético (aunque con un mayor desarrollo de la dimensión anamnética, sobre todo la 4a). Todas conservan la doble epí­clesis (referida expresamente al Espí­ritu Santo) antes y despues del relato institucional, y el «memores-offerimuspetimus», con las deprecaciones por la Iglesia, y por los vivos y difuntos.

V. Eucaristí­a y Trinidad. Dimensión ecuménica
1. EL DIíLOGO CATí“LICO-LUTERANO. 1) «La Eucaristí­a como sacrificio» (EE.UU. 1967) es el primer documento ecuménico, que abre el diálogo luterano-católico. Las referencias trinitarias se enmarcan primero en una clave «sacrificial»: por Cristo, nuestro Sumo Sacerdote e Intercesor, con él y en él, ofrecemos al Padre, en el poder del Espí­ritu Santo, nuestra alabanza, acción de gracias e intercesión». Así­ la asamblea «ofrece a Cristo» al consentir «en ofrecerse a si misma por medio de él, al Padre en el poder del Espí­ritu Santo». La Trinidad aparece relacionada además con la «actualización» del misterio: pues aunque «lo que Dios hizo en la encarnación, vida, muerte y resurrección» de Cristo sea irrepetible, la eucaristí­a no se reduce a una pura memoria del pasado, sino que «Dios actualiza (estos misterios) a través del Espí­ritu Santo, haciéndonos así­ participar de Cristo» (1 Cor 1,9). (Donde, en vez de apelar al Resucitado, se destaca la actuación de Dios por el Espí­ritu.) Por último, se afirma la presencia real de Cristo como fruto, no de la fe de los creyentes sino de la acción de Dios y del «poder del Espí­ritu Santo por medio de la palabra»
2) El documento «La Cena del Señor» (1978) comienza con una breve confesión trinitaria: «la eucaristí­a nos vincula al misterio primordial del Dios uno y trino». El Padre celestial es origen primero y fin último del misterio eucarí­stico. «El Hijo de Dios hecho hombre, por quien, con quien, y en quien la eucaristí­a se realiza, es su centro viviente» (omitiendo, al final, la lógica referencia al Espí­ritu).

Es muy positiva, en el documento, la estructuración de sus contenidos desde una clave trinitaria explí­cita. A partir de la doxologí­a -«por, con y en Cristo»-, empieza destacando la dimensión cristológica: Cristo instituye la eucaristí­a y ordena celebrarla (por él); se entrega a si mismo en la presencia real (con él); y de la comunión (en él) surge la Iglesia cuerpo de Cristo, con la intervención del Espí­ritu vivificador, que hace de muchos un pueblo y un solo cuerpo. En el capí­tulo titulado «en la unidad del Espí­ritu Santo», se recuerda cómo Cristo actuó impulsado por el Espí­ritu, instituyendo así­ la eucaristí­a. Así­ también la Iglesia invoca al Espí­ritu para ser renovada y confortada, y para obtener la caridad y la fe sin las que no podrí­a celebrar la eucaristí­a, por la que los creyentes forman un solo cuerpo por la gracia del Espí­ritu Santo (y cita 1 Cor 12,13 y 10,17). Por el Espí­ritu se da una transfusión de vida entre Cristo y su cuerpo eclesial, por la que «nos transformamos en aquello que recibimos», constituyendo así­ la «comunión de los santos»: la unión con Cristo y con los comulgantes de todo tiempo y lugar (incluso con «los que nos han precedido en el signo de la fe y han sido llamados a la comunión permanente con Dios»). Pero todo este dinamismo desemboca en la «glorificación del Padre», ya que «la comunión con Cristo, en la que nos introduce la eucaristí­a por la fuerza del Espí­ritu Santo, conduce finalmente al Padre eterno». Por eso la eucaristí­a es confesión de fe, proclamación de la grandeza del Creador y de su misericordia salvadora, manifestada en la entrega del Hijo hasta la muerte. Es acción de gracias («bendición») de la Iglesia al Padre por todos sus beneficios, e intercesión por todos, que la Iglesia realiza unida a Cristo, intercesor ante el Padre (cf. Heb 7,25). Y sacrificio de alabanza: asumidos en la vida, muerte y resurrección de Cristo, somos «incorporados -como miembros suyos- a su sacrificio reconciliador» que nos dispone a la propia entrega y a ofrecer por Cristo «sacrificios espirituales en servicio del mundo» (Rom 12,1; 1 Pe 2,5).

Otra referencia trinitaria, en la segunda parte, dice relación al sacrificio. Los miembros del cuerpo de Cristo se unen de tal modo a éste, que participan en la adoración, la oblación y el sacrificio que Jesús ofrece al Padre. Así­ la asamblea «ofrece a Cristo al consentir ser ofrecida por él al Padre, por la fuerza del Espí­ritu». Finalmente insiste en la importancia del ministerio para la eucaristí­a (recalcado por los católicos): en él acaece una actualización sacramental de la acción «sacerdotal por la que (Cristo) se ofreció una vez por todas al Padre en el Espí­ritu Santo, y se entregó a sus fieles para que sean uno con él»
3) En el documento «Caminos hacia la comunión» (1980) ésta aparece como don del Dios trino
2. EL DIíLOGO CATí“LICO-ANGLICANO. El documento de Windsor (1971) hace hincapié en la acción de Dios como Padre, que nos convoca a una relación filial con él y a una nueva relación fraternal con los otros por Cristo en el Espí­ritu. Relación que, iniciada en el bautismo, se ahonda en la eucaristí­a. Respecto a la «presencia real» se advierte como por la anáfora, en cuanto «oración de acción de gracias, y palabra de fe dirigida al Padre, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y sangre de Cristo por la acción del Espí­ritu Santo’. La «Aclaración al documento de Windsor» (Salisbury 1979) afirma, acerca del sacrificio: «en la celebración de este memorial, Cristo en el Espí­ritu Santo» incorpora a la iglesia al dinamismo de su oblación (al Padre).

3. EL DIíLOGO IGLESIA CATí“LICA-IGLESIA REFORMADA. El documento «La presencia de Cristo en la Iglesia y en el mundo» (1977) parte de «la presencia de Cristo en el mundo» para referirse a «la Iglesia como signo eficaz de esa presencia», y luego a la eucaristí­a. Desde esta perspectiva se habla de la presencia de Dios como Creador y Señor de la historia, de Cristo -en el mundo- como redentor y revelador de la infinita sabidurí­a y el amor del Padre; y del Espí­ritu, que «afirma y manifiesta la resurrección, y realiza la nueva creación».

Al referirse a la eucaristí­a predomina la clave «ascendente», en la referencia a Cristo resucitado y exaltado, que nos hace cuerpo suyo comunicándonos su vida y haciéndose presente por el Espí­ritu. De aquí­ que enmarque las referencias trinitarias en una clave «oblatidva»: en la acción de gracias y la rememoración se hace presente Cristo «ofreciéndose a Dios en sacrificio de agradable olor» (Ef 5,2). Por eso, «santificada por su Espí­ritu, la Iglesia se ofrece al Padre, por, con y en su Hijo Jesucristo», convirtiéndose ella misma «en sacrificio vivo de acción de gracias». Cristo, «en la ofrenda que él hace de si mismo al Padre por el Espí­ritu eterno (cf. Heb 9,14), nos ofrece también a nosotros en él». De manera que, en la eucaristí­a, «el Padre eterno, por su amor a Cristo y por medio de él, acoge y recrea en el Espí­ritu Santo al mundo caí­do». En cuanto a la presencia de Cristo se afirma que ésta debe entenderse desde la «consustancialidad» de Cristo con nosotros, en la que se nos comunica la «consustancialidad» misma de Cristo, el Hijo, con el Padre y el Espí­ritu en su mutua inmanencia divina (cf. Jn 17,21ss). En cambio resalta poco la epí­clesis del Espí­ritu en la liturgia, cuyo único fin es completar la memoria de Cristo con la comunión amorosa con él».

4. EL DOCUMENTO DE LES DOMBES (1972) MUESTRA UNA ACERTADA ESTRUCTURA TRINITARIA. La eucaristí­a es, en primer término, «acción de gracias al Padre»: bendición (berakah) y sacrificio de alabanza por la creación y redención. Es memorial y «anámnesis» de la vida, muerte y resurrección de Jesús: «representación y anticipación» de la salvación realizada por él, presente en la eucaristí­a. Con él la Iglesia se ofrece a sí­ misma al presentar «al Padre el sacrificio único» del Hijo. La eucaristí­a es además don del Espí­ritu. Pues «Cristo, en su intercesión celeste, pide al Padre que enví­e su Espí­ritu a sus hijos». «Invocado sobre la asamblea, sobre el pan y el vino, el Espí­ritu es el que hace a Cristo realmente presente, nos lo da y nos lo hace discernir». En él se nos da también el «gusto anticipado del reino de Dios». Este documento (siguiendo el de EE.UU. 1967) insiste además en que la presencia de Cristo no depende de la fe sino de la palabra del Señor y del poder de su Espí­ritu, que convierte en sacramento al pan y el vino. Es nueva e interesante la mención de la Trinidad en el marco de «la eucaristí­a y la misión en el mundo». El mundo está presente en la acción de gracias al Padre por la creación; en el memorial y la intercesión de Cristo por el mundo entero, y en la invocación del Espí­ritu cara a la transformación del mundo y la instauración de la nueva creación.

5. LOS DOCUMENTOS DE «FE Y CONSTITUCIí“N». 1) El Documento de Accra (1974), «Bautismo, Eucaristí­a y Ministerio», inspirado en el de Dombes, concibe también la eucaristí­a desde la «acción de gracias al Padre»; desde la «anámnesis o memorial (representación y anticipación) de Cristo» (destacando la acción de gracias y la intercesión de Cristo, que incorpora la oración de la Iglesia; y nuestra participación en su sacrificio por la conversión); y la «invocación y el don del Espí­ritu» (por quien se nos da el «preludio del reino de Dios»). Desde esta perspectiva acentúa la vinculación entre «anámnesis» y «epí­clesis», así­ como el carácter epiclético de toda la celebración eucarí­stica. En este marco trinitario adquiere relieve la eucaristí­a como fuente de comunión del cuerpo eclesial de Cristo; y por ello de unión y solidaridad en la vida, superando toda división. Desde aquí­ se plantea también la misión de la Iglesia en el mundo
2) El «Documento de Lima» (1982), «Bautismo, Eucaristí­a y Ministerio», recoge y profundiza el dinamismo trinitario de los anteriores. En una vertebración claramente trinitaria (que preside todo su desarrollo) concibe la eucaristí­a como acción de gracias al Padre, como anámnesis o memorial de Cristo y como invocación y actuación del Espí­ritu. Pero la clave trinitaria se va repitiendo en cada uno de sus tres capí­tulos. Así­, en el primero, se insiste en la acción de gracias -sacrificio de alabanza- por la creación, redención y santificación provenientes del Padre. Lo que acaece a través de Cristo. La eucaristí­a anticipa así­ «lo que el mundo llegará a ser: un ofrecimiento e himno de alabanza al Creador, una comunión universal en el cuerpo de Cristo, un reino de justicia, amor y paz en el Espí­ritu».

El segundo capí­tulo recuerda como, por el memorial de Cristo crucificado y resucitado, él mismo está presente con su obra salví­fica, actualizando la salvación para nosotros y anticipando el futuro reino de Dios. Unida a Cristo, Hijo y Sumo Sacerdote, la Iglesia recuerda agradecida la acción redentora del Padre, y se incorpora a la intercesión de Cristo por la salvación del mundo.

El tercero se centra en el Espí­ritu, que «hace realmente presente para nosotros, en el convite eucarí­stico, a Cristo crucificado y resucitado». Añadiendo una nueva profesión trinitaria: «el origen primario del acontecimiento eucarí­stico, y su meta final, es el Padre. Sucentro vital, es el Hijo de Dios encarnado, por quien y en quien se lleva a cabo. El Espí­ritu Santo es la fuerza inconmensurable de amor que lo hace posible y que continúa haciéndolo efir caz». Por último, el «lazo que une la celebración eucarí­stica y el misterio de ; Dios trino, manifiesta la función del 1 Espí­ritu Santo como la del Dios uno que hace presente» la palabra de Jesús, Esta palabra garantiza que la Iglesia será escuchada, cuando «pide al Padre el don del Espí­ritu para que se haga realidad el acontecimiento eucarí­stico: la presencia real de Cristo crucificado y resucitado, que da su vida por toda la humanidad». Luego se habla de la transformación de los dones por la palabra de Cristo y el poder del Espí­ritu, así­ como de la santificación de la Iglesia. De hecho toda la acción eucarí­stica tiene un carácter epiclético. Por’ último, el Espí­ritu en «la eucaristí­a nos otorga el anticipo del reino de Dios».

Una nueva alusión trinitaria al hablar del banquete futuro del reino y la nueva creación. La incorporación del mundo a la eucaristí­a acaece «en la acción de gracias al Padre, cuando la Iglesia habla en nombre de toda la creación; en el memorial de Cristo, donde la Iglesia, unida a la intercesión de su Sumo Sacerdote, ora por el mundo; y en la plegaria en la que se solicita el don del Espí­ritu Santo, donde la Iglesia implora la santificación y la nueva crear ción»61. El documento de Lima ofrece la formulación más rica sobre la relación eucarí­stí­a y Trinidad.

6. EL DIíLOGO CATí“LICO-METODISTA. La «Relación de Denver» (1971), en el capí­tulo sobre la eucaristí­a, alude a la presencia real y a la dimensión sacrificial, pero no contiene referencia trinitaria alguna. La «Relación de Dublin» (1976), bajo el influjo del Documento de Windsor, reconoce a la eucaristí­a -de forma un tanto genérica- «como sacramento del evangelio» y «expresión plena del amor de Dios en Jesucristo por el poder del Espí­ritu Santo». Aunque luego, al aludir a la conmemoración de la muerte y resurrección de Cristo en la que culmina la acción creadora de Dios, no se menciona al Espí­ritu Santo. Como tampoco se alude al Espí­ritu en el contexto del «sacrificio de entrega», por el que «nos unimos con Cristo en su autodonación jubilosa y obediente al Padre». Por último, la «Relación de Honolulu» (1981) hace mayor hincapié en la Trinidad y en la obra del Espí­ritu Santo, pero no en relación con la eucaristí­a.

7. EL DIíLOGO IGLESIA CATí“LICA-IGLESIA ORTODOXA. Mayor relevancia tiene el documento sobre «El misterio de la Iglesia y la Eucaristí­a a la luz del misterio de la santí­sima Trinidad» (1982). Aunque de forma menos estructurada, este texto recalca especialmente la actuación del Espí­ritu, a través del cual se hace presente Cristo creando la comunión eclesial e incorporándonos a su oblación. Pues «la misión del Espí­ritu permanece unida a la del Hijo». Por eso el Espí­ritu manifiesta a Cristo –en su obra salvadora y en su evangelio- a través de la «anámnesis» o el memorial; él actualiza para nosotros la acción salvadora de Cristo, realizada de una vez por todas, y por eso transforma los dones en cuerpo y sangre del Señor, creando la comunión de todos los participantes en el cuerpo (eclesial) de Cristo. En realidad la celebración entera es una epí­clesis del Espí­ritu. Y aún más: la Iglesia misma vive «perpetuamente en estado de epí­clesis». El texto acaba conjugando el doble dinamismo, descendente y ascendente (la «comunión» y la «oblación») en aquella «consumación en la unidad», que no es otra que la eucaristí­a y la Iglesia en su unión indisoluble. Pues «el misterio eucarí­stico se realiza en la plegaria que une las palabras de la Palabra (Logos) hecha carne (en la institución), con la epí­clesis» en la que la Iglesia «suplica al Padre, por medio del Hijo, que enví­e al Espí­ritu, para que en la única oblación del Hijo hecho carne todo sea consumado en la unidad». De este modo, por la eucaristí­a, «los creyentes se unen a Cristo que se ofrece, junto con ellos, al Padre»; a la vez que se ofrecen en sacrificio los unos en favor de los otros igual que Cristo se ofreció al Padre por todos. «Esta consumación en la unidad, realizada a la vez por el Hijo y el Espí­ritu, actuando en referencia al Padre y sus designios, coincide con la Iglesia en su plenitud».

VI. Trinidad-Eucaristí­a-Iglesia: un único «misterio de comunión»
1. LA COMUNIí“N EN EL NUEVO-TESTAMENTO. 1) La comunión en el Padre, el Hijo y el Espí­ritu. a) «Fiel es Dios (Padre), por quien habéis sido llamados a la comunión de su Hijo Jesucristo» (1 Cor 1,9). La gracia y fidelidad de Dios (cf..Ef 1,18:4,1.4) son el origen de la «convocación» y el llamamiento de los creyentes (los «santos convocados»: klétoi hagioi: Rom 1,6-7; 1 Cor 1,2.24) a la comunión (koinóní­a) escatológica del «reino de Dios» anticipado en la Iglesia.

b) «Nuestra comunión es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1,3). La comunión de los elegidos y convocados por Dios (koinóní­a-ekklesí­a) se concreta en Cristo como alianza nueva entre Dios y el hombre: a través de nuestra incorporación a su cuerpo eclesial y eucarí­stico. Pues la «comunión del cuerpo de Cristo» radica en que «muchos somos un solo cuerpo, porque todos participamos de un mismo pan» (1 Cor 10,16s; Rom 12,5). Esta comunión es comunión en la vida, muerte y resurrección de Jesús, y por ello en el evangelio (Flp 1,5; cf. 2,1; 3,10) y en la unidad de la fe y del amor: «todos los que creí­an viví­an unidos» (He 2,42.44),
c) La «comunión del Espí­ritu Santo» (2 Cor 13,13; Flp 2,1) remite al Espí­ritu como consumador de la unidad en la Trinidad -pues él es el ví­nculo infinito de amor entre el Padre y el Hijo-; y a la vez como el plenificador de la comunión, tanto eclesial como eucarí­stica: él guí­a a la Iglesia (convocada por el Padre y cuerpo de Cristo) hacia la plena «comunión de los santos» (cf. Gál 5,16-18.22-23; 1 Cor 12,4-11.13).

Esta «comunión» vital con el Padre, el Hijo y el Espí­ritu acaece en la «fracción del pan» como «synaxis» o «congregación» a la vez eucarí­stica y eclesial (cf. Hch 2,42; 4,32). Resumen de todo ello es el doble dinamismo, descendente y ascendente, de la «comunión»: la trilogí­a charis (gracia) -koinóní­a y diakoní­a (comunión-ser’x vicio) – leitourgí­a (o eulogí­a: culto), res.’ ponde a la acción de la Trinidad: Iza gracia «descendente» del Padre genera, la «comunión» en el cuerpo «entrega…. do» de Cristo al mundo (y por ello en la entrega y el servicio mutuos en la vida), que a su vez devienen, por la ac+s ción del Espí­ritu, culto «ascendente» y sacrificio agradable a Dios por Jesucristo (cf. 1 Pe 2,5; Heb 13,15).

2. LA COMUNIí“N EN EL VATICANO II. El Vaticano I reducí­a la comunión eclesial a la «comunión jerárquica», o a la estricta «comunión de los miembros con la cabeza visible», el papa. Ya que el Señor eligió a Pedro para que conservase «en la unidad de la comunión y de la fe» a los fieles y a la jerarquí­a (DS 3051). El Vaticano II amplió notablemente esta perspectiva. Y aunque en su primer documento (SC 13) asumió como punto de partida la «comunión con la sede apostólica», se abrió luego hacia una visión más enriquecedora, ahondando en la dimensión trinitaria, eclesiológica y eucarí­stica. Señalemos sus principales aportaciones:
1) Dimensión trinitaria de la comunión. La comunión es primero con Dios Padre, que invita al hombre a la participación en la vida intratrinitaria divina (GS 18.19.21; UR 7.15). Es también comunión con Cristo, vida, caridad y verdad (LG 9), y acaece por la incorporación a su cuerpo (LG 50; GS 32; AG 3). Es, por último, comunión en el Espí­ritu, «principio de la unidad de la Iglesia», quien realiza «la comunión de los fieles, y los congrega en Cristo» (UR 2), sobre todo «en la comunión y en la fracción del pan»(LG 13), otorgando diversos dones y carismas, y a la vez unificándolos en la comunión y por el ministerio» (LG 4; AG 4).

2) Dimensión eclesial y eucarí­stica de la comunión. a) La comunión «eclesial» se verifica: como «comunión de la Iglesia» en su dimensión mí­stica: por la í­ntima vinculación de muchos miembros en un sólo cuerpo de Cristo (SC 69). Y como «comunión eclesiástica», por la intercomunión entre las Iglesias particulares, cuya pluralidad debe tender a la «unidad» (LG 13; AG 22), a la «comunión entre comunidades» (AG 37; OE 2), o a la «plena comunión» (UR 1.3.4.13). Esta comunión entre las Iglesias coincide con la comunión «católica» o universal (AG 19.20).
b) La comunión eucarí­stica, en la que acaece la unión entre Cristo y su cuerpo eclesial, pues «participando del cuerpo del Señor, somos elevados a la comunión con él y entre nosotros» (LG 7). La eucaristí­a es «la cena de la comunión fraterna», anticipación del convite y la comensalidad del reino de Dios (GS 38).

3) Dimensión práctica o vital: la comunión en la vida. El Nuevo Testamento destaca la comunión de sentimientos, y la de bienes en beneficio de los más necesitados (Rom 15,26; 2 Cor 8,4; 9,13; Heb 13,15). Las colectas de Pablo son signo de esa comunión fraternal. También el Vaticano II resalta la comunión de bienes: el pueblo de Dios «fue constituí­do por Cristo cara a la comunión de vida, de caridad y de verdad» (LG 9). Lo que debe darse también entre las Iglesias locales (UR 14).

3. LA COMUNIí“N TRINITARIA COMO PRINCIPIO DE LA COMUNIDAD ECLESIAL Y EUCARISTICA. a) La Iglesia universal es una «comunidad de comunidades» que debe ser construí­da desde la fe y el amor. Pero, a semejanza de la Trinidad, la unidad en este caso no es algo que se añade a la multiplicidad de las Iglesias; antes bien éstas deberán abrirse a la Iglesia universal o «católica», que «subsiste» en ellas (de modo similar a como la divinidad subsiste en las tres personas sin negarlas y a la vez éstas convergen y coinciden en la unidad de naturaleza). La «tensión en la comunión» entre la Iglesia local y la universal debe acaecer sin que ésta elimine a aquella, antes bien sepa respetar su idiosincrasia, su cultura, sus caracterí­sticas, sin absorberlas.

b) En segundo lugar es preciso destacar a la Iglesia como comunión ella misma: como pueblo de Dios y cuerpo de Cristo. Lo cual significa que todos los miembros de la Iglesia, sin excepción alguna, son por igual cuerpo del Señor (y no unos más que los otros), anticipando así­ la «comunión de los santos» escatológica, donde no habrá diferencia alguna entre los santos. La única diversidad viene por los distintos carismas o ministerios que el Espí­ritu otorga dentro de la unidad del cuerpo y en favor de éste. Como en la Trinidad lo más importante es la identidad radical de las tres personas (y su igualdad) en el ser divino; aunque ello no excluya la diferencia de función entre las mismas. También la comunión eucarí­stica iguala a los diversos estamentos de la Iglesia: a clérigos y a laicos, a todos los creyentes. Pues a todos se da por igual Cristo en la comunión y no a unos más que a otros. De manera que no recibe en mayor grado a Cristo el obispo que el laico sino todos por igual. Por eso el Vaticano II resalta la importancia de la corresponsabilidad (o «conciliariedad») en la Iglesia, entre los obispos entre si, entre éstos y el papa, y de toda la jerarquí­a con el pueblo de Dios (y no sólo de éste con la jerarquí­a). Es desde esa mutua conjunción desde donde el Espí­ritu hace crecer a la Iglesia «y perfecciona su comunión, con la unidad» (UR 2).

c) En este mismo marco de comunión eclesial y ecuarí­stica habrá que situar la función del primado romano (que ostenta el «primado en la caridad», según Ireneo) y de la jerarquí­a de la Iglesia. Es significativo el hecho de que tanto la elección de Pedro, como la determinación de la función y el ministerio de los Doce, acaezcan, según Lucas y Juan, en un contexto eucarí­stico. Es en la última cena (y por ello en un contexto fundamental de comunión y de comunidad) donde Jesús confiere a Pedro la misión de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22,31ss). A su vez, en el contexto del pan de vida, según Juan (6,67-70) es donde Pedro confiesa a Jesús como Mesí­as venido de Dios. Y todo ello en un marco en el que Jesús disocia radicalmente (cara a los Doce) toda equiparación entre el gobierno de la Iglesia y el de los poderes terrenales (cf. Lc 22,24-27; Jn 6,15). Porque se trata de regir a la familia de los hijos de Dios, a la Iglesia como comunión y fraternidad -cuerpo de Cristo y templo de su Espí­ritu ella misma en su totalidad-. Y no a una mera sociedad humana constituí­da por extraños.

4. TRINIDAD-IGLESIA-EUCARISTIA: UN ÚNICO MISTERIO DE COMUNIí“N. Siendo la Trinidad el misterio de comunión por excelencia, por el que las tres personas están radicalemente unidas en una misma vida y un mismo ser (así­ como en un mismo sentir, conocer y querer), es de esta comunión trinitaria de donde deriva la «comunión de los santos», escatológica, aunque anticipada en la Iglesia: como una multiplicidad de granos de trigo que constituyen un solo pan celestial y un solo cuerpo de Cristo. La Iglesia, como la eucaristí­a, viene a ser así­ «sacramentum Trinitatis»: signo eficaz no sólo de la presencia salvadora de Cristo sino de la comunión vital con el misterio intradivino. Por eso cabe afirmar de la Trinidad lo que el Vaticano II dice de la eucaristí­a como fuente y cumbre de la vida de la Iglesia (LG 11): «en el Padre, por el Hijo, en el Espí­ritu, radica la verdadera fuente, así­ como la culminación de todo el misterio eclesial y eucarí­stico»
[-> Adoración; Amor; Antioquenos, Padres; Atanasio, san y Alejandrinos; Biblia; Comunidad; Comunión; Ecumenismo; Encarnación; Epí­clesis; Espí­ritu Santo; Hijo; Hilario de Poitiers, san; Iglesia; Ireneo, san; Jesucristo; Misterio; Padre; Padres (griegos y latinos); Pascua; Pentecostés; Reino; Religión, religiones; Salvación; Trinidad; Vaticano II.]
Manuel Gesteira Garza

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EXISTENCIALISMO

SUMARIO: I. Introducción.-II. Orí­genes históricos: 1. Kierkegaard; 2. En el siglo XX.-III. El existencialismo alemán: 1. Jaspers; 2. Heidegger.-IV El existencialismo francés: 1. Sartre y el existencialismo ateo; 2. Marcel y el existencialismo cristiano.-V. Temas básicos.-VI. Actualidad

I. Introducción
La popularización del término existencialismo ( a veces filosofia de la existencia) lo convirtió en el signo identificador de una gran parte del pensamiento europeo, sobre todo después de la segunda guerra mundial; por ello, el término sirvió para denominar corrientes tan heterogéneas y alcanzó tal amplitud que, como ya reconocí­a Sartre en 1946, «no significa absolutamente nada». Los numerosos intentos por identificar unos temas comunes a pensamientos tan heterogéneos no han podido pasar de generalidades puesto que «existencialismo» fue mucho más que una(s) filosofí­a(s): en las décadas de 1940 y 1950 significó una actitud integral ante el mundo y la vida, con poderosas influencias en polí­tica, en la creación literaria y poética, en el cine, en la moda, etc. Por eso, se ha podido decir que, antes que unas tesis intelectuales, el existencialismo fue una «actitud» vital. En tal caso, el camino más fecundo parece ser una delimitación histórica de tan complejo y disperso movimiento.

II. Orí­genes históricos
Históricamente el existencialismo aparece como una consecuencia del estrepitoso derrumbamiento del idealismo alemán que siguió a la muerte de Hegel. Ese derrumbamiento propició una desconfianza hacia la validez de los conceptos universales y abstractos y una denuncia de cualquier camino racionalista que otorgue primací­a a las ideas por su incapacidad para hacer justicia a la realidad concreta. Por ello, no es suficiente caracterizar el existencialismo con la afirmación genérica: «la existencia precede a la esencia» -caracterización adoptada por el propio Sartre-, pues todo depende de cómo se entienda el término existencia.

1. KIERKEGAARD. Los existencialistas contemporáneos reconocen como maestro común al escritor danés S. Kierkegaard (1813-1855), autor de una obra muy amplia y dispersa. Kierkegaard nunca pretendió ofrecer una alternativa «filosófica» al idealismo que detestaba, sino que se trata de un escritor cristiano, cuyo tema obsesivo es la imposibilidad para todo pensamiento racional y mundano de acceder a la originalidad del cristianismo. Cualquier intento de esclarecer racionalmente el cristianismo o de introducir en él estructuras organizativas eclesiásticas («cristiandad») es una paganización que pasa por alto el dato fundamental: la paradoja de Cristo, Dios hecho hombre, que sufre y resucita. Kierkegaard pone en primer plano la irreductibilidad del existente singular, que es una posibilidad cuya realidad depende de una decisión, la cual comporta siempre el peligro de un injustificable salto en el abismo. En el «estadio religioso» sólo es válida la relación inconmensurable de cada individuo con su Dios, relación que rompe toda lógica y normatividad universal («estadio ético») en el instante privilegiado y decisorio de la existencia; Abrahán, llamado personalmente por Dios y dispuesto a quebrantar toda ley ética sacrificando a su propio hijo, es el sí­mbolo por excelencia de la actitud religiosa, la única capaz de esclarecer la paradoja de la existencia.

2. EN EL SIGLO XX. Algunos motivos presentes en el pensamiento de Kierkegaard fueron retomados más de medio siglo después de su muerte en un contexto cultural e intelectual muy distinto y con propósitos también distintos. El ambiente de desilusión que siguió en Centroeuropa a la primera guerra mundial encontró en la obra del escritor danés argumentos para el rechazo de algunos de los ideales básicos de la modernidad ilustrada, a los que se consideraba responsables del desastre europeo, y dio pábulo a actitudes pesimistas y desconfiadas respecto al valor de cualquier ví­a racional. Teólogos reformados tan importantes ‘como K. Barth o P. Tillich, filósofos como Jaspers, Unamuno y, en parte, Heidegger pusieron en marcha un primer núcleo del existencialismo contemporáneo, que se difunde sobre todo en Alemania y tiene un marcado corte académico.

III. El existencialismo alemán
1. JASPERS. La publicación en 1919 de la obra de Jaspers Psicologí­a de las cosmovisiones puede tomarse como la iniciación del existencialismo contemporáneo; se trata de una obra a caballoentre la psicologí­a y la filosofí­a, enlg que ya aparecen los conceptos básicos que serán ampliamente desarrollados por el autor en Filosofia (1932). Ef tema central del pensamiento de Jas,, pers (1883-1969), un autor procedente de la psiquiatrí­a, es el contraste entre la inobjetivabilidad de la existencia siempre situada y el ansia de transcendencia de la razón. La razón no puede objetivar la existencia singular y esta se revela en las «situaciones-lí­mite» (enferme-dad, muerte, etc.), por lo que la filosofí­a debe ser un «esclarecimiento de la existencia». La razón siempre se encuentra «situada» y, por eso, fracasa en su afán de acceder a la transcendencia; esa transcendencia sólo se manifiesta como «lo envolvente» y es accesible en forma de «cifras» que nunca pueden convenirse en «objeto» de conocimiento cientí­fico. Ante ello, sólo es eficaz la «fe filosófica», que no se identifica (ni se opone) a la fe revelada, pues se mueve en el plano de una creencia racional que la razón es incapaz de demostrar satisfactoriamente. Después de la segunda guerra mundial, exilado en Suiza desde la época del nazismo, Jaspers, un autor con amplias preocupaciones humaní­sticas, fue moderando el tono de su obra y se fue acercando más a posturas kantianas.

2. HEIDEGGER. Sólo por su fuerte influencia histórica sobre el existencialismo, debe mencionarse la obra de M. Heidegger (1889-1976), un filósofo cuya relación con el existencialismo no pasa finalmente de ser extrí­nseca. Sin embargo, su gran obra Ser y tiempo fue considerada por muchos como la obra central y la fuente de inspiración delexistencialismo filosófico. La centralidad del ente llamado Dasein («ser-ahí­»), su descripción como aquel ente cuya esencia se funda en su «existencia» -esto es, en su apertura, como aclaró luego el autor- exige una analí­tica de sus estructuras existenciales («existenciarios»). Dentro de esa analí­tica existencial aparecen conceptos claves como los de mundanidad, autenticidad, angustia, nada, temporalidad o ser para la muerte. Sin embargo, se trata de estructuras ontológicas en las que se manifiesta el ser, cuya presencia determina la peculiaridad del Dasein, y no de descripciones «ónticas». Por ello, la relación de Heidegger con el existencialismo es sólo externa (algunos temas comunes, aunque son temas fundamentales) pues se mueven en planos muy distintos. En su escrito Carta sobre el ‘humanismo» (1947) Heidegger se distancia de cualquier compromiso con el existencialismo mostrando que su objetivo filosófico es el sentido del ser, para lo cual la analí­tica del Dasein era sólo un camino.

IV. El existencialismo francés
Después de la segunda guerra mundial, el existencialismo adquirió una gran difusión cultural hasta convertirse en ideologí­a identificadora de toda una época. Este momento es predominantemente francés y rompe con el anterior estilo académico, extendiéndose por la mayor parte del continente europeo y por Latinoamérica.

1. SARTRE Y EL EXISTENCIALISMO ATEO. Una parte decisiva en esta difusión corresponde a las extraordinariasdotes de polí­grafo (filósofo, ensayista, articulista, novelista, dramaturgo, etc.) de J.-P. Sartre (1905-1980), el gran «pontí­fice» del existencialismo, secundado por su compañera S. de Beauvoir y, durante algún tiempo, por el riguroso M. Merleau-Ponty y el gran escritor A. Camus. Sú emblemática novela La náusea (1938) insiste en la contingencia y gratuidad de toda existencia, la cual carece de cualquier fundamento y de cualquier objetivo transcendente, por lo que se agota en el compromiso trágico de una decisión rodeada por un horizonte de absurdo. Su gran obra filosófica El ser y la nada (1943) explica esto desde la dualidad de las categorí­as ontológicas del «ser-en-sí­» y «ser-parasí­»; el existente es un ser para sí­ (pura conciencia, nada) que busca dotarse de alguna esencia consistente que apuntale su fragilidad, con lo que ser convertirí­a en ser en sí­; pero esto es imposible porque eso significarí­a negarse como ser para sí­, por lo que «el hombre es una pasión inútil». En su famosa conferencia El existencialismo es un humanismo (1946) Sartre reivindica un humanismo de tinte heroico dentro de un horizonte de total inmanencia en el que la existencia es un incesante combate por el absurdo, un tema que Camus trató magní­ficamente en El mito de Sí­sifo y al que Sartre dio amplias prolongaciones en algunas de sus más celebradas piezas teatrales.

2. MARCEL Y EL EXISTENCIALISMO CRISTIANO. Al lado de esta lí­nea dominante se ha distinguido lo que se llamó un «existencialismo positivo» o «existencialismo cristiano», en el que se incluyen los rusos exilados Sestov o Berdiaev y, sobre todo, G. Marcel (1889-1973), que se dio a conocer con un Diario metafí­sico (1927) y también recurrió a las piezas teatrales para difundir su pensamiento. Crí­tico radical de todo idealismo y racionalismo, convertido al catolicismo, Marcel recupera algunos temas de la tradición interiorista, habitual en el pensamiento francés desde Montaigne, Descartes y Pascal. Colocando en el centro de su visión existencial la esperanza, Marcel reclama un lugar para el misterio, más allá del ámbito de los «problemas», y se convierte en un crí­tico de la civilización actual defendiendo un espacio para el ser por encima del «tener». Su personalidad intelectual influyó poderosamente en muchos pensadores, sobre todo franceses y, después del rechazo del existencialismo en la encí­clica Humani generis (1950), se fue distanciando de las posturas más radicales del existencialismo. En ese mismo sentido cabrí­a ver la postura del personalista E. Mounier, quien en su difundida obra Introducción a los existencialismos (1946) reivindica para el personalismo cristiano la originalidad de algunos temas básicos del existencialismo.

V. Temas básicos
Esta complejidad del desarrollo histórico va decantando unos problemas básicos que distinguen el clima intelectual del existencialismo. Su oposición radical contra los excesos de todo «sistema» con pretensiones absolutas abre el camino para una visión dramática (a veces, incluso trágica) de la existencia, cuya radical finitud se sostiene frágilmente sobre el horizonte de la nada. Se ha podido decir, no sin razón, que esto es producto de una radicalización del creacionismo cristiano, en el que la originalidad de la persona exige un compromiso integral que confiere al existencialismo un matiz «religioso», patente en sus orí­genes, pero que no desaparecerí­a del todo incluso en su rama radicalmente atea. El existencialismo ateo rechaza de plano cualquier invocación de algún horizonte transcendente como evasión y se mantiene en una exigente ética situacionista. Otros existencialistas parecen dejar abierta alguna posibilidad, insistiendo siempre en la, decisión personal. Los existencialistas cristianos protestan airadamente contra los intentos de reducir a Dios a un concepto racional y destacan la singularidad personal, así­ como el carácter existencial de la experiencia religiosa sin poder evitar siempre los escollos de un irracionalismo fideí­sta.

VI. Actualidad
Históricamente el existencialismo aparece como una ideologí­a propia de una época pesimista y desengañada, que vio fracasar los grandes ideales de la modernidad e hizo de ese fracaso el horizonte de su existencia. Por ello, el existencialismo perdió audiencia a medida que ese ambiente se fue debilitando y se fueron olvidando los desastres de las guerras. Es el propio Sartre quien establece su carta de defunción cuando, al comienzo de la Crí­tica de la razón dialéctica (1960), denunciaba su propio existencialismo anterior como una «ideologí­a parasitaria» propia de unaépoca ya superada. El individualismo radical basado en una concepción de la intersubjetividad como conflicto insuperable («el infierno son los otros»: Sartre), su incapacidad para integrar positivamente lo que significa el conocimiento cientí­fico y el desarrollo técnico, el carácter insostenible de una ética heroica alimentada en el absurdo fueron algunos de sus puntos más débiles, para los que no encontró respuesta adecuada. El pensamiento actual parece muy alejado del clima existencialista; de él resta quizá la denuncia de cualquier idolatrí­a frente a la ciencia y la técnica, la desconfianza ante las desmesuradas pretensiones del racionalismo moderno, así­ como la singularidad del existente que desborda cualquier sistema.

[ – Esperanza; Jesucristo; Filosofa; Misterio; Psicologí­a.]
Antonio Pintor-Ramos

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Es el sacramento central de la Iglesia, centro de culto Y de la vida cristiana. En su etimologí­a griega, eucaristí­a significa » acción de gracias, agradecimiento»; el Nuevo Testamento la utiliza para traducir el término hebreo bemkah (bendición). La berakah, que los judí­os pronuncian sobre todas las cosas, es un acto de fe y de confesión del nombre de Dios. Es una alabanza entusiasta basada en la admiración por aquel que ha realizado maravillas increí­bles. En la bendición solemne al final de la comida, los judí­os daban gracias por el alimento que habí­an tomado. en el que veí­an un signo de la bondad del Creador que comunica su vida a los fieles, y por la tierra prometida que lo habí­a producido, signo de aquella salvación que Dios habí­a asegurado a su pueblo. Así­ pues, la berakah bí­blica se basa en el recuerdo (anámnesis) de los beneficios extraordinarios recibidos, y se apoya en una confianza absoluta- en el Señor. El evangelista Lucas, al hablar de la última Cena de Jesús, nos dice que, después de haber dado gracias (eucharistésas), tomó el pan, lo partió y se lo dio a los apóstoles (Lc 22,19). También antes habí­a dado gracias sobre el cáliz, Encontramos esta misma expresión para el cáliz en Mt 26,27 y en Mc 14,23). En 1 Cor 11 se utiliza el verbo eucharistéo (y. 24) para la acción de gracias sobre el pan. El substantivo «eucaristí­a» pasó luego, a partir del siglo 11, para designar todo el rito.

La eucaristí­a es el sacramento central del septenario sacramental, ya que es el sacramento que hace presente al mismo Cristo. Pero es un sacramento complejo, va que la Cena del Señor es ante todo e1 memorial eficaz de su único sacrificio, el rito sacramental que actualiza la Pascua. Pero ha sido instituido para la Iglesia para permitirle recibir, mediante la comunión, el fruto del sacrificio de su Señor, uniéndose a él en la ofrenda al Padre. Por eso la eucaristí­a es al mismo tiempo e indisolublemente el signo sacramental eficaz que hace presente el sacrificio de Cristo y su Persona, su Humanidad, su Cuerpo y Sangre, para que lo recibamos en comunión. Es al mismo tiempo sacrificio y sacramento. Cristo es el sacerdote invisible, que se sirve del ministro visible como instrumento; es ví­ctima sacrificial, que se hace presente sacramentalmente en los signos del pan y del vino; es alimento para los creyentes que participan de la comunión.

Celebrando «en memoria» de Jesucristo el sacramento de su Pascua, la Iglesia revive en la fe el acontecimiento de su muerte y resurrección, fundamento perenne de la nueva alianza, da gracias al Padre por lo que hace por los hombres mediante su Hijo. proclama que la obra de salvación ha llegado a su cumplimiento en Jesucristo. el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Pero si la eucaristí­a es un memorial en el que se actualiza la Pascua del Señor lo es no tanto en función de Cristo, en el que ha tenido su cumplimiento perfecto y perenne «la obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios,) (SC 5), sino en función de la Iglesia, como su principio y desarrollo, a fin de hacerla participar cada vez más de aquel misterio de gracia. El misterio pascual, en su forma de memorial, se «repiten entonces en el tiempo, para llegar a cada uno de los hombres y a cada una de las comunidades, de modo que la salvación pase de la Cabeza que la realizó a cada uno de sus miembros.

La asamblea eucarí­stica, memorial del Señor muerto y resucitado, es lo que es en virtud del Espí­ritu de Jesús, que la congrega y unifica. El Espí­ritu Santo hace de la eucaristí­a la experiencia fundamental de la Iglesia. Suscita la presencia del Cuerpo Único de Cristo, sacramental y mí­stico, y el de la comunidad que participa en ella. Es lo que pide la Iglesia: «Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad; por eso te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espí­ritu, de manera que sean para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo, nuestro Señor… Te pedimos humildemente que el Espí­ritu Santo congregue en la unidad a cuantos participamos del Cuerpo Sangre de Cristo» (Misal romano, Segunda plegaria eucarí­stica). Para que finalmente la eucaristí­a se realice como Pascua de la Iglesia, en toda su plenitud y en toda su verdad, es necesaria la comunión, que no es un añadido al memorial de la Iglesia, sino que se identifica con él, va que es en esa comunión donde el memorial recibe verdaderamente su actuación: lo traduce y le hace alcanzar su objetivo, va que la eucaristí­a es por su naturaleza una comida pascual, un banquete en el que hay que participar. La ví­ctima inmolada es para el alimento, y por tanto para el crecimiento y la realización de la Iglesia: comiendo de un solo pan y bebiendo de un solo cáliz, los fieles sé convierten en la «ofrenda viva», asimilados a Cristo, la victima pascual.

Pero el que no participa de la comunión bloquea la orientación intrinseca del memorial-banquete. va que el Señor dejó su cuerpo entregado para ser comido, su sangre derramada para ser bebida: comiendo y bebiendo, se cumple la memoria del Señor como acogida en la fe y como adhesión a las cosas maravillosas que Dios ha realizado por los hombres.

Cuando celebra la eucaristí­a y se alimenta del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, la Iglesia forma un solo cuerpo con Aquel que se ha convertido para nosotros en redención (cf. 1 Cor 1,301)se sumerge en la resurrección que es 1 a fuerza universal de la salvación (Flp 3, 21); es la Esposa, asociada a su Señor en el misterio de la salvación. Todo el misterio de la salvación está contenido en la eucaristí­a (S. Th. III, q. 83, a. 41;) y la ofrenda del sacrificio de la misa, plena reactualización sacramental del misterio pascual, es el culto más alto y perfecto dirigido a Dios. Por eso la celebración de la misa, acción de Cristo y del pueblo de Dios ordenado jerárquicamente, constituye el centro de la vida cristiana; y, en consecuencia, todas las demás acciones sagradas y todas las actividades de la vida cristiana se encuentran en í­ntima relación con ella. La eucaristí­a, si es el centro de la vida cristiana, llega a ser también el centro de la Iglesia local; la Iglesia saca de ella su continuo alimento y su fuerza: en la comunidad, que se reune para la celebración eucarí­stica, se hace presente el mismo Cristo, y la participación en su Cuerpo y Sangre no hace sino que nos transformemos en lo que recibimos. La eucaristí­a es, por tanto, sacramento de unidad, auténtica acción cultual sacerdotal, celebrada en la común ofrenda sacrificial de todo el pueblo de Dios, estructurado jerárquicamente: el ejemplo por excelencia de esta unidad, nos recuerda el Vaticano II, se tiene «en la participación plena y activa de todo el pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones liturgicas particularmente en la misma eucaristí­a, en una misma oración, junto al Único altar donde preside el obispo, rodeado de su presbiterio y ministros» (SC 41). Se reparte el Único pan para que se convierta en alimento de todos: de esta manera todos se convierten a un solo cuerpo en la comunión del Único Pan de vida, Jesucristo.

En torno a la eucaristia, la Iglesia se recoge en oración para la adoración de Aquel que se conserva sobre todo para el viático. Manteniéndose junto al Cristo Señor- en el sacramento eucaristico, los fieles gozan de su intima familiaridad con él y alcanzan un aumento de fe, de esperanza y de caridad, fomentando las justas disposiciones para celebrar el memorial del Señor y recibir frecuentemente aquel Pan que se les ha dado.

R. Gerardi

Bibl.: A, Gerken, Teologí­a de la eucaristí­a, San Pablo, Madrid 1991: F X. Durwell. La eucaristí­a, misterio pascual Sí­gueme, Salamanca 1982; M. Gesteira, La eucaristí­a, misterio de comunión, Sí­gueme, Salamanca 1992.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. El mensaje de la eucaristí­a en la reflexión de la Iglesia: 1. La eucaristí­a, sacramento de la iniciación cristiana; 2. La eucaristí­a, fuente y cumbre de la vida cristiana; 3. Del gesto de Jesús a la acción de la Iglesia; 4. Sí­ntesis teológica; 5. Presencia de Cristo en la eucaristí­a; 6. La eucaristí­a, realización de la Iglesia; 7. La celebración de la eucaristí­a a la espera del banquete escatológico. II. Presentación catequética de la eucaristí­a: 1. La pedagogí­a de Dios en función del mensaje de la eucaristí­a; 2. Algunos contenidos del mensaje eucarí­stico con pistas metodológicas; 3. Una catequesis de la eucaristí­a para las diversas edades.

I. El mensaje de la eucaristí­a en la reflexión de la Iglesia
El sacramento de la eucaristí­a incluye dos aspectos esenciales: 1) Como sacramento de iniciación representa la culminación del proceso iniciático, por la que el cristiano accede a la plena identificación con Cristo; 2) como sacramento de la existencia cristiana, y por tanto celebrado repetidamente a lo largo de toda la vida, está en función del progreso y la edificación espiritual del cristiano.

1. LA EUCARISTíA, SACRAMENTO DE LA INICIACIí“N CRISTIANA. Según el Catecismo de la Iglesia católica, «la sagrada eucaristí­a culmina la iniciación cristiana. Los que han sido elevados a la dignidad del sacerdocio real por el bautismo y configurados más profundamente con Cristo por la confirmación, participan por medio de la eucaristí­a con toda la comunidad, en el sacrificio mismo del Señor» (CCE 1322; cf IC 57-58, 101ss).

Según el Vaticano II, la eucaristí­a es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11), «centro y cima» (AG 9), «raí­z y quicio» de la comunidad cristiana (PO 6). De esta forma, el camino de incorporación al misterio pascual del cristiano, iniciado con el bautismo y enriquecido con la confirmación, llega a su plenitud sacramental con la participación en el banquete eucarí­stico, donde se gustan ya de antemano los bienes de la vida eterna. Según el Ritual de la iniciación cristiana de adultos, los recién bautizados son introducidos solemnemente en la asamblea cristiana reunida, para participar por primera vez en la celebración de la eucaristí­a: «De esta forma participan con toda la comunidad en la acción del sacrificio y recitan el padrenuestro, mostrando así­ el espí­ritu de filiación que han recibido con el bautismo… Con la comunión del Cuerpo entregado y la Sangre derramada confirman los dones recibidos y gustan de antemano los de la eternidad» (RICA 36). De esta forma los bautizados y confirmados alcanzan su identificación con Cristo, son incorporados plenamente a la comunidad eclesial y, a través de esta primera participación eucarí­stica, «encuentran la coronación de su iniciación» (RICA 36; cf IC 106). Por esta primera participación plena del misterio pascual consiguen aquella madurez cristiana que les permite vivir y ejercer con toda entereza la nueva vida a la que renacieron con el bautismo.

2. LA EUCARISTíA, FUENTE Y CUMBRE DE LA VIDA CRISTIANA. Pero, además de ser la culminación del proceso de la iniciación cristiana, la eucaristí­a es, en adelante, «centro y cima de toda la vida cristiana», como fuente primordial de la que se alimenta toda nuestra existencia cristiana.

Los sacramentos son medios eficaces de la gracia. Todos ellos, en su peculiaridad especí­fica, nos incorporan al misterio pascual de Cristo. En este sentido, la eucaristí­a es el sacramento por antonomasia. Como ningún otro sacramento dice relación directa a la obra redentora de Cristo: «Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarí­stico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, y a confiar así­ a su esposa, la Iglesia, el memorial de su muerte y resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, ví­nculo de caridad, banquete pascual, en el cual se recibe como alimento a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» (SC 47).

Bajo la forma de memorial de la última cena de Jesús con sus apóstoles, es la perpetuación en el tiempo del único sacrificio de la cruz. Como celebración sacramental, la eucaristí­a es expresión y realización de comunión del creyente con el mismo cuerpo vivificado del Salvador. De esta forma, la vida propia de Cristo resucitado, se expande por todos los miembros que forman su cuerpo en forma de alimento espiritual.

3. DEL GESTO DE JESÚS A LA ACCIí“N DE LA IGLESIA. Los textos del Nuevo Testamento se refieren frecuentemente al lugar central que la «fracción del pan» (He 2,42.46; 20,7.11; Lc 24,30) o la «cena del Señor» (lCor 11,20) ocupaban en la vida de las comunidades primitivas. Estas expresiones designan la reunión cristiana donde se hací­a memoria de la cena de despedida que Jesús celebró con sus discí­pulos «la noche en que fue entregado» (lCor 11,23).

Son cuatro los relatos que tenemos de la última cena, formulados a partir de una doble tradición: Pablo-Lucas y Marcos-Mateo (1 Cor 11,17-34; Mc 14,12-26; Mt 26,17-30; Lc 22,7-23). Todos ellos coinciden en insertar el gesto de Jesús en el marco del banquete pascual judí­o. Este tení­a una doble significación: acción de gracias al Dios de la alianza por la liberación de Egipto (Ex 12,1-28) y expresión del deseo de la liberación plena en el reino mesiánico. El hecho de que la última cena de Jesús esté en relación estrecha con la cena pascual hace que su gesto signifique el paso del acontecimiento de la pascua del éxodo judí­o a la pascua de la liberación definitiva fundada en el auténtico sacrificio de Cristo, «ofrecido una vez para siempre» (Heb 7,24-27; 9,12.26.28; 10,10; Rom 6,10; l Pe 3,18).

De esta forma, la acción de Jesús en la última cena se convierte en «una acción profética que anticipa el misterio de la cruz del dí­a siguiente: antes de verse apresado por los enemigos, se entrega voluntariamente a sus amigos haciendo de su vida un don para cuantos crean en él: el pan partido equivale a su cuerpo entregado, y el vino… es su sangre derramada»1. La fracción del pan y el reparto de la copa por parte de Jesús son la «parábola en acción de lo que será su muerte, que presiente»2. Este gesto profético viene explicado por las palabras que lo acompañan: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros… Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-20).

La participación del alimento repartido -cuerpo entregado y sangre derramada por la multitud- nos presenta a Jesús como el Siervo de Yavé que da su vida por los pecadores (Is 52,13-53,12; cf 42,6; 49,8), abriendo el camino de la reconciliación de la multitud con Dios y sellando con su sangre la nueva alianza. La muerte, expresión máxima de la entrega de Jesús por todos los hombres, aparece como el sacrificio de la alianza definitiva entre Dios y los hombres, el único y verdadero sacrificio agradable a Dios (Heb 9,11-28). Por las caracterí­sticas de los dones simbólicos -pan y vino- este testamento adquiere forma de comida familiar. Esta comunidad de mesa celebrada en memoria del Señor, se convierte en signo de relación, diálogo, perdón, amor, comunión y solidaridad, elevando a experiencia cristiana la comunidad de mesa practicada por Jesús con publicanos y pecadores (Mt 9,9-13; 11,19; Lc 7,36-50; 15,11-32; 19,1-10). Así­ la comunidad de mesa se convierte en expresión de la reconciliación con Dios y de la reconciliación mutua de los comensales.

Los discí­pulos, y con ellos la Iglesia toda, recibieron la orden de perpetuar este gesto: «haced esto en memoria mí­a» (1Cor 11,26) «hasta que él venga» (1Cor 11,24-26; Lc 22,19). De esta forma la Iglesia, con la celebración de la eucaristí­a, perpetúa en el tiempo la presencia eficaz de esta vida entregada por la vida del mundo. La eucaristí­a es el alimento de la Iglesia peregrina, mientras avanza hacia la plenitud de salvación. Por ser comida del cuerpo y sangre del Señor, es ya pregustación en el tiempo de la vida de resurrección que Cristo posee en plenitud y que prometió a todos los que crean en él (Jn 6,53-58).

4. SíNTESIS TEOLí“GICA. a) Acción de gracias. A partir de finales del siglo I, el nombre que prevaleció para designar la celebración del memorial del Señor fue el de eucaristí­a: acción de gracias. En las comidas festivas judí­as habí­a dos bendiciones y una acción de gracias, que se pronunciaba sobre el pan y la copa, o sobre un animal sacrificado en el templo. Este reconocimiento agradecido hací­a entrar en comunión con Dios. Ahora, el gesto de Jesús nos manifiesta que esta comunión en el amor de Dios se realiza en la pascua del Hijo. Los cuatro relatos bí­blicos nos hablan de una acción de gracias sobre los dones: Pablo y Lucas sobre el pan y la copa, Mateo y Marcos sobre la copa. De esta forma, en toda repetición de la cena del Señor se da gracias a Dios por el gran acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesús, la verdadera y definitiva pascua. Cuando la comunidad se reúne en torno a la mesa eucarí­stica, renueva su reconocimiento y acción de gracias por las obras maravillosas del amor de Dios para con su creación (cf CCE 1359), pero de forma particular y definitiva por la obra de la nueva creación, llevada a término por la muerte y resurrección de Jesús.

b) Celebración de la pascua definitiva. Jesús expresa el carácter expiatorio de su muerte por la multitud a través del gesto de elevar los dones que van a ser consumidos a la categorí­a de cuerpo que será entregado y sangre que será derramada. Con ello se apunta al sentido martirial que Jesús da a su muerte futura para la salvación de los hombres. En cuanto Jesús entrega como alimento a los apóstoles los elementos, así­ elevados a cuerpo y sangre, pone de manifiesto que su muerte acaece en bien de los hombres. A semejanza de los alimentos que, cuando son sumidos, pierden su entidad propia y se convierten en vida de los que los reciben, así­ también ahora el cuerpo entregado y la sangre derramada son el alimento de la verdadera vida de los hombres.

Por las palabras que Jesús pronuncia sobre el pan y el vino, estos elementos simbolizan su misma persona, en cuanto entregada, sacrificada por el bien de los hombres. En el mundo semí­tico cuerpo no significa únicamente corporeidad, sino la persona entera. Igualmente la sangre, como sustancia de la vida comprende a todo el ser vivo. En este caso, el ser vivo que derrama su sangre y entrega su vida por los hombres. Jesús se presenta como el cordero pascual que sustituye al cordero pascual judí­o. Jesús mismo entrega su vida como el auténtico cordero capaz de sellar con su sangre la definitiva alianza de Dios con los hombres: «Este es el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Por ello, la celebración de la cena del Señor será la cena del auténtico cordero, y la celebración de la eucaristí­a, la celebración de la pascua definitiva.

c) Perpetuación del sacrificio pascual. Cristo murió realmente una sola vez -epaphax = «una vez para siempre» (Rom 6,10; Heb 7,27; 9,12; 10,10)-, obrando así­, con el sacrificio de su vida, la salvación del género humano. Pero el misterio pascual de Cristo se extiende a toda la historia humana. Por la resurrección «participa de la eternidad divina y domina así­ todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente» (CCE 1085), entra en la conciencia humana y se hace realmente efectivo por su condición de memorial. En efecto, por la fuerza del Espí­ritu, la comunidad reunida evoca el acontecimiento históricamente ya pasado y, haciendo memoria de él, se implica y sumerge plenamente en él. En esta implicación la comunidad se deja determinar en el presente por aquel dinamismo que acompañó y se hizo actuante en el acontecimiento pasado. El memorial no es simple recuerdo de los hechos pasados, sino la evocación de estos hechos como actualmente configuradores. De esta forma se perpetúa en la historia el gesto inicial y todo su dinamismo renovador, convirtiéndolo en acontecimiento originante.

En la celebración de la eucaristí­a, la Iglesia evoca el gesto pascual de Jesús y se sumerge así­ en el mismo misterio pascual de la única muerte y resurrección de Cristo, haciéndonos partí­cipes de la nueva vida.

El dinamismo sacramental del memorial explica que el único sacrificio de Cristo en la cruz permanece presente y activo en la historia: «Cada vez que la comunidad cristiana, proclamando su fe con acción de gracias, hace ante Dios el memorial del sacrificio histórico de Jesús, el Espí­ritu hace presente, en el pan y en la copa de la cena fraternal, aquello cuya parábola en acción habí­a realizado Jesús la noche en que fue entregado, el sí­mbolo profético: la ofrenda del cuerpo y de la sangre por la salvación del mundo; en una palabra: el sacrificio de la cruz que el Padre recibió y selló en la resurrección inaugurando un mundo nuevo»3. El memorial hace que cuando la Iglesia celebra la eucaristí­a, pueda ofrecer de nuevo este único sacrificio de Cristo realizado «una vez por siempre». Por la pertenencia a su cuerpo, la Iglesia «participa en la ofrenda de su cabeza… [De esta forma] en la eucaristí­a, el sacrificio de Cristo es también sacrificio de los miembros de su cuerpo» (CCE 1368).

d) Comunión con el Resucitado. La participación de la mesa del Señor nos obliga a poner atención tanto a su gesto como a sus palabras. La tradición ha conservado estas dos versiones: «Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros… Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre» (lCor 11,24-25). O, según la otra tradición: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo… Bebed todos, porque esta es mi sangre, la sangre de la nueva alianza, que será derramada por todos para remisión de los pecados» (Mt 26,26-28). De ahí­ se desprende que la celebración de la eucaristí­a nos pone en comunión con el cuerpo y la sangre de Jesús ante la inminencia de su muerte. A través de la comunión con este cuerpo y esta sangre, el creyente entra en contacto con el poder redentor de esta muerte.

La comida y la bebida indignas del pan y del cáliz equivalen a un pecado para con «el cuerpo y la sangre del Señor» (lCor 11,27). Ello es únicamente posible porque entre el pan y el cuerpo, y entre el cáliz y la sangre existe un ví­nculo de identidad. Se trata de un ví­nculo que va mucho más allá de una simple figuración del cuerpo a través del pan, y de la sangre a través del cáliz; pero que, según los textos neotestamentarios, tampoco podemos entender como una identificación de tipo material fisicista. Ya san Agustí­n insistí­a en que el cuerpo eucarí­stico es sacramental, y san Ambrosio de Milán subrayaba la función esencial del Espí­ritu. Se trata del modo de presencia del cuerpo de Cristo.

5. PRESENCIA DE CRISTO EN LA EUCARISTíA. La fe afirma la presencia real de Cristo en la eucaristí­a. Pero «una cosa es el hecho de que Cristo esté presente en la eucaristí­a y otra cosa es la explicación que nosotros podemos o debemos dar de este hecho»4.

a) Cuerpo y sangre resucitados. La realidad actual del Señor es la del Cristo resucitado. Es decir, es aquel que vivió y murió, y vivificado ahora por la fuerza del Espí­ritu para no morir más, está sentado a la derecha del poder de Dios (He 2,32-36). Por tanto, la realidad expresada en el misterio de la eucaristí­a es la presencia del Señor resucitado. Una posterior determinación de las caracterí­sticas de cuerpo resucitado, escapa a toda descripción humana. Como primer paso, cabe afirmar que el cuerpo de Cristo presente en la eucaristí­a no es solamente el cuerpo camal e histórico de Jesús de Nazaret. Es ciertamente este cuerpo, pero ya resucitado y ensalzado a la derecha de Dios, cuerpo espiritual (iCor 15,42-49,) y que únicamente puede ser captado por la fe.

b) Presencia sacramental. La realidad de la eucaristí­a es el don del Señor. A diferencia de otras formas de presencia y donación, «en su Palabra, en la oración de su Iglesia…, en los pobres, los enfermos, los presos, en los sacramentos…, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro» (CCE 1373), en la cena el Señor se nos da realmente a través de los sí­mbolos especí­ficos de pan y vino. Estos elementos expresan, con todo el realismo posible, el don de sí­ mismo que Cristo hace a los creyentes como alimento y alianza. Jesús usa de los sí­mbolos de pan y vino, comida y bebida, para expresar el don de su vida en bien de los hombres. Por eso, por ser la eucaristí­a el don de Cristo, pan de vida, el signo del pan no puede reducirse a un simple revestimiento exterior del don entregado: el pan consagrado «pertenece a la revelación, a la manifestación de la realidad profunda de la mesa del Señor. Por él el Señor se da como verdadero pan de vida. Si se quita este sacramentum del pan, la cualidad misma del don desaparece. De este modo, [el creyente] afirma que por la acción del Espí­ritu Santo incoada en la epí­clesis, el pan pertenece a la realidad profunda del Señor que se da de forma misteriosa»5.

c) Realidad y verdad de la presencia. Esta presencia actuada por la invocación y acción del Espí­ritu es una presencia real. Pero en el momento de la invocación del Espí­ritu, esta presencia real «no tiene aún toda su verdad»6. Tiene toda su verdad en el momento en que el creyente acoge esta presencia. Por ser presencia de un don, será siempre una presencia para el otro. A través de la recepción del don, se provoca un fortalecimiento de las relaciones entre donante y receptor. Y esta es la realidad profunda que hay que mantener y expresar. Ser elemento y medio de relación entre el que se da y el que recibe.

La esencia de la eucaristí­a está en ser medio supremo simbólico de estrechamiento de las relaciones personales con aquel que se entregó y continúa entregándose. El dinamismo interpersonal nace en el momento que nace la auténtica relación: atención, intercambio y comunicación al que está presente. La presencia de entrega en el pan y el vino consagrados exige también la acogida por parte del creyente para que el ofrecimiento se convierta en presencia real y verdadera. De esta forma «a los que realizan el memorial del acontecimiento pascual se les ofrece realmente, por la fuerza del Espí­ritu, el don de Jesús, que entrega su cuerpo y su sangre para la salvación. Corresponde a ellos acogerlo en la fe para entrar en comunión verdadera con él»7.

Más complicado resulta querer explicar el alcance de la conversión ontológica de los elementos de pan y vino a partir de un sistema filosófico determinado. No en vano se ha intentado en los últimos decenios una nueva comprensión de la categorí­a transustanciación, autentificada por Trento (CCE 1376), a través de las de transfinalización o transignificación. Pero se trata de los primeros tanteos en esta dirección, y por ello se hace difí­cil dejar a un lado la fórmula empleada desde Trento. Esta realidad de la presencia es la que justifica el «culto de adoración que se debe al sacramento de la eucaristí­a, no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración» (CCE 1378).

d) Alimento de vida eterna. La incorporación personal del don ofrecido en la eucaristí­a se realiza en el creyente mediante la manducación, expresión suprema de la apropiación. Se trata, como dice san Agustí­n, de una «manducación por la fe». El pan que se come y el cáliz que se bebe son el sí­mbolo sacramental de la presencia real de la persona que se da por medio de ellos. El cuerpo que se recibe es todo el cuerpo de Cristo. Es decir, el cuerpo de Jesús que encarnó en la historia una forma de actuar, de confiar en Dios, de tratar al prójimo, a los pobres y marginados… que se entregó realmente hasta la muerte en bien de todos los hombres y que fue exaltado por el poder del Espí­ritu a la derecha de Dios. Es, por tanto, un cuerpo que vivió, murió y vive resucitado a la derecha de Dios.

Por eso la eucaristí­a es alimento de vida eterna. Alimento que inserta al creyente en el camino pascual de Cristo, alimento en el tiempo presente para un auténtico seguimiento de Jesús. La comunión del cuerpo de Cristo es, pues, el acto de inserción en el mismo dinamismo del mismo Espí­ritu que resucitó a Jesús a la derecha del Padre.

Comer el cuerpo de Cristo significa dejarse vivificar ya en el tiempo presente por la vida que brota de su resurrección. Por eso «la eucaristí­a es sí­mbolo sacramental que expresa y produce la solidaridad con la vida que llevó Jesús; y la solidaridad también entre los creyentes que participan del mismo sacramento»8. De esta forma, la eucaristí­a se convierte en la comida de la vida compartida: compartida con Cristo gracias al don de su cuerpo y compartida con los demás comensales que participan del mismo don.

6. LA EUCARISTíA, REALIZACIí“N DE LA IGLESIA. El evangelio de Juan no relata la institución de la eucaristí­a. Pero justamente allí­ donde los sinópticos sitúan la institución de la eucaristí­a, Juan coloca la escena del lavatorio de los pies. El marco del relato lo constituyen, por una parte, las palabras de Jesús: habiendo «amado a los suyos… los amó hasta el fin» (Jn 13,1), y, por otra, la pregunta que al final de la escena dirige a sus discí­pulos: «¿Entendéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor; y decí­s bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies; también vosotros os los debéis lavar unos a otros. Yo os he dado ejemplo, para que hagáis vosotros lo mismo que he hecho yo» (Jn 13,12-15).

Es muy fácil leer estas palabras de Jesús como una exigencia moralizante de servicio para con los hermanos. Pero el sentido auténtico apunta a una realidad mucho más profunda: no se trata de celebrar la eucaristí­a y después intentar estrechar los lazos de relación a través de un comportamiento de servicio. La eucaristí­a es comunión con Jesús que se entrega y, como tal, expansión suprema del don que caracteriza su vida a la vida de los que reciben su cuerpo. Es cuerpo entregado para que todo aquel que comulgue con él comulgue con la entrega a los demás. Su propia vida nos alimenta, nos transforma y convierte. En la eucaristí­a el creyente se une a Cristo como el sarmiento a la vid (Jn 15,1 ss.), la primera vez como coronación de todo el proceso de iniciación, y después como afianzamiento y fortalecimiento de esta unión.

La eucaristí­a, como toda celebración sacramental, es la asunción de las ilusiones y convicciones personales de la fe en el ámbito de la comunidad reunida, para que sean fortalecidas y transformadas por la fuerza del Espí­ritu, a través del memorial del Señor, que se entregó a sí­ mismo en servicio a los hombres. Por eso la eucaristí­a no puede ser reducida a don de vida al individuo como tal, sino al hombre como miembro del cuerpo de Cristo. El amor y el servicio fraternal son la realidad de la nueva criatura que vive y actúa como miembro del cuerpo de Cristo. El nuevo ser recibido es el amor del Padre para con su creación, vivido como don y entrega a los hombres por el Hijo y transformador del corazón de los hombres por la fuerza del «Espí­ritu, que habita en vosotros» (Rom 8,11). La nueva criatura vive de este amor y vive en este amor. La eucaristí­a, «fuente y cumbre de la vida cristiana» es comunión con el amor que crea comunión. Por ello la eucaristí­a es celebración del amor del Padre que, por el Hijo, en el Espí­ritu Santo, crea Iglesia.

7. LA CELEBRACIí“N DE LA EUCARISTíA A LA ESPERA DEL BANQUETE ESCATOLí“GICO. La cena del Señor es pregustación en la historia de esta vida eterna. Pero la plenitud de esta vida nos está reservada para el banquete del reino del Padre celestial. Ya en los relatos de la última cena se subraya esta perspectiva escatológica, al conservarnos estas palabras de Jesús pronunciadas después de la bendición del cáliz: «Os digo que ya no beberé más de este fruto de la vid hasta el dí­a en que beba con vosotros un vino nuevo en el reino de mi Padre» (Mt 26,29; Mc 14,25). 0 también: «Os digo que ya no la comeré [esta pascua] hasta que se cumpla en el reino de Dios» (Lc 22,16). Por eso, la celebración de la eucaristí­a entre nosotros es el anuncio del cumplimiento total y plenitud de las promesas de Dios que se realizará al final de los tiempos, en el banquete celestial.

II. Presentación catequética de la eucaristí­a
1. LA PEDAGOGíA DE DIOS EN FUNCIí“N DEL MENSAJE DE LA EUCARISTíA. La actual sociologí­a religiosa afirma que la Iglesia realiza hoy la labor de educación de la fe, con personas marcadas por una cultura secularizada (ChL 4), de carácter pluralista e influida por los medios de comunicación-la imagen. Por eso, a la hora de aplicar los principios que el nuevo Directorio general para la catequesis (DGC) señala, sobre la pedagogí­a de Dios, fuente y modelo de la pedagogí­a de la fe (3a parte, cap. 1), hemos optado por ceñirnos a tres de ellos: la dimensión mistérica de la eucaristí­a, su centralidad en torno a Cristo y su manifestación a través de los sí­mbolos y experiencias.

a) Catequesis mistérica. «La catequesis es una pedagogí­a que se inserta y sirve al diálogo de la salvación entre Dios y la persona, poniendo de relieve debidamente el destino universal de la salvación; en lo que concierne a Dios, subraya la iniciativa divina, la motivación amorosa, la gratuidad, el respeto a la libertad; en lo que se refiere al hombre, pone en evidencia la dignidad del don recibido y la exigencia de crecer constantemente en él» (DGC 143b).
Este principio iluminador indica la importancia, en toda catequesis sobre la eucaristí­a, de algunos aspectos del mensaje cristiano como eucaristí­a y acción de gracias, comunión con el Resucitado y presencia de Cristo en la eucaristí­a. Lo más fontal en la catequesis de la eucaristí­a es presentar la entrega -impregnada de injusticias y generosidad- del Cristo histórico, y la presencia gratuita del Resucitado. Esto lo necesita especialmente el hombre de hoy. El hombre posmoderno, desconfiado de todo y nihilista sin angustia, ávido inconsciente de buenas noticias, necesita saber que Dios es, ante todo, buena noticia, presencia salvadora y vivificante, comida que garantiza calidad de vida para todas las edades y anticipo de nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia (2Pe 3,13).

b) Catequesis cristocéntrica. La pedagogí­a divina insiste en el reconocimiento de la centralidad de Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne (DGC 143). En la exposición teológica también se ha tenido presente esta dimensión, vinculando la eucaristí­a a la pascua, hecho central del misterio de Jesucristo: Cristo, auténtico cordero pascual; Cristo, servidor sacrificado; Cristo, liberador por su muerte y resurrección; Cristo, pan de vida. Jesús, como signo de esta alianza pascual, se hace grano de trigo que cae en tierra, muere y da mucho fruto (cf Jn 12,23-24).

La eucaristí­a es una experiencia de fe, un encuentro personal con Cristo viviente, que quiere comunicarnos cada vez más su alegrí­a, su fuerza y la novedad y plenitud de vida que él, como Señor resucitado, posee y por su Espí­ritu nos comunica. Si la eucaristí­a es la meta de la iniciación cristiana, debe presentarse también como la fuente primordial en la que se alimenta toda nuestra existencia cristiana, implicando a toda nuestra persona.

c) La pedagogí­a de los signos y de las experiencias humanas. Según el nuevo Directorio, «la catequesis se hace pedagogí­a de signos, en la que se entrecruzan hechos y palabras, enseñanza y experiencia» (DGC 143). 1) Los sí­mbolos litúrgicos. La conexión entre la liturgia y la catequesis nos facilita, al catequizar la eucaristí­a, un camino especí­fico para proceder según otra lí­nea de la pedagogí­a divina: la mistagogia. La liturgia sacramental es rica en signos que nos permiten pasar de lo visible a lo invisible. El lenguaje simbólico es el medio adecuado para acercarnos al misterio sacramental de Cristo. 2) Las experiencias humanas. Nuestra vida cotidiana nos depara también una rica gama de experiencias que nos facilita la comprensión del sentido de la eucaristí­a. Es ante todo un gesto de amistad y comunión. Sirve para confirmar un acuerdo, un pacto, una alianza. Puede significar reconciliación. En un dí­a de despedida, como en el caso de Jesús, significa entrega de la vida y de las opciones vitales a favor de una causa humanitaria.

d) Resumen. He aquí­ tres claves de la pedagogí­a divina para presentar la eucaristí­a al hombre de hoy: 1) la eucaristí­a como entrega y presencia gratuitas de Dios (acción de gracias y adoración); 2) la eucaristí­a como dinamismo pascual de Jesucristo resucitado (presencia vivificante del Resucitado, y 3) la eucaristí­a como signo del amor sin lí­mites de Dios a la humanidad y de la fuerza del servicio generoso por los hermanos (sí­mbolo dinámico de gratuidad y de amor fraterno). Y añadimos una cuarta clave, recordada en los sacramentos del bautismo y confirmación: 4) La eucaristí­a como condescendencia de Dios, por la que sale a nuestro encuentro, aceptándonos tal como estamos y somos, cercano, amigo y salvador, especialmente en su Hijo encarnado, hecho sacrificio de liberación.

2. ALGUNOS CONTENIDOS DEL MENSAJE EUCARíSTICO CON PISTAS METODOLí“GICAS. En este apartado seleccionamos algunas propuestas de contenidos fundamentadas en las fuentes de la revelación y adaptadas a la situación religiosa de las personas en la cultura actual, que pueden servir para integrar estos contenidos en distintas programaciones.

a) La eucaristí­a como término de la iniciación cristiana. Unidad de los tres sacramentos. La eucaristí­a es el sacramento que sella definitivamente la iniciación cristiana, empezada en el bautismo y completada en la confirmación (CCE 1322; cf IC 28, 45-47). No debemos perder de vista que antiguamente los tres sacramentos de la iniciación -bautismo, confirmación, eucaristí­a- se celebraban y recibí­an juntos según el orden indicado y dentro de la gran vigilia pascual. Por ello, es importante que los que se acercan a participar plenamente en la eucaristí­a por primera vez -sean niños, jóvenes o adultos- sean catequizados para renovar antes, con una fe más consciente, las promesas del bautismo y la profesión de fe.
b) La eucaristí­a como alimento de la vida del cristiano:
– La eucaristí­a dominical. La eucaristí­a acompaña la vida de los cristianos a través, sobre todo, de la celebración dominical. Si el domingo es el dí­a de la resurrección del Señor, es natural que, desde los primeros tiempos del cristianismo, la mejor manera de celebrarlo se haya llevado a cabo mediante la participación en la eucaristí­a, memorial de su muerte y resurrección (cf DD 34; cf IC 51-52).

– La asamblea cristiana, la palabra de Dios, la caridad fraterna, la fiesta y la alegrí­a son elementos del domingo que adquieren significación a partir de la eucaristí­a9.

– La eucaristí­a, anuncio y realización de liberación. Jesús, al realizar el gesto provocador de acercarse a todo tipo de gente de su pueblo, fariseos y pecadores, manifestaba un gran sí­mbolo del Reino. Dios reina acercándose a los hombres como el samaritano al tendido en la cuneta, el padre al hijo pródigo, el pastor a la oveja perdida. Así­ Jesús mostraba cuánto querí­a Dios a los hombres. En Jesús, Dios se acercaba (condescendí­a [cf DGC 146]) a enjugar las lágrimas, perdonaba, se poní­a de parte de los pobres, destruí­a la muerte.

La catequesis eucarí­stica da conciencia de que la liberación manifestada en Jesús se hace realidad hoy para nosotros en ella. Comunidad eucarí­stica es una comunidad inconformista con el presente del mundo, que come y bebe no para divertirse, sino para robustecerse en la marcha por la transformación de la tierra en Reino de fraternidad10.

Pero la eucaristí­a tiene, además, la energí­a de la liberación definitiva, y así­ nos anticipa aquella vida nueva que será felicidad plena en la vida inmortal de Dios, y que nosotros -como decimos- queremos vivir y adelantar aquí­ y ahora a través de todo aquello que haga de nuestro mundo un mundo más humano y fraterno (CCE 1402-1405).

– La eucaristí­a y la liberación en la vida cristiana de cada dí­a. Concretando más el inconformismo expresado respecto de nuestro mundo, la catequesis de la eucaristí­a quiere tener presente la unión de fe y vida. Es necesario que este misterio de amor, que celebramos en la eucaristí­a, produzca frutos todos los dí­as y cure los males más difundidos hoy, llevándonos a todos a interesarnos por el hermano, a ayudarlo, a cambiar situaciones y hasta estructuras que ofenden gravemente la dignidad humana11.

Toda eucaristí­a nos exige el compromiso y, al mismo tiempo, quiere ponernos en disposición para renunciar a nosotros mismos y vivir con todos como hijos de Dios.

c) El camino de las Escrituras, en especial el Nuevo Testamento. Los textos bí­blicos que deben vertebrar las catequesis sobre la eucaristí­a, sacramento de la iniciación cristiana y sacramento, a la vez, que alimenta la vida cristiana normal, son los del anuncio, la promesa y la institución de la eucaristí­a. Pero las fuentes evangélicas contienen otros pasajes que, combinados con los anteriores, nos permiten presentar las muchas riquezas de este sacramento. Ofrecemos tres propuestas de catequesis.

– Primera propuesta. Recrear el clima en el que se instituyó la eucaristí­a será una buena metodologí­a para adentrarse en la profundidad de lo que el sacramento significa. Para ello, leemos los relatos de los cuatro evangelistas (Mt 26,26-30; Mc 14,22-26; Lc 14,24-32; In 13,1-15) que nos ofrecerán las distintas caras del mismo acontecimiento, junto con la profunda intensidad de sentimientos que allí­ se vivieron y que nosotros también queremos revivir. Imaginemos el ambiente: la muerte de Jesús que se ve próxima, la tensión, el cariño mutuo…

– Segunda propuesta: El texto pascual de los discí­pulos de Emaús (Lc 24,13-35). Con estas pistas se aborda una catequesis eucarí­stica en orden a personas que tienen crisis de fe y se encuentran necesitadas de una nueva evangelización (cf DGC 58c), que se realiza mediante una catequesis kerigmática o una precatequesis (cf DGC 62). En este pasaje, en definitiva, Cristo glorioso nos invita a recorrer con él el camino, como hiciera un dí­a con los discí­pulos de Emaús. Se lleva a cabo en cuatro momentos: 1) La crisis (Lc 24,13-24); 2) el tiempo de la Palabra (24,25-27); 3) la Mesa (24,28-31), y 4) superada la crisis, el regreso a la comunidad y la realización de la misión.

Para personas creyentes, este pasaje sirve para clarificar el camino que se ha de seguir para reactivar la vida cristiana.

– Tercera propuesta. Una ví­a de acceso a la vivencia de la eucaristí­a puede ser sintetizar los aspectos fundamentales del misterio eucarí­stico en siete verbos para otras tantas sesiones: 1) tener hambre; 2) compartir mesa; 3) recordar; 4) entregar; 5) anticipar el Reino en el hoy y para el mundo futuro; 6) tragarse (asimilar la mentalidad) a Jesús; 7) bendecir y dejarse bendecir, en las dos dimensiones: de alabanza y de compartir12.

3. UNA CATEQUESIS DE LA EUCARISTíA PARA LAS DIVERSAS EDADES. Desde el comienzo de este apartado advertimos que la catequesis sobre la eucaristí­a para las distintas edades tendrá mucha relación con la catequesis por edades relativa a los sacramentos iniciatorios del bautismo y la confirmación que se presenta en este Diccionario. Las alusiones y referencias serán frecuentes.

a) Adultos (de 30 a 65 años) y jóvenes (19-29 años). Estos adultos y jóvenes (a excepción de algunos matices), se encuentran normalmente en cuatro situaciones distintas de fe: 1) Unos son catecúmenos que realizan el proceso catequético en un catecumenado bautismal. 2) Otros son cristianos bautizados, incluso practicantes, que completan su iniciación cristiana en grupos de catequesis de inspiración catecumenal. Los dos grupos cultivan una catequesis iniciatoria o reiniciatoria. 3) Otros son bautizados alejados de la fe, que están en situación de nueva evangelización y, con frecuencia, son padres de niños, preadolescentes y adolescentes, que acuden a la catequesis parroquial. Necesitan una catequesis kerigmática o precatequesis. 4) Otros, en fin, son cristianos practicantes dominicales, a quienes ha de proporcionárseles una catequesis permanente.

– Para una catequesis sobre la eucaristí­a en un catecumenado (estricto) de adultos y jóvenes y para una catequesis de adultos de inspiración catecumenal. Tanto los catecúmenos como los catequizandos adultos y jóvenes ya disponen de un nivel de fe suficiente -mediante el precatecumenado o la precatequesis- como para adentrarse en el misterio eucarí­stico.

En los catecúmenos adultos la dificultad para asumir el misterio de la eucaristí­a está en lo que esta encierra de misterio, con matices muy variados. En cambio, las dificultades de esta catequesis eucarí­stica para adultos cristianos proviene, además, de su praxis, es decir, de experimentar la rutina de acudir a la eucaristí­a años y años sin mejora sensible en su vida cristiana. ¿Qué elementos se han de poner en juego para ayudar a asimilar vitalmente este misterio central cristiano?
En cuanto a contenidos del mensaje eucarí­stico: 1) La cena del Señor, memorial de la liberación de Israel (pascua) mediante el cordero sacrificado, y de nuestra liberación integral mediante la muerte y resurrección de Jesús, el Señor. 2) La eucaristí­a, actualización de la nueva alianza de Dios con nosotros, mediante Cristo sacrificado y resucitado. 3) La eucaristí­a, comida familiar de los hijos de Dios en que comemos a Cristo, pan de vida, y entramos en comunión con él. 4) La eucaristí­a, acción de gracias a Dios y de alabanza por su amor y sus dones. 5) La eucaristí­a, sacrificio de comunión entre los hermanos y compromiso de entrega a los más pobres. 6) Descripción viva de la dinámica de la celebración de la eucaristí­a.

En cuanto a pistas pedagógicas: 1) Un gran medio audiovisual es la narración -la teologí­a narrativa- de los datos de la historia del Antiguo y del Nuevo Testamento y de la historia de la Iglesia, en especial de los primeros siglos, a la vez que se ofrece la significación cristiana de los mismos. 2) Pedagogí­a mistagógica de la eucaristí­a, a partir de sí­mbolos como la comunidad-asamblea, los ritos de entrada, la Palabra, el pan y el vino, la plegaria eucarí­stica, la comunión, el enví­o, etc. 3) Pedagogí­a de las experiencias humanas subyacentes a la eucaristí­a: reunirse, celebrar, comer, participar, recordar, esperar, compartir… 4) Para los neófitos, el principal lugar de la mistagogia lo constituyen las llamadas misas para los neófitos, es decir, las misas de los domingos del tiempo pascual. En estas eucaristí­as, además de la comunidad de los fieles reunida y de la participación de los misterios, los neófitos encuentran un alimento especial en las lecturas del Leccionario del ciclo A, sumamente adecuadas para profundizar en el misterio eucarí­stico (cf RICA 40). No obstante, antes de la celebración de la eucaristí­a del Sábado santo, también son un aprendizaje para la celebración eucarí­stica los ritos litúrgicos que van a impulsar el crecimiento de los catecúmenos, como son: celebraciones de la Palabra, la participación en la primera parte de la misa, bendiciones y exorcismos menores (sacramentales) y los ritos de transición de etapa a etapa (cf RICA 19). 5) Para los adultos cristianos que cultivan una catequesis reiniciatoria, el mejor instrumento de catequesis mistagógica es celebrar en momentos oportunos la eucaristí­a, reflexionando después sobre alguno de sus ritos o signos, para profundizar en el misterio eucarí­stico (cf RICA 40; IC 48-50, 132). También pueden ser buen medio de profundización eucarí­stica las celebraciones optativas de las entregas del credo, padrenuestro, la Biblia, etc. (cf RICA 25; IC 133).

– Los bautizados, alejados de la fe, padres y madres de muchos de nuestros catequizandos de todas las edades, necesitan una nueva evangelización y, por tanto, de inmediato, una catequesis kerigmática o precatequesis (cf DGC 58, 62; IC 129). Estas familias jóvenes, en efecto, vienen generalmente con motivo de la primera penitencia y primera eucaristí­a de sus hijos. Si la comunidad cristiana tiene sensibilidad misionera, se dará cuenta no sólo de que vienen de lejos, sino también de si tienen algún interés o inquietud por el evangelio, al menos, por apoyar á sus hijos. Si fuera así­, antes que la catequesis sobre la eucaristí­a, habrí­a que abordar con estas familias la revitalización de su fe mediante la llamada precatequesis (cf DGC 62).

Efectivamente, un buen número de estos padres jóvenes (30-45 años) manifiestan una actitud de indiferencia religiosa. Otros, asegurando ser creyentes, se han alejado de la práctica dominical. Otros, en fin, sin dejar de practicar, han perdido su confianza en la Iglesia. Estas situaciones permiten realizar con los padres una llamada a la recuperación de la fe.

Con el primer grupo de padres -alejados indiferentes- que responden motivados, pero libremente, a la convocatoria, se puede seguir una precatequesis a partir de sus experiencias humanas profundas: valoración de la dignidad humana; falta de valores en la educación; convivir, una necesidad y un problema; el anhelo de vivir en justicia y solidaridad; búsqueda de la felicidad; vivir para ser o vivir para tener; aspiración a vivir los valores democráticos; el acoso del dolor y de las debilidades morales ¿puede tener sentido?; etc. Es la precatequesis para la catequesis del sacramento del bautismo de adultos (30-65 años) y jóvenes (19-29 años). Tanto en el caso de adultos no bautizados, como en el de adultos bautizados pero religiosamente indiferentes, el primer paso que han de dar es la conversión a Jesús, el Señor. En nuestro caso -la eucaristí­a- se realiza mediante una precatequesis (cf DGC 62) que englobe la propia vida humana. Sí­gase la pista allí­ sugerida, sobre todo en los dos últimos párrafos.

Con los padres creyentes, pero no practicantes, y con los que sienten desconfianza hacia la Iglesia -creyentes y, en algún sentido, alejados-la precatequesis podrí­a realizarse abordando, de forma actualizada, aspectos de la fe o de la moral que para ellos han perdido credibilidad: la imagen de un Dios justiciero por la de Padre bueno y misericordioso con todos; un Cristo salvador del hombre e incluso resucitado, pero ajeno a sus esperanzas y angustias de cada dí­a, por un Jesús viviente, presente y acompañante de cada persona y de la humanidad; una Iglesia, considerada como enemiga de la libertad y del lado de los poderosos, por una Iglesia servidora de la promoción humana y de los pobres; una moral centrada en el pecado mortal y en la condenación eterna por una moral de la caridad y de las bienaventuranzas.

Reavivada la fe en estos adultos jóvenes -padres de familia-, puede seguirse una catequesis de adultos sobre la eucaristí­a, que les prepare para la celebración de la de sus hijos. Estas precatequesis piden al menos una reunión mensual, bien convocada y preparada a lo largo de un curso.

– Los cristianos practicantes dominicales también han de alimentar su fe en el misterio de la eucaristí­a. Siendo para ellos la eucaristí­a de cada domingo el alimento principal de su vida cristiana, los responsables de la comunidad han de proporcionarles -cada 2 o 3 años- un ciclo de breves reflexiones sobre los aspectos centrales de la misa dominical. Es su catequesis permanente. Se podrán aprovechar algunos domingos del tiempo ordinario para predicar algunas homilí­as sobre la eucaristí­a, en relación con los propios ritos y sí­mbolos de la celebración.

b) Niños (6-9 años y 9-11 años). De acuerdo con una costumbre consolidada, es en esta etapa en la que, de ordinario, tiene lugar de manera organizada el segundo paso de la iniciación cristiana: la llamada primera comunión. Con la preparación a la celebración de los sacramentos (penitencia y eucaristí­a) se comienza la primera formación orgánica de la fe del niño y su incorporación consciente a la vida de la Iglesia (cf DGC 178d). En la adolescencia y primera juventud (12-18, 20 años) se suele dar de hecho, en muchas Iglesias particulares, el tercer y último paso de la iniciación cristiana, con el catecumenado para la celebración de la confirmación y la participación en la eucaristí­a de la comunidad adulta (cf DGC 18Id). A todo este perí­odo, con todos sus medios religioso-familiares, catequéticos y sacramentales, el Catecismo de la Iglesia católica lo llama catecumenado posbautismal. «No se trata -dice- sólo de la necesidad de una instrucción posterior al bautismo, sino del desarrollo necesario de la gracia bautismal en el crecimiento de la persona. Es el momento propio de la catequesis (iniciatoria)» (CCE 1231; cf DGC 51b).

– La catequesis de la eucaristí­a para los niños de las edades sacramentales (6-9 años) tiene sus raí­ces principalmente en el clima familiar y también en el de otras comunidades cristianas educativas: la escuela y la catequesis de la comunidad cristiana. No basta que estas susciten el sentido de Dios y de Jesús: también han de estimular en los niños, a su medida, «los valores humanos subyacentes en la celebración de la eucaristí­a: la acción comunitaria, el saludo, la capacidad de escucha y también de pedir y de otorgar perdón, la expresión de agradecimiento, la experiencia de las acciones simbólicas, del convite fraternal, de la celebración festiva» 13.

La catequesis parroquial ofrecerá a los niños los conocimientos sobrios que sobre el misterio eucarí­stico presentan los catecismos y los materiales didácticos. En el proceso pedagógico quizá sea suficiente en este perí­odo partir de las comidas festivas. A los niños les gusta comer con los mayores, en familia, al celebrar acontecimientos importantes. Todos los detalles de la fiesta son para los niños signos de alegrí­a, de encuentro, de amor compartido. Ayudarles, después a descubrir que la reunión-comida de la eucaristí­a es la fiesta que Jesús ideó para que todos nos encontráramos alegres con él, como amigos y hermanos. Llevarles a participar en la escucha de la Palabra, en la acción de gracias al Padre por Jesús, el Señor, animado por el Espí­ritu, y la comida del cuerpo de Cristo nuestro salvador. Motivar, por fin, a los niños a tomar parte en la eucaristí­a, comida fraterna de los cristianos adultos.

Un camino experiencial para abrir a los niños a la vida litúrgica -también a la eucaristí­a- es la pedagogí­a de la participación en celebraciones de diverso género, mediante las cuales, «por la fuerza misma de la celebración, los niños perciben más fácilmente algunos elementos litúrgicos tales como el saludo, el silencio, la alabanza común, sobre todo aquella que se realiza cantando»14.

Aunque la celebración de la eucaristí­a está concebida para personas adultas en la fe, los niños que asisten a ella con sus padres -durante los años de la catequesis presacramental y aun antes- pueden desarrollar cierta sensibilidad favorable a la celebración. No sucederá esto por el conocimiento, sino por la sintoní­a afectivo-intuitiva con que los niños se acercan a las personas y a los acontecimientos. Estas experiencias religiosas, un poco cuidadas por los padres y responsables de la celebración, marcan para toda la vida, por la fuerza festivo-testimonial de los padres y de la asamblea.

Si los padres son indiferentes, pero desean proporcionar a sus hijos una formación cristiana, se les debe invitar, al menos, a que les eduquen en los valores humanos arriba indicados y a que tomen parte en las reuniones con otros padres y en las celebraciones no eucarí­sticas que se realicen con los niños de la catequesis.

– La catequesis eucarí­stica para los niños de 9-11 años suele ofrecerles conocimientos más sistemáticos sobre la eucaristí­a, como lo pide su evolución intelectual. Téngase en cuenta, no obstante, su tendencia a la extraversión psicológica, que les suele privar de la interioridad necesaria para crecer en la experiencia de fe. Por eso, con estos niños también es muy útil la pedagogí­a de la participación en celebraciones de diverso género. En bastantes Iglesias diocesanas la catequesis de iniciación cristiana continúa hasta la celebración de la confirmación al final de la preadolescencia (14 años) o de la adolescencia (17-18 años). No obstante, también hay diócesis en que la iniciación cristiana concluye con la celebración de la eucaristí­a en la niñez adulta, para lo cual el catecismo diocesano o regional desarrolla los temas eucarí­sticos en esta dirección.

El Directorio para las misas con niños es un instrumento pedagógico que debe ser más conocido y utilizado para la catequesis y la celebración de la eucaristí­a con todos los niños (6-11 años).

c) Los adolescentes (12-14 y 15-18 años). En esta edad distinguimos la primera adolescencia -preadolescencia- y la adolescencia adulta. La diferencia psicológico-evolutiva es importante.

– Los preadolescentes (12-14 años). Todo cuanto se ha recordado de las caracterí­sticas de esta edad a propósito del bautismo de preadolescentes, así­ como lo indicado sobre el tipo de catequesis para esta edad, necesitada de conversión religiosa a Dios, al Señor, mediante una precatequesis o catequesis kerigmática (cf DGC 62) y de una catequesis iniciatoria un tanto flexible, sirve para la catequesis sobre la eucaristí­a. También es aplicable a esta las orientaciones pedagógicas allí­ indicadas para los sacramentos de la iniciación.

He aquí­ dos pistas concretas para el acceso al misterio de la eucaristí­a. 1) Primera, el preadolescente vive valores como el compañerismo en el grupo, el compartir en común, el abrirse a otros en su necesidad de comunicarse… que tienen mucho que ver con esa cumbre del compartir que se celebra con Jesús en la eucaristí­a: «mi cuerpo entregado por…», «mi sangre derramada por…», y cuando se pasa a la celebración eucarí­stica en clima de narración y contemplación… 2) Segunda, el preadolescente necesita de alguien que camine con él, alguien en quien apoyarse, que lo valore y le ayude a autoestimarse… Esta necesidad de alguien puede ayudarle a descubrir, en la gran variedad de signos de la celebración eucarí­stica, la presencia de Jesús: la Palabra, la comunidad, de manera especial el pan y el vino consagrados…; también, los que le ayudan y necesitan de su ayuda. ¡Urge salir al encuentro de los otros que me necesitan! Los apoyos bí­blicos serí­an: «Haced esto en memoria mí­a». «No temáis… soy yo»; «No tengáis miedo… Yo estoy y estaré con vosotros»… «El Señor es mi pastor…» (Salmo 22), «Lavaos los pies unos a otros…».

– Los adolescentes (15-18 años). La situación normal, en muchas comunidades cristianas, para abordar la catequesis eucarí­stica a esta edad suele ser la preparación a la confirmación, que culmina con la celebración de esta dentro de la eucaristí­a, en la que los jóvenes en ciernes ingresan conscientes en la comunidad adulta. Asumimos cuanto se dice en este Diccionario, a propósito de la confirmación, sobre la situación religiosa de estos adolescentes, sobre el tipo de catequesis preconfirmatoria que suele hacerse, y del estilo de proceso catecumenal que convendrí­a hacer (desde el punto primero al sexto).

En cuanto a la catequesis eucarí­stica, lo que más necesitan los adolescentes es descubrir el sentido de la celebración; y esto depende de su relación de intimidad con Cristo y del descubrimiento de su grupo como célula de Iglesia, unido a otros grupos de Iglesia.

En efecto: 1) La relación de intimidad con Cristo abarcarí­a progresivamente: Jesús, como héroe a quien admirar; Jesús como referente a quien observar e imitar; Jesús como amigo con quien confidenciarse; Jesús como presencia interior (Dios encarnado, vivo y vivificador), en quien confiar absolutamente; Jesús como salvador, por quien sentirse liberado en plenitud, y Jesús como señor y maestro a quien seguir -a quien vivir- con los demás discí­pulos. 2) El descubrimiento del propio grupo como sacramento de la Iglesia aporta a los adolescentes una fuerte carga de liberación de soledad e impulso de comunión y misión. Comprueban que es el grupo el que los abre a los demás, les da seguridad; en él comparten la vida, la fe y la esperanza; les impulsa a vivir el proyecto de vida de Jesús; en él experimentan la comúnunión con el Padre y la acción del Espí­ritu…, y la urgencia de salir al mundo.

Desde estas dos experiencias cristianas se puede desarrollar una buena mistagogia o pedagogí­a que les lleve a acoger el misterio de la eucaristí­a: escuchar la narración de la cena pascual judí­a y la cena de Jesús; nosotros somos ese pueblo-familia que celebra en gozo y hace memoria de su liberación hoy, que toma conciencia de su identidad, que participa de la comida que fortalece, que se sabe enviado a los hermanos, aún no liberados, que reclaman con urgencia la salvación integral de Jesús… A su vez, la eucaristí­a, celebrada con este vigor comunitario, cristocéntrico y liberador, vigoriza estas dos experiencias: la de la intimidad con Jesús y la de la Iglesia -grupo eclesial- como comunidad de liberación y fraternidad, abierta a las necesidades de los hermanos.

d) Las personas mayores (de 65 años en adelante). El nuevo DGC contempla a las personas mayores no como un «objeto pasivo, más o menos molesto» (DGC 186), sino con una mirada de fe, «como un don de Dios a la Iglesia y a la sociedad, a las que hay que dedicar el cuidado de una catequesis adecuada; tienen a ello el mismo derecho y deber que los demás cristianos» (DGC 186).

Esta catequesis con personas mayores está muy condicionada por su salud: si están internadas en una residencia y gozan de buena salud; si están en su casa o en la de sus hijos y si pueden salir o están impedidas para hacerlo. Nos referimos aquí­ a aquellos mayores que pueden reunirse en algún local parroquial o residencial, vivan donde vivan.

Las personas mayores pueden llegar a esta edad: unas con una fe sólida y rica; otras con una fe más o menos oscurecida y una débil práctica cristiana (cf DGC 187a). Ante estas dos situaciones generales, sugerimos algunas orientaciones diferenciadas para la catequesis sobre la eucaristí­a.

– Los mayores con una fe sólida debieran ser invitados a una formación permanente en la fe, haciendo, a lo largo del año, un ciclo de catequesis sobre los sacramentos. Para tratar la catequesis de la eucaristí­a, serí­a provechoso desarrollarla recorriendo el esquema de la celebración: rito de entrada, liturgia de la Palabra, liturgia eucarí­stica, rito de la comunión y ritos de despedida. El breve desarrollo de cada parte podrí­a hacerse explicando los diversos sí­mbolos eucarí­sticos que aparecen en cada parte y que contienen un aspecto importante del misterio eucarí­stico. La catequesis se extenderí­a en varias sesiones. Será provechoso -si es posible- poner un énfasis especial, dentro de la misa dominical con la tercera edad, en aquella parte que ha sido recientemente catequizada. Es importante exponer las consecuencias para la vida cristiana que entraña la rica realidad de la eucaristí­a.

– Los mayores con una fe oscurecida y práctica deficiente. La clave es un diálogo con estas personas -en encuentros distintos- impregnado de testimonio evangélico por parte del catequista-animador cristiano (cf IC 124ss). Los contenidos de los diálogos pueden ser las experiencias humanas subyacentes a cada una de las partes de la celebración de la eucaristí­a: reunirse, escuchar, actitud de acción de gracias, el hecho de despedirse y el regalo de despedida, comer juntos, clima de fiesta… Después de desarrollar -en coloquio- cada experiencia, ayudar a ver cómo se encuentra esa experiencia en alguna parte de la misa, explicitando la relación con Jesús nuestro hermano y salvador. Es procedente aportar datos históricos de cómo los primeros cristianos celebraban la eucaristí­a. Se puede tantear la posibilidad de celebrar una eucaristí­a doméstica bien preparada y hacer, en otro encuentro, una reflexión -revisión- de cómo se vivió el conjunto de la celebración y las partes más importantes.

NOTAS: 1. TORA, Eucaristí­a, 431. – 2. J. M. R. TILLARD, La eucaristí­a, sacramento de la comunión eclesial, en LAURENT B.-REFOULE R., Iniciación a la práctica de la teologí­a III. Dogmática 2, Cristiandad, Madrid 1985, 405. -3 Ib, 409. – 4. J. M. CASTILLO, Eucaristí­a, en FLORISTíN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 442. – 5. J. M. R. TILLARD, o.c., 416. – 6. Ib. – 7. Ib, 420. – 8. J. M. CASTILLO, o.c., 432. – 9. Cf DD 32-45; 55-58; OBISPOS DE EUSKAL-HERRIA, Carta pastoral de cuaresma y pascua, Celebración cristiana del domingo, Idatz, San Sebastián 1993, 36. – 10 Cf J. C. R. GARCíA PAREDES, Iniciación cristiana y eucaristí­a. Teologí­a particular de los sacramentos, San Pablo, Madrid 1997′, 233-238. – 11. Cf JUAN PABLO II, Carta sobre el Misterio y culto de la eucaristí­a, 1980. -12 Cf D. ALEIXANDRE, ¿No se abrasaba nuestro corazón? Caminos de acceso a la eucaristí­a, Sal Terrae, Santander 1997, 19. – 13 Directorio para las misas con niños 9, Actualidad catequética 71-72 (1975) 16. – ‘4 lb, 14.

BIBL.: Además de la citada en notas, ALDAZíBAL J., Claves para la Eucaristí­a, CPL, Barcelona 1987; Eucaristí­a y fraternidad, CPL, Barcelona 1993; ARTO A., Psicologí­a evolutiva, CCS, Madrid 1993; Itinerario de la educación de la fe, CCS, Madrid 1997; BOROBIO D., Proyecto de iniciación cristiana, Desclée de Brouwer, Bilbao 1980; CABIE R., La misa, sencillamente, CPL, Barcelona 1995, 431-445; COFFY R., Feu aixó que és el meu memorial, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, Montserrat 1982; DURwELL F. X., La eucaristí­a, sacramento pascual, Sí­gueme, Salamanca 1986; FARNES SCHERER P., La celebración del misterio cristiano según el «Catecismo de la Iglesia católica», en GONZíLEZ DE CARDEDAL 0.-MARTíNEZ J. A. (eds.), El catecismo posconciliar, San Pablo, Madrid 1993, 132-151; FLORISTíN C., Para comprender el catecumenado, Verbo Divino, Estella 1989; GESTEIRA M., La eucaristí­a, misterio de comunión, Cristiandad, Madrid 1983; GOMIS J., La misa, el domingo, la vida, CPL, Barcelona 1995; JEREMIAS J., La última cena. Palabras de Jesús, Cristiandad, Madrid 1980; JoURNEL P., La misa ayer y hoy, Herder, Barcelona 1988; LEBON J., Para vivir la liturgia, Verbo Divino, Estella 1987; LEON-DUFOUR X., La fracción del pan. Culto y existencia en el Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1983; LLIGADAS J., La misa dominical, paso a paso, CPL, Barcelona 1995; LLOPIS J., Compartir el pan y el perdón, CCS, Madrid 1996; Oí‘ATIBIA I., Eucaristí­a, en FLORISTíN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid 19832, 309-323; RuFFw1 E., Eucaristí­a, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 19914, 659-680; SORAZU E., Celebrar desde los sí­mbolos, CCS, Madrid 1994; TILLARD J. M. R., Carne de la Iglesia, carne de Cristo. En las fuentes de la eclesiologí­a de comunión, Sí­gueme, Salamanca 1994.

Josep Castanyé Subirana,
Ramón Oller Hereu
y Domingo Pedrosa Arés

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

SUMARIO – I. Espiritualidad de un misterio: 1. Eucaristí­a y memorial. 2. Eucaristí­a banquete. 3. Eucaristí­a sacrificio – II. Espiritualidad de una presencia: 1. Alogia cristiana, diálogo y diaconia. 2. Obediencia y misión – III. Espiritualidad de una celebración: 1. Celebración, culto y edificación. 2. Celebración, culto y caridad.

I. Espiritualidad de un misterio
1. EUCARISTíA Y MEMORIAL – El lenguaje litúrgico, expresión de una tradición cristiana cualificada, habla de la eucaristí­a como del «mysterium fidei» por excelencia. Según una convicción fácil de encontrar también fuera del mundo de los simples fieles, la razón por la cual la eucaristí­a merece este apelativo se deriva del hecho de que, en su realidad profunda, trasciende desde todos los puntos de vista la capacidad de comprensión humana y la posibilidad de una simple explicación racional. En realidad, la razón más verdadera es otra: la eucaristí­a merece ser considerada como el «mysterium fidei», porque expresa en términos particularmente llamativos y realiza en una medida suprema la economí­a salví­fica con que el Dios cristiano se manifiesta y obra en la historia. Desde este punto de vista, la tradición litúrgica, que centra su atención en la eucaristí­a, no está absolutamente en contraste con la tradición catequí­stica, según la cual los principales misterios de la fe son: el de la Trinidad y el de la encarnación del Verbo. Las dos tradiciones son perfectamente convergentes, porque si es cierto que los misterios de la Trinidad y de la encarnación son la fuente y la estructura básica de la historia de la salvación, la eucaristí­a es el criterio hermenéutico más seguro del misterio de la encarnación y, por lógica consecuencia, del mismo misterio trinitario.

La indicación de que, para una lectura auténtica, global y unitaria de las verdades cristianas fundamentales, hay que seguir una trayectoria lógica única, que se remonta desde la eucaristí­a a la encarnación y, después, a la Trinidad, nos viene de la misma enseñanza neotestamentaria. La exégesis contemporánea hace observar justamente que todos los relatos sinópticos de la institución de la eucaristí­a pretenden hacernos ver en el gesto eucarí­stico la explicitación del significado del misterio pascual (desde la pasión a la muerte y a la resurrección) y de toda la lógica salví­fica. Mas este intento es particularmente evidente en el relato de Lucas (cap. 22); en efecto, apartándose de Marcos y de Mateo, de acuerdo con un plan teológico bien preciso, coloca el episodio de la disputa entre los apóstoles, que querí­an establecer quién de ellos era el más grande, inmediatamente después del relato de la institución eucarí­stica. La lección que Jesús da a todos es la clave interpretativa de la eucaristí­a: «Mas él les dijo: Los reyes de las naciones las tiranizan y sus prí­ncipes reciben el nombre de bienhechores. Pero entre vosotros no ha de ser así­, sino que el mayor entre vosotros será como el más joven, y el jefe como el que sirve. En efecto, ¿quién es mayor, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pues bien, yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (22,25-27). En estas afirmaciones de Jesús, en las cuales podrí­amos sentirnos tentados a ver sólo una fuerte invitación al ejercicio de la humildad, tenemos en cambio la indicación de la lógica que llevó a Jesús a instituir la eucaristí­a y, mediante la eucaristí­a, a darnos el punto de vista desde el cual se debe leer el misterio de la encarnación y de Dios mismo.

Reflexionando a distancia de siglos sobre las raí­ces profundas de las que brotaron las más clamorosas herejí­as de los primeros siglos cristianos -como el docetismo y el arrianismo-, es posible darse cuenta de que todo proviene de una distorsión de perspectiva. Si se intenta interpretar el ser y el obrar de Dios desde un punto de vista puramente racional, no se puede menos de concluir que un «ser trascendente», como Dios, no puede entrar efectivamente en la historia y en el mundo hasta aceptar una auténtica dimensión humana sin dejar de ser él mismo. De lo cual se sigue que, si la Escritura habla de un Dios que se hace hombre, en realidad hay que concluir que es un Dios que finge ser hombre (docetismo) o, más lógicamente, que es sólo una criatura que ejerce las funciones de un Dios. En definitiva, cuando se usa la lógica humana como criterio interpretativo supremo y exclusivo de los misterios de la salvación, no se consigue aceptar, y menos aún comprender, lo que la palabra de Dios enseña y lo que la acción de Dios realiza en la historia. En consecuencia, se hace violencia a la palabra de Dios y se altera la historia con tal de hacerla entrar en los esquemas de nuestra racionalidad. De este modo la fe no es ya aceptación, sino dominio. El misterio eucarí­stico invierte esta perspectiva y pone de relieve que el Dios de Cristo afirma su trascendencia, no distanciándose de los hombres, sino ofreciéndoles su propia alianza; es un Dios que enví­a a su propio Hijo al mundo y a la historia, no para dominarla y hacerse servir, sino para servir a los hombres hasta hacerse su alimento y la fuente de su salvación. La eucaristí­a, pues. es el gesto supremo de fidelidad a una economí­a salví­fica proveniente de un Dios que no se rige según la lógica del poder y del dominio, sino del servicio y de la donación.

Abordando el misterio eucarí­stico desde este ángulo de vista, es posible obtener de él indicaciones muy valiosas para establecer algunos aspectos especí­ficos de la religiosidad y de la espiritualidad cristiana.

a) Ante todo, está la caracterí­stica más tí­pica y profunda de la fe cristiana. La fe cristiana, en efecto, a diferencia de cualquier otra fe religiosa, no consiste sólo en la aceptación de verdades que trascienden la capacidad de investigación racional y que, por tanto, no pueden nacer sino de una revelación divina; la fe cristiana es, ante todo, aceptación de una lógica nueva. También nuestra fe conlleva una apertura fundamental de la razón a la escucha y a la aceptación de informaciones que no se derivan de la experiencia y de la especulación humana; mas esta apertura, aunque necesaria, no es suficiente, porque, una vez aceptadas, las verdades reveladas podrí­an ser leí­das e interpretadas según una lógica humana; es exactamente lo que hicieron las corrientes gnósticas de que se hablaba antes; aun aceptando las informaciones provenientes de la revelación, malinterpretaban su sentido y anulaban su valor salví­fico. No siempre se reflexiona bastante sobre el hecho de que la conversión primera y más radical del cristiano es la de la fe y que la «metanoia» que conlleva no puede reducirse a la renovación del juicio y del comportamiento ético, sino que es antes incluso una inversión de perspectiva a la hora de leer e interpretar lo real.

b) Llegados a este punto, podemos advertir que la noción misma de «misterio», entendido sólo como «verdad superior no contraria a nuestra razón, verdad que creemos porque Dios nos la ha revelado», es una noción restrictiva, más en consonancia con la cultura helénica que con la mentalidad bí­blica. Según esta aceptación, el misterio viene a ser el contexto de una colisión inevitable entre un Dios que no se deja descubrir y un hombre que quiere saber más sobre él; la teologí­a, a su vez, corre el peligro de entender mal la verdadera naturaleza del servicio que debe prestar a la fe; en efecto, en lugar de proponerse desentrañar la nueva lógica salví­fica y las nuevas perspectivas de vida de que son portadores los contenidos de la fe, presume de servir a la fe transformándose en una búsqueda curiosa, iluminista y absolutamente nada formativa. Precisamente la eucaristí­a es la que nos muestra que el «misterio», antes que una verdad sobre la que indagar, es un acontecimiento salví­fico por el que hay que dejarse arrastrar; es el gesto de un Dios amigo, cuyo amor es tan grande que trastorna y supera los esquemas racionales del hombre, y no un «jeroglí­fico» ante el cual ha de rendirse la capacidad especulativa humana; el carácter misterioso de Dios suscita confianza, no competencia. La eucaristí­a nos dice que para llegar a un conocimiento verdadero y a una doctrina correcta sobre Dios, hay que partir de la historia de sus gestos de salvación, y no del intento de encerrar la historia salví­fica en los esquemas de una doctrina prefabricada. Enlazando el misterio con la historia antes que con la doctrina, puede descubrirse la eucaristí­a también en su aspecto más importante, a saber, como el «memorial» por excelencia.

c) La importancia del papel de la «memoria» dentro de la religiosidad cristiana está ya implí­citamente proclamada al afirmarse que nuestra fe se funda en una historia antes y más que en una doctrina; pero también aquí­ hemos de subrayar que la memoria cristiana responde a una lógica propia, que no encuentra correspondencia en otros contextos.

Todas las religiones positivas conceden un notable valor a la memoria; también su fe apela a la enseñanza de un fundador o de un profeta, a los gestos realizados por ellos y a los documentos escritos, en los cuales sus enseñanzas y gestos están contenidos, se transmiten y se consideran sagrados y normativos. En algunas religiones primitivas la memoria constituye la base de la actividadculto-ritual, y en el ámbito de la religiosidad mágica, la fidelidad a la tradición en la repetición de los gestos rituales es absolutamente condición indispensable para su eficacia salví­fica. Por lo demás, cada civilización tiene sus epopeyas, en las cuales lila figuras y los gestos de los héroes se han conservado y transmitido como un patrimonio que es preciso custodiar celosamente y al que no es posible renunciar. No obstante, de un análisis atento se desprende que en estos contextos el papel atribuido a la memoria no es nunca un gesto de verdadera fidelidad a la historia. Incluso cuando esta memoria no se reduce a una actitud nostálgica con la que nos consolamos frente a un presente decepcionante trayendo al recuerdo tiempos felices y gloriosos ya irremediablemente pasados, se trata en todo caso de una memoria cuya función es de pura conservación de algunos valores irrenunciables en cuanto insuperables bajo todos los aspectos. Resumiendo: en los contextos indicados la memoria, o tiene una función alienante, como puede serlo el intento de hacer aceptable el presente con el recuerdo del pasado, o tiene la función de cerrarle a la historia cualquier apertura al futuro, por estimar que el único camino para gozar de un hoy y un mañana satisfactorios es regular el hoy y el mañana sobre la base de la experiencia de ayer.

El memorial cristiano se sitúa fuera de esta óptica por más de una razón; ante todo, no es sólo un recuerdo nostálgico, sino una representación efectiva del acontecimiento salví­fico, de suerte que implica en el acontecimiento mismo a los que hacen memoria de él; en segundo lugar, lo que se trae a la memoria no es simplemente una experiencia humana merecedora de ser recordada por considerarla válida, sino la experiencia de un encuentro entre Dios y el hombre cuya validez no puede apreciarse en un nivel puramente fenomenológico; en tercer lugar, porque el memorial cristiano no es un retorno al pasado sólo para imitarlo, sino para hacer desde él un juicio salví­fico del presente, en orden a una programación válida del futuro. Todos los sacramentos cristianos son un memorial; pero los sinópticos y san Pablo vinculan la memoria cristiana particularmente a la eucaristí­a; y la razón es la aludida antes: la eucaristí­a explí­cita la economí­a de encarnación y de salvación más que ningún otro misterio, en virtud de lo cual se convierte en la norma por la que todo discí­pulo debe configurarse para poderse insertar en la directriz salví­fica trazada por Cristo. Ya santo Tomás, que en armoní­a con la enseñanza teológica más corriente en su tiempo veí­a en todo signo sacramental una apertura al pasado (signum rememorativum), al presente (signum indicativum) y al futuro (signum prognosticum), enseñaba que esta triple significación es particularmente evidente en la eucaristí­a, en la cual se hace memoria de la pasión de Cristo («recolitur memoria passionis eius»), se alcanza la justicia cristiana («mens impletur gratia») y nos ponemos en camino hacia la escatologí­a («et futurae gloriae nobis pignus datur»). Pero con mayor autoridad que santo Tomás -si bien de él toma los textos-, la misma liturgia nos presenta el misterio eucarí­stico como el clásico ejemplo de «memorial cristiano». Lo importante, sin embargo, es darse cuenta de que el memorial no es nunca sólo un instrumento ofrecido al individuo para permitirle comprobar su justa inserción en la obra salví­fica, sino que es antes todaví­a un momento constitutivo de la misma comunidad de salvación. Al mandar celebrar la eucaristí­a en memoria suya, Cristo mismo pretendió ofrecer a la comunidad de sus discí­pulos la mejor ocasión para someterse al juicio salví­fco de Dios; quiso dotarla del criterio más válido para comprobar hasta qué punto se edifica y obra según la lógica salví­fica que Dios ha introducido en la historia.

Mas en este punto es preciso analizar en detalle los contenidos de la memoria eucarí­stica para ver bajo qué aspectos verifica Dios y juzga la autenticidad de la colaboración histórica de la Iglesia y de los cristianos individualmente.

2. EUCARISTíA BANQUETE – De lo que se hace memoria en todos los sacramentos es de los misterios de la vida de Cristo; sin embargo, la diversidad de los signos sacramentales especifica los aspectos particulares bajo los cuales se conmemoran y representan los misterios de Cristo. Es de fundamental importancia a este propósito darse cuenta de que el memorial eucarí­stico se celebra en forma de convite.

La reflexión teológica y la misma piedad de los fieles no han olvidado jamás el papel significativo que representan el pan y el vino en el ámbito de la celebración eucarí­stica; sin embargo, desde mucho tiempo a esta parte la significación de estos elementos se ha teorizado sobre todo en relación con la presencia real de Cristo y con su condición de alimento espiritual para nosotros, dejando en la sombra el hecho de que el pan y el vino hacen de la celebración eucarí­stica ante todo un banquete. Indudablemente no hay banquete sin alimento; pero el significado de un banquete no puede reducirse al gesto de tomar un alimento para asegurar la subsistencia. El comer humano es algo diverso al alimentarse de un animal; comer alcanza su forma humana haciéndose banquete y la dimensión humana del comer sólo se pone de manifiesto cuando se realiza en común. La mesa expresa y crea comunión ante todo entre los comensales; pero a través del alimento servido establece un ví­nculo de solidaridad con la realidad infrahumana en todos aquellos aspectos (sabor, aroma, color, forma, etcétera) de que el hombre puede posesionarse y hacerse intérprete para afirmar valores mucho más altos que los que son propios de la realidad misma. A esto se debe que el altí­simo valor simbólico de la mesa haya sido utilizado en todos los contextos religiosos para expresar, junto con la comunión de los hombres con las cosas y de los hombres entre sí­, la comunión de los hombres con Dios.

El banquete eucarí­stico conserva toda esta carga simbólica humano-cósmico-religiosa, y el nuevo rito de la misa lo expresa magní­ficamente cuando, haciéndose eco de la «berakah» judí­a, nos hace decir: «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan (vino), fruto de la tierra (vid) y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida y bebida de salvación». Por otra parte, el simbolismo del banquete eucarí­stico trasciende con mucho el ya rico simbolismo natural. Prescindiendo de la cuestión de si la última cena fue o no un banquete pascual, lo cierto es en todo caso que los relatos neotestamentarios de la institución leen el banquete eucarí­stico en la perspectiva del misterio pascual de Cristo, que es la verdadera realización de todos los valores preanunciados en la pascua judí­a. Si la pascua judí­a era la memoria ritual de la epopeya del éxodo, la cual, además de la liberación en la esclavitud, habí­a contemplado el nacimiento del pueblo de Dios y sobre todo la estipulación de la alianza, la eucaristí­a es la celebraciónde la nueva y eterna alianza, pactada con la sangre de Cristo. Desde este punto de vista, la dimensión convival es, sin lugar a dudas, el aspecto más determinante del memorial eucarí­stico; expresa el efecto primero y más fundamental de la acción salví­fica divina, que es la convocación en Cristo de los hombres nuevos a la única gran familia, de la que Dios es padre y Cristo el primogénito de muchos hermanos.

El banquete eucarí­stico es ante todo memoria de este misterio de convocación comunitaria que Dios ha realizado en Cristo; pero, en el mismo momento en que el convite eucarí­stico es memoria actualizadora del acontecimiento de ayer, se convierte en criterio verificador de la comunión eclesial de hoy. Leyendo los Hechos de los Apóstoles nos damos cuenta de que los discí­pulos de los primeros tiempos, firmemente convencidos de haber sido convocados por Dios a una comunidad única, estaban igualmente persuadidos de que la forma más significativa para testimoniar su seguimiento de Cristo y su compromiso de dar gloria a Dios, consistí­a precisamente en hacer fraternidad y comunión. Como era inevitable, esta determinación suya no careció de tentaciones: y los mismos Hechos nos hacen saber que algunos, en lugar de construir su comunidad en torno a Cristo, es decir, en torno a una realidad que no consiente discriminaciones de ningún tipo, intentaron construirla sobre la base de un clan familiar (los parientes de Jesús) o bien sobre la base racial (cristianos de origen judí­o en oposición a los cristianos de origen helení­stico) (He 6). Mas, para el propósito de nuestro estudio, es particularmente interesante examinar la tentación que, según el testimonio de Pablo (1 Cor 11,17-34), se manifestaba dentro de la misma celebración eucarí­stica. Al reunirse en nombre de la misma fe en Cristo para el mismo fin de rememorar su muerte, los cristianos de Corinto se encuentran juntos en una misma celebración y ello les parece suficiente. Creen que su comunidad-comunión queda debidamente expresada y realizada por la convergencia en una unidad estructural, aunque su vida esté dividida. Sus discriminaciones durante la agape fraterna (unos comen demasiado y otros demasiado poco), ya inconvenientes porque desmienten el significado del gesto ritual realizado, lo son aún mucho más porque constituyen el signo evidente de una división más profunda existente ya en la vida cotidiana. La unidad ritual y la misma unidad en la fe no son todaví­a la comunidad-comunión cristiana; por eso el banquete eucarí­stico se convierte en un juicio sobre la iglesia de Corinto, la cual, comiendo del único pan y bebiendo del único cáliz, sin ser una comunidad fraterna efectiva, come y bebe su propia condenación.

Pero la originalidad más profunda del significado del banquete eucarí­stico no se agota en este punto. Al subrayar que la comunidad nace, no tanto de la convergencia de los hombres en una ideologí­a religiosa única o en una tradición ritual común, sino de la común aceptación de una vida fraterna que debe establecerse inevitablemente entre quienes aceptan a Dios como padre común y a Cristo como hermano primogénito, no hemos establecido todaví­a los criterios últimos en que esta comunidad se inspira y por los cuales se rige. Si el banquete eucarí­stico fuese sólo una invitación a transformar la comunidad religiosa en una comunión efectiva de vida de los hombres con Dios y de los hombres entre sí­, nos darí­a una información ciertamente valiosa, pero no sustancialmente diversa de la que pueden transmitir los gestos cultuales de otras religiosidades evolucionadas. También en este caso la originalidad de la fe cristiana, más aun que en la novedad de la información, está en la originalidad de la lógica con que se debe interpretar la información. Los valores de la «comunidad», además de en un contexto religioso, son claramente admisibles también en la simple consideración racional; las instancias de lo social jamás han sido tan teorizadas -por la filosofí­a, por las ciencias del hombre y, sobre todo, por la polí­tica-como en nuestros dí­as. Sin embargo, en estos contextos la comunidad es a lo más un valor en cierto modo instrumental: hacer comunidad «para» conseguir algo que de otra manera no se puede conseguir, aunque sea un valor más alto, como podrí­a ser una justicia mejor: en otras palabras, se trata de una comunidad que se afirma y se rige por la lógica del tener más para ser más.

El banquete eucarí­stico echa abajo esta lógica, al menos bajo dos aspectos; ante todo, porque estructura la comunidad no sobre la lógica del tener para ser, sino del dar para ser; en segundo lugar, porque no proyecta la comunidad como el medio más eficaz para realizar una mayor justicia, sino que nos informa de que el mejor medio de ser justos, según el plan de Dios, consiste en hacer comunidad. En la perspectiva eucarí­stica, no es la justicia la que regula la comunidad, sino la comunidad la que regula la justicia. La comunidad, por tanto, no es algo que se puede perseguir y querer dentro de unos términos mí­nimos -es decir, tanto cuanto baste para conseguir un fin-, sino en términos máximos, porque la comunidad es la justicia del hombre y la gloria de Dios ya presente en el mundo y en la historia.

Sin embargo, para comprender mejor esta verdad hay que pasar de la consideración de la eucaristí­a-banquete a la de eucaristí­a-sacrificio.

3. EUCARISTíA SACRIFICIO – En la reflexión teológica occidental, la consideración de la eucaristí­a-sacrificio prevaleció ciertamente sobre la consideración de la eucaristí­a-banquete y, en todo caso, las dos consideraciones se desarrollaron en forma excesivamente autónoma, como si se tratase de dos aspectos no necesariamente interdependientes o, a lo sumo, relacionables sólo extrí­nsecamente. Sin embargo, el hecho de que el aspecto sacrificial haya sido tenido en mayor consideración, si bien no del todo justificable, resulta muy comprensible; en realidad, los relatos neotestamentarios de la institución resaltan la estrechí­sima relación existente entre el gesto eucarí­stico y la muerte de Cristo y, desde los orí­genes, la celebración eucarí­stica fue siempre considerada el «memorial» del sacrificio del Calvario. La formulación de una noción no especí­ficamente cristiana de sacrificio, además de hacer problemática la demostración de que la celebración eucarí­stica es ella misma un sacrificio y no sólo el recuerdo de un sacrificio, hizo difí­cil percibir el profundo lazo que une la dimensión sacrificial con la convival de la eucaristí­a.

Este dato se destaca particularmente en la reflexión teológica posterior a la época de la reforma protestante. Frente a la impugnación de la naturaleza sacrificial de la eucaristí­a, propugnada por el protestantismo de los orí­genes, la teologí­a católica insistió en que la manera mejor de desmantelar toda opinión contraria era la de precisar la noción de sacrificio, para pasar luego a demostrar su aplí­cabí­lidad a la celebración eucarí­stica. Prescindiendo de toda consideración sobre si era o no oportuno este modo de proceder, subsiste el hecho de que la reflexión teológica, en el supuesto de que la noción de sacrificio fuese sustancialmente homogénea en todos los contextos religiosos, en vez de obtener ésta del contexto bí­blico la sacó de la historia de las religiones; involuntariamente se cedí­a una vez más a la tentación de interpretar un dato de fe con una lógica no del todo conforme a la lógica de la fe. De ahí­ se derivaron innumerables discusiones para establecer si el elemento más especí­fico del sacrificio era la oblación o la inmolación. Estas discusiones están hoy en buena medida superadas y carecen de interés para el propósito de nuestro estudio; pero, entretanto, por haber dejado en la sombra la enseñanza bí­blica, que hace de todo sacrificio siempre y ante todo un gesto de alianza, el valor expiatorio y propiciatorio del sacrificio se impuso a otros valores no menos importantes.

Al acentuar el aspecto expiatorio del sacrificio del Calvario, la reflexión feo†¢ lógica pudo creer que daba un justo relieve a la economí­a de la alianza destacando cómo el Hijo de Dios y hermano nuestro, que expí­a en la cruz todos nuestros pecados, es simultáneamente el mayor signo del amor de Dios por nosotros (1 Jn 4,9-10) y el testimonio más excelso del amor del hombre a Dios. Mas si nos limitamos a ver en la cruz un hecho de expiación, resulta notablemente difí­cil entenderla también como el signo más grande del amor de Dios por su Cristo; respecto a él, el Padre más que amor parece mostrar una justicia inflexible y, al menos bajo este aspecto, la cruz parece incapaz de conciliar las exigencias del amor con las de la justicia.

En realidad, la perspectiva cambia completamente si se lee el misterio del Calvario según la lógica puesta ya de manifiesto por la eucaristí­a: la lógica de hacerse grande haciéndose pequeño y de realizarse dándose. Puesto que ésta es la lógica a la que corresponde el ser mismo y toda actuación de Dios, la cruz es verdaderamente la «gloria» de Dios en el mundo y la crucifixión es la máxima exaltación que el Padre puede hacer del Hijo en la historia. La cruz no es sólo el gran signo del amor de Dios y de Cristo por nosotros y del amor de Cristo al Padre, sino también el mayor signo de amor del Padre a Cristo. Pues bien, la relación profunda que une indisolublemente el aspecto sacrificial con el convival de la eucaristí­a es dada por esta lógica de la cruz; además de ser el principio de vida fundamental en que debe anclarse todo cristiano, la lógica de la cruz se convierte en la estructura sustentadora de la comunidad cristiana y en el criterio comprobador de su autenticidad. Si la eucaristí­a-banquete proclama que la salvación está en hacer comunidad, la eucaristí­a-sacrificio enseña cómo debe hacerse esta comunidad para poder ser salví­fica.

En esta perspectiva, el sacrificio de Cristo se convierte en una verdadera fuente de liberación para la comunidad misma, así­ como para los respectivos individuos. Las comunidades humanas, incluso cuando nacen de convicciones nobles y profundas, como, por ejemplo, de la voluntad sincera de recí­proca aceptación de los semejantes, no pueden regularse más que sobre la base del compromiso; no sabiendo cómo conciliar el bien común con la libertad individual, la racionalidad humana impone lí­mites a la libertad de los individuos para garantizar un espacio indispensable a la libertad de todos. En cambio, la comunidad cristiana resuelve el problema de la aparente inconciliabilidad entre las exigencias del bien común y la exigencia de la autoafirmación del individuo, construyéndose según la enseñanza y el ejemplo de Cristo, que señala en la suprema donación de sí­ al prójimo por amor de Dios la única ví­a que se puede recorrer para alcanzar las cimas de la autoafirmación. Las comunidades humanas para salvar una situación de compromiso que se rige por un equilibrio notablemente inestable, tienen necesidad de protegerla con leyes y estructuras que, incluso cuando no son represivas, resultan de todas formas limitadoras. La comunidad cristiana, en la medida en que es verdaderamente ella misma y se construye en torno a Cristo, es soberanamente libre, porque se regula sólo por el amor de donación. Es altamente indicativo el hecho de que el apóstol Pablo en la primera carta a los Corintios, después de haber hablado del significado comunitario de la memoria eucarí­stica de la muerte de Cristo (c.11) y de haber deducido que los diversos carismas superan la dialéctica de competencia, aceptando e intentando ser masivamente ellos mismos para poder prestar en términos óptimos su servicio a los demás y a la comunidad (c.12), concluya con su magnifico himno al amor (c.13). Quizá ningún documento neotestamentario ha sabido captar con tanto acierto la relación entre eucaristí­a-sacrificio y eucaristí­a-banquete para deducir de ahí­ el dinamismo vital de la comunidad cristiana.

Avanzando, según este orden de ideas, es más fácil comprender también el verdadero significado del aspecto expiatorio del sacrificio de Cristo. En la cultura ampliamente dominante hasta hace algún tiempo, la pena se consideraba fuente de expiación por corresponder a la ley del talión: quien se equivoca debe desandar el camino recorrido y volver a empezarlo; un abuso de libertad ha de sanarse mediante determinada coartación de la libertad, así­ como la búsqueda desordenada de la propia satisfacción ha de saldarse aceptando y soportando un sufrimiento. Actualmente el valor educativo de este procedimiento se impugna con razón, bien porque la pena tiene muchas veces sólo una función vindicativa, bien porque sólo podrí­a conminarse en orden al restablecimiento de un orden preconstituido al margen de un juicio valorativo sobre la bondad del orden mismo. En cualquier caso, en este contexto cultural se corre el peligro de reconocer un valor a la pena y al sufrimiento en cuanto tales. El misterio eucarí­stico, al poner de relieve la relación sacrificio-convite, da a la pena y a la expiación un significado radicalmente diverso. El sufrimiento y la pena que acompañan al sacrificio de la cruz son un hecho de expiación, porque son, en cualquier caso, un gesto de amor oblativo a Dios y de servicio amoroso a la comunidad; una cruz que implicase un sufrimiento ilimitado y que no se resolviese efectivamente en un hecho de amor y de servicio, no serí­a cristiana. Desde este punto de vista, la relación sacrificio-convite del misterio eucarí­stico destaca también la lí­nea de continuidad existente entre la economí­a salví­fica histórica y la escatológica. Dentro de la historia, la lógica de la cruz va normalmente acompañada del sufrimiento, pero no se identifica con el sufrimiento; si esta identificación fuese absolutamente inevitable, la lógica de la cruz se agotarí­a en la historia y no podrí­a prolongarse en la escatologí­a. En realidad, aunque en la escatologí­a quede eliminado todo dolor, llanto y muerte, la lógica de la cruz seguirá y encontrará su máxima exaltación; en efecto, al estar la comunidad escatológica totalmente regulada por el principio cristiano de afirmarse dándose, nunca como en la escatologí­a será la cruz la «gloria de Dios».

Pero además de estas indicaciones, que, por otra parte, nos permiten afirmar que una espiritualidad eucarí­stica rectamente entendida puede procurarle a la ascesis y a la búsqueda de la perfección cristiana una justa perspectiva eclesial e histórica, además de individual y escatológica, nos urge subrayar que en una visión más completa de la eucaristí­a-misterio es más fácil distinguir el significado salví­fico de la misma presencia real.

II. Espiritualidad de una presencia
Ya desde la época de la controversia berengariana (s. xl) y, por tanto, mucho antes de la reforma protestante, el tema de la presencia real, en cuerpo, alma y divinidad, de Cristo en la eucaristí­a gozó de una situación privilegiada, tanto en las enseñanzas del magisterio de la Iglesia como en la teologí­a. El hecho resulta comprensible, puesto que esta verdad, rica y constantemente documentada por toda la tradición litúrgica y doctrinal de la Iglesia, tiene un significado y una función salví­fica de primer orden. Hay que reconocer, sin embargo, que la exigencia de defender í­ntegramente el dogma frente a reiterados ataques impulsó no sólo a la teologí­a, sino también a la liturgia y a la misma piedad de los fieles, a subrayar la realidad de la presencia más en su objetividad que en su dimensión de presencia personal. La historia del nacimiento o del desarrollo de algunas formas de culto solemne a la eucaristí­a -por ejemplo, la práctica de elevar la hostia y el cáliz después de la consagración (principios del s. xm), la fiesta del Corpus Domini (.Historia de la espiritualidad III, 13], las procesiones, las cuarenta horas, las horas de adoración, etc.- demuestra el florecimiento y los efectos benéficos de la piedad eucarí­stica que ha alimentado durante siglos a la comunidad cristiana; pero da también la impresión de que la finalidad dominante de esta actividad cultual es la de afirmar la preciosa realidad de la presencia del cuerpo de Cristo. La piedad eucarí­stica se ha expresado excelentemente en la adoración y en la alabanza, en la acción de gracias y también en la reparación de eventuales ofensas o profanaciones inferidas a la eucaristí­a; pero menos excelentemente en un clima de encuentro y en formas donde la eucaristí­a no es sólo objeto de culto, sino fuente de diálogo y promotora del mismo. Para numerosos fieles, en especial para los menos apercibidos, la misma comunidad eucarí­stica asume la apariencia de posesión y casi de captura del cuerpo de Cristo más que de encuentro de personas o, al menos, de un encuentro donde Cristo no sólo tiene la función de escuchar. Pero lo más sorprendente es que algunos grandes maestros de espiritualidad, al presentar la contemplación como la ví­a maestra para conseguir la experiencia mí­stica, han omitido la ví­a sacramental y, en especial, la eucarí­stica. Con sorpresa descubrieron algunos centros de espiritualidad, siguiendo las indicaciones de san.. Buenaventura, y sobre todo a través de, los tratados de Tomás de Jesús (1564 1627) y de sus discí­pulos, la ví­a eucarí­stica como la segunda fuente de experiencia mí­stica. Sin embargo, resulta más sorprendente aún el que «…los teóricos de la contemplación ignoren la, eucaristí­a»; porque si es cierto que puede haber diversos caminos para conseguir la experiencia mí­stica, lo es igualmente que la espiritualidad eucarí­stica no puede separarse de la contemplación. Más aún: si existe un misterio que, además de ser objeto de contemplación, puede ayudarnos a comprender la verdadera naturaleza de la contemplación cristiana, la cual no puede reducirse jamás a una pura admiración estética o estática, sino que es siempre coparticipación dialogal, ese misterio es justamente la eucaristí­a.

Quizá una de las razones que podrí­an explicar el que la presencia real haya podido ser creí­da y teológicamente interpretada incluso sin recurrir a la analogí­a del encuentro intersubjetivo y personal, estriba en el hecho de que se haya considerado la presencia eucarí­stica como una presencia muda, como si Cristo eucarí­stico fuese alguien a quien se puede hablar pero que no se puede escuchar. Todo esto proviene, a su vez. de una limitada capacidad de lectura de los signos sacramentales y, más aún, de una interpretación no correcta de la función de la teologí­a, a la que se le encomienda el cometido de indagar y de desentrañar el misterio más que de escuchar el mensaje y traducirlo en servicio a la fe.

1. ALOGIA CRISTIANA. DIíLOGO Y DIACONíA – En las observaciones precedentemente formuladas sobre la verdadera naturaleza de los misterios cristianos se destacaba que son acontecimientos por los que hay que dejarse arrastrar más que verdades sobre las cuales indagar. Por desgracia la mente humana, especialmente en nuestro contexto cultural, incluso cuando no especula sobre verdades abstractas, no deja de considerar la realidad con preocupaciones de eficiencia. Incluso cuando el hombre no se pregunta brutalmente: «¿Para qué sirve?», y se contenta con decir más sencillamente: «¿Qué es?», subsiste el hecho de que, frente a una realidad cualquiera, prefiere adoptar la actitud de la investigación y no de la contemplación gratuita y de la admiración. La realidad no le interesa por sí­ misma, sino por la ventaja que procura o por la utilización que de ella puede hacerse o, a lo sumo, por la explicación que se le puede dar. Es, en definitiva, una actitud de dominio y no de simple aceptación y de solidaridad. De esta tendencia y manera casi exclusiva de abordar la realidad sale comprometida la misma capacidad de diálogo.

A menudo es difí­cil establecer si entre dos personas que se hablan prevalece la voluntad de escucha recí­proca, la necesidad de conocerse y de aceptarse o, más bien, la voluntad de imponer las propias ideas y de hacer prevalecer las razones propias como las más justas y válidas. También la mayor o menor parte de escucha que una persona presta a otra, se encuentra a veces contagiada por el deseo de sorprender sólo los puntos débiles de las palabras ajenas o, más fácilmente, los puntos de convergencia con las convicciones de uno. Se sigue de ahí­ que, frecuentemente, la capacidad y el deseo de búsqueda del hombre se resuelven en un pésimo servicio a la verdad y en una fuente de divisiones entre los hombres, sobre todo cuando se trata de búsqueda y de formación religiosa.

Hasta qué punto esta actitud está en contraste con la lógica de la «alianza» y de la fe, lo enseñaba ya elocuentemente el epí­logo del libro de Job. A Job y al grupo de amigos que se habí­an esforzado de mil modos, pero inútilmente, por ver cómo la justicia de Dios podí­a conciliarse con las calamidades y los sufrimientos de un justo, Dios les dirige sus preguntas con sutil sarcasmo: «¿Quién es ese que enturbia mi consejo con palabras insensatas?» (38,2); «¿Aún disputará el censor con el Omnipotente? El que critica a Dios, ¿va a replicar?» (40,2). Job comprenderá la lección y exclamará: «Heme aquí­, mezquino soy; ¿qué puedo responderte? Pongo la mano en la boca» (40,4); «Así­, he hablado sin cordura de maravillas difí­ciles para mí­, y que no comprendo» (42,3).

A veces, en particular cuando se trata de la presencia real, se tiene la impresión de que también la reflexión teológica es responsable de una presunción como la de Job. Preocupada por establecer la naturaleza, el modo y el cuándo, ha descuidado demasiado manifiestamente describir el «porqué»; los mismos signos sacramentales (el pan y el vino para un banquete), que cualifican la presencia de Cristo como presencia para un encuentro, para un diálogo salví­fico y, en consecuencia, para un servicio, han sido utilizados preferentemente sólo para señalar el «dónde» de la presencia real.

Que la actitud de escucha tiene una importancia fundamental para toda la religión revelada es bastante evidente; pero en el caso de la religiosidad bí­blica lo es de manera particular. Entre las experiencias religiosas del pueblo de Israel, una de las más relevantes fue la de haber encontrado un Dios que habla; mientras que, por una parte, los judí­os estaban justamente orgullosos de confrontar la grandeza de su Dios con la nulidad de los «dioses mudos» de las demás naciones, por otra, eran profundamente conscientes de que el silencio de Dios era el castigo más grande que se les podí­a imponer. En efecto, en la palabra de Dios se contiene la promesa de la salvación; y puesto que la palabra divina es fiel y eficaz, el hombre encuentra en ella no sólo luz, sostén y guí­a, sino la prenda de la salvación; por el contrario, el silencio de Dios significa ruptura y, por tanto, condena.

Todo esto, sin embargo, parece hacer problemática e ilógica la presencia silenciosa de Cristo eucarí­stico; pero esta problemática desaparece cuando se tiene presente que Cristo es el amén del Padre, la última palabra que, además de dar sentido cumplido a todo el proceso salví­fico precedente, se convierte en su criterio hermenéutico. Después de Cristo no es ya posible ningún discurso salví­fico más rico o diverso que el que se nos ha propuesto en él, y su mismo silencio es elocuente y sintomático al menos por dos motivos. Ante todo, porque se convierte en un silencio que interpela; Cristo es una palabra definitiva e irrevocablemente pronunciada, que incita al hombre a una respuesta de asentimiento o de rechazo; en segundo lugar, porque crea el único espacio dentro del cual puede situarse el diálogo del hombre con su Dios; Cristo es el único verdadero objeto del diálogo religioso, y cualquier tema que, directa o indirectamente, no enlace con él, no serí­a un tema pertinente. El Cristo silencioso de la eucaristí­a es, en definitiva, una propuesta salví­fica que el cristiano debe sopesar y profundizar en todo su contenido, porque, al aceptarla para establecer comunión con Cristo, debe explicitarla y actualizarla en cada momento y en cada lugar.

La alogia (silencio) eucarí­stica, que podemos considerar también como gesto supremo de fidelidad por parte de Cristo a la lógica de la cruz, se convierte, pues, en un servicio ulterior a la comunidad creyente, para indicarle la modalidad con que también ella debe realizar su servicio en beneficio de todos los hombres. Si el diálogo silencioso entre el creyente y el Cristo eucarí­stico indica que el hombre puede encontrarse verdaderamente con su Salvador sólo en una actitud de aceptación recí­proca «gratuita» (Cristo debe ser aceptado por lo que es antes incluso que por lo que dice o por lo que hace, lo mismo que Cristo ha aceptado a los hombres), se convierte por ello también en la norma última a que los creyentes deben atenerse en el desarrollo de su misión salví­fica en el mundo.

La razón de ser de la Iglesia en el mundo es indudablemente la de significar la presencia de la acción salví­fica divina en el tiempo y en el espacio, y de orientar al mundo a abrirse a la acción de Dios; pero justamente la presencia eucarí­stica enseña que el punto de partida de la significación y de la orientación salví­fica es la aceptación gratuita, amorosa, de todo hombre y de toda realidad. El cristiano, de la afirmación de que existe un solo y único Dios, saca la convicción de que todos los hombres son hermanos, por encima de toda distinción de raza o de sexo, de clase social o de cultura; pero esta convicción se ve ulteriormente confirmada y especificada por el misterio eucarí­stico. La diaconí­a que la Iglesia y, por consiguiente, todo cristiano, debe ejercer en el mundo es ante todo un servicio de acogida y de escucha de las necesidades de todos y, en particular, de los que no tienen voz para hacerse escuchar o peso polí­tico para hacerse valer. El tema de la pobreza de la Iglesia encuentra en la eucaristí­a su significado más profundo; educada a escuchar a su Salvador silencioso, la Iglesia, más aún que en la pobreza de riquezas o de medios, expresa su pobreza en la capacidad de escucha de toda invocación humana, aún la más débil. La primera salvación que puede ofrecer al mundo es la de garantizar a todos los débiles, en el espí­ritu y en el cuerpo, la posibilidad liberadora de ser escuchados. La condición misionera de la Iglesia, antes que en hablar, se realiza en escuchar; antes que en un anuncio, se cumple en una aceptación.

2. OBEDIENCIA Y MISIí“N – En el lenguaje cristiano es insistente la justa afirmación de que Jesucristo es el Señor y el Hijo de Dios hecho hombre; no obstante, si quisiéramos destacar el aspecto con el que Jesús mismo gustaba de calificarse, habrí­a que buscarlo en el hecho de presentarse como el «enviado» del Padre. En efecto, se trata del aspecto más expresivo tanto de la función como de la personalidad de Cristo; en última instancia, la reflexión cristiana logra captar en Cristo la verdadera dignidad de Hijo de Dios sólo partiendo de la noción de «misión».

Jesús pone gran cuidado en subrayar que su razón de ser en el mundo y por el mundo está en hacer la voluntad del Padre (In 4,34). Cristo no administra como propia ni su existencia ni su actividad; y todos los misterios de su vida, desde la encarnación a la pasión y muerte, son un gesto de auténtica obediencia al Padre. En esta perspectiva, el misterio eucarí­stico no es otra cosa que la última consecuencia de la misión-obediencia, que da sentido al ser y al obrar de Jesús. Enviado como supremo signo de amor del Padre a toda la humanidad, Jesús expresa y realiza totalmente en la eucaristí­a esta lógica de donación.

Mas no es esto todo. La fe cristiana transfiere í­ntegramente la noción de «misión» a la de «apostolado»; ahora bien, si apóstol significa enviado, Cristo es apóstol antes y más que ningún otro; y puesto que la razón fundamental por la que ha sido enviado es la de dar testimonio del Padre, es lógico concluir que lo que Cristo es, junto con lo que hace y enseña, es sustancialmente un testimonio de la persona, de la obra y de la palabra del Padre. En Cristo apostolado y testimonio están en estrechí­sima conexión y mantienen una referencia mutua constante; en él, el apostolado más que obra de proselitismo es profetismo, y su testimonio no es sólo coherencia sino anticipación.

Se sigue de ahí­ que la eucaristí­a, en su entidad de gesto sumo de misión y de obediencia, se convierte también en forma suprema de testimonio profético y anticipador; profético, porque anuncia y encierra en sí­ toda la promesa salví­fica del Padre; anticipador, porque da un gusto anticipado de la salvación escatológica, la cual habrá de consistir en la perfecta comunión, en Cristo, de los hombres con Dios y entre sí­.

Así­, la eucaristí­a da una ulterior información paradigmática sobre la vocación misionera de la Iglesia. Mientras que el Cristo silencioso compromete a la Iglesia a ser misionera con una actitud de acogida gratuita y de escucha amorosa de todos los hombres, el Cristo apóstol-testigo obliga a la Iglesia a desarrollar su misión en el mundo en términos de apostolado-testimonio.

Por desgracia, en el decurso de los siglos la noción y, en consecuencia, el compromiso de apostolado y de testimonio han sido indebidamente separados y casi fatalmente empobrecidos; mientras que, por un lado, el testimonio quedó a menudo reducido a la simple coherencia en virtud de la cual se intenta obrar en conformidad con cuanto se piensa, por otro, el apostolado se convirtió preferentemente en una forma de proselitismo religioso. Aun prescindiendo del hecho de que, entendidos de ese modo, el testimonio y sobre todo el apostolado han perdido al menos parcialmente la fisonomí­a de un servicio, se han derivado de ello dos consecuencias desagradables. Mientras se siguió pidiendo a todos el compromiso del testimonio, el apostolado fue visto como una misión que podí­a limitarse a algunos. En segundo lugar, mientras el testimonio, entendido como coherencia y buen ejemplo, se convertí­a sólo en testimonio de uno mismo -es decir, de las convicciones que uno tení­a y de su capacidad de traducir en hechos lo que pensaba- en lugar de testimonio del Padre y de su Cristo, el apostolado se convirtió tan sólo en «difusión de un mensaje» en vez de oferta de una anticipación profética de la salvación hasta el punto de permitir la experiencia histórica real, aunque parcial, de la belleza y de la validez del plan y de la lógica salví­fica divina.

Desde este punto de vista, la celebración eucarí­stica no es sólo un juicio de Dios sobre la autenticidad cristiana de los individuos (1 Cor 11,28-34), sino ya antes sobre la fidelidad con que la Iglesia cumple su misión. Después de todo, la eucaristí­a enseña a la Iglesia y a cada uno de los fieles que la obediencia cristiana no es tanto la aceptación pasiva de una voluntad superior que obligue a renunciar incluso a los valores más grandes de la propia personalidad, cuanto la implicación en un plan salví­fico que obliga a ser en grado sumo uno mismo, para ser también en grado sumo testigo de Aquel que nos ha enviado.

III. Espiritualidad de la celebración
No obstante la riqueza de su contenido, la eucaristí­a es siempre una celebración y, al menos desde este punto de vista, parece que se la puede equiparar a las celebraciones que encuentran amplio espacio en todo contexto religioso. Indudablemente, como lo hemos ya destacado cuando hablamos de la eucaristí­a-banquete, las celebraciones cristianas no repudian, sino que los asumen, todos los valores positivos intrí­nsecos a los gestos simbólicos con que los hombres entienden y expresan los principios fundamentales de la existencia y las múltiples relaciones que enlazan al hombre con la trascendencia y la realidad infrahumana. Sin embargo, la eucaristí­a, vértice de: toda celebración cristiana, tiene una originalidad propia innegable que no, puede reducirse sólo al carácter especí­fico de sus significados, sino que se extiende a su eficacia formativa particular.

1. CELEBRACIí“N. CULTO Y EDIFICACIí“N – La celebración cultual, en cualquier contexto religiosa, sirve de base siempre y simultáneamente a una doble intencionalidad: una es la voluntad de tributar un obligado homenaje a la divinidad, y otra la de expresar uno concepción global y orgánica de la realidad; de hecho, en esta concepción es donde está implí­citamente inscrita toda norma útil para una gestión salví­fica de la historia. Por lo mismo, en la celebración religiosa se encuentran inevitablemente mito y gnosis, y el gesto cultual es a la vez aceptación de una realidad trascendental inexpresable fuera de un lenguaje mí­tico-ritual, y proyección de una historia que no puede construirse en términos positivos si no es en relación con la tradición misma. Mas en este punto comienza ya la celebración cristiana a especificarse frente a las otras celebraciones religiosas.

Si se tiene presente que también el mito, aunque configurable de suyo como género cultural y literario, es en todo caso una forma de gnosis, no resulta difí­cil concluir que, detrás de la actividad cultual de las religiosidades no cristianas (no bí­blicas), sólo está el esfuerzo humano por encontrar una situación óptima, ya sea ante la divinidad, ya ante la historia. La eficacia salví­fica atribuible a la gnosis que sustenta la actividad cultual es, pues, resultado del empeño humano; es un intento de dar una disposición ordenada a la realidad y a la existencia vinculando una y otra a las fuentes del ser. En estas actividades cultuales existe siempre el deseo de establecer una situación de solidaridad con la divinidad y con el cosmos, pero se trata de una solidaridad buscada y no ofrecida; es una solidaridad que corresponde a una aspiración humana profunda, pero que, sin embargo, no puede convertirse en esperanza efectiva, al menos en la medida en que no tiepe en frente de parte de la divinidad una promesa igualmente efectiva. Se trata, en suma, de una actividad que, al no nacer en un clima de alianza declarada y profunda, sólo puede crear una actitud de dependencia y, en último análisis, de competición. En este contexto se forma y crece la exasperada noción de «sagrado» (separado, destinado exclusivamente a la divinidad) y una animación sacralizante que, además de apartar del compromiso histórico, introduce en la historia un principio de notable discriminación entre hombres sagrados y no sagrados, entre realidades sagradas y realidades profanas.

Por el contrario, la eucaristí­a -que, como se decí­a, es el vértice de toda celebración cristiana- da la visión exacta y más exhaustiva de la capacidad edificante de la actividad cultual de la Iglesia. Es sabido que para una larga y ya consolidada tradición teológica y catequética, la comunidad cristiana dice claramente pretender cuatro fines en la celebración eucarí­stica: la adoración, la acción de gracias, la propiciación y la impetración. No es éste el momento de hacer una valoración crí­tica de este esquema cuaternario, ni de indagar el verdadero sentido de una celebración eucarí­stica con tales fines; baste poner de relieve que cada uno de éstos crea una situación de alianza y no de competencia.

a) Entre las distintas actitudes religiosas, la adoración es la que expresa con mayor evidencia la total dependencia del hombre frente a Dios, cuya absoluta soberaní­a se afirma. Ya el AT habí­a proclamado con insistencia que el culto de adoración no debe tributarse a nadie que no sea el único verdadero Dios, y en esta perspectiva la Biblia nos habla frecuentemente de los celos de Dios. Sin embargo, es también el AT, adelantándose al NT, el que nos proporciona el significado antropológico de este mandamiento primero y fundamental del. decálogo. Los celos de Dios no nacen de una voluntad hegemónica o del deseo egoí­sta de no compartir con otros un homenaje que quiere recibir de manera exclusiva, sino de una actitud de fidelidad al hombre y del deseo de liberar al hombre de dependencias humillantes y, en consecuencia, no promocionantes. Al fabricarse í­dolos y adorarlos, el hombre se convertirí­a en esclavo, bien de criaturas que en realidad deben estar sometidas a él, bien de personas humanas, cuya dignidad y ser no son superiores ni distintos a los de cualquier otra. Dios nos ha enseñado desde el principio a rechazar el «culto de la personalidad».

Mas el culto cristiano de adoración se construye y promociona al hombre por una razón aún más profunda. Adorar a Dios significa glorificarlo; también el mundo cristiano, siguiendo las enseñanzas bí­blicas, ha comprendido y afirmado siempre que la gloria de Dios es la grandeza del hombre: «Gloria Dei, vivens homo». En este sentido, la adoración eucarí­stica es paradigmática; pues, teniendo como objeto la persona única del Hijo de Dios hecho hombre, el cual afirma su señorí­o en su actitud de total donación al hombre, se convierte en la expresión más clara de la sí­ntesis gloria de Dios-liberación y promoción humana. En sustancia, el misterio eucarí­stico nos enseña que aquello por lo que Dios debe ser glorificado se entrelaza admirablemente con aquello por lo que Dios debe ser objeto de gratitud; gloria y acción de gracias son como la urdimbre y la trama de un único tejido religioso salví­fico, y no sin motivo el lenguaje cristiano ha creí­do que el apelativo «eucaristí­a» (acción de gracias) es el más apto para expresar uno de los aspectos más especí­ficos del misterio y, en última instancia, todo el misterio en su globalidad.

b) Mas, a propósito de este aspecto de la celebración eucarí­stica, también hay que poner de relieve sus puntos constructivos y promocionantes. Aunque la gratitud es un sentimiento y una actitud que implica cierta dependencia del beneficiado respecto al benefactor, ciertamente no se la ha de considerar como una actitud humillante, pues, muy al contrario, honra al hombre que la profesa. No obstante, la «acción de gracias» del lenguaje litúrgico cristiano expresa mucho más que el simple «agradecimiento»; en efecto, subraya una vez más y bajo un aspecto nuevo la dialogicidad del encuentro salví­fico Dios-hombre. Si, por una parte, el creyente tiene la profunda convicción de vivir como esfumado en un mundo de gratuidad (todo es gracia porque todo es don del Padre de todo bien), por otra, es consciente de que el Padre lo llama a liberar de cada realidad recibida todos los valores positivos que encierra, a fin de testimoniar y evidenciar la bondad y la gratuidad de los dones divinos. Para hacerlo así­, el hombre debe usar y realizar los dones recibidos con la misma lógica de gratuidad con que Dios los ha ofrecido. El hombre que utiliza y se sirve de las cosas con un talante posesivo y egoí­sta y según una lógica eficientista, además de no dar gracias a Dios, falta al respeto a las personas y a las cosas, impidiéndoles manifestar su origen gracioso. Si la humanidad viviera una espiritualidad eucarí­stica, serí­a una humanidad fraternalmente mucho más justa y eliminarí­a de raí­z todo problema ecológico. La liturgia eucarí­stica lo proclama de modo excelente cuando, al comienzo mismo de la gran oración eucológica, nos hace decir que dar gracias siempre y en todo lugar al Señor, Padre santo, Dios omnipotente y eterno, no sólo es nuestro deber, sino verdaderamente cosa buena y justa y fuente de salvación.

c) Siguiendo en este orden de consideraciones, el misterio eucarí­stico también da sentido claramente promocional al fin propiciatorio. Para constatarlo basta con que nos remitamos a cuanto se ha dicho sobre la eucaristí­a-sacrificio; sin embargo es obligado recordar que la eucaristí­a no nos permite reducir la propiciación a un mero gesto de expiación o a una súplica de perdón, dirigida a una divinidad justamente enojada por alguna ofensa. Al poner de relieve la estrechí­sima relación existente entre la gloria de Dios y la realización de toda la realidad creada, la eucaristí­a, además de confirmar la idea cristiana de que el pecado tiene siempre y simultáneamente una dimensión vertical (ofensa de Dios) y otra horizontal (desorden cósmico), enseña que la propiciación implica, junto con el justo reconocimiento de la soberaní­a divina, una reordenación del mundo y de la historia. La justicia divina, al aceptar un sacrificio como expiación del pecado, no se atiene a la lógica de la ley del talión, sino que pretende mostrar la exigencia del amor de donación como único camino para superar el egoí­smo y construir un mundo justo. Además, el hecho de que la celebración eucarí­stica implique en una actitud de propiciación no sólo a los pecadores sino también a los justos, dice claramente que la penitencia cristiana y el compromiso de reordenamiento, además de exigir la eliminación del mal, requiere un esfuerzo constante por adelantar en el bien.

d) Mas esta observación abre también una nueva consideración sobre el significado que el cristianismo da a la oración de impetración. Los datos que el misterio eucarí­stico nos ofrece acerca de este tema son numerosos y ricos; ante la dificultad de elegir, baste subrayar algunos de los más importantes. Una de las objeciones más frecuentes concernientes a la oración de petición proviene del hecho de que parece favorecer una concepción mitológica de Dios. La petición que el hombre dirige a su Dios parece fundarse en la insostenible doble presunción de que la oración del hombre es suficiente para mejorar la historia y, sobre todo, de que ello es posible porque el hombre consigue con su oración hacer que Dios cambie sus planes. Pero la impetración eucarí­stica camina decididamente en direcciones diversas. Si, por un lado, la oración eucarí­stica funda y legitima la petición del hombre porque le obliga a profesar la certeza de su fe de que todo es gracia y don de Dios, por otro, le fuerza a reconocer que todo nos ha sido ya dado en Cristo. Cualquier otra gracia que el creyente pida al Padre no puede ser más que una prolongación y una actualización de lo que hace de Cristo la plenitud y la totalidad de la gracia. En otras palabras, pedir nuevas gracias a Dios no significa proponerle un cambio de acción, sino la prolongación -para el aquí­ y el ahora- de la perenne economí­a de la encarnación. La renovación cotidiana de la impetración eucarí­stica no tiene como fin plegar la voluntad divina a la insistencia de nuestra súplica, sino abrir pacientemente nuestra inteligencia a una progresiva comprensión del gran don que es Cristo e inclinar nuestra voluntad a amar y a querer lo que Dios amó y quiso en Cristo. En este sentido, la impetración eucarí­stica, lejos de ser una tentativa alienante de descargar en la omnipotencia divina la solución de nuestros problemas, es asunción de responsabilidades.

2. CELEBRACIí“N, CULTO Y CARIDAD – Por lo menos durante diez siglos, la comunidad cristiana no reconoció otra forma de culto eucarí­stico diversa o distinta de la celebración sacrificial: la misa. El hecho de que las especies eucarí­sticas fuesen devotamente conservadas para administrar el viático a los enfermos o que fuesen a veces enviadas de una iglesia local a otra, como signo de unidad y de comunión de vida, no habí­a suscitado actividades cultuales comunitarias particulares o formas devocionales individuales en relación con la eucaristí­a. La práctica de conservar las especies consagradas, incluso después de la celebración eucarí­stica, es una prueba irrefutable de la convicción tradicional de fe en que la presencia real perdura también después de la celebración de la misa; pero esta presencia real no era objeto de culto. En el fondo, esta práctica testimonia que la comunidad cristiana no sentí­a la necesidad de nuevas formas de culto eucarí­stico, porque en la misa se veí­a una sí­ntesis suficientemente rica y, por tanto, omnicomprensiva de cualquier significado religioso y de cualquier eficacia formativa que el culto eucarí­stico puede y debe tener. Aunque hay opiniones divergentes sobre las circunstancias que dieron origen al nacimiento y al desarrollo de múltiples actividades cultuales eucarí­sticas, en el plano histórico es cierto que la aparición de un culto eucarí­stico distinto de la misa coincide con el despuntar de las primeras controversias en torno a la realidad de la presencia de Cristo en la eucaristí­a.

No es éste el lugar adecuado para analizar detalladamente la historia y la naturaleza de las formas más conocidas de culto y de piedad eucarí­stica; baste recordar que, desde las primeras «ostensiones» del pan consagrado durante la misa, se pasó a las «exposiciones» y a las adoraciones solemnes de la eucaristí­a fuera de la misa; de éstas se derivan tanto las actividades culturales públicas y comunitarias (fiesta del Corpus Christi, bendiciones eucarí­sticas, procesiones eucarí­sticas, cuarenta horas y, más recientemente, congresos eucarí­sticos), como las formas de culto y de piedad privada (horas de adoración, visita al SS. Sacramento, comunión espiritual, etcétera). Es indudable que estas actividades cultuales, favorecidas e incrementadas por la autoridad eclesial, se han convertido en otras tantas fuentes de espiritualidad y de vida cristiana, lo mismo individual que asociada. Muchos santos pudieron estructurar su vida ascética, orientar su camino de perfección y alcanzar la experiencia mí­stica ejercitando este culto; además, muchas asociaciones de inspiración eucarí­stica (cofradí­as del SS. Sacramento, congregaciones religiosas, ligas eucarí­sticas, etcétera) han sido auténticas escuelas de formación cristiana.

Con todo, es cierto que la coincidencia entre la necesidad de subrayar la fe en la presencia real y el nacimiento de las nuevas formas de culto eucarí­stico ha podido condicionar en forma no del todo positiva la piedad cristiana. Entre los condicionamientos de mayor relieve debemos recordar el proceso de objetivación de la presencia real, transformada casi en fin en sí­ misma, y, en consecuencia, la afirmación de un cierto triunfalismo eucarí­stico y de algunas formas de piedad inspiradas en el sentimentalismo más que en las grandes verdades de la fe. En la exposición solemne eucarí­stica, por ejemplo, se ve el equivalente de un «Cristo entronizado en los altares»; en las procesiones, una marcha triunfal de Cristo; las horas de adoración y las visitas al SS. Sacramento fueron sugeridas a veces con la intención de arrancar al «Divino Prisionero» de los altares de una soledad grande y deprimente. En este lenguaje, al presente superado, de algunos libros de piedad o de cierta oratoria, podrí­a advertirse al menos una buena dosis de intemperancia verbal, que no compromete en modo alguno la nobleza de las intenciones o el impulso de una fe sincera; pero es innegable que con ello la piedad eucarí­stica quedaba alterada de alguna forma, así­ como incapacitada para captar el significado más profundo y formativo de la presencia real. Tanto más que este hecho ha permitido, en tiempos más recientes, que se confundiese la justa impugnación de las deformaciones pietistas con la menos justa impugnación de actividades cultuales y de prácticas de piedad que en sí­ mismas conservan su validez educativa.

Las exposiciones solemnes, las procesiones y las adoraciones privadas son legí­timamente recuperables en la medida en que no implican contradicción alguna con la economí­a salví­fica, a la cual corresponde la institución de la eucaristí­a, y en la medida en que se mantengan abiertas a un justo énfasis antropológico. Si, por una parte, hay que devolver a estas actividades cultuales la debida relación con la misa -análogamente a lo que se establece en la instrucción Eucharisticum Mysterium (1967) a propósito de la comunión sacramental hecha «extra Missam»-, por otra, es preciso desentrañar con mucha claridad el mensaje salví­fico que incluye para nuestro presente. Así­ como la comunión sacramental, en cualquier momento que se haga, es siempre una implicación en la acción sacrificial eucarí­stica, y no se la puede instrumentalizar para fines puramente privados, por más nobles que puedan ser, de la misma manera toda actividad cultual y toda práctica de piedad eucarí­stica deben ser una prolongación del encuentro dialogal, cuyos contenidos han quedado ya fijados por Cristo al instituir la eucaristí­a. En este sentido, la exposición y la adoración solemnes deben significar para los que toman parte en ellas reconocimiento y exaltación de la lógica que llevó a Cristo a hacerse presente en la eucaristí­a: la lógica de hacerse grande volviéndose pequeño, de afirmarse dándose, de ganar la propia vida perdiéndola. Las procesiones eucarí­sticas deben ser, a su vez, una proclamación de nuestra voluntad de adaptar a la lógica de Cristo, no sólo nuestras opciones y nuestras actividades, sino también nuestras estructuras y nuestros contextos de vida, como las calles, las plazas, los ambientes de trabajo, etcétera, a los cuales se lleva a Cristo. En una palabra, hay que devolver a toda forma de culto eucarí­stico la posibilidad de transformarse en un juicio salví­fico sobre nosotros, sobre nuestro tiempo, sobre nuestro mundo, sobre nuestra realidad cotidiana.

Para alcanzar este fin será preciso, sin embargo, recordar que la eucarí­stica no es la presencia real exclusiva y única de Cristo en su Iglesia. Refiriéndose a cuanto se habí­a enseñado en la constitución «Sacrosanctum concilium» (c. 1, n. 7) del Vat.II, la encí­clica Mysterium ftdei (1965), de Pablo VI, afirma que la presencia real de Cristo en su Iglesia es múltiple: está realmente presente en la oración de la Iglesia, en su ejercicio de ‘las obras de misericordia, en su tendencia escatológica, animada por la fe y por la acción del Espí­ritu de caridad, en el anuncio de la palabra, en la acción de gobierno y de guí­a del pueblo de Dios mediante la jerarquí­a, en la celebración de los sacramentos y, en particular, en la eucaristí­a. La peculiaridad de la presencia eucarí­stica no quita nada a la realidad de las otras presencias, las cuales si, por una parte, sirven de ayuda para explicitar la verdadera razón de la presencia realeucarí­stica, por otra, encuentran su fin en la celebración eucarí­stica, que sellará el encuentro comunitario, no sólo de todos los hijos de Dios, sino de todas las vocaciones cristianas y de su testimonio histórico.

Más arriba se hací­a observar que, al acentuar de manera exasperada la realidad de la presencia eucarí­stica hasta hacerla casi fin en sí­ misma, se da al culto y a la piedad eucarí­sticos un tono triunfalista que está en contradicción con la economí­a salvifica, de la que el misterio de la eucaristí­a forma parte. La teologí­a contemporánea, al profundizar y ensanchar la comprensión de la que se ha convenido en llamar la «ví­a de la presencia real», o sea, la transustanciación, ha puesto con razón de relieve que la mutación real del pan y del vino en cuerpo y sangre de Cristo implica necesariamente también una mutación real del significado (transignificación) y del fin (transfinalización) de los elementos que constituyen el signo sacramental. Si exponer la fe se limitase aquí­ a destacar la dimensión ontológica de la mutación misteriosa que tiene lugar en el sacramento eucarí­stico, se harí­a de forma incompleta y no formativa. Por otra parte, no es posible hablar de manera constructiva de transignificación y de transfinalización, si no se dan contenidos efectivos al nuevo significado y al nuevo fin atribuible al pan y al vino eucarí­stico.

Estos contenidos, que no pueden ser producto de la fe subjetiva, están indicados precisamente por las diversas formas de presencia real que Cristo establece en su Iglesia. Jesucristo está presente en alma y cuerpo en la eucaristí­a para significarnos que nuestras obras de misericordia le hacen verdaderamente presente en la historia cuando no se agotan en el cuidado de las necesidades del espí­ritu, sino que se extienden a la realización del hombre integral; para significarnos que el anuncio de su palabra le hace realmente presente cuando consiente, junto a la escucha de la promesa de salvación, una experiencia parcial, pero efectiva de la salvación, que él ha venido a traer; y lo que se ha dicho a manera de ejemplo de la presencia real en las obras de misericordia y en el anuncio de evangelización puede aplicarse fácilmente a la presencia real en la acción pastoral de la jerarquí­a y en la tendencia escatológica de todo el pueblo de Dios. Mas, puesto que las diversas presencias reales de Cristo en la vida de la Iglesia se extienden, en definitiva, a todas las formas de auténtica vida cristiana con que los bautizados introducen la salvación en la historia, es decir, a todas las vocaciones cristianas que actualizan, cada una según la moción especí­fica del Espí­ritu y en comunión entre sí­, la riqueza del misterio de Cristo salvador, se sigue de ahí­ que la presencia real eucarí­stica, al dar a cada vocación su justo significado, expresa también el fin al que cada una está orientada. La estructura de la iniciación cristiana’, que coloca a la eucaristí­a en el vértice, es ya una clara indicación en este sentido. El Espí­ritu de Cristo, que hace de cada bautizado un hombre nuevo y suscita en la confirmación los gérmenes de la vocación con que cada uno ha de desempeñar su papel de testigo de la salvación en la historia, es un Espí­ritu de unidad que orienta a cada vocación hacia la comunidad-comunión. La eucaristí­a es la celebración de esta convergencia y, al paso que enseña que cada vocación debe ser ella misma para expresar la máxima fidelidad al Espí­ritu, proclama que el único camino abierto a la realización suprema del propio carisma es hacer de él un servicio a los otros carismas.

Desde este punto de vista, la eucaristí­a nos ayuda a comprender mejor dos caracterí­sticas fundamentales de las diversas vocaciones cristianas: una -la más evidente- es la que exige de toda vocación una apertura eclesial radical: la multiplicidad de las vocaciones espara la unidad de la Iglesia; otra, la que obliga a toda vocación a ser un signo de la catolicidad dentro de su misma condición especí­fica; es decir, a dar un testimonio que, si bien consiste en la afirmación de determinados valores que son propios y exclusivos de una vocación, es, sin embargo, evocativa también de los valores que son propios de las otras.

El ejemplo más fácil puede verse en dos vocaciones aparentemente tan dispares como la virginidad y el matrimonio. La afirmación de que la virginidad y el matrimonio deben ser un momento de la edificación de la Iglesia parece del todo pací­fica; pero en realidad es preciso subrayar que ni la virginidad ni el matrimonio dan un testimonio cristiano efectivo cuando se afirman sólo como fidelidad al ideal de una vida que una y otro implican. El matrimonio es verdaderamente cristiano cuando, además de realizar la unión conyugal según el proyecto cristiano, mantiene a la pareja abierta a las exigencias de toda la comunidad eclesial y no sólo a las de la comunidad conyugal o familiar; la virginidad es verdaderamente cristiana cuando, además de no implicar ninguna infidelidad al ideal virginal, no se cierra en sí­ misma, sino que se convierte en un servicio eclesial. En esta apertura eclesial de las vocaciones particulares se injerta luego su catolicidad: la virginidad, aun distinguiéndose del matrimonio en ser renuncia al amor conyugal, debe hacerse evocativa de la vocación matrimonial, situándose como actitud amorosa capaz de actuar, si bien en forma diversa, todos los valores positivos encerrados en el amor conyugal; a su vez, el amor conyugal, aunque en su modalidad especí­fica, debe ser capaz de significar todos los valores positivos que están implí­citos en la vocación virginal [>Celibato y virginidad; >Familia; >Celebración litúrgica II, 2, b].

Por desgracia, estas indicaciones que se siguen para las vocaciones cristianas de su finalización eucarí­stica, no siempre se han tomado en la debida consideración y, como en el caso de la virginidad y del matrimonio, se ha derivado de ello una lectura contrapuesta y casi antagónica, que legitima más de lo necesario la afirmación de la una como estado de perfección de santidad privilegiada y hace del otro sólo una situación, ciertamente honesta y salví­fica, pero de perfección deficiente. Sin embargo, el ejemplo más apropiado para demostrar las consecuencias negativas que se siguen de no hacer el suficiente hincapié en la ordenación de todas las vocaciones a la eucaristí­a, es otro. Es sabido que el sacerdocio ministerial (más exactamente habrí­a que decir el ministerio sacerdotal) ha sido considerado durante mucho tiempo como la única forma verdadera de sacerdocio en la Iglesia, mientras que el común a todo el pueblo de Dios se miró como un sacerdocio casi sólo metafórico. No es improbable que estas convicciones se derivaran de una reacción polémica contra las tesis de los reformadores más que de una reflexión de fe; el hecho es que la presidencia eucarí­stica -justamente reservada a los sacerdotes ministros- pudo teorizarse independientemente del sacerdocio que todo fiel ejerce actuando la propia vocación; lo cual contribuyó a establecer ulteriormente una indebida ruptura entre clero y laicado, que el Vat. II ha intentado remediar. Si en la eucaristí­a no convergieran los testimonios de todas las vocaciones cristianas, a la celebración eucarí­stica le faltarí­a lo que hace de ella el sacrificio de la Iglesia junto con el sacrificio de Cristo. La presidencia eucarí­stica es ciertamente «un» carisma; pero lo es como servicio a los otros carismas, que en la celebración eucarí­stica dan gloria a Dios realizando el misterio de la Iglesia «una en la multiplicidad».

E. Ruffini
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

SUMARIO. I. Origen y evolución de la celebración eucarí­stica: 1. Centralidad del tema; 2. Punto de partida: el gesto de la última cena; 3. Cristo, «de siervo a Kyrios»; 4. De la liturgia de la cena judí­a a la cristiana; 5. Nombres de la eucaristí­a; 6. Formación de las oraciones eucarí­sticas en las diferentes liturgias; 7. La celebración eucarí­stica: las grandes etapas de su evolución histórica – Il. La celebración de la misa: dinámica y significados: 1. La comunidad que se reúne (asamblea y rito de entrada); 2. Comunidad que escucha (liturgia de la palabra); 3. Comunidad convival (ofertorio); 4. Comunidad que da gracias (oración eucarí­stica): a) … proclamando las obras de Dios, b) …celebrando el memorial de la pascua del Señor, c) … invocando al Espí­ritu Santo, d) … ofreciendo el sacrificio de la nueva alianza, e) … ofreciéndonos a nosotros mismos en sacrificio espiritual, f) … formando todos un solo cuerpo, g) …invocando al Espí­ritu Santo sobre los comunicantes, h) … comunicando con la iglesia de la tierra y la del cielo, i) intercediendo por todos, j) La doxologí­a final; 5. Comunidad de comunión y participación (el rito de comunión y de despedida); 6. Comunidad enviada a la misión; 7. A la espera del banquete final.

I. Origen y evolución de la celebración eucarí­stica
1. CENTRALIDAD DEL TEMA. «La celebración de la misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios ordenado jerárquicamente, es el centro de toda la vida cristiana para la iglesia universal y local, y para todos los fieles individualmente». La afirmación clara y solemne con que se inicia el primer capí­tulo del nuevo misal (= OGMR 1), haciéndose eco de tantas tomas de posición del Vat. II, no es difí­cil de justificar, si en la celebración de la misa se toma la presencia dinámica e irradiante del misterio de Cristo en singular, esto es, en la globalidad del acto de su redención, o en plural, como presencia de los misterios de Cristo, o sea, de los aspectos o momentos del único acontecimiento salví­fico. De hecho, la repetición de las celebraciones no hace sino poner en contacto o canalizar en el tiempo la «inagotable riqueza» de Cristo, por lo que es verdad que aquí­ se halla el centro, la cima y la fuente de la que deriva cualquier otra gracia en la iglesia (cf SC 10).

La eucaristí­a es totalizante y finalizante, bien respecto al conjunto de los sacramentos (vistos como un todo orgánico), bien respecto a toda la celebración litúrgica de la iglesia en su dimensión más amplia, que abarca el ciclo del año litúrgico y el cursus semanal y cotidiano al ritmo de la liturgia de las Horas, como constelaciones de momentos orantes y adorantes que giran en torno al sol. De hecho, es sabido que el officium laudis brota, en el fondo, del sacrificium laudis del altar, como su dilatación y prolongación (cf PO 6). Analizando los ricos contenidos del misterio eucarí­stico, veremos cómo realmente no hay ningún aspecto de la vida y de la misión de la iglesia que no esté en estrecha relación con la misa, y esto sin caer en la ingenuidad del panliturgismo (cf SC 12). Los temas bí­blico, teológico, espiritual, pastoral, misional y ecuménico se entrelazan fácilmente en torno a nuestra celebración, por no hablar del amplio campo de las artes (música, arquitectura…) y de las ciencias humanas (leyes de la -> comunicación, -> lenguaje cultural…), problemas a los que no nos es posible dar aquí­ todo el desarrollo necesario.

2. PUNTO DE PARTIDA: EL GESTO DE LA ÚLTIMA CENA. Es un dato universalmente conocido y aceptado que nuestra eucaristí­a tiene su origen y deriva sus lí­neas esenciales del gesto que Jesús cumplió en la última cena con sus discí­pulos, y del que nos han llegado cuatro narraciones diferentes ordenadas en dos lí­neas paralelas: Marcos-Mateo y Pablo-Lucas. Estas narraciones de la institución, tal y como justamente nos advierten los exegetas, no deben tomarse como puras relaciones históricas de los hechos: en las diversas redacciones, aunque sean también sustancialmente concordes, se siente la influencia del uso litúrgico un tanto diferenciado según las exigencias de las primitivas comunidades cristianas. Así­ se nos muestra rápidamente la complejidad de los problemas que subyacen, si se quiere determinar con absoluto rigor cuál fue el núcleo primitivo del que todo ha tomado origen (por ejemplo, las ipsissima verba et gesta de Cristo); la cuidadosa génesis con que se han organizado las primeras celebraciones eucarí­sticas; las lí­neas de desarrollo sobre las que con el paso del tiempo se han configurado las diversas tradiciones litúrgicas, especialmente por lo que se refiere al sentido preciso y a la estructura fundamental de las anáforas u oraciones eucarí­sticas. No podemos seguir aquí­ los sutiles análisis y las discusiones que aún mantienen los especialistas. Remitiéndonos a la bibliografí­a, para quien sienta interés histórico-cientí­fico, aquí­ deseamos tocar solamente algunos puntos que iluminan el sentido de la eucaristí­a y sobre los cuales hay algunas conclusiones bastante pací­ficas.

3. CRISTO, «DE SIERVO A KYRIOS». ¿Qué quiso significar Jesús con los gestos y las palabras del cenáculo la tarde del jueves santo? ¿Qué pretendió dejar a la iglesia instituyendo la eucaristí­a?; o, vistas las cosas desde la otra parte: ¿cómo entendieron las primeras comunidades cristianas el gesto de la cena?
Parece una conclusión seriamente fundada en la exégesis moderna, incluida la no católica, que el Jesús prepascual se vio a sí­ mismo y leyó su destino de profeta-mesí­as en la misteriosa figura del siervo de Yavé, que sufre y da su vida por la salvación de los hermanos (cf especialmente Is 53). Si es ésta la más antigua cristologí­a discernible en el fondo del NT y que ha dejado muchas huellas en los evangelios (por ejemplo, en Mar 10:45 y paralelos: «El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida para la redención de muchos»), no es imposible tampoco captar el significado de las palabras pronunciadas sobre el pan, sobre todo en la forma usada por Pablo («… cuerpo que se da por vosotros», 1Co 11:24) o por Lucas («… cuerpo que por vosotros es entregado»,1Co 22:19), quienes no habrí­an hecho otra cosa que explicitar de manera más comprensible para las comunidades helení­sticas algo ya contenido, visto el contexto, en la fórmula aramaico-petrina («Esto es mi cuerpo», Mar 14:22; Mat 26:26), si se la considera más primitiva. En las palabras relativas al cáliz de la «sangre derramada por vosotros» (Lev 22:20; cf 1Co 11:25) o «por muchos» (según Mar 14:24, a quien Mat 26:28 añade: «para remisión de los pecados»), el sentido se hace aún más claro en la lí­nea del siervo sufriente.

En otras palabras: Jesús, pocas horas antes del sacrificio cruento del Calvario hacia el que tendí­a y en el que ahora ya estaba precipitándose, cumple una acción profética, o sea, anticipa y se compromete con gestos-palabras en la realidad que está a punto de aferrarlo, o se entrega voluntariamente en la cena de la que arranca todo el drama de la pasión: «Lo que estás haciendo, hazlo pronto» (Jua 13:28), dice al discí­pulo traidor, que sale de noche para concertar su entrega a los enemigos. Si todo esto después se incluye, como es opinión común, en el marco celebrativo de la cena pascual hebrea, cuando se consumí­a el cordero inmolado para la fiesta; o por lo menos, de modo más general (ya que la cuestión cronológica permanece abierta y sigue discutiéndose entre los especialistas), se hace coincidir la cena y la muerte de Jesús con las solemnidades pascuales -todos saben que éstas giraban en torno a la inmolación y comida del cordero, identificado por Pablo con Cristo mismo (1Co 5:7) y quizá también por Juan Bautista («He aquí­ el Cordero de Dios…», Jua 1:36)-, entonces el significado global de la primera eucaristí­a celebrada por Jesús y continuada después por mandato suyo («Haced esto en recuerdo mí­o», Luc 22:19) en las primeras comunidades cristianas no ofrece dudas.

Hablando en términos más modernos: la muerte real de Cristo en la cruz no tení­a en sí­ misma nada de litúrgico-ritual; pero en la última cena eligió él personalmente los signos y los ritos (llamados después sacramentales) bajo los que querí­a que se perpetuase lo que habí­a hecho en su gran hora, capacitando a los apóstoles para hacer otro tanto. Esto es lo que se quiere decir cuando se afirma que Jesús ha instituido el sacramento del cuerpo entregado y la sangre derramada, con el que ha establecido la nueva alianza en el amor, en lugar de la antigua, ya superada.

Si ésta es la verdadera interpretación de las cosas, tal y como la comunidad cristiana las ha comprendido desde el principio, parece más bien pobre la presentación de una teologí­a manualí­stica propia de un tiempo ya pasado, reflejada también en las fórmulas del viejo catecismo, que tras las controversias sobre la presencia real tendí­a toda ella a demostrar, a través del estudio analí­tico de las palabras de Jesús, ante todo la realidad del «verdadero cuerpo, sangre, alma y divinidad». En cambio, es esencial a la eucaristí­a, ya desde la primera intención de Jesús, no sólo la presencia fí­sica (por así­ decirlo) de su verdadero cuerpo, sino la dinámica de un cuerpo que se da y se sacrifica hasta derramar su sangre por nosotros. La eucaristí­a, en cuanto es sacramento (presencia real), no se puede tener sino dentrodel acto que celebra o ritualiza el sacrificio de Cristo, o sea, hace presente el gesto del siervo de Yavé, que se ofrece libremente como ví­ctima por sus hermanos.

Falta todaví­a un elemento para tener la fisonomí­a completa y auténtica de la eucaristí­a transmitida por las generaciones apostólicas. Parece un dato pací­fico que el mandamiento de Jesús de hacer lo que él habí­a hecho no fue cumplido por los apóstoles sino después de la pascua y la ascensión; mejor aún, después del enví­o del Espí­ritu Santo en pentecostés. Sin embargo, en aquel perí­odo los apóstoles habí­an tenido otros encuentros convivales con Jesús convertido en el Señor resucitado, y esto, señalan los historiadores, dejó huella en la eucaristí­a primitiva, que posteriormente influyó en toda la sucesiva evolución litúrgica.

Así­, la eucaristí­a cristiana, permaneciendo fiel a su primera forma originaria, no ha sido sentida y vivida solamente como repetición de la cena de despedida, toda ella envuelta en la atmósfera triste y trágica de aquella «noche en que Jesús fue traicionado» y que iniciaba su pasión, sino que también ha asumido los rasgos de la otra experiencia, inolvidable, convival, toda ella transida de gozo, cuando «los discí­pulos se llenaron de gozo viendo al Señor» (Jua 20:20). Por tanto, la presencia de Jesús, que se encuentra de nuevo entre los suyos en la celebración eucarí­stica, no es solamente la del que se ofrece en sacrificio, por amor, sino también la del que ha sido exaltado y ha recibido el «nombre que está sobre cualquier otro nombre» (Flp 2:9). En otras palabras: el Cristo de la eucaristí­a es el siervo sufriente que se ha convertido en el Kyrios.

Es muy diferente celebrar el gesto de amor de Jesús en la última cenadesde el lado de acá de la pascua (presencia del sacrificio-pasión en la misa, como en muchas exposiciones teológicas y espirituales del pasado), o celebrar el mismo acontecimiento desde el lado de allá de la pascua, esto es, cuando la muerte sacrificial se ha hecho victoriosa, ha desembocado en la gloria y, por tanto, ha ya resuelto de una vez por todas el problema de la salvación para todos. Esta es la eucaristí­a celebrada por los primeros cristianos y transmitida a todas las generaciones sucesivas como acontecimiento pascual completo. La sí­ntesis más breve y eficaz la tenemos en el binomio siervo-Kyrios, que expresa las dos caras del único acontecimiento salví­fico.

4. DE LA LITURGIA DE LA CENA JUDíA A LA CRISTIANA. Hasta ahora hemos prestado atención al contenido del gesto esencial llevado a cabo por Jesús en la institución eucarí­stica. Ahora debemos ampliar la mirada al marco litúrgico-ritual dentro del que ha insertado los elementos nuevos.

Prescindiendo siempre de la cuestión histórica sobre si se trató propiamente de la cena judí­a y cuándo la celebró Jesús con sus discí­pulos, el interés hacia el que apunta la investigación de los estudiosos de hoy es la individualización precisa del rito y de las oraciones de la mesa que se usaban en el judaí­smo contemporáneo, de las que Jesús debió servirse y que inspiraron después el género literario y la estructura fundamental de las anáforas u oraciones eucarí­sticas sucesivas. Esto no quiere decir que las composiciones cristianas siguieron a pie juntillas los formularios judí­os: Jesús mismo aportó novedades y cambios, siendo imitado después por las comunidades cristianas primitivas; pero ciertas lí­neascaracterí­sticas de la liturgia judí­a originaria se pueden todaví­a hoy reconocer y ofrecen útiles claves de lectura también para nuestros textos actuales.

Los intensos estudios sobre un terreno tan delicado (entre otras cosas por la escasez de documentos contemporáneos) están muy lejos de haber alcanzado conclusiones seguras y unánimemente compartidas; de todas formas, se pueden indicar dos posiciones que en los últimos tiempos se reparten el terreno. En torno a los años 1958-75 dominó la tesis de Audet’, que creí­a descubrir el género literario de la Berakah tanto bajo las oraciones judaicas en cuestión cuanto bajo las cristianas eucarí­sticas de las que tratamos. Considerando prácticamente -y también indebidamente, según los estudiosos más modernos- sinónimos los términos bendecir (hebreo, berek; griego, euloghein) y dar gracias (hebreo, hódah; griego, eucharistein), habí­a llegado a intuir esta estructura de base tripartita: una bendición (Berakah); la anamnesis o memorial de los mirabilia Dei; una bendición final en forma de inclusión o doxologí­a.

Estudios posteriores (de Ligier, Taller, Rouwhorst) consideran artificioso y mal documentado este hipotético género literario que formarí­a la base de nuestra eucaristí­a, y acuden de manera más general a las formas de oración de la mesa que con toda verosimilitud se usaban en tiempos de Jesús, y que en su conjunto comportan el siguiente desenvolvimiento ritual: I) bendición inicial (breve) con fracción y distribución del pan; II) comida; III) todo se concluí­a con una fórmula más amplia llamada en hebreo Birkat-ha-Mazon, que serí­a verdaderamente la base de nuestras oraciones eucarí­sticas.

Esta fórmula eucológica se articulaba en tres partes: I) una breve bendición («Bendito seas tú, Señor, que das alimento al mundo entero…»); II) una solemne acción de gracias (por el don de la tierra prometida, de la alianza, de la ley, de la vida y del alimento); III) una oración de súplica en forma de bendición, que expresa confianza en el Dios grande y bueno, que hoy, mañana y hasta la eternidad colmará de sus dones a Israel. La Birkat-ha-Mazon, en sí­ntesis, consta de un cuerpo central más largo, que desarrolla la acción de gracias, introducida por una breve bendición y terminada con una oración de intercesión.

Cómo y por qué etapas intermedias a partir de esta base (usada, según la hipótesis, por Jesús mismo) se ha formado nuestra anáfora eucarí­stica (que se acerca bastante a ella), es imposible determinarlo con toda precisión, dado el actual estado de los documentos. Parece que entre la segunda y tercera estrofa se han intercalado los elementos nuevos que corresponden a nuestro Sanctus (introducido más tarde, a cuanto parece) y a la trilogí­a central (en estrecha conexión recí­proca): narración de la institución eucarí­stica, anámnesis, epí­clesis. Más allá, sin embargo, de las referencias fragmentarias o alusiones eucarí­sticas que se pueden recoger de los más antiguos escritos cristianos (Didajé, Epí­stola de Clemente Romano, Justino, Tertuliano, Constituciones Apostólicas VII y VIII. Didascalia Apostolorum) o que deducimos de las primeras anáforas conocidas (la primera, la de la Tradición de Hipólito, ya perfectamente construida, se podrí­a decir, o la más particular de Addai y Mari, y sobre todo en los casos más evolucionados de la anáfora de Serapión o del canon romano), la primitiva oración de la mesa judí­a es reconocible sólo como palimpsesto, y no podemos construir un verdadero árbol genealógico de las fórmulas cristianas catalogadas después como oraciones eucarí­sticas.

5. NOMBRES DE LA EUCARISTíA. La riqueza y variedad de los nombres empleados para designar la eucaristí­a según los diversos tiempos y lugares indica una pluralidad de aspectos y su respectiva complejidad, que se deseaba expresar a través de esos nombres sin lograr evidentemente que éstos fueran considerados adecuados a las exigencias. A veces se refieren al contenido profundo del misterio celebrado; otras veces, en cambio, se toman de algún rito o signo más bien extrí­nseco.

El nombre más antiguo que aparece en el NT es el que usa Pablo: cena del Señor (1Co 11:20 y contexto), o bien fracción del pan (paralelamente al verbo partir el pan), que se halla en Lucas (1Co 24:35) y en Hechos (1Co 2:42.46; 1Co 20:7.11; 1Co 27:35). Antiquí­simo, pues se encuentra ya en la Didajé (c. 9-10.14), es el término tan significativo de eucaristí­a (acción de gracias y alabanza), que será posteriormente el más frecuente y extendido en Oriente y Occidente, como se puede ver en los más antiguos escritos tanto cristianos como gnósticos, y en los primeros documentos litúrgicos.

Muy común y antiguo es también el término ofrecer-ofrenda: oblatio en latí­n, prosphorá en griego, que entre los sirios pasará a ser kurbons, don. Anáfora, en cambio, designa directamente la parte central de la misa, aludiendo al formulario de la oración eucarí­stica. El dominicum (usado en Africa y Roma) podí­a indicar el rito eucarí­stico, el lugar de la reunión o el dí­a del Señor (domingo). Más genéricoes el término sacrum o sacrum facere, análogo al actio-agere (san Ambrosio) o agenda (más tardí­o), que expresa el cumplimiento de la acción sacra por excelencia, y que ha dejado huella en la liturgia romana hasta nuestros dí­as en el canon actionis («norma de actuación») o infra actionem, como se puede leer en el misal.

Algo semejante sucede en el griego con el vocablo leitourgia, que designa inicialmente el conjunto de las ceremonias públicas o la celebración del oficio divino; después, a partir del s. Ix, indica simplemente la misa. Con Cipriano y Agustí­n, especialmente, se afirma la terminologí­a de sacrificium, que, reasumida por el medievo, adquirirá tanta importancia dogmática para subrayar uno de los aspectos más esenciales de la misa.

Los demás términos se refieren no a la acción de los ministros, sino a la del pueblo, especialmente a sus reuniones, como el latino conecta (usado en Africa con este sentido más general), aunque sea más famoso su equivalente griego synáxis (pasado también a Occidente) para indicar la sagrada asamblea que se reúne a celebrar la eucaristí­a, y después la celebración misma. El acto de reunirse todos juntos para celebrar la eucaristí­a puede expresar muy bien la totalidad. En cambio parece extraño que en Occidente con el nombre missa (normalmente entendido como missio o dimissio) haya prevalecido el acto contrario, el despedir, aunque se le quiera considerar como un acto sacro acompañado de una bendición final. En pie queda el hecho de que el nombre misa entre nosotros se ha impuesto sobre todo, mientras que eucaristí­a, para los fieles de hoy, más que una actio sacra que ha de hacerse comunitariamente, evoca la presencia real del cuerpo de Cristo fuera de la misa: significativo empobrecimiento, reflejado también en la historia de los nombres.

6. FORMACIí“N DE LAS ORACIONES EUCARíSTICAS EN LAS DIFERENTES LITURGIAS. A través de los documentos más antiguos y de las primeras anáforas se intuyen cada vez más los elementos que formarán el esqueleto de la oración eucarí­stica clásica: bendición o acción de gracias, que cada vez tendrá más por objeto no sólo (o ya no) al Dios creador y salvador de Israel, sino la perfecta y definitiva redención llevada a cabo por Cristo.

Esta solemne acción de gracias, en principio, desemboca rápida y universalmente (pero todaví­a falta en la anáfora de Hipólito) en el canto del Sanctus. Sigue (tras alguna fórmula de unión) la narración de la institución (excepcionalmente ausente en algún caso, como en el texto de Addai y Mari); o bien, al menos en alguna tradición -como en el tipo alejandrino-, antes de ella aparece una invocación al Espí­ritu Santo (epí­clesis) para implorar de modo más general la santificación de las ofrendas (como en el caso citado de Addai y Mari), o, cada vez más directa y explí­citamente, para que el Espí­ritu actúe sobre el pan y el vino transformándolos en el cuerpo y sangre de Cristo.

Tras la narración de la cena, obedeciendo al mandamiento de Jesús, se hace memoria explí­cita o se celebra el memorial (anamnesis) no sólo de él o del jueves santo, sino de todo su -> misterio pascual de muerte y resurrección hasta su parusí­a, y entonces la iglesia está en condiciones de ofrecer el gran sacrificio de la nueva alianza, que puede recibir diversas denominaciones: desde la oblatio munda preanunciada por Malaquí­as (1,11) y ahora realizada en Cristo, a la oblación (o sacrificio) espiritual (oblatio rationabilis según el canon romano), que alude a la logiké thysí­a de san Pablo (Rom 12:1), o bien se puede llamar, con la terminologí­a de Heb 12:15, hostiam laudis (también con la variante de sacrificium laudis), siempre para expresar el sacrificio pascual del Señor, que implica no sólo ritos o ví­ctimas externas, sino, como ha sucedido en él, la donación-inmolación de sí­ mismo y de la propia vida concreta.

En este momento coloca la mayorí­a de las liturgias orientales la clásica epí­clesis (invocación al Espí­ritu Santo para la transformación de las especies sacramentales), atribuyéndole, sobre todo más tarde, en polémica con los latinos, valor propiamente consagratorio. El mismo Espí­ritu es invocado inmediatamente después, para que actúe sobre la comunidad eclesial celebrante, a fin de que en la participación de los santos misterios realice cada vez más su unidad con Cristo y entre los hermanos por el ví­nculo recí­proco, obteniendo el mayor fruto de gracia y santificación. El efecto objetivo sobre los dones, por tanto, y el fruto subjetivo en los participantes se pone en estrecha dependencia de la acción del Espí­ritu que se debe implorar. El canon romano, como se sabe, no hace una mención explí­cita del Espí­ritu Santo ni antes ni después de la consagración (laguna colmada en las nuevas oraciones eucarí­sticas posconciliares); pero tiene oraciones análogas, insistiendo especialmente en la idea de ofrenda del sacrificio, por lo que evoca como modelos los sacrificios de Abel, de Abrahán y de Melquisedec.

A continuación, en gran parte delas liturgias orientales imitadas por nuestras nuevas anáforas, vienen las intercesiones, mientras que el canon romano sitúa su memento un poco antes y un poco después de la narración de la institución. En cualquier caso, se ora por todas las intenciones de la iglesia y del mundo, especialmente por las intenciones de los oferentes, abarcando vivos y difundos, uniéndose también a la iglesia de los santos y bienaventurados que ya han alcanzado la meta celeste. La gran oración sacerdotal termina con una doxologí­a solemne (que vuelve a tomar el tono inicial de alabanza), y todo se sella con el Amén de la asamblea.

El estudio comparado de las -> plegarias eucarí­sticas en Oriente y en Occidente muestra la existencia de una gran riqueza y variedad (con alguna singularidad), que testifica el esfuerzo por traducir un mismo contenido a las diversas lenguas y culturas; pero a la vez presenta una admirable armoní­a de elementos esenciales en la estructura, los cuales, evidentemente, se remontan a un punto de partida preciso: la última cena, los banquetes pascuales con el Señor victorioso y, en el estrato más profundo, ciertos rasgos de la liturgia judí­a de la mesa.

7. LA CELEBRACIí“N EUCARíSTICA: LAS GRANDES ETAPAS DE SU EVOLUCIí“N HISTí“RICA. Limitándonos a las lí­neas más esenciales, recordemos que en la época más antigua la celebración tení­a un carácter preferentemente doméstico y familiar por lo exiguo de las asambleas participantes, por la unión de la eucaristí­a con la cena del agape (separadas muy pronto por motivo de los fáciles abusos que podí­an verificarse y de los que se queja ya san Pablo en 1Co 11:21-22) y por la ausencia de lugares públicos de culto propios de los cristianos, especialmente en época de persecución.

Esta simplicidad originaria, a medida que el cristianismo se difunde y aumenta el número de sus adeptos en los centros más importantes del mundo grecorromano (piénsese en Jerusalén, Antioquí­a, Alejandrí­a, Roma, Cartago, Milán, Lyon), experimenta nuevos desarrollos, entre otras cosas debido a la organización del clero en sus diferentes grados, y crea también, según las particulares situaciones culturales y locales, diversas tradiciones litúrgicas, que con el tiempo formarán las llamadas familias litúrgicas, con un patrimonio más o menos rico de ritos y formularios bien caracterizados.

Es interesante notar cómo en la primera descripción de la misa que poseemos fuera del NT, la de Justino (1 Apol. 67), hacia la mitad del s. II, vemos ya el esqueleto de nuestra misa con estos elementos: lectura de las memorias de los apóstoles; homilí­a del presidente de la celebración, seguida de una ora-oración de los fieles, concluida con el beso de la paz; ofrenda y gran oración eucarí­stica; comunión de los presentes (enviada también a los ausentes); recogida de limosnas para los pobres. Sobre una base tradicional común conocida por todos, cada iglesia local y cada presidente (entonces era normalmente el obispo) era libre de improvisar las fórmulas de oración «según su capacidad»; aunque, como es natural, los grandes centros y las grandes personalidades acabaron por imponerse y ser seguidos o imitados por las iglesias menores, las cuales adoptaron los formularios que parecí­an más adecuados para expresar tanto el dato recibido como la fe vivida en las comunidades particulares.

Limitándonos a la liturgia romana, carecemos de informaciones sobre su fisonomí­a primitiva: sabemos que se usó la lengua griega hasta el s. Hl; es totalmente oscuro el origen del canon romano (que hallamos citado a partir del s. mi con Ambrosio, por ejemplo), y que entre nosotros ha quedado como la única oración eucarí­stica hasta nuestros dí­as. El comienzo de la misa hasta el s. v lo constituí­an simplemente las lecturas: faltaba todaví­a nuestro rito de entrada, que se hizo solemne cuando el clero, numeroso ya, organizó un desfile procesional con cantos hacia el altar. Algo parecido sucedió con la presentación de las ofrendas u ofertorio, con el rito de la paz y de la comunión, y también, podrí­a decirse, con todo el conjunto de ritos y cánticos. Más aún, se considera que en el área occidental dominada por Roma fue precisamente la misa papal la que sirvió de modelo para todas las demás formas más reducidas de la celebración.

La época patrí­stica, así­ como llevó al florecimiento conocido de la teologí­a (ss. Iv-v), así­ también creó prácticamente el clásico fondo eucológico romano de las oraciones, concretado especialmente en las tres grandes colecciones de los sacramentarios llamados Veronense (o Leoniano), Gelasiano y Gregoriano. Análogamente se desarrolló el repertorio de cánticos (llamado antifonario), confiado a la schola cantorum.

Junto al -> domingo, el núcleo más primitivo, y al ciclo pascual (que empezó a organizarse desde el s. II: -> Triduo pascual), a partir del s. IV se perfila y crece el ciclo natalicio [-> Navidad/Epifaní­a], más el santoral [-> Santos, Culto de los], que se irá enriqueciendo progresivamente, y de este modo se forma el conjunto de fiestas y tiempos que llamamos -> año litúrgico. Naturalmente, también el ambiente y espacio de la celebración [-> Lugares de celebración] se irán ampliando en la basí­lica, con la gran aula para el pueblo y el presbiterio reservado al clero, sin I olvidar el altar y la cátedra para el obispo, el ambón y las vestiduras litúrgicas [-> Objetos litúrgicos/ Vestiduras], cada vez más caracterí­sticas e incluso suntuosas.

Con un lenguaje diferente del nuestro era pací­ficamente aceptada la fe en el verdadero cuerpo y sangre de Cristo recibidos en la eucaristí­a, y también en la realidad de su sacrificio actualizado mediante la celebración memorial de la iglesia, aunque hay escuelas y corrientes de pensamiento que acentúan más el realismo, como en la lí­nea antioquena o en san Ambrosio, mientras que en otros lugares se tiende más hacia el simbolismo (como en la escuela alejandrina y, bajo ciertos aspectos, también en san Agustí­n), hasta llegar a crear algunas dificultades de interpretación, especialmente más tarde, cuando se tenderá a contraponer erróneamente sí­mbolo y realidad.

En resumen, la celebración eucarí­stica se fue asemejando cada vez más a un drama sacro, distribuido entre diversos actores con papeles bien precisos e incluso con libros distintos: el sacramentario del celebrante, el leccionario (posteriormente subdividido en evangeliario y epistolario) para el diácono y subdiácono, el antifonario para los cantores, mientras que el pueblo no necesitaba ningún libro especial para las respuestas y ciertos cánticos del ordinario: Kyrie, Sanctus, etcétera.

El medievo no osó tocar esta estructura esencial de la misa; pero, como no lograba ya entender el carácter unitario de la oración eucarí­stica, por ejemplo, fragmentó el texto en múltiples partes u oraciones sucesivas, que concluí­an con el Per Christum Dominum nostrum. Amen (añadiéndoles además numerosas señales de la cruz y genuflexiones en diversos puntos). Así­ pues, el medievo no tuvo la fuerza creadora de la época antigua, por lo cual se limitó a utilizar el rico tesoro de oraciones heredado del pasado, salvo alguna que otra creación; en cambio se desfogó de otros modos, introduciendo, por ejemplo, varias oraciones privadas del sacerdote o de los ministros, componiendo otros tipos de textos litúrgicos (o paralitúrgicos) como himnos, secuencias y tropos, añadidos o intercalados dentro de otros cantos tradicionales.

Más grave es el hecho de que el pueblo se fue encontrando marginado de la celebración activa por varias razones: porque no podí­a ya entender el latí­n; porque el clero, muy numeroso y con una nueva mentalidad eclesiológica, comenzó a monopolizar casi todas las partes y los cánticos de la asamblea, e incluso las respuestas más simples acabaron poco a poco por reservarse sólo al ministro, ante la inercia y mutismo casi total del pueblo: éste, como mucho, se dedicó a sus oraciones y devociones privadas, que a veces no tení­an nada que ver con el sentido y desenvolvimiento de la misa.

Cuando posteriormente en las órdenes monásticas, y a continuación con el crecimiento de las nuevas filas de los mendicantes, se multiplicó el número de los sacerdotes, éstos en sus conventos comenzaron a celebrar la misa por devoción personal (incluso varias veces en el mismo dí­a, sacando así­ mayor beneficio de las limosnas); de este modo la misa ya no podí­aser -como lo habí­a sido hasta entonces- un acto comunitario, pues faltaba el pueblo y los ministros adecuados. En la práctica, el sacerdote vino a absorber y desempeñar, él solo, las partes de todos los otros actores, confeccionándose también el libro que lo contení­a todo junto, y que se llamó Misal plenario. Lo peor fue que esta forma de celebración, comprensible para la devoción privada, sin dar= se cuenta fue considerada casi la misa-tipo, llevándola tal cual ante la comunidad cristiana reunida en asamblea. Se llegará así­ a la plena clericalización de la liturgia, con una misa celebrada para el pueblo y ante el pueblo, presente ahora como espectador solamente, sin ninguna participación activa en el rito mismo. Si los laicos ejercí­an alguna función en la celebración (como los cantores en la schola), era sólo por delegación del clero, considerado como el único capaz de cumplir a fondo los ritos y actos litúrgicos (y esto hasta el Vat. II).

Por otra parte, las conocidas controversias medievales sobre la presencia real (en el s. ix) y las sucesivas profundizaciones de la escolástica con resultados apreciables por lo que respecta a la clarificación y refuerzo de la fe–desviaron la atención hacia otros aspectos que en cierta medida influyeron como fuerza centrí­fuga sobre el núcleo esencial del sacrificio-memorial y favorecieron una concepción demasiado fixista, estática y cosificada del cuerpo y la sangre del Señor.

Mientras tanto, la comunión se habí­a hecho cada vez más rara (incluso en los ambientes piadosos), y ya no era el acto normal de toda la familia cristiana de los bautizados reunida alrededor de la mesa común para participar en el sacrificio de la nueva alianza y construirasí­ su unidad en Cristo. La comunión se transformó también en un acto de devoción privada, y con frecuencia tení­a lugar fuera de la celebración de la misa, con el acento puesto en la adoración de la presencia real. Por eso se la recibe de rodillas y directamente en la boca, en general bajo una sola especie.

El concilio de Trento no aportó novedades de relieve en este sector, sino que, frente a la oleada de los reformadores protestantes que amenazaba con desbaratar todo el edificio tradicional (aunque también poní­a en evidencia alguno de sus lados débiles, hoy abandonados), se limitó a defender, repetir y reforzar los datos adquiridos de la doctrina y praxis católica. Así­, contra el excesivo subjetivismo y simbolismo de una determinada interpretación protestante, el Tridentino reafirmó el aspecto ontológico-metafí­sico de la auténtica presencia real, qúe se prolonga más allá de la celebración del santo sacrificio, el cual, por otra parte, bajo otros signos, es considerado idéntico al de la cruz. Contra el intento de reapropiación de la eucaristí­a por la comunidad cristiana, por el que se habí­a llegado a negar incluso el sacerdocio jerárquico, el concilio se preocupó por salvar este elemento irrenunciable, pero acabó por perpetuar y acentuar las distancias entre clero y pueblo. Con la sucesiva reforma de san Pí­o V (el misal que lleva su nombre tiene la fecha de 1570) se llegó, por primera vez en Occidente, a una casi total y rí­gida uniformidad ritual, que sin duda recogió y conservó muchas riquezas del pasado, pero bajo la cubierta de hierro de un rubricismo minucioso y excesivo, dependiendo absolutamente y también exclusivamente (incluso para los – alejados paí­ses de misión) de la autoridad central romana.

En la época postridentina se levantó de vez en cuando alguna voz (Muratori, sí­nodo de Pistoia, Rosmini) para modificar o intentar una reforma que saliese al encuentro de las exigencias pastorales del pueblo (en la lengua litúrgica, es una participación más activa); pero sólo el trabajo paciente y de amplias miras del -> Movimiento litúrgico preparó inmediatamente el terreno a la renovación del Vat. II. Así­, primero se redescubrieron los tesoros de la liturgia antigua (Guéranger), después se establecieron las bases teológicas y se empezó a impulsar concretamente una participación más activa de la comunidad cristiana (Beauduin, Guardini, Parsch); finalmente, con el retorno general a las fuentes bí­blico-patrí­stico-litúrgicas, se clarificaron cada vez más algunos conceptos clave, que renovaron la teorí­a y la praxis más allá de la sí­ntesis escolástico-tridentina y de las controversias interconfesionales sucesivas.

Así­ resurgió la amplia noción de mysterium [-> Misterio], por el que el acontecimiento histórico-salví­fico de Cristo se puede reactualizar bajo la envoltura de los signos sacramentales (Casel); análogamente se redescubrió la importante categorí­a bí­blica de.-> memorial (o de celebración memorial), que ha contribuido recientemente a aproximar las posiciones protestante y católica acerca de la realidad sacrificial de la misa; es también importante la recuperación de la expresión pueblo de Dios todo él sacerdotal, profético y real, aunque esté (para los católicos) estructurado jerárquicamente bajo la guí­a de los pastores, pero en sí­ mismo única comunidad capaz de efectuar actos litúrgicos cada uno a su nivel– ya en virtud de su bautismo, y no por delegación jurí­dica o por benigna concesión de nadie (SC 14), como reconoce la primera lí­nea de la Ordenación General del Misal Romano de Pablo VI, presentando globalmente «la celebración de la misa, como acción de Cristo y del pueblo de Dios ordenado jerárquicamente» (n. 1).

Falsamente en nuestros dí­as, quizá por ignorancia histórica o pobreza de espí­ritu, este misal ha sido contrapuesto al de san Pí­o V. En el nuevo rito no se contradice ninguna verdad fundamental; sólo que el conjunto ahora se mueve dentro de una visión más amplia -sacramental y eclesiológica–, que forma parte con todo derecho de la tradición católica que se remonta al NT y al pensamiento teológico de la época patrí­stica y de la praxis litúrgica anterior a la sistematización medieval escolástica; la cual, si fue benemérita en algunos aspectos, se puede considerar deficiente y reductiva en otros (como sucede frecuentemente en toda sí­ntesis). Por eso ha hecho bien el nuevo Misal Romano, a impulsos del Vat. II, no encerrándose en el horizonte limitado de algunos siglos de historia, sino abriéndose en los lí­mites de lo posible a todas las riquezas de una tradición bimilenaria y a los preciosos tesoros custodiados también por otras iglesias hermanas, especialmente en Oriente.

II. La celebración de la misa: dinámica y significados
1. LA COMUNIDAD QUE SE REUNE (ASAMBLEA Y RITO DE ENTRADA). La iglesia es, por su mismo nombre, la comunidad de los reunidos; pero dentro de la gran convocación de la fe completada por la incorporación bautismal en Cristo hay otras convocaciones más particulares, como la eucarí­stica. Así­, la iglesia no se nos presenta sólo como una estructura realizada de una vez para siempre, sino también como un acontecimiento que se realiza constantemente.

Para llevar a cabo la eucaristí­a se necesita la iglesia (a la que Jesús ha confiado su don) y es necesario hacer iglesia junto con los hermanos, bajo la presidencia de un sacerdote-pastor que representa a Cristo en medio de nosotros. Esta es la razón del convenire in unum, del que ya habla san Pablo (1 Cor 1I,18ss), y de la descripción de Justino cuando se conduce al neo-bautizado a la asamblea de los fieles, o bien cuando el domingo los fieles se reúnen desde los diferentes lugares de la ciudad y del campo en un mismo lugar (1 Apol. 65-67) para celebrar la eucaristí­a. En realidad, todaví­a hoy, en el dí­a del Señor resucitado, los cristianos se reconocen iglesia y quieren hacer iglesia, saliendo del cí­rculo estrecho de las personas y de las actividades habituales para reunirse con la gran familia de Dios.

La misa dominical, por tanto, no es solamente un precepto jurí­dico que hay que satisfacer o una tradición respetable del propio ambiente; nunca es un acto autónomo; si se la entiende bien, es siempre una adhesión nueva y libre (en fe) a la convocación (expresada a veces incluso por un signo como las campanas) que es al mismo tiempo eclesial y eucarí­stica. Incluso más allá de la obligación jurí­dica y de la rutina, el cristiano iluminado sabe que es fiesta en esa pascua semanal, y desea hacer fiesta con los hermanos. El encuentro con el Señor resucitado se goza no aislándose o poniendo entre paréntesis a los hermanos, sino ante todo haciendo con ellos iglesia-comunidad.

El cristiano que ha entrado en este orden de ideas teme incluso que la propia ausencia (injustificada) pueda «empequeñecer el cuerpo de Cristo [= la iglesia]» (Didascalia Apostolorum II, 59,1-2), o sea, disminuir la fiesta y la comunión fraterna, y por tanto debilitar también la fuerza testimonial de la celebración de la pascua del Señor. Así­ pues, el reunirse para la eucaristí­a no es algo marginal o una simple promesa de lo que se hará después, sino que afecta ya a la naturaleza intrí­nseca de la iglesia y del misterio eucarí­stico, aunque de momento nos encontremos en la primera vertiente del itinerario. Por algo ya desde los orí­genes fueron intercambiables las expresiones cuerpo de Cristo y koinonia-comunión con el doble sentido eclesial y eucarí­stico. Se trata de realidades inseparables, en perfecta continuidad entre sí­: se puede hacer eucaristí­a sólo allí­ donde hay una iglesia legí­timamente reunida; y, viceversa, es imposible no construir el cuerpo de la iglesia allí­ donde se celebra y se recibe el verdadero cuerpo de Cristo.

Por este camino se llega a superar una cierta concepción de la iglesia en perspectiva solamente universalista, como era frecuente en nuestra teologí­a occidental, en perjuicio de las iglesias locales que realizan y actualizan la iglesia universal en un determinado lugar y tiempo, dando así­ corporeidad y concreción a lo que, de otro modo, podrí­a quedar en una idea vaga y abstracta. Naturalmente, las iglesias locales eucarí­sticas son auténticas y legí­timas sólo si están abiertas a las demás, hasta formar juntas la única iglesia de Cristo, también bajo la guí­a (para quien es católico) del sucesor de Pedro. Así­ la comunidad eucarí­stica particular sigue siendo algo concreto, pero al mismo tiempo se abre a todas las demás dimensiones, incluida la misionera, como veremos.

De aquí­ se siguen dos consecuencias prácticas. Por una parte, la asamblea eucarí­stica deberí­a convertirse en algo así­ como una epifaní­a-evidenciación de lo que es la iglesia cuando sabe poner en movimiento y revalorizar para el bien común todos los carismas y ministerios presentes en la comunidad, sin excluir los talentos naturales (necesarios, por ejemplo, para un buen lector, cantor u organista). Desempeñando cada uno el propio papel y haciendo «todo y sólo aquello que le corresponde» (cf OGMR 58) -empezando por el celebrante, que preside y dirige la acción común, pero no impone sus gestos ni sus opciones, sino que se deja ayudar y aconsejar por sus colaboradores y por el mismo pueblo en lo que a él respecta (OGMR 73; 313)- no será difí­cil conseguir la fisonomí­a especí­fica y la perfecta armoní­a entre sacerdocio jerárquico y sacerdocio bautismal, así­ como también desarrollar, entre los datos propuestos por el rito y acogidos con sincero respeto, las capacidades creativas que surjan en la comunidad o en los diferentes actores de la celebración.

La otra consecuencia está en saber traducir la rica teologí­a de la comunidad que se reúne en asamblea eucarí­stica en signos y gestos, o sea, en expresiones y experiencia concreta para todos los presentes. En la raí­z de esto se halla ciertamente la fe con que se acepta la convocación y se va al encuentro de los hermanos, con el corazón y el traje de fiesta. Por eso es muy apropiado un gesto de acogida fraterna en el umbral mismo del edificio sacro, completado por la mejor distribución de la asamblea dentro del aula y en relación al altar, que es el eje de toda la celebración (lo cual recuerda la importancia de los signos arquitectónicos y litúrgicos en toda subelleza y relativa funcionalidad: -> Arquitectura; -> Arte).

Para comenzar bien, cuando ya está todo preparado (también las personas que desempeñarán una parte activa), tenemos el consiguiente rito de entrada, que, aun no siendo una de las estructuras más importantes de la misa ni remontándose a sus orí­genes, ofrece de todas formas buenas posibilidades a una inteligente utilización.

«Cuando se ha reunido el pueblo», como dice el nuevo rito de la misa, se efectúa la primera procesión de entrada del sacerdote y de los ministros, acompañada del canto, que aquí­ reviste una importancia del todo particular, tanto para animar a la asamblea presente (que por primera vez se expresa en común), cuanto para ofrecer la clave -cuando texto y música son verdaderamente adecuados- que introduce en el sentido de la fiesta o del tiempo litúrgico correspondiente. Al llegar a la sede, el celebrante saluda al pueblo (incluso prescindiendo de las fórmulas que se sugieren) para crear el clima adecuado al momento y a la situación concreta que se están viviendo.

Sigue una breve pausa de silencio para una toma interior de conciencia ante Dios de nuestros pecados y de la solidaridad que nos une a los pecados de nuestros hermanos y de todo el mundo. De aquí­ se deriva la comunitaria y recí­proca confesión de culpas con la petición de la misericordia divina, expresada eventualmente con un canto litánico (Kyrie o algo semejante), que en los domingos ordinarios y en las fiestas se completa con un himno de alabanza (Gloria), como anuncio casi de la gran alabanza-eucaristí­a que poco después resonará en el centro de la misa. La comunidad reunida está compuesta de pecadores, pero perdonados, reconciliados en Cristo, que sienten ya la alegrí­a de la salvación tras el humilde reconocimiento de su verdad existencial.

El rito de entrada se cierra con la oración presidencial o colecta, en la que el sacerdote se hace intérprete de todos, presentando a Dios deseos y sentimientos comunes, casi siempre relacionados con la fiesta o misterio que se celebra. Es una de las tres grandes oraciones sacerdotales que, como firmes columnas de apoyo (al principio, a mitad y al final), sostienen, con la oración eucarí­stica, el edificio o el dinamismo de la celebración. Formuladas frecuentemente en el estilo clásico, conciso y eficaz de la -> eucologí­a romana (especialmente la colecta), a veces son verdaderas joyas, que con pocos trazos sintetizan el sentido de la fiesta o el mensaje central que se encierra en las lecturas, casi abriendo los ánimos a acoger la palabra que va a resonar.

2. COMUNIDAD QUE ESCUCHA (LITURGIA DE LA PALABRA). Tras la reunión y la primera puesta en marcha de la comunidad celebrante, que en el rito de entrada ya ha revelado su fisonomí­a y sus componentes, con las diferentes intervenciones del sacerdote, de los ministros, de los cantores y del pueblo, ahora la liturgia de la palabra constituye el primer gran polo que forma el armazón de la misa junto con el otro polo esencial: la liturgia sacrificial (del ofertorio en adelante).

Cuando toda la asamblea se sienta y entre el -> silencio religioso de todos se proclama la palabra del Señor, se produce algo así­ como la visibilización de la iglesia en cuanto comunidad a la escucha, que es una de sus notas fundamentales. Sabemos que la misa antigua empezaba precisamente por este momento caracterí­stico, que expresa lo esencial de la religión bí­blico-cristiana en cuanto no inventada o construida a partir del esfuerzo y de la investigación del hombre -que desde abajo intentarí­a entrar en comunión con Dios-, sino todo lo contrario: Dios ha tomado la iniciativa, Dios ha abierto el diálogo dirigiéndose a su pueblo; en fin, Dios «nos ha amado a nosotros» (cf 1Jn 4:10) y se nos adelanta siempre.

Ciertamente, Dios, al revelarse, pretende establecer una relación con todos los hombres de ayer, de hoy y de siempre; pero muchos no han conocido todaví­a este don, de modo que la iglesia es la porción de humanidad que, por la misericordia y benevolencia divinas, ha sido alcanzada y convocada por esta palabra; y por eso, con fe, se pone a la escucha, se abre al diálogo, se deja interpelar y cuestionar cuando es necesario. Se trata de un momento sumamente importante no sólo en el desenvolvimiento del rito, sino en todo el arco de la historia de salvación, siempre en acto también para nosotros: aquella palabra revelada de hecho hace tantos siglos por boca del profeta, de Jesús o de san Pablo, en la intención del Espí­ritu Santo, autor principal, se dirigí­a desde el principio también a esta comunidad de oyentes; pero solamente ahora, al entrar en contacto con estos fieles, esa palabra espera una respuesta de ellos, está en condición de encarnarse en cada uno de ellos, en sus vidas. En cierto sentido, se puede decir que el designio de Dios no está completo, no alcanza la finalidad que se habí­a propuesto desde el principio hasta que la comunidad de hoy y los fieles particulares no han dado la respuesta, única e irrepetible, que corresponde a cada uno según la llamada y la medida de los dones recibidos.

Es muy importante, pues, que en la celebración concreta este momento se cuide con mucha atención en todos los aspectos: desde la proclamación, que (incluso técnicamente) ha de ser perceptible para todos, a la dicción clara y reposada, al modo o arte de leer, que puede ayudar en buena medida a la comprensión del texto (y esto supone no una improvisación, sino una preparación próxima y remota del lector que tenga ciertas dotes naturales), hasta, por fin, el recogimiento profundo de toda la asamblea, en la convicción de que Cristo en persona está hablando a su pueblo (cf SC 33). También merece atención el salmo responsorial, que normalmente deberí­a ser cantado (entre solista y comunidad), como el eco lí­rico a la interpelación divina, y la aclamación del aleluya antes del evangelio, que hace resaltar este momento como la culminación de la liturgia Verbi, tras la tradicional lectio prophetica (del AT) y la lectio apostolica (generalmente de san Pablo).

Es como vivir constantemente en sí­ntesis la historia de la salvación, en la que todos estamos comprometidos hasta su ápice (Cristo), cuando el mismo Dios se hace palabra para nosotros. La bella costumbre litúrgica de acompañar la lectura del evangelio con velas e incienso sigue siendo oportuna, como signo que educa al pueblo de Dios a percibir la solemnidad y eficacia de ese momento en que todos estamos a punto de entrar en contacto con Cristo, luz y palabra definitiva del Padre dirigida a nosotros.

Es difí­cil exagerar la importancia del momento en que, precisamente en la eucaristí­a, se acoge la palabra de Dios, por la estrecha conexión entre los dos dones tantas veces subrayada por los padres: Cesáreo de Aries, haciéndose eco de san Agustí­n, no teme afirmar que la «palabra de Cristo no es menos que el cuerpo de Cristo» (Sermo 78,2); y san Ambrosio ya habí­a dicho que se bebe el Cristo del cáliz de la Escritura como del cáliz eucarí­stico (Enarr. in Sal 1:33). Más común y frecuente es la recomendación de los padres, tanto en Oriente como en Occidente, de no dejar perderse ninguna de las palabras divinas escuchadas, así­ como al recibir en la mano (según la costumbre de entonces) el cuerpo de Cristo se debe poner atención en no dejar caer al suelo ninguna partí­cula del pan consagrado. Semejante es el clásico discurso del doble banquete preparado (mensa Verbi et mensa sacramenti), que ha pasado de la predicación patrí­stica a la Imitación de Cristo (IV, 11) y al Vat. II (SC 51; DV 21).

Se atribuye particular eficacia a la palabra de Dios ante todo por el hecho de que es proclamada dentro de la celebración misma del misterio de Cristo; más aún, es una parte integrante del mismo, hasta formar «un solo acto de culto» con el otro polo de la liturgia sacrificial propiamente dicha (SC 56). Estamos bien lejos, como se ve, de un clima escolástico donde se aprenden nociones, o también de una lección catequí­stica más laudable: per Verbum el sacramentum se hace presente (y ejerce su influjo) el mismo acontecimiento salví­fico de Cristo. Por eso los padres no temí­an comparar de alguna manera las dos componentes de la celebración.

Otro aspecto de la liturgia de la palabra en la misa merece subrayarse, y es el hecho de que aquí­ la escucha no tiene lugar aisladamente, sino en el momento preciso en que se hace iglesia con los demás hermanos. Un hombre como san Gregorio Magno, apasionado lector y comentador de la Escritura, llegaa confesar de sí­ mismo que con frecuencia, leyendo y releyendo un texto cuyo ,sentido no habí­a logrado descubrir, «situado ante los hermanos, lo he comprendido» (In Ez. 1. II, Hom. II, 1). No extraña que el tesoro de la palabra de Dios, entregado a la iglesia comunidad, tenga aquí­ su locus proprius para su auténtica lectura y comprensión, tanto si nos referimos a la gran iglesia como a la legí­tima comunidad reunida, especialmente para revivir la totalidad del misterio de Cristo.

Desde este punto de vista aparece claro que la liturgia de la palabra no se debe considerar sólo como un preludio o preámbulo de la celebración propiamente sacramental, sino que es ya comunión con el Verbo (en la fe y en la adhesión amorosa), tan eficaz y necesaria como la otra comunión, según la mente de los padres. Orí­genes no se equivocaba cuando insistí­a en la necesidad de comer el Verbo bajo la especie de la palabra, y llegar por este camino a la manducación perfecta, también sacramental, del cuerpo y sangre de Cristo: es como decir que una comunión introduce en la otra.

E introduce también, se podrí­a añadir, en el sentido y contenido propiamente sacrificial de la misa; porque si tenemos en nosotros el auditus fidei (cf Gál 3:2-5), se engendra también la oboedientia fidei (cf Rom 1:5); o sea, la comunión con la palabra nos pone en la actitud de aquel que se ofreció en sacrificio haciéndose obediente hasta la muerte de cruz (cf Flp 2:8), o, con otras palabras, nos hace entrar «en los mismos sentimientos que tuvo Cristo» (ib,Flp 2:5), el siervo que se entrega totalmente en don por los hermanos.

Sobre este trasfondo se puede comprender también la función de la homilí­a, acto propiamente litúrgico, puesto que no se limita a ilustrar el mensaje objetivo de las lecturas como en una lección exegética o catequí­stica, sino que debe provocar a la comunidad que escucha a llegar hasta el fondo en las exigencias de la fe, de la conversión, del seguimiento de Cristo cueste lo que cueste, incluso llevando tras él la cruz, o entregándose como él en una donación de amor. La comunidad en el Credo expresa como en un gran amén su adhesión de fe a todas las grandes obras de Dios y al mensaje de su palabra. Como conclusión, antes de pasar a la segunda parte de la misa, la comunidad de la escucha y de la fe única, confesada juntos, se hace comunidad orante con la «oración de los fieles» por todas las necesidades propias, de los hermanos y del mundo entero.

3. COMUNIDAD CONVIVAL (OFERTORIO). Con el ofertorio se entra en la parte estrictamente sacramental de la misa, donde cambia completamente el escenario (aunque anteriormente hemos subrayado su profunda continuidad): el sacerdote con los ministros y todo el centro de interés se trasladan ahora de la sede de la liturgia de la palabra y del ambón a la mesa del altar (traslado de un polo al otro de la celebración que se deberí­a poner realmente en evidencia).

Los nuevos elementos que entran en juego exigen claramente una comunidad convival: se ve una mesa-altar, que es preparada (ahora, y no antes) con pan, vino y los respectivos vasos sagrados y manteles. Por sí­ mismo el significado original de esta primera etapa, que se llama ofertorio, se reduce a bien poco: a llevar y colocar sobre la mesa la materia que sirve para el sacrificio y el banquete. Bastarí­a con pronunciar sobre las ofrendas la consiguiente «oración sobre las ofrendas» (la segunda de las tres grandes oraciones presidenciales) para que el ofertorio fuese perfecto; más aún, estarí­a dentro de sus justos lí­mites, expresando lo que es esencial a su función, sin añadiduras que pueden crear malentendidos a los fieles y, especialmente, ir en perjuicio del gran offerimus central, que no se encuentra en este punto de la celebración, sino después de la consagración, cuando la iglesia tiene en sus manos, para confiarla al Padre, la Ví­ctima de valor infinito. El desarrollo del rito del ofertorio, por tanto, aun conteniendo elementos que pueden ser positivos si se los entiende bien, corre siempre el riesgo de oscurecerle al pueblo la percepción de la verdadera ofrenda esencial de la misa. La reforma litúrgica que ha seguido el Vat. II ha intentado simplificar y reducir esta parte para concentrar la atención en las cosas más importantes, pero no lo ha logrado plenamente por la oposición que ha encontrado a ello.

De todas formas, la simple preparación y disposición en el altar de la materia del sacrificio ha llevado, con el paso del tiempo, a varios desarrollos interesantes: de la solemne procesión del ofertorio (acompañada del canto correspondiente), en la que los fieles mismos o algunos representantes suyos llevaban el pan y el vino al celebrante, uniéndose con frecuencia otras ofrendas para los pobres o para la iglesia (de esto ha quedado una huella en la limosna que tradicionalmente se recoge en este momento), a la atención dirigida hacia la materia del pan y del vino, que ha conducido a notables profundizaciones (desde san Ireneo, defensor de la bondad de la materia frente a los gnósticos). Evidentemente, la elección del pan y del vino proviene de la cena misma de Jesús; pero no se trata de -> elementos puramente naturales, porque están cargados de una larga historia religiosa, tanto universal (especialmente si se recuerdan los banquetes sagrados o los convites para expresar o sellar relaciones humanas de amistad o pactos de alianza) cuanto en relación con la historia de Israel: baste mencionar aquí­ la ofrenda de pan y vino de Melquisedec.

Si originalmente quizá el binomio pan-vino en el área mediterránea indicaba la totalidad de una comunión convival y, en el caso de Cristo, la totalidad de una vida (cuerpo y sangre) consumada y ofrecida por amor, la tradición cristiana desde la Didajé ha querido ver en él el misterio de unidad simbolizado por el pan formado por muchos granos de trigo y por el vino de muchas uvas. La sensibilidad moderna, por su parte, tiende a subrayar otro aspecto, que puede integrarse en la sí­ntesis eucarí­stica: cada trozo de pan (como cada trago de vino) no es fruto solamente de la tierra y de la naturaleza, sino del trabajo e inteligencia del hombre, que supone la colaboración de muchos desde el trabajo del campo al pan ya preparado sobre la mesa.

Este aspecto encuentra hoy un eco en la oración sobre el pan y sobre el vino («Bendito seas, Señor…»), inspirada claramente en la antigua bendición judí­a, que también Jesús debió usar. Además, el colocarnos a nosotros mismos en la oferta del cáliz puede ponerse en relación con el breve rito de echar en el vino algunas gotas de agua, gesto en el que ya san Cipriano veí­a la ofrenda de la comunidad, inseparable de la ofrenda de la sangre de Cristo (Efe 63:13). Los otros signos del actual ofertorio, o son secundarí­os (como el lavarse las manos para expresar todaví­a la necesidad de purificación), o bien, insistiendo excesivamente en la idea de ofrenda, corren el riesgo de quitar importancia a la clásica oratio super oblata, o más aún a la verdadera ofrenda central expresada en la anáfora. La base cósmica y humana del ofertorio es positiva y queda como punto de partida que insinúa levemente un gesto de oferta a la espera de desarrollos muy diversos.

4. COMUNIDAD QUE DA GRACIAS (ORACIí“N EUCARíSTICA). a) … proclamando las obras de Dios. Si antes se hizo alguna alusión, ahora la dinámica celebrativa entra en el corazón de la eucaristí­a cuando, en un tono lí­rico y solemne, invita, mediante un diálogo vibrante (y antiquí­simo) a la asamblea a subir a las cumbres (por así­ decirlo) de la participación interior y exterior —«verdaderamente es justo y necesario, es nuestro deber y salvación»- para cantar un himno de alabanza a Dios reconociendo todas las maravillas que ha hecho con nosotros. La primera parte de este solo del celebrante se llama praefatio (originalmente, parece, no tanto un decir antes cuanto un decir ante, como dirigiendo una llamada a alguien); pero la invitación paulatinamente se ensancha, afectando a ángeles y santos, al universo entero, formando como un inmenso coro, que canta la gloria de Dios con el triple Sanctus.

En la liturgia latina la proclamación de las magnalia Dei a veces toma una forma bastante sintética (como en la anáfora II), y en los prefacios de las diversas fiestas se concentra con frecuencia en el misterio que se celebra ese dí­a; pero en otros casos (como en la anáfora IV), entre el prefacio y el Vere Sanctus (fórmula de unión que vadel trisagio a la narración de la institución eucarí­stica), el tema se abre a todo el horizonte de la historia salví­fica, que culmina en la pascua de Cristo y en el don de su Espí­ritu. Pero el centro, la nota dominante es siempre una sola: la necesidad incontenible de dar gracias a Dios por todo lo que ha hecho en Cristo por nuestra salvación. Está claro que incluso a nivel pastoral y litúrgico resulta pobre y desfasada una celebración que no eduque ni sepa hacer participar a la asamblea en esta alegre gratitud propia de los que han sido salvados (por lo menos con el canto del Sanctus).

b) … celebrando el memorial de la pascua del Señor. La clave que explica por qué la oración eucarí­stica se ha convertido en una proclamación de alabanza-agradecimiento está en la relación intrí­nseca, ya indicada más arriba, que une la eucaristí­a con la pascua del Señor. Sin embargo, aquí­, en el centro de la celebración, no se trata solamente de expresar un sentimiento de gozo por las maravillas realizadas por Jesús en el pasado. Por orden suya, narrando y repitiendo palabras y gestos suyos en la última cena, nosotros hacemos memoria (no sólo psicológica o mental) o (en lenguaje bí­blico-litúrgico) celebramos el memorial, que quiere decir: representamos/ reactualizamos lo que en la cena él quiso realizar y expresar en í­ntima conexión con la ofrenda sacrificial cruenta que iba a consumar dentro de pocas horas sobre el Calvario.

De todas formas, ya sabemos que nuestra misa contiene el sacrificio de Cristo en el sentido juanista de la exaltación en cruz, cuando el Hijo del hombre «atraerá a todos hacia sí­» (cf Jua 12:32), allí­ donde su muerte no se ve separada de sus frutos y la humillación del Hijo obediente hasta la muerte ha sido infinitamente agradable al Padre mereciendo la glorificación pascual. Se trata, por tanto, de una muerte vista ya como victoriosa, o de una «beata pasión», como se expresa el canon romano, que la liturgia ha cantado de varias maneras, tendentes todas ellas a expresar con fuerza la misma sí­ntesis (cf Regnavit a ligno Deus! o los dos himnos triunfales de la pasión: Vexilla Regis prodeunt o Pange, lingua, gloriosi proelium certaminis). De aquí­ el tono eucarí­stico (no doloroso) con que se celebra en la iglesia el sacrificio sacramental, que bajo los signos de la cena reactualiza siempre el único sacrificio de la cruz.

El cuerpo representado por el pan es verdaderamente para nosotros «el cuerpo entregado y roto», que ha sido ofrecido de una vez por todas en el Calvario, y la sangre es verdaderamente la que fue derramada entonces para la redención del mundo; pero ahora consummatum est (Jua 19:30), todo se ha cumplido; el acto definitivo de toda la historia de la salvación en su antes y su después, ya ha tenido lugar y se ha asegurado el final positivo, vayan como vayan (en la apariencia que nosotros vemos) los avatares humanos. Por la celebración memorial y real tenemos en nuestras manos «el pan de vida y el cáliz de salvación» (canon romano), que son más fuertes que cualquier otro acontecimiento histórico. Por la inseparabilidad del binomio muerte-resurrección no puede celebrarse sacramentalmente la una sin la otra. Será como mucho, a lo largo del año litúrgico, una cuestión de acentos, según se trate del tiempo de la pasión o del tiempo pascual; pero cada eucaristí­a es pascua. Y si la iglesia concentra en dos dí­as (únicos en todo el año)toda su atención únicamente en Cristo crucificado (viernes santo) o sepultado (sábado santo), en esos dos dí­as prefiere no renovar el sacrificio sacramental antes de bajar el tono pascual de la eucaristí­a.

c) … invocando al Espí­ritu Santo. En la actual economí­a pospascual, que implica también pentecostés, esto es, el don del Espí­ritu como primicias de la pascua del Señor -«primicia para los creyentes», como dice la anáfora IV-, no es posible celebrar un sacramento, y menos aún el que se llama santí­simo sacramento por excelencia, sin la presencia y la acción misteriosa del Espí­ritu Santo. Sin referirnos a la clásica tradición litúrgico-patrí­stica oriental, tan rica en pneumatologí­a también en lo que se refiere al mundo sacramental, podemos citar aquí­ a san Agustí­n: el elemento que ponemos sobre el altar «no es consagrado por ser un sacramento tan grande, sino mediante la invisible acción del Espí­ritu» (De Trin. 1. IV, 4,10); todaví­a en la edad media resonaba esta misma doctrina, por ejemplo en Pascasio Radberto: «el verdadero cuerpo de Cristo con fuerza divina es consagrado en el altar por el sacerdote in verbo Christi per Spiritum Sanctum» (De Corp. et Sang. Domini, IV, 3).

Por tanto, la eficacia de las palabras de Cristo, pronunciadas en la última cena, no excluye, sino que implica la acción misteriosa de la virtus Spiritus Sancti, que en las nuevas oraciones eucarí­sticas es invocado de manera solemne con la imposición de manos sobre los dones inmediatamente antes de la tradicional consagración con las palabras de Cristo. No carece de significado ecuménico el hecho de haber explicitado esta epí­clesis (que en el canon romano estaba comolatente), especialmente para nuestros hermanos orientales (quienes, sin embargo, normalmente colocan su epí­clesis, a la que atribuyen verdadera fuerza consagratoria, después y no antes de nuestra consagración).

En cualquier caso, la presencia y la secreta acción del Espí­ritu, que envuelve y da eficacia a toda la celebración memorial, y toca también a toda la comunidad presente (como inmediatamente veremos), es una componente actualmente ineliminable de la verdadera fisonomí­a eucarí­stica, sobre la que es oportuno volver a llamar la atención de los fieles, subrayando la unidad pascua-pentecostés y mostrando cómo la acción salví­fica y santificadora de Cristo, que se prolonga hoy en la iglesia y en los sacramentos, es inseparable de la virtus activa de su Espí­ritu.

d) … ofreciendo el sacrificio de la nueva alianza. Si la celebración memorial con la invocación del Espí­ritu Santo tiene la fuerza de hacer presente aquí­ y ahora todo lo que Jesús realizó y expresó con el gesto de la última cena en conexión con la inmolación de la cruz y la pascua (unido en un todo), es porque él querí­a incluirnos y hacernos partí­cipes del sacrificio de la «nueva y eterna alianza», perteneciésemos a la generación que fuese, a lo largo del tiempo. A través de nuestro sacrificio sacramental, él nos hace continuamente contemporáneos de la cruz, y hace de aquel acontecimiento algo contemporáneo a nosotros. Participando con fe en aquel acontecimiento, estamos unidos en la única y definitiva alianza, sellada con la sangre de Cristo, «ví­ctima de reconciliación» (anáfora III) que trae la paz a todo el mundo.

Así­ pues, la razón de ser de la economí­a sacramental está en lavoluntad de Cristo de ponerse en manos de la iglesia y de cada uno de nosotros para que podamos finalmente ofrecer, por nuestra salvación y la de todo el mundo, la ví­ctima de valor infinito, o sea, no ya a medida del hombre, y por tanto con la misma amplitud y eficacia que aquella ofrenda tuvo la primera vez sobre el altar de la cruz. Entonces se ofreció en una espléndida y tremenda soledad -aunque lo hací­a por nosotros-, cargado con todos nuestros pecados y «atrayéndonos a todos hacia sí­»; ahora somos nosotros los oferentes, con él y por él, prendidos en el mismo movimiento de donación, de obediencia al Padre, de verdadero culto (el de su relación filial), de reconciliación completa con Dios y entre nosotros. En él, nos ha dicho el Vat. II (SC 5, citando una antigua oración litúrgica), «nostrae reconciliationis processit perfecta placatio, et divini cultus nobis est indita plenitudo «.

Por eso, después de haber cumplido el mandato de Jesús («Haced esto en conmemoración mí­a»), por el que se hace presente no sólo el cuerpo y la sangre de Cristo, sino también el sacrificio de la nueva alianza para que se haga nuestro, la iglesia se apresura a declarar, en la riquí­sima fórmula del canon romano (pero con sus equivalentes en todas las demás anáforas): Unde et memore.s… offerimus. Parafraseando un poco, se podrí­a traducir: «En el memorial sacramental que por tu mandato estamos celebrando, somos conscientes de tener en nuestras manos el único sacrificio de nuestra salvación: por esto lo ofrecemos…» Lo importante es precisamente lo que aquí­ ocupa el centro: integrar nuestras comunidades en este gran offerimus, que en la incisiva fórmula del canon romano lleva como único sujeto «nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo santo» (la coordinada et plebs tua sancto quiere subrayar la unicidad del sujeto oferente en este momento, sin negar para nada la distinción entre sacerdocio jerárquico, que habla en nombre de todos, y sacerdocio común, propio de todos los bautizados).

e) … ofreciéndonos a nosotros mismos en sacrificio espiritual. No se puede ser verdaderamente cooferentes sin ser co-ofrecidos, como nos recordaba ya la encí­clica Mediator Dei, de Pí­o XII (1947). «La iglesia cada dí­a, ofreciendo a Cristo, aprende a ofrecerse a sí­ misma», dice un texto clásico de san Agustí­n (De Civitate Dei X, 20); más aún, es ésta la única forma verdadera de hacer memoria en él, no tan sólo repitiendo ritualmente sus gestos y palabras, sino entrando en sus sentimientos. Para poder recibir con sinceridad ese cuerpo entregado, debemos vivir nuestra vida cristianamente haciéndonos a nosotros mismos don, sea cual sea nuestra vocación especí­fica. Para poder hacer nuestro y ofrecer ese sacrificio en el que Jesús se ha hecho obediente hasta la muerte, debemos consumir nuestra existencia en una total obediencia a la voluntad del Padre, llevando a término plenamente su proyecto de amor sobre nosotros. «Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos» (Jua 15:13). Estamos celebrando precisamente su gesto de amor, que exige de nosotros otro tanto.

No podemos añadir objetivamente nada al sacrificio único y perfecto de Cristo, que ya ha merecido todo, como sabemos, y es sobreabundante para todas las necesidades de salvación y santificación del mundo entero. Si hoy lo hacemos presente en la celebración memorialde esta comunidad, es precisamente para que produzca ahora el sacrificio espiritual de nosotros mismos, del que nos habla todo el NT (cf, por ejemplo, Rom 12,lss). El sacrificio sacramental en que participamos se orienta al sacrificio real de nosotros mismos; y el primero es inútil para nosotros si no asume nuestra vida concreta con los sufrimientos y fatigas de cada dí­a, pero también con las alegrí­as, con las intenciones y oraciones que llevamos en el corazón por nosotros y por todo el mundo, con el deseo o la necesidad de alabar y dar gracias a Dios, de interceder o expiar. La celebración alcanza su verdadera finalidad cuando hacemos de toda nuestra vida una sola ofrenda, un solo sacrificio con la ofrenda y el sacrificio de Cristo, o una sola alabanza, acción de gracias, intercesión, expiación, que por nuestra parte no tienen ningún valor sino en cuanto están insertados en el culto perfecto que sólo Cristo puede expresar por nosotros y con nosotros; para esto precisamente él se hace presente con su ofrenda y su sacrificio sobre el altar.

De este modo, las plegarias eucarí­sticas no expresan sólo el offerimus que tiene por objeto a Cristo y su sacrificio, sino que piden que el mismo Señor «nos transforme en ofrenda permanente» (anáfora III) o que todos seamos por su Espí­ritu «ví­ctima viva para tu alabanza» (anáfora IV). El canon romano, al pedir que nuestra ofrenda sea agradable a Dios como la de Abel, Abrahán o Melquisedec, supone en nosotros una actitud de disponibilidad interior y de donación igual de generosa que la suya, si fuera necesario.

f) … formando todos un solo cuerpo. La unidad de sacrificio y de vida conlleva también la unidad de la persona en Cristo. No podemos incorporarnos a él por la eucaristí­a sin con-corporarnos también entre nosotros. La expresión tí­pica proviene de san Pablo, que nos ve a todos (judí­os y gentiles) como «miembros de un mismo cuerpo» (cf Efe 3:6).

Estamos aquí­ tocando un efecto caracterí­stico de la eucaristí­a, en el centro mismo de la tradición cristiana patrí­stica y medieval: si hasta ahora en gran medida se nos ha presentado a «la iglesia que hace la eucaristí­a», ahora las relaciones se invierten: «es la eucaristí­a la que hace a la iglesia», según el conocido axioma. Cristo nos da su cuerpo para hacernos cada vez más su cuerpo, y así­ dí­a a dí­a construye la iglesia. «Porque no hay más que un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan» (l Cor 10,17).

Después la escolástica denominará a este efecto, ya puesto fuertemente en evidencia por san Agustí­n (y sirviéndose también de su terminologí­a), la res (realidad) por excelencia o el fruto último al que se orienta toda la estructura sacramental de la eucaristí­a. Baste con una cita: «la res (o efecto último) -escribe santo Tomás- de este sacramento es la unidad del cuerpo mí­stico» (S. Th. 111, q. 73, a. 3). Si hay, pues, una unidad que precede y debe preceder a la celebración de la eucaristí­a -porque si estamos separados tan sólo de un único hermano no podemos acercarnos a ofrecer nuestra ofrenda en el altar, según la advertencia de Mt 5,23–, hay también una unidad que sigue, o sea, que crece y se desarrolla por obra de la gracia sacramental propia de este sacramento.

También aquí­ las anáforas lo ponen de manifiesto, pidiendo para «cuantos compartimos este pan y este cáliz (ser) congregados en unsolo cuerpo por el Espí­ritu Santo» (anáfora IV y textos paralelos de las otras a este respecto). Los signos de unidad y de ofrenda de nosotros mismos ya insinuados en el rito del ofertorio con la materia del pan y vino encuentran aquí­ su cumplimiento más alto y son presentados en conexión con el don del cuerpo de Cristo y con la acción inseparable de su Espí­ritu, aunque sea con la mirada puesta ya en la cercana comunión. En sustancia, la idea es que no se puede crecer en la unión con Cristo sin crecer simultáneamente en la unión fraterna (que es, por otra parte, su condición previa por la compenetración recí­proca).

g) … invocando al Espí­ritu Santo sobre los comunicantes. Merece mención aparte la segunda epí­clesis, así­ llamada, o sea, una segunda invocación del Espí­ritu Santo, ya no sobre los dones, sino sobre la comunidad de los celebrantes y comunicantes, para que puedan obtener el mayor fruto posible de un don tan grande. Las nuevas anáforas ponen en relación con la acción interior del Espí­ritu sobre todo los dos últimos frutos de la eucaristí­a más arriba recordados: formar verdaderamente con nuestra vida un solo sacrificio-oferta, y un solo cuerpo con Cristo en unión con nuestros hermanos. Porque estamos «congregados en un solo cuerpo por el Espí­ritu Santo», podemos convertirnos en «ví­ctima viva para tu alabanza» (anáfora IV; cf también, para la primera parte, el paralelo en la anáfora II). E incluso la anáfora 111 pide que seamos «llenos de su Espí­ritu Santo» para que se produzcan en nosotros los verdaderos frutos de la eucaristí­a.

En esta ardiente petición de la venida del Espí­ritu Santo sobre los que participan en el rito hay una profunda lección de teologí­a y espiritualidad sacramental: no debemos esperar ningún efecto mágico. ¿De qué sirve, en efecto, la grandeza del don que se nos ofrece en el signo sobre el altar objetivamente, si no sabemos insertarnos y apropiarnos personalmente de esa riqueza? Por eso es indispensable la acción del Espí­ritu Santo, que personaliza e interioriza el don, crea las disposiciones necesarias dentro de nosotros y, sobre todo, crea la unidad con la ofrenda-sacrificio de Cristo y entre nosotros. Es como Jesús, que hablaba y explicaba a los discí­pulos «los misterios del reino»; pero, consciente de su poca capacidad de comprender, añadí­a también (cf, por ejemplo, Jua 13:6-7; Luc 9:44-46): «El Espí­ritu Santo os lo enseñará todo, y os recordará cuanto os he dicho» (cf Jua 14:26 : ib,Jua 16:12-14).

Así­ pues, como en la primera epí­clesis se invoca al Espí­ritu sobre el pan y el vino para que los transforme en el cuerpo y la sangre del Señor, del mismo modo aquí­ se lo invoca sobre la comunidad para que la disponga a entrar profundamente en el misterio que está celebrando y obtenga del mismo el mayor fruto, lo cual de otro modo serí­a imposible, ya que todo es don y procede del gran Don que es la persona misma del Espí­ritu Santo.

h) … comunicando con la iglesia de la tierra y la del cielo. Con diversas colocaciones en el desenvolvimiento de la oración eucarí­stica y sin seguir un orden constante, la comunidad cristiana que celebra la eucaristí­a sintió desde los primeros siglos la necesidad de expresar su profunda unidad con la iglesia peregrinante en la tierra, pero también con la que ha llegado ya a la gloria del cielo.

A este respecto es tí­pico el communicantes del canon romano, que tiene la particularidad de dividir tanto la memoria de los santos cuanto las intercesiones antes y después de la consagración, mientras que las nuevas anáforas se conforman al uso común de las liturgias orientales, que prefieren la colocación en la segunda parte. El núcleo esencial consiste, de todas formas, en sentirse en plena sintoní­a con la hermosa realidad eclesial que se llama comunión de los santos, y que se refiere sobre todo a esa parte bienaventurada que desde t Marí­a (aquí­ precisamente tuvo lugar la primera mención litúrgica de la madre del Señor) a los apóstoles, los mártires y todos los demás t santos goza ya con Cristo e intercede por nosotros.

Se muestra así­ otra dimensión de la celebración eucarí­stica -y de la liturgia en general-: en este momento fuerte se siente que nuestra celebración, mientras se desenvuelve sobre la tierra, está en contacto, más aún, forma parte de una liturgia considerablemente más amplia, que abarca también el cielo, donde se canta y se reza con nosotros y por nosotros, tal y como nos hacen intuir ciertas escenas inolvidables del Apocalipsis.

i) … intercediendo por todos. Ya en el modelo judí­o que subyace a nuestras oraciones eucarí­sticas, como hemos visto [-> supra, I, 4], la alabanza y acción de gracias por los beneficios de Dios se complementaba con la intercesión y súplica a Dios para que renovase ahora sus maravillas y nunca falte su indefectible asistencia al pueblo elegido. Exaltando la benevolencia de Dios en el pasado (oración memorial y eucarí­stica), se alimentaba la confianza en su ayuda para el presente y para el futuro. En nuestro caso, hallándonos tan cerca de la fuente de toda gracia, identificada con el sacrificio redentor de Cristo actualizado ante nosotros y para nosotros, era más que natural que la iglesia expresara las intenciones que afectan a sus propias necesidades y, más en general, a las del mundo.

Este es el motivo del clásico memento de vivos y difuntos, antiguamente acompañado de la lectura de los dí­pticos, o sea, de las intenciones más particulares, con los nombres de las personas que se deseaba recordar y los nombres que habí­a que leer cada vez, desde el papa, los obispos y las diversas clases del clero hasta la comunidad concreta de los simples fieles, en relación con las circunstancias y las necesidades que se estaban viviendo en el momento histórico. Aquí­, naturalmente, encontraba su lugar también la antiquí­sima oración por los difuntos, que eran recordados cuando se creaba un vací­o en la comunidad o cuando vení­an recomendados por algún fiel en particular.

Así­, la eucaristí­a, sobre todo en la anáfora, se hace sí­ntesis y modelo de toda la oración cristiana, bajo todos sus aspectos, para todas las necesidades, empezando siempre, eso sí­, por la alabanza y acción de gracias a Dios por sus innumerables beneficios en favor nuestro, cuando todaví­a no merecí­amos nada o ni siquiera lo buscábamos, mientras que él nos ha amado primero.

j) La doxologí­a final. De todo lo que hemos dicho hasta ahora se desprende con naturalidad que la anáfora desemboque, con una especie de inclusión final que se remite decididamente al tema dominante desde los primeros acentos, en una grandiosa glorificación conclusiva, donde se recoloca vigorosamente en el centro de todo al único Mediador y Salvador («Por Cristo, con él y en él…»), que «en la unidad del Espí­ritu Santo» hace retornar todo al Padre («todo honor y toda gloria…»), según el clásico esquema trinitario, que es el soporte de toda auténtica oración cristiana, sobre todo de la litúrgica, y en un momento solemne como el nuestro.

A la grandiosidad de este final in crescendo corresponde la ratificación por parte de la asamblea celebrante con el Amén más importante de todo el rito de la misa; ese Amén que, según el testimonio de san Jerónimo (In Gal. comment. I, 2), resonaba como un trueno en las antiguas basí­licas romanas, como adhesión interior y comunitaria de fe, de participación plena y gozosa en la salvación llevada a cabo por Cristo.

5. COMUNIDAD DE COMUNIí“N Y PARTICIPACIí“N (EL RITO DE COMUNIí“N Y DE DESPEDIDA). Después del rito introductorio del ofertorio y de la gran oración eucarí­stica, ahora el desarrollo de la misa se encamina hacia la consumación del sacrificio y la parte conclusiva de la celebración. Desde el ofertorio, todos los elementos más o menos se eligen y miran hacia la participación del banquete sacramental, habiendo indicado el mismo Jesús el modo de encuentro con él. La ordenación puede ser diversa según las épocas y los diferentes ritos, que modifican algún elemento; pero el fondo es común, y nuestra liturgia sigue esta lí­nea.

En primer lugar, por lo menos desde san Gregorio Magno en adelante, encontramos el padrenuestro, que por su dignidad sirve como puente entre la solemne oración eucarí­stica y el rito de la comunión. Algunas de sus peticiones, especialmente, parecen ponerlo en estrecha conexión con la eucaristí­a, como la petición del «pan nuestro de cada dí­a» (o «supersustancial») -que una cierta interpretación bastante difundida en la época patrí­stica entendí­a como referido al pan eucarí­stico- y sobre todo la petición del perdón a Dios y a los hermanos («Perdónanos, como…»), como disposición necesaria para poder comulgar (especialmente en la predicación agustiniana). El padrenuestro se completa con el simbolismo final («Lí­branos, Señor…»), que desarrolla las últimas peticiones de la oración del Señor, y hoy también en la liturgia romana se añade todaví­a una antigua doxologí­a-aclamación del pueblo: «Tuyo es el reino…».

Sigue a continuación la oración del sacerdote por la paz ad intra y ad extra de la iglesia, a la que se añade la fórmula de tradición judí­a del augurio de paz (Paz vobis), y entonces toda la asamblea de los presentes es invitada a darse un abrazo fraterno (u otro signo equivalente). En los textos y en los ritos, tal como hoy están, se insiste demasiado en esta parte en el tema de la paz, sin duda porque se quiere acentuar la gran advertencia de Jesús, que antepone la reconciliación fraterna a cualquier otra ofrenda sobre el altar (cf Mat 5:24).

Tiene lugar, finalmente, la fractio panis, gesto de gran importancia ya en la última cena de Jesús, como sabemos, y que en la comunidad primitiva llegó a dar nombre a toda la celebración eucarí­stica (cf Luc 24:35; Heb 2:46). El gesto familiar de quien presidí­a la mesa, que partí­a el único pan para distribuir los trozos entre todos los presentes, era bastante simple, pero también significativo para expresar la comunicación entre todos; y, de hecho, Pablo se servirá de él (1Co 10:17) para inculcar nuestra unidad en Cristo, dado que participamos todos del mismo pan repartido y del mismo cáliz.

Naturalmente, esto supone la verdad del signo también en la materia que utilizamos, pues la manera de confeccionar las hostias en los tiempos modernos -cada vez más cándidas y sutiles para construir sobre ello toda una pseudomí­stica muy de moda en cierta literatura de devoción eucarí­stica y todaví­a hoy, por ejemplo, en ciertos cánticos populares- parece bastante alejada del signo humilde, pero vivo, concreto y familiar elegido por Jesús. Aunque para esto se podrí­a aducir como excusa la practicidad de las hostias individuales, por lo menos se deberí­a ser fieles a las muchas recomendaciones de documentos oficiales (sin excluir los OGMR 56, h), que invitan a comulgar regularmente con hostias consagradas en la misma misa a la que se asiste, según la lógica de las cosas.

El canto del Agnus Dei acompaña, según la duración, la fracción del pan y también el breve rito de la immixtio, o sea, introducir en el cáliz un pequeño fragmento de la hostia consagrada, probablemente para significar la unidad del mismo sacrificio y de la misma ví­ctima presente en el cuerpo y en la sangre. En Roma antiguamente se enviaban fragmentos como ése a los que celebraban en otras iglesias para expresar la comunión en el mismo sacrificio.

Después de una oración del sacerdote (dicha en voz baja, por su cuenta) se entra directamente en el rito de la comunión: el celebrante muestra el pan santo a los fieles e invita a todos al banquete, mientras sugiere sentimientos de humildad con las conmovedoras palabras del centurión del evangelio: «Señor, no soy digno…» A continuación comulga con el pan y el cáliz, mientras los fieles a su vez se dirigen hacia el altar, si es posible cantando (según la antiquí­sima y universal costumbre recomendada todaví­a hoy por la iglesia), para expresar (si el cántico es adecuado al momento) alegrí­a y unión í­ntima tanto con el Señor cuanto con los hermanos que se sientan a la misma mesa preparada por el amor divino. Cabe subrayar este estilo de comunión para superar cierta piedad más bien individualista e intimista, mientras que la eucaristí­a, en su naturaleza intrí­nseca y en la forma en que fue instituida (banquete fraterno), si bien implica una profunda participación personal, es un acto en sí­ mismo comunitario. Aquí­ es donde la iglesia se construye cada dí­a y cierra cada vez más sus filas. Un texto autorizado del Vat. II llega a decir: «Ninguna comunidad cristiana se edifica si no tiene su raí­z y quicio en la celebración de la santí­sima eucaristí­a, por la que debe, consiguientemente, comenzarse toda educación en el espí­ritu de comunidad» (PO 6).

El texto citado continúa diciendo que de aquí­ toman impulso también las diversas obras de caridad y de mutua ayuda. Es clásico el pensamiento insinuado en la Didajé y usado tantas veces en la predicación patrí­stica: ¿cómo es posible ser admitidos a participar juntos de los bienes del cielo, y no ser capaces después de compartir con los hermanos los bienes de la tierra? Para un cristiano consciente del don recibido resultan absurdos e intolerables el hambre y la miseria de una parte tan grande de la humanidad, mientras una minorí­a nada en la abundancia y dilapida las riquezas de todos para construir armas de muerte. La participación de la mesa eucarí­stica no puede ser un mero acto ritual, cerrado en sí­ mismo, sin abrirse, en la vida concreta, a un serio compromiso de reconciliación y caridad fraterna. Así­ pues, corremos el riesgo de caer en la falsedad «cada vez que comemos este cuerpo entregado y esta sangre derramada» si no nos ponemos respectivamente en la misma disponibilidad hacia el don.

Naturalmente, la convivalidad tiene aquí­ su punto culminante, por lo que serí­a obvia la comunión de toda la comunidad presente. Sabemos que en la antigüedad, terminada la liturgia de la palabra, se despedí­a expresamente a los catecúmenos, los excomulgados y a cuantos se hallaban por algún motivo impedidos para acercarse a la mesa del altar. También hoy, naturalmente, hacen falta las debidas disposiciones («examí­nese el hombre», advierte san Pablo, para no «comer y beber su propia condenación» en lo que es un don de amor y exige amistad con Dios y con los hermanos: cf 1Co 11:28-30); pero sigue siendo una extraña anomalí­a el hecho de que una gran parte de nuestros adultos presentes (con escándalo especialmente de los niños, quizá de los propios hijos) acepten como bautizados la invitación al banquete dominical, considerándose, por tanto, todos como hijos de familia igualmente invitados, y cuando se trata de participar hasta el fondo con la comunión se mantengan aparte, como si fueran extraños o tan sólo espectadores.

Este es un comportamiento en el fondo ilógico, si se piensa que, si uno quiere hacer propios los frutos especí­ficos del sacrificio eucarí­stico, no tiene otra ví­a que la divinamente indicada: consumar personalmente el sacrificio con la comunión sacramental. Todas las devociones eucarí­sticas y las comuniones espirituales pueden ser algo bello y precioso, pero solamente las palabras del Señor tienen una garantí­a divina; pues él, además de la invitación categórica repetida constantemente: «tomad y comed y bebed todos de él», declaró explí­citamente: «Si alguien come de este pan, vivirá eternamente… Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jua 6:51-53). La praxis de los cristianos que no acogen la invitación hasta el fondo y se retraen o se abstienen de realizar la unión completa ofrecida por el Señor, hace a veces a los cristianos unos subalimentados (espiritualmente), que no gozan ni manifiestan una relación vital con el Señor.

Es natural que un acto tan importante como la comunión tenga un antes y un después en el rito mismo: el gran reconocimiento agradecido oficial lo expresa el sacerdote con la «oración después de la comunión», una de las tres oraciones presidenciales, en la que, junto a la manifestación del más vivo y gozoso reconocimiento, con frecuencia se pide al Señor que los frutos de la comunión sean eficaces y duraderos para todos. Sin embargo, antes de esta importante oración dicha en nombre de la comunidad, puede intercalarse oportunamente un cántico de acción de gracias (salmo o himno adecuado), pero sobre todo no deberí­a faltar una breve pausa de silencio para la oración personal de cada uno, fundiendo así­ las legí­timas exigencias de los particulares con las de la comunidad.

Después de los eventuales avisos a la asamblea, el saludo final y la bendición del sacerdote (a veces solemnizada o enriquecida con una «oración sobre el pueblo») cierran breve y eficazmente el gran rito antes de la despedida oficial.

6. COMUNIDAD ENVIADA A LAMISIí“N. Si la despedida ritual (Ite, missa est) históricamente no se debe interpretar como un enví­o explí­cito a la misión, es cierto que la asamblea eucarí­stica está formada por un pueblo que, ya por su mismo bautismo, es todo él misionero y no puede cerrarse en sí­ mismo. Cada vez que es convocado en torno al banquete eucarí­stico revive y acepta de nuevo libremente su llamada; sabe, sin embargo, que ésta es universal y ha de alcanzar a todos los hombres por medio de la obra de todos.

Con otras palabras: el banquete eucarí­stico no está nunca, como en los cultos mistéricos, reservado a una élite de iniciados, sino que, aun suponiendo la adhesión inicial de la fe (completada por el bautismo), es esencialmente abierto y dinámico, orientado hacia la invitación y convocación de todos para la salvación del mundo entero. Recordamos la profecí­a de Isaí­as (Jua 25:6-7), que tantas veces aparece en la liturgia: «Yavé de los ejércitos brindará a todos los pueblos en esta montaña un festí­n de pingües manjares, un festí­n de buenos vinos, de pingües manjares jugosos, de buenos vinos, purificados. Y quitará en esta montaña el velo de luto que velaba a todos los pueblos…»
Por eso cada eucaristí­a, especialmente en la reunión dominical, es preludio y signo de este gran festí­n de todos los pueblos sobre el monte Sión. Las parábolas evangélicas del banquete muestran esta irresistible tensión hacia la universalidad, que el rechazo de Israel no podrá frenar, sino que será más bien ocasión para una dilatación mayor, cuando los pueblos «vendrán de oriente y de occidente, del norte y del mediodí­a, y estarán a la mesa en el reino de Dios» (Luc 13:29). También los excluidos (en el contexto socio: religioso de entonces) serán admitidos: ciegos, cojos, sordos, y especialmente los pecadores, serán rehabilitados y puestos en condiciones de participar en el festí­n (cf Mat 9:9-13; Luc 7:36-50; ib 19,1-10).

La comunidad de mesa con Jesús o convivalidad, tan fuertemente acentuada en el evangelio y revivida por nosotros en cada banquete eucarí­stico, es inseparable de este impulso dinámico misionero abierto hacia la dilatación del reino sin confines, haciendo caer todas las barreras de raza y de condición social, superando todas las divisiones, las discriminaciones y las alienaciones producidas por el pecado del hombre. Jesús en su sacrificio murió precisamente «para reunir en uno a los hijos de Dios dispersos» (Jua 11:52) y para «atraer todos hacia sí­» desde lo alto de la cruz (ib 12,32). La misa tiene la misma dimensión y la misma eficacia misionera que la cruz; y esto intrí­nsecamente, no sólo en la intención que nosotros podamos darle.

He aquí­, pues, la colocación justa de la eucaristí­a: es siempre realidad intermedia o convocación parcial entre el banquete pascual de Jesús y el festí­n universal de las naciones, al que se refiere necesariamente y que prepara cada vez, si somos conscientes y nos educamos como comunidad para entrar en este impulso misionero, que, naturalmente, debe prolongarse más allá de la celebración ritual. Es aquí­ donde la iglesia, convocada incesantemente por la misericordia de Dios, se hace por su parte convocante para llamar y hacer partí­cipes de todos los bienes recibidos a todos los hombres (a diferencia de Israel, que se encerró en sí­ mismo).

7. A LA ESPERA DEL BANQUETE FINAL. Ilustrada la fisonomí­a misionera de la asamblea eucarí­stica, se descubre inmediatamente también su dimensión escatológica. Ya aludí­a a ello Jesús en la última cena (cf Luc 22:18), y san Pablo presenta la celebración eucarí­stica como una solemne proclamación de la muerte victoriosa del Señor «hasta que venga» (1Co 11:26). No extraña, por tanto, la tensión escatológica de la primera comunidad cristiana con el caracterí­stico grito de invocación Marana tha («Ven, Señor Jesús»), repetido especialmente en las reuniones eucarí­sticas (desde la Didajé X).

La eucaristí­a, memorial de la pascua del Señor, no solamente nos remite al pasado, a un acontecimiento que se ha cumplido en la historia anterior, recordando la pasión-muerte-resurrección-ascensión, sino que también se abre a la perspectiva futura: «hasta que vuelvas», cantamos después de la consagración. En realidad, la resurrección de Cristo inaugura ya el nuevo mundo del futuro, y en su humanidad glorificada ha comenzado ya la transfiguración «del cielo nuevo y de la tierra nueva» (Apo 21:1). Por eso, desde la primera generación cristiana, participar en la eucaristí­a querí­a decir recibir «una semilla de inmortalidad», un «antí­doto contra la muerte», un ius ad gloriam también para nuestro cuerpo, una prenda de la resurrección-transfiguración final.

Con esta triple dimensión del tiempo (pasado-presente-futuro), tí­pica de la economí­a sacramental, la eucaristí­a no es solamente un banquete conmemorativo, sino también anticipativo, porque la pascua del Señor ya es victoria segura sobre la muerte y sobre todas las potencias enemigas, ya es liberación-reconciliación-unificación de todo en Cristo. Partiendo del humilde pan y vino de la creación, llegando al Cristo resucitado y a la gracia vivificante del Espí­ritu Santo, en la misa vivimos todo el poema de la salvación, que abarca cielo y tierra. El momento de la eucaristí­a es la punta más avanzada, en la que la iglesia toca ya el futuro al que atiende, mientras sus energí­as se ponen en movimiento para que el reino llegue ya desde ahora a la historia. Así­ cada celebración es viático, etapa en el camino de la esperanza hacia la tierra prometida, pero a la vez fuerza nueva para llenar de la gloria celeste todo la realidad presente.

P. Visentin

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

SUMARIO: I. Las riquezas de la eucaristí­a. II. La praxis eucarí­stica en la Iglesia primitiva: 1. La eucaristí­a como «fractio panis»; 2. Un antiguo ejemplo de celebración eucarí­stica; 3. La celebración de la eucaristí­a en Corinto. III. El relato de la institución de la eucaristí­a: 1. En Pablo y Lucas; 2. En Marcos y Mateo. IV. Significado teológico de las palabras y de los gestos en la institución de la eucaristí­a: 1. El cuerpo y la sangre de Cristo; 2. El simbolismo del pan y del vino; 3. La eucaristí­a como memorial; 4. La eucaristí­a como nueva alianza. V. La doctrina eucarí­stica en Juan: 1. La alianza nueva y el mandamiento del amor; 2. El discurso eucarí­stico. VI. Iglesia y eucaristí­a.

I. LAS RIQUEZAS DE LA EUCARISTíA. La eucaristí­a ha sido siempre el centro de la vida de la Iglesia, de la que constituye el «mysterium fidei» por excelencia. Según los diversos tiempos y las diferentes sensibilidades se ha acentuado un aspecto más bien que otro, puesto que en realidad en ella se entrecruzan en parte todas las verdades que hay que creer y vivir.

En estos últimos tiempos, por ejemplo, se ha intentado acentuar el aspecto eclesial y social de la eucaristí­a. Pensemos en el tema del congreso eucarí­stico internacional de Lourdes (1981): «Jesucristo, pan partido por un mundo nuevo». La Conferencia Episcopal italiana, el 22 de mayo de 1983, promulgó un documento con este tí­tulo significativo: «Eucaristí­a, comunión y comunidad», poniendo a la eucaristí­a en el centro de toda la renovación eclesial, descubriendo que, si es verdad que la Iglesia hace la eucaristí­a, también es verdad que «es la eucaristí­a la que hace a la Iglesia» (H. de Lubac).

Al intentar exponer una reflexión unitaria sobre la doctrina de la eucaristí­a en el NT, no nos detendremos únicamente en las palabras de la institución, sino que captaremos todos los signos de su presencia, explorando sobre todo la praxis viva de la Iglesia.

II. LA PRAXIS EUCARíSTICA EN LA IGLESIA PRIMITIVA. Pues bien, lo más interesante es que la Iglesia primitiva desde sus orí­genes practicaba la eucaristí­a, aunque no la llamaba con este nombre. En efecto, el sustantivo eucharistí­a para designar la liturgia eucarí­stica sólo aparece por el 110 d.C. con Ignacio de Antioquí­a (Philad. 4,1; Smyrn. 7,1; etcétera) y hacia el 150 con Justino (Apol. 1,66). En el NT las dos únicas designaciones son «fracción del pan» y «cena del Señor», probablemente para acentuar la dimensión social, que podí­a perderse si se reducí­a la eucaristí­a a una mera «acción de gracias», es decir, a una relación exclusiva o casi exclusiva con Dios.

1. LA EUCARISTíA COMO «FRACTIO PANIS». En este sentido es muy importante el testimonio del libro de los Hechos. Al describir en un sumario rápido la vida de la primitiva comunidad de Jerusalén, Lucas la ve caracterizada por cuatro elementos: los nuevos creyentes «eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones» (Heb 2:42).

Estos cuatro términos nos permiten vislumbrar con notable aproximación lo que realmente significan: «la enseñanza (didajé) de los apóstoles» deberí­a significar la evangelización más profunda de los creyentes, entre los cuales se creaba de este modo una comunión fraterna (koinónia) más í­ntima, basada sobre todo en la misma fe. Esto llevaba a poner libremente en común los mismos bienes materiales, como consecuencia natural del creer común (v. 45).

La «fracción del pan» (klásis toú ártou) es un gesto litúrgico que repite exactamente el que hizo Jesús en la última cena, y quiere expresar el compartir que lleva consigo este gesto, tí­picamente judí­o. Las «oraciones» que siguen debí­an ser, según el tipo de la tódah (= alabanza) judí­a, celebraciones y alabanzas a Dios por sus intervenciones salví­ficas, cuya cima estaba representada precisamente por lo que la eucaristí­a querí­a significar en la intención de Cristo: estas «oraciones» podí­an sacarse de la rica tradición del AT, o bien ser creadas ex novo dentro del clima de entusiasmo de los primeros creyentes.

También lo que se dice en el versí­culo 46 parece referirse entonces a la celebración de la eucaristí­a: «Todos los dí­as acudí­an juntos al templo, partí­an el pan [klóntes árton] en las casas, comí­an juntos con alegrí­a y sencillez de corazón». No parece que se trate en este caso de banquetes comunes, sino de auténticas celebraciones eucarí­sticas, hechas no ya en el templo, en donde no habrí­an tenido ya ningún sentido, puesto que eran como una especie de antí­tesis, sino en las casas privadas, con la alegrí­a (agallí­asis) que este encuentro de fe no podí­a menos de suscitar. Es el término kláó (partir en trozos), utilizado sólo para la eucaristí­a, el que obliga a esta interpretación.

2. UN ANTIGUO EJEMPLO DE CELEBRACIí“N EUCARíSTICA. Por lo demás, siguiendo aún con el libro de los Hechos, hay un episodio caracterí­stico que confirma el uso de la celebración eucarí­stica en las casas particulares, y además en dí­a de domingo.

En su tercer viaje misionero, al volver a Jerusalén, Pablo se detiene siete dí­as en Tróade: «El primer dí­a de la semana nos reunimos para partir el pan (klásai árton). Pablo, que debí­a marcharse al dí­a siguiente, estuvo hablando con ellos hasta medianoche» (Heb 20:7), de modo que el pequeño Eutico, que estaba sentado en la ventana, se durmió, cayó del tercer piso y lo levantaron ya cadáver. Pero el apóstol le restituyó prodigiosamente la vida. Luego subió, «partió el pan (klásas tón árton) y comió, estuvo hablando (homilesas) hasta el alba y se marchó» (Heb 20:11).

Es evidente por todo el conjunto que se está hablando de la celebración eucarí­stica: por dos veces aparece la expresión «partir el pan». Además, hay una referencia a la prolongada «homilí­a» de Pablo, que debí­a ser muy probablemente una ilustración del misterio eucarí­stico.

3. LA CELEBRACIí“N DE LA EUCARISTíA EN CORINTO. Siguiendo aún en el terreno de la praxis eclesial, también es significativo lo que ocurrí­a en la comunidad de Corinto, en donde Pablo habí­a predicado por el 51-52 y donde habí­a nacido, por iniciativa de algún generoso cristiano, una práctica bastante curiosa: antes de celebrar la eucaristí­a propiamente dicha, probablemente también para esperar a los retrasados, tomaban juntos una cena para favorecer la fraternidad y ayudar a los más pobres. De esta manera la eucaristí­a adquirí­a además su dimensión social; no era solamente una celebración cultual, sino que entraba en la vida intentando transformarla.

Pero el hecho es que no llegó a alcanzarse este objetivo, de lo que Pablo se queja amargamente: «Cuando os reuní­s en común, ya no es eso comer la cena del Señor. Porque cada cual se adelanta a comer su propia cena; y mientras uno pasa hambre, otro se emborracha… ¿Qué os voy a decir? ¿He de felicitaros? En esto no os puedo felicitar» (ICor 11,20-22).

Prescindiendo de todas las buenas intenciones que podí­an haber inducido a aquellos cristianos a introducir la práctica de un banquete fraternal antes de la celebración de la eucaristí­a, Pablo interviene para eliminar aquellos abusos que herí­an la caridad. Y lo hace recordando simplemente las circunstancias en que se habí­a instituido la eucaristí­a y el significado que le habí­a querido dar Jesús con sus gestos y sus palabras: «Yo recibí­ del Señor lo que os he transmitido: que Jesús, el Señor, en la noche que fue entregado tomó pan…» (1Co 11:23).

III. EL RELATO DE LA INSTITUCIí“N DE LA EUCARISTíA. Es importante esta referencia a la «tradición» que el apóstol «transmitió» fielmente a los cristianos de Corinto (51-52 d.C.). Con ello nos remontamos a los tiempos anteriores a su predicación en Corinto; a su experiencia realizada en la comunidad de Antioquí­a, que practicaba ya la liturgia eucarí­stica, y cuyo formulario parece referir san Pablo, casi idéntico al que encontramos en Lucas.

Esto nos lleva precisamente a los orí­genes mismos de la liturgia eucarí­stica, quizá al 40 d.C., es decir, a pocos años después de la muerte de Jesús, tiempo totalmente insuficiente para que se verificase aquel cambio de significado en que ha pensado H. Lietzmann, según el cual inicialmente la eucaristí­a habrí­a sido la celebración de un banquete festivo en espera del próximo retorno del Hijo del hombre; al trasladarse luego al mundo helenista, bajo la influencia de la religión de los misterios se habrí­a convertido en la evocación de la muerte sacrificial de Cristo [/Pascua III; /Comida III].

1. EN PABLO Y LUCAS. Pero ahora que hemos empezado a hablar de la «tradición» de la celebración eucarí­stica, evidente en Pablo, hay que decir que también en los tres sinópticos, que nos transmiten la narración de la institución de la eucaristí­a, el relato es de tipo cultual-etiológico, es decir, se intenta dar una fundamentación «histórica» que «motive» el rito, sin pretender con ello ofrecer todos los elementos que pudieron intervenir en aquel hecho fundador. Esto no quiere decir que el hecho haya sido inventado, sino tan sólo que es referido por la importancia «fundante» que tiene, sin perderse en todos los detalles que hayan podido acompañarlo.

Es lo que escribe X. Léon-Dufour después de un atento examen crí­tico, especialmente del texto de Marcos. «Es obligado concluir que el relato no pretende directamente referir un episodio biográfico, sino proclamar una acción fundante. En su culto, los cristianos se han referido siempre a la cena y al acto de Jesús, cuyo alcance teológico han procurado manifestar. ¿Quiere decir esto que el relato es un producto de la práctica eucarí­stica y que en sí­ mismo no tiene valor histórico? Tal deducción serí­a excesiva» (La fracción del pan, 116).

Y el autor lo demuestra con muchas pruebas: semitismos -como «partir el pan», «bendecir», etc.- que habrí­an sonado mal a los oí­dos griegos; Jesús hace circular una sola copa de vino, en contra del uso común entre los judí­os de aquel tiempo de utilizar varias copas, etc.

La tradición que se deriva de Pablo puede definirse como tradición «antioquena», precisamente porque proviene de dicha Iglesia; a ella se refiere también Lucas, que tiene muchos puntos de contacto con Pablo, como se ve fácilmente por la confrontación de ambos textos (ICor 11,23-26; Luc 22:19-20).

Sin entrar en detalles exegéticos, nos gustarí­a solamente llamar la atención sobre algunos elementos comunes, que caracterizan a la tradición antioquena: 1) el añadido de la invitación a repetir lo que hizo Jesús: «Haced esto en memoria mí­a», que en Lucas sólo se dice para el pan y en Pablo también para el cáliz; 2) «in recto» se quiere afirmar que la copa constituye y representa la alianza, que se presenta aquí­ como «nueva», naturalmente siempre por medio de la sangre; el acento recae en la alianza, como resultado del don de amor de Cristo; 3) tanto Lucas como Pablo subrayan la separación entre la consagración del pan y la del vino («después de cenar»), que reconstruye mejor el fondo histórico, a diferencia de Marcos y de Mateo, que han liturgizado más el relato eliminando toda separación entre los dos gestos; 4) a propósito del cuerpo se dice claramente que se «entrega» a la muerte «por vosotros», casi dialogando con los presentes; 5) en lo que se refiere a la sangre, Lucas dice expresamente que «es derramada por vosotros», esto es, dada en ofrenda sacrificial. Pablo no refiere estas palabras, pero añade un comentario que expresa este mismo concepto: «Pues siempre que coméis este pan y bebéis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva» (1Co 11:26).

2. EN MARCOS Y MATEO. Para tener el cuadro completo del relato de la institución de la eucaristí­a, no podemos olvidar los textos de Marcos y de Mateo, que podemos calificar de tradición «marciana», ya que tendrí­a su prototipo en el segundo evangelista; otros la llaman también «jerosolimitana», porque recogerí­a la liturgia de aquellas Iglesias (p.ej., J. Jeremias, que durante mucho tiempo consideró la de Marcos como la tradición más antigua, sobre todo por el mayor número de semitismos que contiene).

Entre las diferencias más destacadas está lo que se dice del cáliz, que es identificado más directamente con la sangre de Cristo, que fundamenta la alianza: «Esta es mi sangre, la sangre de la alianza». Se dice además que la sangre «será derramada por la multitud» (peri pollón), lo cual remite casi automáticamente al cuarto poema del siervo de Yhwh: «El, que llevaba los pecados de muchos e intercedí­a por los malhechores» (Isa 53:12). Además, san Mateo, por su propia cuenta, añade el comentario teológico: «para remisión de los pecados», que mira a poner de relieve la libre entrega de Jesús a la muerte.

IV. SIGNIFICADO TEOLí“GICO DE LAS PALABRAS Y DE LOS GESTOS EN LA INSTITUCIí“N DE LA EUCARISTíA. En este punto conviene que intentemos una profundización teológica del sentido de las palabras y de los gestos que realizó Jesús durante la que fue su última cena y que él ordena repetir en recuerdo suyo.

Es evidente que él realiza unos gestos verdaderos, pero simbólicos, de los que los apóstoles en aquellos momentos no debieron comprender casi nada: algo análogo a los gestos de los antiguos profetas, que no significaban solamente, sino que realizaban lo que significaban. Como cuando Ezequiel tuvo que afeitarse la cabeza y dejar que el viento se llevara sus cabellos, y Dios le dice: «Dirás a la casa de Israel: Esto dice el Señor Dios: Esta es la ciudad de Jerusalén…» (Eze 5:5). Se trata del anuncio de la dispersión en el destierro, que de hecho se verificará; en el gesto simbólico del profeta está contenida en cierto sentido la realidad.

Así­, cuando Jesús dice: «Esto es mi cuerpo», o bien: «Esto es mi sangre», intenta establecer una relación verdadera y objetiva entre aquellos elementos materiales y el misterio de su muerte, que encontrará su coronación en la resurrección. ¿Puede llamarse todo esto «transustanciación», como propone el concilio de Trento, aunque sin presentarlo como dogma, o de alguna otra manera, como sugieren ciertos teólogos modernos? Creo que carece de importancia: lo que sigue siendo verdad es que aquellas palabras crean una situación nueva en aquellos elementos comunes de la alimentación humana, por lo que realmente realizan una misteriosa presencia de Cristo como actualmente vivo, pero que se entregó a la muerte por nosotros.

1. EL CUERPO Y LA SANGRE DE CRISTO. En este sentido hay que entender bien la doble referencia al «cuerpo» y a la «sangre». No se trata de dos elementos constitutivos del hombre que, separados entre sí­, intenten representar un estado de muerte, como se dice muchas veces. Deben entenderse más bien sobre el fondo de la antropologí­a semita. El término sóma (cuerpo) corresponde casi seguramente al basar hebreo (sárx, como dice Jua 6:51-59), que significa al hombre en cuanto ser frágil y perecedero: las palabras que añaden Pablo y Lucas («que se entrega por vosotros», «que es entregado por vosotros») señalan claramente el destino de Jesús a la muerte, en cuanto muerte salví­fica. Por eso podrí­amos traducir la expresión «Esto es mi cuerpo» por «Lo que estoy haciendo (pan partido y repartido) significa de antemano la ofrenda de mi persona por vosotros».

Por lo que se refiere a la «sangre», también ella expresarí­a un concepto tí­picamente semita: la sangre es considerada como «el alma de la vida» y pertenece sólo a Dios (Lev 17:11-14). Por eso estaba severamente prohibido matar a un hombre (Gén 9:6), es decir, «derramar» su sangre. Al hablar de su «sangre derramada», Jesús intenta referirse a la muerte violenta que muy pronto habrí­an de darle los hombres, pero que de hecho será «en favor nuestro», por nuestra salvación.

Se trata por tanto de dos elementos, los del cuerpo y de la sangre, que expresan la misma realidad, es decir, la libre entrega de Cristo a la muerte sin eludir las consecuencias últimas que su actuación habí­a desencadenado en el ánimo ya exacerbado de sus adversarios. En fin de cuentas, podí­a tomar o sólo el pan o sólo el vino para significar todo esto.

2. EL SIMBOLISMO DEL PAN Y DEL VINO. Pero Jesús empleó el pan y el vino para expresar no solamente su muerte, sino también su entrega en alimento a los hombres para encontrarse con ellos en la celebración festiva de un banquete, del que estos elementos son /sí­mbolo e instrumento al mismo tiempo.

Efectivamente, en la perspectiva bí­blica el pan designa el alimento indispensable para vivir; proviene de la omnipotencia del Creador, que se lo concede a quienes lo piden (Exo 23:25; Sal 78:20; Sal 104:15; Sal 146:7; etc.). Precisamente por esta relación que tiene con la vida se presta muy bien para significar el banquete escatológico: «Dichoso el que coma el pan en el convite del reino de Dios» (Luc 14:15).

El vino, por su parte, no indica tanto el elemento primordial para la vida como la plenitud de la vida en el gozo. Simboliza el aspecto agradable de la existencia, la amistad, el amor, la exultación; también se le usa para designar la alegrí­a celestial (Amó 9:14; Ose 2:24; Jer 31:12; etc.).

De todo lo que venimos diciendo resulta claro que la eucaristí­a, aun «proclamando la muerte del Señor», es un acontecimiento festivo, ya que celebra la presencia del resucitado en medio de los suyos en el acto de darse a sí­ mismo como dispensador de la vida en aquellos elementos que significan la exaltación de esta vida. La eucaristí­a no se detiene en la muerte, sino que se abre a la vida; no es la conmemoración de un muerto, sino la exaltación de un viviente que se sienta con los suyos en la mesa del banquete en el tiempo, esperando que llegue el banquete de la eternidad.

3. LA EUCARISTíA COMO MEMORIAL. Esto explica por qué, en espera de ese acontecimiento escatológico, tiene que repetirse el gesto realizado por él: «Haced esto en memoria mí­a», según la tradición que hemos llamado antioquena.

No está del todo claro el significado de esta expresión. Según J. Jeremias querrí­a decir: «Haced esto para que Dios se acuerde de mí­», es decir, para que tenga en cuenta mi entrega por los hombres. Pensamos más bien que con esa expresión Jesús quiere decir no sólo que se repita el gesto realizado por él, sino que «nos acordemos» de él con la plenitud de significado salví­fico que quiso darle a la institución de la eucaristí­a, que por eso mismo no es un acontecimiento aislado en la historia, sino que se hace continuamente presente con los efectos y las exigencias de amor contenidos en él.

Todo esto se comprende mejor si se tiene en cuenta el significado del «recordar» (zakar) hebreo, que no es una mera evocación del pasado, sino más bien la reproducción de su fuerza y de su eficacia. Así­, por ejemplo, cuando se pide a Dios que «se acuerde» de sus fieles o de Israel, se pretende invitarle a que intervenga para repetir sus gestos salví­ficos: «Señor, te lo suplico, acuérdate de mí­; dame las fuerzas tan sólo una vez más», grita Sansón (Jue 16:28) cuando está a punto de castigar a los filisteos. Así­ rezan también los salmistas en sus lamentaciones individuales (Sal 25:7, etc.) o colectivas (Sal 74:2; Sal 106:4).

La invitación de Jesús a hacer lo que él hizo «en memoria» (eis anámnisin) de él tiene su paralelismo en las palabras de Moisés, cuando ordena la anamnesis pascual: «Este dí­a será memorable (zikkarón) para vosotros y lo celebraréis como fiesta del Señor, como institución perpetua de generación en generación» ( Exo 12:14). Pues bien, sabemos que para los hebreos la celebración de la pascua no era solamente el recuerdo de un suceso pasado, sino también su reactualización, en el sentido de que Dios estaba dispuesto a ofrecer de nuevo a su pueblo la salvación que necesitaba en otras nuevas circunstancias históricas. De esta manera el pasado irrumpí­a en el presente, fermentándolo con su fuerza salví­fica.

En conclusión, podemos decir que el «Haced esto en memoria mí­a» no es sólo una invitación a repetir un gesto cultual, sino a revivir por entero su significado salví­fico. De esta forma queda claro que el culto se convierte en vida y hace realmente «presente» a Cristo en el mundo a través de los frutos de su sacrificio.

4. LA EUCARISTíA COMO NUEVA ALIANZA. La doctrina eucarí­stica se profundiza, si examinamos ahora la fórmula sobre la /alianza, con las variantes que caracterizan sobre todo a la tradición antioquena: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros» (Luc 22:20).

Ante todo, en las palabras de Jesús hay una referencia a la alianza pactada con Dios en el Sinaí­ con la aspersión de la sangre de las ví­ctimas sobre el pueblo y sobre el altar, sí­mbolo de Dios, como queriendo expresar la comunión de Dios con su pueblo, que se compromete por su parte a observar todas las «palabras» de la alianza: «Moisés tomó la sangre y la derramó sobre el pueblo diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros mediante todas estas palabras» (Exo 24:8).

A la luz de esto está claro que el rito eucarí­stico, precisamente por la evocación de la «sangre derramada», no puede menos de asumir un valor sacrificial, que vale por la medida de amor expresado en el ofrecimiento libre de Cristo hasta la muerte, y no por la materialidad del hecho en sí­ mismo.

Por otra parte, la alianza nueva de la que hablan Pablo y Lucas remite ciertamente a los textos de Jer 31:31-34 : «Vienen dí­as -dice el Señor- en que yo haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva…» Aquella fidelidad que reclamaba la alianza y que Israel nunca supo dar y mantener se cumple ahora con el gesto de Cristo, que expresa su fidelidad total a Dios hasta la muerte y la exige de todos aquellos que se adhieren a él repitiendo el gesto litúrgico: es el Espí­ritu, en cuanto don del resucitado, el que desde dentro nos dará la fuerza de actuar las exigencias de la nueva alianza, que requiere también un amor nuevo.

De este modo la eucaristí­a se convierte realmente en el núcleo central de la vida cristiana, en donde la fe alimenta la vida y la vida ahonda y estimula la fe. Y todo ello no de forma aislada, sino bajo el signo de la alianza comunitaria.

V. LA DOCTRINA EUCARíSTICA EN JUAN. En este punto podemos también preguntarnos por qué Juan no nos ha transmitido el relato de la institución eucarí­stica.

1. LA ALIANZA NUEVA Y EL MANDAMIENTO DEL AMOR. Juan nos ofrece algo equivalente cuando, al comienzo de la historia de la pasión, describe el lavatorio de los pies y nos refiere la conclusión que Jesús deduce de él: «Yo os he dado ejemplo, para que hagáis vosotros lo mismo que he hecho yo» (Jua 13:15). Sigue luego con insistencia el recuerdo del mandamiento del amor: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Que como yo os he amado, así­ también os améis unos a otros. En esto reconocerán todos que sois mis discí­pulos, en que os amáis unos a otros» (Jua 13:34-35).

La alianza nueva exige un mandamiento nuevo, el del amor, que está contenido y expresado en su forma más alta precisamente en lo que quiere ser y significar la eucaristí­a; se da una correspondencia evidente de contenidos teológicos entre el texto de Juan y los ya examinados de los sinópticos.

X. Léon-Dufour distingue una doble tradición del acontecimiento eucarí­stico: una cultual, que es la que hemos examinado hasta ahora, y la que él llama «testamentaria», que serí­a tí­pica de Juan y tendrí­a ciertos residuos en los sinópticos en donde se habla de beber el «vino nuevo» en el reino del Padre (cf Mar 14:25; Mat 26:29; Luc 22:14-18). La tradición testamentaria transmitirí­a ante todo los últimos deseos de un moribundo, para poder asegurarse una presencia en medio de su comunidad; en cierto sentido completa la tradición cultual y le da un significado, impidiendo su formalización.

Personalmente encontramos esta intuición muy estimulante, ya que, sobre todo, nos permite resolver una objeción que algunos han planteado: «El hecho de que Juan sustituye totalmente la tradición cultual por la testamentaria, ¿significa que ha querido impugnar la práctica sacramental de su tiempo? No sin exageración algunos crí­ticos mantienen tal opinión. Pero Juan no impugna, sino que complementa. Lleva a término la tradición sinóptica, no en el sentido de que conozca textualmente sus distintas versiones, sino en el de que profundiza y condensa su testimonio. Esto vale tanto para las palabras de Jesús (todo se centra en la fe en su persona) como para sus acciones (la mayorí­a de los milagros narrados simbolizan la vida cristiana: caminar, ver, vivir)» (o.c., 315).

2. EL DISCURSO EUCARíSTICO. Que Juan no pone en entredicho la tradición cultual nos parece que se deduce también del llamado «discurso eucarí­stico», recogido en 6,26-65, después del milagro de la multiplicación de los panes.

Sin entrar en la multiplicidad de los problemas de carácter tanto crí­tico como exegético que presenta el texto, digamos enseguida que para nosotros el texto es unitario, y por tanto fundamentalmente eucarí­stico, aun cuando en la primera parte (6,26-47) se hable sobre todo de la «fe», también en forma de «comida», como presupuesto para acceder al misterio eucarí­stico. Este se explicita más bien al final: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo… Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último dí­a. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí­ y yo en él. Como el Padre que me ha enviado vive y yo vivo por el Padre, así­ el que me come vivirá por mí­…» (6,51-58).

De este texto tan rico nos gustarí­a destacar al menos tres ideas:
a) La primera es que Juan no utiliza la expresión «cuerpo», sino «carne» (sárx), que es el término técnico empleado por él para describir la encarnación: «Y el Verbo se hizo carne» (1,14). Como ya hemos recordado, sárx sirve para designar al hombre en cuanto frágil, tomado en la totalidad de su ser; efectivamente, en el último versí­culo que hemos citado Jesús dice: «El que me come vivirá por mí­» (v. 57). Por eso los dos elementos («carne» y «sangre») no quieren expresar dos partes de Jesús, sino su «persona» en cuanto entregada a la muerte: «Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo «(v. 51). Hay aquí­ una clara referencia al relato sinóptico («cuerpo dado por vosotros…, sangre derramada por vosotros… «).

b) La segunda cosa es que Jesús se presenta aquí­, más que en los sinópticos, como dador de vida. Yo dirí­a que el hecho de su muerte, que está también presente sin duda alguna, queda superado por la afirmación de la «vida» que él distribuye a quienes comen y beben de él. La eucaristí­a en Juan es un hecho más festivo: ¡la resurrección domina ya el cuadro!
c) En este trasfondo de pensamiento la eucaristí­a se muestra más ligada a la vida: «El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí­ y yo en él» (v. 56). Introduce una mayor intimidad con Cristo; realiza de verdad el sentido de alianza nueva, de la que hablábamos antes. Dejando un poco de lado el aspecto cultual, Juan hace destacar más la repercusión que la eucaristí­a tiene en la vida.

Esta repercusión se percibe igualmente en la confrontación que Jesús, estimulado por los mismos judí­os, que contraponen a la multiplicación de los panes el antiguo milagro del maná (6,31-32; cf Ex 16), hace con el propio maná: «Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del cielo; el que come de él no muere» (6,49-50). Jesús admite el paralelismo «simbolizante» entre el maná y la eucaristí­a; pero esta última, respecto a aquél, tiene la ventaja de dar una vida que no acaba. Y esto porque «el pan que baja del cielo» es Cristo mismo en la totalidad de su misterio. Solamente la fe permite tener acceso a él y alimentarse de él, asimilando su fuerza vital: «El que coma de este pan vivirá eternamente» (6,51).

Además, no hay que olvidar que el maná era el alimento milagroso para todo el pueblo de Israel; del mismo modo, la eucaristí­a va destinada no tanto a los individuos cuanto a la comunidad de los creyentes. Pero cada uno participa personalmente de la comida que está preparada para todos.

VI. IGLESIA Y EUCARISTíA. Hay además otro texto, de san Pablo, que invita a insertar más en la vida la celebración eucarí­stica, haciendo de ella un elemento de cohesión eclesial, tal como es en su naturaleza de signo y de don de alianza. Es cuando Pablo, hablando de las carnes inmoladas a los í­dolos («idolotitos»), prohí­be a los cristianos de Corinto que participen de la comida de esas carnes con ocasión de los banquetes paganos; en ese caso se darí­a una verdadera «communicatio in sacris» con los paganos, con el consiguiente alejamiento de la comunidad eclesial, desmintiendo en la práctica el sentido mismo de la eucaristí­a: «Os hablo como a personas inteligentes: juzgad lo que os digo. El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan» (1Co 10:15-17).

Aquí­ hay dos cosas muy importantes que subrayar. Ante todo, el hecho de que la participación en la celebración eucarí­stica pone en comunión (koinóní­a) con la sangre y con el cuerpo del Señor, es decir, con su persona, que vive ahora en la gloria del Padre: el genitivo que aquí­ se emplea («comunión del cuerpo»), y que es exclusivo del NT, señala no tanto un contacto como una compenetración: realmente el creyente que come y bebe del cuerpo y de la sangre del Señor forma una sola cosa con su Señor, reviviendo lógicamente sus sentimientos y sus disposiciones.

Pero hay además una segunda cosa que se deriva del texto, y es la relación de la eucaristí­a con la Iglesia en cuanto «cuerpo»: «Puesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan» (v. 17). Obsérvese la insistencia del Pablo en decir «pan»; esto es muy importante, porque el pan sigue siendo tal, pero con una relación nueva con la presencia efectiva de Cristo en la eucaristí­a. Más importante todaví­a es la afirmación de que «formamos un solo cuerpo» porque «participamos del mismo pan». A nuestro juicio hay aquí­ una referencia explí­cita a la /Iglesia como «cuerpo» articulado, compuesto de diversos miembros y funciones ministeriales y carismáticas, de las que se hablará en el capí­tulo 12. Por tanto, es la única eucaristí­a la que hace a la Iglesia como asamblea de los creyentes, reproponiéndoles en el rito sacramental toda la realidad salví­fica que se nos ha ofrecido en Cristo, muerto y resucitado por nosotros.

Para intentar explicar cómo sucede esto, quizá podamos recurrir a la idea de «personalidad corporativa», que es tan familiar a Pablo, como se deduce del capí­tulo 5 de la carta a los Romanos, donde habla de los dos Adanes: «Según esta perspectiva, Pablo dice que el cuerpo de Jesús resucitado nos incorpora, de manera que todos estamos unidos a él y dependemos de él por un ví­nculo constitutivo y permanente. Es, una vez más, la idea de koinóní­a en sentido fuerte, pero vista ahora en su efecto para todos los creyentes. El cuerpo eclesial de Cristo que se ha constituido por el bautismo continúa modelándose y recibiendo la vida a través de la comida eucarí­stica, y ello de un modo privilegiado» (X. Léon-Dufour, o. e., 272).

BIBL.: AA.VV., La Cena del Signore, en «Parola, Spirito e Vita» 7 (1979); BENOIT P., I racconti dell’stituzione eucaristica e il loro valore, en Esegesi e teologia, II, Ed. Paoline, Roma 1965, 163-204; BOISMARD M.E., L’Eucharistie selon St. Paul, en «Lumiére et Vie» 31 (1957) 93-106; CAZELLES H., Eucharistie, bénédiction et sacrifice dans PA. Testament, en «La Maison Dieu» 123 (1975) 7-28; COPPENS J., L’Eucharistie néotestamentaire, en Exégése et Théologie 11, Gembloux, Parí­s 1968, 262-281; DE LUBAC H., Corpus mysticum. L’Eucharistie et l église au Moyen-Age, Parí­s 1944; DESCAMPS A., Les origins de /’Eucharistie, en L’Eucharistie, symbole el réalité, Gembloux, Parí­s 1970, 57-125; DUPONT J., «Ceci est mon corps. Ceci est mon sang»; en «NRT» 80 (1958) 1025-1041; DURRWELL F.X., La Eucaristí­a, sacramento pascual, Sí­gueme, Salamanca 1982; Equipo «F.T. Toulousse», La eucaristí­a en la Biblia, Verbo Divino, Estella 1982; GALBIATI E., L ‘Eucaristia nena Bibbia, Milán 19802; GIRAUDO G., La struttura letteraria della preghiera eucaristica. Saggio Bulla genesi letteraria di una forma. Toda veterotestamentaria, Beraka giudaica, Anafora cristiana (Analecta Biblica 92), Roma 1981; JEREMIAS J., La última cena. Palabras de Jesús, Madrid 1980; LEON-DUFOUR X., La fracción del pan. Culto y existencia en el Nuevo Testamento, Cristiandad, Madrid 1983; MANARANCHE A., Ceci est mon corps, Parí­s 1975; PATSCH H., Abendmahl und historischer Jesus, Stuttgart 1972; SCHORMANN H., Der Paschamahlbericht: Lk 22…, 3 vols., Münster 1953, 1955, 1956; THURIAN M., La eucaristí­a. Memorial del Señor, Sí­gueme, Salamanca 1967.

S. Cipriani

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Sumario: 1. Las riquezas de la eucaristí­a. II. La praxis eucarí­stica en la Iglesia primitiva: 1. La eucaristí­a como †œfractio pañis†; 2. Un antiguo ejemplo de celebración eucarí­stica; 3. La celebración de la eucaristí­a en Corinto. III. El relato de la institución de la eucaristí­a: 1. En Pablo y Lucas; 2. En Marcos y Mateo. IV. Significado teológico de ¡aspalabras y de los gestos en ¡a institución de la eucaristí­a: 1. El cuerpo y la sangre de Cristo; 2. El simbolismo del pan y del vino; 3. La eucaristí­a como memorial; 4. La eucaristí­a como nueva alianza. V. La doctrina eucarí­stica en Juan: 1. La alianza nueva y el mandamiento del amor; 2. El discurso eucarí­s-tico. VI. Iglesia y eucaristí­a.
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1. LAS RIQUEZAS DE LA EUCARISTIA.
La eucaristí­a ha sido siempre el centro de la vida de la Iglesia, de la que constituye el †œmysterium fidei† por excelencia. Según los diversos tiempos y las diferentes sensibilidades se ha acentuado un aspecto más bien que otro, puesto que en realidad en ella se entrecruzan en parte todas las verdades que hay que creer y vivir.
En estos últimos tiempos, por ejemplo, se ha intentado acentuar el aspecto eclesial y social de la eucaristí­a. Pensemos en el tema del congreso eucarí­stico internacional de Lourdes (1981): †œJesucristo, pan partido por un mundo nuevo†. La Conferencia Episcopal italiana, el 22 de mayo de 1983, promulgó un documento con este tí­tulo significativo: †œEucaristí­a, comunión y comunidad†, poniendo a la eucaristí­a en el centro de toda la renovación eclesial, descubriendo que, si es verdad que la Iglesia hace la eucaristí­a, también es verdad que †œes la eucaristí­a la que hace a la Iglesia† (H. de Lubac).
Al intentar exponer una reflexión unitaria sobre la doctrina de la eucaristí­a en el NT, no nos detendremos únicamente en las palabras de la institución, sino que captaremos todos los signos de su presencia, explorando sobre todo la praxis viva de la Iglesia.

982
II. LA PRAXIS EUCARISTICA EN LA IGLESIA PRIMITIVA.
Pues bien, lo más interesante es que la Iglesia primitiva desde sus orí­genes practicaba la eucaristí­a, aunque no la llamaba con este nombre. En efecto, el sustantivo eucharistí­a para designar la liturgia eucarí­stica sólo aparece por el 110 d.C. con Ignacio de Antioquí­a (Philad. 4,1; Smyrn. 7,1; etcétera) y hacia el 150 con Justino (Apol. 1,66). En el NT las dos únicas designaciones son †œfracción del pan† y †œcena del Señor, probablemente para acentuar la dimensión social, que podí­a perderse si se reducí­a la eucaristí­a a una mera †œacción de gracias†™, es decir, a una relación exclusiva o casi exclusiva con Dios.
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1. La eucaristí­a como fractio PANIS†™.
En este sentido es muy importante el testimonio del libro de los Hechos. Al describir en un sumario rápido la vida de la primitiva comunidad de Jerusalén, Lucas la ve caracterizada por cuatro elementos: los nuevos creyentes †œeran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en partir el pan y en las oraciones† (Hch 2,42).
Estos cuatro términos nos permiten vislumbrar con notable aproximación lo que realmente significan: †œla enseñanza (didajé)de los apóstoles† deberí­a significar la evangeliza-ción más profunda de los creyentes, entre los cuales se creaba de este modo una comunión fraterna (koi-ndnia) más í­ntima, basada sobre todo en la misma fe. Esto llevaba a poner libremente en común los mismos bienes materiales, como consecuencia natural del creer común (y. 45).
La †œfracción del pan† (klasis toú ártou) es un gesto litúrgico que repite exactamente el que hizo Jesús en la última cena, y quiere expresar el compartir que lleva consigo este gesto, tí­picamente judí­o. Las †œoraciones† que siguen debí­an ser, según el tipo de la tódah (= alabanza) judí­a, celebraciones y alabanzas a Dios por sus intervenciones salví­ficas, cuya cima estaba representada precisamente por lo que la eucaristí­a querí­a significar en la intención de Cristo: estas †œoraciones† podí­an sacarse de la rica tradición del AT, o bien ser creadas ex novo dentro del clima de entusiasmo de los primeros creyentes.
También lo que se dice en el versí­culo 46 parece referirse entonces a la celebración de la eucaristí­a:
†œTodos los dí­as acudí­an juntos al templo, partí­an el pan (klóntes arton] en las casas, comí­an juntos con alegrí­a y sencillez de corazón†™. No parece que se trate en este caso de banquetes comunes, sino de auténticas celebraciones eucarí­sticas, hechas no ya en el templo, en donde no habrí­an tenido ya ningún sentido, puesto que eran como una especie de antí­tesis, sino en las casas privadas, con la alegrí­a (agallí­asis) que este encuentro de fe no podí­a menos de suscitar. Es el término kláo (partir en trozos), utilizado sólo para la eucaristí­a, el que obliga a esta interpretación.
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2. Un antiguo ejemplo de celebración eucarí­stica.
Por lo demás, siguiendo aún con el libro de los Hechos, hay un episodio caracterí­stico que confirma el uso de la celebración eucarí­stica en las casas particulares, y además en dí­a de domingo.
En su tercer viaje misionero, al volver a Jerusalén, Pablo se detiene siete dí­as en Tróade: †œEl primer dí­a de la semana nos reunimos para partir el pan (klasai árton). Pablo, que debí­a marcharse al dí­a siguiente, estuvo hablando con ellos hasta medianoche† (Hch 20,7), de modo que el pequeño Eutico, que estaba sentado en la ventana, se durmió, cayó del tercer piso y lo levantaron ya cadáver. Pero el apóstol le restituyó prodigiosamente la vida. Luego subió, †œpartió el pan (klásas ton árton) y comió, estuvo hablando (homilesas) hasta el alba y se marchó† (20,11).
Es evidente por todo el conjunto que se está hablando de la celebración eucarí­stica: por dos veces aparece la expresión †œpartir el pan. Además, hay una referencia a la prolongada †œhomilí­a de Pablo, que debí­a ser muy probablemente una ilustración del misterio eucarí­stico.
985
3. La celebración de la eucaristí­a en Corinto.
Siguiendo aún en el terreno de la praxis eclesial, también es significativo lo que ocurrí­a en la comunidad de Corinto, en donde Pablo habí­a predicado por el 51-52 y donde habí­a nacido, por iniciativa de algún.generoso cristiano, una práctica bastante curiosa: antes de celebrar la eucaristí­a propiamente dicha, probablemente también para esperar a los retrasados, tomaban juntos una cena para favorecer la fraternidad y ayudar a los más pobres. De esta manera la eucaristí­a adquirí­a además su dimensión social; no era solamente una celebración cultual, sino que entraba en la vida intentando transformarla.
Pero el hecho es que no llegó a alcanzarse este objetivo, de lo que Pablo se queja amargamente:
†œCuando os reuní­s en común, ya no es eso comer la cena del Señor. Porque cada cual se adelanta a comer su propia cena; y mientras uno pasa hambre, otro se emborracha… ¿Qué os voy a decir? ¿Ac de felicitaros? En esto no os puedo felicitar† (1Co 11,20-22).
Prescindiendo de todas las buenas intenciones que podí­an haber inducido a aquellos cristianos a introducir la práctica de un banquete fraternal antes de la celebración de la eucaristí­a, Pablo interviene para eliminar aquellos abusos que herí­an la caridad. Y lo hace recordando simplemente las circunstancias en que se habí­a instituido la eucaristí­a y el significado que le habí­a querido dar Jesús con sus gestos y sus palabras: †œYo recibí­ del Señor lo que os he transmitido: que Jesús, el Señor, en la noche que fue entregado tomó pan…† (1Co 11,23).
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III. EL RELATO DE LA INSTITUCION DE LA EUCARISTIA.
Es importante esta referencia a la †œtradición† que el apóstol †œtransmitió† fielmente a los cristianos de Corinto (51-52 d.C). Con ello nos remontamos a los tiempos anteriores a su predicación en Corinto; a su experiencia realizada en la comunidad de Antioquí­a, que practicaba ya la liturgia eucarí­stica, y cuyo formulario parece referir san Pablo, casi idéntico al que encontramos en Lucas.
Esto nos lleva precisamente a los orí­genes mismos de la liturgia eucarí­stica, quizá al 40 d.C, es decir, a pocos años después de la muerte de Jesús, tiempo totalmente insuficiente para que se verificase aquel cambio de significado en que ha pensado H. Lietzmann, según el cual inicial-mente la eucaristí­a habrí­a sido la celebración de un banquete festivo en espera del próximo retorno del Hijo del hombre; al trasladarse luego al mundo helenista, bajo la influencia de la religión de los misterios se habrí­a convertido en la evocación de la muerte sacrificial de Cristo [1 Pascua III; / Comida III].
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1. En Pablo y Lucas.
Pero ahora que hemos empezado a hablar de la †œtradición† de la celebración eucarí­stica, evidente en Pablo, hay que decir que también en los tres sinópticos, que nos transmiten la narración de la institución de la eucaristí­a, el relato es de tipo cultual-etiológico, es decir, se intenta dar una funda-mentación †˜histórica que †œmotive† el rito, sin pretender con ello ofrecer todos los elementos que pudieron intervenir en aquel hecho fundador. Esto no quiere decir que el hecho haya sido inventado, sino tan sólo que es referido por la importancia †œfundante†™ que tiene, sin perderse en todos los detalles que hayan podido acompañarlo.
Es lo que escribe X. Léon-Dufour después de un atento examen crí­tico, especialmente del texto de Marcos. †œEs obligado concluir que el relato no pretende directamente referir un episodio biográfico, sino proclamar una acción fundante. En su culto, los cristianos se han referido siempre a la cena y al acto de Jesús, cuyo alcance teológico han procurado manifestar. ¿Quiere decir esto que el relato es un producto de la práctica eucarí­stica y que en sí­ mismo no tiene valor histórico? Tal deducción serí­a excesiva† (La fracción del pan, 116).
Y el autor lo demuestra con muchas pruebas: semitismos -como †œpartir el pan†™, †œbendecir, etc.- que habrí­an sonado mal a los oí­dos griegos; Jesús hace circular una sola copa de vino, en contra del uso común entre los judí­os de aquel tiempo de utilizar varias copas, etc.
La tradición que se deriva de Pablo puede definirse como tradición †œantioquena†™, precisamente porque proviene de dicha Iglesia; a ella se refiere también Lucas, que tiene muchos puntos de contacto con Pablo, como se ve fácilmente por la confrontación de ambos textos (1Co 11,23-26; Lc 22,19-20).
Sin entrar en detalles exegéticos, nos gustarí­a solamente llamar la atención sobre algunos elementos comunes, que caracterizan a la tradición antioquena: 1) el añadido de la invitación a repetir lo que hizo Jesús: †œHaced esto en memoria mí­a†™, que en Lucas sólo se dice para el pan y en Pablo también para el cáliz; 2) †œin recto† se quiere afirmar que la copa constituye y representa la alianza, que se presenta aquí­ como †œnueva†™, naturalmente siempre por medio de la sangre; el acento recae en la alianza, como resultado del don de amor de Cristo; 3) tanto Lucas como Pablo subrayan la separación entre la consagración del pan y la del vino (después de cenar†™), que reconstruye mejor el fondo histórico, a diferencia de Marcos y de Mateo, que han litur-gizado más el relato eliminando toda separación entre los dos gestos; 4) a propósito del cuerpo se dice claramente que se †œentrega† a la muerte †œpor vosotros†™, casi dialogando con los presentes; 5) en lo que se refiere a la sangre, Lucas dice expresamente que †œes derramada por vosotros†™, esto es, dada en ofrenda sacrificial. Pablo no refiere estas palabras, pero añade un comentario que expresa este mismo concepto: †œPues siempre que coméis este pan y bebéis este cáliz anunciáis la muerte del Señor hasta que vuelva† (1Co 11,26).
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2. En Marcos y Mateo.
Para tener el cuadro completo del relato de la institución de la eucaristí­a, no podemos olvidar los textos de Marcos y de Mateo, que podemos calificar de tradición †œmarciana†™, ya que tendrí­a su prototipo en el segundo evangelista; otros la llaman también †˜jerosolimitana†, porque recogerí­a la liturgia de aquellas Iglesias (p.ej., J. Jeremí­as, que durante mucho tiempo consideró la de Marcos como la tradición más antigua, sobre todo por el mayor número de semitismos que contiene).
Entre las diferencias más destacadas está lo que se dice del cáliz, que es identificado más directamente con la sangre de Cristo, que fundamenta la alianza: †œEsta es mi sangre, la sangre de la alianza†™. Se dice además que la sangre †œserá derramada por la multitud †œ(peri pollón), lo cual remite casi automáticamente al cuarto poema del siervo de Yhwh: †˜El, que llevaba los pecados de muchos e intercedí­a por los malhechores† (Is 53,12). Además, san Mateo, por su propia cuenta, añade el comentario teológico: †œpara remisión de los pecados†, que mira a poner de relieve la libre entrega de Jesús a la muerte.
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IV. SIGNIFICADO TEOLOGico DE LAS PALABRAS Y DE LOS GESTOS EN LA INSTITUCION DE LA EUCARISTíA.
En este punto conviene que intentemos una profundización teológica del sentido de las palabras y de los gestos que realizó Jesús durante la que fue su última cena y que él ordena repetir en recuerdo suyo.
Es evidente que él realiza unos gestos verdaderos, pero simbólicos, de los que los apóstoles en aquellos momentos no debieron comprender casi nada: algo análogo a los gestos de los antiguos profetas, que no significaban solamente, sino que realizaban lo que significaban. Como cuando Ezequiel tuvo que afeitarse la cabeza y dejar que el viento se llevara sus cabellos, y Dios le dice: †œDirás a la casa de Israel: Esto dice el Señor Dios: Esta es la ciudad de Jerusa-lén…†™ (Ez 5,5). Se trata del anuncio de la dispersión en el destierro, que de hecho se verificará; en el gesto simbólico del profeta está contenida en cierto sentido la realidad.
Así­, cuando Jesús dice: †œEsto es mi cuerpo†™, o bien: †œEsto es mi sangre†™, intenta establecer una relación verdadera y objetiva entre aquellos elementos materiales y el misterio de su muerte, que encontrará su coronación en la resurrección. ¿Puede llamarse todo esto †˜transustanciación†™, como propone el concilio de Trento, aunque sin presentarlo como dogma, o de alguna otra manera, como sugieren ciertos teólogos modernos? Creo que carece de importancia: lo que sigue siendo verdad es que aquellas palabras crean una situación nueva en aquellos elementos comunes de la alimentación humana, por lo que realmente realizan una misteriosa presencia de Cristo corno actualmente vivo, pero que se entregó a la muerte por nosotros.
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1. El cuerpo y la sangre de Cristo.
En este sentido hay que entender bien la doble referencia al †œcuerpo† y a la †˜sangre†™. No se trata de dos elementos constitutivos del hombre que, separados entre sí­, intenten representar un estado de muerte, como se dice muchas veces. Deben entenderse más bien sobre el fondo de la antropologí­a semita. El término soma (cuerpo) corresponde casi seguramente al basar hebreo (sárx, como dice Jn 6,51-59), que significa al hombre en cuanto ser frágil y perecedero: las palabras que añaden Pablo y Lucas (†œque se erí­trega por vosotros†, †œque es entregado por vosotros†) señalan claramente el destino de Jesús a la muerte, en cuanto muerte salví­fica. Por eso podrí­amos traducir la expresión †œEsto es mi cuerpo† por †œLo que estoy haciendo (pan partido y repartido) significa de antemano la ofrenda de mi persona por vosotros†.
Por lo que se refiere a la †˜sangre†™, también ella expresarí­a un concepto tí­picamente semita: la sangre es considerada como †œel alma de la vida† y pertenece sólo a Dios (Lv 17,11-14). Por eso estaba severamente prohibido matar a un hombre (Gn 9,6), es decir, †œderramar† su sangre. Al hablar de su †œsangre derramada†, Jesús intenta referirse a la muerte violenta que muy pronto habrí­an de darle los hombres, pero que de hecho será †œen favor nuestro†, por nuestra salvación.
Se trata por tanto de dos elementos, los del cuerpo y de la sangre, que expresan la misma realidad, es decir, la libre entrega de Cristo a la muerte sin eludir las consecuencias últimas que su actuación habí­a desencadenado en el ánimo ya exacerbado de sus adversarios. En fin de cuentas, podí­a tomar o sólo el pan o sólo el vino para significar todo esto.
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2. El simbolismo del pan y del vino.
Pero Jesús empleó el pan y el vino para expresar no solamente su muerte, sino también su entrega en alimento a los hombres para encontrarse con ellos en la celebración festiva de un banquete, del que estos elementos son / sí­mbolo e instrumento al mismo tiempo.
Efectivamente, en la perspectiva bí­blica el pan designa el alimento indispensable para vivir; proviene de la omnipotencia del Creador, que se lo concede a quienes lo piden (Ex 23,25; SaI 78,20; SaI 104,15; SaI 146,7 etc. ). Precisamente por esta relación que tiene con la vida se presta muy bien para significar el banquete escatológico: †œDichoso el que coma el pan en el convite del reino de Dios† (Lc 14,15).
El vino, por su parte, no indica tanto el elemento primordial para la vida como la plenitud de la vida en el gozo. Simboliza el aspecto agradable de la existencia, la amistad, el amor, la exultación; también se le usa para designar la alegrí­a celestial (Am 9,14; Os 2,24; Jr 31,12 etc. ).
De todo lo que venimos diciendo resulta claro que la eucaristí­a, aun †œproclamando la muerte del Señor†, es un acontecimiento festivo, ya que celebra la presencia del resucitado en medio de los suyos en el acto de darse a sí­ mismo como dispensadorde la vida en aquellos elementos que significan la exaltación de esta vida. La eucaristí­a no se detiene en la muerte, sino que se abre a la vida; no es la conmemoración de un muerto, sino la exaltación de un viviente que se sienta con los suyos en la mesa del banquete en el tiempo, esperando que llegue el banquete de la eternidad.
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3. La eucaristí­a como memorial.
Esto explica por qué, en espera de ese acontecimiento escatológico, tiene que repetirse el gesto realizado por él: †œHaced esto en memoria mí­a†, según la tradición que hemos llamado antioquena.
No está del todo claro el significaA do de esta expresión. Según J. Jeremí­as querrí­a decir: †œHaced esto para que Dios se acuerde de mí­†, es decir, para que tenga en cuenta mi entrega por los hombres. Pensamos más bien que con esa expresión Jesús quiere decir no sólo que se repita el gesto realizado por él, sino que †œnos acordemos† de él con la plenitud de significado salví­fico que quiso darle a la institución de la eucaristí­a, que por eso mismo no es un acontecimiento aislado en la historia, sino que se hace continuamente presente con los efectos y las exigencias de amor contenidos en él.
Todo esto se comprende mejor si se tiene en cuenta el significado del †œrecordar† (zakar) hebreo, que no es una mera evocación del pasado, sino más bien la reproducción de su fuerza y de su eficacia. Así­, por ejemplo, cuando se pide a Dios que †œse acuerde† de sus fieles o de Israel, se pretende invitarle a que intervenga para repetir sus gestos salví­ficos: †œSeñor, te lo suplico, acuérdate de mí­; dame las fuerzas tan sólo una vez más†, grita Sansón (Jc 16,28) cuando está a punto de castigar a los filisteos. Así­ rezan también los salmistas en sus lamentaciones individuales (Ps 25,7, etc.) o colectivas (SaI 74,2; SaI 106,4).
La invitación de Jesús a hacer lo que él hizo †œen memoria† (eis anam-nesin) de él tiene su paralelismo en las palabras de Moisés, cuando ordena la anamnesis pascual: †œEste dí­a será memorable (zikkarón) para vosotros y lo celebraréis como fiesta del Señor, como institución perpetua de generación en generación† Ex 12,14). Pues bien, sabemos que para los hebreos la celebración de la pascua no era solamente el recuerdo de un suceso pasado, sino también su reactualización, en el sentido de que Dios estaba dispuesto a ofrecer de nuevo a su pueblo la salvación que necesitaba en otras nuevas circunstancias históricas. De esta manera el pasado irrumpí­a en el presente, fermentándolo con su fuerza salví­fica.
En conclusión, podemos decir que el †œHaced esto en memoria mí­a† no es sólo una invitación a repetir un gesto cultual, sino a revivir por entero su significado salví­fico. De esta forma queda claro que el culto se convierte en vida y hace realmente †œpresente† a Cristo en el mundo a través de los frutos de su sacrificio.
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4. La eucaristí­a como nueva alianza.
La doctrina eucarí­stica se profundiza, si examinamos ahora la fórmula sobre la / alianza, con las variantes que caracterizan sobre todo a la tradición antioquena: †œEste cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros† (Lc 22,20).
Ante todo, en las palabras de Jesús hay una referencia a la alianza pactada con Dios en el Sinaí­ con la aspersión de la sangre de las ví­ctimas sobre el pueblo y sobre el altar, sí­mbolo de Dios, como queriendo expresar la comunión de Dios con su pueblo, que se compromete por su parte a observar todas las †œpalabras† de la alianza: †œMoisés tomó la sangre y la derramó sobre el pueblo diciendo: †œEsta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros mediante todas estas palabras† (Ex 24,8).
A la luz de esto está claro que el rito eucarí­stico, precisamente por la evocación de la †œsangre derramada, no puede menos de asumir un valor sacrificial, que vale por la medida de amor expresado en el ofrecimiento libre de Cristo hasta la muerte, y no por la materialidad del hecho en sí­ mismo.
Por otra parte, la alianza nueva de la que hablan Pablo y Lucas remite ciertamente a los textos de Jeremí­as 31,31-34: †œVienen dí­as -dice el Señor- en que yo haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva… †œAquella fidelidad que reclamaba la alianza y que Israel nunca supo dar y mantener se cumple ahora con el gesto de Cristo, que expresa su fidelidad total a Dios hasta la muerte y la exige de todos aquellos que se adhieren a él repitiendo el gesto litúrgico: es el Espí­ritu, en cuanto don del resucitado, el que desde dentro nos dará la fuerza de actuar las exigencias de la nueva alianza, que requiere también un amor nuevo.
De este modo la eucaristí­a se convierte realmente en el núcleo central de la vida cristiana, en donde la fe alimenta la vida y la vida ahonda y estimula la fe. Y todo ello no de forma aislada, sino bajo el signo de la alianza comunitaria.
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V. LA DOCTRINA EUCARISTICA EN JUAN.
En este punto podemos también preguntarnos por qué Juan no nos ha transmitido el relato de la institución eucarí­stica.
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1. La alianza nueva y el mandamiento del amor.
Juan nos ofrece algo equivalente cuando, al comienzo de la historia de la pasión, describe el lavatorio de los pies y nos refiere la conclusión que Jesús deduce de él: †œYo os he dado ejemplo, para que hagáis vosotros lo mismo que he hecho yo† (Jn 13,15). Sigue luego con insistencia el recuerdo del mandamiento del amor: †œOs doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. Que como yo os he amado, así­ también os améis unos a otros. En esto reconocerán todos que sois mis discí­pulos, en que os amáis unos a otros†™ (Jn 13,34-35).
La alianza nueva exige un mandamiento nuevo, el del amor, que está contenido y expresado en su forma más alta precisamente en lo que quiere ser y significar la eucaristí­a; se da una correspondencia evidente de contenidos teológicos entre el texto de Juan y los ya examinados de los sinópticos.
X. Léon-Dufour distingue una doble tradición del acontecimiento eucarí­stico: una cultual, que es la que hemos examinado hasta ahora, y la que él llama †œtestamentaria†, que serí­a tí­pica de Juan y tendrí­a ciertos residuos en los sinópticos en donde se habla de beber el †œvino nuevo†™ en el reino del Padre (Mc 14,25; Mt 26,29; Lc 22,14-18). La tradición testamentaria transmitirí­a ante todo los últimos deseos de un moribundo, para poder asegurarse una presencia en medio de su comunidad; en cierto sentido completa la tradición cultual y le da un significado, impidiendo su formalización.
Personalmente encontramos esta intuición muy estimulante, ya que, sobre todo, nos permite resolver una objeción que algunos han planteado:
†œEl hecho de que Juan sustituye totalmente la tradición cultual por la testamentaria, ¿significa que ha querido impugnar la práctica sacramental de su tiempo? No sin exageración algunos crí­ticos mantienen tal opinión. Pero Juan no impugna, sino que complementa. Lleva a término la tradición sinóptica, no en el sentido de que conozca textualmente sus distintas versiones, sino en el de que profundiza y condensa su testimonio. Esto vale tanto para las palabras de Jesús (todo se centra en la fe en su persona) como para sus acciones (la mayorí­a de los milagros narrados simbolizan la vida cristiana: caminar, ver, vivir)† (o.c, 315).
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2. El discurso eucaristico.
Que Juan no pone en entredicho la tradición cultual nos parece que se deduce también del llamado †œdiscurso eucarí­stico†™, recogido en 6,26-65, después del milagro de la multiplicación de los panes.
Sin entrar en la multiplicidad de los problemas de carácter tanto crí­tico como exegético que presenta el texto, digamos enseguida que para nosotros el texto es unitario, y por tanto fundamentalmente eucarí­stico, aun cuando en la primera parte (6,26-47) se hable sobre todo de la †˜fe†™, también en forma de †œcomida†™, como presupuesto para acceder al misterio eucarí­stico. Este se explí­cita más bien al final: †œYo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo… Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último dí­a. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí­ y yo en él. Como el Padre que me ha enviado vive y yo vivo por el Padre, así­ el que me come vivirá por mí­…† (6,51-58).
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De este texto tan rico nos gustarí­a destacar al menos tres ideas:
a) La primera es que Juan no utiliza la expresión †œcuerpo†™, sino †œcarne† (sárx), que es el término técnico empleado por él para describir la encarnación: †œY el Verbo se hizo carne †œ(1,14). Como ya hemos recordado, sárx sirve para designar al hombre en cuanto frágil, tomado en la totalidad de su ser; efectivamente, en el último versí­culo que hemos citado Jesús dice: †œEl que me come vivirá por mí­† (y. 57). Por eso los dos elementos (†œcarne† y †œsangre†) no quieren expresar dos partes de Jesús, sino su †œpersona† en cuanto entregada a la muerte: †œY el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo† (y. 51). Hay aquí­ una clara referencia al relato sinóptico (†œcuerpo dado por vosotros…, sangre derramada por vosotros…†™).
b) La segunda cosa es que Jesús se presenta aquí­, más que en los sinópticos, como dador de vida. Yo dirí­a que el hecho de su muerte, que está también presente sin duda alguna, queda superado por la afirmación de la †œvida† que él distribuye a quienes comen y beben de él. La eucaristí­a en Juan es un hecho más festivo: ¡la resurrección domina ya el cuadro!
c) En este trasfondo de pensamiento la eucaristí­a se muestra más ligada a la vida: †œEl que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí­ y yo en él† (y. 56). Introduce una mayor intimidad con Cristo; realiza de verdad el sentido de alianza nueva, de laque hablábamos antes. Dejando un poco de lado el aspecto cultual, Juan hace destacar más la repercusión que la eucaristí­a tiene en la vida.
Esta repercusión se percibe igualmente en la confrontación que Jesús, estimulado por los mismos judí­os, que contraponen a la multiplicación de los panes el antiguo milagro del maná (6,31-32; Ex 16), hace con el propio maná: †œVuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del cielo; el que come de él no muere† (6,49-50). Jesús admite el paralelismo †œsimbolizante† entre el maná y la eucaristí­a; pero esta última, respecto a aquél, tiene la ventaja de dar una vida que no acaba. Y esto porque †œel pan que baja del cielo† es Cristo mismo en la totalidad de su misterio. Solamente la fe permite tener acceso a él y alimentarse de él, asimilando su fuerza vital: †œEl que coma de este pan vivirá eternamente† (6,51).
Además, no hay que olvidar que el maná era el alimento milagroso para todo el pueblo de Israel; del mismo modo, la eucaristí­a va destinada no tanto a los individuos cuanto a la comunidad de los creyentes. Pero cada uno participa personalmente de la comida que está preparada para todos.
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VI. IGLESIA Y EUCARISTIA.
Hay además otro texto, de san Pablo, que invita a insertar más en la vida la celebración eucaristí­ca, haciendo de ella un elemento de cohesión eclesial, tal como es en su naturaleza de signo y de don de alianza. Es cuando Pablo, hablando de las carnes inmoladas a los í­dolos (†˜idolotitos†), prohibe a los cristianos de Corinto que participen de la comida de esas carnes con ocasión de los banquetes paganos; en ese caso se darí­a una verdadera †œcommunicatio in sacris†con los paganos, con el consiguiente alejamiento de la comunidad eclesial, desmintiendo en la práctica el sentido mismo de la eucaristí­a: †œOs hablo como a personas inteligentes: juzgad lo que os digo. El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión con el cuerpo de Cristo? Puesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan(lCor 10,15-1 7).
Aquí­ hay dos cosas muy importantes que subrayar. Ante todo, el hecho de que la participación en la celebración eucarí­stica pone en comunión (koinoní­a) con la sangre y con el cuerpo del Señor, es decir, con su persona, que vive ahora en la gloria del Padre: el genitivo que aquí­ se emplea (comunión del cuerpo†™), y que es exclusivo del NT, señala no tanto un contacto como una compenetración: realmente el creyente que come y bebe del cuerpo y de la sangre del Señor forma una sola cosa con su Señor, reviviendo lógicamente sus sentimientos y sus disposiciones.
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Pero hay además una segunda cosa que se deriva del texto, y es la relación de la eucaristí­a con la Iglesia en cuanto †œcuerpo†™: †œPuesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan† (y. 17). Obsérvese la insistencia del Pablo en decir †œpan†™; esto es muy importante, porque el pan sigue siendo tal, pero con una relación nueva con la presencia efectiva de Cristo en la eucaristí­a. Más importante todaví­a es la afirmación de que †œformamos un solo cuerpo†™ porque †œparticipamos del mismo pan. A nuestro juicio hay aquí­ una referencia explí­cita a la ¡Iglesia como †œcuerpo†™ articulado, compuesto de diversos miembros y funciones ministeriales y carismáticas, de las que se hablará en el capí­tulo 12. Por tanto, es la única eucaristí­a la que hace a la Iglesia como asamblea de los creyentes, reproponiéndoles en el rito sacramental toda la realidad salví­fica que se nos ha ofrecido en Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
Para intentar explicar cómo sucede esto, quizá podamos recurrir a la idea de †œpersonalidad corporativa†™, que es tan familiar a Pablo, como se deduce del capí­tulo 5 de la carta a los Romanos, donde habla de los dos Adanes: †œSegún esta perspectiva, Pablo dice que el cuerpo de Jesús resucitado nos incorpora, de manera que todos estamos unidos a él y dependemos de él por un ví­nculo constitutivo y-permanente. Es, una vez más, la idea de koinoní­a en sentido fuerte, pero vista ahora en su efecto para todos los creyentes. El cuerpo eclesial de Cristo que se ha constituido por el bautismo continúa modelándose y recibiendo la vida a través de la comida eucarí­stica, y ello de un modo privilegiado† (X. Léon-Dufour, o.c, 272).
1000
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S. Cipriani
1001

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

A) Sí­ntesis teológica del misterio eucarí­stico.

B) Teorí­as sobre el sacrificio eucarí­stico.

A) SíNTESIS TEOLí“GICA DEL MISTERIO EUCARíSTICO

I. Concepto
E. es el nombre con que ya desde el siglo i se designa el ->sacramento de la cena del Señor, celebrada según el ejemplo y las instrucciones de Jesús. El término mismo expresa aspectos esenciales de la e. Enlaza con la «acción de gracias» de Jesús en la última cena (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24; Mc 14, 23; Mt 26, 27), y como traducción del concepto hebreo berakah, significa la alabanza de Dios recordando sus grandes acciones. La palabra griega, lo mismo que el verbo correspondiente eu-jarist-ein, significa literalmente el «buen comportamiento del agraciado»; y por cierto, no sólo – como en el griego profano – el sentimiento de gratitud, sino también su manifestación externa. La gratitud presupone siempre la concesión de un don, que sólo se hace real a través de aquélla. En la gratitud el don alcanza su eficacia y su presencia. En el caso del sacramento eclesiástico de la cena el don consiste en la realidad salví­fica instituida por Jesús, la cual es Cristo mismo con su ser y su obra. Esa realidad es reconocida con palabras de gratitud en una oración de mesa, es invocada para que penetre en los manjares, y así­ se hace objetivamente presente en ellos y alcanza su eficacia en la palabra y los dones de la cena. Por esto ya muy pronto la oración y luego los dones consagrados a través de ella reciben el nombre de e. De ahí­ se desprende la siguiente definición: e. es la actualización de la realidad salví­fica de Jesús mediante las palabras de gratitud pronunciadas sobre el pan y el vino.

II. La institución de la eucaristí­a por el Jesús histórico
La Iglesia celebra la e. en virtud de la potestad y del encargo que le dio Jesús. La institución de la cena por el Jesús histórico es el fundamento decisivo de toda la práctica y del dogma eucarí­sticos. Esta convicción actualmente es discutida. Una tendencia radical de la teologí­a protestante niega la institución del sacramento tal como está descrita en el NT y en la liturgia. Esa tendencia deriva la idea sacramental de la concepción de la Iglesia primitiva acerca de su propio ser y de su cena. El hecho histórico de la vida del Señor con relación a la e. serí­an únicamente los banquetes que él celebró con sus discí­pulos, y también con los pecadores, como anticipación de la comunidad escatológica. Después de la muerte de Jesús, prosigue dicha tendencia, sus discí­pulos continuaron la «fracción del pan» en común, y la entendieron igualmente como una anticipación del suceso escatológico, creyendo que al hacer esto el Señor glorificado se hallaba invisiblemente en medio de ellos. La comunidad de la cena se concibió a sí­ misma como «cuerpo de Cristo», como «nueva institución (diatheke) de Dios en virtud de la sangre (de la muerte cruenta) de Jesús», y expresó esta concepción de sí­ misma en la interpretación de las palabras pronunciadas sobre el pan y el vino. Por primera vez la piedad de la comunidad helenista entendió la presencia de Cristo como una cosa vinculada a los elementos de la cena; lo cual está atestiguado en Marcos. Por tanto, la así­ concebida presencia real de Jesús en los manjares consagrados es solamente una interpretación helenista, que no puede compartirse actualmente. Según esta opinión, la verdadera última cena de Jesús es un simple banquete de despedida, sin especial importancia dogmática. La cena descrita y entendida en el NT, concretamente en Marcos, como institución y presencia real de Jesucristo, es una retroproyección cristológica en la vida de Jesús de la cena comunitaria que celebraba con sentido escatológico la Iglesia primitiva. Frente a esta tesis, que tiende claramente a despojar la figura de Jesús de su carácter mesiánico, y frente a la -> desmitización, la institución de la cena eucarí­stica por el Jesús histórico reviste hoy una importancia especial. Hablan en favor de tal institución – si no se quiere insistir en la originalidad del contenido de la cena – la antigüedad y el origen de la tradición. Su testigo más antiguo, Pablo, entronca su relato (1 Cor 11, 23ss) con una tradición recibida, que en último término procede de Jesús. Notas tí­picas de la forma de hablar de Jesús (especialmente en la perspectiva escatológica: Lc 22, 16ss; Mc 14, 25) roboran este dato. En el colorido arameo del lenguaje de todos los relatos puede reconocerse su radicación en el suelo semí­tico; su antigüedad y forma pueden remontarse hasta los años cuarenta lo cual supone que apenas queda tiempo y espacio para una progresiva evolución cristológica por obra de la comunidad helenista. Apunta también hacia el Jesús histórico el hecho de que las dos corrientes de la tradición, Pablo-Lucas y Marcos-Mateo, si bien discrepan en la redacción y en la teologí­a, sin embargo, coinciden en la concepción del contenido esencial de la cena. Las diferencias lingüí­sticas han de atribuirse a los portadores de la tradición, y la coincidencia objetiva de su concepción se debe indudablemente a que la tradición procede de Jesús. Finalmente tiene su importancia la circunstancia de que, no es precisamente la propugnada desconexión de la cena respecto de la vida de Jesús, sino al contrario, su inclusión en ella y su explicación por la totalidad de esta vida, lo que esclarece el verdadero carácter del sacramento y hace posible una interpretación armónica.

El contenido decisivo de su vida, su función mesiánica, lo realiza Jesús cumpliendo la misión del siervo de Yahveh descrita en el Deuteroisaí­as. El, como mensajero soberano de Dios, anuncia e inicia una nueva fase salví­fica, y, como mártir, toma sobre sí­ el sufrimiento de una expiación representativa por «los pecados de los muchos». Este programa mueve ya a Jesús cuando recibe de Juan «el bautismo de penitencia para el perdón de los pecados» (Mc 1, 4). Pero la asunción de la culpa ajena de los hombres implica también la necesidad de morir. Cuanto más adelanta su vida, tanto más pone Jesús la muerte ante sus propios ojos y ante los de sus discí­pulos, una muerte que en todo caso le amenaza como peligro procedente de las autoridades judí­as. La muerte es para Jesús, no un mero suceso, sino una realidad consciente y querida, que él afirma como necesidad histórico-salví­fica, decidiéndose libremente por ella (Lc 12, 50). La absoluta disposición a cumplir la misión de morir por parte del siervo de Dios aparece (prescindiendo de las palabras sobre el precio del rescate: Mc 10, 45) en las predicciones de la pasión (Mc 8, 31; 9, 31; 10, 32), que, en su núcleo, son auténticas profecí­as de Jesús, pero, en la forma como se hallan en el NT, constituyen ampliaciones interpretativas de la Iglesia primitiva a base de su conocimiento acerca del transcurso real de la pasión. Jesús mantiene un sí­ obediente a su sufrimiento como expiación representativa a través de dolores externos e internos, incluso en la angustia de muerte, en la tortura y en el abandono de Dios. Además de su muerte, Jesús predice también su resurrección; pues, efectivamente, según Is 52, 13 y 53, 10ss, el siervo de Yahveh en premio por su muerte expiatoria experimenta una rehabilitación triunfal y es elevado a un rango cultual. En la profecí­a de Jesús sobre su resurrección brilla la certeza victoriosa de que su muerte, que él acepta por pura intención de expiar y con obediencia incondicional a la voluntad del Padre, obtendrá el reconocimiento de aquél. Esta muerte es un sacrificio martirial, en el cual no sucede como en el sacrificio cultual, donde un don determinado representa al que sacrifica y simboliza su entrega a Dios, sino que el mismo que sacrifica hace de don con su corporalidad concreta y realiza la entrega sacrificial en forma cruenta. Jesús podí­a estar seguro de que Dios aceptarí­a su ofrenda sacrificial, su cuerpo, y de que, por tanto, la llenarí­a con nueva vida. Así­ la muerte de Jesús lleva consigo la resurrección como consecuencia interna, como momento esencial, a pesar de la diferencia temporal en la realización de ambos sucesos. De hecho, para el cuarto evangelista, la elevación de Jesús a la cruz significa también su exaltación a la gloria (Jn 3, 14; 8, 28; 12, 32ss).

Con esta disposición a morir y con la firme convicción de que el sacrificio de su vida encuentra aceptación en el Padre e inicia una nueva situación salví­fica, Jesús celebra la última cena y la instituye como testamento, en el cual él compendia todo su ser y su obrar mesiánicos, los condensa en un don salví­fico visible, incluso comestible, y los deja en herencia como un sacramento. Así­, la cena del Señor no sólo ha de explicarse por el conjunto de la vida de Jesús, sino que es esta totalidad condensada en un sí­mbolo. Su esencia se manifiesta ya por su peculiaridad como banquete de despedida (Lc 22, l5ss; Mc 14, 25), ceremonia que el judaí­smo tardí­o atribuye a los patriarcas moribundos. Con este banquete el hombre de Dios hace referencia a su cercana muerte, en él imparte sus bendiciones especiales y deposita toda la cosecha de su vida llena de Dios. Además, según los sinópticos, la última fiesta de Jesús es cena pascual, aunque según Jn 18, 28 tenga lugar antes del término oficial de la pascua; en todo caso está temporalmente cercana a ésta, y se halla influida ritualmente por ella (la explicación de los manjares y la sucesión pan-cena-cáliz) y penetrada por la atmósfera espiritual de la fiesta judí­a, como memoria cultual de la acción salví­fica de Yahveh. Sin embargo, el NT nunca interpreta la e. partiendo de la pascua. Una clave adecuada para la comprensión de la cena nos la ofrece la idea bí­blica del signo profético (ót), es decir, de la acción profética. Este fenómeno pretende ser, no sólo el vestido simbólico de una verdad, o una anticipación en imagen de un suceso futuro, sino también la realización inicial de un designio divino. Allí­, un acontecimiento dispuesto por Dios, no sólo es anunciado con palabras, sino que es producido causalmente y comienza a realizarse; no sólo se representa simbólicamente en una acción, sino que es anticipado y así­ realizado ya. El signo profético es un signum ef ficax de la acción divina. En este ámbito causal especí­ficamente divino sitúa Jesús su cena: a) él anuncia con palabras el sacrificio de su muerte, que funda la salvación; b) lo representa simbólicamente por la entrega de los manjares como su cuerpo y su sangre, y lo hace presente; c) convierte estos dones en el cuerpo sacrificado de su persona.

a) Todas las narraciones sitúan la acción en el horizonte de su muerte. La primitiva forma apostólica de narración, que puede reconocerse en Pablo y en Lucas, hace esto ya por la indicación del tiempo (la noche en que iba a ser entregado) y por la adición, a las palabras sobre el pan, de un participio, indispensable para entender el texto y por tanto auténtico: «entregado por muchos» (iper pollón en vez de imón es la forma primitiva que puede reconstruirse a base de Mc 14, 24). Con claro apoyo en Is 53, 12, la muerte de Jesús aparece aquí­ como entrega martirial de su persona (sobre soma véase c), del siervo paciente de Yahveh. La misma concepción late en la segunda sentencia: «este cáliz es la nueva alianza en mi sangre». El predicado «la nueva alianza» se apoya en el tí­tulo de siervo de. Yahveh, de Is 42, 6 y 49, 8, y caracteriza a Jesús como fundador de la alianza. Pero él cumple esta misión «en su sangre», es decir, por su derramamiento de sangre. El concepto bí­blico «sangre» contiene la nota «derramada», como lo muestra la adición explí­cita «derramada por muchos» en Mc 14, 24, es decir, en lugar y a favor de la totalidad de los hombres; en todo caso aquí­ se hace uso de Is 53, 10. También el núcleo de la frase diferente de Marcos sobre el cáliz: «esta es mi sangre de la alianza», pone ante los ojos la muerte violenta de Jesús, si bien bajo un aspecto un poco distinto. Esta fórmula tiene su modelo en Ex 24, 8, y caracteriza ante todo el contenido del cáliz como la «sangre» del sacrificio cultual separada de la carne; y luego caracteriza también la muerte de Jesús como una acción cultual, como separación de la sangre y la carne. Así­, la muerte de Jesús aparece en todas las narraciones sobre la acción de la cena como el suceso determinante.

b) La muerte sacrificial así­ afirmada en las palabras es simbolizada todaví­a por Jesús mediante un signo sensible. El actualiza su entrega al Padre por los hombres mediante la consagración de los manjares para convertirlos en su persona y mediante su donación a los hombres para que los coman. El acto de tomar (= elevar) los elementos, así­ como su bendición y consagración para hacerlos cuerpo y sangre, muestra la donación de los mismos a Dios y la entrega de Jesús al Padre. En cuanto Jesús luego aleja de sí­ los manjares como cuerpo y sangre suyos y los da a los hombres, hace visible la entrega martirial de sus substratos vitales a la muerte por aquéllos, pero también la recuperación de los mismos en la resurrección. Pero no sólo el acto de la donación, sino también la peculiaridad de lo donado como comida y bebida hace patente que su muerte, e incluso su existencia humana en general, sucede por (iper) los hombres, en su lugar y para su bien. Así­ como la entidad de la comida y la bebida es totalmente para los hombres, así­ como ellas pierden su ser propio, pasando a formar parte del hombre y a edificar su existencia, del mismo modo Jesús (ya en la encarnación) es para los hombres, les pertenece, y él entrega su vida en la muerte para posibilitar la vida de éstos ante Dios. Pero en definitiva el don ofrecido en la cena no es meramente un medio externo de representar su entrega sacrificial en la cruz, sino que es la única y misma ofrenda de la cruz, la realidad concreta del hombre Jesús. Y con ello está dada también y asegurada la identidad interna de los dos actos, así­ como la presencia actual de la entrega cruenta de sí­ mismo en la cruz, dentro de la oblación incruenta de sí­ mismo en la cena.

c) Pues por la fuerza divina de sus palabras determinativas, Jesús convierte el pan y el vino en su persona sacrificada. El término «cuerpo», como traducción de un equivalente semí­tico, en boca de Jesús significa, no sólo una parte del hombre, p. ej., el cuerpo a diferencia de la sangre o del alma, sino el hombre entero en su corporalidad concreta. Igualmente la «sangre», como substancia de la vida (Dt 12, 23; Lev 17, 11 14), para los semitas significa el ser vivo unido a la sangre, sobre todo cuando él sufre una muerte violenta (Gén 4, 10; 2 Mac 8, 3; Mt 27, 4 25, Act 5, 28 entre otros); designa, pues, la persona en el estado de derramar sangre. Los participios añadidos a las palabras sobre el pan (Lc 22, 19) y el cáliz (Mc 14, 24), así­ como la originaria caracterización apostólica del cáliz: «la nueva alianza», indican con más precisión que la persona de Jesús es la figura salví­fica del siervo de Dios. Ciertamente la identidad esencial de los elementos bendecidos con la persona de Jesús, o (según el tradicional lenguaje escolástico) la presencia real (somática) de Jesús en los manjares de la cena no puede fundamentarse en el estin de las palabras determinativas, puesto que este término en muchos enunciados bí­blicos tiene también un sentido metafórico. Pero la presencia real queda insinuada por la estructura de la frase en las palabras de bendición, la cual se distingue de los enunciados puramente simbólicos; en efecto, un indeterminado sujeto neutro es determinado por un predicado muy concreto. Y se explica mejor todaví­a por el carácter de la cena como signo profético, en el cual la acción y la palabra tienen la fuerza divina de hacer lo que significan. Puede fundamentarse también en el acto de la distribución, que subraya la naturaleza de lo distribuido indicada en las palabras. Exegéticamente queda asegurada, en último término, por la interpretación normativa de la cena en el NT, principalmente por la de Pablo y de Juan. Según esta interpretación en la cena se hace presente la persona corporal de Jesús, pero no a la manera estática de un objeto, sino como siervo de Dios que en su muerte sacrificial produce la salvación para todos nosotros, y más exactamente como don sacrificial del siervo de Dios que se entrega en la cruz. La presencia real de la persona está al servicio de la presencia actual de la acción del sacrificio, y se une con ella para formar un todo orgánico. Así­ la e. se convierte en un permanecer presente, a manera de comida, del suceso salví­fico constituido en forma de sacrificio, el cual es «Jesús», en el que la persona y la obra constituyen una unidad indisoluble.

El mandato institucional touto poieite eis ten émen anamnesin da a la Iglesia también la potestad de hacer lo que hizo Jesús. Ese mandato ordena la igualdad formal de las reproducciones con la cena originaria de Jesús, les confiere el poderí­o de su eficacia divina, subraya y asegura su igualdad de contenido con aquélla y entre sí­, en cuanto las caracteriza como memoria de Jesús. Anamnesis en sentido bí­blico significa, no sólo la presencia subjetiva de una magnitud en la conciencia y la acción de los que recuerdan, sino también la repercusión y la presencia objetivas de una realidad en otra, especialmente la repercusión y la presencia de las acciones salví­ficas de Dios en el culto. Pues éste es ya en el AT el medio cualificado en el que la institución de la alianza llega a ser un suceso actual. El sentido de la frase puede describirse aproximadamente del siguiente modo: haced esto (que yo he hecho) con el fin y el efecto de la presencia mí­a, o de la realidad salví­fica que se da en mí­.

Además de narrar la institución, el NT explica ya fundamental y normativamente para toda exégesis y dogmática lo que Jesús instituyó. Pablo da testimonio de la presencia real y somática de Jesús cuando enseña que el pan partido y el cáliz bendecido son participación en el cuerpo y la sangre de Jesús (1 Cor 10, 16), cuando deriva la unidad de todos los cristianos como un solo cuerpo (Cristo) de que todos comen un mismo pan (1 Cor 10, 17), cuando declara que la recepción indigna del cuerpo de Jesús es causa del juicio de Dios (1 Cor 11, 27-31). En cuanto el apóstol compara la cena del Señor con los banquetes en los sacrificios judí­os y paganos (1 Cor 10, 18-22), la presenta también como una acción de sacrificar. El banquete del sacrificio presupone y hace presente la muerte del don sacrificado. Juan ciertamente no ofrece ninguna narración de la institución, pero sí­ un amplio anuncio de la e. en el gran discurso de la promesa (6, 26-63), que en su conjunto está concebido de cara al sacramento. Su tema es el verdadero pan del cielo. Este, en su dimensión espiritual (procede del cielo y transmite la vida), está realizado en el hombre histórico Jesús (Jn 6, 16-51b), y por cierto, como realidad fí­sica, como comida en sentido literal, en su «carne», que está destinada a ser la salvación del mundo y ha de comerse realmente («masticar»), e igualmente su sangre ha de beberse como verdadera bebida (6, 51c-58). Pero ese comer y beber presupone el sacrificio de Jesús. El sorprendente término sarx en relación con la «sangre» ha de entenderse, no como una parte del sacrificio separada de ésta, sino como una designación del hombre Jesús en su totalidad, según se demuestra por 1, 14 y por el pronombre personal en 6, 57 (el que «me» come). En la e. permanece presente el descenso de Jesús desde el mundo celeste, su encarnación para la entrega en sacrificio (6, 57s). Pero en la e. también ejerce su eficacia la ascensión de Jesús (6, 62), en cuanto ésta posibilita la misión del Espí­ritu (7, 39; 16, 7) y con ello nuestra cena sacramental (6, 63). Pues lo que en él comunica verdaderamente la vida es, no la carne en cuanto tal, sino el «Pneuma» unido con ella, con lo cual se significa lo divino de Jesús (cf. 1 Cor 15, 45). También para Juan la e. es la presencia en una cena cultual de la realidad salví­fica de Jesús.

III. Configuración litúrgica de la cena en la Iglesia
Lo esencial de la cena del Señor lo recibió la Iglesia por institución de Jesús mismo, a saber, la consagración del pan y del vino para convertirlos en cuerpo y sangre de Jesucristo, y su entrega a los participantes como comida y bebida. Este núcleo decisivo fue revestido de un marco litúrgico, que ha estado sometido a cambios. La primera comunidad celebraba el sacramento -como Jesús en el acto de la institución – en medio de una comida fraternal, siguiendo este orden: pan, comida, cáliz (cf. la noticia: «después de la cena» 1 Cor 11, 25; Lc 22, 20). Pero ya pronto los actos sacramentalmente importantes en torno al pan y al vino pasaron a formar una unidad al final de la comida, según se refleja en las narraciones de la institución en Mt y Mc y también en Did 9-10. En el transcurso ulterior de la evolución, la acción propiamente sacramental fue separada de la comida y quedó unida al culto matutino. Así­ surgió la forma clásica de la e., válida todaví­a en la actualidad, la «misa», atestiguada ya en Justin (Apol. i, 67) hacia el año 160. En esa forma se expresa la persuasión de que el sacramento sólo puede realizarse con una fe plena, alimentada por la palabra de Dios. Primero la cena se celebraba (preferentemente) el dí­a del Señor, el domingo (Act 20, 7; Did 14, 1; JUSTINO, Apol. I, 67), luego, en el siglo IV, también los miércoles y los viernes, y más tarde cada dí­a (el primer testimonio de esto se halla en Agustí­n).

La celebración eucarí­stica como una comida es el signo fundamental, el que más llama la atención en el fenómeno histórico de la e. Ese signo apareció más claramente todaví­a cuando los participantes traí­an y daban los dones de la comida. Pero la Iglesia expresa el sentido de su acción en la palabra, en la oración sobre los dones. Ya muy pronto entiende su acción como e., como reconocimiento agradecido y aceptación de la salvación creada por Cristo, que aquí­ se concreta y actualiza simbólicamente. La salvación es invocada sobre los dones y hacia su interior mediante una oración solemne (prefacio). Sobre todo las liturgias orientales exponen aquí­ toda la obra salví­fica de Dios en Cristo, bien en forma extensa (liturgia de Hipólito, liturgia clementina, liturgia de Santiago y liturgia copta de Basilio), o bien de manera resumida (liturgia apostólica, liturgia de Juan Crisóstomo). En occidente desde el siglo iv, en armoní­a con la configuración histórica del año litúrgico, la economí­a de Dios se divide en temas particulares y en el «prefacio» se resalta especialmente el misterio concreto de la respectiva festividad. La oración solemne de acción de gracias culmina en la narración de la institución, la cual pone la muerte de Jesús en el centro de la acción y consagra el pan y el vino para convertirlos en el don del sacrificio, que es Jesús. Por eso, según el testimonio de la patrí­stica, e. significa objetivamente lo mismo que anamnesis, y ambos conceptos destacan un rasgo esencial y fundamental del sacramento. Bajo este aspecto la e. es el sacrificio de Jesucristo hecho presente en un sí­mbolo memorial. Pero la forma de presencia no sólo consiste en la palabra litúrgica, sino también en la acción de la Iglesia, a saber, en su oblación, con lo cual queda resaltado un segundo rasgo fundamental de la e. Ya desde el principio, citando a Mal 1, lis, la Iglesia afirma que ella en la e. se sacrifica también a sí­ misma. En su acción de gracias espiritual, y también en la donación y oferta de los elementos materiales, que posibilitan la realización del sacramento, la Iglesia ve un sacrificio de los cristianos. Pero con esta acción la Iglesia no quiere erigir un sacrificio autónomo junto al de Cristo, sino que en principio y de antemano pretende solamente hacer visible y apropiarse el sacrificio de Jesús. La oblación cultual de los dones, en la cual la Iglesia se sacrifica a sí­ misma, constituye una apta representación del sacrificio de Jesús. El hecho de que la oblación de los dones es esencialmente una anamnesis de este sacrificio, lo expresa la liturgia misma en las reflexiones que siguen a la narración de la institución: unde et «memores» passionis et ressurrectionis… «offerimus» de tuis donis. En el marco y en virtud de la e., que tiene su centro esencial en la narración de la institución, se realiza también la presencia del cuerpo y sangre de Cristo por la conversión consagrante de los dones. De ahí­ que las liturgias orientales continúen el reflexivo «unde et memores of ferimus» con la «epiclesis» por la consagración (conversión) de los dones. Para interpretar el sentido de esto ha de tenerse en cuenta que la Iglesia en todo ese paso reflexiona sobre su acción (anterior) y se hace consciente de la naturaleza de la misma, o sea, que la epiclesis – también y precisamente en su forma deprecativa – no tiende a producir por primera vez la consagración, sino que pretende mostrar explí­citamente la fuerza consagrante y la finalidad de toda la acción, sobre todo la de la e., centrada en la narración de la institución. El sacrificio de la cena así­ realizado halla su conclusión esencial y necesaria en el acto de comer los dones sacrificados. Por lo menos la comunión del sacerdote, que a la vez representa al pueblo, no puede faltar en ninguna misa, pues la erige el signo decisivo (el de la cena). Hasta el siglo xii también los fieles comulgaban bajo las dos especies, incluso en la Iglesia latina. Desde entonces, por motivos prácticos, se impuso la comunión bajo una sola especie, que era ya usual para niños, enfermos y comuniones domésticas. Esta comunión bajo una sola especie tiene el fundamento dogmático de su posibilidad (no precisamente el fundamento de su origen) en la doctrina de la concomitancia que entonces se desarrolló. Según esa doctrina, en el cuerpo hecho presente en virtud de la conversión substancial, por concomitancia están también presentes la sangre, el alma y la divinidad. El concilio Vaticano u abre una nueva época con la permisión de la comunión bajo las dos especies en algunos casos, de la concelebración y del uso de la lengua vernácula, y especialmente con su nueva reflexión sobre la esencia de la e. (->liturgia, C).

IV. Doctrina del magisterio
Donde la Iglesia expresa más profunda y ampliamente su concepción de la e. es en la -> liturgia A, que constituye una manifestación decisiva del magisterio ordinario. En nuestros dí­as, después de la encí­clica de Pí­o XII, Mediator Dei, el magisterio extraordinario resalta insistentemente esta idea en la constitución sobre la liturgia del Vaticano ii. Concilios anteriores, rechazando ciertas falsificaciones heréticas, definieron infaliblemente (aunque en forma capaz de evolución) determinados aspectos esenciales del sacramento; así­ el concilio iv de Letrán, los concilios de Constanza y de Trento (sesiones XIII, xxi, xxu). Los concilios unionistas de Lyón (ii) (1275) y de Florencia formulan para los orientales la inteligencia escolástica de la fe. Cuando en la primera edad media se agudizó el decidido simbolismo de Agustí­n y la presencia real de Cristo -en reacción contra un vulgar realismo fí­sico – quedó volatilizada en una presencia simbólica y meramente espiritual, lo cual sucedió de una manera todaví­a suave y moderada en la primera disputa sobre la e. por obra de Ratramno (impugnado por Pascasio Radberto) y de una manera ya extremada y herética en la segunda disputa sobre la e. provocada por Berengario de Tours (a quien combatieron especialmente Durando de Troarn, Lanfranco, Guitmundo de Aversa); después de muchos sí­nodos locales, por fin el concilio Lateranense iv definió la identidad entre los dones consagrados y el cuerpo y la sangre históricos de Cristo en virtud de una transubstanciación, de una conversión de la esencia de las cosas naturales en la esencia del cuerpo y sangre de Cristo (Dz 430 [802]). Esta doctrina queda roborada y precisada en el concilio de Constanza contra Wicleff (Dz 581ss [1151ss], 626 [1198s]) y contra Juan Hus (Dz 666s [1256s]), y en el concilio de Trento contra los reformadores, de los cuales Zwinglio y Calvino negaban la presencia real, y Lutero sólo la admití­a sosteniendo la presencia simultánea de las dos substancias. Esos concilios enseñan: La e. contiene el cuerpo y la sangre de Jesús no sólo como un signo o una fuerza, sino real, verdadera y esencialmente, en virtud de una transubstanciación; únicamente permanecen las especies de pan y de vino. En cada una de las especies (ya en Dz 626 [11991), es más, en cada una de sus partes, está Cristo entero, no sólo durante la comunión, sino también antes y después; así­ presente, él es digno de adoración; Cristo es sumido realmente (Dz 883-890 [1651-16581); en la Iglesia latina los fieles comulgan legí­timamente bajo una sola especie (Dz 934ss [1731ss]). Contra todos los reformadores, el concilio de Trento (ses. xxii) proclama dogmáticamente que la ->misa no es un mero sacrificio de alabanza y de acción de gracias, ni un mero recuerdo del sacrificio de la cruz, sino un verdadero y auténtico sacrificio, en el cual los sacerdotes ofrecen el cuerpo y la sangre de Cristo. Es un sacrificio propiciatorio por los vivos y difuntos, sin restar nada al de la cruz (Dz 948952 [1751-17551). El concilio explica la misa como representación, memoria y aplicación del sacrificio de la cruz, aunque no define esos aspectos (Dz 938 [1740]). El mismo sacerdote y ví­ctima de la cruz es el que actúa en la misa a través de los sacerdotes; sólo cambia la forma de la oblación (Dz 940 [17431). La identidad de la acción misma del sacrificio que ahí­ está implicada, es afirmada explí­citamente por el Catecismo Romano (ii, 4, 74). Según Pí­o xii (encí­clica Mediator Dei: Dz 2300 [3854]), la presencia por separado del cuerpo y de la sangre de Cristo en virtud de la consagración, simboliza la separación de los mismos en la muerte de Jesús.

El sacramento es realizado solamente por el sacerdote ordenado (Lateranense iv: Dz 430 [8021), independientemente de su santidad personal (concilio de Constanza: Dz 584 [1154]), sobre todo en la consagración (Pí­o xzi: Dz 2300 [3852]; Vaticano ii, Const. De Ecclesia II 10, 111 28). Pí­o xii y especialmente el concilio Vaticano ii subrayan expresamente la participación activa de los fieles en la realización de la e. Estos sacrifican no sólo a través del sacerdote, sino además junto con él (Dz 2300 [38521; Vaticano zi, Const. De Liturgia ii 48); ellos dan gracias y reciben la sagrada comunión (Vaticano ii, Const. De Ecclesia 11, 10.11).

Por la preocupación pastoral de que ciertas tendencias modernas podrí­an reducir el contenido de la e., Pablo vi, en la encí­clica Mysterium fidei, del 3 de septiembre de 1965 (AAS 57 [1965] 753-774), acentúa con nueva insistencia la presencia real del cuerpo y de la sangre de Cristo en virtud de la transubstanciación, exigiendo que se conserve la terminologí­a tradicional de la Iglesia, y afirma además la continuación de la presencia de Cristo en la e. también después de la misa y la legitimidad de la adoración eucarí­stica y de la misa privada. Una «transignificación» o «transfinalización», según la cual el pan y el vino reciben un nuevo significado como signo de la entrega de Jesús en la e., no es suficiente para interpretar la acción eucarí­stica. Más bien, la nueva significación y la nueva finalidad de los signos se basan en el hecho de que ellos, en virtud de la transubstanciación, reciben una nueva realidad óntica.

V. Explicación teológica
Una teologí­a que se sienta obligada a una profunda inteligencia de la fe todaví­a ha de elaborar sistemáticamente una amplia y ponderada inteligencia conjunta de la e., la cual conserve su rico contenido, comprenda su estructura esencial, esclarezca conceptualmente los multiformes aspectos de su esencia y los ordene adecuadamente en el conjunto. Siendo la e. el encuentro más í­ntimo e intenso del Cristo glorificado con los cristianos peregrinos, ella no puede explicarse satisfactoriamente tan sólo con categorí­as objetivas y estáticas, sino que ha de describirse también con categorí­as personales y dinámicas, pero evitando un mero simbolismo y funcionalismo. En la e. el Señor glorificado sale al encuentro del hombre, no bajo la figura propia de su gloria, sino bajo una figura simbólica, que él hace suya como forma de manifestación. Cristo sale al encuentro de los hombres, ocultándose y descubriéndose a la vez, bajo el signo sacramental de una cena. En él hace presente para nosotros aquí­ y ahora y nos aplica eficazmente el sacrificio de su vida, con el que adquirió para todos la salvación. El hecho de que Cristo realice su sacrificio en forma de una cena, no es un mero decreto externo, sino que obedece a una cierta analogí­a interna de ambas magnitudes. Dentro de la historia de salvación esta vinculación fue prefigurada en los banquetes sacrificiales del AT, de los cuales el canon romano cita el de Abel, el de Abraham y el de Melquisedec, así­ como en los sacrificios sangrientos de animales, que desembocaban en un banquete sacrificial. Tal conexión se basa objetivamente en la aptitud de la comida para expresar la donación de sí­ mismo que hace quien sacrifica, su entrega por los otros, su comunidad con ellos. Además de esto el banquete recibe una directa estructura sacrificial por el ofrecimiento -realizado ya en el judaí­smo y por Jesús – de sus elementos a Dios. Así­ la entrega cruenta de Jesús en el sacrificio adquiere una presencia adecuada como banquete que es un sacrificio y como sacrificio que es un banquete, como oblación y entrega de los manjares.

En la celebración de la e. el Cristo pneumático está presente desde el primer momento como ministro principal, como sumo sacerdote que se ofrece a sí­ mismo por nosotros, y como señor del banquete que se nos da a sí­ mismo. Podemos ver ahí­ la principal presencia actual de la persona de Cristo (en cuanto sujeto del sacrificio). Esa presencia se transmite y representa visiblemente la realidad salví­fica de la Iglesia, que es la aparición terrestre y la faz visible del supremo sacerdocio celeste de Jesucristo, es su «cuerpo» y el sacramento fundamental de la redención. Cristo ha entregado a la Iglesia su sacrificio cruento como incruento sacrificio ritual (cf. concilio de Trento, Dz 938 [1740]). En su celebración eucarí­stica cada comunidad es representante de la Iglesia universal. Mas para que el sacrificio de los cristianos pueda ser realmente idéntico con el de Cristo, los que lo realizan han de estar cultualmente vinculados al supremo sacerdocio de Cristo y participar de él. Deben ostentar la estructura de Cristo en forma interna, óntica y cultual. Esa estructura se posee por el «carácter sacramental», que se confiere en diversos grados de intensidad por el ->bautismo, la -> confirmación y las -> órdenes sagradas, garantiza la condición de miembro de la Iglesia y con ello capacita para el culto. La capacitación para la plena actualización del sacrificio de Cristo se recibe por el carácter de la ordenación sacerdotal. Cristo realiza ahora su sacrificio «por el ministerio de los sacerdotes» (Dz 940 [17431), y, viceversa, el sacerdote actúa «in persona Christi» (Dz 698 [1321]; Vaticano zr, Const. De Ecclesia, u 10, iii 28). El carácter bautismal y (en máyor medida) el de la confirmación capacitan para la correalización activa del sacrificio en la oblación, acción de gracias y comunión. Según el concilio Vaticano ii (Const. De Liturgia, u 48) también los fieles ofrecen la ví­ctima inmaculada, no sólo a través del sacerdote, sino, además, juntamente con él, y se ofrecen a sí­ mismos (Const. De Ecclesia, ii 10.11). La comunidad celebrante no sólo recibe el fruto de la redención bajo la forma de comida, sino que también realiza activamente la acción redentora, ratifica a posteriori para sí­ el sacrificio que previamente consumó Cristo sin la colaboración de la comunidad, reconoce este sacrificio hecho no sólo en bien suyo, sino también en su lugar. A través del sí­mbolo de la comida, por la oblación, consagración y recepción de los dones del banquete, se apropia y hace visible y fructí­fero ese sacrificio. Pero con ello no añade ningún valor nuevo a la obra de Jesús. Su mérito consiste en aprehender los méritos de Jesús como único camino de salvación. Su verdadero sacrificio no es un intento de salvación por sí­ misma, ni una repetición del sacrificio de la cruz, sino una manifestación visible, una apropiación hic et nunc de éste. Según esto, donde la Iglesia realiza más profundamente su esencia es en la eucaristí­a.

Ahora bien, para que los cristianos actualicen el único sacrificio de Jesús, no sólo se requiere que su ser quede esencialmente configurado por la persona salvadora de Cristo (en el banquete sacramental), sino también que su actuación esté acuñada por la acción salví­fica de Jesucristo. Esto último acontece por el hecho de que ellos por principio celebran la e. como anamnesis de esta obra de redención. Anamnesis significa aquí­ no sólo la presencia subjetiva en la conciencia del celebrante que recuerda, sino también la actualización objetiva, el estar de lo recordado en la obra y la palabra cultuales. La anamnesis es además, no una mera parte limitada en el transcurso de la misa, sino un rasgo esencial y fundamental que la domina toda desde el principio hasta el final. Y en algunos lugares concretos (principalmente en el unde et memores) se hace más explí­cito ese rasgo general y se reflexiona sobre él. Como anamnesis, la celebración eucarí­stica es la presencia actual de la acción del sacrificio de Cristo, la cual empezó con la encarnación y llegó a su culminación en la cruz, en la muerte y en la glorificación de Jesús. Dicha presencia brilla ya en la forma cultual de la ofrenda de los dones, en los que la Iglesia se consacrifica a sí­ misma, y es invocada sobre las ofrendas y hacia su interior en las palabras de acción de gracias, particularmente en el relato de la institución, que como forma del sacramento es un constitutivo esencial. En él, el sacerdote habla sobre los dones en el estilo directo de Jesús. Así­, haciendo las veces de la persona de Cristo, el sacerdote se muestra como único representante pleno de la persona de Jesús, y sólo por sus palabras, penetradas por la fuerza de Cristo, la ofrenda sacrificial de la Iglesia se hace idéntica con el don del sacrificio de Cristo, que es él mismo como hombre. Y la acción sacrificial de la Iglesia se muestra irrevocablemente una con el sacrificio de Jesús. La doble consagración, bien entendida como disposición total y soberana de Jesús sobre su cuerpo y su sangre, o bien, según Mc 14, 24, como separación de los dos elementos vitales, simboliza y actualiza en todo caso la muerte de Cristo, en cuanto hace presente a Jesús como ví­ctima. La presencia actual del sacrificio de Cristo se objetiva en la presencia real somática de su persona como ví­ctima (objeto del sacrificio) y está anclada en ella; pero la presencia real se realiza en el horizonte y como momento de la acción sacrificial. Este hecho, importante para la estructura fundamental de la e., se muestra todaví­a en lo siguiente: al sacrificio pertenece esencialmente su aceptación por Dios; el sacrificio real es el aceptado por Dios. Dios acepta el sacrificio de la Iglesia porque es la presencia actual del sacrificio de Cristo. Ahora bien, del mismo modo que Dios aceptó la ví­ctima de la cruz y, como signo de esto, en la resurrección llenó su cuerpo con nueva vida, así­ también acepta la ofrenda de la Iglesia, idéntica con la del sacrificio de Cristo, y la llena de su vida, la convierte en la persona corporal de Jesús. La conversión afecta a la «substancia», que aquí­ significa el metaempí­rico, auténtico y último núcleo esencial de las unidades de sentido que el hombre llama pan y vino. Este núcleo es transformado y pasa a ser la esencia de la persona corporal de Jesús. Pero permanece la imagen empí­rica (las especies) de los alimentos, la cual muestra la presencia corporal de Cristo y su finalidad última, que está en ser comido, pues a eso tienden los alimentos. La conversión es así­ preparación del banquete sacrificial, en el que llega a su consumación el sacrificio. Pero el don del sacrificio hace las veces del donador, y su aceptación por Dios significa que en principio él acepta también a quien sacrifica; y en este orden salví­fico dicha aceptación se realiza como comunicación de Dios mismo a la persona aceptada. En la comunión los hombres se apropian en la forma más í­ntima la oblación de Jesús, que así­ los lleva hacia el Padre. La presencia real somática de Jesús posibilita el más profundo encuentro de Cristo con los cristianos, y la comunión, fin último del sí­mbolo del banquete y acto imprescindible por lo menos del sacerdote, consuma el sacrificio eucarí­stico como parte esencial y no sólo integrante (así­ Pí­o XII: DS 3854). Según esto la estructura fundamental de la e. es la presencia aplicativa de la acción salví­fica de Jesús en un banquete sacrificial.

Si preguntamos por los fundamentos internos en virtud de los cuales un hecho pasado puede hacerse presente, hay que nombrar en primer lugar la esencia del sujeto que produce ese hecho. Las acciones salví­ficas de Jesús, como actos de la persona eterna del logos, tiene un carácter perenne, son siempre simultáneas con el tiempo caduco de la tierra. Además, están conservadas de alguna manera en la humanidad glorificada de Jesús, la cual según Tomás de Aquino (ST, ni, q. 62 a. 5; q. 64 a. 3) es el instrumentum coniunctum operante del Glorificado. Las pasadas acciones salví­ficas, conservadas en la persona divina y en la naturaleza humana de Jesús, tienen la capacidad de adquirir una nueva presencia en el espacio y el tiempo por y en un sí­mbolo lleno de realidad. En ese sí­mbolo aparece otro ser, que actualiza allí­ su esencia y desarrolla el dinamismo de ésta. La auténtica naturaleza del sí­mbolo en cuanto tal no es su propia realidad fí­sica por sí­ misma, sino la capacidad de mostrar y hacer presente la realidad originaria que él significa. En virtud de su potestad autoritativa, Jesús vinculó tan í­ntimamente la cena a su sacrificio, que éste desarrolla su esencia y se manifiesta en aquélla.

En el horizonte y como momento de la presencia y aplicación de la acción sacrificial de Cristo, se produce también la presencia real somática de Jesús como ví­ctima. El Cristo entero se hace verdadera, real y esencialmente presente y operante, y por cierto, bajo cada una de las especies y de sus partes, e incluso después de la misa, mientras se conserven las especies, la realidad empí­rica del pan y del vino como alimentos. En virtud de esta presencia la e. es digna de adoración, pero de una adoración que no puede olvidar la conexión con el sacrificio de Jesús. La escolástica, que no entendió los términos cuerpo y sangre en el totalitario sentido bí­blico de persona corporal, sino como partes anatómicamente delimitadas, sirviéndose de la idea de la concomitancia (al cuerpo pertenece la sangre; ambos implican el alma; el hombre Jesús incluye la divinidad) aseguró la totalidad de la presencia de Cristo. La comunión bajo una sola especie se debe a puntos de vista prácticos; es dogmáticamente legí­tima, pero litúrgicamente no es la forma ideal. Desde el concilio iv de Letrán y el de Trento, el dogma de la presencia real somática de Jesús es expresado mediante el concepto de «transubstanciación» (conversión substancial), tomado en una acepción más popular que filosófica. Lo que ahí­ se afirma dogmática o infaliblemente es, no una determinada concepción (p. ej. la aristotélica) de la filosofí­a de la naturaleza sobre la substancia y su expresión terminológica, sino solamente la realidad creí­da de que la verdadera presencia del cuerpo de Jesús bajo las especies implica un cambio óntico en éstas, de que la esencia metaempí­rica de los alimentos consagrados ya no es la que les corresponde como pan y vino naturales, sino la del cuerpo y sangre de Cristo, que ha transformado la naturaleza de aquéllos. Cómo deba entenderse esta conversión en términos de filosofí­a de la naturaleza, depende de qué haya de entenderse por substancia fí­sica y, en consecuencia, de cómo deban concebirse en relación con ella las manifestaciones empí­ricas del pan y del vino (todo eso está sin esclarecer). Los diversos intentos de interpretación son -> teologúmenos y tienen la dignidad de éstos, pero no poseen valor de ->dogma.

En consecuencia la e. se presenta como la presencia sacramental y la aplicación de la acción sacrificial (decisiva para la salvación de todos) que es Jesús mismo en el banquete sacrificial de la Iglesia instituido por él. La e. es: el don supremo del Señor; la glorificación inicial de las realidades mundanas; la inclusión del cuerpo en la gloria de la redención; el ví­nculo de la más í­ntima unidad de los hombres con Dios y entre ellos; un principio decisivo de la catolicidad temporal y espacial de la Iglesia, y la más profunda realización de su esencia.

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Johannes Betz

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

I. SENTIDOS DE LA PALABRA. 1. Acción de gracias y bendición. Eucaristí­a significa de suyo reconocimiento, gratitud ; de ahí­, acción de gracias. Este sentido, el más ordinario en el griego profano, se halla igualmente en la Biblia griega, particularmente en las relaciones humanas (Sab 18,2; 2Mac 2,27; 12,31; Act 24,3; Rom 16,4). Para con Dios, la *acción de gracias (2Mac 1,11; lTes 3,9; lCor 1,14; Col 1,12) adopta de ordinario la forma de una oración (Sab 16,28; lTes 5,17s; 2Cor 1,11; Col 3,17; etc.), por ejemplo, al principio de las cartas paulinas (p,e., lTes 1,2). Entonces converge naturalmente con la *bendición que celebra las «maravillas» de Dios, pues estas maravillas se expresan para el hombre en beneficios que dan a la *alabanza un matiz de reconocimiento; en estas condiciones la acción de gracias va acompañada de una anamnesis por la que la *memoria evoca el pasado (Jdt 8,25s; Ap 11,17s), y el eukharistein equivale al eulogein (lCor 14,16ss). Esta eulogí­a-eucaristí­a se halla particular-mente en las comidas judí­as, cuyas bendiciones alaban y dan gracias a Dios por los alimentos que ha dado a los hombres. Pablo habla en este sentido de comer con «eucaristí­a» (Rom 14,6; lCor 10,30; lTim 4,3s). 2. El uso de Jesús y el uso cristiano. En la primera multiplicación de los panes pronuncia Jesús una «bendición» según los sinópticos (Mt 14, 19 p), una «acción de gracias» según Jn 6,11.23; en la segunda multiplicación Mt 15,36 menciona una «acción de gracias», mientras que Mc 8,6s habla de una «acción de gracias» sobre el pan y de «bendición» sobre los peces. Esta equivalencia práctica aconseja no distinguir en la última cena la «bendición» sobre el pan (Mt 26,26 p; cf. Lc 24,30) y la «acción de gracias» sobre la *copa (Mt 26,27 p). Por lo demás, Pablo habla inversamente de la «acción de gracias» sobre el pan (ICor 11,24) y de la «bendición» sobre la copa (ICor 10,16).

En realidad, la palabra eucaristí­a ha prevalecido en el uso cristiano para designar la acción instituida por Jesús la ví­spera de su muerte. Pero no hay que olvidar que este término expresa una *alabanza de las maravillas de Dios tanto y más que un agradecimiento por el bien que de ellas obtienen los hombres. Por este acto decisivo en que Jesús confió a unos alimentos el valor eterno de su muerte redentora, consumó y fijó por todos los siglos el homenaje de sí­ mismo y de todas las cosas a Dios, que es lo propio de la religión y que es lo esencial de su obra de salvación y su persona ofrecida en la cruz y en la eucaristí­a es toda la humanidad con el universo por marco. que retornan al Padre. Esta riqueza de la eucaristí­a, que la sitúa en el centro del *culto cristiano, la hallamos en textos densos que hay que analizar más detalladamente.

II. INSTITUCIí“N Y CELEBRACIí“N PRIMITIVA. 1. Los relatos. Cuatro textos del NT refieren la institución eucarí­stica: Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,15-20; ICor 11,23ss. Lo que Pablo «transmite» así­ después de haberlo «recibido» parece sin duda ser una tradición litúrgica; y lo mismo se debe decir de los textos sinópticos, cuya concisión lapidaria contrasta con el contexto: reflejos preciosos de la manera como las primeras Iglesias celebraban la cena del Señor. Sus semejanzas y sus divergencias se explican por este origen. La redacción más arameizante de Mc puede reproducir la tradición palestina, mientras que la de Pablo, un poco más grecizada, reflejarí­a la de las Iglesias de Antioquí­a o de Asia Menor. Mt representa sin duda la misma tradición que Mc, con algunas variantes o adiciones que pueden todaví­a ser de origen litúrgico. En cuanto a Lc, plantea problemas delicados y diversamente resueltos: sus vv. 15-18 pueden representar una tradición arcaica muy diferente de las otras o bien, más probablemente, una amplificación sacada por Lucas mismo de Mc 14,25; en cuanto a 19-20, que hay que tener por auténticos contra los testigos que omiten 19b-20, se los considera ya como una combinación de Mc y de 1Cor hecha por Lc mismo, ya otra forma de la tradición de las Iglesias helení­sticas, que constituirá, por tanto, un tercer testigo litúrgico al lado de Mc/Mt y de iCor. Por lo demás, las variantes entre estos diferentes textos son de menor importancia, excepto la orden de reiteración, omitida por Mc/Mt, pero que el testimonio de iCor/Lc y la probabilidad interna inducen a aceptar como primitiva.

2. El marco histórico. Otro problema del que depende la interpretación de estos textos es su marco histórico. Para los sinópticos fue ciertamente una comida pascual (Mc 14,12-16 p); pero según Jn 18,28; 19,14.31, la pascua no se celebró hasta el dí­a siguiente, la tarde del viernes. Se ha intentado todo para explicar esta divergencia ; sea contradiciendo a Juan que habrí­a retrasado un dí­a para obtener el simbolismo de la muerte de Jesús a la hora misma de la inmolación del cordero pascual (Jn 19,14.36), sea pretendiendo que la pascua se hubiese celebrado aquel año el jueves y el viernes respectiva-mente por diferentes grupos de judí­os, sea imaginando una pascua esenia celebrada la noche del martes, y a la que se habrí­a unido Jesús. Lo mejor parece ser admitir que Jesús, sabiendo que morirí­a en el momento mismo de la pascua, se anticipó un dí­a, evocando en su última cena el rito pascual en forma suficiente para poder empalmar con él su I[ evo rito, que será el rito pascual del NT: esta solución respeta la cronologí­a de Jn y tiene suficientemente en cuenta la presentación de los sinópticos.

3. Comida religiosa y comida del Señor. En efecto, en los textos de la institución late una perspectiva pascual, mucho más que la perspectiva de alguna comida judí­a solemne, o la de una comida esenia, con las que se ha tratado de explicarlos. La secuencia inmediata pan/vino, en la última Cena como en las comidas de Qumrán, es un contacto superficial y sin trascendencia, pues en los textos evangélicos puede resultar de un resumen litúrgico, en el que sólo se conservarí­an los dos elementos importantes de la última comida de Jesús, el pan al principio y la tercera copa al final, habiéndose suprimido todo el intervalo; por lo demás, hay un vestigio revelador de este intervalo en los términos «después de la comida», que en 1Cor 11,25 preceden a la copa. Además, en las comidas esenias de Qumrán falta la teologí­a pascual que evocan las pa-labras de Jesús y que es gratuito considerar como un elemento posterior debido a la influencia de Pablo o de las Iglesias helení­sticas. El ceremonial bien reglamentado de la comida esenia, análogo al de más de una comida de cofradí­as judí­as de aquella época, puede a lo sumo evocar lo que serí­an las comidas ordinarias de Jesús y de sus discí­pulos y lo que serí­an luego las comidas de éstos después de la resurrección cuando se reunieron de nuevo como en otro tiempo en torno al maestro, seguros por otra parte de tenerlo siempre entre ellos a tí­tulo de kyrios resucitado y vivo para siempre.

En efecto, no se deberí­a descubrir siempre la eucaristí­a en las comidas cotidianas que los primeros hermanos de Jerusalén tomaban con regocijo partiendo el pan en sus casas (Act 2,42.46). Esta fracción del pan puede no ser más que una comida ordinaria, religiosa, sí­, como toda comida semí­tica, centrada aquí­ en el recuerdo y la espera del maestro resucitado, y a la que se añadí­a la eucaristí­a propiamente dicha cuando se renovaban las palabras y los gestos del Señor para entrar en comunión con su presencia misteriosa mediante el pan y el vino, transformando así­ una comida ordinaria en «comida del Señor» (1Cor 11,20-34). Esta eucaristí­a, despojada del rito judí­o, vino ciertamente a ser más que anual, quizá semanal (Act 20,7.11); pero nos falta información, como tampoco podemos decidir en diferentes textos si se trata de una «fracción del pan» ordinaria o de la eucaristí­a propiamente dicha (Act 27,35; y ya Lc 24,30.35).

III. LA EUCARISTíA, SACRAMENTO DE NUTRICIí“N. 1. La comida, signo religioso. La eucaristí­a, instituida durante una comida, es un rito de nutrición. Desde los tiempos más remotos, particularmente en el mundo semita, reconoció el hombre a los alimentos un valor sagrado, debido a la munificencia de la divinidad y a su aptitud para procurar la vida. Pan, agua, vino, frutos, etc., son bienes por los que se bendice a Dios. La comida misma tiene valor religioso, pues la comida en común establece ví­nculos sagrados entre los comensales, y entre ellos y Dios.

2. De las figuras a la realidad. Así­ en la revelación bí­blica *alimentos y comida sirven para expresar la comunicación de vida que hace Dios a su pueblo. El *maná y las codornices del *Exodo, así­ como el *agua que brotó de la roca de Horeb (Sal 78,20-29), son otras tantas realidades simbólicas (1Cor 10,3s) que prefiguran el *don verdadero que sale de la boca de Dios (Dt 8,3; Mt 4,4), la *palabra, verdadero *pan bajado del cielo (Ex 16,4).

Ahora bien, estas figuras se realizan en Jesús. El es el «pan de vida», primero por su palabra que abre la vida eterna a los que creen (Jn 6, 26-51a), luego por su *carne y su *sangre dados como comida y bebida (Jn 6,51b-58). Estas palabras que anuncian la eucaristí­a las dijo Jesús después de haber alimentado milagrosamente a la multitud en el desierto (Jn 6,1-15). El don que promete y que opone al maná (Jn 6,31s.49s) enlaza así­ con las maravillas del éxodo, al mismo tiempo que se sitúa en el horizonte del banquete mesiánico, imagen de la felicidad celestial familiar al judaí­smo (Is 25,6; escritos rabí­nicos) y al NT (Mt 8,11; 22,2-14; Lc 14,15; Ap 3,20; 19,9). 3. La comida del Señor, memorial y promesa. La última cena es como la última preparación del banquete mesiánico en que Jesús volverá a encontrarse con los suyos después de la prueba cercana. La «pascua cumplida» (Lc 22,15s) y el «vino nuevo» (Mc 14,25 p) que gustará con ellos en el reino de Dios, los prepara en esta última comida haciendo que el pan y el vino signifiquen la realidad nueva de su cuerpo y de su sangre.

El rito de la comida pascual le ofrece la ocasión apropiada y procurada. Las palabras que en ella pronunciaba el padre de familia sobre los diversos alimentos, muy en particular sobre el pan y sobre la tercera copa, les conferí­an cierto poder de evocación del pasado y de esperanza del porvenir, hasta tal punto que los comensales al recibirlos reviví­an realmente las pruebas del Exodo y viví­an por adelantado las promesas mesiánicas. Jesús usa a su vez de ese poder creador que el espí­ritu semí­tico reconoce a la palabra, y todaví­a lo aumenta con su autoridad soberana. Dando al pan y al vino su nuevo sentido, no los explica, sino que los transforma. No interpreta, sino que decide, decreta: esto es mi cuerpo, es decir, en adelante lo será. La cópula «sers, que seguramente faltaba en el original arameo, no bastarí­a por sí­ sola para justificar este realismo, pues puede también expresar únicamente un significado en imágenes : «la siega es el fin del mundo; los segadores son los ángeles» (Mt 13,39). La situación es la que exige aquí­ un sentido fuerte. Jesús no propone una *parábola en la que objetos concretos ayudarí­an a comprender una realidad abstracta; preside una comida, en la que las bendiciones rituales confieren a los alimentos un valor de otro orden. Y en el caso de Jesús este valor es de una amplitud y de un realismo incomparables, que le vienen de la realidad que está en juego: una muerte redentora que a través de una resurrección desemboca en la vida escatológica.

IV. LA EUCARISTíA, SACRAMENTO DE UN SACRIFICIO. 1. El anuncio de la muerte redentora. Muerte redentora, pues el cuerpo será «dado por vosotros» (Le; ICor tiene sólo «por vosotros», con variantes poco garantizadas); la sangre será «derramada por vosotros» (Lc) o «por una multitud» (Mc¡Mt). El hecho mismo de que pan y vino se separen sobre la mesa evoca la separación violenta del cuerpo y de la sangre; Jesús anuncia claramente su muerte próxima y la presenta como un *sacrificio, comparable con el de las ví­ctimas cuya sangre selló en el Sinaí­ la primera *alianza (Ex 24,5-8), y hasta con el del *cordero pascual, en la medida en que el judaí­smo de entonces lo consideraba también como un sacrificio (cf. ICor 5,7).

Pero hablando Jesús de sangre «derramada por muchos» con miras a una «nueva alianza», debe de pensar también en el siervo de Yahveh, cuya vida fue «derramada», que cargó con los pecados de «muchos» (Is 53,12), y al que Dios designó como «alianza del pueblo y luz de las naciones» (Is 42,6; cf. 49,8). Ya anteriormente se habí­a atribuido elpapel del siervo (Le 4,17-21) y habí­a reivindicado la misión de dar como él su vida «como rescate por muchos» (Mc 10,45 p; Is 53). Aquí­ da a entender que su muerte inminente va a reemplazar los sacrificios de la antigua alianza y a iibrar a los hombres, no de una *cautividad temporal, sino de la del *pecado, como Dios lo habí­a exigido al siervo. Va a instaurar la «nueva alianza» que habí­a anunciado Jeremí­as (Jer 31, 31-34).

2. La comunión en el sacrificio. Ahora bien, lo más nuevo es que Jesucristo encierra la riqueza de este sacrificio en alimentos. En Israel, como en todos los pueblos antiguos, se acostumbraba percibir los frutos de un sacrificio consumiendo la ví­ctima; esto era unirse a la ofrenda y a Dios que la aceptaba (ICor 10,18-21). Los fieles de Jesús, comiendo su cuerpo inmolado y bebiendo su sangre, tendrán parte en su sacrificio, haciendo suya su ofrenda de amor y beneficiándose de la gracia que por su parte opera. A fin de que puedan hacerlo en todas partes y siempre escoge Jesús alimentos muy corrientes para convertirlos en su carne y en su sangre en estado de ví­ctima; por esto también ordena a sus discí­pulos que repitan a ejemplo suyo las palabras que por su autoridad operarán este cambio. De esta manera les da una participación delegada en su *sacerdocio.

En adelante los cristianos, cada vez que reproducen este gesto o se asocian a él, «anuncian la muerte del Señor hasta que venga» (lCor 11,26), puesto que la presencia sacramental que realizan es la de Cristo en estado de sacrificio. Lo hacen «en *memoria suya» (ICor 11,25; Lc 22,19), es decir, que rememoran con la fe su acto redentor o, quizá mejor, lo hacen presente al recuerdo de Dios (cf. Lev 24,7; Núm 10,9s; Eclo 50,16; Act 10,4.31), como una ofrenda incesantemente renovada, que atrae su gracia. Anamnesis que comporta el recuerdo admirativo y agradecido de las maravillas de Dios, la mayor de las cuales es el sacrificio de su Hijo para procurar a los hombres la salvación. Maravilla de amor en la que éstos participan uniéndose por la *comunión al cuerpo del Señor, y en él a todos sus miembros (lCor 10,14-22). Sacramento del sacrificio de Cristo es la eucaristí­a: sacramento de la caridad, de la unión en el *cuerpo de Cristo.

V. LA EUCARISTíA, SACRAMENTO ESCATOLí“GICO. 1. Permanencia del sacrificio de Cristo en el mundo nuevo. Lo que da todo su realismo al simbolismo de estos gestos y de estas palabras es la realidad del mundo nuevo en el que introducen. La muerte de Cristo desemboca en la verdadera *vida que no acaba nunca (Rom 6, 9s); es la era escatológica, de los «bienes futuros», al lado de la cual la era presente no es sino una «sombra» (Heb 10,1; cf. 8,5; Col 2,17). Su sacrificio se ha hecho «una vez para siempre» (Heb 7,27; 9,12.26ss; 10,10; 1Pe 3,18); su sangre reemplazó definitivamente la sangre in-eficaz de las ví­ctimas de la antigua alianza (Heb 9,12ss.18-26; 10,1-10); la nueva alianza, cuyo *mediador es él (Heb 12,24; cf. 13,20), ha suprimido la antigua (Heb 8,13) y procura la *herencia eterna (Heb 9,15); ahora ya nuestro sumo sacerdote está sentado a la diestra de Dios (Heb 8,1; 10,12) «habiéndonos adquirido una *redención eterna» (Heb 9,12; cf. 5,9), «siempre vivo para interceder por nosotros» (Heb 7,25; cf. 9, 24) por su «sacerdocio inmutable» (Heb 7,24). Su sacrificio, pasado en cuanto a su realización contingente en el tiempo de nuestro mundo caduco, está siempre, presente en el mundo nuevo en que él ha entrado, por la ofrenda de sí­ mismo que no cesa de hacer al Padre.

2. Por la eucaristí­a, el cristiano entra realmente en comunión con este mundo nuevo. Ahora bien, la eucaristí­a pone al creyente en contacto con el sumo sacerdote siempre vivo en su estado de ví­ctima. El paso del pan al cuerpo y del vino a la sangre, que en ella se opera, reproduce en su forma sacramental el paso del *mundo antiguo al nuevo, paso que llevó a cabo Jesucristo yendo por la muerte a la vida. El rito pascual, como el Exodo que conmemoraba, era ya en sí­ mismo un rito de paso o tránsito: de la cautividad de Egipto a la libertad de la tierra prometida, y luego, más y más, de la cautividad del sufrimiento, del pecado, de la muerte a la libertad de la felicidad, de la justicia, de la vida. Pero en tal rito los bienes mesiánicos eran sólo objeto de *esperanza, y los alimentos que se bendecí­an no podí­an hacerlos *gustar sino en forma simbólica. En la pascua de Cristo, esto ha cambiado, pues la era mesiánica ha llegado efectivamente con su resurrección, y en él se han adquirido los bienes prometidos. Las palabras y los gestos que en otro tiempo sólo podí­an simbolizar los bienes futuros, pueden ahora realizar bienes actuales.

El cuerpo y la sangre eucarí­sticos no son, pues, sólo el *memorial simbólico de un acontecimiento ya pasado; son toda la realidad del mundo escatológico en que vive Cristo. La eucaristí­a, como todo el mundo sacramental, cuyo centro es, procura al creyente todaví­a sumergido en el viejo mundo, el contacto fí­sico con Cristo en toda la realidad de su nuevo ser, resucitado, «espiritual» (cf. Jn 6,63).

Los alimentos que la eucaristí­a asume cambian de existencia y se convierten en el verdadero «pan de los ángeles» (Sal 78,25; cf. Sab 16,20), el alimento de la nueva era. Por su presencia en el altar, Cristo muerto y resucitado está realmente presente en su disposición eterna de sacrificio. Por esta razón la misa es un sacrificio, idéntico al sacrificio histórico de la cruz por toda la ofrenda amante de Cristo que lo constituye, distinto únicamente por las circunstancias de tiempo y de lugar en que se reproduce. Por la eucaristí­a une la *Iglesia en todo lugar y tiempo hasta el fin del mundo las alabanzas y las ofrendas de los hombres al sacrificio perfecto de alabanza y de ofrenda, de «eucaristí­a» en una palabra, único que tiene valor delante de Dios y único que las valoriza (cf. Heb 13,10.15).

-> Acción de gracias – Alianza – Bendición – Comunión – Cuerpo de Cristo – Culto – Alabanza – Maná – Alimento – Pan – Comida – Sacerdocio – Sacrificio – Sangre – Vino.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Véase Cena Del Señor, Sacramentos.

Fuente: Diccionario de Teología

Vea también Eucaristía como Sacrificio, Eucaristía como Sacramento y

(Griego eucharistia, acción de gracias).

El nombre dado al Santísimo Sacramento del altar en su doble aspecto de Sacramento y Sacrificio de la Misa, y en el cual Jesucristo está realmente presente bajo las especies de pan y vino.

Se le da otras denominaciones, tales como «Cena del Señor» (Coena Domini), «Mesa del Señor» (Mensa Domini), el «Cuerpo del Señor» (Corpus Domini), y el «Santísimo» (Sanctissimum), a los cuales se puede añadir las siguientes expresiones, y en cierto modo alterado su significado primitivo: «Agape» (Fiesta del Amor), “Eulogia” (bendición), «Partir del Pan», “Sinaxis” (asamblea), etc.; pero el antiguo título “Eucharistia” que aparece en escritores tan antiguos como Ignacio, San Justino e Ireneo, ha tomado precedencia en la terminología técnica de la Iglesia y sus teología. La expresión “Santísimo Sacramento del Altar”, introducida por Agustín, en la actualidad está casi totalmente restringido a los tratados populares y catequéticos.

Esta extensa nomenclatura, que describe el gran misterio desde puntos de vista tan diferentes, es en sí misma prueba suficiente de la posición central que la Eucaristía ha ocupado desde las épocas más primitivas, tanto en el culto divino y servicios de la Iglesia como en la vida de fe y devoción que anima a sus miembros.

La Iglesia honra a la Eucaristía como a uno de sus misterios más altos, puesto que por su sublimidad e incomprensibilidad no desmerece en nada de los conexos misterios de la Santísima Trinidad y la Encarnación. Estos tres misterios constituyen una tríada maravillosa, que muestra la característica esencial del cristianismo, como una religión de misterios que trascienden en mucho a las capacidades de la razón, para resplandecer con todo su brillo y esplendor, y eleva al catolicismo, el más fiel guardián y conservador de nuestra herencia cristiana, muy por encima de todas las religiones paganas y no cristianas.

La conexión orgánica de esta misteriosa tríada se discierne claramente si consideramos la gracia divina bajo el aspecto de una comunicación personal de Dios. Así, en el seno de la Santísima Trinidad, Dios Padre, por virtud de la generación eterna, comunica su naturaleza divina a Dios Hijo, “el Hijo único que está en el seno del Padre” ( Juan 1,18), mientras que el Hijo de Dios, en virtud de la unión hipostática, comunica a su vez la naturaleza divina recibida de su Padre a su naturaleza humana formada en el seno de la Virgen María (Jn. 1,14), para que así, como Dios-Hombre, oculto bajo las especies eucarísticas, pueda entregarse a su Iglesia, que, como una tierna madre, cuida y alimenta místicamente en su propio seno a este su máximo tesoro, y diariamente lo pone ante sus hijos como alimento espiritual de sus almas. Así la Trinidad, la Encarnación y la Eucaristía están efectivamente soldadas como una preciosa cadena, que de manera maravillosa liga al cielo con la tierra, a Dios con el hombre, uniéndoles más íntimamente y manteniéndoles así unidos. Por el mismo hecho que el misterio de la Eucaristía trasciende a la razón, ningún teólogo católico puede intentar ninguna explicación racionalista de ella, basada en una hipótesis meramente natural ni buscar comprender una de las más sublimes verdades de la religión cristiana como la conclusión espontánea de procesos lógicos.

La ciencia moderna de las religiones comparadas se esfuerza, dondequiera que puede, en descubrir en las religiones paganas “paralelismos histórico-religiosos” que se correspondan con elementos teóricos y prácticos del cristianismo, y en dar así una explicación de este último por medio de las primeras. Incluso donde hay una analogía discernible entre el banquete eucarístico y la ambrosía y el néctar de los antiguos dioses griegos, o el haoma de los iranios, o el soma de los antiguos hindúes, debemos sin embargo ser muy cautos para no extender una mera analogía hasta un paralelismo propiamente dicho, puesto que la Eucaristía cristiana no tiene nada en absoluto en común con estos alimentos paganos, cuyo origen se encuentra en el más grosero culto a los ídolos y a la naturaleza. Lo que nos hace descubrir en particular es una nueva prueba de la racionalidad de la religión católica, a partir de la circunstancia de que Jesucristo de una manera maravillosamente condescendiente responde al ansia natural del corazón humano de un alimento que le sustente para la inmortalidad, un deseo expresado en muchas religiones paganas, al dispensar a la humanidad su propia Carne y Sangre. Todo lo que es hermoso, todo lo que es verdadero en las religiones naturales, se lo ha apropiado el cristianismo, y como un espejo cóncavo ha reunido los dispersos y a menudo distorsionados rayos de verdad en su foco común y los envía de nuevo refulgentes en perfectos haces de luz.

Es sola la Iglesia, “columna y fundamento de la verdad”, imbuida y dirigida por el Espíritu Santo, la que garantiza a sus hijos a través de su infalible enseñanza la plena y no adulterada revelación de Dios. Por consiguiente, es la primera obligación de los católicos adherirse a lo que la Iglesia propone como la “norma inmediata de fe” ( regula fidei proxima), que, en lo relativo a la Eucaristía, se expone de una manera particularmente clara y detallada en las Sesiones XIII, XXI y XXII del Concilio de Trento.

La quintaesencia de estas decisiones doctrinales consiste en esto: “que en la Eucaristía el Cuerpo y la Sangre del Dios-hombre están verdadera, real y sustancialmente presentes para el alimento de nuestras almas, por razón de la transubstanciación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y que en este cambio de sustancias se contiene también el incruento Sacrificio del Nuevo Testamento.

Estas tres verdades principales—Sacrificio, Sacramento y Presencia Real—se consideran con más detalle en los siguientes artículos:

  • Sacrificio de la Misa,
  • Eucaristía como Sacramento, y
  • Presencia Real de Cristo en la Eucaristía.

Fuente: Pohle, Joseph. «Eucharist.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909.
http://www.newadvent.org/cathen/05572c.htm

Traducido por Francisco Vázquez. L M H.

Selección de imágenes: José Gálvez Krüger

Enlaces relacionados con Eucaristía

[1] Pompa festiva en la solemne translacion del santissimo…

[2] Devocionario Eucarístico

Santísimo Sacramento

Enlaces externos

[3] La Confesión de Fernando Casanova 01 – Estoy en Casa EWTN.

[4] La Confesión de Fernando Casanova 02 – Estoy en Casa EWTN.

[5] La Confesión de Fernando Casanova 03 – Estoy en Casa EWTN.

Fuente: Enciclopedia Católica