Principales artículos de la fe: (Mat 15:16, 1Ti 3:16).
– Existen varios Credos: El de los Apóstoles, el de Nicea, el de Atanasio, el del Vaticano II.
Diccionario Bíblico Cristiano
Dr. J. Dominguez
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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano
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Credo en general significa literalmente «creo», es decir «mi expresión de fe». Es, por lo tanto, el conjunto de ideas, verdades, misterios, creencias o doctrinas que una persona acepta y profesa.
1. Significado
En la terminología cristiana, alude desde los primeros tiempos a la fórmula que recoge ordenadamente los enunciados de los principales dogmas.
Puede aplicarse, por extensión, a la misma fe religiosa de los creyentes. Entonces se presenta como casi sinónimo de creencias básicas de la Iglesia.
Y en general el término «credo» se ha convertido en lista de creencias asumidas por los prosélitos de una religión, sistema o doctrina cualquiera.
Pero, en sentido más estricto, implica cierto orden, índice progresivo o sumario sintético de los principales dogmas, principios o artículos de fe que profesa una comunidad creyente.
2. Evolución del término
El alcance histórico del término «credo» ha estado prioritariamente asociado a la fe cristiana, más que a otras confesiones religiosas, desde los primeros siglos.
Explícitamente ya en el siglo III, se aludió con el término a los diversos modos de expresar la fe que tenían las comunidades primitivas, no siempre coincidentes en determinados matices o expresiones. A veces, la misma formulación del «credo» llegó a provocar disensiones y polémicas teológicas.
Por eso fue frecuente el intento de dilucidar el modo de «confesar», de proclamar, la fe y se multiplicaron reuniones, sínodos o concilios, en los que se reunieron obispos, pastores, teólogos, con la intención de clarificar las expresiones.
Las polémicas permitieron la clarificación de las doctrinas y, con la claridad en lo que se creía, se llegó a la nitidez en los modos de formular las verdades. Así se fue discerniendo los que eran verdaderas (católicas) de lo que se filtraba como enseñanzas heréticas o erróneas.
Las iglesias latinas prefirieron emplear el término griego de «Símbolo», que etimológicamente significa signo o emblema de lo que se profesa. Como tal se habló a lo largo de la Edad Media y se sigue empleando hoy cuando se alude a la lista de verdades básicas en las que se cree.
En el siglo XVI, los protestantes prefirieron usar el término «confesión» (Confesión de Augsburgo (Junio de 1530), Confesión de las cuatro ciudades imperiales, Confesión Helvética, para no atarse a la forma tradicional de expresar las creencias básicas.
3. Historia del Credo
En los textos evangélicos se intuye ya alguna forma de definición clara de lo que se profesa. Se alude en ocasiones a los modos de predicación trinitaria, «Id y predicad a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». (Mt. 18. 19).
Y se parece entender en esas referencias que los oyentes y convertidos se hacen capaces, por la predicación, de asumir y aceptar la tal predicación
3.1. Ya en la Escritura.
San Pablo hablaba también a los Romanos de una «regla de doctrina», que expresara el seguimiento de la fe para salir del pecado (Rom. 6. 17). Y declara la necesidad de creer de corazón y «confesar la fe con la palabras y las obras para salvarse.» (Rom. 10. 10) En diversidad de alusiones entreve la necesidad de poder decir lo que se cree (Ef. 120-23, Filip. 2. 5-11, 1. Tim. 6.13, Col. 1. 21-22, etc.)
En los Hechos de los Apóstoles se narra, aunque hay duda de si el texto pertenece al documento original o es una interpolación o glosa posterior que aparece en muchos manuscritos antiguos, la petición del diácono Felipe al eunuco que quiere bautizarse. Ante su demanda de si cree, el texto antiguo recoge la expresión: «Creo que Jesús es el Hijo de Dios, y es el Mesías» (Hech. 10. 17). Aunque no sea estrictamente bíblico este fragmento, su antigüedad es indiscutible. Puede remontarse al siglo III, incluso a finales del II.
Era natural ya en la primitiva Iglesia, la de los Apóstoles, que se precisara alguna fórmula para poder expresar las propias creencias, máxime teniendo en cuenta la procedencia judía de los primeros creyentes y la abundancia de formulaciones del Antiguo Testamento.
3.2. Tiempos catecumenales
La forma catecumenal de preparar a los creyentes que se iban progresivamente instalando en las comunidades cristianas así lo exigían. Eran cada vez más frecuentes las adhesiones de los conversos procedentes de modelos religiosos ajenos por completo al judaísmo. Con frecuencia eran portadores de una cultura griega muy dada a las formulaciones clarificadoras. Y esperaban que el mensaje cristiano se pudiera definir con modos expresivos claros y permanentes.
Así aparece en los primeros escritos no inspirados que conservamos, por ejemplo en la «Didajé o Doctrina de los doce apóstoles», del final del siglo I (7.2 y 9.5)
La necesidad de la clarificación doctrinal llega a su cumbre en los comienzos del siglo IV en casi todas las comunidades Oriente y de Occidente. Los procesos de formación de los que llegan al cristianismo se van haciendo cada vez más explícitos, como se advierte en documentos al estilo de los siguientes:
– Didascalia, c. 250;
– Tertuliano, en sus cuatro fórmulas de fe (De prescrip. c. 13);
– Cánones de Hipólito, c. 220;
– S. Cirilo de Jerusalén, Cat. 5. 12;
– San. Agustín, Sermón 214, etc.
«Maestro del símbolo que prepara la fe» (Doctor Symboli ac fides) llamaba Rufino de Aquileia, en el siglo IV, al diácono encargado de los catecúmenos.
Las fórmulas claras y ordenadas de la doctrina que el postulante al bautismo debe aprender, aceptar, profundizar y transformar en vida cristiana, se convierten en el guión de la formación del pensamiento. Es, al mismo tiempo, la guía práctica de las virtudes y el cauce de la adhesión a las plegarias se presentan en la comunidad en la que se ingresa.
3.3. Base trinitaria
San Agustín, en el siglo V, relata cómo se recitaba ya el Credo trinitario ante las demandas del Obispo que bautizaba al catecúmeno con triple inmersión y exigía «creer en Dios Padre, en Jesucristo, Hijo único de Dios, en el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia, en el perdón de los pecados y en la resurrección de la carne» (Confesiones. 8. 2)
La fórmula trinitaria fue esencial en la formulación del Símbolo desde los primeros tiempos. Fue con toda seguridad una fórmula redactada e inspirada en las mismas palabras de Cristo (Mat. 28. 19) y desde el principio tal confesión fue reclamada por los seguidores de Jesús a los nuevos conversos. (Hech 2. 38 y 19. 3)
Y la vinculación con la liturgia bautismal quedó patente en todas las comunidades, en cuanto se introducía en el rito de iniciación la confesión clara que expresara la libre adhesión a lo que confesaba la comunidad que recibía al neófito.
4. Los tipos de credos
Entre las muchas fórmulas que se difundieron en las diversas cristiandades, la tradición católica ha considerado modélicas y referenciales las de cuatro símbolos o credos:
– el de los Apóstoles, que es la profesión más antigua de la fe que se usó en la Iglesia;
– el del Concilio Nicea (325);
– el complemento del Concilio de Constantinopla (381);
– el de san Atanasio.
4.1. El credo romano
Fue una de las primeras fórmulas de fe que se extendieron por las cristiandades de Occidente. Se le llamó también «Credo de los Apóstoles» desde el siglo IV. Esta expresión «Símbolo de los Apóstoles» aparece por primera vez en la carta del Concilio de Milán (390) al Papa Ciricio. Desde ese momento, se hace usual la expresión, entendiéndose con ella el Credo romano.
4.1.1. Originalidad
El primer documento que declara tal origen es el «Comentario al Símbolo de los Apóstoles», de Rufino de Aquileia, hacia el año 400 ó 410.
Más tarde propagan esta opinión San Jerónimo en siglo V, San León Papa en VI y San Isidoro en el siglo VII entre otros.
En la Edad Media se consolida la creencia ya generalizada y se atribuye una frase o sentencia a cada uno de los doce antes de separarse, afirmando su intención de redactar una confesión de fe consensuada, organizada trinitariamente y completada con la referencia a la Iglesia, al perdón del pecado y a la resurrección.
Incluso se llega a considerar el credo tan inspirado como la misma Escritura Sagrada, por el origen apostólico de cada verdad proclamada y por la supuesta acción del Espíritu Santo sobre ellos.
Las diversas opiniones del orden apostólico insinuado confirman el carácter legendario de esta atribución. El orden preferido parece que fue el del canon eucarístico de Roma: Pedro, Juan, Santiago, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Santiago, Simón, Judas, y de nuevo Tomás.
A pensar de la improbabilidad de la procedencia apostólica, no quita valor a la venerable fórmula, la cual es anterior al siglo IV con seguridad.
El tipo de redacción de las sentencias, la condición lapidaria de las frases, la ausencia de conceptos añadidos a lo esencial, hacen sospechar a muchos expertos que su antigüedad puede remontarse a mediados del siglo II. San Justino y San Ireneo, de ese siglo, hacen alusiones a fórmulas de fe que reflejan una similitud casi perfecta.
Lo que resulta indudable es que, si se mira al contenido de los enunciados, el «Credo de los Apóstoles» reproduce las esencias apostólicas más claras y perfectas.
Es también indiscutible su marcado significado catecumental; es decir, sirvió de guía para clarificar la fe hasta entonces carismática y emotiva de los seguidores inmediatos de los Apóstoles; y respondió a la necesidad de una orientación más conceptual y cultural en la expresión de las creencias básicas de los creyentes posteriores.
Del mismo modo, el origen romano de la formulación de este credo parece evidente, así como su extensión casi exclusiva en las Iglesias occidentales. Al menos, no es citado por ninguno de los escritores de las Iglesias de Oriente prácticamente hasta el siglo IX.
4.1.2. El texto primitivo
Resulta interesante contrastar la pureza, sencillez y radicalidad de las sentencias que configuran lo esencial del símbolo apostólico. A pesar de algunas añadiduras que se detectaron en determinados documentos o autores a lo largo de los tiempos, el eje esencial de este símbolo se ha mantenido intangible a lo largo de los siglos.
El proceso lógico, y trinitario, de esa formulación queda patente en su configuración inmutable hasta nuestros días. Se convertirá más adelante en la guía de las explicaciones doctrinales de la Iglesia.
La fidelidad al texto romano primitivo que aparece en autores del siglo III, sorprende al compararlo con las leves variaciones (se ponen aquí entre[…]) que hoy todavía se emplean.
1. Creo en Dios Padre todopoderoso[creador del cielo y de la tierra].
2. Y en Jesucristo, Hijo Unico suyo[Nuestro Señor], 3. Que[fue concebido] del Espíritu Santo y nació de María, la Virgen.
4. Bajo Poncio Pilatos fue crucificado, muerto y sepultado[y descendió a los infiernos].
5. Al tercer día resucitó de entre los muertos.
6. Subió a los cielos.
7. Está sentado a la derecha del[Dios] Padre[todopoderoso].
8. De allí ha de venir a juzgar a vivos y a muertos.
9.[Creo] en el Espíritu Santo. 10. En la Santa Iglesia[católica y en la comunión de los santos]. 11. En el perdón de los pecadores. 12. Y en la resurrección de la carne[y en la vida eterna].
Esas variaciones a las doce sentencias o doctrinas del texto primitivo fueron introducidas a lo largo ya de los primeros siglos. Pero es de notar que se añadieron en forma de aposiciones o explicaciones, como dando a entender el deseo de precisar o aclarar algún punto ambiguo o menos entendido.
4.1.3. Añadidura del «filioque»
La más significativa de esas aposiciones fue la que hace alusión a la doble procedencia del Espíritu Santo, del Padre y del Hijo (filioque), una vez que se superaron las vacilaciones sobre su identidad divina.
La palabra «filioque» (que procede también del Hijo) fue reacción ante las diversas herejías pneumatológicas. Intenta resaltar el origen divino del Espíritu y su identidad trinitaria.
Hacia el 410, el Sínodo de Seleucia ya explicitaba la necesidad de reconocer que el Espíritu Santo es divino, como lo es El Padre y lo es el Hijo. Diversos Sínodos del siglo V fueron pronto asumiendo explícitamente este reconocimiento: Concilio II de Toledo, del 447 y el III de Toledo en el 589, por ejemplo. Las declaraciones de este último parece que fueron notablemente influyentes en las iglesias de la Galia y de Germania.
Más impermeables a las influencias se mantuvieron las iglesias del Oriente, en donde la añadidura «filioque» no se hizo presente en sus fórmulas dogmáticas y originó aversiones con el Occidente.
Los delegados de Constantino Coprónimo manifestaron su oposición a la añadidura en el Concilio de Gentilly en el 767. En Germania, Carlomagno reclamó su inserción en el Símbolo por parte del Sínodo de Aquisgrán en el 809 y envió dos Obispos a Roma para que el Papa León III sancionara tal inclusión. El Sumo Pontífice se limitó a aprobar el dogma de la doble procesión del Espíritu Santo, pero no la innovación litúrgica de incluir el término en el Símbolo, tal vez para no disgustar a las iglesias griegas que se oponían a tal innovación litúrgica. Con todo toleró que los germanos introdujeran la expresión en el canto del Símbolo en la liturgia.
A partir del siglo IX, la inclusión de la doble procesión del Espíritu Santo ya constaba en la mayor parte de las iglesias de Occidente e incluso en algunas de Oriente. Esa variación provocó entre estas últimas algunas disensiones, que preanunciaban la separación que habría de producirse con Focio, el año 858, cuando el Papa Nicolás I rechazó las pretensiones heréticas de este patriarca de Constantinopla (desde el 858) y que fue luego condenado en el IV Concilio de Constantinopla en el 869.
Las disensiones con las Iglesias orientales no terminaron y la procesión del Espíritu Santo fue uno de los elementos de discordia, a pesar de las transigencias y negociaciones que se fueron prolongando a lo largo de varios siglos. Así, por ejemplo, los papas Inocencio IV y Alejandro IV, en 1254, para alcanzar la unión con la Iglesia griega, dispensaron a los griegos de explicitar en el Símbolo la palabra Filioque.
Prácticamente fue el II Concilio de Lyon (274) el que legitimó y reconoció definitivamente la inserción de este término en el Símbolo. Los delgados griegos aceptaron entonces la doble procedencia y pareció superarse provisionalmente la disidencia. Gregorio X y el Concilio se contentaron en exigir a los griegos la fe en el dogma sin exigirles la profesión en el Símbolo.
La conducta observada por Eugenio IV en el Concilio de Florencia de 1439 reavivó la aversión de los griegos, que harían a partir de entonces caso omiso del precepto de acoger el dogma y rechazaron ya desde entonces la formulación occidental.
4.1.4. Influencia
Todas las fórmulas occidentales que fueron surgiendo a lo largo de los siglos están calcadas con admirable fidelidad sobre el Símbolo romano.
Su perspectiva trinitaria y su proyección cristológica, eclesiológica y escatológica, fueron moldes en que se configuraron las demás expresiones. Por eso se le consideraría siempre como un molde ideal de la doctrina.
No cabe duda de que el redactor del Símbolo romano, o la comunidad en la que se gestó, se inspiraron en la enseñanza oral más que en la escrita.
Es claro que se refleja en el texto la misma atmósfera que respiraron los evangelistas. Hace alusión, como ellos, a la figura viva del Mesías: de su paso por la tierra: nacimiento virginal, sufrimiento, crucifixión, sepultura y su exaltación. La idea capital es su existencia indiscutible y real. Proclama a Jesús como verdadero hombre, que tiene una madre en la tierra, pero que es Hijo de Dios.
El texto armoniza la fe en un hombre real, en el que se esconde el Verbo de Dios. Y se presenta como resonancia de la confesión de Pedro que recoge el texto evangélico: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo. (Mt. 16.18)
4.1.5. Conservación del texto
En el siglo IV se hallan dos textos del Símbolo de Roma, griego el uno y latino el otro.
* El griego se conserva en una carta escrita hacia el año 337 ó 338 por Marcelo, obispo de Ancira, al papa Julio I, para defenderse de la acusación de arrianismo. Se conserva citada por San Epifanio (Contra Herejes 72).
* El latino se halla en el comentario de Rufino de Aquileya (hacia el 410) sobre el Símbolo de los Apóstoles. Es probable que el original sea el griego y el latino no fuera más que una mera traducción.
El texto tradicionalmente transmitido (textus receptus) procede, pues de Roma, pero se fue difundiendo por todas las Iglesias de Occidente, desde las africanas a las de Galia, Germania e Hispania.
Es bueno recordar también que en todas las Iglesias se añadieron antes o después algunas matizaciones. Con todo se mantuvo siempre el texto original con asombrosa fidelidad, prueba del respeto que mereció desde su origen.
Las variantes son meras añadiduras explicativas, quedando siempre el mismo número de artículos y la misma orientación expresiva, breve, simple, lapidaria, radical y trinitaria.
4.2. El credo niceno
Además del Símbolo de los Apóstoles, otros Símbolo han sido usados y respetados en las diversas Iglesias.
En muchos lugares se denominó también «apostólico» al que recitamos todavía hoy en la Eucaristía y cuya formulación fue preparada, en sus sentencias principales, en el Concilio de Nicea.
4.2.1. Origen.
Este símbolo tiene su procedencia en las fórmulas discutidas y redactadas por los tres centenares de Padre reunidos en el Concilio de Nicea (325). Se dispusieron con la intención de clarificar la doctrina sobre Cristo, Hijo de Dios y sobre la dimensión trinitaria de la fe cristiana.
Por lo demás, y en contra de una tradición antigua que atribuyó la parte del Espíritu Santo al concilio de Constantinopla (381), el texto probablemente sufrió algunas leves variaciones en determinados momentos o cristiandades.
Aunque más tardía que el apostólico, su redacción y estructura es equivalente al primer símbolo. Lo que se intentó fue clarificar algunos aspectos con expresiones insistentes sobre lo que negaban algunos obispos o monjes. Claramente se consiguió el objetivo.
En Roma parece fue adoptado por la lglesia bajo Justiniano; se halla aludido ya en algunos Concilios posteriores, por ejemplo, en uno de Galicia (España), en los últimos decenios del siglo V.
De hecho el Símbolo tiene dos partes claramente delimitadas, por lo que se le suele considerar como dos símbolo que posteriormente se simplifican en las celebraciones litúrgicas.
La parte primera, la que se refiere a Cristo, fue redactada en medio de las discusiones del Concilio en 325. Por eso se le llamó a veces «confesión de los 318 Padres». Su centro de atención está en la proclamación de la divinidad de Cristo, en clara alusión al combate que en Nicea se tuvo con los arrianos y en el que San Atanasio, entonces joven e inteligente diácono al servicio de su Obispo Alejandro, resaltó como clarividente campeón de la ortodoxia.
4.2. Rasgo constantinopolitano
Es la segunda parte, la que se centra en las expresiones relativas al Espíritu Santo, la que en la tradición se atribuyó a Constantinopla, en donde se celebró un Concilio con unos 600 Obispos el año 381. Esta opinión no parece garantizada.
A pesar de ello sí es seguro que en este encuentro se trató fuertemente de las enseñanzas de los adversarios a la divinidad de la Tercer Persona trinitaria. No consta que fuera asumida ninguna fórmula prefijada, pero sí que se clarificó la doctrina sobre la Tercera Persona trinitaria.
Uno de los asistentes, el Obispo de Constantinopla Macedonio (desde el 360), sostenía que el Espíritu Santo era una sustancia subordinada al Padre y al Hijo y que no pasaba de ser una criatura semejante a los ángeles.
Contra él y sus partidarios proclamó el Concilio la afirmación de la verdadera fe.
Por eso se le atribuyó al Concilio la redacción de las frases: «y (creemos) que el Espíritu Santo, es Señor y vivificador, que procede del Padre, que es adorado y glorificado con el Padre y el Hijo, y que ha hablado por los profetas.»
Con todo, es dudoso que la formulación fuera tan explícita. Algunos de los grandes escritores que se hallaron presentes en el Concilio, como es el caso de San Gregorio Nacianceno, no menciona tal hecho y sólo comenta la fórmula de Nicea.
Por lo demás, existen estrechas conexiones, incluso literales, con textos que los catecúmenos debían aprender y asumir en algunas otras cristiandades. Tal es el caso de las afirmaciones de San Epifanio, en su escrito «Ancoratus» en 374, siete años antes del Concilio de Constantinopla. Y también son similares a las fórmulas bautismales que aparecen en las catequesis usadas en la Iglesia de Jerusalén, atribuidas a S. Cirilo (315-386), compuestas bastantes años antes del encuentro de Constantinopla, tal vez hacia el año 353, siendo el futuro Obispo de Jerusalén simple sacerdote encargado de los catecúmenos.
Parece casi seguro que en Constantinopla no se discutió la cuestión de las fórmulas relativas al Espíritu Santo, sino que los reunidos se limitaron a acoger y reconocer las usadas en diversas cristiandades de donde provenían.
4.3. El símbolo de S. Atanasio
En muchos escritores antiguos tuvo enorme influencia, por la claridad trinitaria y la precisión terminológica, el llamado símbolo de San Atanasio (295-373), Padre y Doctor de la Iglesia.
La atribución a San Atanasio durante mucho tiempo le hizo especialmente influyente. Y, aunque hoy esté fuera de toda duda de que no se debió al gran Obispo de Alejandría, cinco veces desterrado por su oposición a los arrianos, escritor polémico incansable, modelo de ortodoxia, no cabe duda de que fue un Símbolo relevante en la Historia de la Iglesia de los tiempos antiguos e, incluso, recientes.
El símbolo comienza por la interpelación: «Quien quiera salvarse», de donde le viene su nombre clásico de «Quicumquae». Su lenguaje original fue el latín, no el griego; parece que su redacción fue de la segunda parte del siglo V.
Posee cuarenta frases rítmicas, hermosamente trabajadas y centradas en la Trinidad divina en la primera parte y en la doble naturaleza de Cristo en la segunda. Posee un tono contundente y, desde luego, antiherético más que litúrgico y catequético. Sin embargo, en muchas cristiandades se recitó a lo largo de la Edad Media en determinadas fiestas solemnes. Influyó en muchos escritores y teólogos a lo largo de los siglos y contribuyó claramente a precisar la terminología trinitaria y cristológica.
5. El Credo y la catequesis
La Iglesia ha visto siempre en el símbolo, o credo, un objeto central de la catequesis. No es suficientemente considerarlo como un programa o lista de doctrinas o misterios que deben ser explicados a los catequizando.
Más bien el credo se termina convirtiendo en plegaria fiducial hacia la que converge toda la catequesis.
Es cierto que la ordenación de la doctrinas ha contribuido a que la catequesis se interese por la ordenación sistemática de las verdades, por el aprendizaje de las fórmulas, por la clarificación de los términos.
Algo semejante aconteció con los mandamientos y con los sacramentos, que se recogieron en fórmulas clarificadoras de las creencias. Fueron fuente de inspiración catequística, al transformarse en listas ordenadas y progresivas para las diversas exposiciones morales y cultuales de los catequistas de todos los tiempos.
Por lo que se refiere a la exposición catequística de los misterios y dogmas cristianos, el credo se ha presentado siempre como cauce ordenado para tratar las verdades religiosas ante la mente creyente. Con sus expresiones se definen y organizan las creencias y se expresan de forma clara y compartida.
Si el credo no se hubiera hecho usual en la Iglesia, habría que reinventarlo por motivos catequísticos.
5.1. Sentido del Credo Interesa, pues, resaltar el doble sentido que el credo tiene en la tarea educadora de la fe, en la dos partes que siempre se han considerado en él.
5.1.1. La parte trinitaria
En el orden lógico o instructivo, la dimensión trinitaria del credo ha impulsado con frecuencia el plan de toda catequesis cristiana.
* Se comienza por una mirada al cielo y por un recuerdo hacia el Padre, Creador, Providente y Señor del Universo.
* La atención al Hijo es consecuencia de la mirada al Padre. Anunciado por los Profetas, concebido, nacido, predicador, sufriente, muerto y resucitado, juez de vivos y muertes que vendrá, fue el centro o eje de la catequesis en su dimensión evangélica. La figura de Jesús, con su mensaje de salvación, centro conceptual del credo, lo es también de la catequesis vital y comprometedora.
* Y la culminación de la catequesis se orienta a la perfección con la presentación del Espíritu Santo, con sus dones y su gracia santificadora.
5.1.2. La parte eclesial
La segunda parte de las fórmulas de fe, de todo credo, se orientan a otros misterios eclesiales más cercanos, como son la realidad del Cuerpo Místico que formamos los cristianos, la comunión de los seguidores de Jesús, el perdón de los pecados, la esperanza en la resurrección y la seguridad de la vida eterna.
Esta parte nos hace pensar que nos espera otra vida y que podemos ser perdonados de nuestros pecados.
Además es digno de resaltar la dimensión litúrgica que siempre tuvo el Símbolo para los cristianos. Más que plegaria invocatoria o deprecatoria, se presentó como recitación de las propias certezas de la fe.
5.2. El credo como lenguaje
En la medida de lo posible, toda catequesis tiene que terminar confesando aquello en lo que se cree y para lo que se ilustra, prepara y alienta al catequizando.
Por eso el credo es una formula de fe, es decir un acto de reconocimiento de lo que Dios ha revelado. El cristiano de todos los tiempos y de todas las edades, termina haciendo público ante los demás cristianos eso que cree gracias a que tiene una fórmula o un cauce para ello.
En la clarificación de sus lenguajes y mensajes el catequista prepara esa declaración de fe. Es el objetivo para encauzar la acción de la formación básica en las ideas y en las adhesiones que el credo implica. Saber lo que se cree y expresarlo de forma clara, definida, decidida y concordante con los demás fieles ha sido algo esencial en la educación religiosa. Lo fue en los primeros tiempos y lo sigue siendo en la actualidad.
Por eso el Credo posee un valor importante en la formación de la fe, en cuanto cauce para proclamar y aclarar los modos de expresar la propia fe.
6. Los otros credos
Bueno será también recordar que otros autores, papas, asambleas o grupos, han definido también sus creencias con fórmulas o listas de verdades que, a veces, han recibido el nombre de Credos o de confesiones de fe.
6.1. Algunos antiguos
Sería interminable recordar todas o muchas de ellas. De hecho las hay de tiempos antiguos y de tiempos recientes.
Baste, por ejemplo algunos:
– el credo del Concilio de Toledo, del año 400, entre los antiguos; – el credo del Concilio de Reims, en 1148, bajo Eugenio III;
– el credo del Concilio II de Lyon, de 1274, bajo Gregorio X; – la profesión de fe tridentina, exigida el 13 de Noviembre de 1564 y la confesión de fe tridentina impuesta por la Bula «Iniunctus Domini», de Pío IV, el 13 de Noviembre de 1564.
6.2. Otros recientes
Explícito interés catequístico y pastoral han tenido también otras declaraciones de Papas recientes.
Tal lo es el llamado «Credo del Pueblo de Dios», de Pablo VI, formulado en 1970. Son frecuentes las confesiones de fe frecuentes en el Pontificado de Juan XXIII, de Pablo VI y de Juan Pablo II.
Justo es reconocer que esas fórmulas o «credos» contribuyen a revivir la fe de la Iglesia a lo largo de los tiempos.
Pero poco o casi nada aportan a las fórmulas básicas cristológicas de los primitivos tiempos cristianos, cuando todavía la fe de la Iglesia buscaba cauces adecuados de expresión capaces de ser entendidos y asumidos por todos los cristianos.
Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006
Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa
La profesión de fe en las fórmulas del «Credo»
La tradición apostólica sobre los contenidos de la fe, se expresó primero en fórmulas breves. Algunas de estas fórmulas se encuentran en los textos neotestamentarios «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16; cfr. Mc 8,29); «Jesús es el Señor» (1Cor 12,3); «confesarás con tu boca que Jesús es el Señor, y creerás con tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos» ((Rom 10,9). Es siempre una profesión de fe, personal y también comunitaria, en Cristo muerto resucitado y en su mensaje sobre Dios Amor, uno y trino.
Posteriormente, la fe se expresó con fórmulas más amplias, a modo de «profesiones de fe» y de «símbolos de la fe» (signo de garantía y sumario). El «Credo» (creo) expresa la fe de la Iglesia con una fórmula cuyo contenido proviene de la tradición apostólica (credo o «símbolo» los Apóstoles). En cuanto a su formulación en plural (creemos) es la redacción que proviene de los concilios de Nicea y Constantinopla («símbolo» niceno-constantinopolitano). Existen otras fórmulas o profesiones de fe, procedentes de otros concilios y Pontífices, o también redactadas para ocasiones especiales, como cuando se asume o ratifica un cargo eclesial (can 833).
El símbolo de los Apóstoles era la profesión de fe proclamada de modo especial durante la celebración del bautismo en diversas Iglesias particulares, pero especialmente en Roma (como tradición petrina, según San Hipólito). Se considera como un resumen fiel de la fe de los Apóstoles. El símbolo niceno-constantinopolitano es la redacción de la fe cristiana según los dos primeros concilios ecuménicos (años 325 y 381), con alguna añadidura de los concilios posteriores. Es el símbolo común a las Iglesia de Oriente y de Occidente.
Distribución de la profesión de fe para vivirla y anunciarla
El «credo» se suele dividir en tres partes, respectivamente referidas al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. También se puede dividir en doce artículos (como recordando a los doce Apóstoles). La «profesión de fe» («credo») se pronuncia principalmente en la celebración del bautismo, en la celebración eucarística y en las reuniones eclesiales, especialmente de los obispos reunidos en concilio. «Recitar con fe el Credo es entrar en comunión con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, es entrar también en comunión con toda la Iglesia que nos transmite la fe y en el seno de la cual creemos» (CEC 197). Esta comunión de fe es signo eficaz de evangelización.
Referencias Bautismo, concilios, Espíritu Santo, fe, Iglesia, Jesucristo, Padre, Trinidad.
Lectura de documentos CEC 167, 185-197; CIC 833 (profesión de fe).
Bibliografía AA.VV., Historia y teología del símbolo de la fe Phase 73 (1973) 2-60; P.T. CAMELOT, Símbolos de la fe, en Sacramentum Mundi (Barcelona, Herder, 1972s) 359-366; J.N.D. KELLY, Primitivos credos cristianos (Salamanca, Secretariado Trinitario, 1980); S. SABUGAL, Credo. La fe de la Iglesia (Zamora, Edic. Monte Casino, 1986).
(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)
Fuente: Diccionario de Evangelización
Es evidente que no hay en el NT un credo completo en el sentido en que lo define J. N. D. Kelly (“fórmula fija que sintetiza los postulados esenciales de la religión cristiana y disfruta de la aprobación de la autoridad eclesiástica”, Early Christian Creeds³, 1972, pp. 1; trad. cast. Primitivos credos cristianos, 1980). El llamado “credo de los apóstoles” no se remonta a los tiempos apostólicos. Sin embargo, investigaciones recientes en el campo de la teología simbólica no permiten postergar la redacción del credo por la iglesia hasta el ss. II y subsiguientes. Existen claras indicaciones de que los que aparecen como fragmentos de credos, incluidos en el contexto de la predicación misionera de la iglesia, el culto de adoración, y la defensa contra el paganismo, ya se pueden detectar en el NT. Examinemos algunos ejemplos representativos de estas formas confesionales. (Se podrá hallar un estudio más extenso sobre este tema en V. H. Neufeld, The Earliest Christian Confessions, 1963, y R. P. Martin, Worship in the Early Church, 1974, cap(s). 5.)
a. La predicación misionera
Hay indicaciones de que en la iglesia primitiva existía un corpus de enseñanza cristiana distintiva que se tenía por depósito sagrado recibido de Dios (véase Hch 2.42; Ro. 6.17; Ef. 4.5; Fil. 2.16; Col. 2.7; 2 Ts. 2.15; y esp. en las epístolas pastorales, 1 Ti. 4.6; 6.20; 2 Ti. 1.13–14; 4.3; Tit. 1.9). Este cuerpo de instrucción doctrinal y catequística, descripto como “enseñanza de los apostoles”, “palabra de vida”, “modelo de doctrina”, “tradiciones” apostólicas, “depósito”, “sanas palabras”, constituía la base del ministerio cristiano, y debía mantenerse con toda firmeza (Jud. 3; y esp. en He. 3.1; 4.14; 10.23), transmitirse a otros creyentes tal como lo habían recibido los mismos apóstoles (véase 1 Co. 11.23ss; 15.3, donde los verbos “recibir”, “entregado”, constituyen términos técnicos para la transmisión de enseñanza autorizada; cf. B. Gerhardsson, Memory and Manuscript, 1961), y utilizado en la proclamación pública del evangelio. En realidad, el término “evangelio” designa la misma trama de doctrina, la Heilsgeschichte, que proclama la misericordia redentora de Dios en Cristo a los hombres (Ro. 2.16; 16.25; 1 Co. 15.1ss).
b. El culto de adoración
Bajo este encabezamiento puede demostrarse que los actos cúlticos y litúrgicos de la iglesia, en su carácter de comunidad de adoradores, revelan la existencia de elementos que forman parte de credos, p. ej. en el bautismo (Hch. 8.37 según el texto occidental; Ro. 9.9; véase J. Crehan, Early Christian Baptism and the Creed, 1950); en la vida de adoración de la iglesia, especialmente en la eucaristía, con la cual se asocian declaraciones ceremoniales de fe, composiciones hímnicas, oraciones litúrgicas, y exclamaciones devocionales (como en 1 Co. 12.3; 16.22, que probablemente constituya el ejemplo más antiguo de oración congregacional, Marānā thā “¡Ven, Señor nuestro!”, y Fil. 2.5–11, sobre el cual cf. R. P. Martin, Carmen Christi Philippians ii. 5–11 in Recent Interpretation and in the Setting of Early Christian Worship, NTS, serie monográfica 4, 1967); y en exorcismo, para lo cual llegaron a adquirir prominencia distintas fórmulas que se usaron para expulsar los espíritus inmundos (p. ej. Hch. 16.18; 19.13), como en la práctica judaica.
c. La teoría de la formulación de Cullmunn
O. Cullmann, The Earliest Christian Confessions, trad. ing. 1949, pp. 25ss, ha propuesto la teoría de que la formulación de credos primitivos estuvo regulada en parte por las necesidades polémicas de la iglesia en el mundo pagano. Cuando eran denunciados ante los magistrados y tenían que declarar su lealtad, la respuesta de los cristianos era “Jesucristo es el Señor”; y así se adoptó y sistematizó una especie de fórmula que servía de credo.
Los “credos” del NT varían desde la simple confesión, “Jesús es el Señor”, hasta las formulaciones trinitarias implícitas, como en la bendición apostólica de 2 Co. 13.14 y referencias tales como Mt. 28.19 (sobre la cual véase R. P. Martin, Worship in the Early Church, cap(s). 8; A W. Wainwright, The Trinity in the New Testament, 1962; trad. cast. La Trinidad en el Nuevo Testamento, 1976); 1 Co. 12.4ss, 2 Co. 1.21ss; 1 P. 1.2; pero exceptuando el pasaje interpolado de 1 Jn. 5.7s. Existen credos binitarios que asocian al Padre y al Hijo, como en 1 Co. 8.6 (que podría ser una versión cristianizada del credo judío llamado Shema˓, basado en Dt. 6.4ss); 1 Ti. 2.5s; 6.13s; 2 Ti. 4.1. Sin embargo, el tipo más corriente es la fórmula cristalógica con resúmenes detallados tales como los que aparecen en 1 Co. 15.3ss; Ro. 1.3; 8.34; Fil. 2.5–11; 2 Ti. 2.8; 1 Ti. 3.16 (sobre lo cual véase R. H. Gundry en Apostolic History and the Gospel, eds. W. W. Gasque y R. P. Martin, 1970, pp. 203–222), y 1 P. 3.18ss (sobre lo cual véase R. Bultmann, Coniectanea Neotestamentica 11, 1949, pp. 1–14).
Bibliografía. O. Cullmann, La fe y el culto en la iglesia primitiva, 1971; E. Schweizer, A. Díez Macho, La iglesia primitiva, medio ambiente, organización y culto, 1974; W. Kelly, “Credos”, °DT, pp. 128–129.
Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.
Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico
(Latín, credo, Yo creo).
Contenido
- 1 Introducción
- 2 Principales Credos
- 3 Versiones heréticas
- 4 Promulgación fidedigna de un credo
- 5 Enlaces internos
- 5.1 Libro de Bertrand de Margerie: Los Padres de la Iglesia comentan el Credo
- 5.2 Libro del Bertrand de Margerie: Introducción a la historia de la Exégesis Patrística
- 6 Enlaces externos
Introducción
En general, una forma de creencia. Sin embargo, la palabra, tal como se aplica a la creencia religiosa, ha recibido varios significados, dos de los cuales son especialmente importantes. (1) Significa el conjunto de creencias de todos los adeptos a una religión determinada; y en este sentido, equivale a doctrina o fe, cuando esta última se utiliza en su significado objetivo. Éste es su significado en expresiones como “el conflicto entre credos”, “ obras caritativas independientemente del credo”, “la ética de conformidad de credo”, etc. (2) En un sentido más estricto, un credo es un resumen de los principales artículos de fe profesados por una iglesia o una comunidad de creyentes. Por tanto, se entienden como “credos de la cristiandad” aquellas formulaciones de la fe cristiana que en diferentes momentos han sido elaboradas y aceptadas por una u otra de las iglesias cristianas. En este sentido, los latinos designan al credo con el nombre de symbolum que significa una señal (symbolon) o una colección (synbole). Por tanto, un credo sería la marca distintiva de aquéllos que profesan una creencia dada, o una fórmula compuesta por los principales artículos de esa creencia. La Iglesia prescribe la “profesión de fe” para ocasiones especiales, como la consagración de un obispo; mientras que la frase “confesión de fe” normalmente se aplica a formularios protestantes, como la “Confesión de Augsburgo”, la “Confesión de Basilea”, etc. Sin embargo, debe destacarse que el papel de la fe no es idéntico al del credo, pero en su significado formal es la norma o estándar mediante el que uno determina qué doctrinas se han de creer.
Principales Credos
Los principales credos de la Iglesia Católica, el de los Apóstoles, el de San Atanasio y el Niceno, se tratan en artículos especiales que entran en los detalles históricos y el contenido de cada uno. El uso litúrgico del Credo también se explica en el artículo uso litúrgico de los Credos. Para el propósito actual es sumamente importante indicar la función del credo en la vida de la religión y especialmente en la obra de la Iglesia católica. En la comisión asignada a los Apóstoles ( Mt. 28,19-20) está evidentemente implícito que las enseñanzas del cristianismo se debían difundir en alguna forma determinada. Puesto que ellos debían enseñar a todas las naciones a observar lo que Cristo había ordenado, y como dicha enseñanza debía llevar el peso de la autoridad, no sólo de la opinión, fue necesario formular como mínimo unas doctrinas esenciales. Dicha formulación fue tanto más necesaria porque el cristianismo estaba destinado a todos los hombres de todas las edades. Para preservarla unidad de creencia, el primer requisito era establecer claramente la creencia misma. Por tanto, el credo es fundamentalmente una declaración autoritativa de las verdades que se han de creer.
La Iglesia, por otra parte, se organizó como una sociedad visible (vea la Iglesia). Sus miembros fueron llamados no sólo a aferrarse firmemente a las enseñanzas recibidas, sino también a expresar sus creencias. Como dice San Pablo: “Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación”. ( Rom. 10,10). El apóstol tampoco se conforma con declaraciones vagas ni indefinidas; insiste en que sus seguidores deberán “ten por norma las palabras sanas que oíste de mí en la fe” (2 Tim. 1,13), «Que esté adherido a la palabra fiel, conforme a la enseñanza para que (el obispo) sea capaz de exhortar con la sana doctrina y refutar a los que contradicen” ( Tito 1,9). De ahí podemos entender que se requería una profesión de fe de los que iban a ser bautizados, como en el caso de los eunucos ( Hch. 8,37); de hecho, la formula bautismal prescrita por el propio Cristo es una expresión de fe en la Santísima Trinidad. Aparte de la cuestión referente a la composición del Credo de los Apóstoles, está claro que desde el principio, incluso antes de que se escribiera el Nuevo Testamento, alguna fórmula doctrinal, por muy concisa, se pudo haber usado tanto para asegurar la uniformidad en la enseñanza como para ubicar más allá de la duda la creencia de aquellas personas que eran admitidas en la Iglesia.
Versiones heréticas
Junto con la difusión del cristianismo surgieron a lo largo del tiempo varias opiniones heréticas sobre las doctrinas de la fe. Por tanto, se hizo necesario definir la verdad de la revelación con más claridad. En consecuencia, el credo sufrió modificaciones, no por la introducción de nuevas doctrinas, sino por la expresión de la creencia tradicional en términos que no dejaban lugar para el error o el malentendido. Así el “Filioque” se agregó al Niceno y la profesión tridentina estableció la fe católica en declaraciones completas y definidas especialmente sobre aquellos puntos atacados por los reformadores del siglo XVI. En otros momentos, las circunstancias requirieron que se redactasen fórmulas especiales a fin de que las enseñanzas de la iglesia fueran explícitamente establecidas y aceptadas; tal fue la profesión de fe que Gregorio XIII prescribió para los griegos y la que Urbano VIII y Benedicto XIV prescribieron para los orientales (cf. Denzinger, Enchiridion). Por tanto, el credo no debe ser visto como una formula sin vida, sino más bien como una manifestación de la vitalidad de la Iglesia. Puesto que estas fórmulas conservan intacta la fe dada una vez a los santos, también son un medio efectivo de protección contra los incesantes ataques del error.
Promulgación fidedigna de un credo
Por otra parte, debe destacarse que la promulgación fidedigna de un credo y su aceptación no implican la infracción de los derechos de la razón. La mente, por naturaleza, tiende a expresarse y especialmente a manifestar sus pensamientos en forma de lenguaje. Una vez más, dicha expresión da lugar a una mayor claridad y una posesión más firme del contenido mental. Entonces, cualquier persona que realmente crea en las verdades del cristianismo no puede objetar de forma consistente dicha manifestación de su creencia, tal y como implica el uso del credo. También es obviamente ilógico condenar este uso basándose en la opinión que convierte la religión en simplemente un asunto de repetición o aceptación de unas formulas vacías. La Iglesia insiste en que la creencia interna es el elemento básico, pero que éste debe encontrar su expresión externa. Si bien el deber de creer descansa en cada individuo, hay otras obligaciones resultantes de la organización social de la Iglesia. Cada miembro no sólo está obligado a abstenerse de aquello que pueda debilitar la fe de sus compañeros creyentes; sino que también está obligado, en la medida de su capacidad, a mantener y avivar su creencia. La profesión de su fe, según establecida en el credo, es una lección práctica de lealtad y un medio para fortalecer los vínculos que unen a los seguidores de Cristo en “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”.
Tales motivos no son de ningún provecho cuando se deja al individuo la selección de sus creencias. Puede, por supuesto, adoptar una serie de artículos o proposiciones y denominarlo credo; pero sigue siendo de su posesión privada y cualquier intento por demostrar su corrección sólo puede resultar en desacuerdo. Pero el intento mismo sería inconsistente puesto que debe conceder a todos los demás el mismo derecho a elaborar un credo. Por tanto, la consecuencia final debe ser que la fe se reduce al nivel de los puntos de vista, las opiniones o teorías tales como las que se consideran en temas puramente científicos. De ahí que no sea fácil explicar, basándose en la consistencia, la acción de los reformadores protestantes. Si el principio del juicio privado se hubiera desarrollado total y estrictamente, la formulación de los credos hubiera sido innecesaria y, lógicamente, imposible. El curso posterior de los hechos ha demostrado cuan poco se podía lograr mediante la confesión de la fe, una vez rechazado el elemento esencial de autoridad. A partir de la inevitable multiplicación de los credos se ha desarrollado, en gran medida, esa demanda por un “ Evangelio sin credo”, que contrasta tan fuertemente con la pretensión de que la Biblia es la única regla y la única fuente de fe. (Vea dogma, [[fe], creencia, protestantismo).
Bibliografía: DENZINGER, Enchiridion (Friburgo, 1908); MOHLER, Symbolism (Nueva York, 1984); DUNLOP, Account of All the Ends and Uses of Creeds and Confessions of Faith, etc. (Londres, 1724); BUTLER, An Historical and Literary Account of the Formularies, etc., (Londres, 1816); SCHAFF, The History of the Creeds of Christendom (Londres, 1878); GRANDMAISON, L’Estasticite des formules de Foi in Etudes 1898; CALKINS, Creeds and Tests of Church Membership in Andover Review (1890), 13; STERRETT, the Ethics of Creed Conformity (1890), ibid.
Fuente: Lucas, George. «Creed.» The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908. 30 Nov. 2009
http://www.newadvent.org/cathen/04478a.htm
Traducido por Jose Ignacio Sánchez García
Enlaces internos
Libro de Bertrand de Margerie: Los Padres de la Iglesia comentan el Credo
Bertrand de Margerie S.J. Biografía de Bertrand de Margerie S.J.
[1] Introducción.
[2] Preámbulo: la Fe.
[3] Creo en Dios Padre, Señor de todo, Creador del cielo y de la tierra.
[4] Creo En Jesucristo, su único hijo. Creo en Jesucristo, su único Hijo. El misterio de Cristo: Encarnación, Nacimiento, Pasión, Muerte, Resurrección, segunda venida como Juez.
[5] Apéndice al artículo II. María Virgen en el nacimiento de Jesús. El milagro de Navidad.
[6] Artículo III. El Espíritu, la Iglesia y la vida Eterna.
[7] Apéndice: el “filioque”.
[8] Conclusiones. Los dos símbolos ayer, hoy y mañana.
[9] Lista de abreviaturas.
Libro del Bertrand de Margerie: Introducción a la historia de la Exégesis Patrística
[10] Exégesis Patrística: Escuela de Antioquía.
[11] Exégesis Patrística: Introducción.
[12] Exégesis Patrística: San Justino.
[13] Exégesis Patrística: San Ireneo.
[14] Exégesis Patrística: Orígenes.
[15] Exégesis Patrística: San Atanasio.
[16] Exégesis Patrística: San Clemente de Alejandría.
[17] Exégesis Patrística: San Efrén.
Enlaces externos
[18] Credo. Catecismo de la Iglesia Católica.
[19] Credo. texto y Traducción.
[20] Credo. Gregoriano.
[21] Credo Niceno en griego y Latín.
[22] Patriarca Bartolomé y Bendicto XVI rezan juntos el Credo Niceno-Constantinopolitano.
[23] Aprenda el Credo en latín.
Fuente: Enciclopedia Católica