ESCUELA CRISTIANA

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El valor de la escuela, en la Historia y en la actualidad, es indiscutible en cuanto plataforma de cultura y de formación humana. Pero lo importante es entender qué late en ella para que haya resultado tan valiosa y tan buscada por todos los que se han dedicado a la proclamación del Evangelio.

– Unas veces la escuela se ha presentado como ocurrencia de un hombre o mujer extraordinarios. A partir de la apertura de sus aulas, se ha desencadenado todo el engranaje posterior: un proyecto, una comunidad, una tarea compartida y mantenida, un servicio social, una plataforma de evangelización, un Instituto religioso muchas veces.

– Y en ocasiones, la escuela ha sido el resultado final de un camino y la culminación de una búsqueda de instrumentos al servicio de los hombres. Se comenzó por aportar un granito de arena y se terminó por construir un edificio sólido.

En ciertos momentos históricos, el interés por la instrucción ha crecido portentosamente, como efecto del progreso de la sociedad. En otros perí­odos de la vida los afanes culturales han quedado más diluidos entre otras necesidades perentorias: paz en tiempo de guerra, salud en tiempo de peste, comida en tiempo de hambre, familia ante los abandonos, etc.

1. Identidad
Descubrir lo que es y significa la escuela cristiana es tarea poco menos que imposible, si no comenzamos situándonos en clave de Providencia. Este tipo de escuela sólo puede ser entendida si la definimos como un don de Dios destinado a satisfacer las necesidades espirituales de la sociedad; y si la vemos como un camino abierto a todos los hombres, sobre todo niños y jóvenes, para avanzar hacia la salvación.

Entre los grandes inspiradores de las Escuelas Cristianas, ninguno ha sido tan explí­cito como San Juan Bta. De la Salle (1651-1719), patrono de los educadores cristianos e iniciador de los movimientos laicales de educación: «Entre los deberes que a los padres incumben, uno de los más graves es educar cristianamente a los hijos y enseñarles la religión. Pero, la mayor parte de ellos no la conocen debidamente; algunos andan preocupados en sus negocios temporales y del cuidado de la familia; y otros viven en solicitud constante por ganar el indispensable sustento para sí­ y para sus hijos. Por eso no pueden dedicarse a instruirlos en lo concerniente a sus deberes de cristianos.

Por tanto, resulta conforme a la Providencia de Dios, y a su desvelo en el cuidado de los hombres, colocar en lugar de los padres y madres a personas debidamente ilustradas y celosas que pongan toda la diligencia y aplicación posibles en transmitir el conocimiento de Dios y de sus misterios. De otro modo, muchos niños quedarí­an abandonados en este aspecto». (Meditación 193. 2)

Estas afirmaciones están por encima de cualquier interpretación restrictiva que se pueda atribuir al calificativo de «cristianas» con el que se definen y apellidan las escuelas de la Iglesia.

Estas escuelas reflejan, en la tarea educadora, un servicio al Reino de Dios. Ellas ofrecen la conveniente instrucción religiosa a quienes las eligen para su hijos o porque, sin mayores, las aceptan con libertad y con interés.

1.1. Confesionalidad cristiana
Definirse como cristianas significa confesar un estilo y un mapa de criterios inspirados en el Evangelio. La confesionalidad implica apostar por una actitud religiosa ante la vida.

En ocasiones, la escuela cristiana fue mirada sólo como recurso o medio para un cierto tipo de proselitismo religioso. Se entendí­a cristiana porque estimulaba plegarias, fomentaba virtudes, facilitaban sacramentos, etc. Se la miraba como un complemento del templo y su acción como una prolongación de la pastoral sacerdotal en el ámbito docente.

Se la veí­a, o miraba, como complemento, o suplemento, de otras alternativas, que se volví­an con ella más eficaces, necesarias o inmediatas: hospicios, asilos, centros de acogida, catequesis parroquiales, centros juveniles, etc.

No necesitamos muchos testimonios para descubrir ese aprecio que ha despertado la realidad escolar confesional.

San Antonio Marí­a Claret (1807-1870) decí­a a la Reina de España: «La educación forma al individuo y forma a los pueblos cultos. Las impresiones de la niñez jamás se desvanecen. Y de la niñez es el porvenir. ¿Cómo no dar a la educación toda la importancia que se merece? ¿Cómo no tratar de ganar a la juventud con el lazo de la buena ciencia?» (Memorial 24 Mayo 1852)

Y mentes privilegiadas, como la de genial pedagogo Andrés Manjón, (1846-1923) insistí­a: «Hacer hombres cabales de cuerpo y alma es la obra más grande que puede tomar sobre sí­ el hombre. Es obra tan difí­cil y compleja que exige las cooperaciones de muchos hombres.

Es tan sublime y santa que Dios ha querido para realizarla hacer a los maestros sus fieles coadjutores.

(Hojas paterno-escolares 2.4)
Una escuela es una estructura humana. En cuanto tal, implica lugar, tiempo, plan, programa, metodologí­a, instrumentación, transferencia, control y evaluación, estimulación, recuperación y otros elementos más o menos definidos. Y la escuela confesional es todo eso. Pero ella añade cierto modo de ser, un estilo de pensar, una preferencia en el obrar y una clara proclamación de la superioridad sobrenatural del ser humano.

La escuela cristiana se presenta como algo más que una institución cultural. Es un manantial de vida cristiana, un semillero de esperanza, un sendero de caridad, un reflejo del Evangelio. Era la comparación que gustaba proponer el enamorado de la educación y de la escuela en el siglo XVII Charles Demia (1637-1689): «Las escuelas son como semilleros, en donde las plantas tiernas son preparadas cuidadosamente para todos los empleos. Las semillas que los pastores depositan en estos campos acogedores son cultivadas por buenos maestros y producen verdaderos tesoros para el bien público, pues quedan bien dispuestos para la artes, ciencias y virtudes». (Avisos 3)

Y la razón de su importancia la expresaba este celoso promotor de maestros cristianos así­: «Las escuelas públicas son como academias de la virtud para los niños pobres, en donde se enseña a someter a la razón las pasiones fogosas, se clarifica el entendimiento con las virtudes que se inculcan, la memoria se llena de buenos recuerdos y la voluntad se enardece con los ejemplos de virtud que se ven practicar». (Avisos 4)

Siglo y medio después de él, Gabriel Taborin (1789-1834), el Fundador de las Escuelas de la Sda. Familia, escribí­a en sus Guí­a del maestro: «Los maestros han de hacer comprender a los alumnos que la escuela es el lugar que mayor respeto merece por parte del estudiante cristiano y virtuoso, después de la iglesia. La escuela es, en efecto, para él como otro santuario: en ella aprende los primeros elementos de la doctrina cristiana, junto con los otros conocimientos que le serán útiles; en ella reza mañana y tarde. En ella eleva el corazón a Dios frecuentemente». (Nueva Guí­a de los Hnos. 725)

1.2. Rasgos

Es evidente que, cuando hablamos de Escuela Cristiana, no aplicamos el término cristiano a la materialidad de las aulas, de los libros, de los lugares, de los horarios o de los recursos pedagógicos.

Un reglamento, un laboratorio, un cuaderno…, ni son ni dejan de ser cristianos, aunque los maneje un bautizado. Sin embargo, un sentimiento, una idea, una actitud, sí­ pueden ser o no ser cristianos.

Lo serán, si se conforman a los principios del Evangelio. No lo serán, si se alejan de los valores y de las actitudes del mensaje de Jesús, entendido desde la perspectiva de la Iglesia, que es la continuidad de Cristo en la tierra.

En el concepto de escuela se encierran notas tan concretas y precisas como las siguientes:

– Contenido cultural que transmitir, programa, ideas, ciencia, saber.

– Estructura y orden, disciplina, programación, previsión, eficacia. – Lenguajes pedagógicos de comunicación: lección, explicación, evaluación, aclaración, recuperación, animación.

– Materiales, instrumentos y recursos, textos, ejercicios.

– Lugares y horarios, tiempos y planes, procesos y ejercicios.

– Estilos, métodos, sistemas, modelos, cauces, programas.

– Continuidad, sistematización, seguimiento, maduración.

– Personas, relaciones, encuentros horizontales y verticales.

– Perspectivas ideológicas y sociales, criterios, ideales.

– Relaciones con los padres, pero también con las demás personas y comunidades interesadas en el hombre

– Previsiones para el futuro y convenientes adaptaciones.

– En una palabra, proyectos pedagógicos, coherentes y sistemáticos, vivos y personales, progresivos e incluso evaluables a la larga.

En este abanico de elementos y aspectos no queda recogida la totalidad de lo que encierra el concepto de escuela; pero sí­ se descubre la complejidad de lo que se esconde en ella. Si tuviéramos que jerarquizar estos rasgos o aspectos por orden de compatibilidad con lo cristiano, comenzarí­amos por las personas y terminarí­amos por los instrumentos. Pero en todos los aspectos habrí­a algún tipo de resonancia cristiana. Esto diferencia lo que recoge en el sustantivo de escuela y lo que esconde en el adjetivo cristiana.

Aguda es la observación del intuitivo León Dehón (1843-1925): «Las cuestiones de la educación han apasionado a todas las generaciones. Han ejercido sobre los espí­ritus irresistible atractivo. No es un solo pensador el que ha expuesto sobre el tema sus puntos de vista. Son todos. Los filósofos buscan en esto la moralización, los polí­ticos la influencia, los legisladores el gobierno… la Iglesia la evangelización». (La educación y la enseñanza. Dis. 1)

Para entender mejor lo que es esa confesionalidad católica, se pueden recordar algunos aspectos descriptivos.

– La Escuela cristiana es oportunidad de anuncio evangélico a través de la ciencia, de la convivencia y de la adquisición de habilidades culturales. Ofrece tiempo para la instrucción religiosa. Sugiere respuestas y orienta la vida de las personas con criterios trascendentes. Abre a la ciencia en armoní­a con la fe.

– La escuela cristiana está identificada con la promoción y defensa de valores inspirados en el Evangelio: fe, oración, sinceridad, justicia, paz, humildad, fidelidad, conversión, amor a los hombres.

– Las relaciones entre miembros de la comunidad escolar inspirada en el Evangelio se basan en el amor de hermanos y no en los intereses de clientes. Se pone la razón de ese amor en ser hijos de Dios, Padre común, y no preferentemente en el sentido de la autoridad o del dominio, en el valor de la ciencia o de la simple convivencia, en la necesidad del progreso o de la ética de la sociedad.

– En la escuela cristiana se valora a la persona por su valor trascendente y por su vocación sobrenatural, no por su capacidad intelectual, por su raza, sexo o categorí­a social, de modo que se pueda ver en él un miembro del Cuerpo Mí­stico de Cristo, un bautizado salvado por Jesús, un heredero de la vida eterna.

– Es ocasión de cultivo de virtudes desde la perspectiva sobrenatural: esperanza, caridad, generosidad, abnegación, etc. y no sólo de valores éticos, sociales, estéticos y de otro tipo humano, como acontecerí­a si sólo se promovieran riquezas naturales: prudencia, justicia, fortaleza, templanza, solidaridad, tolerancia, comprensión, fidelidad, respeto, pluralismo o convivencia.

– Se promociona en la institución cristiana el sentido de pertenencia eclesial, tanto a nivel de participación en el Pueblo de Dios, como en la dependencia del Magisterio eclesial, heredero de la autoridad carismática y kerigmática transmitida por Jesús a los Apóstoles, con Pedro a la cabeza, y a sus sucesores. – Se promociona una instrucción religiosa de signo católico, y no sólo informaciones pluralistas, ecuménicas o culturales, con el fin de afianzar la pertenencia a la Iglesia de Jesús descubriendo el gozo de la verdad, la luz de la gracia y la fuerza de la confianza en Dios.

2. Misión educadora
Estos y otros rasgos citados aluden en esencia a lo mismo: a resaltar la escuela como comunidad creyente, donde se vive y bebe el mensaje de Cristo.

Y por lo tanto se resalta en la escuela cristiana la tarea educadora desde una perspectiva evangélica y evangelizadora. La escuela es cristiana si se vive y se anuncia en ella la fe y la caridad de Cristo. Y no es cristiana en la medida en que se olvida el Evangelio, por buenas y correctas que sean las ciencias impartidas, las relaciones y las actitudes. En ella se transmite el mensaje del amor a Dios y a Jesús. Y esa vivencia implica libertad, voluntariedad, compromisos, progresión adaptada a las personas y sobre todo fidelidad a la comunidad creyente, a la Iglesia, en la que la escuela está insertada.

2.1. Misión en el tiempo
La escuela cristiana ha ido cambiando con los tiempos, pero ha conservado su identidad fundamental, su confesionalidad. Se ha adaptado a todas las circunstancias y, sin embargo, se ha mantenido fiel y sólida en su mensaje.

Nada ha sido tan flexible como la escuela y nada ha permanecido tan estable como la escuela. La arquitectura y los programas, las relaciones y las metodologí­as, los horarios y las legislaciones, la disciplina y los modelos, han ido evolucionando como otras realidades lo han hecho. Pero los objetivos y los valores siempre se han mantenido. En la entraña de la realidad escolar siempre ha latido, al igual que los diversos árboles del bosque, la savia regeneradora de la vida sobrenatural.

2.2. Misión de santificación
Mientras que para unos la escuela fue como un sacramento, es decir, una mediación santificadora por sí­ misma, para otros se entendió sólo como recurso o pretexto para una tarea de proselitismo. La diversidad de opiniones y perspectivas es lo más hermoso que acontece entre los hombres; y los que promovieron escuelas cristianas no fueron ajenos al pluralismo de estilos y a las grandezas y a las limitaciones humanas.

Lo que no podemos negar es el común aprecio que se otorga a la escuela como cauce y camino para el servicio de los hombres a partir del compromiso de una vida de exigencia evangélica: de conversión, de entrega, de servicio, de generosa dedicación a los demás desde la perspectiva de las virtudes evangélicas.

En todo caso, la escuela cristiana siempre ha sido eco de la misión evangelizadora y magisterial de la misma Iglesia. La misión confiada a los Apóstoles: «Id y enseñar a todas las gentes» (Mc. 16. 15), está por debajo de toda iniciativa, argumento o apoyo escolar.

2.3. Origen autónomo
Es en el siglo XV y XVI cuando por primera vez se empieza a formular y definir el concepto de escuela cristiana. Hasta entonces la confesionalidad era una tonalidad ajena a toda dialéctica funcional y la integración de lo escolar en lo eclesial (parroquia, hospicios, asilos, etc.) resultaba indiscutible y natural.

2.3.1. Espí­ritu y estilo.

Pero comenzaron a surgir con los afanes humanistas definiciones escolares de diverso signo. Se presentó un tipo de plataforma original de catequesis, como superación de la mera catequesis parroquial, anexa a los actos litúrgicos y a las devociones piadosas.

Las parroquias promocionaron un movimiento magní­fico en casi todos los paí­ses y las «escuelas parroquiales» dejaron de serlo tales para convertirse en «escuelas cristianas» localizadas en ámbitos, terrenos, edificios o soportes de la parroquia. Los maestros dejaron de ser sacristanes, los párrocos dejaron el oficio de rectores escolares y, lo que es más importante, los programas culturales dejaron de ser sólo señuelos para enseñar la doctrina cristiana.

Surgieron escuelas parroquiales como obra de misericordia (enseñar al que no sabe), para que los niños, sobre todo pobres, adquirieran cultura humana: leer, escribir, calcular, oficios y labores, juntamente con la conveniente instrucción en la doctrina cristiana, pero sin reducirse a ella como motivo único.

Hasta el siglo XV la corriente de escuelas parroquiales era escasa por la insensibilidad cultural de la población. Pero desde el triunfo de las corrientes humanistas, y la orientación del concilio de Trento (1545-1563) la escuela popular, sobre todo en las zonas urbanas del sur de Europa, se hicieron frecuentes. En el siglo XVI la extensión resultó ya generalizada. Los maestros de escuela dejaron de ser clérigos, incluso sacerdotes, que hallan en esta tarea un oficio remunerado, aunque siempre se movieron en la mayor pobreza. Y surgieron los «profesionales» de la educación cristiana.

Se rigieron por normas públicas como las del Concilio de Bourges de 1584, o las Ordenanzas de diversas Diócesis y normativas reales, que establecí­an obligaciones y apoyos a esta docencia

2.3.2. Promoción en Italia

La escuela cristiana popular nació en Roma y en los entornos renacentistas de la urbe, que conocí­a los esplendores renacentistas y la miseria popular.

Tal vez sea S. José de Calasanz (1556-1648) el que mejor represente el tránsito de la escuela de piedad o de misericordia (nombre de su obra escola-pí­a) a la conciencia de una necesaria cualificación.

Este genio de la educación popular escribí­a: «En cuanto a las escuelas, por ser nuestro principal ministerio, se debe poner gran diligencia en la parte literaria con el fin de atraer a los alumnos a ellas. Pero nuestro fin principal va a ser enseñar el santo temor a Dios.» (Carta 2876)

Y esta demanda iba dirigida a los maestros de unas escuelas populares que se entregaban a la formación cultural de los alumnos al mismo tiempo que se esmeraban en su instrucción religiosa.

Por los mismos años, S. Ignacio de Loyola (1491-1556) también enviaba sus mensajes escolares a su «Compañí­a de Jesús. «La educación religiosa ha de estar basada en la educación humana armónica, integral y completa. Sin amor y posesión de la doctrina cristiana, la mente y el corazón quedan en el vací­o, ya que sólo el conocimiento de la verdad revelada hace al hombre libre y abierto hacia lo espiritual. Hay que cuidar mucho la enseñanza de la doctrina cristiana a los niños los domingos y fiestas y aun en los demás dí­as. Hay que hacerlo en la propia casa o en algún otro sitio próximo y cómodo que sea conveniente». (Carta 13 Junio 1551)

2.3.3. Documentos orientadores
Pero tal vez la mejor «teorí­a de la escuela cristiana» nació en los finales del siglo XVI en Francia, cuando las escuelas populares instaladas en las parroquias toman carta de naturaleza en toda Europa. Aparecieron los mejores documentos organizativos y metodológicos que rigieron la acción.

Se desarrolló así­ la catequesis escolar autónoma y original, pues fue el motivo para crearlas escuelas de caridad. Como ejemplo tí­pico de la tí­mida etapa de separar la escuela de la dependencia parroquial puede ser en Francia «La Escuela parroquial» (L’école parroissiale ou la manière de bien instruir les enfants dans les petits écoles). Fue guí­a orientadora de las escuelas parroquiales en Francia del siglo XVII. Firmado por «I. de B. indigno sacerdote», y publicado en Parí­s en 1655, fue obra de Santiago de Bethencourt, del Seminario parisiense de S. Nicolás de Chardonet. Afirma tener experiencia docente de 18 años trabajando con afición en esas escuelas. En sus 360 páginas se da la preferencia a la instrucción religiosa de los escolares y se la considera como labor primera y evangelizadora a lo largo de los años infantiles.

Se habla en sus cuatro partes de las cualidades del maestro, de los modos de enseñar la religión, de los métodos para leer, escribir, aritmética, cortesí­a, etc.

No fue el único manual, pues otros textos se publicaron en estos años como es del canónigo Martí­n Sonnet, en 1672, de 452 páginas, con el tí­tulo de «Reglamento de las escuelas de Gramática de la Villa de Parí­s».

Muy interesantes fueron los «Avisos» (Remontrances aux Echevin et principaux habitans de la ville de Lyon touchant la nécesité pour l’instruction des enfants pauvres), publicados en Lyon en 1666, por Carlos Demia.

Y no menos conocida fue ya a comienzos del XVIII la «Guí­a de las Escuelas Cristianas», de S. Juan Bta. De la Salle, escrita en 1696 y mantenida y divulgada manuscrita hasta su primera edición en 1720.

2.3.4. Espí­ritu de los maestros
El espí­ritu de las escuelas cristianas populares en el siglo XVII en Francia puede resultar el modelo de lo que brillaba en otros lugares. Por eso interesa dejarlo reflejado como modelo. En este tiempo y ambiente son más abundantes que en otro lugares. Basta la lectura de los tí­tulos para intuir su orientación:

– «El pedagogo cristiano», de Felipe D’Outremen, en dos tomos, 1629.

– «Cuestión célebre: si es preciso y conveniente que las mujeres sean cultas». Guillermo Coletet. 1646.

– «Testamento y consejos de un buen padre a sus hijos». Fortin. 1648.

– «Reglamento para los niños». Jaquelin Pascal. 1657.

– «Instrucción de la juventud en piedad cristiana». Ch. Bobinet. 1665.

– «La educación cristiana de los niños según las máximas de la Sda. Escritura». Alex Varet. 1666.

– «Avisos cristianos y morales para la instrucción de los niños». Cl. Joly, 1675.

– «Instrucción cristiana de las niñas». Margot. 1682.

– «Tratado de la elección y del método de los estudios». Cl. Fleury 1696.

– «Reglas para la educación de los niños». Coustel. 1687.

– «Tratado de la educación de las niñas.» de Fenelón. 1687.

– «Máximas y reflexiones sobre la educación de la juventud». Jean Pie, 1689.

– «Sobre la educación de los niños» del P. Coste, 1695.

– «Máximas para educar a jóvenes y formar hombres honrados». Marmet. 1706.

Se advierten diversas caracterí­sticas en todos estos documentos, que pronto llegarí­an a extenderse por toda Europa y definirí­an ese tipo de escuelas.

– Necesidad del orden minucioso y seguimiento de los escolares, empleando una disciplina adecuada a la edad.

– Preferencia por la lectura en lengua nativa (francés) que en el usual latí­n orientado a las ceremonias religiosas, bajo las influencias clericales.

– Creciente orientación hacia una pragmática acomodación al trabajo, y no hacia modelos literarios preferidos por las burguesí­as del momento.

– Sentido creciente de autonomí­a de la actividad escolar con respecto a la Iglesia, las catedrales, las parroquias, las instituciones tradicionales religiosas.

– Atención prioritaria a la instrucción religiosa cristiana, para infundir hábitos de buen comportamiento.

2.4. La escuela popular
Nació, pues, una escuela popular cristiana, preferentemente para pobres y para los hijos de los artesanos, que no orientaba a los alumnos a estudios posteriores sino que les disponí­a para el trabajo honrado, pero realizado con una plataforma de cultura popular básica: saber leer y escribir, calcular, conocimientos sociales y hábitos dignos de comportamiento. Todo ello, evidentemente, apoyado en una sólida instrucción en las verdades cristianas.

El siglo XVI en Italia y el XVII en Francia brillaron las escuelas cristianas en esta dirección y prepararon el cambio de época. Así­ pudieron asimilar sin traumas el racionalismo cartesiano, el realismo de Comenio, el empirismo de Lokke y el posterior enciclopedismo de Diderot y D’Alambert, etc.

El nacimiento de la escuela popular representó un salto cualitativo en la promoción de la cultura y en la apertura de los tiempos modernos, como nunca habí­a sucedido en los tiempo anteriores.

El protagonismo de la naciente escuela cristiana fue claro en este tránsito y mérito que Historia debe agradecer a las clarividentes e intuitivas figuras que protagonizaron tan gigantesco servicio.

3. Etapas
La visión de la escuela y el valor que se le atribuye, tanto desde ópticas sociológicas como en el plano confesional, reclaman algunas precisiones evolutivas que faciliten la comprensión de su realidad, de su influencia, de la diversidad de rasgos que ha ido presentando a lo largo de los tiempos. No siempre la coyuntura y el beneficio del centro escolar se han apreciado de la misma forma. Las condiciones de vida no han sido las mismas histórica ni geográficamente.

La Iglesia, en su proyecto fundamental de servir a los hombres, también en el terreno de la educación escolar, se acomodó a cada momento en la promoción de sus escuelas y en sus relaciones con la sociedad humana, a lo que pareció mejor para su misión evangelizadora.

El papel que se atribuyó a la labor escolar en los ambientes populares de las ciudades renacentistas no fue equivalente al que se le concedió en las postrimerí­as del siglo XX. Del mismo modo, el peso que puede ofrecer la tarea docente en una población en regresión demográfica, al estilo de la europea, no equivale a las atenciones que reclama en los paí­ses de menor desarrollo económico y cultural y con gran explosión poblacional, al modo de Africa o Suramérica.

No ha sido sólo el terreno de la cultura y educación el que ha sufrido las transformaciones continuas y a veces convulsivas. Otras realidades sociales, además de los centros educativos, han sido sujeto pasivo o activo de los cambios: la familia, las corporaciones, la propiedad, la legislación, los Estados y los gobiernos, las organizaciones eclesiales, etc. No interesa dilucidar ahora lo que ha representado la confesionalidad docente a lo largo de los siglos. Pero sí­ nos conviene entender lo que hay en los movimientos educativos inspirados por la Iglesia cristiana, la misión que han jugado las personas, lo que hoy reclama la comunidad eclesial hoy y en el porvenir.

Ordinariamente los hombres no hacen la Historia de forma consciente, sino que sólo la averiguan cuando ya los hechos han acontecido. Es normal que, a corto alcance, forjen mucho planes; pero, es frecuente equivocarse en su planteamiento cuando de Historia religiosa se trata. Ellos ponen la atención en los recursos más que en los ideales. No advierten que muchas veces Dios, que no está sujeto a limitaciones ni se supedita a las tradiciones humanas, promueve otras lí­neas de acción que no coinciden con las previsiones terrenas.

Con todo, podemos intentar un seguimiento de ese proceso histórico desde la perspectiva de lo que fue la confesionalidad escolar. En el intento, detectamos tres momentos, y tres diferentes actitudes, a lo largo de los siglos. Son las referencias que van a definir tres modos de entender la escuela cristiana y, en consecuencia, tres estilos de actuar los Fundadores educadores.

* Un primer momento, el más largo y primitivo, fue el proceso de siglos, en que la Iglesia hizo labor generosa de SUPLENCIA educativa, al no ser capaces todaví­a los Estados ni sus gobernantes de entender la cultura como un derecho básico de la persona
* El segundo se extiende desde comienzos del siglo XIX, cuando la diversidad de actividades educativas y la multiplicación de Instituciones religiosas dedicadas suscitan en educación cierta actitud de COMPETENCIA. Hace posible ofrecer una escolarización de calidad frente a los tí­midos esbozos escolarizadores de los organismos estatales.

* El tercer momento nace en el presente, en la segunda mitad del siglo XX. Los poderes públicos regulan minuciosamente los servicios sociales, entre los que sobresale el de la educación, y la Iglesia reclama, como sociedad, su derecho de PRESENCIA en el campo de la escuela.

Los cambios portentosos que se han ido produciendo imperceptiblemente a lo largo de este itinerario invitan a un minucioso análisis sobre lo que es variación desde fuera, es decir en virtud de las circunstancias, y lo que procede del interior de las personas, que tiene más que ver con el mensaje, con el carisma, con el espí­ritu de la Iglesia y de los promotores de escuelas cristianas.

3.1. Etapa de suplencia

Durante quince siglos, la cultura fue patrimonio de minorí­as privilegiadas. Suponí­a medios, ámbitos, estructuras, recursos, experiencias, que muy pocos podí­an conseguir. En consecuencia, la escuela no se podí­a mirar de otra forma que como curiosa realidad inaccesible para cualquier persona ajena a grupos influyentes o con capacidades económicas elevadas.

Cronológicamente es un estadio estático, prolongado, homogéneo, que dura hasta el siglo XVIII. Lo podemos denominar suplente o compensatorio, pues los creyentes, la Iglesia, hacen por caridad lo que los Estados y los hombres de gobierno no son capaces de hacer por justicia.

La compasión educadora se inicia en los albores del cristianismo. Heredero de la tradición grecorromana, más que de la judí­a, el cristiano primitivo pronto descubre lo importante que es el saber humano. Sobre todo, recoge los usos grecolatinos de enseñar a los niños y a los jóvenes, junto con las letras y las ciencias, los modos de comportamiento social y las creencias del medio cultural.

Se caracteriza este largo perí­odo por la carencia de ideas pedagógicas en la sociedad civil (reyes, ciudades, gremios, etc.), salvo las derivadas de la crianza de los hijos en el ámbito familiar. Se carece de cauces o medios para resolver la indigencia cultural. Es la Iglesia, que es lo mismo que decir los fieles cristianos, quien siente compasión por los ignorantes y decide aportar su labor.

Hasta el siglo XIX, es decir durante 1.800 años de cultura cristiana, la Iglesia trabajó en la escolarización, como lo hizo en los hospicios y en los hospitales, persuadida de que realizaba una buena acción, una «obra de misericordia». Enseñar al que no sabí­a, como asistí­a al mendigo, ayudaba al enfermo o consolaba al triste. Enseñar era expresión del amor, nacido al calor de la demanda evangélica de servir al prójimo.

– Los poderes estatales, generales o locales, no promocionan durante esos largos siglos entidades escolares propias ni apenas regulan esa actividad con ayudas, normas o vigilancias. A nivel de naciones, de regiones y comarcas, de ciudades y pueblos, se cuenta siempre con impuestos masivos para todo: caminos, puentes, templos, palacios, viajes, exploraciones, sobre todo guerras. Sin embargo, no se poseen recursos ni ideas para sostener escuelas y maestros, para atender a los niños o a los adultos. ¿Para qué necesitan saber leer y escribir los campesinos, los criados, los soldados?
– Desde que el mundo cristiano reemplaza al mundo romano con sus usos y tradiciones, la cultura se refugia en los centros de Iglesia: en los Monasterios, en los templos, en algunos palacios. Se salva la mayor parte del saber antiguo gracias al valor de sus bibliotecas. Después se desarrolla en las nacientes ciudades, donde brotan poco a poco «Estudios Generales».

A partir del Renacimiento, las escuelas se vuelven necesarias plataformas de promoción humana y religiosa. Y, cuando son cristianas, que entonces equivale a perteneciente a la órbita clerical, lo que añaden es la presentación de los valores espirituales, fusionados con los morales y culturales.

– Pero, la mayor parte de las veces se dirigen a categorí­as sociales privilegiadas y muy influidas por los estamentos clericales o destinados desde la infancia a incrementar claustros, cabildos o grupos similares. Promovidas, controladas y sostenidas por los grupos eclesiales vinculados a los grupos dirigentes, para ellos se orientan y en función de sus intereses de clase se organizan.

– La escuela cristiana de la antigüedad, nunca definida por su confesionalidad, pues es impensable la existencia de otra alternativa, es promocionada por la Iglesia con actitud de asistencia. Su mentalidad y sus capacidades no pueden diseñar otros planteamientos. Como los hombres de Iglesia deben responder de los actos de culto y cuidar los templos, también consideran anejo a su categorí­a de defensores y promotores de la cultura cristiana el deber de la promoción educativa de la población.

– Tampoco a los hombres de Iglesia, hijos de su tiempo y eco de su ambiente, se les pasa por la mente otra razón de actuar que servir por misericordia e instruir por compasión. Del mismo modo que por caridad cristiana dan de comer al hambriento, de beber al sediento, de vestir al desnudo y de alojar al peregrino, la docencia, al menos cuando se dirigí­a a las gentes del pueblo, se mira como obra nacida de la benevolencia, de la magnanimidad, de la generosidad.

Nadie considera entonces que enseñar a leer, escribir, calcular, y otras tareas básicas culturales, es un derecho de la naturaleza humana, como lo es el rezar o el esperar en el orden espiritual y el respirar, el dormir o el comer para no morir en el plano de la naturaleza. Ante la ignorancia social, y con esas inveteradas costumbres de cultura selectiva, la Iglesia, por sentido de misericordia, promueve y sostienen centros de instrucción, sobre todo para los necesitados.

Esa labor adquiere una dimensión especial, hasta urgente, desde los siglos XIV y XV, cuando la dispersa población rural, que durante mil años ha llenado las campiñas trabajando para los señores, comienza a urbanizar sus estilos de vida por el incremento del comercio y la rentabilidad de las tareas artesanales. Entonces muchas gentes se acumulan en ciudades, villas, burgos y aldeas. Surgen nuevas formas de convivencia y brotan nuevas demandas educativas para nutrir con personas preparadas los diversos oficios que la población urbanizada reclama. La instrucción religiosa es urgida por los responsables, sobre todo desde la Revolución que llamamos protestante. La Contrarreforma católica descubre en la educación un apoyo básico contra el error. Por eso, se mira con preferencia la docencia en las escuelas populares y se declara meritorios a los Fundadores que, conscientes de ese valor, hacen lo posible por promover obras educadoras.

El soporte en que se apoya la formación de la fe religiosa es, desde el siglo XIV, la parroquia y los párrocos. Se comienza a promover con afán las escuelas populares. Las ciudades europeas, sobre todo de los reinos del norte europeo, se sienten violentamente sacudidas por esta inquietud durante más tiempo y con más fuerza de lo que acontece en otros ambientes. Organizan las tareas docentes de manera más intensa. Pero algo similar acontece en las ciudades mediterráneas, comenzando por Roma, la cabeza de la cristiandad. En todas partes los grupos de caridad y las personas piadosas prefieren la limosna de educar a los niños necesitados. La practican ahora más que la acción de dar pan y vestido a los mendigos o atender a los enfermos.

– El nacimiento de las diversas instituciones educativas, al estilo de la Escuelas Pí­as de S. José de Calasanz, en la Roma del Siglo XVI, y de la Escuelas Cristianas de S. Juan Bta. De la Salle, en la Francia del XVII, se convierte en eco y fuerza de la nueva Iglesia, cuya infraestructura social se halla en la parroquia. Y uno de los afanes de sus promotores es obtener la suficiente independencia para organizar las escuelas sin «tributos de sacristí­a» y, desde luego, sin intromisiones clericales.

– Las ayudas para sostener las escuelas proceden de generosos donantes que suministran limosnas en forma de rentas fijas o de dádivas ocasionales, siempre dependientes de los vaivenes de su fortuna. Llegan los dones a las escuelas por la misma razón y ví­a que llegan a los asilos, a los hospitales, a los cementerios. Dar limosna para una escuela es como hacerlo a indigentes que necesitan comer, vestir, leer, escribir.

Puesto que se trata de obras de caridad para hijos de artesanos, de criados y de mendigos, quienes a ellas se dedican son personas compasivas y socialmente no muy significativas. Entre la clericatura y el magisterio se establecen distancias infranqueables, pues las tareas resultan casi incompatibles.

Personas muy generosas y por motivos religiosos, como el Canciller de la universidad de Parí­s Juan Gerson (1363-1429), son capaces de entregarse a la educación de los niños, que son la esperanza de la Iglesia. Cuando algún Fundador, al estilo de S. José de Calasanz (1556-1648), logra romper las fronteras entre ambas, se le mira como un iluminado y como un héroe, pues se considera un servicio de humildad «propio de santos» el dedicarse a las tareas docentes.

– Las familias que cuentan con recursos, manifiestan interés en que sus miembros reciban adecuada instrucción individual desde los primeros años. Muchas de ellas tienen a gala el configurar un mecenazgo pedagógico. Surgen los pedagogos del Humanismo renacentista, al modo del liberal Erasmo de Rotterdam (1466-1536) o de Luis Vives (1492-1540), que escriben con elegancia y teorizan sobre criterios, programas y objetivos educativos.
– Al margen de los preceptores familiares que, en cierto sentido, recogen la herencia de los antiguos «pedagogos» griegos y romanos, no tardan desde el siglo XIV en nacer «colegios» para clases pudientes que, desde luego, no llegan a las masas populares y menos a las campesinas. Estos centros surgen por el interés de la formación en los años infantiles y por la necesidad de compartir la cultura clásica predominante.

De todas formas, siempre hay «colegios» para los hijos de familias burguesas, sobre todo a partir del siglo XIV. Jeronimianos, Oratorianos, Jesuitas son tres grupos institucionales que comparten la docencia burguesa. Las tareas de estos centros se dirigen hacia objetivos más culturales que asistenciales. Sus docentes se sostienen con rentas más significativas que caritativas, procedentes de señores que sufragan generosamente la docencia de sus hijos y otros muchos. Cuentan con cierto reconocimiento social

Son iniciativas minoritarias que siguen la dinámica de la suplencia. Hasta el siglo XVIII, frecuentemente poseen un sentido propedéutico para la clericatura o para las diversas tareas relacionadas con ella. Es fatigoso y difí­cil durante siglos el desprenderse de los soportes clericales en la promoción cultural. Es laborioso el organizar cualquier actividad docente abierta y diferente del sentido de caridad que presuponen las escuelas parroquiales. Pero pronto las aguas comenzarán a discurrir por otros cauces.

Ni que decir tiene que el público escolar femenino no cuenta con muchas oportunidades. En muchos ambientes, queda tenaz, global e injustamente marginado. Pero también se va despertando un movimiento interesante de educación de la mujer. Aparecen también Congregaciones religiosas para atender a doncellas de clases desahogadas, al estilo de Sta. Juana de Lestonnac (1556-1640), y movimientos populares como los de Ursula de Benincasa (1550-1616) y de Sta. Luisa de Marillac (1591-1660).

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa