(-> comidas, multiplicaciones). El relato del encuentro de los dos discípulos con Jesús en Emaús (Lc 24,13-35) es una catcquesis bíblica, que culmina en la eucaristía. Los judíos tanaítas (rabinismo*) de ese mismo tiempo estaban empezando a interpretar la Biblia de Israel a partir de su nueva experiencia social, desde el fondo de las tradiciones nacionales, que sirven para interpretar la ley antigua. Los cristianos, en cambio, han interpretado la Ley y los Profetas a partir de la muerte mesiánica de Jesús y desde su presencia eucarística. Los judíos querían reconocer la presencia de Dios manteniéndose fieles a su tradición nacional. Los cristianos afirmarán que le han visto en Jesús crucificado, a través de un proceso de conversión que no se entiende ya como punto de partida o presupuesto para encontrar a Dios, sino como resultado de una presencia gratuita del Dios de Jesús, que camina con ellos y les enseña a entender las Escrituras. Estos cristianos parten de un fracaso: habían conocido a Jesús, pero les ha decepcionado: ha sido un varón profeta, poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante el pueblo, y ellos pensaban que tenía que redimir a Israel, pero ha sido ajusticiado y todo sigue como estaba (cf. Lc 24,19-21). Se han situado ante Jesús, le han visto y oído, han recibido el impacto de sus signos y han pensado que él podía «redimir a Israel», liberar al pueblo del yugo de los enemigos, estableciendo desde Jerusalén un reino mesiánico de paz y concordia universal. De esa forma han entendido y han querido aplicar desde Jesús toda una serie de esperanzas escatológicas, presentes en los textos proféticos (Isaías, Ezequiel) y apocalípticos (Daniel, 1 Henoc, etc.). Es evidente que Jesús ha suscitado una esperanza de ese tipo, como han sabido no sólo aquellos que le han condenado a muerte (sacerdotes de Jerusalén, procurador romano), sino sus mismos discípulos.
(1) Fugitivos de Jerusalén. Un mesianismo fracasado. Humanamente hablando, la vida y mensaje de Jesús había sido un fracaso, como dicen estos fugitivos al viajero que se les junta en el camino: «Nuestros sacerdotes y jefes le entregaron, en juicio de muerte, y (los romanos) le crucificaron» (Lc 24.20). Todo judío sabía que el mesianismo era objeto de disputa y recelos entre los diversos grupos del pueblo, especialmente para las autoridades. Algunos esenios*, como los de Qumrán, habían tenido que establecerse en el desierto para mantener su mesianismo, opuesto al de los sacerdotes de Jerusalén; también Juan* Bautista, que anunciaba el juicio de Dios había sido asesinado por Herodes, rey semijudío de Galilea y Perea. Otros pretendientes mesiánicos fueron también asesinados, según Flavio* Josefo. Por eso, en algún sentido, la muerte de Jesús forma parte de las disputas mesiánicas judías de aquel tiempo; los sacerdotes y jefes de Jerusalén, defensores del orden sacral establecido, pensaron que era necesario entregarlo a los romanos, para bien del pueblo. Los romanos le crucificaron. Hasta aquí todo es duro, pero, de alguna forma, cabe en las expectativas judías del tiempo, al menos según nuestro pasaje. Estos fugitivos de Jerusalén contaban con la posibilidad de la muerte del Mesías, pero vinculada a la esperanza de su retorno glorioso inmediato; «Pero en todas estas cosas, han pasado ya tres días desde que esto ha sucedido… y nada de lo que esperaban ha pasado» (cf. Lc 14.21). Tres días son el tiempo de la culminación, signo de plenitud escatológica, que estos discípulos entienden en sentido cronológico: Jesús tendría que haber resucitado gloriosamente, a los tres días exactos, cambiando el orden y los poderes del mundo. Estos discípulos no se han escapado al ver la cruz alzada en el Calvario (como han hecho los doce*), tampoco en el momento del entierro, ni en el día siguiente…, ni siquiera al comienzo del tercero. Han resistido los tres días de luto en Jerusalén. Pero esos días han pasado y, lógicamente, les ha entrado el desencanto. Quizá ellos también esperaban que el milagro sucediera al comienzo de este tercer día, cuando las mujeres fueron al sepulcro, queriendo ungir el cuerpo. Pero no ha pasado nada: simples visiones, fantasía femenina en torno a un sepulcro vacío o no encontrado. Los discípulos varones han ido y han chocado ante ese monumento, hecho para recordar a Jesús, pero no les ha servido para nada. Han visto que está vacío, pero un sepulcro* vacío no es más que indicación de un «hueco», algo que simplemente no se entiende, pero nada más (cf. Lc 24,2124). Aquí termina la narración de los fugitivos: esto es lo que queda de Jesús, una tumba abierta y vacía, lugar para posibles especulaciones de robos o de visiones fantasmagóricas. Evidentemente, ellos razonan bien; está pasando el tercer día y escapan. Estos fugitivos habrían aceptado la muerte de Jesús, siempre que en la mañana del tercer día hubiera llegado su victoria, la redención de Israel. Dios habría dejado que maten a su Cristo, pero luego tendría que haberse vengado de sus asesinos, imponiendo su victoria sobre el mundo. En el fondo, la pasión habría sido una experiencia pasajera, invertida inmediatamente por un tipo de pascua gloriosa. Pues bien, Jesús, el caminante oculto, les responde con dos argumentos: con una nueva interpretación de las Escrituras y con una nueva experiencia pascual, que se expresa en el pan compartido.
(2) Cateqnesis bíblica. En el fondo de la experiencia pascual de los cristianos hay una nueva interpretación de las Escrituras, que ellos comparten con los judíos: «Â¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria? Y comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que decían sobre él» (Lc 24,25-27). Los judíos rabínicos han empezado a interpretar todas las Escrituras desde las normas de una ley que regula la vida del pueblo de la alianza. Por el contrario, los cristianos han empezado a entenderlas desde la visión de un Mesías que asume el sufrimiento de los hombres, para culminar así el camino de la historia. No se trata de discusión sobre pequeños detalles, de dispu tas concretas sobre textos aislados, sino de la comprensión de conjunto de todo el texto bíblico (Antiguo Testamento), entendido como testimonio de un camino de muerte y de vida. Este es el principio y sentido de toda la hermenéutica cristiana: con su vida y muerte, Jesús interpreta las Escrituras; ellas, por su parte, interpretan a Jesús.
(3) Pan compartido. Pero la pura hermenéutica textual no basta; ninguna visión teórica, por más brillante que sea, puede resolver el sentido de la Escritura y de la vida de Jesús. Por eso es necesaria la experiencia de la comida* compartida: los discípulos llevan a Jesús a su casa «y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio. Entonces se les abrieron los ojos, y le reconocieron; mas él desapareció de su vista» (Lc 24,30). Ellos le han visto y conocido al comer: no se le ve y distingue, no se le conoce y experimenta con los puros ojos del entendimiento, sino con los ojos del corazón y, de un modo, especial «con los ojos de la comida». Somos lo que comemos: con quién comemos, cómo comemos. De esa forma, aprendiendo a comer y, comiendo juntos, los discípulos de Emaús descubren la verdad de la catequesis pascual y se deciden a compartir la vida de la comunidad de los seguidores de Jesús (cf. Lc 24,33-35). Saben que comer juntos es la verdad del Evangelio (cf. Gal 2,5.14).
PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007
Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra