ETICA (SISTEMAS DE)

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Diferentes divisiones:
1. Etica empí­rica, ética de bienes ética formal y ética valorativa:
a) Etica empí­rica,
b) Etica de bienes,
c) Etica formal,
d) Etica valorativa;
2. Eticas empí­ricas y éticas racionales:
a) Morales empí­ricas,
b) Morales racionales;
3. Morales del trascendente, morales naturalistas y morales activistas:
a) Morales del trascendente,
b) Morales naturalistas,
c) Morales activistas;
4. Eticas del fin y éticas de los movimientos de conducta:
a) Eticas del fin,
b) Eticas de los móviles de conducta
5. Eticas normativas y éticas descriptivas:
a) Eticas normativas,
b) Eticas descriptivas.
II. Sentido e interpretación de la historia de los sistemas éticos.

I. Diferentes divisiones
Para ofrecer al lector distintos criterios sobre los que dividir los diferentes sistemas éticos, voy a resumir las clasificaciones realizadas por cinco autores: Garcí­a Máynez, Leclercq, Grégoire, Abbagnano y Ossowska. En un último apartado examinaremos brevemente el sentido y la interpretación de la historia de la ética.

1. ETICA EMPíRICA, ETICA DE BIENES,.ETICA FORMAL Y ETICA VALORATIVA. Garcí­a Máynez, en su interesante texto de Etica, nos ha ofrecido un esquema histórico de las diferentes corrientes del pensamiento moral tomando como criterio de clasificación una perspectiva fundamentalmente gnoseológica. Según esta forma de división, el pensamiento ético se ha manifestado históricamente en cuatro formas principales: ética empí­rica, ética de bienes, ética formal y ética valorativa. En justificación de esta división nos dice: «No se trata de una clasificación establecida de manera apriorí­stica, atendiendo solamente a consideraciones de orden teórico, sino de una división basada en el desarrollo mismo del pensamiento moral. Partiendo del estudio de las diversas teorí­as, es posible descubrir, a pesar de la variedad enorme que presentan, ciertos puntos capitales de coincidencia y caracterizar así­ las grandes formas que la especulación ética ha asumido en el curso de su historia. Aun cuando estas formas no se han sucedido unas a otras en toda su pureza, no es difí­cil señalar las épocas en que se manifiestan de modo más patente. Puede decirse, por ejemplo, que la moral de los griegos es, casi sin excepciones, ética de bienes; que el formalismo aparece en la obra de Kant, y que la filosofí­a de los valores es el cauce por donde corre el pensamiento ético de nuestros dí­as» 1.

a) Etica empí­rica. La delimitación de lo que debe entenderse por «ética empí­rica» fue establecida por Kant, al contraponerla a la «ética formal». Según Kant, serí­a «empí­rica» toda filosofí­a basada en la experiencia. Por el contrario, el nombre de «filosofí­a pura» corresponderí­a a aquella que se funda en los principios racionales a priori. Toda teorí­a ética -discurren los empiristas- ha de apoyarse en la observación de los hechos morales, tal y como se dan en la conducta real de los hombres. Para ello han de utilizarse métodos semejantes a los que usan los cientí­ficos en la determinación de las leyes de la naturaleza. La preocupación fundamental de la ética es de tipo descriptivo y no normativo. No se trata de averiguar cómo debieran comportarse los hombres, sino de constatar cómo actúan de hecho.

«Esta postura encuéntrase condicionada por un prejuicio milenario. Desde el siglo v a.C. sostuvieron varios filósofos que los principios rectores de la actividad humana sólo son normas genuinas si tienen su raí­z en la naturaleza. Toda regla que no refleja con fidelidad la forma en que el individuo acostumbra a comportarse es vista como una exigencia arbitraria. La idea del deber pierde así­ su sentido auténtico. El hombre debe ser como es; a esto se reduce, en última instancia, la posición que examinamos» 2. En esta dimensión, la oposición que establecieron los sofistas entre lo que existe por obra de la naturaleza y lo que es un mero producto de la voluntad humana sentó las bases de lo que en la época moderna serí­a el anarquismo ético. Podemos delimitar la concepción de la ética empí­rica si la contraponemos con las otras manifestaciones del pensamiento moral establecidas por Garcí­a Máynez.

Frente a la ética formalista, que niega a los datos de experiencia todo valor, los empiristas afirman que las normas éticas pueden ser descubiertas de un modo inductivo partiendo de la observación de los hechos. A su vez, la ética empí­rica se opone también a la filosofí­a de los valores en cuanto que ésta rechaza igualmente el empirismo. A un nivel puramente teórico, la ética empí­rica está abocada a un relativismo más o menos terminante. La apelación a la gran diversidad de teorí­as éticas y comportamentales, así­ como a la enorme cantidad de normas y códigos de moral; constituye siempre un argumento importante en manos del antiobjetivismo. Si las creencias y los comportamientos tenidos éticamente como válidos varí­an de un individuo a otro y de un grupo social a otro, cabe negar la posibilidad de hallar un criterio universal que garantice la objetividad, la intemporalidad de las leyes éticas. De este modo, han aparecido históricamente el subjetivismo ético individualista y el subjetivismo ético social (antropologismo o subjetivismo ético especí­fico).

«Este subjetivismo relativista conduce finalmente al escepticismo y al nihilismo. Sostener que lo que para un sujeto es bueno puede ser malo para otro equivale a afirmar que el bien nada es en sí­ y a reducir los valores morales al rango de simples convencionalismos arbitrariamente establecidos por el hombre. Quien pretenda ser congruente con tales premisas tendrá que renunciar a todo juicio estimativo y abstenerse de cualquier afirmación axiológica con pretensiones de objetividad» 3. El utilitarismorepresenta, según Garcí­a Máynez, un intento de superación de las consecuencias relativistas y escépticas de la moral empí­rica. Ante la falta de criterios objetivos que posibiliten una discriminación del bien y el mal, habrá necesariamente que apelar al resultado de las acciones humanas. Serán éticamente buenas las que acarrean un mayor beneficio a la sociedad o al individuo.

b) Etica de bienes. La ética de bienes surge del intento de superar el relativismo anteriormente apuntado y el escepticismo en cuanto a la posibilidad de llegar a conocer cientí­ficamente la normativa moral. Su punto clave es, pues, la afirmación de la existencia real, objetiva del bien supremo, el cual, desde un punto de vista práctico, constituye el fin último de la existencia humana. El punto de partida es la afirmación de que «todo agente obra por un fin». El hombre concretamente se propone fines, escoge medios, los pone en práctica y consigue realizarlos. El bien propio de cada actividad está, pues, constituido por la persecución del fin que se propone alcanzar. El bien supremo humano será, así­, la prosecución y logro del fin especí­fico y caracterí­stico del hombre.

Definir el bien supremo es delimitar el fin último del obrar humano. Ahora bien, esta posición postula necesariamente la existencia de un orden jerárquico, axiológico, que da pie a que podamos ubicar cada fin concreto en el sitio que le corresponde. El criterio para el establecimiento de este orden jerárquico será el examen de los distintos fines que el hombre se propone obtener con su conducta, determinando en cada caso si constituye un fin en sí­ mismo o solamente un medio en aras de un fin ulterior. Del resultado de esta investigación analí­tica depende la afirmación y caracterización del bien supremo, fin en sí­ mismo, último, que ya no puede servir de punto de partida o de instrumento hacia otros logros futuros.

La ética de bienes, que encontró su expresión más acabada en la Grecia clásica, no formuló, sin embargo, una teorí­a unitaria. El contenido de esa aspiración suprema del hombre fue interpretado de forma diversa: la felicidad, la virtud, el placer. Estas discrepancias, más o menos significativas, originaron distintas versiones de una misma doctrina. Con todo, en la perspectiva general que nos traza Garcí­a Máynez, desde Sócrates hasta Kant, «la teorí­a de la conducta ha sido, casi sin excepciones, ética de bienes. Pero es en la filosofí­a griega donde esta forma alcanzó su expresión definitiva».

c) Etica formal. Una de las formas de acceder eficazmente a la consideración de la ética formal radica en verla como un intento de crí­tica y superación tanto de la ética empí­rica como de la ética de bienes. Ambas coinciden en determinar el valor de los actos humanos en orden a sus consecuencias y resultados. El valor moral radica o bien en los efectos de la actuación individual (ética empí­rica) o bien en la adecuación que la misma guarde con el fin último del hombre. En uno y otro caso no se tienen en cuenta ni el comportamiento en sí­ ni la intención de su agente.

Para la ética formal, por el contrario, el criterio para discriminar moralmente un comportamiento no reside en nada exterior al sujeto que lo realiza (el último fin o las consecuencias de las acciones), sino en la pureza de la voluntad y en la rectitud de las intenciones. Sólo esto puede ser susceptible de aplicación de la denominación de «bueno». El concepto de «buena voluntad» ocupa así­ el centro y es criterio definitivo de la especulación moral. «La buena voluntad -nos dice Kant en las primeras páginas de la Fundamentación de la metafí­sica de las costumbres- no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí­ misma. Considerada por sí­ misma, es, sin comparación, muchí­simo más valiosa que todo lo que por medio de ella pudiéramos realizar en provecho 0 gracia de alguna inclinación y, si se quiere, de la suma de todas las inclinaciones». ¿Qué voluntad puede ser designada como «buena»? La contestación de Kant es terminante: únicamente la que obra no sólo de acuerdo con el deber, sino también por deber. Si un comportamiento concuerda con una norma, nos encontramos ante la simple legalidad; no cabe, pues, en este caso, ninguna calificación moral. Nos hallamos aquí­ a un nivel extramoral. Para movernos dentro de un nivel moral habremos de examinar los móviles de conducta que nos inspiran. Y el criterio de bondad consistirá, según Kant, en determinar si la motivación de mi comportamiento es única y exclusivamente, sin interferencia de ninguna otra inclinación, el respeto al deber, la observancia del deber por el deber mismo. Si nuestra acción es movida por alguna de sus múltiples inclinaciones que asaltan al hombre, estaremos obedeciendo una norma que sólo puede presentar la forma de un imperativo hipotético, esto es, condicional.

Para que nos encontremos ante una genuina norma moral, habremos de exigirle que se apoye exclusivamente en principios racionales a priori, ya que en el caso de que se fundamentase en nuestros deseos e inclinaciones, al ser éstos relativos, no podrí­a aplicarse a todo ser racional ni podrí­amos pretender dotarla de validez universal. «Por tanto -sigue diciendo Kant-, no otra cosa, sino sólo la representación de la ley en sí­ misma -la cual, desde luego, no se encuentra más que en el ser racional en cuanto que ella y no el efecto esperado es el fundamento determinante de la voluntad-; puede constituir ese bien tan excelente que llamamos bien moral, el cual está presente ya en la persona misma que obra según esa ley; y que no es lí­cito esperar de ningún efecto de la acción». El principio que constituye, en términos de Husserl, «la norma fundamental del sistema kantiano», es el imperativo categórico, criterio último de moralidad: «Obra siempre de tal modo que la máxima de tu acción pueda ser elevada, por tu voluntad, a la categorí­a de universal observancia». Con este enunciado quedan expresadas las dos exigencias fundamentales a las que se ha de plegar una norma para ser genuinamente moral: la de autonomí­a y la de universalidad.

Un acto sólo es moralmente valioso cuando representa el cumplimiento de una norma que el sujeto se ha dado a sí­ mismo. Si la conducta no obedece al mandato de la voluntad propia, sino que procede de la ajena, carece de valor desde el punto de vista ético. Lo mismo ocurre cuando no se inspira en consideraciones racionales, es decir, cuando deriva de una inclinación o de un deseo. La máxima de la acción no puede en este caso convertirse en un imperativo incondicionado, ya que al abandonar nuestra voluntad la idea de una legislación universalmente válida, para proponerse la consecución de un fin empí­rico, tiene que sujetarse así­: «Si quiero alcanzar tal o cual finalidad, tendré que valerme de tales o cuales medios». La segunda exigencia contenida en la formulación del imperativo categórico es su posibilidad de aplicación universal. Todo ser racional ha de estar constreñido por él. Gracias a esta exigencia las leyes morales adquieren validez. El imperativo categórico no puede en modo alguno asentarse en algo subjetivo contingente, relativo y empí­rico. Sólo un fundamento racional puede otorgarle la base objetiva que requiere. El fundamento objetivo del deber moral únicamente puede hallarse en el concepto de la dignidad personal.

d) Etica valorativa. La última y más moderna de las concepciones éticas examinadas en esta división cuatripartita implica una inversión radical de las afirmaciones de la ética formal: «el valor moral no se funda en la idea del deber, sino a la inversa: todo deber encuentra su fundamento en un valor. Sólo debe ser aquello que es valioso, y todo lo que es valioso debe ser. La noción de valor es, por ende, el concepto ético central» 4. La ética valorativa admite, sin embargo, dos dimensiones radicalmente opuestas. Para una de ellas, el valor tiene una existencia meramente inmanente a los sujetos que los formulan. Para otra, los valores no son sino «materias y estructuras que determinan una especial cualidad en las personas, relaciones y objetos en que se hallan» (Scheler). En este sentido, puede afirmarse que el objetivismo axiológico coincide con el pensamiento kantiano en cuanto al rechazo de las éticas fundadas en bases subjetivistas y empí­ricas.

Los valores constituyen objetos ideales independientes de las estimaciones, apreciaciones y valoraciones de los individuos y de los grupos sociales. Aunque no conociéramos ni estimáramos un valor, éste serí­a igualmente valioso. Por esta causa, la filosofí­a de los valores objetivista separa cuidadosamente el tema del conocimiento de los valores, que es un problema eminentemente gnoseológico del tema del ser de los valores, en el que necesariamente nos movemos en un nivel ontológico. El hecho de que sepamos que los valores existen en virtud de nuestra conciencia estimativa no implica necesariamente que sean una simple creación humana. Los valores son susceptibles de ser conocidos, pero su ser no se agota en ser objeto de nuestras valoraciones.

Frente a las afirmaciones de la ética empí­rica, la axiologí­a afirma el carácter apriorí­stico del conocimiento ético. «El concepto de valor no se adquiere partiendo de la experiencia, sino al revés: ésta sólo puede ser juzgada desde puntos de vista valorativos. Los hechos nos muestran lo que realmente ocurre; nunca lo que debiera suceder» 5. En contra de la ética de bienes, la filosofí­a de los valores niega que la noción de valor pueda deducirse de la consideración del bien o de las cosas buenas. Existe en el hombre un criterio estimativo anterior a la discriminación de acciones buenas y acciones malas. Por otra parte, tampoco puede consistir el deber del hombre en la imitación de un modelo o la prosecución de un fin trascendente y último. Los actos sólo son susceptibles de calificación moral a la luz del ideal de perfección existente en el hombre. Con todo, el conocimiento de los valores reviste unas caracterí­sticas especiales. En él, como subraya Hartmann, más que apoderarnos del objeto, somos «presa» de él. No estamos ane un proceso discursivo, reflexivo, racional, sino emocional, intuitivo.

Por último, frente a la ética formal, la ética valorativa niega el formalismo rigorista del pensamiento kantiano, aunque admite el carácter apriorí­stico del conocimiento de los valores. M. Scheler dedicó a esta cuestión un puesto preferente en su obra Etica formal y ética material de los valores. En ella critica la equiparación que Kant establece entre los conceptos de formal y de a priori. El objetivo fundamental de Scheler y Hartmann es que existe la posibilidad de un conocimiento axiológico que sea, simultáneamente, material y apriorí­stico.

2. ETICAS EMPí­RICAS Y ETICAS RACIONALES. Tras considerar aquellas doctrinas que, desde distintas perspectivas, niegan o relativizan la normativa moral, Jacques Leclercq nos presenta, en una visión amplia de la historia de la ética, dos dimensiones fundamentales en las posturas adoptadas en torno a estas cuestiones: éticas empí­ricas y éticas racionales. Lo interesante del planteamiento de Leclercq radica, a mi juicio, en su actitud de no rechazar de plano las diferentes teorí­as éticas y de no presentar la historia de la filosofí­a moral como un continuo tejer y destejer ideas y sistemas, excluyendo los «erróneos» y defendiendo el que, según el historiador, contiene la única y definitiva verdad. En este sentido, escribe: «El interés de las diferentes posturas morales radica en lo que cada una de ellas contiene de verdad. En efecto, cada una, o lo que se puede llamar cada uno de estos sistemas, corresponde a un punto de vista real sobre el que los autores han llamado particularmente la atención; y el error de los sistemas está generalmente menos en lo que afirman que en lo que descuidan. El error se reduce casi siempre a no afirmar sino un aspecto de lo real sin ver que hay además otros, o a dar al aspecto sobre el que se concentra la atención del autor un relieve excesivo. A veces, cuando el filósofo está dotado de espí­ritu polémico, añade demasí­as contra los que no comparten sus puntos de vista o se complace en excesos de lenguaje por gusto de bravata o de provocación… Lo que nos interesa es espumar de cada una de las grandes posturas históricas la verdad que encierran y reunir así­ los elementos que nos permitan construir un sistema perfectamente coordinado. Esto indica en qué medida se puede hablar de un progreso de filosofí­a moral. Cada vez que aparece una nueva postura, ésta subraya el valor de ciertos elementos de las aspiraciones humanas, de las condiciones de existencia del hombre y de la regla de acción, desatendidas hasta entonces, o al menos destaca ciertos elementos que no habí­an recibido en los sistemas anteriores el lugar que les correspondí­a, y hace posibles así­ sistemas nuevos mejor articulados y mejor proporcionados»6
El criterio fundamental en que se basa Leclercq para distinguir los dos grandes sistemas que se han dado a lo largo de la historia de la filosofí­a moral es el carácter inmanente o trascendente que otorgan unos y otros a las normas éticas. El primer sistema general está constituido por las morales empí­ricas, esto es, por aquellas filosofí­as que se fundan exclusivamente en un hecho de experiencia, en un principio que el hombre encuentra en su interior a lo largo de su experiencia vital. El segundo sistema es el de las posturas que admiten la existencia de una realidad que trasciende al hombre, dedicándose a estudiar así­ las relaciones existentes entre él hombre y dicho ser trascendente. Tenemos, en este segundo caso, las morales racionales.

a) Morales empí­ricas. Este grupo es subdividido por Leclercq en tres series: morales utilitaristas, morales altruistas y morales de la espontaneidad. «La moral utilitarista es la moral más elemental, la que se ofrece en primer término al espí­ritu de las gentes sencillas. Se basa en la idea de que el hombre trata de ser feliz y que éste es el fin de la vida. En segundo lugar, esta moral estima que la felicidad reside en el placer; y se necesita, efectivamente, un pensamiento refinado para distinguir entre uno y otra. El hombre busca espontáneamente la satisfacción, y la felicidad se le presenta como el estado en que poseerá todo lo que puede satisfacerle» 7. En la Grecia clásica esta postura está representada por el ideal ético de Epicuro. Posteriormente, la influencia del cristianismo impidió la reaparición del utilitarismo, hasta que llegó a dominar gran parte de la filosofí­a de los siglos xvi al xix. Dentro de esta lí­nea, ocupa un lugar preferente J. Bentham, de quien es el siguiente y significativo texto: «La naturaleza ha colocado al hombre bajo el imperio del placer y del dolor; a éstos debemos todas nuestras ideas; a éstos referimos todos nuestros juicios, todas las determinaciones de nuestras vidas. El que pretende sustraerse a esta sujeción no sabe lo que dice: tiene por único objeto buscar el placer, evitar el dolor, en el momento mismo en que se niega a los grandes placeres y en que abraza los más vivos dolores. Estos sentimientos eternos e irresistibles deben constituir el gran estudio del moralista y del legislador. El principio de la utilidad lo subordina todo a estos dos móviles» 8.

Dentro de las morales altruistas puede ser encuadrado, ante todo, el pensamiento de Shaftesbury, Hutcheson y Hume. Su denominador común es la determinación del desinterés, la benevolencia o la simpatí­a como criterio último o definitivo de moralidad. Para Adam Smith, «el bien es lo que despierta la simpatí­a; el mal lo que suscita la antipatí­a. Se puede formular la regla moral: obra de manera tal que provoque la mayor simpatí­a en el mayor número». Esta orientación predominantemente social de la ética se prolonga hasta el comienzo del siglo xx en la moral de la solidaridad de L. Bourgeois.

Las morales de la espontaneidad representan una reacción contra el convencionalismo, aparente o real, y el abstraccionismo de las filosofí­as morales tradicionales. La ética intelectualista aparece en la Grecia clásica representada por la escuela cí­nica. La actitud de Antí­stenes, impregnada de naturalismo, de abstencionismo polí­tico, de ascetismo y desprendimiento, no llega siquiera a constituir un sistema moral. Salvando las distancias, la postura de Guyau coincide con la escuela cí­nica, aunque añade a ella una valoración inédita en el pensamiento griego: la tendencia más profunda del ser humano y, a la vez, el criterio definitivo de moralidad es «la vida lo más intensa y lo más extensa posible». La vida constituye un valor en sí­ misma. La exaltación de los valores que afirman la vida y la profunda inversión de los criterios morales tradicionales es una de las caracterí­sticas más claras de la postura de Nietzsche. El «superhombre», ideal al que tiende la raza superior y señorial, se sitúa en una dimensión que se encuentra «más allá del bien y del mal».

b) Morales racionales. Este grupo de teorí­as morales está subdividido, á su vez, en cinco posiciones, la primera de las cuales es la moral del deber de Kant. «La moral plantea dos problemas esenciales: 1) ¿Qué es la moral? 2) ¿Qué manda la moral? Hasta Kant, el primer problema no habí­a preocupado mucho a los espí­ritus y no constituí­a el objeto de investigación sistemática. Se hací­a moral sin definirla o contentándose con una definición rápidamente establecida. Los análisis de Kant y el puesto central que ocupan en su filosofí­a llamaron la atención, y hoy dí­a buen número de moralistas consideran que la tarea esencial de la filosofí­a moral es definir la moral, determinar exactamente su carácter especí­fico y precisar en qué se distingue de toda otra cosa… Pero la influencia más inmediata y más claramente perceptible de Kant sobre la moral se deja ver en él lugar que el deber ha ocupado dentro de la moral contemporánea. Kant vincula la moral al deber hasta el punto de que no hay moralidad, según él, sino cuando se obra por deber. En este punto ha sido casi universalmente seguido, al menos por los pensadores que aceptan la noción de una moral normativa… Para darse cuenta de la revolución que esta postura representa, basta recordar que los moralistas de la antigüedad no hablan casi del deber; que los autores de la Edad Media tampoco hablan mucho más, y que en la Etica de Aristóteles, por ejemplo, o en la Suma de santo Tomás, para citar dos nombres entre los más grandes, no se trata del deber más que de manera casi episódica, y de ningún modo en el punto de partida de la moral, sino muy avanzada ya la exposición» 9.

El segundo grupo de las morales racionales -el que auténticamente puede oponérsele a las morales empí­ncas- está constituido por las morales monistas. Lalande define el «monismo» como la doctrina que considera el conjunto de las cosas como reductible a la unidad. El monismo reviste tres modalidades fundamentales: 1) El panteí­smo naturalista o materialista, que sigue una larga trayectoria que irí­a de Heráclito, los epicúreos y los estoicos hasta los tiempos modernos con un Diderot o un D’Holbach. En último caso, las morales que se inspiran en esta actitud no rebasan el nivel exclusivamente empí­rico. 2) El panteí­smo espiritualista, que tiende a identificar a Dios con el todo. Suele citarse como principal representante de esta postura a B. Spinoza. Spinoza parte del concepto de sustancia única, «el ser absolutamente infinito, es decir, la sustancia rodeada de una infinidad de atributos, cada uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita». La moral no consiste sino en tomar conciencia de esta realidad y en conformar a ella nuestra vida. «La moral de Spinoza es, ante todo, una moral contemplativa: es por el espí­ritu como el hombre llega al conocimiento de Dios y de la identidad profunda de las cosas con Dios. Debemos, pues, vivir por el espí­ritu y, para ello, desligarnos de las pasiones, de todo lo carnal, lo sensible y lo imaginativo, para llegar a cobrar conciencia de que nosotros somos Dios o Dios es nosotros, que nuestras acciones son acciones de Dios; y llegamos así­ a un amor de Dios que es participación del amor que Dios se tiene a sí­. Darnos cuenta de que Dios se ama en nosotros es la cumbre de la contemplación spinozista, que produce también una perfecta sumisión al orden natural, puesto que el orden natural es también Dios» 10. Según Leclercq, este monismo espiritualista admite, a su vez, dos versiones: una optimista y otrapesimista. El monismo, bajo la influencia kantiana, reaparece en los grandes sistemas románticos alemanes, principalmente en la obra de Hegel. La base del sistema hegeliano es la identificación de la realidad con el pensamiento: «Lo que es pensado, es; y lo que es, es en cuanto pensado. En el pensamiento es donde únicamente hay que buscar lo absoluto: todo es inmanente al pensamiento, es decir, todo es solamente en cuanto pensado». «Las manifestaciones más altas del pensamiento se encuentran en la actividad especulativa, en la filosofí­a y en la religión. En cuanto el hombre sirve de soporte a la vida interior, es, pues, la primera entre las realizaciones del pensamiento. Por el contrario, el individuo, cada hombre en particular, no es, como toda realidad exterior, más que un momento en el devenir del pensamiento. La moralidad es la esfera de la determinación autónoma del sujeto; y es la intención la que le confiere todo su valor -esto es kantismo-. Pero (según Kant) el individuo no llega a realizar la pureza del bien universal, criterio del bien; no llega a concordar sus acciones, en sus condiciones particulares, con el bien universal. Y así­, debe buscar su perfección y acabamiento en algo superior a él, realización de lo universal. Lo encontramos en los grupos de los que forma parte, en la familia, la sociedad y, sobre todo, el Estado» 11.

En su versión pesimista, Leclercq ejemplifica el monismo con el budismo y con esa curiosa adaptación del budismo al neokantismo romántico que es la filosofí­a de Schopenhauer. Tal vez una de las formas más representativas del racionalismo en ética es la actitud de los estoicos. Según el estoicismo, el ideal moral §e identifica con el ideal de una vida acorde con la razón, esto es, con el orden racional, «lógico», que rige el cosmos. Practicar la virtud es razonar bien. Las pasiones nos inducen a creer que nuestro bien no concuerda con el orden universal. Por ello, la perfección moral no puede consistir en otra cosa que en desprendernos de la fuente de error y de mal moral que constituyen las pasiones. El ideal de apatheia se perfila así­ como el fin al que ha de encaminarse la ascética del sabio. La tendencia a considerar como criterio moral la concordancia de nuestras acciones con la armoní­a que reina en el cosmos culmina, a finales de la antigüedad, con la corriente neoplatónica, según la cual la.concordancia estoica se convierte en absorción. El Uno, realidad que trasciende al mundo, pero que le mantiene por el hecho de que constituye su derivación, representa la idea básica sobre la que se estructura la interpretación neoplatónica del mundo y del hombre. «Todo el problema moral consiste en desasirse del cuerpo y de lo sensible para fijar el espí­ritu en lo inteligible y remontar la escala de las hipótesis para llegar a alcanzar el Uno. Y otra vez, en buena lógica, parece que el alma no deberí­a poder sobrepasarlo inteligible. Plotino admite, sin embargo, que el alma puede lograrlo a veces en un breve éxtasis, en el que llega a un estado por encima del conocimiento y por encima de todo estado expresable; un contacto con lo inefable, contacto que es unidad, unificación completa con el Uno primero. Y esto se parece también, como todo lo que se refiere al Uno, al lenguaje de, la sabidurí­a hindú» 12
El panorama de las teorí­as éticas que nos presenta Leclercq culmina con la moral cristiana, la cual descansa o es la prolongación de la revelación de un conjunto de presupuestos que pueden ser considerados «naturales». Son éstos: 1) la noción de Dios coma ser creador, trascendente y providente; 2) la creencia en un alma espiritual, inmortal y libre. En este sentido, la moral cristiana está centrada en la idea de Dios, por lo que se expresa en dos actitudes fundamentales determinadas por la situación ontológica de la criatura: adoración y servicio. Junto a ello, impregnando y caracterizando el cristianismo, su moral de amor: amor a Dios y amor al prójimo.

3. MORALES DEL TRASCENDENTE, MORALES NATURALISTAS Y MORALES ACTIVISTAS. Esta clasificación tripartita ha sido establecida por F. Grégoire y se inspira en la clasificación que hizo Dilthey de los tres grandes tipos de visiones del mundo: 1)los idealismos objetivos, para que los que la realidad suprema es de naturaleza espiritual; 2) los naturalismos, según los cuales no existen más que fenómenos «naturales» pura y exclusivamente materiales; 3) los idealismos subjetivos, que destacan el aspecto especí­fico de la actividad humana, a saber: su carácter innovador. Estas concepciones del mundo se traducen en tres visiones de la moral: 1.a Puede considerarse que el universo está dirigido por un orden superior a las apariencias sensibles, que las domina y les comunica un sentido y una orientación. A esta concepción del mundo pertenecen las éticas del trascendente. Grégoire prefiere emplear este término en lugar del de «orden» porque las morales naturalistas también admiten la existencia de un orden en la naturaleza, si bien dicho orden se reduce al que establecen las leyes inmanentes a las cosas. Por el contrario, la palabra «trascendente» se refiere con claridad y sin ambigüedades a lo que no resulta del juego natural de cierta clase de acciones o de seres, sino que supone la intervención de un principio exterior y superior a aquél. 2.a Según esta concepción, el universo carece de orden y está desprovisto de sentido, aunque se halla sometido a leyes. En el mundo rige un determinismo natural y «ciego», cuyas innumerables combinaciones llegaron por azar a esta superficial estabilidad que da a las cosas la apariencia de un sistema organizado. En el plano ético, esta visión del mundo se traduce en las morales naturalistas o «cientí­ficas». 3.a Por último, se puede sustentar la tesis de que en el universo se va elaborando lentamente un orden. La causa de ello puede atribuí­rselo al efecto de una confusa «tendencia a la coherencia» inmanente a la propia naturaleza, o bien a la acción humana, en su intento de dominar el medio terrestre. El reflejo de esta concepción en el plano ético lo representan las morales activistas. Esta clasificación respeta además un orden cronológico. Aunque podemos encontrar fácilmente atisbos de las tres concepciones en todas las épocas históricas, las morales del trascendente gozaron de un auge especial en la antigüedad y en la recuperación medieval del pensamiento clásico; las morales naturalistas se vulgarizaron a partir del siglo xvlli; por último, las activistas parten del pensamiento ético de Kant.

a) Morales del trascendente. Esta actitud moral puede recibir también el nombre de realismo (los valores morales constituyen una «realidad» superior a la sensible) o de idealismo (por referencia a la teorí­a de las ideas de Platón, exponente claro de esta orientación). Desde una visión amplia, sin embargo, la tendencia a esta concepción del mundo se encuentra a la base de las grandes doctrinas metafí­sicas de Aristóteles, san Agustí­n, Malebranche o Leibniz. El punto clave que establece un denominador común entre este grupo de teorí­as éticas reside en la consideración realista de la moral: el valor y la ley moral no se inventan: «existe previa a la reflexión del pensador que no hace sino descubrirla; es el conjunto de reglas desprendidas lógicamente de las caracterí­sticas del universo y del lugar que en él ocupa el hombre. La elaboración de una ética es un trabajo comparable al del geómetra (en la clásica perspectiva euclidiana), que deduce las consecuencias racionales y necesarias (teoremas) de algunos `principios’ universales, inmutables, independientes de su espí­ritu individual (postulados). Principios que, en geometrí­a como en moral, pueden ser encarados (los pensadores difieren sobre este punto) como creación de una voluntad divina o simplemente como reflejo de una razón impersonal» 13. Lo que unifica, por encima de las múltiples variaciones existentes, esta actitud es principalmente su método, «su ambición de deducir imperativamente una conducta, la forma en que se extraen las conclusiones necesarias de un postulado geométrico» 14.

Con todo, en este grupo establece Grégoire una subdivisión: 1.a Las morales laicas del trascendente (Platón, Aristóteles, los estoicos y los neoplatónicos, en la antigüedad; Montaigne, Pascal, Descartes, Malebranche, Spinoza, Leibniz, las grandes éticas laicas del siglo xix -Fichte, Schelling, Hegel, Schopenhauer-, y el racionalismo moderno, en nuestra época). 2.a Las morales religiosas de Egipto, Irán, India, China, islam, en Oriente; y el judaí­smo, el cristianismo (primitivo y moderno), el protestantismo y las religiones laicas modernas (Saint-Simon, Comte, Fourier, Proudhon) en Occidente.

b) Morales naturalistas. Este grupo surge del intento de aprovechar, desde el punto de vista de una teorí­a moral, el conocimiento progresivo de la naturaleza que nos aporta la ciencia, principalmente la que estudia las tendencias, las posibilidades y las condiciones materiales de la actividad del hombre. A pesar de su aparente carácter objetivo y aséptico, «se descubre en las éticas naturalistas una primera opción moral previa, nada cientí­fica, la creencia de que existe en el hombre una `esencia’, creencia que se agrega, por otra parte, a la convicción previa y sentimental de que la razón (descubriendo las leyes de la naturaleza) representa el valor supremo que se debe respetar. Doble parcialidad que muestra que una reflexión sincera no puede aceptar ciegamente la actitud naturalista por más fascinante que sea la palabra `ciencia’. Se hubiera podido dudarlo a priori observando que en las épocas de ignorancia cientí­fica total se vieron nacer éticas que en nada se someten a las de los siglos más `ilustrados’ y que propagaron inspiradores morales de ningún modo `sabios»‘ 15. En este grupo incluye Grégoire: 1) los naturalismos (epicureí­smo, utilitarismo, «naturalismos» contemporáneos -ética norteamericana y ética soviética-); 2) las morales «cientí­ficas» fundadas en las matemáticas (Moro, Campanella), en la mecánica o la fí­sica (Hobbes, De Maistre, Ostwald), en la biologí­a (Metchnikov, Freud -en cierto modo, Guyau y Nietzsché-), en la psicologí­a (Rabelais, Bayle, Diderot, D’Holbach, Helvétius, Hume, Shaftesbury, A. Smith, Rousseau) y en la sociologí­a (Durkheim, Lévy-Bruhl).

c) Morales activistas. Las morales activistas, que inspiran en gran manera el pensamiento moral contemporáneo -principalmente en Francia-,parten de la primací­a que Kant otorgó a, la razón práctica sobre fa razón espculativa y de la caracterización que hizo del espí­ritu humano como pura actividad. «La reflexión moral contemporánea, más aún que la del siglo pasado, se caracteriza por un `estallido’ de los diversos temas sintetizados en la construcción kantiana, que causó interferencias junto con otras corrientes del pensamiento, en particular el evolucionismo, hacia 1880, y, cincuenta años después, la filosofí­a de los valores. El primer encuentro tuvo como consecuencia `extraer’ del kantismo, ya su tonalidad `racionalista’, ya el aspecto `impulso-creación’, ya la idea de `primado de la acción’; el segundo -kantismo en `segundo grado’, porque la filosofí­a de los valores emana lejanamente de Kant- otorgó privilegios tanto a la inspiración `formalista’ como a la noción de `persona activa»‘ 16. Cabe, pues, según Grégoire, establecer una subdivisión en este grupo de éticas activistas que explotan diversos aspectos de la teorí­a ética de Kant.

En este sentido, puede hablarse: 1) de unas teorí­as éticas basadas en la idea del «impulso creador». Pertenecerí­an a este grupo el pensamiento ético de Rauh y el de Bergson; 2) de unas éticas inspiradas en el concepto de «primado de la acción», entre las que habrí­a que encuadrar la actitud de William James, de Blondel…; 3) de unas éticas de inspiración «racionalista», como la de Parodi; 4) de unas éticas de inspiración «formalista», como las que parten de Kierkegaard y que pueden ser encuadradas en la denominación genérica de «existencialismo»: Marcel, Heidegger, Sartre, S. de Beauvoir; 5) por último, de unas éticas que extraen las posibilidades contenidas en el concepto de «persona activa», entre las que se cuentan la de Lavelle y la de Le Senne.

4. ETICAS DEL FIN Y ETICAS DE LOS MOVIMIENTOS DE CONDUCTA. Esta sencilla, aunque muy interesante y sugestiva, división ha sido propuesta por Abbagnano 17. Estas dos corrientes nos son descritas del siguiente modo: «Existen dos concepciones fundamentales [de ética], a saber: 1) la que la considera como ciencia del fin al que debe dirigirse la conducta de los hombres y de los medios para lograr tal fin y derivar, tanto el fin como los medios, de la naturaleza del hombre, y 2) la que la considera como la ciencia del impulso de la conducta humana e intenta determinarlo con vistas a dirigir o disciplinar la conducta misma. Estas dos concepciones, que se han entrelazado en forma diferente tanto en la antigüedad como en el mundo moderno, son fundamentalmente distintas y ablan lenguajes diferentes. La primera, en efecto, habla el lenguaje del ideal al que el hombre se dirige por su naturaleza y, en consecuencia, de la `naturaleza’, `esencia’ o `sustancia’ del hombre. La segunda, en cambio, habla de los `motivos’ o de las `causas’ de la conducta humana, o también de las `fuerzas’ que la determinan y pretende atenerse al reconocimiento de los hechos».

El criterio que adopta Abbagnano para establecer esta clasificación dualista viene determinado por el resultado que nos proporciona el análisis del concepto de bien. Esta noción tiene dentro de sí­ una cierta ambigüedad, ya que puede significar «lo que es» (por el hecho de ser) o «lo que es objeto de deseo», de aspiración, etcétera. Esta doble interpretación del bien es lo que escinde las dos direcciones apuntadas anteriormente. «Es propio de la primera concepción -apunta Abbagnano- la noción del bien como realidad perfecta o perfección real, en tanto que es propio de la segunda la noción de bien como objeto de apetencia». Estas dos posiciones pueden ser ejemplificadas por dos definiciones: «el bien es la felicidad» y «el bien es el placer». La primera afirmación (caracterí­sticamente aristotélico-tomista) significa que «la felicidad es el fin de la conducta humana, deducible de la naturaleza racional del hombre». La segunda, por el contrario, es caracterí­stica del epicureí­smo y del utilitarismo, y significa que «el placer es el móvil habitual y constante de la conducta humana». Esta diferenciación es, según Abbagnano, tan importante que, en último término, resta importancia al resto de los problemas éticos, que no tienen como base más que la confusión entre los dos significados de bien anteriormente propuestos.

a) Eticas del fin. Encontramos, ante todo, en este grupo la postura de Platón, quien nos ofrece en la República una ética de las virtudes como funciones del alma, determinadas por la naturaleza de ésta y por la división de sus partes. A su vez, en el Filebo define el bien como forma de vida mixta de inteligencia y de placer, como la medida de esta mezcla. El prototipo de esta lí­nea es, sin embargo, Aristóteles. Este filósofo determina el fin de nuestra conducta deduciéndolo de la naturaleza racional del hombre, pasando a continuación a establecer los medios para alcanzar este fin, esto es, a presentar el cuadro de las virtudes. Los estoicos deducen también las reglas morales de la naturaleza, que en este caso no es ya la naturaleza humana universal, sino el orden cósmico racional. Por último, el neoplatonismo deduce el sentido del comportamiento ético humano del fin al que aspira todo ser como vuelta y reabsorción al principio del que emanó. El intelectualisnio y voluntarismo medievales, a pesar de sus radicales diferencias, se mantienen fieles a esta interpretación del bien. Toda la ética tomista se deduce del principio de que «Dios es el último fin del hombre». Hacia el siglo xiv, el contingentismo moral funda las normas éticas en la voluntad divina, salvo la ley que obliga obedecer a Dios, que serí­a la única «natural». «Esta apelación al arbitrio divino es el resultado de la reconocida imposibilidad de deducir de la naturaleza del hombre el fin último de su conducta. Pero con ello no se abrió todaví­a una alternativa diferente a la investigación ética» 18. Volvemos a encontrar esta concepción de la ética, ya en la época moderna, en el estoicismo presente en los neoplatónicos de Cambridge y, sobre todo, en la filosofí­a romántica. En esta lí­nea, Fichte pretenderá deducir toda la doctrina moral de «la determinación de sí­ mismo del yo», y Hegel afirmará que el fin de la conducta humana, que es a la vez la realidad en la cual tal conducta se integra y perfecciona, es el Estado.

Bergson, al deducir del ideal de renovación moral la existencia de una fuerza destinada a promover tal renovación y del concepto de «sociedad cerrada» su noción de moral corriente, está obedeciendo al planteamiento clásico de las éticas del fin.

«Cuando en la filosofí­a contemporánea la noción de valor comenzó a sustituir a la de bien, la vieja alternativa entre la ética del fin y la ética de la motivación adquirió una nueva forma. El valor, en efecto, se sustrae a la alternativa propia de la noción de bien que puede ser interpretada en sentido objetivo (como realidad) o en el sentido subjetivo (como término de apetencia). El valor posee un modo de ser objetivo, en el sentido de poder ser entendido o aprehendido independientemente de la apetencia; pero al mismo tiempo es dado en una forma cualquiera de experiencia especí­fica… Ahora bien, las doctrinas que reconocen la necesidad del valor, o sea, su absolutismo, eternidad, etc., tienen estrecho parentesco con las doctrinas éticas tradicionales del fin, en tanto que las doctrinas que reconocen la problematicidad del valor están estrechamente emparentadas con las doctrinas éticas de la motivación» 19. Las doctrinas de Scheler y de Hartmann se integran en el primer grupo, y, en el sentido de que Nietzsche funda su teorí­a en una jerarquí­a absoluta de valores, también podemos encuadrarle en esta lí­nea general de ética del fin.

b) Eticas de los móviles de conducta. Podemos encontrar los primeros atisbos de esta lí­nea cuyos fundamentos hemos explicitado antes, en Pródico de Queos, que formula su moral en forma de proposiciones condicionales; en Protágoras, cuando reconoce que el respeto recí­proco y la justicia son las condiciones para la supervivencia del hombre; y, sobre todo, en Aristipo y Epicuro quienes apelaban al placer y al dolor para explicar los móviles fundamentales del comportamiento humano. Ausente esta doctrina durante toda la Edad Media, reaparece a partir del Renacimiento, por ejemplo, en las posiciones de Valla y de Telesio. Este último deduce las normas éticas del deseo de la propia conservación, principio que sirve de fundamento a la moral y al derecho, según Hobbes. Spinoza, a su vez, ve en esta tendencia a la propia conservación y, en general, a la obtención de todo lo que beneficia, la acción necesaria misma de la sustancia divina. Locke y Leibniz se adhirieron al mismo fundamento de la ética. «Según se ve, la ética de los siglos xvii y XVIII manifiesta un alto grado de uniformidad: no sólo es una doctrina de móvil sino que tampoco su oscilación entre la `tendencia a la conservación’ y la `tendencia al placer’ como base de la moral implica una diferencia radical, ya que el placer mismo no es más que el í­ndice emotivo de una situación favorable a la conservación… La caracterí­stica fundamental de la filosofí­a moral inglesa del siglo xviii, que tiene particular importancia en la historia de la ética, consiste en haber iluminado y haber tomado como tema principal de discusión precisamente el contraste entre la ética del móvil y la ética del fin, un contraste semejante al que existe entre razón y sentimiento» 20. Así­, Shaftesbury y Hutcheson hablarán de la existencia de un «sentido moral», y Beccaria y Bentham interpretarán dicho «sentido» como la tendencia dirigida a realizar la «máxima felicidad del mayor número posible de hombres». Para Hume, el fundamento de la moral es la utilidad: la acción buena es la que produce «felicidad y satisfacción a la sociedad»y atrae la utilidad «porque responde a una necesidad o tendencia natural, esa tendencia que inclina al hombre a promover la felicidad de sus semejantes». A1 considerar Kant la necesidad de apelar a la razón, en orden a establecer la exigencia de obrar según una máxima que los demás puedan hacer propia, y al examinar la intención del agente para determinar si nos encontramos ante un auténtico acto moral realizado única y exclusivamente por respeto al deber, su posición puede también ser encuadrada dentro de esta lí­nea.

Los intentos por establecer una ética «cientí­fica», esto es, una ética que dé razones para justificar su carácter «obligatorio «, pertenecen igualmente a las éticas de los móviles. El altruismo propuesto por Comte, la adaptación progresiva del hombre a sus condiciones de vida señalada por Spencer, etc., constituyen ejemplos de esta orientación. La filosofí­a contemporánea no ha establecido grandes cambios en esta interpretación, como puede comprobarse si tenemos en cuenta las conclusiones a las que ha llegado el neopositivismo al someter a examen lógico el lenguaje moral. Russell afirmará que «la ética no contiene afirmaciones ya sean verdaderas o falsas, sino que consiste en deseos de cierta clase general». Ayer denunciará los sentimientos que se esconden tras el lenguaje moral, mientras Stevenson apelará al carácter persuasivo de los juicios morales.

5. ETICAS NORMATIVAS Y ETICAS DESCRIPTIVAS. Si tenemos en cuenta los dos principales grupos de problemas que se plantean en ética y examinamos los objetivos que persiguen las distintas investigaciones llevadas a cabo en el campo de la moral, podremos establecer un criterio de distinción muy tajante: 1) Teorí­as éticas que se proponen formular juicios de valor y determinar las reglas morales á las que debe acomodarse el comportamiento humano. Estos intentos son eminentemente filosóficos. 2) Estudio de los problemas éticos tal y como se dan en la realidad psicológica y social, limitándose a describir y a explicar los fenómenos morales. En este segundo caso estaremos ante investigaciones puramente cientí­ficas y experimentales, que procurarán abstenerse de formular juicios de valor y de extraer normas y modelos éticos universalmente válidos. Ossowska ha propuesto esta delimitación en el primer capí­tulo de su libro Para una sociologí­a de la moral2l.

a) Eticas normativas. 1) El intento de dirigir la conducta humana en orden a conseguir una mayor eficacia de las acciones individuales constituye una labor prefilosófica que encontramos cristalizada en el conjunto de fábulas y colecciones de máximas pertenecientes al acervo cultural de la mayor parte de las culturas conocidas: Este saber práctico, sintetizado en fórmulas y máximas, contradictorias a veces entre sí­ y ajenas otras o incluso contrarias a la moral, ha sido designado por algunos autores con el nombre de praxiologí­a.

2) La axiologí­a, partiendo del reconocimiento de la existencia y de la posibilidad de conocer los valores, pretende clasificarlos y jerarquizarlos. En este caso, los valores morales constituyen sólo un tipo de valores que han de ser especificados frente a otros. Tradicionalmente, los valores habí­an sido divididos en buenos, bellos y verdaderos. Modernamente, se han adoptado otros criterios de división. Así­. R.B. Perry ha tenido en cuenta los intereses a los que responden; S. Carter Dodd ha recurrido a considerar las instituciones que los realizan y protegen, y B. Malinowski ha apelado a las necesidades que expresan. Desde el punto de vista de la filosofí­a, el tema de los valores ha absorbido la obra de Hartmann y Scheler, si bien también ha sido abordada esta temática desde la psicologí­a y la sociologí­a. Uno de los principales problemas planteados es el del objetivismo o subjetivismo de los valores en general.

3) Una de las lí­neas más permanentes a lo largo de la historia ha sido la que ha considerado, fundamentalmente, la ética como una teorí­a de la felicidad. El objetivo primordial de esta disciplina serí­a, pues, eminentemente práctico y consistirí­a en señalar dónde se encuentra la auténtica felicidad humana, cuáles son los medios para alcanzarla y cómo podemos evitar el dolor o superarlo cuando no es posible escapar de él. Esta orientación recorrerí­a una larga trayectoria que irí­a de los epicúreos, los estoicos y Aristóteles hasta O. Neurath, perteneciente al llamado Cí­rculo de Viena.

4) Los autores que nos indican cómo evitar el sufrimiento señalan también la forma de soportar el dolor con valentí­a y morir con dignidad. La.orientación anterior se abre así­ a lo que podrí­amos llamar teorí­a de la perfección. Aristóteles, por ejemplo, cuyo pensamiento ético es una teorí­a de la felicidad, señala también un ideal especí­ficamente humano: la vida según la razón.

5) La ética moderna, sin descuidar las cuestiones apuntadas en las anteriores teorí­as, ha centrado su atención en la forma de organizar la sociedad humana para evitar los conflictos y asegurar la paz y la convivencia. La moral ha de contribuir al buen funcionamiento de la sociedad, esa realidad dinámica que ha ido ganando complejidad a tenor del proceso de industrialización. La ética moderna adquiere, pues, un matiz marcadamente social. No hay moral sin sociedad. Para M. Schlick, por ejemplo, la moral nace cuando los hombres se dan cuenta de que han de someterge a limitaciones para no dañar la vida de los demás. Las éticas altruistas, con toda su multiplicidad de variantes, han florecido en este ambiente. Con todo, Ossowska reconoce que estas posturas están relacionadas entre sí­. La mentira, por ejemplo, es condenada desde todas ellas, aunque para ello se recurra a criterios distintos.

b) Eticas descriptivas. La elaboración de reglas y la constatación de hechos no se contradicen entre sí­: se trata de tareas separadas. El intento de explicar cientí­ficamente las cuestiones morales tiene una larga tradición histórica, pero puede decirse que, en concreto, arranca de Durkheim, quien en La división del trabajo social sentó la siguiente afirmación: «Los hechos morales son hechos como cualesquiera otros; consisten en reglas de acción que pueden ser reconocidas por algunos caracteres distintivos; de este modo pueden ser observados, descritos y clasificados, extrayéndose de ellos las leyes que los explican». En estas éticas descriptivas distingue Ossowska tres campos de investigación:
1) Metaética, que tiene por objeto analizar la estructura de los sistemas éticos, determinar en qué sentido pueden considerarse «sistemas» los sistemas éticos, estudiar el carácter lógico de los juicios y reglas de valor para ver si se les pueden aplicar las categorí­as de verdad y falsedad, examinar el tipo de argumentos que pueden ser aducidos a su favor y el tipo de persuasión que utilizamos en nuestro lenguaje moral para convencer a nuestros contrarios cuando nos faltan argumentos, etc. Moore, Ayer, Stevenson, Toulmin, Nowell-Smith, Hare y muchos otros se han ocupado de problemas de este tipo.

2) Psicologí­a de la moral. La psicologí­a cientí­fica ha aplicado sus métodos de investigación a la consideración de los hechos morales. En este sentido se han estudiado, por ejemplo, los procesos de evaluación, las motivaciones e intenciones que presiden los actos morales, los sentimientos especí­ficamente éticos -deber, culpabilidad, arrepentimiento, escrúpulos, remordimiento, etc- o las formas psicopatológicas de éstos, la génesis y evolución de los juicios y actitudes morales. Muchas de las investigaciones de Freud, Piaget, Bandura y otros han abordado desde escuelas y con métodos diferentes cuestiones especí­ficamente morales.

3) Sociologí­a de la moral. Constituye la parte más amplia de la ética descriptiva. A este nivel se estudian, por ejemplo, los factores que determinan la vida moral de los grupos, el proceso que han seguido las normas y valores de una colectividad, las sanciones que se aplican a los miembros desviantes, etc. Desde el siglo xvtn han aumentado los estudios descriptivos. Con todo, la idea de crear una rama separada del saber que examine cientí­ficamente las creencias y comportamientos éticos no cristaliza hasta la segunda mitad del siglo xix. Podemos señalar tres corrientes: 1. La que deriva de Darwin y centra su atención en la evolución de las ideas morales. Letourneau, Sutherland, Westermark, etc., orientaron sus estudios en esta dirección. 2. Los estudios humanistas comparados que se desarrollaron en Alemania y que se reflejaron en las obras de Wundt, Simmel y Max Weber. 3. Durkheim y la escuela sociológica francesa, en la que sobresale Lévy-Bruhl, para quien la moral constituye una «ciencia de las costumbres».

11. Sentido e interpretación de la historia de los sistemas éticos
Si examinamos las divisiones de las teorí­as éticas que hemos ido esbozando en los puntos anteriores, descubriremos que han sido establecidas en función de diferentes criterios. Así­, Garcí­a Máynez considera la solución al problema gnoseológico que sirve de base a cada uno de los cuatro tipos de ética que describe. Leclercq sigue un criterio valorativo que le permite establecer una lí­nea ascendente desde las doctrinas que niegan la validez y objetividad de la moral hasta la culminación de la ética cristiana. Grégoire se apoya en las tres concepciones del mundo que han inspirado las tres formas de teorí­a ética. Abbagnano analiza las dos interpretaciones posibles del ambiguo concepto del bien, y Ossowska tiene a la vista los métodos que utilizan y los objetivos que persiguen las dos lí­neas de investigación ética. Como sucede en toda visión excesivamente panorámica, cada una de estas clasificaciones ofrece ventajas e inconvenientes. Con excepción de la última, las otras dos se ciñen a los sistemas éticos exclusivamente filosóficos, no teniendo en cuenta los estudios experimentales. Leclercq utiliza el adjetivo «empí­rico» como opuesto a «racional», lo cual no deja de plantear serios inconvenientes por muchas aclaraciones que se hagan. A su vez, Garcí­a Máynez usa el término «empí­rico» en el mismo sentido que Kant. Su interpretación de la historia de los sistemas éticos toma al filósofo de Kdnisberg como eje y conductor. La clasificación de Abbagnano es, a mi juicio, la más interesante, aunque, en ocasiones -como en el caso de Nietzsche, p.ej- se presentan ciertas dificultades al tener que ubicar a algunos autores en un extremo o en otro de una división tan tajante. La división de Ossowska se funda en la separación de tareas, sin ninguna coordinación entre las ciencias normativo-valorativas y las ciencias fácticas, lo cual, hoy en dí­a, está en entredicho. Por otra parte, difí­cilmente se puede encuadrar -por su carácter analí­tico- a la metaética dentro de las éticas «descriptivas». En la clasificación de Grégoire se hallan presentes algunas inexactitudes. Por ejemplo, la ética aristotélica difí­cilmente puede ser considerada trascendente, dado que el hombre no trasciende su esencia al alcanzar el fin que le es propio como ser racional.

En suma, situar bajo una misma categorí­a sistemas de moral elaborados en distintas circunstancias históricas, supone desechar las condiciones en que se gestaron y que, en cierto modo, las explican. Por poner un ejemplo, entre Aristóteles y santo Tomás no sólo media el hecho de la fe cristiana, sino también un considerable número de cambios socioeconómicos. La sociedad esclavista apenas guarda puntos de contacto con la feudal. Cabe, así­, afirmar que «la moral es histórica justamente porque es un modo de comportarse de un ser -el hombre- que es por naturaleza histórico, es decir, un ser que se caracteriza precisamente por estar haciéndose o autoproduciéndose constantemente tanto en el plano de su existencia material, práctica, como en el de su vida espiritual, incluida dentro de ésta la moral»zz. Esto no ha de conducirnos, sin embargo, a la adopción de una actitud escéptica y desengañada como fruto de una consideración de las doctrinas y sistemas de moral que se han sucedido a lo largo de la cultura occidental. De hecho, la grandeza de una doctrina moral puede medirse por los vestigios históricos que deja. La resignación del estoico, el intelectualismo aristotélico, la afirmación de Dios como fin del hombre de la moral tomista, la obligatoriedad categórica del deber kantiano, la actitud del hombre ante los valores especificada por los axiólogos, etc., son estimaciones-que han trascendido las circunstancias históricas en las que se hicieron y elaboraron. Por otra parte, no puede decirse que exista una teorí­a ética totalmente «falsa». Todas ellas, como afirma Leibniz de la filosofí­a, constituyen una perspectiva particular, limitada pero legí­tima. Podrí­a incluso admitirse -con Hegel o con Wundt- que toda construcción ética constituye o ha constituido una etapa necesaria en la evolución del pensamiento humano. «Más modestamente puede decirse que, así­ como la metodologí­a cientí­fica se aplica a determinar los principios fundamentales de las ciencias por el estudio histórico de las teorí­as, antiguas y recientes, las que fracasaron y las que probaron su valor, la reflexión moral debe propender a precisar las tendencias generales del esfuerzo moral humano a través de los tanteos de los sistemas, sus fracasos y sus éxitos, su nacimiento y su muerte» 23
Hay, pues, una relación estrecha entre la ética y la realidad humana espacio-temporal. «Esto no significa que la ética sea completamente relativista. Lo único que significa, porque tal es la realidad, es que la ética es relativa. El valor moral es absoluto, pero no estático; es, al contrario, un dinamismo. Por ello, una norma no pierde su valor al cambiar los tiempos; se trasciende, se integra en otro valor, se depura, se enriquece y se transforma en una ética más universal y más humana» 24. En orden a elucidar el sentido de la historia de los sistemas éticos, he aludido hasta aquí­ a las circunstancias históricas concretas que influyen en la elaboración de los sistemas de moral.

Invirtamos ahora los términos: ¿Hasta qué punto las doctrinas éticas elaboradas por la filosofí­a a lo largo de la historia han influido en las creencias y los comportamientos éticos del hombre medio? ¿Han producido auténticos cambios en la moral real, práctica, o, por el contrario, han quedado siempre encerradas en el abstraccionismo o el formalismo de la torre de marfil de la filosofí­a? A.J. Ayer en su Análisis de los juicios morales parece contestar afirmativamente a esta última alternativa de la cuestión: «Todas las teorí­as morales, en la medida en que son teorí­as filosóficas, ¿son neutrales respecto a la conducta efectiva? El problema que se plantea hace referencia a la «funcionalidad» práctica de la filosofí­a moral. Es evidente que, en los orí­genes del pensamiento filosófico, encontramos, ante todo, una preocupación y un sentido eminentemente práctico: se trata de conocer mejor el mundo en orden a conseguir un mayor dominio sobre el mismo. La influencia de ciertas corrientes «extrafilosóficas» desvirtuó, incluso en Platón y en gran parte en Aristóteles, este objetivo de la filosofí­a, volviéndola hacia la contemplación y hacia la teorí­a pura. Con todo, incluso en el caso extremo de Platón, el filósofo pretendió llevar a la realidad el resultado de sus investigaciones contenidas en la República. Por otra parte, se ha dicho repetidas veces que un sistema filosófico no logra su madurez hasta que no es capaz de formular su teorí­a ética, esto es, su dimensión eminentemente práctica y encaminada a la acción».

Mac Intyre ha visto este problema con singular claridad. De este modo, afirma: «No es cierto que tengamos primeramente una simple historia de los conceptos morales y después una historia separada y secundaria de comentarios filosóficos, pues el análisis filosófico de un concepto, al sugerir que necesita una revisión, o que está desacreditado de alguna manera, o que posee un cierto tipo de prestigio, puede contribuir a menudo a su transformación. La filosofí­a deja todo como está, a excepción de los conceptos. Y como poseer un concepto implica comportarse o ser capaz de comportarse de determinadas maneras en determinadas circunstancias, alterar conceptos, sea modificando los existentes, creando nuevos o destruyendo los viejos, es alterar la conducta. Por consiguiente, los atenienses que condenaron a muerte a Sócrates, el Parlamento inglés que condenó el Leviatán de Hobbes en 1666 y los nazis que quemaron libros de filosofí­a tení­an razón al menos en su estimación de que la filosofí­a puede ser subversiva para los modos establecidos de conducta. La comprensión del mundo moral y su transformación están lejos de ser tareas incompatibles» 25.

Bien es cierto que la investigación ética actual pretende, en gran medida, abstenerse de moralizar. El fenómeno del «amoralisnio», del temor a formular juicios de valor y normas de conducta corre parejo con el fenómeno que experimenta el hombre de hoy, vací­o y necesitado de normas y de valores que sirvan de guí­a a su comportamiento. Podrí­amos aventurar explicaciones de ambos fenómenos. Apelarí­amos entonces, en la etiologí­a del primero de ellos, a la influencia del positivismo y al descrédito justificado de las prédicas morales que se han querido presentar como sustitutos de renovaciones y cambios necesarios a nivel económico-social. Entre las causas del segundo de los fenómenos -la poca vigencia práctica de las teorí­as éticas-, encontrarí­amos el «asalto a la razón» -en expresión de Lukács- que se ha operado en los dos últimos siglos en el campo de la filosofí­a, y la dispersión y desintegración de métodos y campos de investigación, sin ninguna conexión entre sí­, que han imposibilitado la formulación de un sistema coherente y ordenado. A ello habrí­a que añadir la influencia de factores de diversos tipos, en cuya descripción no puedo entrar aquí­. No obstante, tras el fenómeno de la dispersión -necesaria en ciertos momentos para el avance de la ciencia, que exige especialización y profundización- parece percibirse la aparición de los primeros sí­ntomas de unificación y sistematización. El neopositivismo remite sus conclusiones a la psicologí­a y a la sociologí­a. La psicologí­a necesita cada vez más de los resultados de las investigaciones sociológicas. En suma, los saberes normativos se acercan a los fácticos y descriptivos, y éstos reconocen la imposibilidad de alcanzar una objetividad aséptica. El progreso económico y social se siente estancado mientras los hombres no ajusten sus conductas a normas valoradas y aceptadas por todos. La propia decisión de continuidad de la vida del hombre sobre la tierra, ante los avances en el armamento nuclear, presenta a las grandes potencias de hoy la urgencia de una opción moral. Poco después del desastre de Hiroshima, E. Mounier decí­a que el descubrimiento de la energí­a atómica y del modo de emplearla para la destrucción acababa de conferir al hombre una grandiosa y terrible libertad, la del suicidio colectivo. En adelante, si la humanidad continuaba viviendo, ya no serí­a porque no podí­a impedirlo, sino porque lo querí­a libremente.

Junto a las aportaciones de la ciencia que sirvan de base a la reflexión filosófico-moral, la historia -magistra vitae- tiene aún mucho que enseñarnos. En nuestro caso, la historia de la ética no es, aunque algunos lo pretendan, una colección de piezas de museo que los eruditos desempolvan de vez en cuando con un afán exclusivamente especulativo. Como se afirmaba en el famoso epigrama de Santayana, «quien no conoce la historia de la filosofí­a está condenado a repetirla». «No podemos, pues, librarnos por completo de considerar a los moralistas y filósofos del pasado en función de nuestras actuales distinciones. Dedicarse a escribir la historia de la ética obliga a seleccionar del pasado lo que cae bajo la denominación de ética tal como ahora la concebimos. Pero es importante que permitamos, en la medida de lo posible, que la historia de la filosofí­a derribe nuestros preconceptos actuales con el fin de que nuestros puntos de vista demasiado estrechos acerca de lo que puede y no puede ser pensado, dicho y realizado sean descartados en vista del testimonio de lo que ha sido pensado, dicho y realizado. Tenemos que evitar el peligro de una afición estéril a las antigüedades, que supone la ilusión de poder acercarse al pasado sin preconceptos, y ese otro peligro, tan visible en historiadores filósofos como Aristóteles y Hegel, de creer que todo el sentido del pasado consiste en que debe culminar con nosotros. La historia no es una prisión ni un museo, ni tampoco un conjunto de materiales para la autocongratulación» 26.

Crane Brinton, en las primeras páginas de su Historia de la moral occidental, hace la siguiente afirmación: «Podemos ponernos al dí­a corrigiendo el viejo dicho filosófico de modo que diga `nada hay en el intelecto que antes no haya estado en las glándulas endocrinas’; pero en el intelecto está, ello no obstante, la herencia moral de nuestra especie, los desconcertantes, fascinantes e ineludibles actos justos e injustos de nuestro pasado… y nuestro presente» 27.

NOTAS: I E. GARCIA MAYNEZ, Etica, Porrúa, México 1969,31 – zlb,34-35 – 3lb,37 – 4lb, 45 – 5 lb, 47 – 6 J. LECLERCQ, Las grandes lí­neas de la filosofí­a moral, Gredos, Madrid 1956, 4950 – 7 lb, 82 – s Recogido en ib, 92 – 9 lb, 139 – I0 lb, 147 – 11 lb, 149 – I2 lb, 178-179 – 13 F. GREGOIRE, Las grandes doctrinas morales, Compañí­a General Fabril Editora, Buenos Aires 1962, 27-28 – I4lb, 32 – 15lb, 39 – I6lb, 141 – 17 N. ABBAGNANO Diccionario de filosofa (voz Etica), FCE, México 1963, 466-470 – 1 s lb, 468 – 1916, 469 – 2a lb, 472 – 21 M? GSSOW SKA, Social Determinants of Moral Ideas, Routledge and Kegan Paul, Londres 1971, 5-26 (trad. cast., Para una sociologí­a de la moral, Verbo Divino, Estella 1974) – u A. SíNCHEZ VíZQUEZ, Etica, Grijalbo, México 1969, 27 – 2jF. GREGOIRE, o.c., 22-23 – 2°J.R. SANABRIA, Etica, Porrúa, México 1971, 121 – zs A. MACINTYRE, Historia de la ética, Paidós, Buenos Aires 1970, 12-13 – 26Ib, 13-14 -21 C. BRINTON, Historia de la moral occidental, Losada, Buenos Aires 1971, 14.
BIBL.: Como textos fundamentales de ética, aunque en una selección necesariamente subjetiva, cabe señalar: O 1. Etica antigua: PLATí“N, Apologí­a de Sócrates, República, Leyes, Gorgias, Filebo; ARISTí“TELES, Etica a Nicómaco, Polí­tica; TITo LuCRECIO CARO, De la naturaleza de las cosas; SENEcA, Diálogos; EPICURO, Carta a Meneceo; EPICTETO Enquiridion; MARco AuRELIO, Soliloquios. O 2. Etica medieval: SAN AGUSTIN Confesiones, La ciudad de Dios; SANTO Tomís, Suma Teológica. O 3. Etica moderna: MAQUIAVELO, El prí­ncipe; DESCARTES, Tratado de las pasiones; SPINOZA, Etica; HOBRES, Leviatán; HUME, Tratado de la naturaleza humana, Ensayos de moral y polí­tica; D’ALEMBERT, Discurso preliminar de la enciclopedia; HELVECIO, Del hombre; ROUSSEAU, El contrato social, Emilio; KANT, Fundamentación de la metafí­sica de las costumbres, Crí­tica de la razón práctica; BENTHAM, Introducción a los principios de la moral y de la legislación; HEGEL, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, Filosofa de la historia, Filosofí­a del derecho. 17 4. Etica contemporánea: KIERXEGAARD Lo uno o lo otro, Estadios en el camino de la vida; STIERNER, El Único y su propiedad; NIETZSCHE, La genealogí­a de la moral; MARX, Manuscritos económico-filosóficos, El capital; MARX y ENGELS, La Sagrada familia, La ideologí­a alemana; ENGELS Anti-Dühring; STUART MILL, El utilitarismo, JAMES, Pragmatismo; BERGSON, Las dos fuentes de la moral y la religión; SCHELER, Etica formal y ética material de los valores; HARTMANN, Etica; SARTRE, El ser y la nada; DE BEAUVOIR Para una moral de la ambigüedad; FROMM, Etica y psicoanálisis; AYER, lenguaje, verdad y lógica; STEVENSON, Etica y lenguaje; MOORE, Principia ethica; HARE, El lenguaje de la moral; NOWELL-SMITH, Etica. Bibliografí­a especí­fica: ABBAGNANo N., Diccionario de flosofí­a (voz Etica), FCE, México 1963 AYER A.J. y otros, El positivismo lógico, FCE, México 1965; BAYETA., Histoire de la morale en France, Alcan, Parí­s 1930-1931; BRINTON C., Historia de la moral occidental, Losada, Buenos Aires 1971; BROAD C.D., Five Types of Ethical Theory, Kegan Paul, Londres 1934 BROCK E., Franztissische Moralisten, Scientia, Zurich 1946; DEMPF A., La ética en la Edad Media, Gredos, Madrid 1958; DENISJ., Histoire des théories et des idées morales dans 1 Antiquité, 2 vols., Durand, Parí­s 1856; EDEL A., El método en la teorí­a ética, Tecnos, Madrid 1968; FooT Pb., Teorí­as sobre la ética, FCE, México 1974; GARCIA GUAL Y ACOSTA E., La génesis de una moral utilitaria, Fpicuro, Etica, Seix Banal, Barcelona 1973; GARCIA MíYNEZ E., Etica, Porrúa, México 1973; GREGOIRE F., Las grandes doctrinas morales, Cí­a. Gral. Fabril Edit., Buenos Aires 1962; HASTINGS J., Enciclopedia of Religion and Ethics~ 13 vols. Edimburgo 1908-1926; HunsoN W. D., La filosofí­a moral contemporánea, Alianza, Madrid 1974; JANET P., Histoire de la philosophie morale et politique dans 1 ántiquité et dans les temps moderases, 2 vols., Parí­s 1858; LECXY W. E., History ofEuropean Morals, 2 vols., Braziller, Nueva York 1955; LECLERCQJ., Zas grandes lí­neas de la filosofí­a moral, Gredos, Madrid 1956; LEDENT A., Histoire des doctrines morales, Off. de Publicité, Col. Lebbgue, Bruselas 1945; LE SENNE R., Tratado de moral general, Gredos, Madrid 1973; L6PEZ CASTELL6N E., Psicologí­a cientí­fica y ética actual, Fragua, Madrid 1973; MAC INTYRE A., Historia de la ética, Paidós, Buenos Aires 1970 MARITAIN J., Filosofí­a moral, Morata, Madrid 1962; MARGOLIS J., Contemporary EthicaJ Tñeory, Random House, Nueva York 1966; MELDEN A.L, EthicaJ 7%eories, Prentice-Hall, Englewood-Cliffs, Nueva York 1962; OAxELEY H.D., Greek ethieal 7hought, Dent and Sons, Londres 1948; OssowsxA M., Para una sociologí­a de la moral, Verbo Divino, Estella 1974; PARODI D., Le probléme moral et lapensée contemporaine, Alcan, Parí­s 1910; RADER M., Etica y democracia, Verbo Divino, Estella 1976 RAPHAEL D.D., British Moralists (1650-1800), 2 vols., Clarendon Press, Oxford 1969; ROGERS A.P., A short history of Etjrics,- Macmillan, Londres 1921; ROBERTSON J.M., A short history of Morals, Watts, Londres 1920; RODIS-LEWIS G., La Morale Stoieienne, PUF, Parí­s 1970 ID, La Morale de Descartes, PUF, Parí­s 1970; SELLARS Y HOSPERS, Readings in Ethica177eeory, Appleton-Century-Crofts, Nueva York 1952; SIDCwICX H., Outlines ofthe History of Ethics, Londres 1946; VICOL IONESCU C., La filosofa moral de Aristóteles en sus etapas evolutivas, 2 vols., Consejo Superior de Investigaciones Cientí­ficas, Madrid 1973; WARNOCX M., Etica contemporánea, Labor, Barcelona 1968; WEDAR S., Duty and Utility, a Study in Fnglish moral l’hilosophy, CWK Gleerup, Lund 1952.

E. López Castellón

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral