ESPIRITU Y LETRA

Este binomio encuentra su fundamento bí­blico en 2 Cor 3,6, donde Pablo distingue entre la antigua y la nueva alianza, basada la primera en la letra escrita de la Ley, Y escrita la segunda en nuestro corazón por el Espí­ritu Santo. Pero nuestra verdadera vida no viene de la letra de la Ley que no puede dar la vida, sino del Espí­ritu Santo, que es y da su vida por medio de la caridad derramada en nuestros corazones (cf. Rom 5,5). Cristo nos dio este Espí­ritu suyo de vida muriendo y resucitando en el misterio pascual, de manera que la ley de Cristo es la ley de su espí­ritu, de su caridad, la perfección de toda ley y de toda letra o palabra de Dios. Y de esta manera, el binomio se refiere también a la letra o Palabra de Dios, inspirada por el Espí­ritu Santo que da su vida de caridad, en cuanto que se convierte en escucha y acción («mis palabras son espí­ritu y vida», Jn 6,63; «mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen», Lc 8,21).

El binomio ocupa también un lugar fundamental en la lectura bí­blica cristiana. Siguiendo el ejemplo del mismo Cristo, los cristianos descubrieron en la palabra divina del Antiguo Testamento, junto con la letra, un significado «espiritual», es decir, un misterio o una realidad procedente del Espí­ritu del Señor, inspirador de la letra escrita. El Antiguo Testamento forma así­ una unidad con el Nuevo Testamento, es decir, la alianza salví­fica de Dios, figurada primero en el pueblo de Israel y realizada luego en Cristo, en su Reino, en la Iglesia, en la humanidad entera y en el corazón de toda persona humana. Así­ pues, es siempre el Espí­ritu el que da vida a la letra o a la palabra oí­da.

Durante toda la historia humano cristiana, la tensión entre el espí­ritu y la letra ha creado mentalidades, corrientes y conflictos lamentables.

Ya el Señor tuvo que luchar contra la tendencia literalista-farisaica, dirigida a observar una letra o una ley externa, creándose su propia autojustificación Y condenando a los demás transgresores-pecadores. Pero también aparece a lo largo de los siglos la otra tendencia espiritualista de apoyarse únicamente en la fuerza del espí­ritu, sin querer ligarse a su «encarnación» en una ley o norma externa. Aquí­ tiene su origen en gran parte el conflicto en las Iglesias Y en las religiones entre la institución y el carisma profético personal o colectivo.

En su estudio sobre la patrí­stica y toda la Edad Media, H. de Lubac ha mostrado cómo la lectura bí­blica de los Padres y de los grandes monjes medievales, bajo la guí­a de Gregorio Magno, se inspiró fuertemente en la busqueda del Espí­ritu en la palabra divina. Esta lectura bí­blica monástica domina toda la Edad Media. Un caso concreto de cómo pudo nacer, a pesar de esta lectura común, una fuerte tensión entre el espí­ritu y la letra, nos lo ofrece en el siglo XII la disputa entre Pedro el Venerable, de Cluny, y san Bernardo, entre los benedictinos y los cistercienses. Una polémica -escribe Calati- que interesa a la historia de la espiritualidad de todos los tiempos. En contra de Citeaux, que erigí­a las prescripciones de la Regla de san Benito en normas estáticas y válidas por sí­ mismas, Pedro el Venerable reaccionó con firmeza, reclamando la primací­a de la caridad, es decir del Espí­ritu Santo, que es la nueva alianza a la que debe servir y obedecer toda ley; Pedro el Venerable proponí­a la primací­a de la caridad, como ley suprema, sobre toda observancia literalista de la Regla, que defendí­an los cistercienses.

Otro ejemplo famoso se encuentra en la pluriforme familia franciscana, dividida desde el principio entre una tendencia literalista-rigorista Y otra, la del mismo san Francisco, que, oponiéndose a una letra fijada como sacrosanta y perenne, sabí­a adaptar la Regla en sus diversas redacciones a las necesidades de las regiones Y paí­ses, Utilizando el criterio evangélico liberador Y renovador: G Mis palabras son espí­ritu y vida» (Jn 6,63); «la letra mata, es el Espí­ritu el que da vida» (2 Cor 3,6), Francisco escribí­a que lo más importante es G desear Y – tener el Espí­ritu del Señor y su santa operación n (Regola bollata, lO).

La problemática sigue viva en la Iglesia de la Reforma protestante, en la que, aunque se celebra al Espí­ritu como «Dador de vida», no desaparecen las continuas disputas y divisiones sobre el tema. Incluso después de la renovación del concilio Vaticano II, no deja de haber en la Iglesia católica corrientes opuestas y agrias discusiones en este sentido. De todas formas, parece que se va afirmando cada vez más la convicción de la primací­a del Espí­ritu Santo, alma y corazón de la Iglesia de Cristo.

O. Van Asseldonk

Bibl.: S. Grossmann, El Espí­ritu en nuestra vida, Verbo Divino, Estella 1977′ H, MUhlen, El Espí­ritu, Santo en la Iglesia, Secretariado Trinitario, Salamanca 1974; C, M. Dí­az Castrillón, Leer el texto, vivir la palabra, Verbo Divino, Estella 1988.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico