ECONOMIA Y MORAL

El problema de las relaciones entre la economí­a (entendida bien como ciencia o bien como praxis) y la moral es un tema candente en nuestros dí­as. No sólo en el ámbito de la reflexión teológico-moral y del Magisterio social de la Iglesia, sino también en el laico.

Durante mucho tiempo la moral (cristiana) subordinó a sí­ misma todos los sectores de la vida humana. Se consideraba a la ética como el criterio último y decisivo de toda opción humana y, por consiguiente, como la reguladora directa de las mismas opciones económicas. Pensemos en la prohibición del préstamo a interés, calificado siempre como usura, sobre la base del Antiguo y del Nuevo Testamento (y de la autoridad aristotélica que definí­a a la moneda como «estéril»).

Los antecedentes del divorcio entre la economí­a y la moral pueden percibirse en una doble dirección: en la reflexión teológico-moral y en la formación de la ciencia económica. Los moralistas, a partir de finales del siglo XVll, aparecen cerrados en un método deductivo que ignoraba expresamente como irrelevantes la evolución del mundo moderno y en particular, los pro fundos cambios que se producí­an en el terreno económico. La economí­a, por su parte, se iba afirmando como ciencia autónoma, basada en el presupuesto utilitarista del homo pure oeconomicus (guiado por una ética mercantilista) y por la máxima «los negocios son los negocios». por consiguiente, tendí­a a hacerse hegemónica tanto en el terreno cientí­fico como en el terreno práctico. Las preocupaciones de justicia y de solidaridad quedaron desterradas de la ciencia económica como » cuestiones externas» que contaminaban su rigor y de las que, por tanto, eran otros los que tení­an que encargarse, pero no el operador económico que tení­a que guiarse por la norma suprema del interés, de la búsqueda de beneficio y de la productividad eficiente. De esta manera, la racionalidad económica se fue diferenciando cada vez más claramente de la racionalidad ética.

Esta separación acarreó graves daños tanto a la economí­a como a la reflexión ética. Privada de todo aliento ético, la economí­a se convirtió en un mercantilismo marcado por resultados perversos : competencia despiadada, erección de empresas monopolí­sticas, prepotencia de multinacionales despreocupadas de los intereses locales del equilibrio ecológico, paro creciente, división entre las zonas superdesarrolladas del Norte del planeta y las áreas de subdesarrollo en el .

También la ciencia económica acabe encerrándose en un remolino de teoremas que tení­an como base el mito del horno pure oeconomicus y la fe infundada en los equilibrios económicos que, por una especie de mágica providencia laica, resultarí­an del encuentro y del choque entre los intereses individuales-egoí­sticos.

Pero tampoco la reflexión ético-teo lógica salió bien parada del divorcio que se estableció entre la economí­a y la moral. Al considerar como irrelevante la enorme evolución industrial ~ tecnológica, los moralistas perdieron la posibilidad de influir en el ethos corriente y de modificarlo en dirección hacia la justicia y la solidaridad.

Pero en el presente las cosas están cambiando. Después de las indicaciones que ha hecho el Magisterio social de la Iglesia, los moralistas se muestran mucho más atentos a las realidades económicas y a su complejidad.

Las exigencias éticas de la justicia y de la solidaridad, tanto a nivel nacional como planetario, no deben disociarse nunca de las preocupaciones por la eficiencia y la productividad, que, por muy legí­timas que sean, no deben asumirse tampoco como criterio primario y exclusivo del obrar económico, si éste intenta seguir siendo un obrar humano. Por eso mismo, se está dibujando una nueva ética social que va más allá del moralismo abstracto y deductivo, que rechaza el análisis detenido de las realidades económicas. Por otra parte, en el ámbito de la ciencia y de la praxis económica está madurando, aunque con bastantes dificultades y con cierta lentitud, una nueva sensibilidad ante las exigencias éticas.

Vuelven a tomarse en consideración las instancia éticas de justicia y . de solidaridad como elementos integrantes de la teorí­a y de la praxis económica.

El beneficio, según dicen algunos empresarios, no debe considerarse como el objetivo primario de la empresa; el primer objetivo debe ser innovar producir a costes competitivos y crear nuevas riquezas para toda la comunidad. Ya no se considera un beneficio aceptable aquel que se obtiene sustrayendo riquezas a las generaciones presentes y futuras, alterando el equilibrio ecológlco, destruyendo recursos no renovables. La racionalidad ética y la racionalidad económica no les parecen ya a muchos marcadas por una divergencia irreversible, sino llamadas más bien a una posible convergencia.

En el Magisterio social de la Iglesia, y particularmente en las últimos encí­clicas sociales de Juan Pablo II, se enuncian indicaciones a propósito de esta posibilidad, que representa un compromiso obligado e ineludible. La Centesimus annus, tan apreciada incluso por los economistas, ofrece sugerencias significativas y ejemplares sobre el respeto a las aútonomí­as cientí­ficas, éticas y teológicas. El papa no renuncia a proclamar su mensaje sobre el hombre. Pero al mismo tiempo reconoce la legitimidad de un beneficio justo, de un mercado que sea realmente libre, de una empresa eficiente y productiva, pero que sea, sin embargO, una comunidad de personas antes que un conjunto de capitales.
G. Mattai

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PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico