DIVORCIO CIVIL

Por divorcio civil se entiende un sistema legal en que se lleva a cabo la disolución de un matrimonio válido, mientras viven todaví­a los cónyuges.

La introducción del divorcio en la legislación civil es una de las consecuencias de la afirmación del matrimonio civil en los estados modernos.

El divorcio civil se diferencia de la separación (de lecho, de mesa y de habitación), en la que permanece el ví­nculo conyugal, sin que los cónyuges separados puedan pasar a nuevas nupcias. También se distingue de la declaración de nulidad del matrimonio pronunciado por la legí­tima autoridad eclesiástica; con ella no se disuelve ningún ví­nculo, sino que se certifica, después de un proceso regular, la inexistencia de un matrimonio por un vicio original del contrato matrimonial (existencia de un impedimento o de un vicio de consentimiento o de forma). Sobre la base de los datos de la Escritura, de la Tradición y del Magisterio, la Iglesia no admite el divorcio civil, ni siquiera para el matrimonio natural entre no bautizados. Según la doctrina católica, no sólo el matrimonio sacramental, sino incluso el matrimonio natural es intrí­nsecamente indisoluble. En el caso del privilegio paulino (can. 1143) y del matrimonio sólo rato (can. 1142)- no se tiene la indisolubilidad extrí­nseca, por lo que en esos casos, bajo ciertas condiciones, puede disolverse el matrimonio.

La Iglesia admite el recurso al divorcio civil en todos aquellos casos en que sirve para hacer que coincida la situación real con la legal; es lo que ocurre con el matrimonio canónico declarado nulo o disuelto por dispensa super rato, para hacer que desaparezcan en el ordenamiento del Estado los efectos civiles de un matrimonio que no existió o que ya no existe. Así­ se hace en el caso de dos católicos casados sólo civilmente, donde no es posible sanar la situación con un matrimonio sacramental entre los dos para poner fin a una situación de irregularidad.

G. Cappelli

Bibl.: A. Matabosch, Divorcio e Iglesia, Marova, Madrid 1979; R. Metz – J Schlick, Matrimonio y divorcio, Sí­gueme, Salamanca 1974; R. F Aznar, Cohabitación, matrimonio civil, divorciados, casados de nuevo, Univer5idad Pontificia. Salamanca 1984.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Definición y distinciones previas.
II. Notas históricas.
III. Estado actual del problema:
1. El divorcio en la experiencia contemporánea:
a) En el área cultural occidental,
b) En los paí­ses socialistas,
c) En el mundo islámico,
d) En el derecho talmúdico,
e) En los paí­ses africanos,
f) En el derecho hindú y en el derecho «adat’ ;
2. Tipologí­a de la normativa positiva del divorcio civil (divorcio-sanción, divorcio-remedio, divorcio por repudio o por mutuo consentimiento).
IV. La doctrina católica:
1. El divorcio en la Sagrada Escritura:
a) Antiguo Testamento,
b) Nuevo Testamento;
2. La enseñanza de la Iglesia;
3. Intentos modernos de superación:
a) A nivel exegético,
b) A nivel teológlco-canónico,
c) A nivel técnico jurí­dico,
d) A nivel pastoral.
V. La disciplina eclesiástica:
1. Los casos canónicos de divorcio;
2. Las sanciones eclesiásticas contra el divorcio civil;
3. Derecho canónico y pastoral de los divorciados.

I. Definición y distinciones previas
Por la palabra divorcio se entiende modernamente la disolución de un matrimonio válidamente surgido, viviendo todaví­a los cónyuges. De modo más especí­fico, a nivel técnico-jurí­dico, se indica tanto el asunto de revocación del consentimiento matrimonial como el acto formal que disuelve ex nunc el matrimonio.

Conviene precisar enseguida que en las fuentes históricas e históricojurí­dicas la terminologí­a sobre esta institución no es uní­voca. Por ejemplo, no siempre se distingue el divorcio, entendido como revocación del matrimonio por acto bilateral de los cónyuges, del repudio, entendido preferentemente (aunque no siempre) como acto unilateral de un cónyuge en relación con el otro (normalmente el marido que abandona a la mujer).

La misma terminologí­a teológica y canónica ha sido en el pasado algo ambigua, usando el término divorcio para indicar tanto la disolución del matrimonio válido (divortium quoad vinculum o dissolutio vinculi), como la separación personal (divortium quoad mensam thorum el eohabitationem), como la declaración de nulidad (también llamada separatio o discidium).

Desde el punto de vista sustancial, el divorcio se diferencia tanto de la separación como de la declaración de nulidad. La primera -que puede ser de hecho consensual o legal deja vivo el ví­nculo matrimonial, determinando un estancamiento en la medida en que se debilitan los derechos y deberes de carácter personal (cohabitación, asistencia, fidelidad), mientras que los de carácter patri-, monial se transforman normalmente en obligación de mantenimiento. En cambio, la declaración de nulidad (término asumido por el derecho canónico, que los códigos civiles prefieren, con diferencia no sólo formal, al de anulación) establece con eficacia ex tunc el vicio originario del asunto matrimonial (por la existencia de un impedimento, de un vicio en el consentimiento, de vicio de forma), por el cual este matrimonio, a pesar de su aparente permanencia en el tiempo (matrimonio putativo), es radicalmente inválido e improductivo de efectos jurí­dicos.

El divorcio y la declaración de nulidad (o la anulación) del matrimonio permiten la celebración posterior de un nuevo matrimonio, aunque sea por motivos distintos: en el primer caso, porque la disolución de un ví­nculo válido hace adquirir de nuevo el estado de libertad; en el segundo, porque dada la comprobada invalidez original del matrimonio, es lógico que se reconozca que nunca se perdió ese estado. En cambio, la separación personal, permaneciendo vivo el ví­nculo conyugal, prohibe -obviamente en los ordenamientos monogámicos- la celebración de un segundo matrimonio.

II. Notas históricas
El divorcio es una institución conocida prácticamente en todas las civilizaciones no influidas -o no suficientemente influidas- por el cristianismo.

El mundo romano clásico veí­a el matrimonio como una realidad social, al que uní­a con determinadas condiciones ciertos efectos jurí­dicos, transformándolo en relación jurí­dica. El matrimonio se consideraba que subsistí­a jurí­dicamente, con todas sus consecuencias, cuando un hombre y una mujer libres se decidí­an a establecer una relación conyugal con la voluntad permanente en el tiempo de estar unidos en matrimonio (affectio maritalis), con tal de que no hubiera impedimentos legales y se diera entre ellos el connubium, es decir, la capacidad jurí­dica para constituir una unión conyugal. Se comprende, pues, que en el derecho romano, como la existencia del matrimonio procedí­a de la permanencia de tal voluntad, al desaparecer esta voluntad desaparecí­a el ví­nculo, sin necesidad de una declaración autorizada ni tampoco de una expresa manifestación de la voluntad -de los cónyuges o de uno de ellos- de disolver el matrimonio.

Si en las costumbres romanas parece que hay que registrar, a propósito del divorcio, la evolución desde una austeridad de costumbres tí­pica de la edad más antigua al permisivismo de la edad clásica, a nivel jurí­dico hay que resaltar, desde el siglo iv d. C. en adelante -si bien con alternativas distintas- una evolución normativa que trataba de poner progresivos lí­mites al divorcio, unida directamente al proceso de cristianización de las costumbres, de la mentalidad y también del ordenamiento jurí­dico. Las primeras disposiciones aparecen ya en una constitución de Constantino en el 331, hasta llegar a las más radicales en tiempos de Justiniano, que, sin embargo, no erradican esta institución del código.

El divorcio, tanto el consensual como el unilateral por repudio, es conocido también en las legislaciones bárbaras, pero también con contradicciones y oscilaciones hacia la concepción mantenida por la Iglesia en cuestión de perpetuidad e indisolubilidad; concepción que no es asumida hasta la legislación capitular de los francos, con normas que en gran parte proceden o reciben la influencia de decisiones de algunos concilios. La plena realización de la doctrina de la Iglesia en esta materia se alcanza al conseguir, en la republica christiana, y especialmente después de la reforma gregoriana, una total armonización del ordenamiento jurí­dico con la moral cristiana.

La afirmada exclusividad de las competencias de la Iglesia para regular el matrimonio, si a nivel de la experiencia jurí­dica lleva a la definitiva abolición del divorcio y al correspondiente desarrollo tanto de la separación conyugal como de la declaración de nulidad, a nivel doctrinal produce una fuerte y refinada elaboración teológica y canónica sobre el matrimonio, que llega hasta nosotros. De esta manera se define claramente la regulación dentro de los lí­mites sustanciales del asunto y dentro de los procesales unidos a las cuestiones que afectan a su invalidez, con la definitiva afirmación de la competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos en una materia in qua vertitur periculum animae (en la que está en cuestión la salvación del alma).

En la edad moderna se comienzan a crear las condiciones que llevan al Estado a reivindicar su propia competencia sobre el matrimonio, hasta llegar a la institución del matrimonio civil. Entre ellas, sobre todo dos: O la afirmación, junto con el concepto de soberaní­a, de que el derecho del Estado no subyace al derecho canónico ni encuentra un lí­mite en las materias (como el matrimonio) que éste retiene como de su exclusiva competencia, y de que, por otra parte, está sometido a otro marco de valores que pueden ser distintos de aquellos que son propios del derecho de la Iglesia; O la distinción en el matrimonio, desde un punto de vista estrictamente jurí­dico, entre contrato y sacramento, con la consiguiente reivindicación de la plena y exclusiva competencia del Estado sobre el primero. Una vez que se ha afirmado que el matrimonio es para el Estado un mero contrato, su conclusión correspondiente es que también éste, como todos los contratos, puede rescindirse (mutuo disentimiento, recesión, rescisión, resolución, etc.). La afirmación en la legislación civil del divorcio está unida, pues, a la afirmación del matrimonio civil, sin que nunca llegara el legislador estatal a afirmar su competencia y anular un matrimonio sacramento. Por algo el matrimonio civil y el divorcio se introdujeron definitivamente y de modo estable con la legislación revolucionaria francesa y con el código napoleónico (1803), que sustancialmente serán en esta materia el arquetipo de las legislaciones de los Estados modernos.

III. Estado actual del problema
En razón del valor ético, cultural y social de la institución matrimonial, el legislador civil no puede limitarse a una mera disciplina de los problemas prácticos que de él surgen, sino que debe necesariamente remontarse a una concepción ideal -a un «modelo»- de matrimonio del que derivar de modo orgánico y coherente las determinaciones individuales a nivel de derecho positivo. Y este modelo proviene de las escalas de valores, las concepciones y la mentalidad comúnmente difundidas; en definitiva, de la cultura de una sociedad. De aquí­ la importancia de la relación entre culturas y experiencias jurí­dicas, frente a la realidad de una institución comúnmente admitida en la sociedad contemporánea, que constituye, por tanto, un importante problema pastoral.

1. EL DIVORCIO EN LA EXPERIENCIA CONTEMPORíNEA. Si bien por diversos motivos las culturas actuales se muestran unánimes en la concepción del matrimonio disoluble, contribuyendo así­ a formar y difundir condiciones favorables a la experiencia del divorcio. Y si no todas las culturas tienen el mismo grado de apertura a esta experiencia, hay que tener en cuenta los efectos cada vez mayores, a nivel planetario, del colonialismo cultural que el mundo occidental ejerce, en el cual se registra la cultura más favorable al divorcio.

a) En el área cultural occidental. La concepción de familia dominante en la sociedad occidental es la llamada «burguesa» o «moderna», en la que la dimensión individual está más acentuada que el sentido familiar mismo.

En la lí­nea de la cultura radicallibertaria, que lleva a sus consecuencias más extremas el individualismo prop¡o del liberalismo, se facilita el proceso actual de progresiva «desjuridicización» del matrimonio y de la familia, debilitando las prerrogativas jurí­dicas del matrimonio, convirtiendo en disponibles y voluntarias para los cónyuges obligaciones que antes eran insoslayables, privando a estas obligaciones de todo tipo de sanción jurí­dica, dejando su observancia sólo al sentido moral de los cónyuges. En resumen, la concepción llamada moderna parece distinguirse por cerrarse en los egoí­smos individuales, que miran la institución familiar sólo como fuente de utilidad personal. A esto hay que añadir la eliminación de todo elemento que pueda hacer referencia y reflejar el espí­ritu religioso del matrimonio, contemplado sólo en su dimensión de asunto jurí­dico. Con la afirmación de la libertad del individuo respecto a la familia, y con la paralela renuncia por parte del ordenamiento jurí­dico a interesarse por los aspectos éticos del matrimonio y por desempeñar una función educativa, se llega, entre otras cosas, a la posibilidad de desentenderse del aspecto civil con el divorcio.

b) En los paí­ses socialistas. Las concepciones que presiden la organización de las sociedades socialistas no son homogéneas en lo que afecta al divorcio. Por un lado, de acuerdo con las ideas sobre el matrimonio y las familias propias de los teóricos del marxismo, el ordenamiento jurí­dico tiende a una total privatización del matrimonio, hasta llegar a su disolución jurí­dica con la afirmación del «amor libre» y en la familia de hecho, de manera que en sustancia el divorcio se reduce al final de la affectio maritalis y al cese de la convivencia. Por otro lado, sin embargo, de acuerdo con las concepciones sobre el derecho -y en particular sobre los derechos individuales- propias del marxismo clásico, el divorcio sólo puede admitirse en función de los intereses colectivos superiores, lo que lleva a la máxima comprensión de las instancias individuales y a la admisión de la disolución matrimonial sólo cuando la colectividad lo acepte.

De hecho, en los paí­ses socialistas la legislación ha oscilado siempre entre los extremos de un divorcio libre y un divorcio muy reglamentado dentro de unos lí­mites muy rigurosos marcados por los intereses colectivos.

c) En el mundo islámico. En ordenamientos jurí­dicos teocráticos, como los de los Estados islámicos, el matrimonio, sin ser considerado un acto religioso, sino un simple contrato civil (pero celebrado con formalidades religiosas), está profundamente impregnado de los principios religiosos en su reglamentación jurí­dica. De ahí­ que al aceptar el Corán el divorcio, aunque a disgusto, quede jurí­dicamente legitimado. En particular, el matrimonio se disuelve por repudio unilateral, privilegio reconocido al hombre en el texto sagrado; por decisión judicial, en cuyo caso también la mujer puede solicitar el divorcio, aunque sólo en contadas y taxativas ocasiones, y por apostasí­a de uno de los cónyuges del islam. Entre los chií­tas se admite todaví­a el matrimonio temporal: de esta forma el divorcio es un asunto y elemento estructural que caracteriza a la institución.

d) En el derecho talmúdico. El Talmud, para el cual el matrimonio es un deber religioso, admite el divorcio-repudio, aunque lo ve con malos ojos. Por eso en los paí­ses que remiten a los ordenamientos confesionales la disciplina jurí­dica que regula el matrimonio (llamado sistema del «matrimonio civil subsidiario»), la disolución del ví­nculo para quienes pertenecen a la religión judí­a se realiza mediante la entrega del libelo de repudio a la mujer, previa autorización del tribunal rabí­nico y su aceptación por parte de la mujer. Es, pues, la voluntad de las partes la que disuelve el ví­nculo, mientras que el tribunal rabí­nico tiene sólo una función de control sobre la legalidad de la disolución, a menos que no le sea solicitada su intervención en interés de la moral pública, en cuyo caso interviene ya como autoridad.

e) En los paí­ses africanos. En las culturas tradicionales africanas, la reglamentación sobre el matrimonio se remite al derecho consuetudinario (no escrito), y es tan original que plantea muchas dificultades para comparar las distintas formas que la institución matrimonial adopta. Si no se puede hablar en sentido formal de divorcio, hay que tener en cuenta distintas formas semejantes que en esencia son un verdadero y propio divorcio; por ejemplo, en el caso -que es el más corriente-de esterilidad de la mujer. En otras formas es por lo menos dudoso que pueda hablarse de disolución: piénsese en la ruptura de la relación cuando no se ha pagado la dote, con la cual además se culmina el asunto matrimonial; o también en la interrupción de la relación en una de las fases en que se basa el proceso que realiza el matrimonio («matrimonio progresivo» o «por etapas»).

f) En el derecho hindú y en el derecho «adat» En la tradicional concepción hindú, el matrimonio es una institución sagrada, unida a las normas de la revelación y de las tradiciones religiosas, locales y de casta. Realiza una profunda unión, casi una consagración, que crea una unidad espiritual entre hombre y mujer, destinada a durar incluso más allá de la muerte (la mujer no es libre para casarse de nuevo después de la muerte del marido), y siempre fue entendido como indisoluble, al menos para las clases superiores. En las clases inferiores, en cambio, el divorcio está admitido, aunque deforma limitada, en algunas costumbres.

En el derecho adat, consuetudinario y vigente en algunas regiones asiáticas (Filipinas, Timor, Indonesia, pení­nsula de Malaca), el divorcio se admite, aunque de una manera más o menos amplia y con efectos distintos, según afecte al sistema patrilineal o maternolineal (según sea la mujer o el hombre quien deja su propio grupo familiar para ir al del otro, o al revés) o al bilateral (si cada uno de los cónyuges sigue perteneciendo al propio grupo, aun habiendo entrado en el del cónyuge). El divorcio, de todas formas, se admite más en el sistema maternolineal (quizá porque los hijos permanecen en el grupo familiar de la madre).

2. TIPOLOGíA DE LA NORMATIVA POSITIVA DEL DIVORCIO CIVIL. A pesar de las diferencias, a veces muy notables, que se dan entre las distintas legislaciones civiles, se puede decir que la normativa del divorcio se inspira casi siempre en uno de los siguientes sistemas:
– El divorcio-sanción: la disolución del matrimonio se entiende como sanción que se inflige al cónyuge culpable por causas taxativamente previstas pon la ley.

– El divorcio-remedio: la disolución del matrimonio se entiende como remedio al fracaso del matrimonio, que debe verificarse más que recurriendo a causas taxativamente previstas por la ley, con la averiguación por parte de los poderes públicos de que la comunión espiritual y material entre los cónyuges no puede seguir manteniéndose ni tiene posibilidad de reconstruirse.

– El divorcio por repudio o por mutuo consentimiento: la disolución del matrimonio se entiende como acto de voluntad, unilateral o bilateral, sin intervención de la autoridad pública o sin que al menos tenga efectos constitutivos de un nuevo estado para los interesados, si acaso una mer~ función declarativa de la voluntad individual.

IV. La doctrina católica
La actitud de condena del divorcio por parte de la Iglesia -estrechamente unida al carácter sacramental del matrimonio, pero también a la concepción filosófica que le da base (de hecho para la Iglesia católica también el matrimonio natural es intrí­nsecamente indisoluble) [l Fidelidad e indisolubilidad; l Matrimonio]- se fundamenta en la Escritura, en la tradición y en el magisterio.

1. EL DIVORCIO EN LA SAGRADA ESCRITURA. a) Antiguo Testamento. La referencia fundamental -que ya tuvieron en cuenta Jesús y Pablo y toda la gran tradición cristiana- es la narración de la creación: «El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán un sola carne» (Gén 2:24). La palabra de la fe ilumina la realidad natural, es decir, el plan original del Creador, que, subrayando el valor unificador del matrimonio, da a conocer sus propiedades esenciales de unidad e indisolubilidad, que lo distinguen de todas las demás formas de asociación (de la misma familia de origen destinada a disolverse).

En este contexto la propuesta de la legislación mosaica, que permití­a el repudio para ciertos casos (Deu 24:13), es un abandono, en parte, del proyecto original más riguroso debido a la «dureza de corazón» (Mar 10:5). Pero del conjunto de los textos del AT que pueden tener relación con la cuestión -tanto los más jurí­dicos, que señalan limitaciones al repudio (Deu 21:10-14; Deu 22:13-19, Lev 21:7; 1315), como los más proféticos y sapienciales (sobre todo en las referencias al amor único e indisoluble de Yhwh con Israel y que aparecen en los libros de Job, Ester, Tobí­as, Judit, yen los profetas, en donde se consolida la metáfora del amor conyugal)-aflora la conciencia de haber faltado al proyecto original, y por lo mismo una sensibilidad al divorcio sentido como un mal tolerado.

La una caro (una sola carne) de la narración bí­blica, junto con la proyección de la unión conyugal en el amor fiel e indisoluble de Dios por su pueblo, no sólo ofrecen el sentido de la estructura existencial del matrimonio, sino que constituyen también la precisa indicación del modelo al que obligatoriamente orientar toda experiencia conyugal concreta.

b) Nuevo Testamento. Los evangelios son categóricos en la condena del divorcio (Mat 5:31-32; Mat 19:3-12; Me 10,2-12; Lev 16:16-18). Es interesante notar cómo la predicación de Jesús sobre esta materia no pretenda afirmar una normativa más rigurosa, sino, remitiéndose a la tradición bí­blica (Gén 1:27; Gén 2:24), reafirmar la original voluntad del Creador sobre la indisolubilidad como precepto divino, que puede verse en las cartas paulinas (1Co 7:10-16.39; Rom 7:2-3).

Si es, pues, clarí­sima y cierta la prohibición del divorcio, más problemática ha sido la interpretación del famoso inciso de Mateo «excepto en caso de porneia» a lo largo de los siglos, que ha dado lugar a praxis diversas en la cristiandad (como se sabe, ortodoxos y protestantes admiten, al menos para el cónyuge inocente, la recuperación de la libertad de estado en caso de adulterio). Especialmente sobre la determinación del sentido que ha de darse al término porneia ha habido muchos estudios y esfuerzos exegéticos, con distintos resultados y conclusiones sobre la interpretación de todo el pasaje de Mateo. Y así­ sucesivamente se ha admitido el divorcio -o, en las interpretaciones menos radicales, la sola separación de personas- cuando al término en cuestión se le da el significado de adulterio, de unión ilí­cita (concubinato, incesto) o de matrimonio mixto con peligro para la fe. Esta última interpretación, muy interesante si se tiene en cuenta que la única excepción atribuida por Mateo a Jesús está dada por la exigencia de salvaguardar por encima de todo la fidelidad de su pueblo a Dios, consigue conciliar la afirmación explí­cita de la indisolubilidad del matrimonio: a) con la tradición bí­blica que daba al término porneia (=fornicación) el sentido metafórico-religioso de la contaminación del pueblo de Israel con otros pueblos prohibida por el precepto divino; b) con la praxis de la Iglesia apostólica (He 15; 1Cor 7) y de la Iglesia posapostólica en materia de «privilegio paulino»; c) con la única excepción que puede encontrarse con seguridad en la praxis de la Iglesia hasta hoy y, por lo tanto, con el tradicional principio canónico según el cual el favor fidei prevalece sobre el favor matrimonü.

2. LA ENSEí‘ANZA DE LA IGLESIA. Todas las Iglesias cristianas confiesan su fe en la prohibición evangélica del divorcio; las diferencias surgen del modo en que cada una de ellas integran esa norma en sus ordenamientos internos. Ya se ha señalado, efectivamente, que, apelando a la cláusula de Mateo, las Iglesias de Oriente desde muy pronto -seguro ya desde el s. vi- reconocieron al cónyuge inocente la libertad de poder volver a casarse, primero sólo para casos de adulterio, después también por otros motivos. Las Iglesias reformadas han seguido esta misma orientación.

Por el contrario, la Iglesia católica ha traducido de manera integral la prohibición del divorcio en su propio ordenamiento, si bien sólo en relación con el matrimonio sacramental consumado. En los escritos de los padres ya se encuentra la convicción de la absoluta indisolubilidad, aunque con alguna afirmación ambigua y alguna que otra contradicción. Esta misma convicción resalta en la alta Edad Media, sobre todo en las actas de los concilios (p.ej., el concilio de Toledo, a. 681ss; pero cf ya antes el concilio de Cartago, a. 407), si bien siempre se encuentran fuentes, incluso eclesiásticas, que han dado legitimidad a una lectura distinta, en el sentido de una cierta apertura en favor del divorcio por adulterio. Hay que considerar también: a) a nivel histórico-cultural, la progresiva afirmación de la prohibición del divorcio en un medio social y legislativo todaví­a influenciado por las tradiciones no cristianas; b) a nivel técnico-jurí­dico, numerosas formas de divorcio de la alta Edad Media parecen más propiamente casos de nulidad de matrimonio; c) a nivel teológico, que no se trata de documentos dogmáticamente vinculantes, perteneciendo, por otra parte, al poder de la Iglesia tanto la explicitación progresiva del depositum fidei como la aplicación del mandato de Cristo a la situación concreta de la comunidad cristiana, además de su fiel transmisión.

Es cierto que ya en esta misma Edad Media se llegó a una formulación normativa muy precisa (Decretum Gratiani, pars II, c. 32, q. 7) y a una doctrina vinculante: piénsese en las intervenciones de Inocencio III (DS 794), del concilio de Florencia (a. 1439) en el decreto a los armenios (DS 1327). Después de la edad moderna y contemporánea, en las actuaciones del concilio de Trento en la sesión XXIV (a. 1563) (DS 1805.1807), de León XIII en la encí­clica Arcanum (a. 1880) (DS 3142), de Pí­o XI en la encí­clica Casti connubii (1930) (DS 3710-3712), del concilio Vat. II en la constitución pastoral Gaudium et spes (nn. 47.49), hasta llegar al sí­nodo de los obispos de 1980 y a la cünsiguiente exhortación apostólica de Juan Pablo II Familiaris consortio (1981) (n. 20).

Conviene señalar de modo especial que el concilio de Trento, en el marco de la definitiva formulación de la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio, ha determinado en sus cánones la doctrina de la Iglesia católica en oposición a la de los reformadores (pero a nivel exegético se discute el planteamiento del canon tridentino sobre el divorcio). Hay que notar también que Trento se pronunció con mucha menos claridad en relación con los ortodoxos, cuya praxis no fue condenada formalmente. Esta praxis tampoco fue aprobada en el concilio, que se pronunció en el sentido de sostener que la única interpretación posible; exacta y conforme con la Sagrada Escritura, de la prohibición bí­blica del divorcio, es la que se enseña en la tradición de la Iglesia católica, para la cual el matrimonio es absolutamente indisoluble.

3. INTENTOS MODERNOS DE SUPERACIí“N. La realidad social moderna, caracterizada por la difusión de la mentalidad y de la práctica del divorcio, va poniendo cada vez con más urgencia a la Iglesia problemas de carácter pastoral, que a su vez invitan constantemente a repensar la doctrina tradicional de la Iglesia y su normativa sobre la indisolubilidad del matrimonio, como forma de solucionar casos humanos de piedad.

La superación de la posición tradicional, planteada en nombre de la misericordia evangélica hacia el hombre equivocado, ha sido propuesta en una variedad de formas, que en. sustancia podrí­an reducirse a estos niveles: el exegético, el teológico-canónico, el técnico jurí­dico y el pastoral.

a) A nivel exegético, además de la pluralidad de interpretaciones ya señalada a propósito del discutido pasaje de Mateo, se ha tratado de situar tal pasaje entre las radicales exigencias del discurso de la montaña, con un gran valor en el plano ético, pero no jurí­dico, de las relaciones de este mundo. Esta tesis, sin embargo, choca con la interpretación y la aplicación de tipo estnctamente jurí­dico (prohibición del divorcio) que la Iglesia le ha dado desde el principio, como lo demuestra la predicación y la praxis de las comunidades apostólicas.

b) A nivel teológico-canónico; partiendo del principio de la potestad vicaria, por el que el papa puede disolver el matrimonio sacramental no consumado, se plantea la pregunta de si la Iglesia no puede tener poder de disolver un matrimonio que sea más amplio que el tradicional. Pero la aceptación de esta tesis choca con la doctrina y la praxis constante de la Iglesia. Otros, en cambio, apoyándose siempre en la disolución del matrimonio rato y no consumado, han forzado la noción de consumación tal como propia, y tradicionalmente se la ha entendido en cuanto cópula conyugal, para extenderla a la así­ llamada «consumación existencial y en la fe». El matrimonio, por tanto, establecido por las nupcias y sólo intrí­nsecamente indisoluble, podrí­a ser disuelto por la misericordia de la Iglesia siempre que los esposos no hubieran conseguido llevarlo a aquella plenitud humana y cristiana de lo que es el matrimonio, a aquella sacramentalidad que es signo de la unión de Cristo con la Iglesia, que lo harí­a indisoluble también extrí­nsecamente. Es evidente la ruptura con los principios católicos sobre el matrimonio en una teorí­a que sustancialmente introduce una especie de «matrimonio a prueba» y que reduce la institución matrimonial a la realidad que, de hecho, era tí­pica de la experiencia romaní­stica.

c) A nivel técnico jurí­dico no han faltado intentos de superar en la praxis el rigor del precepto. Así­, por ejemplo, la jurisprudencia eclesiástica holandesa, en los años inmediatamente posteriores al concilio, intentó nuevas soluciones, poniendo como fundamento de las sentencias en materia matrimonial la cuestión de «si por la misericordia de la Iglesia no se puede conceder una nueva celebración religiosa del matrimonio», en lugar de su formulación tradicional: «si consta la nulidad del matrimonio». También la jurisprudencia eclesiástica estadounidense ha tratado de ampliar la tradicional institución canónica de la nulidad del matrimonio, llegando a mantener con una audaz argumentación a posteriori que si se llega a la crisis del matrimonio, a pesar de la gracia sacramental, es evidente que es porque estaba viciado ya desde su origen.

En todos estos casos se ha tratado, desde luego, de intentos inadmisibles, más que a nivel teológico a nivel jurí­dico, en el que pretendí­an abrirse paso, ya que se situaban en claro y evidente contraste con las normas de derecho positivo, al cual el juez eclesiástico está obligado a atenerse.

d) A nivel pastoral han aparecido posiciones como la llamada «gradualidad de la conversión» de los fieles divorciados y casados de nuevo civilmente. Se ha llegado a decir, en efecto, que, de cara a la reconciliación sacramental y a la admisión a la eucaristí­a, serí­an suficientes algunos signos auténticos que se manifestaran a lo largo de un proceso de conversión, iniciado aunque todaví­a no realizado plenamente. Pero estas posiciones son contrarias a algunas normas imperativas (cf CIC, can. 915), así­ como a algunas declaraciones magisteriales bien claras (cf JUAN PABLO II, Familiaris consortio, 84).

V. La disciplina eclesiástica
El divorcio aparece en el ordenamiento jurí­dico de la Iglesia desde tres perspectivas: 1) los casos canónicos de divorcio; 2) la condena del recurso al divorcio civil y las consiguientes sanciones eclesiásticas; 3) la disposición de una serie de instrumentos jurí­dicos para favorecerla pastoral de los divorciados.

1. LOS CASOS CANí“NICOS DE DIVORCIO. El derecho canónico conoce tres casos de disolución del matrimonio: la muerte de uno de los cónyuges, que es la causa natural y común de disolución; el llamado «privilegió paulino» (1Co 7:12-15); la disolución del matrimonio rato y no consumado. En los casos segundo y tercero se puede hablar de auténticos y propios casos canónicos de divorcio, porque hay disolución de un matrimonio válidamente surgido, aunque se debe distinguir el caso del «privilegio paulino», en el que hay un mero matrimonio natural entre dos personas no bautizadas, del otro caso (dispensa del matrimonio rato et non consumato), donde normalmente se trata de un matrimonio sacramental.

El canon 1143 del CIC prevé las condiciones para poder disolver el matrimonio natural (antes considerado legí­timo) incluso consumado: que haya sido contraí­do por personas no bautizadas; que posteriormente uno de los cónyuges haya recibido el bautismo; que el no bautizado no quiera bautizarse ni convivir pací­ficamente con el otro cónyuge, por ejemplo induciéndolo al pecado o pretendiendo una educación no católica para sus hijos (para casos semejantes cf cáns. 1148-1149, sobre el llamado «privilegio petrino»).

El otro caso (contenido en el canon 1142 y regulado, en los procedimientos, por los cáns. 1697-1706) prevé la disolución por causa justificada por el papa -que hace uso de su potestad vicaria ministerial- del matrimonio no consumado entre bautizados, o entre un bautizado y un no bautizado. Hay que notar que la facultad pontificia de disolver, tal como está prevista en el CIC, va más allá del matrimonio rato, siendo éste, según la norma del canon 1601, el único matrimonio entre bautizados.

Las razones que las doctrinas teológicas y canónicas aducen para justificar estas dos formas de divorcio canónico pueden resumirse sustancialmente en la afirmación según la cual sólo el matrimonio rato y consumado es indisoluble por derecho divino (can. 1141), en cuanto que no puede ser disuelto por ninguna potestad humana; los otros matrimonios, en cambio, si bien son intrí­nsecamente indisolubles, no gozan de una indisolubilidad extrí­nseca absoluta, ya que les falta o el elemento de la sacramentalidad o el de la consumación.

En concreto, en el privilegio paulino la disolución se justifica por el hecho que el bien de la fe prevalece sobre el de la indisolubilidad; en la dispensa super rato, por razón del hecho de que, aun habiéndose realizado un matrimonio perfecto jurí­dicamente y, por lo tanto, por sí­ mismo indisoluble, su no consumación impide la realización en plenitud del signo sacramental de la unión entre Cristo y la Iglesia.

Desde el punto de vista de la doctrina jurí­dica en el caso del privilegio paulino se configurarí­a una especie de rescisión de contrato matrimonial, en cuanto cerrado «en condiciones inicuas» entre sujetos que en aquel momento se encontraban «obnubilados en su mente» (Efe 4:17-21) por su condición de infidelitate; en el caso de la dispensa super rato tendrí­amos, en cambio, una rescisión del contrato por un vicio que afecta al funcionamiento del mismo (sea la ausencia de consumación, que impide la realización de la una sola caro, sea la dissociatio animorum, que se opone al bonum coniugum del que habla el canon 1055, y que es objeto de examen incontrolable por parte de la autoridad eclesiástica, bajo la calificación de justa causa de la dispensa).

2. LAS SANCIONES ECLESIíSTICAS CONTRA EL DIVORCIO CIVIL. Con el fin de considerar de modo justo los distintos modelos concretos que pueden verificarse con el recurso al divorcio civil, será bueno recordar que la ley divina natural obliga a todos los hombres, mientras que la ley meramente eclesiástica sólo a los bautizados en la Iglesia católica (CIC, can. 11). Esta distinción es importante sobre todo para valorar la subsistencia de los presupuestos del divorcio, es decir, un matrimonio válido, que se regirá por el derecho canónico para los católicos y por el derecho natural para los demás.

También conviene recordar que, contrariamente a lo que comúnmente se cree, la Iglesia no siempre prohibe el recurso al divorcio, aun siendo contrario -si bien en distinto grado- tanto a la ley divina como a la natural, y configurándose, por lo tanto, por sí­ mismo como un acto antijurí­dico realizado por un sujeto carente de legitimación. De hecho, el recurso al divorcio en algunos casos es tolerado por la Iglesia, y en otros incluso autorizado.

Es ciertamente lí­cito en todos aquellos casos en los que sirve para hacer coincidir la situación real con la legal; por ejemplo, en el caso de un matrimonio canónico declarado nulo por el juez eclesiástico, o disuelto por dispensa super rato, del que han de hacerse efectivos, en el ordenamiento estatal, los efectos civiles de un matrimonio inexistente o ya no existente; o también en otro caso, parcialmente distinto, de recurso al divorcio como mero instrumento de interrupción legal de una convivencia que se ha hecho insoportable, sin intención alguna de disolver el ví­nculo conyugal, en los paí­ses en los que no existe la institución de la separación personal.

Distinto es el caso de dos católicos casados sólo civilmente, porque se trata de un matrimonio totalmente inexistente desde el punto de vista canónico (cf can. 1059), y considerado como un mero concubinato. En tal caso, cuando no sea posible arreglar la situación con un matrimonio sacramental posterior entre los dos se autoriza recurrir al divorcio civil para poner fin a esta situación irregular, y entonces es lí­cito contraer posteriormente matrimonio canónico. Se debe notar, sin embargo, que tales situaciones no siempre se presentan de forma uní­voca desde el punto de vista de la ley moral: el divorcio es de todas formas un acto antijurí­dico, en cuanto que es contrario a la ley natural; por otra parte, la convivencia puede hacer aparecer obligaciones naturales. Por eso el canon 1071, § 1, 2.°-3.°, prohibe celebrar, sin licencia del ordinario y salvo en caso de necesidad, el matrimonio canónico de quienes no podrí­an contraer matrimonio ateniéndose a las leyes civiles, o si tienen obligaciones naturales, derivadas de una unión anterior, hacia la otra parte o con algún hijo.

Para la Iglesia la gravedad del divorcio no reside tanto en el hecho de pedirlo u obtenerlo, sino en el segundo matrimonio que le podrí­a suceder (y que de hecho con tanta frecuencia le sucede).

De aquí­ la diversidad de regulación canónica según los distintos modos concretos: no están previstas sanciones en el fuero externo y pueden frecuentar los sacramentos los divorciados que no se han vuelto a casar (en el caso, p. ej., de recurso al divorcio civil con la única finalidad de definir, en el ordenamiento estatal, relaciones de carácter meramente civil entre los cónyuges, como las cuestiones patrimoniales; o también en el caso del cónyuge inocente que sufra el divorcio a que le somete la otra parte). Lo contrario debe decirse para los divorciados que han atentado contra el ví­nculo casándose de nuevo, ya que sólo es civil el nuevo matrimonio (ef CIC, can. 1085, que contempla el impedimento, de derecho divino, del ligamen, o precedente ví­nculo matrimonial válido).

En cuanto acto contrario al fin último de la Iglesia, y por lo tanto potencialmente peligroso no sólo para el bien individual común (ratione peccati), sino también para el de la entera comunidad, que no debe ser inducida a error ni confusión en lo que se refiere a la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad (ad scandala vitanda), el derecho canónico ha previsto también sanciones para quien recurre al divorcio civil. Por otra parte, donde el antiguo CIC cas, tigaba con penas ad hoc a quien hubiese atentado contra el matrimonio con el divorcio y con posterior casamiento civil (can. 2356), el nuevo calla. Sólo se puede hacer referencia al canon 1399, que contiene una norma generalí­sima que legitima a la autoridad eclesiástica competente para aplicar una pena justa en los casos de violación externa de una ley divina o canónica, pero sólo cuando la gravedad de la situación lo requiera y haya urgente necesidad de prevenir o reparar el escándalo.

Fuera del derecho penal, sin embargo, el derecho canónico dispone que cuantos perseveran con obstinación en pecado grave de forma manifiesta no pueden ser admitidos a la eucaristí­a (can. 915): entre éstos han de contarse los divorciados y los católicos casados sólo por lo civil, que pueden ser admitidos a la comunión eucarí­stica, previa reconciliación sacramental en el sacramento de la penitencia, sólo si, arrepentidos, están dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del sacramento (JUAN PABLO II, Familiaris consortio, 82-84; Reconciliatio et paenitentia, 34). A los divorciados y a los católicos que se han vuelto a casar por lo civil, en cuanto perseveren en un pecado grave y de forma manifiesta, no se les puede asistir con la unción de los enfermos (can. 1007). Se les niegan también las exequias eclesiásticas si antes de morir no han dado muestras de penitencia (cf can. 1184, que además requiere el extremo del escándalo público de los fieles y que, de todas formas, determina la obligación de consultar al ordinario del lugar, a cuyo juicio hay que atenerse, en caso de duda; cf también Congregación para la doctrina de la fe, carta circ. Complures conferentiae, 29 de junio de 1973).

Finalmente el divorciado no puede ser aceptado como padrino (canon 874, § 1, 4.°), siempre que esté sometido a la pena canónica, legí­timamente dictada, de que hemos hablado. Pero incluso si no concurren estas circunstancias, parece que deba excluirse igualmente de la función de padrino, exigiéndose explí­citamente, entre las condiciones para su admisión, el llevar una vida coherente con la fe y con los compromisos que se derivan de la condición de padrino (can. 874, §-1, 3.°; más explí­citamente en el CIC de 1917, cf los cáns. 765, 2.0; 766, 2.0).

3. DERECHO CANí“NICO Y PASTORAL DE LOS DIVORCIADOS. El derecho canónico no sustituye obviamente a la pastoral; pero, en razón de la salus animarum que est suprema lex in Ecclesia (can. 1752), se sitúa junto a ella en disposición instrumental; de ahí­ la predisposición de normas que sirven para favorecer la atención pastoral.

El CIC de 1983 presta especial atención al cuidado pastoral del matrimonio (cáns. 1063-1072), que comprende también la atención pastoral a los divorciados. Con esta finalidad el legislador canónico se ha servido de vez en cuando de mecanismos prohibitivos o promocionales.

De tipo prohibitivo es la ya recordada prohibición del canon 1071, § 1, 2.°-3.n -que parece marcar una atenuación respecto al antiguo rigor del derecho canónico en relación con el matrimonio civil-, en la que se favorece una acción pastoral cuya caracterí­stica es la de promover la restauración, en cada caso concreto, de la situación jurí­dica y la situación moral. Del segundo tipo, en cambio, la norma contenida en el canon 1063 -y especialmente en 4.°-, que impone no sólo a los pastores, sino a toda la comunidad cristiana el compromiso de asistir a los esposos para que, «conservando en la fidelidad el pacto conyugal y defendiéndolo, puedan llegar a una vida cada dí­a más santa y plena».

[/Familia, /Fidelidad e indisolubilidad; /Matrimonio].

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G. Dalla Torre

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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral