ESPERANZA Y MORAL

1. Relación con las otras virtudes teologales: Teológicamentte.- En Cor 13,13 Pablo coloca a la esperanza (elpí­s) en el segundo lugar de las virtudes teologales, señalando expresamente que la mayor de todas ellas es la caridad. En 1 Tes 1,3, por el contrario, la esperanza aparece en último lugar, o sea, después de la fe y de la caridad. El orden que emplea el apóstol dentro de la trí­ada de virtudes, más que atender a una jerarquí­a de valores, intenta señalar la lógica del dinamismo unitario de las virtudes: actividad (érgon) comprometida (kópos) y constante (hypomoné). Así­ pues, la esperanza tiene la tarea de introducir una proyección tensa en el dinamismo ético del cristiano que le permita soportar las tribulaciones y las persecuciones (aspecto negativo: cf. 2 Tes 1,4) y arrostrar con coraje la ardua batalla de la vida (aspecto positivo).

Por tanto, la esperanza cualifica definitivamente a la obra de las otras virtudes (2 Tes 1,1 1). Por eso mismo, «dar razón de la esperanza» (1 Pe 3,15) significa dar razón de la validez del compromiso cristiano en su integridad, tomando como base las promesas de Dios (1 Cor 1,20) y al mismo Cristo (l Tim 1,1).

Históricamente.- La esperanza no ocupa un puesto relevante en la teologí­a moral tradicional, ni tampoco en la dogmática. Entre los motivos principales pueden señalarse los siguientes :
a) La primací­a de la fe y de la caridad.

En efecto, el espacio de las virtudes teologales se consideraba suficiente mente cubierto por los tratados de la caridad como praxis de vida, y de la fe como garantí­a de validez del- compromiso cristiano. Era precisamente la fe la que destacaba la transitoriedad de las cosas de este mundo, proyectando a la meta última de las realidades escatológicas el ansia de felicidad arraigada en la intimidad más profunda del hombre, y la que señalaba las coordenadas a las que, según un esquema fijo, tendrí­a que plegarse la existencia de cada individuo.

b) La experiencia histórica. La experiencia por parte del hombre de su propia incapacidad ante los males de cada dí­a (el hambre, la pobreza, la opresión, las enfermedades, la mortalidad infantil, la muerte prematura -hasta el siglo XVIII la edad media era de 35-45 años-) favorecí­a una visión en cierto modo fatalista de las realidades terrenas y de las llamadas » esperanzas humanas «.

En este contexto la esperanza cristiana, garantizada por la fe, se convertí­a en la única propuesta verdaderamente liberadora. Pero se la viví­a como algo estrictamente personal y esencialmente ordenada al más allá de la historia, que seguí­a contemplándose generalmente como un valle de lágrimas.

La llegada de la revolución cultural (que comenzó con la Ilustración) y de la revolución industrial (con el consiguiente progreso de las ciencias y de la técnica) sirvió por un lado para devolver al hombre la confianza en sí­ mismo Y en la posibilidad que tení­a de saciar sus propias esperanzas incluso en un nivel intramundano, y por otro lado para abrir el horizonte de la esperanza al compromiso histórico y comunitario. Los principales promotores de los nuevos planteamientos (F. Nietzsche, K. Marx, etc.) acusaban al cristianismo de promover la alienación del hombre y la fuga del compromiso histórico. Se trataba de una innegable conquista, pero sobre la que se cerní­a el peligro del inmanentismo materialista. De aquí­ el doble reto que se le plantea a la visión tradicional de la esperanza cristiana: destacar la incidencia histórica de la escatologí­a y trascender el estrecho cí­rculo de lo privado mediante la apertura a la problemática histórica y social.

2. La esperanza y el compromiso ético ‘a) Los modelos de base. Todo modelo ético tiene en su base un correspondiente modelo antropológico, el cual, a su vez, introduce una concepción especí­fica de la esperanza. El discurso sobre el modelo-hombre y sobre el concepto-esperanza se corresponden intrí­nsecamente. En efecto, el hombre es inquietud radical, tensión hacia la perfección de su ser Y – por tanto se autocomprende necesariamente como proyecto de futuro. Pero, según sea el modelo antropológico -materialista o trascendente-, el futuro de la esperanza será de orden intrahistórico o metahistórico. De tipo materialista es, por ejemplo, el modelo subyacente a la propuesta en cierto modo pionera hecha por E. Bloch con El principio esperanza. Por el contrario, a un modelo trascendente se refieren los representantes de la «teologí­a de la esperanza» (J Moltmann) y de la «teologí­a polí­tica» (J. B. Metz).

En las propuestas de estos autores hay puntos de un significado ético innegable, tanto a nivel individual como comunitario, como la tensión radical del hombre hacia la consecución de una plena armoní­a consigo mismo y con el mundo transformado por é1 (Bloch), la función propulsora y comprometedora de la escatologí­a (Moltmann), la necesidad de «desprivatizar» la esperanza y de resaltar el papel «crí­tico» de la Iglesia ante las estructuras históricas (Metz). Junto a estos puntos positivos se encuentran, sin embargo, otros que no pueden ser fácilmente asumidos por una interpretación integral de la fe, como el inmanentismo radical (Bloch), el extremismo teológico, que pretende basar «sólo» en la escatologí­a todo el dinamismo ético cristiano, con el riesgo de transformar la acción de la esperanza en algo puramente extrí­nseco (Moltmann), o finalmente el reduccionismo negativo de la esperanza, que, para evitar el peligro de pretensiones polí­ticas por parte de la Iglesia, quiere reducir su compromiso ético a la función «crí­tica» (Metz).

b) La propuesta ética de la esperanza cristiana. Si, por una parte, es necesario excluir los extremismos de carácter englobante, también es evidente la necesidad de devolver a la esperanza el papel esencial que le corresponde en la configuración de la moral cristiana.

Podemos considerar como puntos sólidos de una verdadera integración de la reflexión sobre la esperanza los siguientes : su función transformadora de la realidad intramundana y su sentido comunitario y social, que no sólo alcanza a los Individuos, sino a las estructuras; la positividad fundamental del proyecto-esperanza, en cuanto que se arraiga en el ser-en-Cristo, que representa el «ya» de la participación en el acontecimiento escatológico. Sus raí­ces cristológicas le dan al proyecto-esperanza aquella solidez que le permitirá sostenerse frente al miedo de la impotencia o del fracaso, y superar al mismo tiempo la tentación de caer en prometeí­smos ilusorios.

3. A la luz de la Biblia.

Es ésta la visión de la esperanza que impregna toda la Biblia. Israel es el pueblo de la promesa, concretizada primero en la «tierra» y ensanchada luego a los «nuevos cielos» y la «nueva tierra'». La fuerza de la esperanza impulsa a Israel a comprometerse por la liberación de Egipto y a proseguir la lucha dirigida a mantener válida su condición de pueblo liberado. De esperanza está también impregnado el mensaje del Reino, especialmente las bienaventuranzas (Mt S,3ss). De cara al dinamismo del Reino, se le exige al creyente responsabilidad, imaginación creadora, coraje para saber emplear los talentos, productividad. Habrá que cortar la higuera estéril; los trabajado res no eficientes y las ví­rgenes necias tendrán que quedarse fuera.

Pablo pone el coraje tenaz de la esperanza junto al compromiso de la fe y la actividad del amor (1 Tes 1,3). Este coraje no es fruto de la ilusión, sino que está dirigido por el Espí­ritu que se nos ha dado como prenda de la plenitud futura (2 Cor 1,22). Es verdad que Pablo habla en términos fuertes de la transitoriedad del eón presente, poniendo en su sitio la importancia de las cosas de este mundo y el compromiso para con ellas. Pero sé trata de valoraciones en clave no absoluta, sino «relativa» es decir, en relación con las cosas futuras (1 Cor 7 29ss), relatividad que se ve favorecida por la convicción de las primeras generaciones cristianas sobre la proximidad del dí­a del Señor.

El dinamismo transformador del mensaje cristiano no puede entenderse en clave meramente coyuntural, sino a partir de su núcleo esencial e insuperable, es decir, a partir del imperativo de llevar el «ya» del hombre y del mundo al «todaví­a no» de su transformación plena, que vendrá cuando Jesús entregue el Reino en manos de su Padre (1 Cor 15,24). En esta lí­nea es como el concilio Vaticano II trata el tema del compromiso ético de la Iglesia y particularmente de los laicos (LG 35; GS, cap. 1V); y en esta misma lí­nea es donde la moral tendrá que plantear su reflexión para que el obrar cristiano se convierta en testimonio de la propia esperanza (1 Pe 3,15).

L. ílvarez

Bibl.: J Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Herder, Barcelona 1972: E, Bloch, Principio esperanza, Aguilar, Madrid 1980: L, Boros, Somos futuro, Sí­gueme, Salamanca 1972: J Moltmann, Teologia de la esperanza, Sí­gueme, Salamanca 1977. J Piepen Esperanza e historia, Sí­gueme, Salamanca 1968: J J Tamayo, Utopí­as históricas y esperanza cristiana, en C, Floristán – J J lramayo (eds.), El Vaticano II 20 años después, Cristiandad, Madrid 1985, 295330; A. Tornos, Esperanza y más allá en la Biblia, Verbo Divino, Estella 1992.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico