EDUCACION SEXUAL

Por educación sexual se entiende la intervención pedagógica en el terreno de la sexualidad. No se trata de una simple instrucción sexual, entendida como descripción en clave bio-fisiológica de todo lo que afecta a la sexualidad y a su ejercicio, La educación sexual – se refiere al mundo de los valores y del deber ser; infunde a la instrucción un suplemento de alma: compromete al joven a situar la sexualidad en la intimidad de su ser: lo motiva a subordinar los impulsos personales a un proyecto de vida.

En el actual contexto cultural se reconoce comúnmente la necesidad de la educación sexual. También la Iglesia reconoce esta necesidad cuando en el documento conciliar Gravissimum educationis declara: «(Los niños y los adolescentes), a medida que su edad avanza, sean instruidos en una positiva y prudente educación sexual» (n. 1).

La educación sexual no debe extrapolarse o apartarse del compromiso educativo general de la persona; en efecto, la educación sexual no es un hecho en sí­ mismo, sino un aspecto de la educación global de la persona. Afirmar esto significa reconocer que no existe ninguna estructura educativa a la que no corresponda, por lo que a ella se refiera, tocar el tema de la sexualidad.

Le corresponde en primer lugar a la familia, en la que los niños descubren su propia identidad sexual, se enfrentan con la realidad masculino-femenina de la pareja de sus padres, viven el dinamismo constructivo de la «separación» progresiva de los mismos, que tiene una función educativa primaria en orden a la educación sexual. Tiene una importancia fundamental el que, a través del diálogo, los hijos se sientan libres para interpelar a sus padres y no se sientan engañados por ellos; que se vean conducidos a valorar con naturalidad la evolución de su personalidad sexuada, a reconocer la naturaleza de sus impulsos, a afianzar la voluntad de dominarlos, situando este dominio en una proyección de madurez adquirida. Está luego la escuela, que, junto con la familia, tiene también aquí­ una misión especí­fica. La atención de la escuela debe dirigirse a una información concisa y correcta y al mismo tiempo a una obra educativa y continua en el plano de los valores, que permita emprender un proceso de crecimiento de personas éticamente motivadas, interiormente libres y psicológicamente maduras. Serí­a un contrasentido querer hacer de la educación sexual una nueva disciplina o una materia suplementaria. La educación sexual no puede ser una acción especial y limitada: tiene que ser progresiva e inscribirse dí­a tras dí­a en una educación global de la persona dentro de la escuela y en otros lugares.

Junto con la familia y con la escuela, también la comunidad eclesial tiene su propia función educativa. Ante todo, en relación con las familias, para ofrecerles una iluminación, un apoyo, una ayuda en su tarea formativa, Además, los grupos de jóvenes no pueden dispensarse de arrostrar este aspecto de la educación, por la importancia que la sexualidad reviste en el desarrollo global de la persona, incluso en orden a la fe, y – especialmente hoy por la preponderancia de los temas sexuales en la cultura dominante y a menudo en la experiencia de vida d~ la gente.

A fin de proponer los contenidos de la educación sexual que sean más oportunos en cada ocasión, los educadores deberán tener presentes algunos criterios metodológicos: 1) verdad: iluminar al menor excluyendo el engaño.

el desprecio y todo tipo de morbosidad: 2) adecuación: hay que dar a conocer al interesado no «todo», sino lo que le sirva para su crecimiento: 3) oportunidad: seguir el mismo paso del desarrollo del educando, sobre todo en los momentos difí­ciles de la pubertad y de la adolescencia: 4) integración: Situar la información sexual en el ámbito de los valores éticos y del amor. 5J serenidad: infundir y reforzar una actitud de naturalidad sobre cualquier problema moral en el adulto y de tranquilidad confiada en el educando.

G. Cappelli

Bibl.: AA, vv» La educación sexual, Nova Terra, Barcelona 1968: J. L, Larrahe. Catequesis y educación del sexo, PPC, Madrid 1979; Melendo, Educación aféctivo-sexual integradora, PPC, Madrid 1986; F López y A. Fuentes, Para comprender la sexualidad, Verbo Divino, Estella ‘1994; Congregación para la educación católica, Orientaciones educativas sobre el amor humano, PPC, Madrid 1983.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Premisa general.
II. Fundamentos cientí­ficos y antropológicos de la sexualidad:
1. Los fundamentos cientí­ficos de la sexualidad;
2. La antropologí­a de la sexualidad.
III. La educación sexual en la infancia:
1. La infancia;
2. La niñez;
3. La preadolescencia.
IV. La educación sexual en la juventud:
1. La adolescencia;
2. La juventud.
V. La educación sexual en la edad adulta:
1. La vida de pareja;
2. El conflicto psicosexual y el crecimiento del amor conyugal;
3. El valor de la fidelidad en sus múltiples aspectos.
VI. La educación sexual en la ancianidad.

I. Premisa general
Para desarrollar el tema de este artí­culo es necesario referirse a la historia de la cultura, tal como se ha estado haciendo en Occidente desde comienzos de nuestro siglo. En ella se nos plantea una cuestión muy seria: si es todaví­a posible educar o si, por el contrario, habrá que renunciar a una actividad propia de otros tiempos. Hoy son muchos los que se inclinan a pensar que sobre la educación está prevaleciendo en las últimas décadas la instrucción. J. Maritain observó en 1945 que la sociedad habí­a sufrido «un completo descalabro» en materia de valores morales, que, según A. Rosmini, constituyen la forma de la educación y su fin, es decir, la perfección del hombre.

Hacia el final de los años setenta se difundió una cierta inquietud por las dificultades que atravesaba la educación. G. Acone percibió en La última frontera de la educación un descalabro todaví­a mayor en los años ochenta, convencido como está que el estado de las cosas está destinado a ir peor conforme nos acercamos al umbral del tercer milenio. Esto se deberí­a, a la importancia que ha asumido la écnica, el desmoronamiento de los sistemas ideológicos y polí­ticos de carácter global, a la universalización que se ha hecho en torno a la moderna razón cientí­fica. De ahí­ se desprenden algunas preguntas sobre el sentido de la educación como humanización del hombre.

Vivimos en una época en la que la razón, considerada hasta ahora como la capacidad de la persona para captar el ser y la verdad, ha cedido el paso a una razón cientí­fico-tecnológica, dirigida a potenciar medios, pero incapaz de proponer fines; inclinada a favorecer hechos, pero inadecuada para darles contenido. En esta transformación cultural, cuanto más se debilitan el realismo metafí­sico y la concepción de la vida inspirada en el cristianismo, tanto mayor es la importancia que adquieren lo contingente lo efí­mero, lo cotidiano, el cuerpo, el culto a lo instintivo y a la sexualidad no sublimada. La fase posracional, que se corresponde con la poscristiana, ha provocado en nuestro siglo la secuencia cuerpo-sexualidad-deseo, reforzada además por el trabajo de algunos intelectuales europeos.

La cultura académica debe ser consciente de las transformaciones que se están realizando y debe tratar de captar el significado de las tendencias que afloran. Una, que se remonta a F.W. Nietzsche y a A.D.F. de Sade, y más recientemente en Italia a G. Vattimo y E. Severino, exalta la racionalidad cientí­fica, que, sin embargo, está en crisis. El nuevo nihilismo es una referencia obligada, una dimensión que la gente común ha conocido por primera vez, con deletéreas consecuencias sobre las costumbres y valores inspirados en el pasado. Otra se remite al cristianismo, y considera a santo Tomás, A. Rosmini y J. Maritain como sus más ilustres promotores. Hoy es minorí­a ante la extensión de los modelos cientí­fico-técnicos.

Nos encontramos en una encrucijada, que, según G. Acone, podrí­a ser la última oportunidad. Está en juego la elección entre humanismo y nihilismo, entre una paideia anclada en el realismo metafí­sico-religioso y otra sin valores. Esta refleja un nihilismo total, aquélla un proyecto orientado a la trascendencia. La educación contemporánea está dividida entre estas dos mentalidades. Es necesario saber cuál puede asegurar la supervivencia del individuo: si el nihilismo posmoderno y poscristiano o la visión según la cual la persona sigue siendo un fin en sí­ misma, un derecho subsistente por sí­ mismo, un valor absoluto; si la concepción basada en el empirismo tecnocrático o la que mantiene el ideal ético-metafí­sico de la persona. El primer polo de este dilema marca el final de la educación y el comienzo del tiempo de la instrucción, regida por la metodologí­a y la técnica; el segundo sigue exaltando los conceptos de fin, de valor, de trascendencia.

Estas breves indicaciones son una muestra de cómo resulta inaplazable para el educador conocer la filosofí­a de la cultura en la que estamos asentados. Al mismo tiempo le hacen sabedor de las dificultades que le esperan, si quiere ocuparse de educación para la libertad, la tolerancia, la paz, la responsabilidad y, en nuestro caso, de educación sexual.

El autor de este artí­culo se sitúa entre los pedagogos que fundamentan su teorí­a en el concepto de persona, es decir, entre los seguidores de una «ontologí­a fuerte» y de una actitud positiva sobre los logros de la educación.

La primera dicotomí­a que sugieren las referencias anteriores atañe a la educación o la instrucción sexual, eje de todo lo que seguirá. La instrucción sexual describe en clave bio-fisiológica lo que incumbe a la t sexualidad y a su ejercicio, lo mismo que todos los problemas que suscita al respecto la cultura contemporánea. Quien asume la subjetividad como referencia última de su conducta niega cualquier norma objetiva y universal, relativiza cualquier problema, se erige en árbitro absoluto de sí­ mismo. W. Reich y H. Marcuse se oponen y van mucho más allá que S. Freud. En su opinión, la civilización no necesita represiones y puede progresar también con la liberalización plena de la sexualidad, á cuyo ejercicio, precedido de una información, la juventud tiene derecho.

La educación sexual introduce en el mundo valores y un sentido del deber-ser. Sobre este punto han insistido todos los pedagogos de la corriente personalista, comenzando por A. Kriekemans. La educación sexual infunde a la instrucción un suplemento de alma, compromete al’ jóven a que sitúe la sexualidad en lo í­ntimo de su ser, lo motiva para que subordine sus impulsos personales a un proyecto de vida. Se hace de esta manera pedagoga del carácter y de la voluntad, se apoya en una concepción moral muy concreta; encauza la sensibilidad hacia las necesidades objetivas del sujeto.

La tendencia a separar la í­nfor~ación de la educación sexual se ha reforzado recientemente. Muchos, según W. Kuhn, han cedido a los halagos de nuestra época. En muchos estudios se presenta el amor desde una perspectiva exclusivamente biológica, identificado con el sexo, devaluado en la escuela a mera «cuestión sanitaria». Los pedagogos de referencia cristiano-personalista propugnan en cambio, y desde siempre, la simbiosis de instrucción y educación, apoyados en esto por cientí­ficos notables, como W. Kretschmer, que al exponer una idea, no sólo suya, sino de la última generación de los grandes psiquiatras alemanes, observó que la propensión a la instrucción, con amplias referencias a las ciencias naturales y psicológicas, «es un sí­ntoma elocuente de nuestra época joven, técnica y racionalista». Según él, los jóvenes no sólo deben conocer los hechos, sino también formarse ideas claras sobre el amor; ver la razón de la sexualidad y a la vez analizar sus aspectos interiores y espirituales.

Para comprender la evolución de las últimas décadas y las transformaciones que siguen teniendo lugar, basta pensar en las directrices impartidas por L. Frangois, encargado en 1947 por el ministerio francés de Educación de presidir una comisión nombrada para estudiar cómo introducir la educación sexual y la coeducación en las escuelas públicas, y en las sucesivas circulares redactadas sobre el tema en el citado ministerio. Entonces la información y la educación sexual se reputaban inseparables: «El primer problema -afirmaba L. Frangois- es sobre todo cientí­fico, aunque implica un fin moral; el segundo es esencialmente moral, pero supone una instrucción cientí­fica». En 1979 un decreto ministerial estableció en qué debí­a consistir la instrucción sexual en algunas clases. Se hací­a obligatoria para todos, pero la educación sexual quedaba como facultativa y subordinada a la autorización de los padres. De este modo entre las dos se abrió oficialmente una fisura.

II. Fundamentos cientí­ficos y antropológicos de la sexualidad
Al joven hay que ayudarlo con una concepción no distorsionada de su propia individualidad sexuada, para que en su vida de adulto no se vea oprimido por una ansiedad inútil ni suscite en otros falsos problemas. Es, por lo tanto, conveniente que la formación le aporte una imagen precisa de la sexualidad desde las perspectivas cientí­ficas y antropológicas. Una visión sólo técnica o sólo filosófica de ella es contraria a esta exigencia; deja insatisfecho al individuo y embota su capacidad de comprensión.

Para J. Vieujean el amor, si bien no es el todo de la persona, le permite alcanzar su perfección. Muchachos y muchachas intuyen que la sexualidad y el amor, aun alimentándose de la sustancia biológica de su ser, la trascienden y rozan la esencia del espí­ritu. Incluso sin necesidad de una reflexión profunda y laboriosa, no les cuesta entender que ni un enfoque meramente fisiológico del sexo ni un planteamiento exclusivamente espiritual del amor corresponde a sus expectativas, por ser ambas presentaciones parciales.

1. LOS FUNDAMENTOS CIENTíFICOS DE LA SEXUALIDAD. En nuestro siglo las concepciones sobre esto se hari distinguido por notables progresos, especialmente en el aspecto biopsicológico. Sin embargo, por no ser conocidas por la mayorí­a, no han producido los frutos esperados, de forma que su aportación a la felicidad humana ha sido todaví­a marginal. Otras veces, asumidas como un absoluto, han alimentado una mentalidad hostil a todo lo que se distanciaba de ellos. Ya W. Kretschmer habí­a advertido que el saber cientí­ficotécnico «conduce a una actitud egocéntrica sin amor».

El conocimiento cientí­fico de la sexualidad le es necesario tanto al joven como al adulto. A1 preadolescente y al adolescente le convienen conocimientos adecuados a su edad, para orientar sus intereses concretos, para dar respuestas intelectuales a los problemas que cada dí­a afrontan, para disponerlos a soportar el choque con las experiencias de su contexto que les perturban. En este trabajo están implicados todos los educadores decididos a apoyar a los jóvenes de nuestro tiempo, en el que cuentan menos la familia, la escuela, la Iglesia, y cada vez más el asociacionismo informal, autogestionado, amoral.

Los mismos adultos y padres necesitan nociones exactas sobre el dinamismo y los fines de la sexualidad, los procesos de comunicación en la parejay la familia, las leyes que aportan estabilidad psicológica a una y otra. Lo importante serí­a que pudiesen tomar estas nociones de fuentes seguras y de manera accesible, para poder sacar fruto de todo lo que han aprendido. Por lo que se ve, en la vida adulta las ideas cientí­ficas afectan a la realidad sexual de la pareja, como también a los problemas psicológicos conyugales y familiares
2. LA ANTROPOLOGíA DE LA SEXUALIDAD. Si el hombre es por sí­ mismo un misterio, su sexualidad participa de esta trascendencia. Por eso ni las más sofisticadas investigaciones conseguirán nunca explorarla por entero. Pero si se integran en la antropologí­a filosófica o teológica se enriquecen en su capacidad analí­tica.

La filosofí­a espiritualista moderna insiste en la totalidad del hombre, exalta su poder de autodeterminación, subraya la tendencia de la persona hacia los valores. Dentro de este marco, la sexualidad aparece como «la condición y hasta el lugar de la experiencia problemática y metafí­sica». La naturaleza sexuada del hombre y de la mujer se hace medio, con el que los dos seres se intercambian sus riquezas respectivas y sienten que la intencionalidad presente en su acto se eleva a través de su genitalidad a un nivel superior. Como observa J. Nuttin, «el objeto sexual es infinitamente más rico que el cuerpo objetivo; en él está la persona revestida de misterio y de la atracción que ejerce su personalidad í­ntima».

El análisis filosófico de la sexualidad no ha igualado al progreso de las ciencias positivas. Sin embargo es deseable que en las próximas décadas llegue a ser un campo de fecunda investigación para los personalistas. La nueva cultura de la sexualidad, penetrada por las aportaciones cientí­ficas, filosóficas y teológicas; podrí­a desarrollarse de forma distinta a la que ahora está en auge y ayudar a los adultos a disfrutar de una dimensión amenazada por la persistente hipoteca del materialismo.

Es muy impórtamela reflexión previa acerca del valor educativo de los estudios sobre el arco vital de la persona pasa mostrar que la evolución ocupa toda la existencia del individuo. El mérito de hacer resaltar los estadios posteriores a la adolescencia corresponde a C.G. Jung, definido por D.J. Levinson como «el fundador del estudio del desarrollo ádulto». Con razón, el psicólogo suizo se detuvo en los años intermedios, situados entre la madurez y la ancianidad. Su trabajo se ignoró por mucho tiempo. Para encontrar un continuador suyo hay que llegar a E.H. Erikson, a quien se debe la descripción de algunos estadios posjuveniles, ampliada por los miembros de su escuela, por psicólogos estadounidenses IL. Kohlberg, R. Gould, J. Lóvinger) y alemanes (H. Thomae, U. Lehr). Durante mucho tiempo la psicologí­a, por influjo de Freud, dio a entender que el crecimiento terminaba con la adolescencia.

Esta influencia ha condicionado a la pedagogí­a y a la educación, cuyo interés se ha circunscrito a la infancia y pubertád, abandonando en gran parte la preadolescencia y la adolescencia y casi totalmente las etapas posteriores. Las últimas investigaciones longitudinales y biográficas han abierto a la investigación la vida adulta y la ancianidad, refutando así­ la doctrina freudiana de la no prosecución del desarrollo después de la adolescencia. De la teorí­a del arco vital nace el concepto de tarea de desarrollo, propio de cada estadio. Surge de los varios componentes biológicos y culturales, de las expectativas y de los valores percibidos por el sujeto.

Siguiendo los conceptos expuestos, la educación sexual plantea dos tipos de consideraciones. El primero se refiere a los benéficos efectos que sobre el estadio posterior tiene una formación bien cimentada en el anterior. Entre los muchos autores bastarí­a citar, a C. Bühler, que muestra la incapacidad de muchas personas para orientar positivamente sus instintos debido a problemas de relación surgidos en los primeros años con sus padres; o L. Ancona, convencido de que ya en la infancia se fijan presupuestos que han de ser esenciales para el futuro amor conyugal. El segundo afecta a los adultos en situaciones difí­ciles. A veces éstas tienen que ver con la infancia y los traumas psicológicos posteriores; otras veces con la falta de proyectos de futuro, de forma que la vida se hace apática en la monotoní­a de la cotidianidad.

III. La educación sexual en la infancia
Es por lo menos deseable que a los muchachos y muchachas se les ayude a conocer con transparente naturalidad la evolución de su persona sexuada, a reconocer la naturaleza de sus impulsos, a fortalecer la voluntad para controlarlos, situando su apaciguamiento en una proyección de madurez proporcionada.

La educación sexual debe comenzar en los primeros años para reforzarse después. Los niños manifiestan variados intereses y preguntan primero a sus padres, de quienes esperan atención y flexibilidad mental. Frente a la posible indiferencia de los padres, los hijos reaccionan con la desconfianza hacia los adultos, prescindiendo de ellos y buscando en sus compañeros las respuestas que en vano han esperado de sus padres. Un comienzo equivocado de la educación sexual es muy difí­cil de enmendar después. En esta labor los padres deberí­an verse acompañados por la escuela y por organizaciones juveniles, a las que les corresponde la obligación de ampliar las ideas y socializar los conocimientos.

1. LA INFANCIA es la primera edad significativa de la vida y requiere los cuidados más atentos por parte de los padres. Sobre educación sexual de los niños, S. Freud escribió en 1907 a M. Fürst una carta bastante equilibrada, donde hace notar en primer lugar lo absurdo que es negar a la infancia las explicaciones referentes al sexo. El instinto especí­fico no aparece en la pubertad, como muchos educadores habí­an impropiamente creí­do hasta ahora, perdiendo años preciosos para el educando. La sexualidad nace con la vida y, fase tras fase, irrumpe en la pubertad, con el paso del autoerotismo al heteroerotismo.

El niño no escapa a la atracción que lo desconocido de la vida sexual ejerce. Se equivocan por esto los padres que en lugar de aceptar la curiosidad del hijo como algo natural, tratan de eludirla, insinuando en él primero la sospecha y después la convicción de que sus preguntas tratan sobre algo reprobable. Le turba además el misterio de la proveniencia de una nueva criatura, «el interrogante más remoto y más atormentado de la humanidad joven». La falta de respuestas adecuadas provoca en la infancia y en la niñez un aumento de lo fantástico, con resultados de ordinario anormales y el establecimiento consiguiente de una comunicación con los compañeros de su edad, a través de la cual el niño, llevado del deseo de romper el silencio de su casa sobre el sexo y lo que a él se refiere, fácilmente lo unirá con lo morboso y lo prohibido.

2. LA NIí‘EZ, llamada por Sigmund Freud «perí­odo de latencia, porque, según E. H. Erikson, «los impulsos violentos normalmente se han apaciguado», requiere más precisión sobre los conocimientos relativos al sexo y un mayor compromiso educativo. La afirmación anterior del psiquiatra vienés no significa que el niño carezca de incertidumbres, de las que una de las mayores consiste en intuir cómo el padre contribuye a la generación. La receptividad y la subordinación a los adultos, tí­picas de la fase de la que hablamos, hacen más fácil levantar «diques de la sexualidad», como el disgusto, el pudor, las aspiraciones morales y estéticas, que actuarán después como fuerzas psí­quicas y le ayudarán al menor a refrenar y canalizar los impulsos eróticos. Al llegar al final de la infancia necesita poseer un cierto bagaje de nociones sobre la vida sexual y su valor humano y social.

Es ahora, más que antes, cuando ambos padres deben proponerse la educación del hijo, actuando en sintoní­a de propuestas y de puntos de vista, de contenidos y de métodos, tratando de entender sus estados de tensión y ansiedad y de responder también con claridad a sus preguntas en un clima de tranquila aceptación. A juicio de H. Wallon, el niño posee una especie de «intuición primigenia», que lo capacita para darles un cierto enfoque a las imágenes de la procreación eventualmente aportadas por sus padres.

3. LA PREADOLESCENCIA, la anuncia la pubertad, fenómeno que la mayor parte de los padres ignoran o descuidan, especialmente en sus delicadas complicaciones psicológicas. En este momento tan especial, la educación sexual debe tener como objetivo ilustrar la naturaleza de la metamorfosis que se está operando; la necesidad de aceptarla con tranquilidad, ya que de un niño o de una niña van a hacer un hombre o una mujer con todas sus correspondientes atribuciones; la existencia, que S. Freud recuerda, de una estrecha conexión entre el ejercicio del instinto sexual y los compromisos morales.

Todaví­a más que de informaciones sobre sus cambios psicofí­sicos, el púber necesita un ambiente lleno de amable comprensión. Cuando le asisten unos padres dispuestos a protegerlo, a asegurarle una autonomí­a razonable, a motivarlo en la adquisición de un sentido de la responsabilidad, siente que en ellos tiene unos guí­as seguros, capaces de enseñarle cómo comportarse ante sus propias reacciones y ante los modelos negativos del exterior. Según U. Bronfenbrenner, los años de la preadolescencia son «los más crí­ticos» de la edad evolutiva, dados los «efectos destructivos» que las circunstancias desagradables o hechos un tanto oscuros pueden tener en el crecimiento. Por eso es preciso preservar a los hijos a toda costa, de condiciones negativas para la sexualidad, precisamente cuando comienza a impregnar toda la persona.

Los primeros responsables del desarrollo de los hijos son los padres, que le han transmitido la vida. En familia la educación sexual no tiene por qué programarse; debe hablarse sobre ella en el momento adecuado. Para O. Willmann, las enseñanzas más eficaces se dan siempre de forma ocasional. Es muy importante que a través del diálogo los hijos se sientan libres de preguntar a los padres y no queden desilusionados.

Para un diálogo así­ se requiere, entre otras cosas, la consonancia de voluntad entre los cónyuges, una recta concepción de la sexualidad y de su evolución, la vigilante y continua dedicación a los hijos, la disposición a sopesar con cariño su evolución psicoafectiva, el estar dispuestos a dedicar al hogar una buena parte del propio tiempo libre, la laboriosa contribución de ambos cónyuges a la formación de la prole.

Con el fin de proponer los contenidos oportunos en cada momento, los esposos deben aplicar determinados criterios metodológicos. Indicamos algunos de los más importantes. D «Criterio de la verdad»: hay que ilustrar al menor, excluyendo el engaño, la fabulación, el desprecio; suscitar en él un interés sin morbosidad; acostumbrarlo a reflexionar sobre las resonancias que tiene el tema sexual. D «Criterio de adecuación»: los padres y los educadores deben motivarse para hacer conocer al interesado no «todo», sino lo que es adecuado para su crecimiento. Toda anticipación, más que inútil, es contraproducente, mientras que el aplazamiento deja al hijo a merced de sí­ mismo y de los amigos de su edad. 0 «Criterio de la oportunidad»: la educación sexual debe proceder al mismo ritmo que el desarrollo y ha de esmerarse, en particular cuando el interesado atraviesa los difí­ciles momentos de la pubertad, con sus estructuraciones fisiológicas, y de la adolescencia, acompañada de la agudización de los instintos. D «Criterio de la integración»: tiende a situar la información sexual en el marco general del amor, equilibrando condiciones y valores, secundando las mejores energí­as de la naturaleza humana, mostrando que la instrucción, necesaria pero no suficiente, debe ir unida a la formación. 11 «Criterio de la serenidad»: infunde y refuerza una actitud en el adulto de naturalidad premeditada respecto a cualquier problema sexual, y de confiada tranquilidad en el educando.

IV. La educación sexual en la juventud
Me refiero a los estadios pospuberales de la adolescencia (catorce-dieciocho años) y de la juventud (diecinueve-veinticinco años), durante los cuales a un estado de incertidumbre general se une la tensión derivada de la preparación para una profesión, de la elección vocacional, de la conciencia de la propia individualidad sexuada y de sus implicaciones.

1. LA ADOLESCENCIA, el paso de la libido fálica a la genital acontece en tres tiempos. El primero es una fase psicoafectiva de naturaleza autoerótica, caracterizada por la dificultad de controlar los impulsos sexuales, con los que, según O. Schwarz, el sujeto se une a nivel de fantasí­as con alguien de su edad y de sexo opuesto. El segundo es un momento de atracción por un compañero del propio sexo, suscitada por la necesidad de estar juntos, de comunicarse experiencias í­ntimas, de charlar de temas de interés común y de sustraerse de la tutela de los adultos. El tercero se caracteriza por la atracción heterosexual, en la que la afectividad da la preferencia a alguien del sexo opuesto, al que se idealiza mucho al comienzo. A. Alsteens subraya el valor que para el desarrollo tiene este primer deseo, originado por la «evocación de lo imaginario».

Durante la adolescencia se presentan muchos problemas; los de orden sexual no son ni los únicos ni los más importantes, aunque, dada su incidencia, concentren muy frecuentemente la atención del adolescente. La educación sexual, si antes era preciosa, es ahora imprescindible. No debe dejarse al adolescente a merced de su grupo de amigos, donde la exaltación por encima de todo del componente genital de la sexualidad degrada la esencia del amor.

Por las razones señaladas muchachos y muchachas de esta edad necesitan vivir juntos según una norma de vida ordenada y motivadora. Lo ideal serí­a que se unieran a grupos de coeducación, en los que el animador estimulase a unos y otras a entender la forma de estar juntos y realizar actividades muy variadas sin deslizarse hacia lo erótico. La profundización en el conocimiento mutuo, fruto de repetidos intercambios de ideas y conductas, les proporcionarí­a una ayuda válida para superar el sentido meramente genital de sus encuentros, para trazarse un proyecto de vida y para prepararse a la vida adulta.

El tan extendido permisivismo de la cultura occidental anticipa la liberación de las energí­as instintivas y lleva a los adolescentes a separar el erotismo del amor, a apoyarse en las libertades sexuales para destruir las rémoras del pasado y a justificar comportamientos al margen de todo principio. De semejante subjetivismo absoluto brota el ansia de experiencias sexuales de lo más variado precisamente en un momento tan delicado para el desarrollo de la persona.

Quien todaví­a cree en los poderes espirituales del hombre y en la educación sigue convencido de que liberalizar los impulsos libidinosos daña a la persona que está creciendo y que las continuas amonestaciones del adulto a controlarse ayudan a madurar. La capacidad de aplazarlos corrobora el autodominio del adolescente y enriquece el disfrute del eros en su momento adecuado. Cuando la sexualidad se hace muy fácilmente accesible, advierte P. Ricoeur, se deshumaniza, se vací­a de significado y de valor, se hace imperiosa a causa de las desilusiones sufridas.

2. LA JUVENTUD, abandonados los primeros enamoramientos y fáciles presunciones, aparecen nuevas tendencias, en virtud de las cuales los jóvenes de ambos sexos aprenden a comunicarse mejor. Con una mejor comunicación y tras la experiencia del primer amor, se llega al noviazgo, que, general pero no necesariamente, termina en matrimonio. La elección de pareja con vistas a la formación de una familia es una nueva prueba de que el amor es «uno de los mayores complementos d-e la vida». A.T. Jersild recomienda, sin embargo, prudencia, ya que «estar enamorados puede tener origen en actitudes no perfectamente sanas».

El amor surgido de la estrecha amistad de los grupos coeducativos se basa en datos seguros y abre a una insospechada riqueza en la donación. Para G: Thibon, el amor no arranca de la carne para elevarse al espí­ritu. Tanto al comienzo como al foral de su curso, los abarca a ambos al mismo tiempo; «arranca de.la plenitud humana soñada y desemboca en la plenitud real». La mente humana, atrapada por su misterio, lo ha cantado a través de los siglos con versos maravillosos; el contexto cultural moderno, impregnado de hedonismo y consumismo, ha disminuido su fascinación y mutilado su imagen.

Quienes han recibido una buena formación, quizá diminuta minorí­a, todaví­a sienten el amor cubierto de ternura y perciben su encanto, aunque tentados sin cesar por las seducciones del erqtismo. G.W. Allport, que en esto disiente de E.H. Erikson, asegura con razón que la madurez psicológica no radica en la genitalidad solamente, aunque una pulsión tan intensa como la sexual, para que se vea valorada con justa intención, deberí­a «conciliarse con la madurez general y reforzarla».

Hasta ahora la pedagogí­a no ha proporcionado aportaciones eficaces para una correcta evolución psicoafectiva de los jóvenes. Pero tampoco la psicologí­a ha dicho mucho sobre el amor. De él, dice A. H. Maslow, hay que conocer su naturaleza para poder enseñar en sus rasgos más especí­ficos a las generaciones que vienen. Para él, los adultos de hoy deben, preocuparse de formar a los adultos de mañana, pero no están preparados para asumir una tarea de esa importancia, porque todaví­a persiste el estereotipo según el cual, una vez que uno se hace novio ya puede actuar a placer sin interferencias extrañas, ya no le falta nada a su desarrollo.

Como se desprende de las investigaciones de E. W. Burgess y P. Walin y de otras posteriores, un l noviazgo bien llevado es una premisa muy buena para el resultado feliz de la vida conyugal; además de ser un tiempo idóneo para el conocimiento recí­proco de los dos, se une su positiva influencia en el matrimonio. Conviene señalar a este propósito que los jóvenes sanos en el aspecto psicológico captan con precisión las cualidades del compañero. Para O. Schwarz la experiencia del amor, si bien no exenta de elementos emocionales, está llena sobre todo de sentido cognoscitivo. Esta tesis la mantiene A. H. Maslow, pero no sólo él. Pues bien, si el amor en lugar de cegar enseña a ver, la educación sexual, o por hablar con más propiedad, el amor, es posible y deseable en la familia, en las asociaciones, en los encuentros informales, por lejana que parezca su realización.

V. La educación sexual en la edad adulta
Dirigimos la atención a las personas casadas, puesto que el matrimonio es la meta del desarrollo psí­quico del individuo. V.E. Frankl recuerda que el ser marido y mujer, padre y madre, en cuanto valores, aunque no absolutos, son una ocasión propicia de crecimiento y felicidad. Sin embargo hay también fuera del matrimonio modo de dar sentido ala vida, siempre que su renuncia se viva como elección y esté compensada con actividades sustitutivas.

1. LA VIDA DE PAREJA. Cuando los novios han llegado a la convicción de poder establecer una forma estable de vida, hacen público su compromiso. Entre el yo y el tú se instaura entonces un amor oblativo, por el que un cónyuge quiere el bien del otro tanto como el propio. Este amor es, signo de la mutua donación y se convierte en la esencia del matrimonio. En este amor pensaba A. Rosmini cuando escribió: «El verdadero y primitivo fin del matrimonio no es otro que el bien que encuentra la persona en la.misma unión estable, plena, perfecta, cocí­ alguien semejante de otro sexo»:
El amor se alimenta del don. «Amar y ser amado -observa J. Pieper-, son un único y un mismo acto, ya que el don hecho comprende al ser mismo en su totalidad indivisible y es el don no tanto de lo que se tiene como de lo que se es». La reciprocidad de un proceso interior semejante implica la generación, que le es caracterí­stica. Si la excluyen a propósito, estarí­amos no frente al amor, sino frente a un egoí­smo a dos.

Con el concepto de generatividad describe E.H. Erikson la preocupación por hacerse guí­a de quienes se preparan para el estado adulto, es decir, de hacer nacer «nuevos individuos, nuevos productos y nuevas ideas, incluida una especie de poder autogenerativo unido a un ulterior desarrollo de la propia identidad». Lo contrario a ella es el estancamiento. Del predominio de las fuerzas sanas procede la virtud del «cuidado», una obligación, por así­ decir, «en constante expansión» hacia los hijos, terceras personas u otros ideales.

En el amor, basado en el don mutuo, se reconocen dos aspectos fundamentales: el compromiso por el futuro y la aceptación de la trascendencia. En los esposos son una elección y un fin renovados cada dí­a, llenos de entendimiento y decisión. Los cónyuges animados por la mutua donación se apoyan en la buena y en la mala suerte, esperan en el futuro y concentran en sus hijos todas sus premuras. La vida de pareja, según los datos de la psicologí­a del amor humano, adquiere así­ un significado que supera los lí­mites del tiempo.

La vida adulta comprende idealmente a unos treinta años, desde el comienzo del matrimonio a la vejez, o sea desde el momento en que los cónyuges se han encontrado por primera vez uno junto a otro como esposos hasta que, después de la separación de los hijos, afrontan por sí­ solos el último tramo de su camino, destinado a prolongarse con el aumento del promedio de vida.

Desde el principio hasta el final de este perí­odo los problemas sobre la sexualidad son múltiples. Si los dos están convenientemente preparados para el matrimonio y en él han encarnado valores ético-religiosos, sabrán también salir de sus dificultades. Pero si no han recibido formación alguna ni familiar ni exterior, muy probablemente sentirán los golpes de muchos obstáculos imprevistos. Por lo tanto, si el primer estadio de la vida familiar está marcado por el intento de promover el amor recí­proco, constituirá una premisa ideal para el favorable desarrollo del segundo y de los posteriores. En caso contrario el matrimonio se harí­a inestable y fuente de amargura para los esposos, con sus correspondientes reflejos negativos en los hijos. Nos referimos a dos complicaciones, tí­picas de la pareja en nuestros dí­as.

2. EL CONFLICTO PSICOSEXUAL Y EL CRECIMIENTO DEL AMOR CONYUGAL. Los esposos deseosos de conferir estabilidad psicológica a su unión no pueden prescindir de la concordancia de sus ideas sobre la vida sexual, causa y efecto de la alegrí­a conyugal, fuente de gratificación y estí­mulo para perfeccionar la armoní­a interpersonal. J. Nuttin declara: «El impacto profundo de la experiencia sexual negativa en el sentimiento de confianza y de estima de sí­ mismo es muy revelador a este propósito. Pocos fracasos son más nefastos a nivel personal y social; esto hace resaltar más la diferencia respecto a las necesidades fisiológicas». De la marcha feliz de una vida sexual no se puede prescindir, aunque no sea decisiva, ya que el matrimonio, que de ella recibe savia, no se agota en ella.

El estado conyugal agrava el conflicto psicosexual ya anunciado en la adolescencia y estallado en la juventud. Con frecuencia los esposos se debaten entre dejarse llevar por sus impulsos o subordinarlos a una realización constructiva de sí­ mismos. La decisión depende de la educación personal, de los valores que se hayan cultivado y del nivel de vida que se busque. Conviene pedir al adulto que trascienda la necesidad contingente en virtud de consideraciones interiores. El criterio para el ejercicio de la sexualidad consiste en la aptitud para gozar en el intercambio amoroso, pero también para abstenerse, cuando sea preciso, sin hacer un drama de ello, ya que se trata de una decisión libre.

Para los esposos el placer sexual hay que considerarlo bueno desde la perspectiva de la creación, y honesto su placer. Esto comporta la procreación, aunque no todo acto conyugal orientado a ella lo consiga. En materia de reproducción no es superfluo recordar que la fecundidad biológica es humana siempre que esté guiada por la razón y por los valores de la vida. Si es reprobable reducirse a un hijo solo, también lo es decidir una fecundidad desmesurada. El objetivo es, pues, la generación no «máxima», sino «óptima», que hay que decidir con métodos conformes con la ley moral y la conciencia de los cónyuges, con sus medios económicos y existenciales, con el equilibrio demográfico y socio-económico, con una vida familiar dirigida al gradual refuerzo psicoafectivo. La educación sexual de los cónyuges serí­a incompleta si se preocupase sólo de la función procreativa. Necesitan una amplia gama de conocimientos, distintos e imprescindibles, para vivir en el respeto de las leyes de la naturaleza y de la moral. Porque los esposos, aunque hayan decidido una planificación familiar axiológicamente informada, siguen sintiendo intensamente los impulsos sexuales, que a ellos les corresponde administrar. La sexualidad no dirigida a la procreación favorece más la sintoní­a entre los cónyuges cuanto más aspiren a crecer como personas.

3. EL VALOR DE LA FIDELIDAD EN SUS MÚLTIPLES ASPECTOS. El amor tiende por sí­ mismo a perdurar y a hacerse más profundo con el pasar de los años. Las contrariedades repentinas, a condición que no turben la armoní­a de los ánimos, lo refuerzan en lugar de debilitarlo. La crisis de valores, la multiplicación de los modelos alternativos a los tradicionales, la decadencia de las normas trascendentes al arbitrio individual ponen a muchos cónyuges en la alternativa de proteger su amor o de seguir la costumbre introducida de cambiar pareja con la engañosa esperanza de encontrar de nuevo la felicidad perdida o de encontrarla por primera vez. La cultura contemporánea invita a la pareja elástica y fluctuante, marcada por una relación inestable y hecha entre miembros de una sociedad en transformación. Además, la antropologí­a permisiva no duda en proclamar la exigencia de luchar contra cualquier tipo de imposición moral.

La pedagogí­a personalista invita a los cónyuges preocupados por guardar los bienes de su unión a mantenerse fieles al amor fecundo y creativo como relación de libertad, para que posibles fricciones no deterioren su ví­nculo. Les recuerda que la institucionalización, es decir, el encontrarse en un estado jurí­dicamente reconocido, les impone efectivamente algunas condiciones, pero por otra parte los defiende y ayuda a los contrayentes a superar difí­ciles momentos de desconfianza, cansancio y desánimo. La fidelidad, victoriosa de incomprensiones, disonancias y contrastes, garantiza a la unión continuidad, previsión y buen desenlace.

Cerrada una época, en la que la educación iba dirigida a la transmisión de la vida, se abre otra en la que se pretende iluminar otras posibilidades. Hablar de los numerosos problemas de la fecundidad matrimonial significa sobre todo tener cuenta del componente biológico, pero a la vez no limitarse a él. Junto a la fecundidad que todo el mundo entiende hay otra oculta, cuyas manifestaciones, por ejemplo los rasgos del amor conyugal maduro, los intereses en el tiempo libre familiar, el compartir los compromisos comunitarios, refuerzan en los esposos la adaptación, el respeto, la simpatí­a, en suma, el cariño mutuo, vértice de la fecundidad extrabiológica.

VI. La educación sexual en la ancianidad
La ayuda ofrecida al anciano no puede prescindir de su pasado biográfico, de su ambiente cultural, de su concepción de la sexualidad.

El primer punto se refiere a la educación que tuvo desde su infancia en adelante; las experiencias vividas desdc’la adolescencia y el tipo de resonancia que ha ejercido en sus vivencias; el grado de felicidad conyugal y familiar y las dificultades que encontró para apaciguar los conflictos intra e interpersonales. Una educación impartida por los padres de forma inadecuada origina actitudes equivocadas ante el sexo y comportamientos no normales. Las consecuencias aún son peores cuando los jóvenes ven que las orientaciones poco apropiadas recibidas en la familia no son corregidas tampoco en las instituciones sociales, que deberí­an, en cambio, realizar una labor de autonomí­a respecto a los condicionamientos sociales y proporcionar criterios justos en temas de psicoafectividad.

El segundo punto toca la vida del sujeto, los estereotipos en ella dominantes, la reacción frente a ellos, en general bastante débil. La sociedad se ha inclinado a presentar al anciano como alejado de la sexualidad, que serí­a tí­pica de los jóvenes y adultos. Tal imagen no corresponde a la realidad conyugal, sí­ntesis de eros y agapé, que acompaña a los esposos durante toda su existencia; por lo tanto, también durante la ancianidad. Factores religiosos, médicos y culturales hicieron que arraigara la absurda idea de que la gratificación sexual sólo debí­a unirse con la reproducción, y que por lo tanto debí­a erradicarse tras la menopausia.

El tercer punto atañe, pues, a la idea deformada que el anciano tiene de la sexualidad. Evita hablar de ella; si se le exhorta a hacerlo, deja ver sus sentimientos de culpa, de vergüenza, de temor, considerándolo inconveniente. Por desdicha, desde la época iluminista hasta los primeros años de la década de los cincuenta de nuestro siglo, hay que lamentar que algunos médicos y psiquiatras contribuyesen a difundir esta actitud equivocada que ni el permisivismo actual ha conseguido erradicar.

Conviene ante todo situar la educación sexual del anciano en una labor de apoyo a toda la personalidad, en la que no rara vez aparece la insuficiencia del yo, su escasa autoestimación, desmotivación para el compromiso, inercia mental, introversión, estereotipos. La mejor forma de combatir este repliegue sobre sí­ mismo está en el persuadir al individuo de que la vida siempre tiene un significado; y para el que tiene fe, como hace notar V.E. Frankl, un sobresignificado. Si el anciano se convence de esto, tenderá a buscar la ayuda de los demás para estrechar los ví­nculos conyugales, puesto que sólo desde el amor se le puede pedir que aparte los inconvenientes que provoca la soledad de la pareja. En algunos psicólogos humanistas aparece el concepto de «directividad», que indica que el hombre, aparte de la edad, puede contener las consecuencias de su declive en la medida en que se sienta estimulado por una importante finalidad y por un alto nivel de aspiraciones. Por lo tanto, lo mismo en la ancianidad que en cualquier otra fase anterior, la educación sexual hay que situarla en el marco de la formación general, fuera de la cual es muy difí­cil proporcionar ayudas concretas.

El matrimonio de los ancianos no siempre es afortunado en el amor. Con frecuencia se ven obligados a admitir que han vivido no el uno para el otro, sino para los hijos y para el trabajo. Su afectividad ha sido más bien escasa y, cuando los hijos adultos dejan la casa, se dan cuenta de que habí­an llegado a ser casi dos extraños. Con el paso del tiempo casi siempre crece en ellos la frustración y la indiferencia, a lo que se añade el hastí­o de no tener casi nada que decirse. Hay también ancianos cuya relación se hace más í­ntima, se hace más preciosa y llena de confianza y benevolencia. Estos suponen una confirmación de las palabras de V. Hugo, para quien «en amor envejecer es identificarse». En esta verdad concuerdan, además de poetas y novelistas, también los psicólogos que han estudiado el amor en las personas capaces de realizarse.

En esta segunda hipótesis, marido y mujer considerarán legí­timo el disfrutar de la sexualidad, en antí­tesis con el prejuicio recordado antes sobre su ejercicio en la vida anciana. Esto contribuye muy válidamente a evitar que prevalezca la monotoní­a, el formalismo y la apatí­a, y a reforzar la esperanza, la comodidad y el cariño.

Es preciso ayudar al anciano a considerar su cuerpo, a pesar de la disminución de los ritmos biológicos, con respetuoso afecto, y a la vez a no abandonarlo, siendo muy importante una estimación real de las condiciones de su presente. Como sugiere G. Abraham, es conveniente hacerles ver y decidir «entre un buen funcionamiento sexual, proporcionado a su edad y estado de salud, o, por el contrario, la perspectiva de un relativo descompromiso en lo referente al erotismo» cuando las circunstancias lo aconsejen.

La sexualidad en la vejez hay que examinarla con referencia a los impulsos instintivos, y en especial a la donación, que, aunque unida a ellos, se distingue de los impulsos por su dinamismo interior. Merece la pena preocuparse por enriquecer la sexualidad del anciano con contenidos adecuados que le confirmen su identidad.

E.H. Erikson trata con exquisita finura, relacionándolo con su salud psicológica, el significado de la «generatividad» de las personas ancianas. Esta les anima a socorrer a quien está necesitado, a asistir a los más jóvenes. Es importante favorecer esta tendencia para que puedan sentirse útiles a los hijos, a los nietos y a otros. Cuando tienen la sospecha de haberse convertido en un peso, no tardan en sentirse fuera de lugar. Aparecen entonces diversos sí­ntomas y recurren, casi siempre inútilmente, a los especialistas. Para Erikson la razón principal de su abatimiento es «un habitual y prolongado sentido de estancamiento». Para atenuar el deterioro psicofisico y las peligrosas involuciones seniles es necesario el esfuerzo personal por alimentar deseos y cosas que hacer, secundado por una sociedad atenta a valorizar en los ancianos su propósito de ser generativos.

En el último estadio de la vida familiar los cónyuges saben valorar más que antes el amor en sus aspectos diversos y saborearlo plenamente. Si se quiere que se convierta en meta para el mayor número posible de parejas, hay que apoyarse en la voluntad común de quienes todaví­a creen en la educación. Los cónyuges que alcanzan la vejez guiados por motivos religiosos se encuentran en las condiciones ideales para rodear su amor con un hálito de infinito, en EMPRESA virtud de la gracia del matrimonio, el `gran sacramento» sí­mbolo de la unión de Cristo con su Iglesia.

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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral