(Dn 2-3) a Daniel, apocalíptica, metales, vivientes). La Ley israelita prohibía los ídolos (idolatría*), porque enmascaran la grandeza de Dios, convirtiéndole en una realidad del mundo. ídolo es todo aquello que divinizamos, como algo objetivo. En sentido superficial, los ídolos son estatuas de dioses y diosas. Pero, en sentido más profundo, desde la perspectiva israelita, son signos de un poder que se absolutiza y que esclaviza a los hombres. Desde esta base se entiende la doble versión de la historia de la estatua de Nabucodonosor.
(1) Visión del rey. La estatua en el sueño (Dn 2). El texto comienza presentando la estatua como una visión: es algo que el rey ha visto y que no sabe interpretar. Sólo Daniel, el vidente judío, logra entender la visión, convirtiéndola en palabra: «Tú, rey, viste una visión: una estatua majestuosa, una es tatua gigantesca y de un brillo extraordinario. Tenía la cabeza de oro fino, el pecho y los brazos de plata, el vientre y los muslos de bronce, las piernas de hierro y los pies de hierro mezclado con barro. En tu visión una piedra se desprendió sin intervención humana, chocó con los pies de hierro y barro de la estatua y la hizo pedazos» (Dn 2,31-35). Este es el sueño del rey, su verdadero pensamiento: él quiere convertirse en Dios, quiere presentarse como Señor total de la tierra, recapitulando en sí mismo todos los reinos de la historia, que forman una inmensa estatua de poder, una especie de monumento elevado a su grandeza. Ciertamente, el texto evoca también otros rasgos: la sucesión de los imperios, en sentido descendente, desde la primera edad de oro a la edad actual del hierro (babilonios, persas, Alejandro Magno, seléucidas de Siria). En esa progresión lo que se pierde en dignidad (cada reino es menos noble que el anterior) se gana en poder de destrucción (cada reino es más violento). Así, la estatua idolátrica aparece como una especie de máquina de dominar y de matar, dispuesta a imponer su terror sobre toda la tierra. Pero hay dos problemas: la estatua tiene pies de barro y en la colina, por encima de ella, hay una piedra, algo que el poder no ha logrado dominar, como un canto rodado que los arquitectos de este mundo no tienen en cuenta porque es despreciable (cf. Sal 118,22; Mc 12,10). Esa piedra «no viene de manos humanas», no representa a los poderes de la historia, sino que viene de Dios. Pero, al mismo tiempo, ella expresa y representa a los pobres y necesitados de este mundo, a los expulsados y aplastados por la gran potencia del imperio de oro-platabronce-hierro que domina sobre los pueblos. Los marginados de la estatua son en el tiempo de Daniel los pobres de la tierra de Israel, amenazados por los reyes helenistas de Siria, que han logrado tener supremacía sobre Oriente y quieren imponer su ley-religión en Israel, como saben las historias de los macabeos*. Pues bien, nuestro texto afirma que la pequeña piedra destrozará la gran estatua del poder: Dios no necesita poderes mundanos, sino que él actúa a través de la impotencia y sufrimiento de la tierra, como sabe todo el judaismo y, de un modo especial, el mensaje de Jesús. (2) Política del rey. La estatua real (Dn 3). En el capítulo anterior (Dn 2), la estatua era un sueño, algo que el rey presentía y no sabía, necesitando la ayuda del sabio Daniel para comprender su sentido. Pues bien, este nuevo capítulo del libro (añadido más tarde) ha reelaborado el tema, presentando a la estatua como signo real de poder absoluto del rey, que se diviniza a sí mismo, enfrentándose así al Dios verdadero. «El rey Nabucodonosor hizo una estatua de oro, de treinta metros de alta por tres de ancha, y la colocó en la llanura de Dura, provincia de Babilonia. Mandó convocar a los sátrapas, ministros, prefectos, consejeros… para que acudieran a la inauguración de la estatua. Se reunieron todos y el heraldo proclamó: A todos los pueblos, naciones y lenguas… Cuando oigáis tocar la trompa, la flauta, etc., os postraréis para adorar la estatua que ha erigido el rey Nabucodonosor. El que no se postre será arrojado en un horno de fuego encendido» (Dn 3,1-6). El poder imperial exige adoración. Sobre la gran llanura de la tierra ha elevado su signo, como único Dios de la tierra. Vienen todos y adoran, porque todos comen y medran cultivando la religión del Estado. Pero unos jóvenes hebreos se niegan, rechazando esa liturgia del poder, y son arrojados al horno de fuego ardiente donde permanecen, cantando la grandeza de Dios, llenos de salud y de felicidad (canto* de las criaturas). Conocen a Dios y su conocimiento les libera de toda sumisión del mundo. Conocen a Dios al arriesgar la vida en favor de la justicia, al dar testimonio de libertad, mostrando que el poder de Dios está por encima de la idolatría del Estado. Este es el signo de los tres jóvenes del homo, que pueden cantar y cantan uno de los himnos más hermosos de la historia religiosa de los hombres. Sometidos al fuego, viviendo en el subsuelo, ellos pueden mirar hacia la altura y allí descubren el misterio de Dios que se desvela en el cielo y en el agua, en el sol y en la luna, en los fríos y calores, en la brisa y la tormenta (cf. LXX Dn 3,51-90). Sólo aquellos que no se dejan dominar por la idolatría del poder tendrán los ojos limpios para ver a Dios entre las cosas.
Cf. M. Noth, «Concepto de historia en la apocalíptica veterotestamentaria», Estudios sobre el Antiguo Testamento, Sígueme, Salamanca 1985, 213-234.
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra